Noche. Sueño. Muerte. Las estrellas

Joyce Carol Oates

Fragmento

libro-3

Prólogo
18 de octubre de 2010

¿Por qué? Porque había visto algo que tenía razones para creer que no estaba bien y estaba en sus manos —o, en cualquier caso, era su obligación moral— enmendarlo o al menos intentarlo.

¿Dónde? De vuelta a casa por la autovía de Hennicott a eso de las tres y cuarto de la tarde de aquel día. Nada más dejar atrás el mugriento paso elevado de Pitcairn Boulevard, todo lleno de grafitis, donde, a principios de los setenta, habían erigido un muro de tres metros cuando a la chavalada le dio por tirar pedruscos desde arriba a los motoristas que iban rumbo a las pudientes urbanizaciones del norte, cosa que causó la muerte de uno de aquellos motoristas, que varios conductores acabasen heridos y que los vehículos sufriesen daños considerables.

¿De dónde venía? De un almuerzo con la junta del fideicomiso de la biblioteca municipal de Hammond, en el centro, la biblioteca que John Earle McClaren había ayudado a reconstruir a mediados de los noventa con millones de dólares de sus fondos de campaña —por entonces era el alcalde de Hammond (Nueva York)—. Desde entonces, hacía ya quince años que John Earle, «Whitey», no se había perdido ni una de esas reuniones.

Al volante de su Toyota Highlander, modelo nuevo, por el carril derecho de la autovía de tres carriles a una velocidad ni por encima ni por debajo del límite de noventa kilómetros por hora. Precaución que adoptaba por haberse tomado una única copa de vino blanco en la comida (aunque John Earle, en realidad, no creía que estuviera conduciendo bajo los efectos del alcohol o que un observador neutral pudiera interpretarlo así).

Entonces, justo antes de la salida de la vía verde de Meridian —que en veinte minutos lo habría llevado sano y salvo a casa, a Old Farm Road, al hogar en el que había vivido feliz con su querida esposa gran parte de su vida adulta—, vio un coche patrulla de Hammond aparcado en el arcén con la luz roja destellando y otro vehículo parado cerca; (dos) agentes de policía uniformados estaban sacando a una persona (¿era un hombre?) (¿joven?) (¿de piel oscura?) de su coche, le gritaban a la cara y lo empujaron repetidas veces contra el capó. John Earle aminoró la marcha para ver mejor qué estaba ocurriendo y lo conmocionó ver lo que creía estar viendo; frenó y se atrevió a detenerse nada más pasar el coche patrulla, salió del Toyota y se acercó a los agentes, que seguían ensañándose con aquel chico de piel oscura, aunque estaba claro (para John Earle) que el muchacho no oponía resistencia alguna —a menos que se considerase resistencia protegerse la cara y la cabeza de los golpes—, y les gritó con firmeza: «Agentes, ¡alto! ¿Qué están haciendo?», con descaro, sin miedo, como convocando al presente cierta autoridad de la que había gozado en el siglo pasado, a ese no-lugar (barriada cochambrosa del centro de Hammond con fuerte presencia policial, bastante desconocida incluso para ciudadanos blancos familiarizados con la zona como John Earle McClaren); siguió un acalorado intercambio que John Earle no recordaría con claridad más tarde, aunque sí que recordaría vagamente que el hombre de tez oscura era de constitución esbelta, que estaba muy asustado, que no era afroamericano, sino (en apariencia) un joven indio trajeado que llevaba la camisa blanca desgarrada y manchada de sangre, al que las gafas, de montura metálica finísima, se le habían caído de un golpe.

Ambos policías le gritaron a John Earle: «Métase en su puto coche y lárguese de aquí cagando hostias, caballero». John Earle se atrevió a seguir acercándose: «Están dándole una paliza a un hombre indefenso. ¿Qué ha hecho?», soltó por la adrenalina, inconsciente del peligro, antes de insistir en que no pensaba marcharse. «Quiero saber qué ha hecho este hombre. Los denunciaré por uso excesivo de la fuerza». Olvidó que tenía sesenta y siete años y que llevaba quince sin ser alcalde de Hammond. Olvidó que tenía sobrepeso (le sobraban como mínimo diez kilos), que le faltaba el aliento con facilidad y tomaba una medicación potente para la hipertensión. Por vanidad, pensó que, como «Whitey» McClaren había sido un alcalde republicano moderado y popular con mano diestra para los compromisos políticos, como había sido un ciudadano con mentalidad cívica, un empresario local acomodado, compañero de partidas de póquer del difunto jefe de policía de Hammond y donante desde hacía mucho tiempo de la Asociación Benéfica de la Policía que creía —y lo había dicho a menudo, en público— que las fuerzas de seguridad tenían un trabajo peligroso y difícil y necesitaban el apoyo de la gente y no sus críticas, los agentes quizá lo reconocerían, se ablandarían y se disculparían. Pero no fue eso lo que sucedió.

Ha sucedido algo diferente, John Earle está en el suelo. Boca arriba, sobre la calzada roñosa. Cristales rotos, pestazo de diésel. Cuando caes, caes. Poco probable que te levantes solo. Los agentes de policía se han ensañado con él con una fuerza tan inusitada, tan impensable, tanta furia y tanto odio, con los puños enguantados y el cuerpo entero. John Earle se queda inmóvil de la conmoción, físicamente paralizado. ¡Nunca, en toda su vida, han tratado a Whitey McClaren de tan malas maneras, con semejante falta de consideración! Un hombre al que otros hombres admiran y quieren…

Intenta levantarse. Ay, pero el corazón le va rápido, mucho. Un pie enfundado en una bota le golpea la blanda barriga, la ingle. John Earle, que es tan estoico que suele decir no a la novocaína en el dentista, se retuerce de dolor. John Earle, que suele vivir sin miedos, despreocupado: aterrorizado. Con el traje tres piezas de cuadros del regimiento de la Black Watch que compró hace años para la boda de un familiar y que ahora se pone para las reuniones de la junta por deferencia a la solemnidad de la ocasión. La biblioteca municipal estadounidense es la base de la democracia. Nuestra preciosa biblioteca de Hammond de la que tan orgullosos estamos. Imprudente de él, se había aflojado la corbata al salir del almuerzo —la de seda azul celeste de Dior que le había regalado su mujer—, de lo contrario, quizá habría impresionado a los agentes, pero ahora tiene un aspecto algo desaliñado, agobiado y con la cara roja —(¿está borracho?, no, imposible, una sola copa de vino blanco)— y quizá el Toyota Highlander (que no es lo que se dice barato) pudiese haber impresionado a los agentes, pero —ahora se arrepentía— hace semanas que no lo lleva al lavadero de la ruta 201 y está cubierto de una fina capa de polvo; ninguna de estas cosas ha jugado a su favor ni ha evitado que pasara lo que está pasando tal como está pasando, como si se aproxima una avalancha y tú estás sobre piedras sueltas; como si, en el caso de que John Earle McClaren se hubiese identificado en condiciones, hinchando pecho, diciendo que es amigo del jefe de policía, a quien trata de igual a igual, pudiera haberse adelantado a la furia de los agentes, aunque posiblemente no, ya estaba formada, ensayada; obstrucción a la justicia, un peligro para la seguridad de los agentes, mostró resistencia al ser arrestado, agresión.

Pero ¿qué le ha pasado a John Earle que está tirado en el suelo? Uno de los policías, que grita fuerte, se agacha a su lado con un táser en la mano derecha, ¿es posible que el agente haya electrocutado al anciano, indefenso, desarmado y de pelo blanco y en posición supina no una, sino seis veces en un arranque de indignación y haya provocado que el corazón del hombre caído fibrile y se detenga y fibrile y se detenga?, ¿es posible? El doctor Azim Murthy, un joven residente del hospital infantil de St. Vincent, antes en el Presbiteriano de Columbia, ciudad de Nueva York, ha sido testigo de la violenta agresión con el táser y, aunque en circunstancias normales habla un inglés casi fluido, ahora poco menos que ha olvidado cómo se habla, se encuentra en un estado de pánico cerval. El doctor Murthy afirmará más tarde que los agentes de policía lo habían asustado tanto, lo habían confundido tanto que apenas fue capaz de entender lo que le gritaban a la cara, cosa que ellos interpretaron (supuso) como una negativa a cumplir sus órdenes; no sabía por qué lo habían obligado a parar su Honda Civic en el arcén de la autovía, no había rebasado el límite de velocidad; por qué lo habían sacado a rastras del coche con tanta fuerza que le habían dislocado el hombro izquierdo; no tenía ni idea de por qué le reclamaban su documentación, por lo que, aun con mucho dolor, el ademán de sacar la cartera del abrigo fue (salta a la vista) un paso en falso, pues uno de los agentes le gritó barbaridades, lo agarró y lo empujó contra el capó de su vehículo; le golpeó la cara contra la chapa del coche, abriéndole brechas en la frente, y le fracturó el tabique nasal; lo amenazó con «darle un chispazo» —(con algo que el doctor Murthy, aterrorizado como estaba, no tenía ni idea de que era un táser y no un arma de fuego); a esas alturas, el joven de veintiocho años, nacido en Cochín (India), que se había trasladado a Nueva York con sus padres cuando tenía nueve, estaba convencido de que el inexplicablemente furioso policía lo iba a asesinar por razones que él desconocía; no quería pensar que lo habían parado en la autovía de Hennicott por el color de su piel, que, con cierto orgullo, pensaba que no se parecía a la piel «negra» —aunque tampoco pasaba por «blanca»—. Cierto, además, que los agentes habrían supuesto por el traje, la camisa y la corbata que llevaba que (probablemente) no era un camello ni un «pandillero» y que (probablemente) no supondría una amenaza para la integridad de ninguno de ellos si lo arrestaban sin hacer un uso desmedido de la fuerza; por muerto de miedo que estuviera y por flojas que tuviese las piernas, estaba decidido a comportarse como si fuera «inocente», aunque tampoco sabía con seguridad de qué podía ser culpable o de qué esperaban acusarlo los enfurecidos agentes. ¿Drogas? ¿Asesinato? ¿Terrorismo? El doctor Murthy era consciente, y era algo que le preocupaba, de que, en los últimos tiempos, en el país había habido un aumento de las matanzas; francotiradores, tiradores y «terroristas» que elegían a sus víctimas al azar, copaban los titulares y los canales de tele por cable, por lo que se podía deducir que los agentes de policía de Hammond, como era razonable, estaban buscando a tipos de esa calaña que llevaban verdaderos arsenales tanto encima como en su vehículo; personas muy peligrosas a quienes los cuerpos de seguridad pueden estar tentados a disparar solo con verlas. Los sintecho, los enfermos mentales con o sin armas (a la vista) también pueden considerarse sujetos peligrosos a ojos de la policía, pero el doctor Murthy no parecía un enfermo mental ni tampoco alguien que hubiese perpetrado una matanza; el tono de su piel, cetrina, igual que sus oscurísimos ojos, podrían haber sugerido, a quien se dejase sugestionar, que era un «terrorista», pero ya para entonces los policías habían examinado su carnet plastificado del hospital infantil de St. Vincent que lo identificaba como médico del centro: AZIM MURTHY, MÉDICO. Tampoco llevaba ni armas ni drogas ni objetos relacionados con las drogas encima ni en su Honda Civic, como los agentes descubrirían a continuación.

En el informe policial afirmarían que su vehículo iba «culebreando» y que, cuando la patrulla se acercó y le encendió las luces, el conductor, alarmado, aceleró como si quisiera «huir», motivos para sospechar de la presencia de drogas en el coche o de que el conductor se encontraba en estado de embriaguez, de ahí que lo obligasen a detenerse por la seguridad del resto de los conductores; según ambos agentes, el conductor, de inmediato, opuso «resistencia»; «gritó obscenidades y blasfemias en una lengua extranjera»; «hizo gestos amenazantes»; por seguridad, tuvieron que sacarlo a rastras y, como opuso resistencia, se vieron obligados a emplear la fuerza; para esposarlo tuvieron que utilizar un grado «máximo» de fuerza, momento en el que otro vehículo de aspecto sospechoso se detuvo, un Toyota Highlander que conducía un individuo que los agentes creyeron que era un cómplice del hombre que estaban arrestando; el tipo, que suponía un «claro peligro» para los policías, a quienes gritaba y blandía el puño y amenazaba con dispararles, buscó algo en el interior de su abrigo, como si fuera a sacar un arma; de nuevo, por seguridad de los agentes, hubo que neutralizar a dicho individuo, tirarlo al suelo, abatirlo con un táser (cincuenta mil voltios gracias a sus veinticinco vatios) y esposarlo.

