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Mandé a un chico a la cámara de gas en Huntsville. A uno nada más. Yo lo arresté y yo testifiqué. Fui a visitarlo dos o tres veces. Tres veces. La última fue el día de su ejecución. No tenía por qué ir, pero fui. Naturalmente, no quería ir. Había matado a una chica de catorce años y os puedo asegurar que yo no sentía grandes deseos de ir a verle y mucho menos de presenciar la ejecución, pero lo hice. La prensa decía que fue un crimen pasional y él me aseguró que no hubo ninguna pasión. Salía con aquella chica aunque era casi una niña. Él tenía diecinueve años. Y me explicó que hacía mucho tiempo que tenía pensado matar a alguien. Dijo que si le ponían en libertad lo volvería a hacer. Dijo que sabía que iría al infierno. De sus propios labios lo oí. No sé qué pensar de eso. La verdad es que no. Creía que nunca conocería a una persona así y eso me hizo pensar si el chico no sería una nueva clase de ser humano. Vi cómo lo ataban a la silla y cerraban la puerta. Puede que estuviera un poco nervioso pero nada más. Estoy convencido de que sabía que al cabo de quince minutos estaría en el infierno. No me cabe duda. Y he pensado mucho en ello. Era de trato fácil. Me llamaba «sheriff». Pero yo no sabía qué decirle. ¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma? ¿Qué sentido tiene decirle nada? Pensé mucho en ello. Pero él no era nada comparado con lo que estaba por venir.
Dicen que los ojos son el espejo del alma. No sé qué podían reflejar sus ojos y creo que prefiero no saberlo. Pero hay otra manera de ver el mundo y otros ojos con los que verlo, y a eso es a lo que voy. Esto me ha puesto en una situación a la que nunca pensé que llegaría. En alguna parte hay un verdadero profeta viviente de la destrucción y no quiero enfrentarme a él. Sé que es real. He visto su obra. Una vez tuve esos ojos delante de mí. No pienso arriesgarme a plantarle cara. No es solo que me haya hecho viejo. Ojalá fuera eso. Tampoco puedo decir que se trate de lo que uno está dispuesto a hacer. Porque yo siempre supe que para hacer este trabajo tenías que estar dispuesto a morir. Así ha sido siempre. Tienes que estarlo aunque no sea motivo de ostentación. Si no, ellos lo saben. Lo notan enseguida. Creo que se trata más bien de lo que uno está dispuesto a ser. Y pienso que un hombre pondría en peligro su alma. Y eso no lo voy a hacer. Ahora creo que quizá no lo habría hecho nunca.
El ayudante dejó a Chigurh de pie en un rincón de la oficina con las manos esposadas a la espalda mientras él se sentaba en la butaca giratoria y se quitaba el sombrero y ponía los pies en alto y llamaba a Lamar por el móvil.
Acabo de entrar, sheriff. Llevaba encima una especie de cosa como las bombonas esas de oxígeno para el enfisema o como se llame. Llevaba también una manguera por dentro de la manga conectada a una de esas pistolas de aire comprimido que usan en los mataderos. Sí, señor. Eso es lo que parece. Podrá usted verlo cuando venga. Sí, señor. Lo tengo vigilado. Sí, señor.
Cuando se levantó de la butaca se sacó las llaves del cinturón y abrió el cajón del escritorio para coger las llaves de la celda. Estaba ligeramente encorvado cuando Chigurh se puso en cuclillas y pasó las manos esposadas por detrás hasta la parte posterior de sus rodillas. En el mismo movimiento se sentó y se meció hacia atrás y pasó la cadena bajo sus pies y luego se incorporó rápidamente y sin el menor esfuerzo. Si parecía algo que hubiera practicado muchas veces, lo era. Pasó las manos esposadas por encima de la cabeza del ayudante y dio un salto y descargó ambas rodillas sobre la nuca del ayudante y tiró de la cadena.
Cayeron al suelo. El ayudante trataba de meter las manos por dentro de la cadena pero no podía. Chigurh se quedó tumbado tirando de las esposas con las rodillas entre los brazos y la cara apartada. El ayudante se debatía como un loco y había empezado a desplazarse en círculo por el suelo, volcando la papelera, mandando la silla de una patada al otro lado de la habitación. Cerró la puerta de un puntapié y se enredó con la pequeña alfombra al girar. Sangraba por la boca y borboteaba. Se estaba ahogando con su propia sangre. Chigurh solo tiró con más fuerza. Las esposas niqueladas se le hincaban en la piel. La arteria c