Le dedico mi silencio

Mario Vargas Llosa

Fragmento

libro-2

I

¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Le habían dado el recado en la pulpería de su amigo Collau, que era también un quiosco de revistas y periódicos, y él llamó a su vez pero nadie contestó el teléfono. Collau le dijo que el aviso lo había recibido su hija Mariquita, de pocos años, y que quizás no había entendido los números; ya volverían a telefonear. Entonces comenzaron a perturbar a Toño esos animalitos obscenos que, decía él, lo perseguían desde su más tierna infancia.

¿Para qué lo había llamado? No lo conocía personalmente, pero Toño Azpilcueta sabía quién era José Durand Flores. Un escritor reconocido, es decir, alguien a quien Toño admiraba y detestaba a la vez pues estaba allá arriba y era mencionado con los adjetivos de «ilustre letrado» y «célebre crítico», los acostumbrados elogios que tan fácilmente se ganaban los intelectuales que en este país pertenecían a eso que Toño Azpilcueta denominaba «la élite». ¿Qué había hecho hasta ahora ese personaje? Había vivido en México, por supuesto, y nada menos que Alfonso Reyes, ensayista, poeta, erudito, diplomático y director del Colegio de México, le había prologado su célebre antología Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, que le editaron allá. Se decía que era un experto en el Inca Garcilaso de la Vega, cuya biblioteca había alcanzado a reproducir en su casa o en algún archivo universitario. Era bastante, por supuesto, pero tampoco mucho, y, a fin de cuentas, casi nada. Volvió a llamar y tampoco le contestaron. Ahora, ellos, los roedores, estaban ahí y seguían moviéndose por todo su cuerpo, como cada vez que se sentía excitado, nervioso o impaciente.

Toño Azpilcueta había pedido en la Biblioteca Nacional del centro de Lima que compraran los libros de José Durand Flores, y aunque la señorita que lo atendió le dijo que sí, que lo harían, nunca llegaron a adquirirlos, de modo que Toño sabía que se trataba de un académico importante, pero ignoraba por qué. Estaba familiarizado con su nombre por una rareza que traicionaba o desmentía sus gustos foráneos. Todos los sábados, en el diario La Prensa, sacaba un artículo en el que hablaba bien de la música criolla y hasta de cantantes, guitarristas y cajoneadores como el Caitro Soto, acompañante de Chabuca Granda, lo que a Toño, por supuesto, le hacía sentir algo de simpatía por él. En cambio, por los intelectuales exquisitos que despreciaban a los músicos criollos, a quienes nunca se referían ni para elogiarlos ni para crucificarlos, sentía una enorme antipatía —que se fueran al infierno—.

Toño Azpilcueta era un erudito en la música criolla —toda ella, la costeña, la serrana y hasta la amazónica—, a la que había dedicado su vida. El único reconocimiento que había obtenido, dinero no, por descontado, era haberse convertido, sobre todo desde la muerte del profesor Morones, el gran puneño, en el mejor conocedor de música peruana que existía en el país. A su maestro lo había conocido cuando estaba aún en el colegio de La Salle, poco después de que su padre, un inmigrante italiano de apellido vasco, hubiera alquilado una casita en La Perla, donde Toño había vivido y crecido. Después de la muerte del profesor Morones, él se convirtió en el «intelectual» que más sabía (y más escribía) sobre la música y los bailes que componían el folclore nacional. Estudió en San Marcos y había obtenido su título de bachiller con una tesis sobre el vals peruano que dirigió el mismo Hermógenes A. Morones —Toño había descubierto que esa «A» con un puntito escondía el nombre de Artajerjes—, de quien fue ayudante y discípulo dilecto. En cierta forma, Toño también había sido el continuador de sus estudios y averiguaciones sobre las músicas y los bailes regionales.

En el tercer año, el profesor Morones lo dejó dictar algunas clases y todo el mundo esperaba en San Marcos que, cuando su maestro se jubilara, Toño Azpilcueta heredara su cátedra. Él también lo creía así. Por eso, cuando terminó los cinco años de estudios en la Facultad de Letras, siguió investigando para escribir una tesis doctoral que se titularía Los pregones de Lima, y que, naturalmente, estaría dedicada a su maestro, el doctor Hermógenes A. Morones.