Esta persona «agresiva y amenazante», a quien, en un primer momento, los policías tomaron por cómplice de Azim Murthy, fue identificado a posteriori como John Earle McClaren, de sesenta y siete años, de Old Farm Road, Hammond (Nueva York).

Resultó que ni Azim Murthy ni John Earle McClaren tenían antecedentes. No se hallaron ni drogas ni armas en el Honda Civic del doctor Murthy, tampoco llevaba nada encima; no se hallaron ni drogas ni armas en el Toyota Highlander del señor McClaren, tampoco llevaba nada encima. No fue posible establecer conexión alguna entre los dos hombres. Redujeron a ambos con un táser —por «seguridad de los agentes»—, pero el doctor Murthy no perdió la conciencia ni se quedó en coma, como sí le sucedió a John Earle McClaren, quizá porque el médico era cuarenta años más joven.

libro-4

I. La vigilia
Octubre de 2010

libro-5

Carrillones de viento

Llovizna fresca, pero a ella todavía no le apetece entrar. Ráfagas, el sonido de unos carrillones de viento.

¡Qué felicidad!, por el débil sonido que se va apagando de los carrillones que cuelgan de varios árboles en la parte trasera de la casa.

Es egoísta, se pregunta, ser tan feliz.

Hay algo particular en el viento de esa tarde de octubre, fastuosos aromas maduros del otoño, hojas húmedas, un cielo granulado, carrillones de viento con un nítido tono argentado que hacen que casi se desmaye del anhelo, como si fuera (de nuevo, todavía) una jovencita con toda la vida por delante.

Todo cuanto tienes, cuanto se te ha dado. ¿Por qué?

Ha puesto (con cariño) semillas en los comederos de los pájaros que cuelgan de un alambre sobre el porche. Semillas de maíz, de girasol. En las copas cercanas, las avecillas aguardan: carboneros, herrerillos, gorriones.

Una labor nimia, pero a ella le resulta crucial llevarla a cabo como corresponde.

Entonces se da cuenta de que está oyendo, en el interior de la casa, un teléfono que suena.

libro-6

La corriente

Lo habían electrocutado, ¿verdad? ¿Le había dado la corriente?

No una vez. Más de las que era capaz de contar.

Lo único que recuerda: pecho, garganta, rostro. Manos, antebrazos levantados para protegerse la cara.

Descargas eléctricas. Conmoción, quemazón. Carne chamuscada sí que había olido (¿o no?).

Error. Error suyo.

No, nada de error: no tenía opción.

No, nada de error. Una metedura de pata, quizá.

Pero qué es una metedura de pata sino un error leve.

Palabras dichas al tuntún. Acciones que se llevan a cabo de manera inconsciente sin pararse a pensar en la edad que tiene uno (¿qué edad tiene, joder? Joven no es). Andares torpes que te llevan a un lugar al que no tenías intención de ir, ¡por Dios!, y ahora resulta que no puedes volver.

Whitey quiere pelear. Defenderse, joder.

Pero, por alguna razón, Whitey está mudo. La lengua demasiado grande para la boca, una sensación pegajosa en la garganta. ¿No puede hablar?

La corriente le entró por la garganta. Le achicharró las cuerdas vocales.

Él, John Earle McClaren, «Whitey», lo opuesto a un mudo durante toda su vida.

Si fuera capaz de hablar, claro que protestaría. Si fuera capaz de convocar palabras, sílabas, sonidos articulados por una lengua (húmeda, no seca), en el interior de una boca (húmeda, no seca), sea como fuere que se obra el milagro del habla, si fuera capaz de recordar cómo… Whitey se defendería no ante un jurado, sino ante el electorado, a ver cómo le iban las encuestas. ¡Whitey McClaren se vengaría! Está seguro.

¡Dolor! ¡Qué dolor en el corazón!

Alguna especie de cortocircuito o pinzamiento cardiaco, o (quizá) donde acostumbraba a estar el corazón ahora tenía una bomba.

Cable plateado iridiscente enhebrado y recorriendo… —(¿qué es eso?) (¿una arteria?)— y recorriendo la arteria y el cerebro, con la extraña forma y textura de una nuez.

Olor a carne y pelo quemados. Olor a chamusquina.

Cráneo. Colgajo de piel.

Sin preguntarse por qué está tan aturdido en ese lugar en el que se halla envuelto en esa especie de venda corporal bien ceñida, tan oscuro, y por qué tan silencioso, un silencio trémulo que reverbera con un pulso acelerado como agua que cae; por el momento, no se hace esa pregunta.

No quiere pensar en que, con un chispazo así, adiós muy buenas.

Lo que intenta decirse: una metedura de pata debería poder arreglarse, no será algo letal, fatal.

Una estúpida metedura de pata no será la última acción de Whitey McClaren en este mundo.

libro-7

La hermana cruel

—Ay. Ay, no.

Pasa por delante de una de las ventanas del piso de arriba de su casa de Stone Ridge Drive y le da por mirar abajo, a la calle.

Ve —¿qué era?— una silueta vestida con algo amarillo brillante pedaleando como si le fuese la vida en ello por el largo sendero de gravilla que lleva a la casa. Casco de seguridad reflectante y codos y rodillas que sobresalen del cuerpo a la manera de un gran insecto que monta en bicicleta como buenamente puede, y la bicicleta, en sí misma, singularmente fea, oxidada y reparada con cinta aislante negra.

Esa criatura emana tanta urgencia, tanta desesperación que no quieres saber de qué se trata, qué urgencia, qué desesperación la empuja, solo quieres agacharte apoyada en la pared y esconderte, no oír los pasos en el porche delantero, ni cómo aporrea la puerta ni el lloriqueo: ¿Beverly? Soy yo…

¿Podría ser —(Beverly se ha apartado corriendo de la ventana con la esperanza de que no la vieran)— su hermano Virgil?

Su hermano pequeño, se llevan cinco años. Su hermano el vagabundo, ese era el concepto que tenía de él. A quien llevaba sin ver… ¿cuántos meses? ¿Un año? Virgil McClaren, que no tenía ni móvil, ni ordenador, ni coche; con quien no tenía forma de comunicarse salvo a través de sus padres, a menos que quisiera escribirle una carta y ponerle un sello, cosa que ya nadie hacía.

Pues claro que era Virgil. En esa bicicleta de la que alardeaba de que era demasiado vieja, demasiado fea para que se la robasen. ¡¿Quién si no?!

El estúpido chubasquero amarillo acharolado. ¿No sería incómodo ir en bicicleta con un abrigo de verdad?

Eran malas noticias, seguro. Si no, ¿con qué motivo iba a pedalear Virgil con semejante frenesí para ir a verla justo a ella?

Estaba llamando a la puerta. Fuerte, con malos modos. Sin tomarse la molestia de llamar al timbre como haría cualquier visita educada. ¿Bev’ly? ¡Hola! Esperaba que ella dejara todo lo que tuviese entre manos o pudiese tener entre manos y corriera escaleras abajo para ver qué narices quería.

El corazón de Beverly latía a toda velocidad, se resistía a bajar. De eso nada. A buenas horas bajo corriendo a abrirte.

Si Virgil hubiese tenido dos dedos de frente o buenos modales —(pero, siendo Virgil, no era el caso)—, habría buscado un teléfono para llamarla. La habría avisado. Ay, ¿por qué era incapaz de comportarse como todo el mundo?

Beverly se quedó muy quieta y en silencio, y entonces escuchó algo, incrédula. ¿Estaba intentando forzar la puerta? ¿De verdad estaba girando el pomo para ver si estaba cerrada con llave?

Por supuesto que la llave estaba echada. Todas las puertas y ventanas. Cerradas.

Fuera como fuese que vivía su hermano —(tenía la impresión de que vivía en una comuna de mala muerte formada por personas como él, con las que compartía una vieja granja destartalada que no hacía falta cerrar con llave, puesto que no había nada de valor que les pudieran robar)—, Beverly y su familia vivían de manera muy diferente en Stone Ridge Acres, donde ninguna propiedad ocupaba menos de una hectárea y todas las casas, de estilo colonial, tenían por lo menos cuatro o cinco dormitorios y jardines con diseño paisajístico.

No era una comunidad cerrada, no, no. No era una urbanización «segregada». Virgil siempre decía que lo era y que por eso no se sentía cómodo allí entre una miríada de carteles y letreros amarillos: 20 KM/H, CARRETERA PRIVADA, SIN SALIDA.

Virgil debía de saber que Beverly estaba en casa, siguió llamándola y aporreando la puerta.

(Pero ¿cómo podía estar tan seguro? Para ver el SUV que tenía aparcado detrás del garaje tendría que haber llevado la bici hasta allí. ¿Tal vez la hubiera visto tras la ventana del piso de arriba mirándolo a él?).

Aquello parecía un juego de críos. El escondite. Uno de los juegos que, en su día, los dejaba revolucionados y empapados en sudor.

Beverly se preguntaba si Virgil se habría atrevido a entrar en casa si la puerta no hubiera estado cerrada. Probablemente sí. No respetaba los límites. Su hermano decía que no tenía vida privada, como jactándose o, simplemente, yendo con la verdad por delante; no pensaba que los demás debieran tenerla.

Beverly recordó que, de niños, cuando Virgil no encontraba a su hermana mayor, lloraba, lastimero —¡Bev’ly! ¡Bev’ly!—, hasta que ella ya no lo soportaba más (su miedo y su ansia) y salía de su escondite para correr hacia él. ¡Aquí estoy, tontín! He estado aquí todo el rato.

Qué contenta se ponía de que alguien la quisiera tanto. Y de poder tranquilizar a aquel niño aterrorizado con algo tan sencillo.

Pero ahora no. Ahora Virgil se podía ir a la mierda. Demasiado tarde, demasiados años siendo demasiado tarde.

No quería sus malas noticias. No quería sus tribulaciones, sus emociones. Demasiado tarde.

Cuanto más había endurecido Beverly su corazón frente a su hermano, más convencida estaba de que él se había portado mal con ella.

Si se había metido en deudas o estaba desesperado, no iba a salvarle el pellejo. ¡Que se buscara a otra!

Camina hacia la habitación de invitados, en la parte trasera de la casa y se mete en el baño abuhardillado. Rápido; puerta cerrada y pestillo echado como si existiera la posibilidad real de que Virgil entrara a buscarla.

¿Tú qué problema tienes? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué te escondes de tu propio hermano?

En realidad, se sentía bien escondiéndose de Virgil. Se sentía bien comportándose de manera tan egoísta como él y sin pedir perdón.

Pero ¿por qué le costaba respirar? ¿Tenía pánico? Como si de veras estuviesen jugando al escondite con el ahínco de antaño.

En el espejo del baño, un rostro arrebolado como una peonia mustia. ¿Era ella?

La tapa del inodoro, no de plástico, sino de madera, cubierta con una funda blandita y afelpada rosa pastel, estaba bajada. Se notó débil y se sentó.

Tenía treinta y seis años. Con el tiempo, las piernas se le habían puesto rellenitas, como los muslos, el vientre. No es que tuviera sobrepeso, para nada. Steve, su marido, seguía llamándola preciosa mía. Mi Olimpia. (A veces, en un intento de ser exótico, la llamaba mi odalisca, pero ella no tenía claro que quisiera ser una de esas). Cuando estaba de pie mucho rato, sobre todo si estaba tensa, le dolían las piernas.

Lo oía —ahora, ¿dónde?— ¿en la puerta lateral que daba a la cocina?

¿Beverly? Soy Virgil. Pero nada más que un sonido lejano, no lo oía.

Le vino una idea absurda a la cabeza: puede que a Virgil se le hubiera «cruzado un cable» —en los tiempos que corrían, en Estados Unidos, a mucha gente se le «cruzaba un cable»— y había ido a su casa con un arma para matarla… Puede que el budista zen todo paz y amor hubiese explotado y hubiera resultado tener instinto asesino.

¿Bev’ly? Hola…

Unos segundos más y dejó de llamar a la puerta.

Aunque estaba con todos los sentidos puestos, Beverly solo oía la sangre palpitándole en los oídos.

¿Era seguro? ¿Era seguro salir del baño?

Su hermano no había forzado la puerta, ¿verdad? No se había colado y había subido las escaleras ni estaba acercándose a su escondite con la intención de… abordarla, ¿verdad?

Qué alivio: no había nadie.

Por una de las ventanas que daban a la calle vio a Virgil, de amarillo reflectante, alejándose con la bicicleta por el caminito de entrada y luego por Stone Ridge Drive. La amenaza desaparecía de manera tan repentina como se había presentado.

¡Qué temblor! ¡Las manos! Por qué narices…

Por qué se había escondido de su hermano cuando la necesitaba. Tenía que decirle algo de vital importancia.

—Ay, ¡por qué!

Rápido, abajo, a ver si Virgil ha dejado una nota en la puerta. Puerta delantera, puerta lateral. Nada.

