Trayéndolo todo de regreso a casa

Patricio Pron

Fragmento

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Nota

Escribí los relatos reunidos en este libro entre los años 1990 y 2020, un período que parece haber sido excepcionalmente productivo y que, sin embargo, no estuvo exento de dificultades. «Brüder Karamazov» y «Mitad del caballo en el parqué» fueron publicados por primera vez en Rosario/12 (Argentina). «Incomprensión de la máquina», «Gombrowicz» y «Mineros» aparecieron en otros sitios antes de integrar hombres infames (Rosario: Bajo la luna, 1999). «El relato de la peste» y «Alemania, provincia de Salta», por su parte, eran inéditos hasta su inclusión en esta selección; el último es el producto de una breve sesión de escritura en un taller de dramaturgia a cargo de José Sanchis Sinisterra. «El perfecto adiós» fue premiado en la quinta edición del Concurso Nacional de Jóvenes Narradores Haroldo Conti (1999) y publicado en el volumen que reunía los relatos ganadores, así como en la antología de ese premio coeditada por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, la Universidad de Quilmes y Página/12; pese a ello, no formó parte de El vuelo magnífico de la noche (Buenos Aires: Colihue, 2001), donde sí fueron publicados el relato homónimo, «La ahogada», «Las lenguas que hablaban» —con el título de «Los huérfanos»— y «Los peces más grandes». «La ahogada» apareció también en Cuentos argentinos (una antología), de Eduardo Hojman (Madrid: Siruela, 2004).

«El cerco» fue publicado inicialmente en la revista Madriz y en el suplemento Verano/12 de Página/12, y más tarde en la edición argentina de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (Buenos Aires: Literatura Mondadori, 2011), al igual que «Tu madre bajo la nevada sin mirar atrás», «Exploradores del abismo» y «Las ideas», que también formaban parte de la edición española de ese libro. «Exploradores del abismo» fue antologado por Juan Terranova en Hablar de mí (Madrid: Lengua de Trapo, 2009) y «Tu madre bajo la nevada sin mirar atrás» apareció en la antología de Gloria Lenardón y Marta Ortiz Mi madre sobre todo (Rosario: Editorial Fundación Ross, 2010); también fue publicado por Etiqueta Negra (2009) y por The Atlantic (2011), en este último caso en traducción de Mara Faye Lethem. «Es el realismo» obtuvo por su parte el Premio Juan Rulfo de Relato (2004), que otorgaban Radio Francia Internacional, Instituto Cervantes, Casa de América Latina, Instituto de México y Unión Latina, y también fue incluido en la edición española de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan. «La cosecha» fue publicado inicialmente en la revista Eñe (2008) y más tarde en Zoetrope-All Story (2009) en traducción de Janet Hendrickson. «Las ideas» también fue traducido y apareció primeramente en The Paris Review (2009) y después en The Best American Nonrequired Reading editado por Dave Eggers (Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt, 2010) en traducción de Mara Faye Lethem; antes lo había hecho en Letras Libres (2008). «Un jodido día perfecto sobre la Tierra» fue publicado en la edición española de la revista Granta (2009) y después en La vida interior de las plantas de interior (Barcelona. Literatura Mondadori, 2013) al igual que «Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido», «Diez mil hombres» y «Algunas palabras sobre el ciclo vital de las ranas»; este último, también publicado en Granta (2010). «Diez mil hombres» vio la luz en Letras Libres (2012), así como una primera versión de «El peso de la noche» (2015) y «Decir que entendemos algo sería una exageración por nuestra parte» (2019), incluidos en la tercera parte de este libro. (Varios de esos relatos aparecieron también en revistas y periódicos como The Guardian, Conjunctions, The Michigan Literary Review, Guernica Asymptote; en la mayor parte de los casos, en traducción de Kathleen Heil.) «Salon des refusés», «Un divorcio de 1974», «La bondad de los extraños», «La repetición» y «Éste es el futuro que tanto temías en el pasado» pertenecieron a Lo que está y no se usa nos fulminará (Barcelona: Literatura Random House, 2018). (Quizá sea pertinente recordar aquí que las vacilaciones del narrador de «Salon des refusés» están inspiradas en los relatos de Stephen Dixon. El título del relato «Éste es el futuro que tanto temías en el pasado» es una paráfrasis de un pasaje decididamente mejor de El fondo del cielo, la novela de Rodrigo Fresán, y la frase en torno a las cosas que están tan mal es traducción de una del escritor argentino Osvaldo Soriano; el relato en el que se incluye, «La repetición», abreva de las fuentes de la nouvelle de Mercedes Cebrián «Qué inmortal he sido» y, por supuesto, de la novela de Adolfo Bioy Casares El sueño de los héroes.)