Leyendo a los cronistas de la colonia, Toño descubrió que los llamados «pregoneros» solían cantar en vez de decir las noticias y órdenes municipales, de modo que éstas llegaban a los ciudadanos acompañadas con música verbal. Y, con la ayuda de la señora Rosa Mercedes Ayarza, la gran especialista en música peruana, supo que los «pregones» eran los ruidos más antiguos de la ciudad, pues así anunciaban los vendedores callejeros los «rosquetes», el «bizcocho de Guatemala», los «reyes frescos», el «bonito», la «cojinova» y los «pejerreyes». Ésos eran los sonidos más antiguos de las calles de Lima. Y no se diga los de la «causera», el «frutero», la «picaronera», la «tamalera» y hasta la «tisanera».

Pensaba en eso y se inflamaba hasta las lágrimas. Las vetas más profundas de la nacionalidad peruana, ese sentimiento de pertenecer a una comunidad a la que unían unos mismos decretos y noticias, estaban impregnadas de música y cantos populares. Ésa iba a ser la nota reveladora de una tesis que había avanzado en multitud de fichas y cuadernos, todos guardados con celo en una maletita, hasta el día en que el profesor Morones se jubiló y con cara de duelo le informó que San Marcos había decidido, en vez de nombrarlo a él para sucederlo, clausurar la cátedra dedicada al folclore nacional peruano. Se trataba de un curso voluntario y cada año, de forma inexplicable, inaudita, tenía menos inscritos de la Facultad de Letras. La falta de alumnos sentenciaba su triste final.

El colerón que se llevó Toño Azpilcueta cuando supo que nunca sería profesor en San Marcos fue de tal grado que estuvo a punto de romper en mil pedazos cada ficha y cada cuaderno que almacenaba en su maleta. Felizmente no lo hizo, pero sí abandonó por completo su proyecto de tesis y la fantasía de una carrera académica. Sólo le quedó el consuelo de haberse convertido en un gran especialista en la música y los bailes populares, o, como él decía, en el «intelectual proletario» del folclore. ¿Por qué sabía tanto de música peruana Toño Azpilcueta? No había nadie en sus ancestros que hubiera sido cantante, guitarrista ni mucho menos bailarín. Su padre, un emigrante de algún pueblecito italiano, estuvo empleado en los ferrocarriles de la sierra del centro, se había pasado la vida viajando, y su madre había sido una señora que entraba y salía de los hospitales tratándose de muchos males. Murió en algún punto incierto de su infancia, y el recuerdo que de ella guardaba venía más de las fotografías que su padre le había mostrado que de experiencias vividas. No, no había antecedentes en su familia. Él comenzó solito, a los quince años, a escribir artículos sobre el folclore nacional cuando entendió que debía traducir en palabras las emociones que le producían los acordes de Felipe Pinglo y los otros cantantes de música criolla. Tuvo bastante éxito, por lo demás. El primer artículo lo mandó a alguna de las revistas de vida efímera que salían en los años cincuenta. Lo tituló «Mi Perú» porque trataba, precisamente, de la casita de Felipe Pinglo Alva, en Cinco Esquinas, que había visitado con un cuaderno en mano que llenó de notas. Por ese texto le pagaron diez soles, que le hicieron creer que se había convertido en el mejor conocedor y escritor sobre música y bailes populares peruanos. El dinero se lo gastó de inmediato, sumado con otros ahorros, en discos. Era lo que hacía con cada solcito que llegaba a sus manos, invertirlo en música, y así su discoteca no tardó en hacerse famosa en toda Lima. Las radios y los diarios empezaron a pedirle discos prestados, pero, como rara vez se los devolvían, tuvo que volverse un amarrete. Después dejaron de molestarlo cuando cambió su valiosa colección por materiales para hacerse una casita en Villa El Salvador. No importaba, se dijo, la música la seguía llevando en la sangre y en la memoria, y eso era suficiente para escribir sus artículos y perpetuar el linaje intelectual del célebre puneño Hermógenes A. Morones, que en paz descanse.

Su pasión era intelectual, única y exclusivamente. Toño no era guitarrista ni cantante, y ni siquiera bailarín. Pasaba muchos apuros de joven con eso de no saber bailar. A veces, sobre todo en las peñas o tertulias a las que iba siempre con un cuadernito de notas en el bolsillo del terno, algunas señoras lo sacaban y él, mal que mal, daba unos pasitos con el vals, que era más bien sencillo, pero nunca con las marineras, los huainitos o esos bailes norteños, los tonderos piuranos o las polcas. No coordinaba, los pies se le enredaban; incluso se cayó alguna vez —un papelón—, y por eso prefirió cultivar la mala fama de no saber bailar. Permanecía sentado, hundido en la música, observando cómo hombres y mujeres muy distintos, venidos de toda Lima, se fundían en un abrazo fraterno que, estaba seguro, confirmaba sus más profundas intuiciones.