Y qué alivio. (¿No?).

Y rápidamente llama a su madre.

Ay, ¿por qué Jessalyn no le coge el teléfono? No era nada propio de ella si estaba en casa.

Cinco tonos, un sonido abandonado.

Luego saltó la solemne voz de Whitey en el contestador.

Hola, está llamado a la residencia McClaren. Me temo que en estos momentos ni Jessalyn ni Whitey —es decir, John Earle, John Earle McClaren— podemos atender su llamada. Después de la señal, déjenos un mensaje detallado y su número de teléfono, y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible.

Beverly dejó un mensaje:

—¿Mamá? ¡Hola! Qué pena que no te pillo en casa. Adivina quién ha estado por aquí hace un segundo, con su ridícula bicicleta: Virgil… Estaba arriba y no he llegado a tiempo a la puerta y se ha marchado con cara de disgusto. ¿Tienes idea de qué le pasa?

Lo que quería decir era qué coño le pasa, pero la voz telefónica de Beverly hacia su madre era la voz de la buena hija, radiante y resplandeciente como burbujas en un arroyo bajo cuyas aguas, si se miraba más de cerca, se veían rocas aristadas y restos.

Colgó. Espero treinta segundos. Volvió a llamar.

Nada. Estaba segura de que Jessalyn tenía que estar en casa.

La voz grabada de John Earle McLaren parecía salida de un mausoleo.

Después de la señal, déjenos un mensaje detallado…

Pero a esas horas, a media tarde, su madre tenía que estar en casa. Beverly era la única persona, aparte de la propia Jessalyn, que conocía el horario semanal de su madre prácticamente hora por hora.

A través de ella, le seguía la pista a la agenda (mucho más apretada) de Whitey. Aquel día tenía una reunión de la junta de la biblioteca municipal de Hammond, en el centro, en la propia biblioteca.

En teoría, Whitey tenía móvil, pero no acostumbraba a llevarlo encima. No quería llamadas de asuntos personales ni interrupciones en el despacho.

Beverly llamó a su hermana Lorene al instituto de North Hammond, del que era la directora. Como no podía ser de otra manera, le tuvo que dejar un mensaje a la secretaria; Lorene nunca cogía el teléfono y, en el caso de hacerlo, probablemente hubiese contestado de mala gana: ¿Sí? ¿Qué quieres, Bev?

—Usted dígale que por favor llame a Beverly inmediatamente.

Hubo una pausa. Beverly oía la respiración de la secretaria.

—Ay.

—¿Ay? ¿Qué?

—¿Es usted familiar de la doctora McClaren? Estará fuera de la oficina el resto del día…

—¿El resto del día? ¿Por qué?

—Creo… Creo… Creo que la doctora McClaren dijo que había una «emergencia familiar».

Beverly se quedó de piedra.

—¿«Emergencia familiar»? ¿De qué tipo?

Pero en la voz de la secretaria se percibía el miedo, como si hubiera hablado más de la cuenta. Transmitiría su mensaje a la doctora McClaren, más no podía hacer.

Emergencia familiar. Ahora sí que le había entrado el miedo.

Llamó al número de su padre, a las oficinas de McClaren S. A. Allí, una secretaria también le informó de que el señor McClaren estaba fuera.

—¿Sabe usted cuándo volverá?

—No me lo dijo.

—Soy Beverly, la hija del señor McClaren, necesito ponerme en contacto con él. Podría darle un mensaje…

—Sí, señora, lo intento.

¡Ay, por qué su padre no llevaba el móvil encima! Aunque Whitey usara el ordenador, era de la generación de estadounidenses que esperaba con discreción que la «revolución electrónica» se fuera por donde había venido.

Beverly salió de casa a toda prisa. Clavó la llave en el arranque del SUV. Solo tuvo tiempo de coger una chaqueta de pana, un bolso de los grandes y el móvil. Era importantísimo llegar a casa; a la casa de Old Farm Road.

No había una ruta directa. Solo una que la obligaba a dar mucha vuelta. Hacía siglos que Beverly había memorizado cada giro, cada intersección, cada cruce de cuatro y dos carriles, cada esquina sin visibilidad e hito que salpicaba los casi cinco kilómetros que separaban Stone Ridge Drive y Old Farm Road.

Con dedos torpes, marcó en el móvil para intentar llamar a su hermana pequeña, Sophia, que trabajaba en un laboratorio de biología y (probablemente) tendría el teléfono apagado. Intentó hacerse (otra vez) con Jessalyn, que quizá ya estaba en casa. Y con Lorene, a la que llamó al móvil, que llevaba casi siempre apagado.

Hasta con Thom, que vivía a más de cien kilómetros, en Rochester, su hermano mayor.

Nadie le cogió el teléfono. En todos saltó el buzón de voz al primer tono.

Era espeluznante, perturbador. Como el fin del mundo.

Como el apocalipsis; y solo habían dejado a Beverly en tierra, solo a ella de toda la familia McClaren.

En caso de emergencia, se podía localizar a Whitey. Por supuesto. Durante el día, preguntaba en la oficina por si tenía mensajes.

Había dicho que esperaba jubilarse a los setenta, pero esa edad se acercaba a más velocidad de lo que había esperado. Nadie creía que Whitey fuese a retirarse antes de los setenta y cinco. O que llegara a hacerlo siquiera.

El secreto de tu padre es seguir con la maquinaria en marcha.

Esta frase era de Jessalyn, la había dicho con admiración. Para ella, él era el eje alrededor del cual giraba la familia McClaren.

Su madre, hermosa, con voz dulce y un optimismo inquebrantable.

Ahora le rogaba al silencio: «¿Mamá? ¿No estás en casa? Cógelo, por favor».

Emergencia familiar, ¿qué habría pasado?

Alguien tendría que haber llamado a Beverly. A Lorene sí que la habían avisado.

Le sentó como una patada en el estómago, fuera quien fuera quien se había olvidado de llamarla. De hecho, era Lorene quien tendría que haberla avisado. Puede que le hubiera dejado el recado a la secretaria.

De pequeña, la atormentaba la pregunta de si quería más a su padre o a su madre. Si hubiera un accidente de coche o un terremoto o un incendio, ¿cuál de los dos querría que sobreviviese para que cuidara de ella?

«Mamá».

La respuesta le llegó en el acto, sin dudas: Mamá.

Cualquier criatura hubiese respondido lo mismo. Al menos, a esas edades.

A quien más querían era a su madre. Todo el mundo la quería. Sin embargo, buscaban el respeto y la admiración de su padre justo porque el respeto y la admiración de John Earle McClaren no eran fáciles de conseguir.

Su madre los quería sin reservas. Su padre los quería, con muchas reservas.

Por una parte, estaba Whitey McClaren, un hombre afable, accesible. Pero luego estaba John Earle McClaren, capaz de mirarte con el ceño fruncido y amusgando los ojos como si no tuviera ni idea de quién cojones eras ni por qué te atrevías a robarle unos minutos.

En la familia McClaren, los hermanos y las hermanas competían por la atención del padre. Cada evento familiar era una especie de prueba de la que no se podían zafar ni aunque hubieran sabido cómo.

Como si Whitey lanzase monedas de oro con esa sonrisa especial de hoyuelitos paternales cuando decía: Ey, sabes que te quiero más que a nadie.

«Ay, Dios».

Le daba muchas vueltas a eso. Era consciente.

No es que Whitey —su padre— fuese rico, eso era lo sorprendente. Si no hubiera tenido un centavo, si Whitey estuviera en la ruina, lo habrían querido igual, lo tenía claro.

Como aguas sucias, los recuerdos la inundaron: aquella cena de cumpleaños que había organizado para Virgil. Bueno, que había intentado organizar y a la que su hermano no se había presentado.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que su hermano no la quería. Qué maleducado, qué indiferente se mostraba con ella, qué poco contaba su hermana en su vida. Qué vergonzoso fue aquel desplante.

Pobre Beverly, ¡con lo mucho que se esfuerza!

¡Pobre mamá! Los adolescentes se hacían muecas, con el peligro de echarse a reír ante las narices de su madre.

Un sitio en la mesa decorada con gusto, el sitio de Virgil, vacío.

Como un diente que se ha caído, un hueco en la boca que la lengua busca sin poder evitarlo.

—Hablé con él. El otro día. Me encargue de recordárselo. Parecía…

Jessalyn puso la mano, tierna y tranquilizadora, sobre la de Beverly, que temblaba. Le dijo que no se sintiera mal.

—Seguro que es un malentendido. Virgil nunca te haría un feo a propósito, ya lo sabes.

Como si hubiera estado preparándose para dar un golpe de gracia, Lorene se inclinó apoyando los codos y les dedicó una sonrisa cruel.

—¿Nunca? ¿Qué dices? Mamá, siempre justificas a Virgil. «Facilitadora» maternal de manual.

—«Facilitadora»… Bueno, ya, creo que sé por dónde vas.

Pero Jessalyn sonaba dubitativa. Nadie la criticaba nunca; en cierto sentido, era incapaz de ver, de entender.

—¡Sí! Una «facilitadora» es la persona que permite que otro individuo persista en su comportamiento adictivo y autodestructivo. Este tipo de persona suele tener «buenas intenciones» y su actitud puede precipitar una catástrofe. Pero ella no puede evitarlo —dijo Lorene con entusiasmo.

Cuando señalaba los defectos de los demás era cuando estaba realmente en su salsa; le brillaban esos ojos color zinc que tenía.

Tenía una cara de elfa nada sentimental: sencilla, pequeña, como si todos los rasgos estuvieran apretujados, dura.

Cuando Lorene sacaba su verdadera naturaleza, intimidaba al resto de la familia. Incluso Whitey prefería apartarse de la línea de fuego.

Sophia sugirió acercarse en coche a la cabaña de Virgil. Se presentaba voluntaria.

—Eso es justo lo que quiere. Que le bailemos las aguas —dijo Lorene, de mala uva.

—Querrás decir «el agua».

—Menos ligereza, Sophia. Si hay algo que me duele es la ligereza adolescente; vivo rodeada de ella y me hace polvo. Sabes exactamente a lo que me refiero y sabes que tengo razón.

Al final, Whitey abrió la boca, algo reacio.

—Sophia, no. Nada de ir en coche a por tu hermano. Ir y venir son unos veinte kilómetros, no eres su canguro. No vamos a volver a interrumpir la comida. Lorene tiene razón: no deberíamos «facilitar» que Virgil se comporte de forma tan grosera.

Lorene sonrió, triunfante. Nunca se ha alcanzado la «madurez» suficiente como para no hincharse como un pavo cuando tus padres corrigen a uno de tus hermanos delante de todo el mundo.

Beverly, por dentro, también se alegró. ¡Su opinión era exactamente la misma! Una familia es un campo de batalla donde los aliados y los enemigos cambian sin cesar.

En la otra punta de la mesa (vio Beverly), Jessalyn se llevó un puño al corazón, en silencio. Intentaba sonreír, con valentía. Sin duda, le dolía ver que el padre de sus hijos era duro con uno de ellos.

Porque cualquier disgusto que el padre se llevara por los críos, de alguna manera, tenía que ser culpa de la madre.

Bueno, ¡tal vez no del todo! Es una idea anticuada.

Y, sin embargo, inevitablemente, parecía que así era. Como en una mesa que cojea, por poco que fuese, la culpa caería rodando como una bola hacia Jessalyn y Jessalyn acercaría la mano con ternura y, con discreción, la detendría.

(¿Beverly se sentía igual cuando Steve se quejaba de los niños?).

(Una no podía gritarle al marido así como así: ¡Oye, que también son tus hijos! ¡La mitad de la culpa de sus defectos es tuya!).

—Pero, papá, ¿y si le ha pasado algo serio? —preguntó Sophia.

Thom respondió, con un guiño:

—A Virgil nunca le pasa nada «serio». ¿Aún no te has dado cuenta?

Thom, a quien le pusieron ese nombre por un hermano mayor de Whitey que había muerto en la guerra de Vietnam, hacía tiempo que había sido designado el heredero paterno. Aunque estaba agotando la treintena, seguía siendo el chico agresivo y competitivo, el más listo de todos o, en cualquier caso, el más carismático, un adulto bien parecido y tenaz con una sonrisa cruel y afilada. Hasta Jessalyn temía su sarcasmo, aunque, si la memoria no le fallaba, Thom nunca había arrojado su ingenio ni contra su padre ni contra su madre.

—Disfrutaremos de esta comida tan deliciosa que nos ha preparado Beverly sin Virgil. Si al final viene, pues bien está. Y si no viene, pues nada. A comer.

Whitey había hablado de forma bastante inexpresiva, no con su entusiasmo habitual. La conversación había comenzado a resultarle molesta o pesada. Beverly lo miró con disimulo.