«Índice de primeras líneas ordenadas alfabéticamente», publicado por El Malpensante (Colombia), «Decir que entendemos algo sería una exageración por nuestra parte», «El peso de la noche» —con sus deudas más que evidentes con Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Wolfgang Koeppen y Martin Rowson, que me alegra mucho poder saldar aquí— y «Un reino siempre demasiado breve» —este último, escrito a pedido de El País Semanal— eran inéditos en libro hasta este momento, y tres nuevos cuentos —«Una forma de retorno», «Das Verschwinden des Andrea Robbis» y «El accidente»—, que son un intento personal de responder a la pregunta de qué y cómo escribir acerca de la pandemia y la situación actual sin resultar redundante, nunca habían aparecido hasta este momento. «Trae sangre, es rojo/El decálogo», algo parecido a un cuento que no lo es —cuyo título es una cita de un poema de Carlos Ríos y cuya intención es apuntar a un cierto tipo de literatura que se enfrente a la convención, que sea, si no abiertamente experimental, poco convencional, y que no se centre en lo que algunos consideran que debe hacerse sino en lo que todavía es posible hacer—, también permanecía inédito.

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Todos los relatos han sido reescritos o al menos rigurosamente corregidos con la finalidad de ofrecer al lector las que hoy creo que son sus mejores versiones, y aparecen aquí en orden cronológico para que el lector determine —si lo desea— si se ha producido algún tipo de progresión en mi trabajo durante este período, y para poner de manifiesto las continuidades que los caracterizan pese a los cortes en mi biografía; en ese sentido, parece posible organizarlos en torno a tres ejes: (1a) el período de la existencia como escritor inédito («Brüder Karamazov», «Mitad del caballo en el parqué», «Incomprensión de la máquina», «Gombrowicz», «Mineros»), (1b) los esfuerzos en relación con un segundo libro («El relato de la peste», «Alemania, provincia de Salta», «El perfecto adiós», «El vuelo magnífico de la noche», «La ahogada», «Los peces más grandes» y «Las lenguas que hablaban»), (2a) la estancia alemana («Es el realismo», «Las ideas», «Tu madre bajo la nevada sin mirar atrás», «Exploradores del abismo» y «La cosecha») y (2b) los primeros diez años en España («Un jodido día perfecto sobre la Tierra», «Como una cabeza enloquecida vaciada de su contenido», «Diez mil hombres», «El cerco», «Algunas palabras sobre el ciclo vital de las ranas», «La bondad de los extraños», «Un divorcio de 1974», «Salon des refusés», «La repetición» y «Éste es el futuro que tanto temías en el pasado»). «Trae sangre, es rojo/El decálogo» (ex nunc) sería el momento de la comprensión de algo hasta entonces sólo intuido, así como un intento —más honesto de lo que parece, aunque también inspirado en una belicosidad que tiene como único objeto la convención literaria— de responder a los pedidos habituales de prescripción y socorro. «Decir que entendemos algo sería una exageración por nuestra parte», «El peso de la noche», «Una forma de retorno», «Das Verschwinden des Andrea Robbis» y «El accidente» y los otros relatos publicados por primera vez aquí en un libro son el resultado de ese momento de comprensión y señalan un giro conceptual y unas direcciones posibles, a recorrer más adelante (3); hacerlo dependerá, como siempre, de cerrar algunas puertas para abrir otras, y eso es lo que hacemos con esta cuarta edición de Trayéndolo todo de regreso a casa tras las de El Cuervo (La Paz, 2011), Puntocero (Caracas, 2013) y Los Tres Editores (San José de Costa Rica, 2019). De a ratos, la experiencia de devolverles a estos relatos un carácter provisional que la publicación en libro podría parecer haberles quitado, trayéndolas de regreso al ámbito de lo incierto y de lo indefinido del que surgieron y en el que tal vez encuentren mejor acomodo que en el de lo definitivo y clausurado, adquirió la forma de un acto violento perpetrado a oscuras, como intentar corregir los textos de un escritor cuyos intereses y motivaciones —y, por lo tanto, su idea de qué es un buen relato y cómo escribirlo— fuesen desconocidos para mí; como esto me resultó especialmente claro en los relatos más antiguos —es decir, los escritos entre 1990 y 1999—, no he introducido prácticamente ningún cambio en ellos: pertenecen a alguien que ya no soy yo, y quizá el lector decida que ese escritor era mejor que el que soy ahora: en reconocimiento de aquel escritor, prometo no quejarme si eso sucede.