Aunque los intelectuales peruanos que ostentaban cátedras universitarias o publicaban en editoriales prestigiosas lo despreciaran o ni siquiera supieran de su existencia, Toño no se sentía menos que ellos. Puede que no supiera mucho de historia universal ni estuviera al tanto de las modas filosóficas francesas, pero se sabía la música y la letra de todas las marineras, pasillos y huainitos. Había escrito multitud de artículos en Mi Perú, La Música Peruana, Folklore Nacional, ese repertorio de publicaciones que llegaban sólo al segundo o tercer número y que luego desaparecían, a menudo sin haberle pagado lo poco que le debían. Un «intelectual proletario», qué remedio. Puede que no despertara el respeto y ni siquiera el interés de intelectuales como José Durand Flores (¿para qué lo estaría buscando?), pero sí el de los propios cantantes o guitarristas interesados en ser conocidos y promovidos, algo que Toño Azpilcueta se había pasado años haciendo, como testimoniaban los cientos de recortes que almacenaba en la misma maleta donde se enmohecían las notas de su tesis. En algunos de esos artículos quedaba la memoria de las peñas criollas que, como La Palizada y La Tremenda Peña, dos locales que estaban en el puente del Ejército, allá en Miraflores, habían desaparecido. Menos mal que Toño había sido testigo de esas tertulias. Frecuentaba todas las de Lima desde muy joven. Empezó con quince, cuando todavía era casi un niño, y las evocaba para que no se olvidara la importante función que habían cumplido. En ocasiones algún periodista que quería escribir una crónica de Lima lo buscaba, y entonces él lo citaba en el Bransa de la plaza de Armas para tomar desayuno. Ése era su único vicio, los desayunos del Bransa, que a veces tenía que costear pidiéndole plata prestada a su esposa Matilde.

Sus ingresos reales los obtenía dando clases de Dibujo y Música en el colegio del Pilar, de monjitas, en Jesús María. Le pagaban poco pero educaban gratis a sus dos hijas, Azucena y María, de diez y doce años. Llevaba allí ya varios años y, aunque no le gustaba enseñar Dibujo, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a la música, y por supuesto a la música criolla, con la que cumplía esa labor pedagógica fundamental que era inculcar el amor por las tradiciones peruanas. El único problema eran las enormes distancias de Lima. El colegio del Pilar estaba muy lejos de su barrio, lo que significaba que él y sus dos hijas tenían que tomar dos colectivos para llegar allí cada día; más de una hora de viaje, si no había huelgas de por medio.

A su mujer la había conocido poco antes de que ambos construyeran su casita en ese descampado enorme que por aquellos días era Villa El Salvador. Quién hubiera dicho entonces que esa barriada vería llegar a grupos de senderistas queriendo desplazar a los líderes del sector para controlar a los habitantes. Incluso a los líderes izquierdistas, como María Elena Moyano, una mujer valiente que sólo hacía un par de meses, después de denunciar la arbitrariedad y el fanatismo de los senderistas, había sido asesinada de la forma más brutal en uno de los locales del barrio. Desde que llegaron a la zona, Matilde se había ganado la vida como lavandera y zurcidora de camisas, pantalones, vestidos y toda clase de ropas, un oficio que le reportaba los centavitos que les permitían comer. La unión con Toño, mal que bien, funcionaba, si no para tener una vida intensa, al menos sí para subsistir. Habían tenido sus momentos buenos, sobre todo al inicio, cuando Toño creyó que podría compartir con ella su pasión por la música. La había enamorado enviándole acrósticos en los que plagiaba los versos más ardientes de sus valsecitos preferidos, y llegó a pensar que esas palabras que brotaban de lo más profundo de la sensibilidad popular habían doblegado su corazón. Muy pronto, sin embargo, se dio cuenta de que ella no vibraba como él con los acordes de las guitarras, ni se le entrecortaba el aliento cuando los grandes intérpretes cantaban con sus voces de terciopelo esas estrofas que hablaban de amargos sufrimientos debidos a amores mal recompensados. Convencido de que ella, en lugar de estremecerse con la música y fantasear con vidas mejores y más fraternas, se aburría, dejó de llevarla a las peñas y tertulias, y con los años empezó a hacer su vida solo, sin contarle siquiera qué hacía ni a dónde iba los fines de semana. Eran unas salidas generalmente castas, en las que se dedicaba sólo a conversar, a oír música criolla, a descubrir nuevas voces y nuevos guitarristas —todo lo anotaba con detalle en sus libretas—, y a seguir admirando a los bailarines y sus figuras alocadas. Ya no tomaba como antaño, sobre todo ahora que había cumplido cincuenta años y el alcohol le destrozaba el estómago. Apenas una mulita de pisco o —gran salvajada— de cañazo. En esos ambientes, Toño sentía ejercer su autoridad porque normalmente sabía más que los otros y, cuando le formulaban preguntas, se hacía un silencio como si las respuestas que daba fueran la voz de un catedrático en una universidad. Puede que no hubiera publicado ningún libro y que sus esmerados artículos apenas despertaran la curiosidad de unos pocos, nunca de los insignes letrados, pero en esas casonas oscuras decoradas con láminas de tapadas limeñas y réplicas de balcones, donde se palpaba el verdadero Perú, su aroma más puro y auténtico, nadie gozaba de mayor prestigio que él.