Era un hombre imponente, de hueso ancho y músculo sin definir de exdeportista. A los sesenta y tantos, había empezado a perder altura, por lo que para sus hijos era sorprendente mirarlo y darse cuenta de que ya no era tan alto como ellos pensaban; no dejaba de chocarles cada vez que lo veían, eran incapaces de encajar esa imagen con la que tenían en su cabeza desde pequeños: más de un metro ochenta y bastante más de noventa kilos encima. En reposo, su rostro arrugado de muchacho era afable, grande y anchote, como una moneda antigua, algo desgastada, con una cierta pátina cobriza como si la sangre caliente palpitase muy cerca. Los ojos, unos ojos maravillosos: vivaces, alerta, recelosos, suspicaces al tiempo que destilaban afabilidad y sentido del humor, con líneas de expresión alrededor. Ya de muy joven, el pelo castaño se le volvió de un singular blanco níveo, era su rasgo más distintivo. Era fácil distinguir a Whitey McClaren en una multitud.

Aun así, no era tan fácil conocerlo como se pensaba. Su aparente buen fondo era una especie de máscara que no dejaba adivinar la severidad de su alma; su carácter juguetón y bromista era un modo de ocultar su intensa y siniestra seriedad, que no siempre resultaba tan agradable.

En lo más hondo de su corazón, era un puritano. No tenía paciencia con los defectos ajenos. En particular, se impacientaba con tanta cháchara sobre su benjamín.

Al verlo fruncir el ceño, Jessalyn captó su mirada. Aunque cada uno estaba en una punta de la mesa, la expresión de Whitey cambió de inmediato.

Whitey, cariño, ¡no te pongas así! Te quiero.

A Beverly no dejaba de asombrarla cuánto se entendían sus padres.

Tal vez tenía envidia. Como todos.

Jessalyn dijo:

—¡Whitey tiene razón! Si Virgil aparece, no le importará que hayamos empezado a cenar sin él.

Se pusieron a ello. Comieron. La cena, que en el recuerdo de Beverly permanece como un borrón alborotado, se consideró «todo un éxito».

Beverly rio como si estuviera encantada con todo aquello. Bueno…, estaba encantada.

¿Es esto mi vida? ¿A esto se reduce? ¿A que mi familia me dore la píldora?

A que mis hijos me doren la píldora y me compadezcan. ¡Vaya modelo para las chicas!

Pero… mejor eso que lo contrario.

—¿Mamá? Hola…

No hay nada más desconcertante que entrar en una casa abierta… y en la que, aparentemente, no hay nadie.

Una casa que debería estar cerrada con llave. Y donde debería haber gente.

Beverly recordaría durante mucho tiempo el momento en el que entró en la residencia de Old Farm Road aquella tarde. Así se recordaría, aquella tarde.

El hogar de sus padres seguía resultándole más familiar que el suyo propio, aunque ahora estaba vacío y se le hacía extraño, como un sueño distorsionado.

—¿Mamá?

Su voz, segura en cualquier otra parte, allí se convertía en un hilillo, en la voz de una chiquilla asustada.

Bueno…, al parecer no había nadie en casa. Beverly había entrado en la cocina por la entrada lateral, que era la que más se usaba.

Que la puerta de la cocina no estuviera cerrada con llave no significaba que Jessalyn estuviera en casa, ya que a menudo se le olvidaba echar la llave cuando salía; Whitey se disgustaba si se enteraba.

—¿Mamá? ¿Papá?

(Pero era menos probable que Whitey estuviera en casa si Jessalyn tampoco estaba. No parecía probable que Whitey pudiera estar en casa si Jessalyn no lo estaba).

Malas noticias. Emergencia familiar. No cabía duda. Pero ¿de qué tipo?

De las chicas McClaren, Beverly era la que más se preocupaba. Nunca se supera lo de ser la mayor de las chicas.

Su padre solía reprenderla: «Estar siempre montándose la orquesta del fin del mundo no ayuda a nadie».

Montarse la orquesta del fin del mundo. De niña, no había tenido muy claro qué significaban aquellas palabras; con los años, la frase había resonado en su memoria como Orquesta del Fin del Mundo.

Huelga decir —(y Jessalyn también lo entendía)— que Beverly se imaginaba el Fin del Mundo para que luego no fuese para tanto. El Fin del Mundo jamás podía ser tal como una se lo imaginaba, ¿verdad?

Papá: un ictus, un ataque al corazón. Un accidente de coche.

Mamá: enferma. Desmayo. Entre desconocidos que no tenían ni idea de lo especial que era. Ay, ¿dónde?

Toda ella un manojo de nervios, Beverly fue a echar un vistazo a la puerta principal: cerrada con llave.

Había varias entradas a la casa de los McClaren en el número 99 de Old Farm Road. La mayoría estaban casi siempre con la llave echada.

La casa era un «monumento histórico», construida en 1778, con piedra natural y estuco.

En origen fue la casa de una granja. Una vivienda de planta cuadrada y dos pisos que sirvió de retiro para un general de la guerra de Independencia llamado Forrester y su familia y —según la leyenda local— al menos un esclavo afroamericano.

Por etapas, la Casa Forrester, como acabó llamándose, fue ampliándose de manera notable. Allá por la década de 1850 ya tenía dos alas nuevas, cada una del tamaño de la casa original, ocho dormitorios y una fachada «clásica» con cuatro regias columnas blancas. En aquella época, la granja tenía más de cuarenta hectáreas de terreno.

A principios del siglo XX, el pueblo de Hammond pasó a ser una ciudad mediana a orillas del canal fluvial de Erie y empezó a rodear las antiguas granjas de Old Farm Road. En 1929, gran parte de la finca de la granja Forrester se había vendido y edificado; a mediados de siglo, la zona conocida como «Old Farm Road» se había convertido en el vecindario más exclusivo de Hammond, una zona residencial, pero que mantenía su parte más campestre.

El matrimonio McClaren se había instalado allí cuando Thom no era más que un bebé, en 1972. Gran parte del acervo de historias familiares trataba de los arreglos de una propiedad que cuando llegaron estaba algo destartalada y de la que los pequeños no sabían mucho más que esos relatos.

Porque, si se creía en la palabra de Whitey, papá, con sus propias manos, había pintado la mayoría de las habitaciones de la casa o había bregado para poner papel pintado en las paredes con una epicidad propia de un cómic. La pintura, al secarse, había quedado de un tono demasiado vivo, «cegador». Las franjas de papel pintado floral no encajaban del todo, por lo que daba la sensación de que «una mitad del cerebro no cuadraba con la otra».

Mamá había elegido la mayoría de los muebles. «Prácticamente sin ayuda de nadie» había creado los arriates que rodeaban la vivienda.

Todos los hijos de los McClaren se habían criado en aquella propiedad a la que nadie de la familia llamaba Casa Forrester. Todos la adoraban. Jessalyn y Whitey habían vivido allí tantos años —¡décadas!— que era casi imposible imaginárselos en otra parte o imaginar aquel lugar con otros habitantes.

Beverly se entristecía si pensaba en sus padres muy mayores, enfermos. Aun así, una parte de ella se imaginaba viviendo algún día en aquel lugar tan bonito al que devolvería su nombre original y en el que pondría una placa histórica junto a la puerta principal: CASA FORRESTER.

(Whitey quitó aquella placa en cuanto se mudaron; le parecía pretenciosa y «estúpida». ¿Acaso no había sido el general Forrester un esclavista como su venerado camarada George Washington? ¡Como para sacar pecho!).

El club de campo de Hammond estaba a tiro de piedra; ella y Steve podrían apuntarse, aunque sus padres nunca habían sido miembros. Whitey no había querido malgastar dinero en uno de esos clubes, ya que no solía tener tiempo para jugar al golf, y Jessalyn no estaba de acuerdo con los requisitos de ingreso; en aquella época, en los setenta, no admitían ni judíos, ni negros, ni hispanos, ni «orientales».

Ahora, quienes pertenecían a esos colectivos podían formar parte del club si alguien avalaba su candidatura y se aceptaba en votación. Eso si podían permitirse la tasa de ingreso y las cuotas anuales. Hasta donde Beverly sabía, judíos sí que había, unos pocos. Probablemente, no tantos afroamericanos ni hispanos. ¿Y asiáticos? Sí. La mitad del cuerpo médico de Hammond.

Muchas noches, cuando Beverly soñaba, soñaba con la casa de Old Farm Road. A veces, la casa era el escenario del sueño, y a veces la casa en sí misma era el sueño.

Pero espera. Esto no es buena señal: páginas de periódico desperdigadas por una de las encimeras de la cocina. Al contrario que Whitey, que estudiaba los diarios sin perder detalle y los leía casi línea por línea, Jessalyn echaba un vistazo rápido, pasaba las páginas deprisa, a veces hasta de pie. Por lo general, las noticias de primera plana la disgustaban, no sentía deseo alguno de ahondar en los detalles ni tampoco interés en mirar las fotografías de personas heridas, muertas o que sufrían en desastres de lugares remotos. En cualquier caso, su madre no habría dejado las páginas desperdigadas por la cocina, igual que no se hubiera dejado los platos en el fregadero. Y aun así había páginas de periódico repartidas por la cocina y platos en el fregadero.

Algo tendría que haberla pillado por sorpresa y se habría marchado de casa de improviso. Fuera lo que fuese que hubiera pasado o que le hubieran dicho, había sido algo repentino.

Beverly había hecho la comprobación de rigor: el coche de Jessalyn estaba en el garaje, como era natural; el de Whitey no.

Si el vehículo estaba en casa, Jessalyn tenía que haberse marchado en el coche de otra persona.

Beverly buscó a ver si había dejado alguna nota. Cuántas veces había dejado notitas a alguno de sus hijos, cuando eran pequeños, aunque hubiera salido un momento nada más.

¡Vuelvo enseguida!

♥ ♥ ♥ Tu mamá

La cosa no era que mamá fuese «mamá», sino que, en concreto, era «tu mamá».

Desde que Beverly tenía memoria, en la pared de detrás de la mesa del desayuno colgaba un corcho repleto de retratos familiares, fotos de las graduaciones y recortes amarillentos del Hammond Sun-Ledger, que había sufrido menos cambios desde que la prole de los McClaren había crecido y se había emancipado.

En su época gloriosa del instituto, a Beverly le gustaba mucho el corcho familiar en el que su imagen se superponía a las fotos familiares y los recortes de prensa. El primer equipo de animadoras elige capitana: Bev McClaren. Reina del baile de último curso: Bev McClaren. Chica más popular de la promoción de 1986: Bev McClaren.

Quedaba tan lejos que casi ni se acordaba. No sentía orgullo, sino aversión por la chica de sonrisa radiante de las fotografías. Parecía un algodón de azúcar con el vestido de chifón rosa palabra de honor que llevó al baile de graduación y que se pasó toda la noche subiéndose con disimulo. Maldito sujetador sin tirantes que se le clavaba en las axilas y en la espalda. En la foto tenía un aspecto glamuroso a la vez que incompleto, pues la apuesta y alta figura del rey del baile que había a su lado había sido recortada por haber cometido alguna transgresión imperdonable de la que apenas tenía recuerdo.

En fotografías más recientes, Beverly tenía la cara más rellenita, pero seguía siendo atractiva, si no te fijabas demasiado. Llevaba unas mechas que le hacían un rubio resplandeciente que nunca tuvo de niña. (Nunca le hizo falta por aquel entonces).

Claro está que, ahora, nunca se atrevería a llevar un palabra de honor. Nada que dejase a la vista el manojo de carne de los brazos y las rodillas. Sus hijos adolescentes estallarían de júbilo aterrorizado si la hubiesen visto así. Por la calle, su madre atraía miradas de admiración de los hombres, al menos de los de cierta edad, pero a ellos no los impresionaba.

De jovencitas, Beverly había sido la guapa de las hermanas McClaren —(quizá, en algunos momentos, la que estaba buena)—, mientras que Lorene había sido la inteligente. Sophia era demasiado pequeña para entrar en liza.

En el instituto, Lorene McClaren se había cortado el pelo muy corto, a lo chico, llevaba gafas de bibliotecaria y un perpetuo ceño fruncido. Tampoco era fea, pero no tenía nada de dulce, aunque había chicos —(cosa que siempre había sorprendido a Beverly)— que la encontraban atractiva y a quienes la mayor no les parecía para tanto (sí, increíble, pensaba ella). Cada fotografía de Lorene en el corcho familiar, aun con el paso de los años, la retrataba con una sonrisa que parecía una mueca o con una mueca que parecía una sonrisa; era impresionante lo poco que había cambiado. Cara de pitbull y personalidad a juego, como dijo una vez Steve, con mala baba. Pero a Beverly le hizo gracia.