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Al publicar estos relatos aquí me propongo hacer accesible un material disperso y en algunos casos inconseguible, pero también satisfacer mi deseo de corregir el pasado. Naturalmente, no sólo los relatos que he escrito en él requerirían una corrección sino también el pasado mismo, pero desconozco cómo hacer esto último. Muchas gracias a todos aquellos que contribuyeron a la publicación de estos cuentos allí y entonces y en esta ocasión, especialmente a Guillermo Lanfranco, Horacio Vargas, Elvio E. Gandolfo, Rodolfo Enrique Fogwill (†), Andrés Moguillanes, Rodrigo Fresán, Daniel Abba, Marcelo Panozzo, Melanie Josch, Glenda Vieites, Juan Ignacio Boido, Andrés Ramírez, Vicente Undurraga, Ángels Balaguer, John Freeman, Camino Brasa, Raffaella De Angelis, Karim Ganem Maloof y Harold Muñoz, Amelia Castilla, Juan Terranova, Burkhard Pohl, Eduardo Hojman, Fernando Barrientos, Ulises Milla, Jochen Vivallo, Alberto Calvo, Luis y G. A. Chaves, Dave Eggers, Mónica Carmona, Claudio López Lamadrid (†), Mara Faye Lethem, Kathleen Heil, Marco Avilés, Julio Trujillo, Ramón González Férriz, Daniel Gascón, Juan Cruz Ruiz, Iker Seisdedos, Javier Rodríguez Marcos, Miguel Aguilar, Eva Cuenca, Alfonso Monteserín, Melca Pérez, Carlota del Amo, Blanca Establés, Juan Villoro, Alan Pauls, Graciela Speranza, Victoria Torres, Wolfram Nitsch, Elena Abós, Henriette Terpe, Dunia Gras, Fabio de la Flor, Raúl Zurita, Félix de Azúa, Álvaro Ceballos Viro, Valentín Roma, Vicente Verdú (†), Carolina Reoyo, Pilar Álvarez, Pilar Reyes, Claudia Ballard, Laura Bonner y todo el equipo de William Morris Endeavor Entertainment. Este libro también es para Giselle Etcheverry Walker («Ah, but I was so much older then / I’m younger than that now»).