Cuando necesitaba levantarse el ánimo se decía a sí mismo que terminaría el libro sobre los pregones de Lima y se graduaría de doctor, y seguramente encontraría una editorial que quisiera pagarle la edición. Ese pensamiento —que repetía a veces como una especie de mantra— le subía la moral. Había salido a caminar por las terrosas calles de Villa El Salvador y ya veía de lejos su casa y, frente a ella, la fonda y el quiosco de periódicos de su compadre Collau. Cuando avanzó unos cincuenta metros más divisó a Mariquita, la hija mayor de los Collau, que venía a su encuentro.

—¿Qué pasa, mi amor? —dijo Toño, dándole un beso en la mejilla.

—Lo llaman por teléfono otra vez —respondió Mariquita—. El mismo señor que llamó ayer.

—¿El doctor José Durand Flores? —dijo él, echándose a correr para que no fuera a cortarse la llamada antes de que llegara a la pulpería de Collau.

—Es más difícil encontrarlo a usted que al presidente de la República —dijo una voz confianzuda en el teléfono—. Hablo con el señor Toño Azpilcueta, ¿no es cierto?

—El mismo —confirmó Toño en el aparato—. El doctor Durand Flores, ¿no? Siento mucho que no me encontrara ayer. Lo llamé, pero creo que Mariquita, la hijita de un amigo, tomó mal el número. ¿En qué puedo servirlo?

—Apuesto que no ha oído hablar nunca de Lalo Molfino —contestó la voz en el auricular—. ¿Me equivoco?

—No, no… ¿Lalo Molfino, me dijo?

—Es el mejor guitarrista del Perú y acaso del mundo —exclamó con seguridad el doctor José Durand Flores. Tenía una voz firme, compulsiva—. Llamo para invitarlo esta noche a una tertulia donde Lalo Molfino tocará. No deje de venir. ¿Tiene en qué apuntar la dirección? Será en Bajo el Puente, cerca de la Plaza de Acho. ¿Está libre?

—Sí, sí, por supuesto —respondió Toño, intrigado y sorprendido de que algún músico, supuestamente tan talentoso, escapara a su radar—. Lalo Molfino… No, nunca lo he oído. Iré con todo gusto. Dígame la dirección, por favor. ¿A eso de las nueve, entonces, esta noche?

Toño Azpilcueta decidió ir, más interesado en conocer al doctor Durand Flores que al tal Lalo Molfino, sin imaginar que esa invitación le revelaría una verdad que hasta entonces sólo intuía.

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II

Son construcciones bastante antiguas, de hace uno o dos siglos las más viejas. Los arquitectos o maestros de obras trataban de edificar viviendas para pobres o gentes con muy poco dinero, con cuartitos levantados a destajo, sin el menor cuidado, poniéndoles un techo corrido de calamina en torno a un patio en el que siempre había un caño del que salía el agua (a veces sucia), y frente al cual hacían cola los vecinos para lavarse la cara o el cuerpo (si eran limpios) y llenar baldes o botellas de agua fresca con la que lavar la ropa y cocinar.