Y luego estaba Sophia. De belleza lánguida, complexión delicada y una mirada de preocupación perpetua. Es difícil tomarse en serio a una hermana a la que le sacas nueve años.

Virgil… ¿Dónde estaba? No se veía ni una sola foto de su hermano pequeño, le dio por pensar.

El corcho estaba lleno de fotos de Whitey. Fotografías familiares y de actos públicos. Ahí estaba papá presidiendo la mesa tras una tarta de cumpleaños tachonada de velas, con los niños rodeándolo; y ahí estaba el distinguido John Earle McClaren, alcalde de Hammond, de esmoquin, en la conmemoración del aniversario de la inauguración de la esclusa del canal fluvial de Erie, en una barcaza con políticos locales y estatales.

Whitey juguetón, papá haciendo el tonto; John Earle McClaren, tieso, estrechándole la mano al gobernador del estado de Nueva York, Mario Cuomo, en un escenario cubierto de gladiolos gigantes como siniestras y enhiestas espadas florales.

Pero ¿dónde estaba Jessalyn entre aquel cúmulo de instantáneas y de retratos?

Beverly se quedó de piedra: parecía que no había retratos de su madre salvo en las fotos grupales, en las que era una figura menuda y periférica. Beverly con un bebé en brazos; Thom con un crío subido a hombros, Jessalyn contemplándolos con una sonrisa radiante de abuela.

No había fotos de Jessalyn sola. Ni tampoco ninguna que tuviera menos de veinte años.

«Como si mamá no existiera».

Durante tanto tiempo, Jessalyn había sido la esposa perfecta, la madre perfecta; invisible. Vive tan feliz por los demás que apenas vive.

Su marido la adoraba, claro. Cuando los hijos eran pequeños, les daba vergüenza ver cómo papá le plantaba un beso en la mano a mamá, la abrazaba o hacía como si le hurgase el cuello con la cara, una especie de juego a lo bruto que les ofendía tener que presenciar. ¡Qué tortura tener que ver a sus padres saludarse con algo como la ternura! No parecía adecuado en personas tan mayores.

Aun así, Whitey daba a Jessalyn por sentada, igual que toda la familia. No era consciente y ella tampoco, pero así era.

Habían intentado convencer a su madre de que se gastara algo en darse caprichos y no solo en regalos para los demás.

Pero, pero… ¿qué se iba a comprar ella?, farfullaba.

Ropa, un coche nuevo.

Tenía más ropa de la que podría lucir en toda una vida, protestaba. Si tenía abrigos de piel. Un coche nuevo.

—No seas boba, mamá. Tu coche no es nuevo.

—Ya sabes que tu padre siempre se ha encargado de la puesta a punto de mis coches, total, lo uso para trayectos muy cortos, ni que yo fuera una trotamundos.

Trotamundos, se echaron a reír. A veces Jessalyn era muy divertida.

—¿Y para qué necesito ropa nueva? Tengo un armario divino. Un abrigo de visón en el que se empeñó tu padre y que nunca me pongo. Tengo joyas absurdamente caras… ¡para lucirlas en Hammond! Y zapatos… ¡Menudo zapatero! Pero yo soy solo yo.

No es que se riesen de ella. Su risa era tierna, protectora.

Así eran las cosas, Whitey era quien controlaba los gastos del hogar. Hacía unos años había insistido en reformar la cocina por todo lo alto, Jessalyn era reacia; fue él quien se obsesionó con las encimeras de granito, las baldosas moriscas, los plafones, la cocina, nevera y fregadero de acero inoxidable y último modelo. Bonita como la de una revista y muy cara.

—¿Para los dos nada más? ¿Para mí? Si ni siquiera soy de cocinar mucho… —farfulló Jessalyn avergonzada.

Whitey era el que se encargaba del exterior de la casa: del estado del tejado y las chimeneas y el caminito de entrada, de quitar la nieve cuando se amontonaba, de la parte paisajística, la poda de arbustos y de los altos y antiguos árboles que crecían allí. Para Jessalyn, tirar la casa por la ventana era comprar flores para el jardín, un carrillón de viento para el porche, semillas «de las buenas» para los pajarillos, de esas que, además de las normales, también llevaban de las de girasol, para atraer especies más exquisitas, como los cardinálidos.

Aun así, Whitey decía a menudo, como protestando: Ni que fuéramos ricos, ¡claro que no!

Se había convertido en una broma familiar y dentro del círculo de amistades de los McClaren.

¡Ni que fuéramos ricos! ¡Por Dios!

Con un gesto como el de Groucho Marx. ¿Ricos? ¿Nosotros?

De hecho, ¿cómo de ricos eran los McClaren? El vecindario asumía que tenían tanto dinero como cualquier familia de Old Farm Road. En el círculo empresarial de Hammond, se consideraba que McClaren S. A. iba «bien». Sin embargo, este era un tema sensible que los hijos nunca querían abordar, del mismo modo que, de pequeños, tampoco habrían tenido deseo alguno de hablar de la vida sexual de sus padres.

Beverly se estremeció de pensarlo. ¡No!

Con todo, era sabido que, de joven, Whitey McClaren había recibido el testigo de la empresa familiar, una imprenta en (franca) decadencia; al cabo de una década, había conseguido duplicar, triplicar y cuadruplicar el tamaño y los beneficios del negocio al dejar de prestar servicios anticuados y de poca monta (impresión de menús, calendarios, propaganda para tiendas locales, material para la junta educativa de Hammond) y especializándose en folletos satinados para escuelas de formación profesional, empresas y farmacéuticas. Nada diestro en lo que tildaba de «tecnología punta» —(cualquier cosa relacionada con ordenadores)—, Whitey, con astucia, había formado una plantilla ducha en ordenadores y programas de maquetación y diseño. Había inaugurado una línea de libros de texto y de literatura juvenil de enfoque cristiano que, contra todo pronóstico, había funcionado de maravilla.

Había elegido (de manera tácita) a Thom, el mayor, para trabajar con él en la imprenta incluso antes de que su hijo terminara sus estudios de Administración de Empresas en Colgate; era Thom quien dirigía Searchlight Books, con sede en Rochester.

¿Cómo va el negocio, Thom?, preguntaba Lorene entre dientes; Thom solía responder con una sonrisa falsa: Pues pregúntale a papá.

Aunque, en realidad, era imposible. No le podías preguntar a papá.

Whitey tenía inversiones en el sector inmobiliario; era socio capitalista de varios centros comerciales que habían prosperado a medida que el tejido comercial del centro de antiguas ciudades industriales (Búfalo, Port Oriskany) fue decayendo. Aunque por principios no «confiaba» en la mayoría de las pastillas y medicinas en general —creía que eran como placebos—, eso no le había impedido adquirir acciones de farmacéuticas cuyos lujosos folletos salían de su propia empresa de artes gráficas.

Mientras que otros inversores habían perdido dinero en las debacles de Wall Street de los últimos años, Whitey McClaren había prosperado.

Sin embargo, tampoco presumía. Whitey nunca hablaba de dinero.

Ninguno de los hijos de los McClaren quería pensar en el testamento de sus padres. Ni siquiera en si lo habrían redactado.

—¿Hola? Steve…

Después de un par de intentos, Beverly había conseguido localizar a su marido en el Banco de Chautauqua. Antes de que la interrumpiese, le contó hecha un manojo de nervios lo desesperada que estaba, que había ido a casa de sus padres y que no había nadie, que no tenía ni idea de dónde estaban y que antes Virgil había subido en bicicleta hasta su casa, pero se había ido antes de que supiera qué pasaba…

—Bev, me pillas en mal momento. Estoy a punto de salir para una reunión muy importante…

—Pero, espera, que esto también es muy importante, creo que ha pasado algo… No consigo localizar a nadie.

—Llámame dentro de un par de horas, ¿vale? O… mejor ya te llamo yo luego.

Steve era delegado de préstamos en el Banco de Chautauqua y se tomaba su trabajo muy en serio, o esa era la impresión que le daba a su familia.

—No, espera, que te acabo de decir que no consigo localizar a nadie.

—Seguro que no es nada, tendrá su explicación. Nos vemos esta noche.

Qué propio de Steve responder a una llamada angustiada de su mujer con el mismo tacto que un entrenador de un equipo de juveniles. Te tragas las lágrimas y el buen señor te da un chicle.

Grrr, ¡lo odiaba! No podía contar con él.

Las cosas eran así muy a menudo. Steve se la quitaba de encima como si fuera un mosquito zumbón. No se enfadaba con ella, ni siquiera se irritaba, no era más que… un mosquito.

Beverly se pasaba la vida dejándole caer a Lorene lo maravilloso que era estar casada. Tener una familia. Le resultaba insoportable que la estirada de su hermana pequeña supiera cuánto le faltaba Steve al respeto, cuán a menudo.

Diecisiete años casados. A veces se preguntaba si no le sobraban unos cuantos.

El ingrato de su marido la echaría de menos, pensaba, si no apareciera por casa para hacerle la cena. Entonces todos, su querida familia al completo, la echarían de menos.

Recorrerían la casa. ¿Bev? ¿Mamá?

¿Nada en la cocina? ¿No hay nada al fuego?

De nuevo, Beverly intentó contactar con Lorene. Era inútil probar en el despacho del instituto, nunca conseguía pasar de la secretaría, así que la llamó al móvil, cosa que por lo general servía de poco, pero en esta ocasión, de manera inesperada, Lorene respondió al primer tono.

—¿Sí? ¿Hola? Ay, Beverly…

Su voz denotaba ansiedad, distracción. Dijo que estaba en el Hospital General de Hammond, en el centro, donde estaban operando a su padre de urgencia por un ictus.

La sorpresa inicial, Lorene había cogido el móvil. Porque Lorene nunca cogía el móvil.

Pero ¿qué le estaba diciendo? ¿A papá le ha dado un ictus?

Beverly buscó a tientas una silla. Su pesadilla hecha realidad.

Intentaba neutralizar las malas noticias anticipándose a ellas. A menudo había puesto en marcha esta treta supersticiosa. Su padre, baja; su madre, los dos… emergencia familiar. En cierta forma, (en el fondo) no creía que el Fin del Mundo fuese a llegar nunca.

—Cálmate, Beverly. No está muerto.

—Dios mío, Lorene…

—Te he dicho que te calmes. ¡Deja de lloriquear! Papá lleva en el quirófano casi una hora. Le ha dado un ictus volviendo a casa en coche por la autovía, pero ha podido salirse al arcén, ¡gracias a Dios! La policía vio su coche y llamó a la ambulancia, parece que le han salvado la vida.

Beverly intentaba entender lo que le decía su hermana. Estaba muy conmocionada y no la oía con claridad.

Sí que la oyó decir:

—Todo el mundo está en el hospital menos tú, Beverly, y mira que tú eres la que vive más cerca.

Y:

—He intentado llamarte, Beverly, de camino al hospital, pero parece que no te va el teléfono.

¿La estaba acusando? ¿Qué teléfono? Beverly hizo ademán de protestar, pero Lorene la cortó:

—Gracias a Dios que aparecieron esos policías. Gracias a Dios que papá pudo aparcar en el arcén antes de perder la conciencia.

—Pero… ¿se va a poner bien?

—Que si se va a poner bien. —La voz de Lorene se hinchó con una furia repentina—: ¿Cómo puedes preguntar algo tan fatuo? ¿Te crees que tengo una bola de cristal? ¡Por el amor de Dios, Beverly! —Hizo una pausa y luego dijo, con voz más calmada, como si alguien (¿Jessalyn?) la hubiera regañado—: Le han hecho una resonancia funcional, creen que no ha sido de los peores, es buena señal, respira (casi) sin ayuda.

Respira casi sin ayuda. Qué significaba eso…

—Me… Me… no me lo esperaba.

Beverly estaba mareada. ¡Pero no se podía desmayar!

—Pues como todos, Bev, ¿qué narices te crees?

Qué gorda le caía Lorene. La lumbrera de su hermanita mediana, siempre tan segura de sí misma, mandona, arrogante. Beverly no se creyó ni por un segundo que hubiese intentado localizarla.

—¿Está mamá por ahí? Me gustaría hablar con ella, por favor.

—Vale, pero no la alteres con tu histeria, por favor.

Que te den. Te odio. Beverly tenía ganas de consolar a su madre (que seguro que estaba con la ansiedad por las nubes), pero resultó que Jessalyn parecía empeñada en consolarla a ella.

