Derroche (Mapa de las lenguas)

Fragmento

Correspondencia incompleta

Querida. Mirá cómo volvemos a encontrarnos. Por carta, si es que esto es tal cosa. Empiezo a escribirla ahora, quién sabe por qué. Para no andar a las corridas, supongo. Para no tener que escribirte bajo el yugo de un resultado médico o de un cálculo devoto de estadísticas. Para disfrutarlo. Para convocarte. Para tenerte más cerca. He decidido dejarte todo, como sabrás para cuando leas lo que sigue. En ese momento, cuando leas, cuando lo sepas, yo estaré ya muerta. Espero que sepas disculpar este principio de culebrón, pero así son las cosas más inevitables. Imponen su doxa. Espero también que sepas disculparme la decisión. Porque el todo que planeo dejarte es largo, y no apto para cualquiera.

Sé que no cambiarías tu vida por nada, o al menos sé que eso es lo que le decís a todo el mundo, incluida vos misma frente al espejo cada mañana. No voy a repetir lo que pienso acerca de lo que vos considerás tus logros, ya lo sabés. Sin embargo, dejame decirte que sé que el cansancio, ese conglomerado de humillaciones que el eufemismo de época llama cansancio, se apoderó de vos hace mucho tiempo. Lamento darte esta noticia. Como en una película de alienígenas, te tomó y, sin que te termines de dar cuenta, te doblegó, te impuso sus reglas, sus renuncias. No voy a enumerarlas ahora. Entendí hace tiempo que hay cosas que no querés escuchar. Aunque me queda muy claro que puedo decirte acá cualquier cosa porque cuando leas, como te decía, ya estaré muerta. Es muy liberador, deberías probarlo. En su momento, claro. Nada de apresurarte también con eso.

Tía querida, sí; tía abuela, jamás. ¿Te acordás de ese lema que habíamos acordado, y que vos repetías siempre, y que cada vez nos daba risa? ¿Y de la risa? ¿Te acordás?

No debería irme por las ramas, finalmente esto es una carta. Imaginemos la escena, la situación. Yo estaré recién muerta. Vos, entonces, después de ese pico de molestia inicial que suelen generarte las interrupciones a tus planes, habrás concedido viajar a este pueblo desquiciante del que por entonces ya casi ni te acordarás. Al llegar, sin embargo, ni percibirás ese olvido ocupada, como estarás, en seguir atendiendo problemas de tu trabajo, en organizar a la distancia la cantidad de cosas que tuviste que dejar sin resolver, los mensajes sin responder, las redes sin revisar, los tragos sin tomar, las sesiones sin concertar, los conciertos y las funciones sin confirmar. Estarás con la cabeza en todo eso mientras mi abogado te lee el testamento, te entrega la llave de la caja de seguridad que él maneja y te da esta carta sellada junto con la urna en la que estarán las cenizas que para entonces yo seré. Es él quien percibe tu distracción mientras te da las instrucciones que siguen, y te lo señala. Te cae mal que se atreva a hacerte un comentario así, te parece desubicado, pero igual, precisamente a partir de eso que te dice empezás a caer en situación, empezás a estar acá, en este pueblo desquiciante. Mínimamente, pero empezás. Entre las cosas que mi abogado te repite hay una fundamental. Te lo remarca. Insiste en que, una vez en mi casa, tenés que ir hasta mi computadora, que aunque vos no lo creas tengo, habré tenido, perdón, y buscar ahí una serie de archivos encriptados. Cuatro son. Los encontrarás en una carpeta a tu nombre. Antes, tendrás que tipear una clave. Es una palabra sola. No te la voy a dejar junto con el testamento ni con ese discurso de bienvenida de mi abogado ni abajo del felpudo ni escrita con rouge en el espejo del baño ni mucho menos en esta carta. Nada de eso. Para recuperarla tendrás que depender solo de tu memoria. Pero tu memoria, implacable como es, tendrá que salirse de los carriles acostumbrados, hacer a un lado las citas bibliográficas sofisticadas y los retruécanos brillantes y los títulos de películas y las muestras de arte imperdibles y los activismos à la page, hacer a un lado todo ese universo al cual tu magnífica vida la remite constantemente y enfocarse, en cambio, en la infancia, no en cualquier etapa de la infancia sino en la de los años en los que vivías acá, o en los que venías acá siendo más precisa, años de veranos largos, de horas distendidas, años sin agenda, digamos, una etapa que ni siquiera sé si mencionarás en tus sesiones de análisis porque de productiva no tuvo nada, de eficaz tampoco, de divertida seguro sí pero calculo que hace rato habrás descartado el divertirte de tu agenda, te hablo del divertirte en su sentido etimológico, no mundano, divertirse como quien se va por lugares imprevistos, variados, como quien se extravía, como quien se tienta, una etapa, decía, digo, a la que solo accederás si todavía sos capaz de quedarte un rato sola, callada, entregada. ¿Todavía está viva esa capacidad, o terminó también avasallada por tu meteórica existencia?