Ni qué decir que los famosos «callejones» de Lima solían ser, entre otras cosas, verdaderos hervideros de ratas, un serio problema para quienes sufren y padecen con esos repugnantes animalitos. Hay una descripción muy famosa de los callejones de Lima de ese gran criollo que fue Abelardo Gamarra, el Tunante, del año 1907, en la que se observa el daño espiritual y físico que producían esos protervos especímenes.

Existían probablemente desde la colonia los más antiguos callejones, es decir los de Malambo y Monserrate, pero a principios del siglo XIX, cuando el general San Martín proclamó la República, aparecieron seres humanos por todo el centro de Lima, y casi en todos los barrios, sobre todo en el Rímac, Bajo el Puente y Barrios Altos. La capital del Perú se llenó de personas sin recursos, que venían a instalarse en la ciudad principal pues allí era más fácil conseguir un trabajo que en provincias, aunque fuera como cocineras, porteros, guardaespaldas y sirvientes. Los envidiosos decían que los callejones también se llenaron de malhechores y gentes de mal vivir de la vieja Lima, pero exageraban un poco.

Casi todos los barrios del centro de la capital, o en todo caso los más antiguos, tenían callejones, esa colección de cuartitos alrededor de un patiecillo que los dueños alquilaban o vendían a las familias, y en los que se instalaban varias personas —los padres y los hijos y los advenedizos, por descontado—, durmiendo a veces con los colchones en el suelo, o, los de mejores ingresos, en camas camarote, de dos o hasta tres piezas, que a veces fabricaban los mismos vecinos con palos, maderas y escalerillas. Era difícil entender que en esos cuartuchos miserables, aunque dignos, se acomodara tanta gente, desde los abuelos y bisabuelos hasta los más pequeños. Nicho de palpitaciones populares, también eran un lugar de infausto hacinamiento, que favorecía las pestes y que periódicamente causaba estragos entre la población que allí vivía.

Nadie iba a imaginar que esos callejones serían, antes que ningún otro, el lugar donde encontrarían hogar las músicas populares peruanas, sobre todo el vals, que se tocaba y cantaba al natural, sin micro por supuesto, sin escenarios para la orquesta ni pistas de baile. Porque allí se celebraban las famosas jaranas —la palabra había nacido con esa música, sin duda—, y se bailaba la zamacueca, y después la marinera y el valsecito, en esas locas trasnochadas que, enardecidas por el pisco puro, el cañazo de la sierra y hasta el buen vino que venía de los lagares de Ica, duraban a veces hasta dos o tres días, mientras aguantara el cuerpo. ¿Cómo lo hacían padeciendo raquitismo económico los habitantes de los callejones? Misterios y milagros de la pobreza peruana.

Allí, en los callejones, nacieron los primeros grandes guitarristas y cajoneadores del Perú, así como los mejores bailarines de valses, huainitos, marineras y resbalosas. Mientras las señoritas de buena familia tomaban clases de baile con sus profesores, que eran generalmente negros, las parejas de intérpretes, por ejemplo los célebres Montes y Manrique, Salerno y Gamarra o Medina y Carreño, animaban esas noches crudas del invierno limeño y se refrescaban en el verano, donde variaban sólo los atuendos y las dosis de alcohol con que se brindaba. Hombres y mujeres eran felices, pero morían jóvenes, y a veces debido a las pestes estrafalarias que acarreaban en sus patitas repugnantes, en sus trompas insanas, en su pelaje grasiento y mefítico las asquerosas ratas que anidaban en las grietas de Barrios Altos.

Además, en los callejones se criaba la gente de buena vecindad, que se amistaba mutuamente, en las enfermedades y en la vida cotidiana, prestándose cosas, ayudándose, celebrando los nacimientos de los nuevos vecinos, invitándose, hasta crearse un tipo de compañerismo estimulado por lo precario de esas vidas sin futuro. En Lima eran famosos los callejones por la facilidad con que nacían esos vínculos, algo que por lo general no existía entre los que vivían mejor que aquellos pobres. Y por eso los callejones y la música criolla resultaron inseparables para los cerca de setenta mil limeños (llamémoslos así) que allí residían, aunque la mayoría de los «callejoneros» venían de todos los pueblos del interior del Perú.