—¡Beverly! Menos mal que has llamado. Nos preguntábamos dónde te habías metido. Virgil ha intentado contactar contigo, me ha dicho. Tenemos buenas noticias, bueno, quiero decir que los médicos son «optimistas». Whitey está recibiendo un tratamiento de primera. El jefe de servicio es su amigo Morton Kaplan y enseguida se ha encargado de que le hicieran la resonancia y que lo metieran en el quirófano; ha sido muy rápido. En cuanto Lorene y yo hemos llegado. Nos han asegurado que Whitey tendrá al mejor neurocirujano, al mejor neurólogo de todos…

Hablando despacio, con cuidado, Jessalyn desplegaba las palabras como si estuviera caminando sobre la cuerda floja, sin atreverse a mirar hacia abajo. Beverly se imaginaba a su madre, afligida, esbozando una sonrisa funesta. Qué propio era de Jessalyn McClaren asegurarles a los demás que todo iba bien.

Su madre había pronunciado las palabras «Morton Kaplan» como si cada una de aquellas sílabas poseyera propiedades milagrosas que dieran fe de los contactos de Whitey McClaren entre la élite médica de Hammond; justo lo que el marido hubiese hecho en las mismas circunstancias.

—Beverly, es un milagro de lo que son capaces hoy en día. En cuanto Whitey ha entrado en urgencias, le han sacado una «foto» del cerebro… Había un vaso sanguíneo que se le había roto, el cirujano se lo va a reparar… Ah, perdona, Lorene me dice que le han hecho una imagen, una neuroimagen.

A Beverly la recorrió un escalofrío al pensar que su padre estaba pasando por neurocirugía. El cráneo abierto, con el cerebro al desnudo…

—Mamá, ¿necesitas algo de casa? ¿Algo de ropa?

—¡Que vengas, Beverly! ¡Y reza por papá! Esperamos que se despierte de la operación en algún momento de la noche, querrá que estés aquí cuando abra los ojos. Os quiere tanto…

Reza por papá. No era propio de su madre hablar así.

Lorene volvió a coger el teléfono de manos de su madre, cuya voz empezaba a temblar, y le dijo a Beverly que sí, buena idea, trae cosas para Whitey: ropa interior, cepillo y pasta de dientes, peine, cosas de aseo… un suéter para Jessalyn, la rebeca fucsia tejida a mano, había salido de casa poco abrigada; había salido de casa corriendo en cuanto Lorene pasó a recogerla, habían ido enseguida al hospital.

Reproche en la voz de su hermana. Como si estuviera echándoles la bronca a sus subordinados del instituto.

A toda prisa, Beverly hizo una maleta pequeña en la habitación de sus padres, que estaba en el piso de arriba. Le temblaban las manos. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Señor, deja que papá se recupere, que la operación lo salve. Excepto que, en situaciones desesperadas como esa, a Beverly Dios le servía de poco.

¡A saber el tiempo que se quedaba Whitey hospitalizado! Días, una semana; aunque el derrame hubiera sido leve, (probablemente) requeriría terapia; requeriría rehabilitación. Quizá era buena idea llevarle un pijama (de franela, de cuadros), seguro que odiaba la bata del hospital e insistiría en ponerse su propia ropa. Pobre Whitey, cómo odiaba parecer débil.

Jessalyn insistiría en quedarse con él todo lo posible y Beverly estaba decidida a quedarse con ella.

Señor, ¡por favor!

Salió de casa a toda prisa, pero entonces, en el coche, recordó que no había cerrado la puerta de la cocina, y volvió corriendo para echar la llave.

Se acordó de dejar una luz en el piso de abajo. Dos luces. Para hacer como que había alguien en casa, que la hermosa Casa Forrester de piedra antigua con el tejado de pizarra, empinado y retirada de la carretera, en el 99 de Old Farm Road, no estaba vacía, vulnerable ante una invasión.

—El abuelo Whitey está enfermo. Estamos en el hospital con él.

—Ah. —La voz de la cría era tan diminuta como un pinchacito. Su sarcasmo habitual se había esfumado de un plumazo.

—No sabemos si es grave o no. No sabemos cuándo volverá a casa.

Brianna había llamado a Beverly malhumorada y exasperada. Llevaba cuarenta minutos esperando en casa de una amiga para que la recogiera y la llevara a casa y —(¿cómo era posible?)— a Beverly se le había olvidado por completo.

—Lo siento, mi amor. Es una emergencia. Descongela algo para la cena, ¿vale?

—Ay, mamá… Por Dios.

Beverly no había oído a su hija adolescente hablarle con tanta solemnidad y respeto en mucho tiempo. La invadió una sensación de alivio de esos que marean.

Quería abrazarla. Ay, ¡cuánto quería a Brianna!

Hasta cuando son unas niñatas, las quieres. Sobre todo a las niñatas porque nadie más las va a querer como su madre.

Un poco más tarde, a Beverly le volvió a sonar el móvil. Salió de la sala de la UCI para responder en el pasillo.

Era Brianna de nuevo. Le preguntaba, angustiada:

—¿Deberíamos ir a visitar al abuelo?

—Puede, cielo, pero ahora mismo no.

—Mamá, ¿ha sido un infarto?

—No. Un ictus.

—Ah. Un ictus. —De nuevo, la voz se volvió diminuta, asustada.

—Sabes lo que es un ictus, ¿no?

—S-sí. Más o menos…

—Ha pasado por neurocirugía. Todavía está inconsciente.

—¿Cómo de enfermo está?

—¿Cómo de enfermo? No lo sabemos, cielo, estamos esperando.

Muy enfermo, el cerebro le sangraba.

No tan enfermo, el abuelo está «mejorando».

—¿La abuela Jess está bien?

—Sí, la abuela Jess está bien. —Beverly se oyó decir con su voz alentadora de madre—: Ya conoces al abuelo Whitey, no le dará por quejarse, solo despotricará por estar en un camastro de hospital y querrá irse a casa enseguida.

Lo soltó del tirón, sin respirar. Beverly se preparó para la respuesta de su hija: ¡Déjate de gilipolleces, mamá! ¿Qué te piensas, que soy una cría a la que le puedes ir con trolas como si nada?

Pero Brianna dijo, en un torrente de palabras, con valentía:

—Di-dile al abuelo que lo queremos. Dile al abuelo que se mejore y que vuelva a casa pronto.

Beverly veía las lágrimas brillando en los ojos de la niña. Ay, gracias a Dios que, a pesar de todo, era madre.

Pasarían siete horas y cuarenta minutos antes de que Beverly volviera a su casa, a Stone Ridge Drive, con su marido de gesto imperturbable y sus hijos adolescentes que la habían esperado despiertos pasada la medianoche.

Whitey había salido del quirófano y estaba en la UCI, aún con vida, pero no consciente (por ahora); el pronóstico era «moderadamente optimista», su estado, «crítico pero estable».

¿Qué aspecto tenía? Bueno… No era el Whitey de siempre.

Sí, estaba reconocible. ¡Pues claro! Pero (quizá) él mismo no se habría reconocido.

Muy amoratado, como si le hubieran dado una paliza. Verdugones en la piel, como si se hubiera quemado, en la cara, el cuello. Resultaba que (habían informado los agentes) había estampado el Toyota Highlander en el arcén de la autopista y los airbags le habían hecho esas «quemaduras».

Vivo. Papá está vivo.

¡Aún está vivo! Cuánto lo queremos.

Antes de regresar con los suyos, Beverly había vuelto a la casa familiar con los demás para meter a su madre en la cama; en aquel momento, estaban todos, los cinco hijos de los McClaren; Beverly no había querido no acompañarlos y ahora se tambaleaba de agotamiento, aunque se notaba la cabeza perversamente clara, encendida, como si se la hubiesen limpiado a manguerazos; un terrible instrumento de claridad.

Necesitaba a Whitey en su vida, de forma desesperada. Como todos, pero ella más que nadie.

Sin Whitey como ancla, ¿qué sería de su vida? Y un ancla, algo que daba rectitud a su matrimonio. Steve admiraba y temía a su suegro a partes iguales y, sin su presencia en la vida de ambos, sin el apoyo y la aprobación de sus padres, la propia familia de Beverly, incluyendo incluso a los niños, a los que ella quería más que a nadie, en conjunto, no parecería —(Beverly dudaba al pensar esto)— valiosa.

Ay, pero no lo decía en serio. Solo estaba… cansada y asustada.

Le rezaba a Dios: Deja que papá se ponga bien, ¡por favor!

A la mañana siguiente, a las seis y media, mientras salía de casa a toda prisa, Beverly reparó en un trocito de papel que el viento se había llevado hasta un lado de la cochera. Se agachó entre gruñidos y se avergonzó al darse cuenta de que, a fin de cuentas, Virgil sí que le había dejado una nota.

Debió de meterla en la puerta y luego se caería.

PAPÁ EN EL GENERAL DE HAMMOND

CREO QUE ES UN ICTUS

POR QUÉ TE ESCONDES DE MÍ, BEVERLY

DESESPERACIÓN Y ESPERANZA

TU HERMANO VIRGIL

libro-8

Aún vivo

Ey, a ver que os lo explique.

Pero no está claro: ¿qué puede explicar Whitey?

Problema: la quemazón en la garganta. Sin voz. Vista empañada. Como si le hubieran frotado cenizas en los ojos. Y… ¿respira? ¿Estaba respirando?

Algo respiraba por él. Como alimentación asistida. Le bombeaba aire en los pulmones con un terrible silbido, como un fuelle.

Lo que ha sucedido es que…

… golpeado por la corriente.

Recuerdos borrosos de su coche traqueteando y dando bandazos por el arcén. Baches de esos que no ves hasta que es demasiado tarde, leñe, así te cargas una rueda, pero no te das cuenta enseguida, se va desinflando poco a poco y un día (pronto) el neumático (¡no de los baratos!) acaba pinchado.

Intenta recordar con todas sus fuerzas por qué había parado el coche. Sale de la autopista a bastante velocidad (?). Intenta recordar lo que había pasado después.

Lo intenta con tanta fuerza que le duele la cabeza.

(Pero ¿por qué dar por sentado que ha pasado algo? Quizá este sea… su estado habitual).

(Si estaba en su mano, siempre le gustaba adoptar la postura contraria. Incluso de niño. Los maestros y las maestras le sonreían y negaban con la cabeza mirando a Johnny McClaren, años tan remotos como los de la escuela primaria. Siempre le había parecido halagador que le dijeran que hablaba como un abogado. Pero no es abogado).

El último recuerdo que tiene ha de ser una cara: atisbada a lo lejos, como cuando miras por el lado que no toca del telescopio.

Una cara de piel oscura. De tez morena.

La cara de un desconocido. Eso le parece.

(¿O había más? ¿Más caras?).

Reconocimiento facial de nacimiento. Había leído. Las neuronas de los neonatos se «activan» al reconocer caras.

Ya que la supervivencia puede depender de reconocer un rostro humano. Depende de ello.

¿Será verdad también… al final?

¿Final? ¿De qué?

Recuerda, tuvo que ser en el primer año de instituto, la lectura de Scientific American. «Universo en estado estacionario».

Bueno, aquello era tranquilizador. Nunca tuvo que preguntarse qué hubo antes del universo o qué vendría después. El universo era así y punto.

Eso tenía mucho más sentido que pensar que Dios lo había «creado» en unos cuantos días como un mago que se saca cosas de la chistera. Ni de niño se lo había tragado.

Pero entonces (¿cómo se podría formular?) descubrieron el Big Bang.

De modo que el universo no estaba en estado estacionario, no es un «estado», sino que había emergido de la nada en un punto anterior a la aparición del tiempo y seguía expandiéndose miles de millones de años después. ¿Sus componentes se alejan del centro y unos de otros a toda velocidad y para toda la eternidad? ¿O solo durante un periodo determinado de tiempo?

No es teoría. Piensa. Hecho demostrado: telescopio Hubble.

Jessalyn se reía y se tapaba los oídos: Ay, Whitey, se me pone la cabeza como un bombo solo de pensarlo.

De pensar… ¿en qué?

En la eternidad.

Aquellas palabras fueron una sorpresa para Whitey. No se esperaba oír a su joven esposa pronunciar esa palabra ni tampoco la expresión de su rostro, de repente seria… afligida.

No sabía que estaban hablando de eso… de la eternidad.

De hecho, estaban charlando sin más. Comentando algo del periódico. Muy Whitey McClaren, cualquier locura pasa tamizada por su cerebro y le enciende alguna chispa.

Con todo, propio de ella. La joven esposa. Cualquier cosa que se le decía, cualquier comentario sin importancia, de pasada, para Jessalyn adquiría sentido, peso.

Con otras chicas, Whitey bromeaba. Le gustaba reírse con ellas.

Pero con Jessalyn Sewell las cosas no iban así. No del todo.

Oírse a sí mismo decir: A la mierda, deberíamos casarnos; y otra chica puede que se hubiese reído sabiendo que era, o tal vez no, una broma, pero Jessalyn levantó esos preciosos ojos que tenía, que se encontraron con los suyos, y le dijo: Sí, de acuerdo.