Archivo I: Ganas

Cuánto me alegra que hayas llegado hasta acá, que me sigas leyendo. Aunque sea con esa ceja vigilante, impaciente, que te conozco bien. Hola, Lucrecia querida. ¿Te acordaste enseguida de cuál era esa palabra, nuestro código secreto? ¿Te acordaste de inmediato, como en realidad te acordás siempre de tus veranos acá, tan de inmediato como reconociste esquinas del pueblo, árboles de mi jardín, como si nunca te hubieses ido, tu memoria siempre conectada con este lugar y estos tiempos y yo, tu tía, diciendo cualquier cosa, haciendo suposiciones que no tienen nada que ver con lo que sos ni con lo que sentís, suponiendo una vida que no es en absoluto la tuya, hablando en definitiva como una mujer que nunca salió del pueblo, que saca conclusiones a partir de un simple silencio tuyo, un silencio que tuvo mucho de ocupación, sí, cierto, pero de ninguna de todas esas cosas que te endilgo? Es posible. Todo es tan posible como imposible en esa operación de riesgo que son los vínculos con los demás. ¿Te acordaste enseguida de la palabra, decía? ¿Y de los veranos, del calor que hacía en esas siestas soporíferas que te obligaban a dormir, de las tretas que inventábamos para liberarte sin que nadie se diera cuenta, del malhumor de tu padre porque tenía que volver a este pueblo que quería creer enterrado para siempre, de la melancolía irritantemente comprensiva de tu madre? ¿Te acordás de cómo nos escapábamos de todo eso, de ellos y sus lobregueces, del aburrido de tu hermano? ¿Te acordás del canal que un jardinero había cavado para que llegara el agua hasta la arboleda del fondo? ¿De la radio que nos contrabandéabamos para escuchar música latosa a la orilla de ese canal? ¿Y de los sombreros de ala ancha, y de los helados caseros? ¿Y de las cosas que llevábamos para dibujar? ¿Los crayones y las carbonillas? ¿Los rollos de papel y las hojas Canson? ¿Te acordás de los dibujos que empezabas a hacerme con birome en las piernas cuando se te terminaba el papel? Empezaban en las rodillas y seguían por mis muslos. Siempre me llamó la atención el hecho de que, entre esos dibujos, apareciera esa palabra. Una sola. La escribías por ahí, como si fuera tu firma, tu nombre de autora. Raro, ahora que lo pienso, que eso jamás haya salido en nuestras conversaciones, ni una sola vez en todos esos años en los que supimos hablar tanto. ¿Te acordás de nuestras conversaciones largas, frondosas?

Ahora que algo se activó en tu memoria, es importante que sepas que lo que te dijo el abogado es cierto, pero incompleto. Hay más plata, aunque él ni lo sospeche. Es mucha más, nada de los rollitos esmirriados bajo el colchón de la jubilada que nunca fui. Y está especialmente oculta. Ya verás por qué. Te estoy hablando de plata, de dinero, sí, de todos esos temas que siempre te parecieron menores. O tal vez no menores, tal vez importantes siempre y cuando vinieran como efecto de tu extraordinaria, impoluta, meritoria carrera, como confirmación inevitable de tu talento, de tu dedicación. Toda esa mitología que se arma cuando el dinero es algo que nunca te faltó, en definitiva. No para lo esencial, al menos. Y por esencial no estoy hablando de los servicios básicos y la comida para los hijos y demás sentimentalismos, estoy hablando más bien del dinero necesario para tener una vida que a uno le den ganas de vivir. ¿Te suenan esas ganas? ¿O ya se te confundieron con el deber, los doblegamientos, las prerrogativas del progreso?

Siempre es crucial, como ya te habrá quedado claro, saber cuál es el origen del dinero. Me pregunto si además de creer, como me consta que creés, que el tuyo lo ganaste por tus probados méritos, tu brillante cabecita y tus esmeradas notas al pie, alguna vez pensaste cuál es realmente el origen del dinero que, como decís, ganás. Si ya lo hiciste, si ya lo pensaste quiero decir, si alguna noche de insomnio te agarró desprevenida, desprovista de tus argumentaciones consabidas, sabrás que es oscuro, y si no lo hiciste todavía, tomá mi palabra por cierta, que no hace falta transitar pasillos universitarios para entender ciertas cosas. El origen del dinero es siempre oscuro. Un magma en el que se entremezclan explotación, muerte, humillación, injusticia y sometimiento. Con lo cual, frente a ese origen, las opciones no son tantas: lo negás, como hacés vos y toda tu tribu de privilegiados; lo padecés, como hacen los sometidos del mundo, la única tribu en expansión; lo combatís, como intentaron hacer mis pobres padres, mis queridos padres; o lo mirás de frente, como hice yo. De ahí, de esa decisión, de ese mirar de frente, viene este dinero que ahora es tuyo. Me parece importante que sepas eso primero.

Y antes de decirte dónde está oculto ese dinero, dejame adelantarte que no

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