Había callejones en toda Lima, pero los negros (o morenos), muchos de ellos esclavos emancipados o prófugos, tenían los suyos siempre en Malambo, donde se habían rejuntado sus familias. En aquel lugar de lujurioso nombre, las jaranas eran las más famosas, por los zapateados, las magníficas voces, los buenos guitarristas y porque allí estaban los mejores artistas de ese instrumento, el cajón, que inventaron los pobres y que fue el más audaz e ingenioso de los instrumentos que idearon los peruanos para acompañar los valsecitos. Y porque lo asiduo de los asistentes a esas jaranas solía hacerlas durar muchas horas, y a veces días, sin que nadie se despidiera a descansar. El gran compositor nacional, Felipe Pinglo Alva, asistió muchas veces a esas fiestas que animaban los callejones de Lima, pero se retiraba temprano —bueno, eso de temprano es un decir— porque tenía que ir al día siguiente a trabajar. Decían de él que llegó a componer más de trescientas piezas antes de morir.

Quién hubiera pensado que los callejones de Lima serían el mundo natural de esta música, que allí florecería y poco a poco iría empinándose en la vida social hasta ser aceptada por la clase media y, más tarde, incluso adentrarse en los salones de la nobleza y de los ricos, llevada por la gente joven, que, de forma natural, iba sintiendo la música española algo anticuada y aburrida, sobre todo comparada con la peruana y estas letras con tantas referencias al mundillo y las costumbres locales. Cuando la música criolla cundió, desaparecieron los profesores de baile, que se vieron en la disyuntiva de cambiar de oficio o morir de hambre.

Los callejones de Lima fueron la cuna de la música que, tres siglos después de la conquista, se podía llamar genuinamente peruana. Y ni siquiera hay que decir que el orgulloso autor de estas líneas la considera el aporte más sublime del Perú al mundo. En los callejones había ratas, pero también música, y una cosa compensaba la otra.

Antes de que se construyeran los callejones, Lima se divertía también gracias a los carnavales o carnestolendas, en los que el agua corría de un confín al otro de la ciudad, empapando a los transeúntes, que, a menudo, se ponían a jugar con los muchachos callejeros, mojándose también. Pero además de los carnavales estaban las retretas, que llenaban las calles celebrando los cumpleaños de las novias, los padres, los hermanos y los amigos, y que colmaban la noche limeña de voces y guitarras. O sea que, antes de que naciera la costumbre de subir a la cuesta de Amancaes, los limeños se solazaban de variada manera, y quizás la mayor fuente de júbilo fuese el Baile de los Diablitos, del que no queda rastro pese a haber sido, según amanuenses y cronistas, muy popular en su momento.

¿Qué clase de ciudad era la Lima de entonces? En su simpático libro El Waltz y el valse criollo, de 1977, César Santa Cruz Gamarra, el famoso decimero, recuerda que en el año 1908 se realizó un censo en la capital del Perú que dio unos 140.000 habitantes en Lima, distribuidos, según la clasificación de aquel tiempo, de esta manera: la población blanca, 58.683 habitantes; mestiza, 48.133; india, 21.473; negra, 6.763; y amarilla, 5.487. Es decir, se trataba todavía de una sociedad pequeña, donde coexistían en el prejuicio blancos e indios, negros y los pocos amarillos, y donde, nos afirma Santa Cruz Gamarra, el instrumento musical más popular era el rondín, aparte del silbido, que los limeños practicaban a voz en cuello por las calles mientras corrían. Porque las carreras eran el deporte más popular, al alcance de todo el mundo. Ya en ese momento el vals y las marineras comenzaban a reemplazar a la zamacueca como la música más oída, según las retretas que comenzaron a ofrecer las bandas militares en las plazas de la ciudad y que eran otra diversión para el público limeño.

En aquellos años, inicios del siglo XX, un dúo célebre, el compuesto por Eduardo Montes y César Augusto Manrique, fue contratado por la casa Columbia Phonograph Company para ir a Nueva York a grabar discos con las canciones nacionales. Grabaron, entre otras cosas, muchos tonderos y resbalosas, por lo que la prensa local los felicitó efusivamente.

El espacio de la capital del Perú era entonces, también, muy pequeño. No existían la Colmena, ni la plaza San Martín, ni el Parque Universitario. No habían proliferado los barrios periféricos por la falta de transporte. Pero en esa ciudad pequeñita todavía estaba produciéndose acaso el más extraordinario fenómeno social: la aparición del vals peruano, que iría a imponerse en pocos años como la música nacional más representativa del conjunto de la sociedad. Los valses reemplazarían a todas las músicas que se disputaban los favores de la gente y se irían implantando de manera natural, sin que nadie lo decidiera ni propiciara, salvo la afición de la inmensa mayoría de nuestros orgullosos compatriotas.

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