Aquella mirada lo atravesó hasta el corazón. La sintió… de verdad, bajo el esternón, no es una mera figura retórica. El duro miocardio, perforado con precisión.

Porque lo supo (¿verdad?) desde el principio. Solo alguien como Jessalyn Sewell podía hacer a John Earle McClaren mejor persona y no (simplemente) aceptarlo tal como era; solo ella podía amarlo por lo que podría ser, por su ser más auténtico. Ella contaba con el aplomo necesario para evitar que el alma de helio de Whitey McClaren saliese volando y se perdiese entre las nubes.

Curioso que ahora le cueste tanto hablar, a él, tan elocuente siempre. Nunca había sido tímido, ni de niño. ¡Ay, Whitey! Habla hasta con las paredes. Es capaz de charlar con cualquiera. Hasta con gente a la que no conoce.

Pero no había sido ese el caso, ¿verdad? Sentía la aflicción, la pena de un rechazo oscuro.

Patada en el estómago, en la entrepierna. Ese tipo de rechazo.

Fuese quien fuese, Whitey no les había caído bien. Su encanto no había funcionado con ellos. El problema: está cascado.

El problema: está helado.

Castañeteo de dientes. Como si castañetearan los huesos. El triquitriquitri de las zancudas y picudas garzas reales hace que le suba un escalofrío por la espalda.

El problema: aquí alguien (¿celador?), en un descuido, ha dejado la ventana abierta.

Sea cual sea ese aquí.

Ventolera. Repiqueteo de lluvia, como lágrimas.

Desde donde está tumbado, donde los cabrones lo han inmovilizado, y con este maldito respirador metido por la garganta, no alcanza a cerrar la dichosa ventana.

La ha visto, de refilón: su esposa. La joven esposa, rostro a contraluz.

Su querida esposa. ¿Ha olvidado cómo se llama?

La palabra «esposa», un erizo en la garganta.

No puede hablar. Palabras como espinas. Intenta toser y sacárselas, aclararse la garganta para hablar.

Ha olvidado: hablar.

Busca la mano de su mujer, pero algo lo aparta de ella.

¿Cariño? Te qui…

Los bufidos del viento, no oye nada.

¡Qué tentador tirar la toalla!

Qué tentador, qué cansancio. Las piernas, pesadas…

No es propio de Whitey McClaren tirar la toalla. Vive Dios que no se rendirá.

Nunca ha sido buen nadador, tiene las piernas demasiado recias. Pero ahora nada. Lo intenta.

Olas henchidas de viento. Qué difícil nadar contra ellas. Corrientes rápidas. Frío.

A flote, por los pelos. Solo —la cabeza— sobre el agua, y con un esfuerzo tremendo. Bocanada a bocanada.

La natación no era lo suyo. No tenía la complexión adecuada para cortar el agua. Una actividad demasiado introspectiva. Refugiarte en tus pensamientos, mala idea.

Lo suyo era el fútbol americano. Correr, formaciones, zancadillas, cabezazos, hacer montañas humanas… «Placajes», mira que le encantaba esa palabra.

Le encantaba el olor de sudor, el suyo y el de los demás muchachos. Y el de la tierra.

Los nadadores apestan a cloro, demasiado limpios. Se te mete en la nariz. ¡Rediós!

Tocar a otro tipo en la piscina, rozarle las piernas, qué narices… Repulsivo, como piel de lagarto.

Un olor químico, de limpieza absoluta, en este maldito lugar: antiséptico.

Sin gérmenes. Sin bacterias.

Qué había dicho su hija la científica: La vida son bacterias, papá.

Los niños, ¿cómo habían crecido tan rápido? A la que se dio cuenta, Thom se había mudado a otra ciudad. Beverly, embarazada. Un bofetón en toda la cara, pero no, no era justo pensar así.

Whitey, ya eres mayorcito, por favor.

Cómo vas a estar celoso de tu yerno.

Y ahora nietos. ¡Demasiados! Los nombres se le escapaban como el agua entre las manos.

Rediós, qué dura es la vida. Cualquiera que diga lo contrario miente.

El esfuerzo más grande de todos… respirar.

Empujar, hacer fuerza. Intentar liberarse, respirar. Desconocidos gritándole en la cara, botas dándole patadas. Dos personas.

¿Había sido real? ¿Sí?

Electrocutado. Había tocado o caído sobre un cable que chisporroteaba electricidad…

La cara. La garganta. Encendidas.

Está… ¿muerto?

No, imposible. Absurdo.

Pero en esa corriente de agua rizada, un viento oscuro. Un esfuerzo frenético y excesivo de brazos, piernas. Sus fuertes hombros, o los hombros que eran fuertes hasta hace un par de días. Brazos como gladios frenéticos aupándolo hacia la superficie.

Rendirme, no. Ahogarme, no. Os quiero…

Ay, Dios, os quiero mucho a todos.

libro-9

Apretón de manos

Es muy tarde, está muy cansada.

Te queremos mucho, cariño. Estamos todos aquí.

Decir su nombre. Decir su nombre muchas veces con la certeza de que, aunque no responda, la oye.

Mueve los labios, entumecidos. Casi inaudible.

Pero ella no duda, su querido esposo la oye.

No duda, su querido esposo sabe que ella está aquí.

¡Qué viejo está! Pobre Whitey, vanidoso con su edad (al menos) desde los cincuenta. Ahora… sesenta y siete.

Su apuesto rostro, casi irreconocible. La piel, pergamino arrugado. Amoratada, hinchada del golpe contra el volante o el parabrisas al salir disparado tras la colisión.

El derrame fue antes de la colisión. O… ¿después?

Puede que se lo hayan dicho. Puede que ella lo haya olvidado.

Los agentes llegaron al lugar del siniestro, llamaron a la ambulancia, le salvaron la vida.

El lugar del accidente. Sin testigos.

La médica de urgencias dijo que parecía que las heridas de la cara, la garganta y las manos eran abrasiones. Marcas de quemaduras en la ropa, que le tuvieron que cortar para quitársela.

Especulaban que el airbag había saltado y de ahí los moratones, los golpes. Puede que se hubiera salido el ácido, a veces pasa.

Las heridas por airbag pueden ser graves. Las personas de complexión delgada, flacas, los niños y los ancianos no deben sentarse en el asiento del copiloto. Un airbag, cuando explota, te puede matar.

¿Me oyes, cariño? Te vas a poner bien…

Se inclinaba hasta tenerlo muy cerca, apenas se atrevía a respirar. Necesitaba todas sus fuerzas para mantener a su marido a su lado.

Le cogía la mano (derecha) (amoratada), pero él no le cogía la suya.

La primera vez que ella recuerde, está segura. Primera vez en más de cuarenta años que la mano grande, fuerte y cálida de Whitey no cogía la suya.

Si fuera consciente, la consolaría. La protegería. Mi único propósito en este mundo, Jess…, cuidar de ti.

En broma, pero en serio. Todas las palabras que salían de su boca, en broma, pero también en serio. Con él, era fácil que se dieran malentendidos.

Aún vivo. Aún está vivo.

Por el momento, no se sabía cuál era el alcance del derrame. Las consecuencias que tendría.

Qué zonas del cerebro estaban afectadas, cuáles eran contiguas al área del ictus.

Ha oído la palabra «estable». Está segura de que la ha oído, que no se la ha imaginado.

Después de la operación. Reparación de los vasos sanguíneos (rotos). Derivación cerebral para drenar el líquido. Catéter introducido en el cerebro a través de un agujero en el cráneo. Un segundo catéter subcutáneo, que le llegaba hasta el abdomen y expulsaba el líquido drenado. La derivación es lo que le salva la vida.

Negocia con Dios. Señor, por favor, sálvale la vida. Señor, por favor, lo queremos tanto.

Tiene mucho frío. Una de sus hijas le ha puesto un suéter sobre los hombros que no para de caerse.

Se ha quedado lívida. Los labios tan fríos y entumecidos como la muerte.

Le coge la mano a Whitey. No la puede soltar. Por cansada que esté, por aturdida que esté. La mano de él (está segura) siente la suya, aunque no tenga fuerzas y esté inerte y alarmantemente fría.

Si se la suelta, caerá a plomo sobre el borde de la cama.

No es propio de Whitey McClaren, un apretón de manos frío.

No es propio de Whitey McClaren no cogerle con fuerza la mano a su esposa, llevársela al pecho en un gesto protector que la arrastra hacia delante, de forma incómoda.

Pero no. La mano no.

Horas junto a su cama. Una cama alta rodeada de máquinas.

Cuántas horas fusionadas en una sola como algo gigantesco que crece de manera exponencial; iceberg, montaña de nieve.

Cuanto mayor el objeto, mayor la superficie. Cuanta más superficie, a más velocidad crecerá.

No es un lugar tranquilo. Ni la UCI, que se espera que sea un lugar tranquilo.

Dormirá, descansará. Está agotado.

Volverá a ser el de siempre… cuando haya descansado.

Alguien le ha dicho eso. Ella ha oído a medias, ha querido creer. La consuela que cada profesional —de enfermería, de medicina— con el que se ha cruzado esta noche haya sido tan amable.

Las enfermeras de la UCI son especialmente amables. Recordará sus nombres: Rhoda, Lee Ann, Cathy; querrá agradecérselo, cuando acabe la vigilia.

Ha visitado a muchos familiares y amistades en el hospital en todos estos años, claro está. No es joven: sesenta y un años. Ha visto morir a mucha gente; la mayoría, personas ancianas y enfermizas… su marido no es ni lo uno ni lo otro.

Con sesenta y siete no es un anciano. ¡No es un hombre enfermizo!

Whitey lleva décadas sin pisar un hospital. Se jactaba de ello. Apendicitis a los treinta; una vez a urgencias al romperse una muñeca en una caída (de hecho, había perdido el equilibrio subiendo una maleta pesada por una escalera: un accidente). Siempre es bueno evitar los hospitales, le gustaba decir en broma. En el hospital la gente se muere todo el tiempo.

Risillas tensas con las bromas de Whitey McClaren.

Jessalyn sonríe al recordar. Luego se pregunta por qué sonríe.

Algo se le resbala de los hombros. Una de sus hijas coge el suéter de lana gorda antes de que caiga al suelo.

Mamá, estás agotada. No ayuda ni a papá ni a nadie que estés aquí perdiendo fuerzas.

Deja que te acerque a casa. Volveremos por la mañana.

Papá estará bien. Ya has oído al médico, está «estable».

Piensa: si Whitey y ella pudiesen morir en el mismo instante, estaría… bueno, bien tampoco, pero no sería tan terrible como si uno de los dos muere antes.

Qué terror pensar que Whitey se fuera a morir antes. ¡Cómo iba a soportar los días que le quedaban sin él!

Pero peor si ella moría primero y Whitey moría de pena…

Refugiando la cabeza en el cuello de Jessalyn. Sus manos grandes, cálidas y húmedas. Atravesado por el amor que sentía por ella, tartamudeando al hablar con sinceridad, sin bromas, sin guasa. Ay, te quiero.

Les dice a los niños si se quedarán en casa. A Whitey le gustaría. Cuando vuelva a casa.

(¿Quizá mañana? ¿Al otro? Teniendo en cuenta que está estable…).

Qué raro, las hijas ya no son chiquillas. Beverly, Lorene. Bueno, aún se podría decir que Sophia es una «chiquilla», podría pasar por una de veintipocos. Más joven.

(Padecía por Sophia, que no parecía madurar como las demás. Tenía una seriedad de colegiala, una especie de ingenuidad desafiante que preocupaba a su madre, aunque [notaba que] eso molestaba a las mayores).

(¿Qué edad tiene Sophia? Intentaba hacer memoria de cuándo había acabado la facultad, en Cornell, después de pedir un traslado de expediente desde Hobart Smith).

(Ay, qué lío, qué miedo: qué año es, qué mes; cuántos años van cumpliendo los niños, ¡como si se tirasen por un tobogán sin llevar cuidado, a toda velocidad, colina abajo por la nieve de sus finitas vidas, de un blanco cegador!).

Aun así, se las apaña para sonreír. A las enfermeras, a las niñas, tensas, al pobre Whitey de su corazón cuya boca hinchada y dilatada no podía devolverle una sonrisa.

(¿Y Thom? Estaba por allí antes. Y Virgil también).

(Bueno, de Virgil nadie espera que se quede mucho tiempo en el mismo sitio. Qué decía Sophia de su hermano… Trastorno de déficit de atención. Con un toque espiritual).

No es de extrañar que los chicos no estén por aquí. Rondarán por el hospital, pero justo aquí no están.

Los dos hijos varones de Whitey estaban asustados. Ver a su padre tan indefenso, tan maltrecho en la cama alta del hospital en medio de un nido de máquinas que pitan y el penetrante olor a desinfectante, y la cara, quemada, machacada e hinchada; los ojos sin cerrar del todo, pero tampoco abiertos, y sin ver. Palabra terrorífica, «ictus». Palabras terroríficas, «UCI», «respirador». Los ojos de Thom, empañados, como si le doliese algo; los de Virgil, arrendijados, como si le diese una luz muy fuerte en toda la cara.

Con su ojo avizor de madre, había reparado en cómo cada hijo tragaba saliva para no echarse a llorar.

El terror de un niño (mayor, adulto) al ver a su padre convertido en tan poca cosa.

Les quieres evitar semejantes golpes. Pensamientos fugaces de su vida como madre, ojalá pudiera ocultarse en alguna parte si estuviese moribunda. Si pudiera evitarles ver, saber hasta que todo hubiese terminado… fait accompli.

Su propia madre, en sus últimos días, había mandado fuera a sus hijos. Vanidad, desesperación. No quiero que me veáis así.

Pero, en realidad, John Earle no está moribundo. Las heridas de la cara no tienen nada que ver (parece) con el derrame y son (parece) superficiales.

Verdugones rojos, furiosos, en la cara, la garganta, las manos. Como si una criatura le hubiese hundido el pico en la piel. ¿Cuántas veces?

Se preguntará qué le habría causado esas heridas tan curiosas. Pero, distraída como está, ahora solo es capaz de sonreír.

Sonreír como acto de voluntad. Sonreír como acto de valentía, de desesperación.

Estrecharle fuerte la mano, igual que se le hace a un niño para meterle prisa. ¡Cariño! Estamos todos aquí, bueno, casi todos, nos vamos a quedar hasta que nos obliguen a marcharnos.

(¿Así era? ¿El hospital los obligaría a marcharse? ¿La UCI? ¿Cuando acabase el turno de día?).

Es pura coincidencia. Piensa ella.

Intentó sacarle el tema a Whitey el otro día.

El Tema. ¡No!

Huelga decir que Whitey había reaccionado con su (habitual) guasa presa del pánico. (Cómicas) alharacas junto a la cafetera. Como si le entrase por un oído y le saliese por el otro.

Nadie más que ellos dos en la majestuosa casa de Old Farm Road que antaño había sido el absoluto centro de… ¡todo! Siempre había un puñado de criaturas por los terrenos. Cinco hijos con sus respectivas pandillas. (Bueno, igual tampoco era del todo cierto, cuando Virgil tuvo edad para traerse amiguitos a casa, Thom era demasiado mayor para querer estar con sus amigos por allí; por no hablar de las novias a las que el mayor nunca se había atrevido a llevar al hogar familiar). ¿Cuántos somos para cenar? ¿Cuántos? Whitey afectaba exasperación, pero (en realidad) le encantaba tener su hogar lleno de vida.

Aquellos años. Una piensa que serán para siempre. Los padres de los amigos del cole de los niños llamando a los McClaren para preguntar dónde estaban los suyos, que, a menudo, estaban en la gigantesca casa de Old Farm Road.

Y ahora, ¿dónde? ¿Dónde se habían ido todas esas criaturas, toda esa vida bulliciosa? La última en irse de casa había sido Sophia, que solo había tenido dos o tres buenas amigas. Y Virgil, que tuvo un grupo de amistades variopintas, amigos raros, que iban y venían, y que parecía que le daban igual. Por eso, la disminución, la pérdida habían sido graduales, no abruptas.

¡Por qué narices se enjuga las lágrimas! No es propio de la madre de los niños alarmarlos.

Pues tras la terrible conmoción de la emergencia, tras las horas en el quirófano, Whitey estaba bien.

Pensando en que lo que necesitan son hijos que vivan en ciudades lejanas y vengan a visitarlos, traigan a sus nietos y se queden.

Es un hecho: cuando tus hijos viven cerca, ya nunca se quedan en casa. Te visitan, sí. Tal vez vienen a cenar. Unas horitas.

Pero luego vuelven a su hogar. Su hogar está en otra parte.

Se lo intenta explicar a Whitey. Qué triste que está Jessalyn, qué asustada, su hogar se le escapa entre los dedos.

(¿Es una broma? Le aprieta los dedos fríos e inertes intentando devolverles la vida).

Qué pareja tan rara. Jessalyn tan callada y Whitey tan… tan Whitey.

Pero, cuando están a solas, la que suele hablar es Jessalyn, con seriedad, persuasiva, largo y tendido. Nadie creería cómo le explica a su marido, con su vocecilla tranquila, que debería pensarse mejor una decisión que ha tomado de manera impulsiva. Le dice: Cariño, por favor, escúchame, creo que tendrías que pensarte mejor…

Su marido nunca ha estado en desacuerdo con Jessalyn. Nunca ha discutido con ella. Aunque Whitey McClaren pueda ser seco y cortante con el resto del mundo, nunca ha interrumpido a su mujer en cuarenta años.

De hecho, le gusta que lo corrija. Que lo disguste, que le baje los humos. Le parece maravilloso que su querida mujer le demuestre que se equivoca.

Bueno, vale, dicho así, creo que tienes razón…

Ella es lo mejor de él, le dice. Su ángel de luz.

De todo el mundo, ella fue/es su salvación. No en el más allá, sino en este mundo. Solo ella fue capaz de hacer de John Earle McClaren el hombre que estaba destinado a ser; se lo dice a su mujer y se lo dice a todo el mundo.

¿Tan raro es que un marido sea tan asertivo en sus transacciones con los demás, pero tan complaciente en las transacciones con su esposa? Bueno, un término tan bruto como «transacciones» quizá no encaja del todo.

Solo se había enamorado una vez en su vida. Al ver a Jessalyn, ella con diecisiete años. Tímida, de voz dulce, recatada.

Pero, en realidad, muy hermosa. John Earle era absolutamente incapaz de dejar de mirar aquella cara, aquel cabello liso y trenzado. Sus pechos.

Ella se dio cuenta. Esa indefensión en el rostro de un hombre. El de un muchacho. No valen las moralinas, no valen las leyes.

También podría llamarse amor.

Su primera vez, cogidos de las manos. Johnny Earle parecía avergonzado. Quería cogerle la mano a Jessalyn, con fuerza, pero (dijo) no quería «estrujársela».

Ella se rio. Jamás de la vida lo había olvidado: estrujar.

Ahora me puedes estrujar la mano, cariño.

A ella le costó más tiempo enamorarse de John Earle McClaren, que tenía una personalidad férreamente definida, incluso ya a principios de la veintena. Pero al final se enamoró. No se resistió.

Ahora deseaba que le agarrara la mano fuerte; sí, ahora.

Pero no es propio de Jessalyn, está decidida. Nada de cargar a los demás con lo que necesitas de ellos.

Mejor ser la que le coge la mano al otro. Con firmeza.

Igual que durante tantos años —un inagotable periodo de tiempo, pensaba— había cogido la mano de un hijo o una hija, a veces de dos, al cruzar la calle, en un lugar público, al subir unas escaleras. «¡Chiqui, chiqui!». Era su señal, en voz baja, un sonido alegre, un sonido para alertar a la criatura, sí, hace falta, mamá quiere que le des la mano.

Sin dudar, la criatura se deja coger la mano. No hay nada más maravilloso, esa mano que te agarra con confianza. Le daba terror que uno de sus hijos se zafara y echase a correr a la calle o, vete tú a saber cómo o por qué, se matara o tuviera un accidente grave si, por un instante, mamá no había estado alerta.

¿Mamá? Te vamos a llevar a casa.

Volvemos a primerísima hora de la mañana.

Jessalyn era reacia a alejarse de la cama de Whitey. ¡Ay, cómo puede abandonar al pobre Whitey, con lo hecho polvo que está! Cuando abra los ojos, el primer rostro que vea tiene que ser el suyo.

Claro que estoy aquí. Siempre estaré a tu lado.

Mira el reloj, confusa, por un segundo no sabe si es de día o de noche. Exactamente ¿dónde está?

Whitey parece ocupar menos espacio en la cama de hospital que en la de casa, donde su lado del colchón se hunde con suavidad. Cada noche de dormir con Whitey ha sido una aventura: se despatarra, suspira, da vueltas sin parar, le pasa un brazo por encima, lo extiende hacia ella; se despierta, parece que se despierta, con un chasquido en la garganta, pero vuelve a hundirse en el sueño de golpe como cuando se sumerge bajo la superficie del agua, profundo, profundamente, mientras Jessalyn está tumbada a su lado en un trance de fascinación, asombrada de que a su marido le venga el sueño así como así y que ella tenga que atraparlo, como si fuera con una red mínima.

Pero en esta cama, tumbado boca arriba, sujeto, el pobre Whitey parece… bueno, más pequeño. Como si hubiera menguado. Es todo contra lo que ha luchado su vida entera: un hombre venido a menos.

Su respiración se ha vuelto tan trabajosa, la carga tan extrema, que Jessalyn quiere meterse en la cama con él y cogerle la mano y ayudarlo a respirar, como tantas veces le coge la mano por la noche, en su cama, mientras él cae en el sueño entre sacudidas y resbalones; pero la cama es demasiado estrecha, el personal del hospital jamás se lo permitiría.

¡Ay, pero en qué está pensando! Los pensamientos sonajean en su cabeza como semillas secas en un bote de arcilla. O… moneditas, rollos de celo, carretes de hilo en uno de los cajones de la cocina al abrirlo de golpe.

¡Qué sueño! Ve algo que parecen macarrones sueltos que han caído de una caja sobre el banco de la cocina… Qué mal. No es propio de Jessalyn ser un ama de casa tan descuidada.

Hojas de periódico repartidas por la encimera. Platos hundidos en el fregadero; antes de irse, estaba a punto de enjuagarlos y meterlos en el lavavajillas.

Semillas en el comedero de los pájaros. Al ras, para que no se caigan y atraigan a las ardillas. La cruzada de Whitey con las ardillas que siempre andaban por allí —¡Fuera! ¡Largo de aquí, cagando leches! ¡Malditas!—. Todos se reían de Whitey, que perseguía a aquellos animales hecho un basilisco; las ardillas se alejaban unos cuantos metros y se detenían, le hacían ruiditos chirriantes, movían la enorme cola como furibundas ratas burlonas. Sophia decía: «Ay, papá, que ellas también tienen hambre».

Otra de las cruzadas personales de Whitey: los gansos de Canadá del jardín trasero. Cada día aparecían más gansos de esos. Nada lo cabreaba más que las cagarrutas de aquellas aves.

¡Fuera! ¡Largo de aquí, cagando leches! Volved a Canadá, de donde habéis salido, y llevaos la mierda con vosotros.

Reclutó a los chicos para que lo ayudaran. Thom, de piernas largas, corría detrás de los gansos con un palo de hockey, muerto de la risa.

Virgil, de piernas cortas, con seis años, los seguía.

¿Dónde ha pasado Thom la noche? ¿En su antiguo cuarto, en la casa familiar?

¿Y Virgil ¿Dónde está Virgil?

Demasiados McClaren para estar metidos en la UCI. Límite de dos visitas. El resto aguarda fuera en el pasillo del hospital (quiere pensar que están allí).

Hasta en la sala de espera de los quirófanos, Virgil había estado demasiado nervioso para estarse quieto en un mismo sitio. Lo había visto pasearse arriba y abajo por el pasillo. Hablar con una de las enfermeras del turno de noche. Le fascinaba observar a Virgil (demasiado delgado, los hombros arqueados como para hacerse más bajito, pelo rubio oscuro recogido en una coleta, barba rala; ¡cómo le exasperaría a Whitey verlo en este lugar público! Y lleva ese peto anchote y una camisa bordada de estilo indio que su padre tacharía de hippy, sus habituales sandalias de cuero más gastadas que el nombre) hablar con una desconocida, al parecer una desconocida a la que le ha caído en gracia, ¿qué le estaría diciendo?, ya que la enfermera (una mujer que rondaría la edad de Virgil, o que quizá tenía un par de años más) le hacía ojitos, asentía, sonreía como si nunca hubiese conocido a alguien tan elocuente.

Ya está Virgil con sus mierdas… Thom y sus comentarios de desprecio.

Es cruel. Injusto. Nunca se sabe en qué se mete Virgil, pero él sí, y Virgil se lo toma todo muy en serio.

Limpiar mi alma.

Esfuerzo de toda una vida.

Solo Jessalyn sabe cómo se enfrentaba Virgil a Whitey unos años antes diciendo que la gente como él debería hacer donaciones a buenas causas. No te puedes gastar el dinero, papá. No haces más que reinvertirlo.

Huelga decir que Virgil no sabe cuánto dinero donaba cada año el m

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