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Brüder Karamazov

Una vez más, la actuación del Circo de los Hermanos Karamazov en la ciudad ha culminado de una horrible y trágica manera. / Quienes no estén familiarizados con él deben saber que el Circo no sólo es el más antiguo y el más ostentoso del país, cosa que salta a la vista cada vez que sus carromatos, pintados con estilizadas letras doradas, atraviesan las calles de cualquier localidad cegando a los curiosos y a los descuidados —que abandonan el mundo de los que pueden ver con una imagen al tiempo bella y aterradora—, sino, a la vez, el mejor, y quizá el último de una larga tradición de espectáculos itinerantes. Sus artistas son los descendientes de quienes fundaron el Circo hace casi ciento treinta años con el nombre de Zirkus der Brüder Karamazov y crearon el escudo que lo identifica, una mano de mortero sobre un fondo de franjas horizontales de cerúleo y blanco; pero existe una diferencia sustancial entre ellos y sus predecesores, y es que son, por así decirlo, inferiores en casi todos los aspectos. Las proezas llevadas a cabo por Dmitri e Iván, por Alekséi y por Pável, recordadas aún por los más viejos con una memoria estremecida, no han podido ser superadas por sus modestos sucesores; con ellos, un arte perfecto y antiguo se extinguió con toda seguridad: ya nadie asciende a la silla con los ojos cerrados, ya nadie resuelve una ecuación propuesta por el público, ya no hay quien pueda desplumar una gallina en apenas un minuto, ya nadie interpreta el aplauso de una sola mano. Estas pruebas, que tanto contribuyeron al éxito de los hermanos Karamazov en el pasado, han sido reemplazadas por otras a la altura del talento de los artistas actuales, sin que, curiosamente, el entusiasmo de los espectadores haya disminuido siquiera un poco: por contra, cada exhibición del Circo suele dejar un tendal de niños muertos, caídos imitándolos. / Sobre la supuesta responsabilidad de los artistas en estas muertes, acerca de la que tanto se ha discutido en los círculos de especialistas, quizá debieran decirse dos cosas llegado este punto: por una parte, que los niños poseen un deseo simiesco de imitarlo todo que está en el origen de estas catástrofes y de otras similares y que no puede ser combatido; por otra, que muchos son incentivados a imitar a los artistas por sus propios padres, quienes suponen fáciles las pruebas o desean desprenderse de ellos. La culpabilidad de los integrantes del Circo de los Hermanos Karamazov debería ser, por lo tanto, desmentida: no son ellos los culpables de la mortandad infantil que dejan a su paso, sino sus víctimas, de la imitación y, en realidad, de una falta de talento innata e irreversible, que rodea a todas sus pruebas del aire de torpeza que estimula la imitación y, con ella, las muertes y el escándalo. / Cuando un niño revive una de las pruebas que ha visto en el Circo, asimila y reproduce también las condiciones materiales que llevaron a la concepción de esa prueba, y el tiempo y el esfuerzo que contribuyeron a su realización, de manera que, cuando muere —y esto está dicho para quienes califican esas muertes de «prematuras»—, lo hace tras la adquisición de unos conocimientos que son los de toda una vida, en una forma singularísima de aceleración del tiempo y de apropiación de la experiencia de una vida; que esa vida no haya sido vivida precisamente por el niño, sino por quienes lo precedieron y concibieron la prueba, aporta poco o nada a una discusión tal vez fútil y ya anticuada, puesto que la última actuación del Circo en la ciudad no ha dejado víctimas entre los niños sino entre los propios artistas. / Los tristes hechos que culminaron en la que ha sido —y préstese atención al adjetivo— la última función del Circo de los Hermanos Karamazov tuvieron lugar pocos minutos antes de la hora prevista para el inicio de su espectáculo, cuando un cuidador cuyo nombre no ha sido revelado se apresuró a advertir a las autoridades de que los animales habían amanecido muertos por causas desconocidas; obligados a prescindir de su actuación, que era uno de los principales atractivos del espectáculo, y forzados por un público impaciente, y culpable en buena medida de los hechos posteriores, que batía palmas y golpeaba con los pies el suelo de las tribunas de madera para exigir el comienzo de la función, los artistas resolvieron representar ellos mismos el papel de los animales en la esperanza de que «hacer de ellos» reemplazara el exhibirlos. A esta decisión, desde todo punto de vista errónea, le sucedió la lógica partición de los papeles, que fue ardua y generó gritos y amagos de abandonar el Circo por parte de los artistas que consideraban que interpretar a un cerdo era menos honorable que actuar de león, aquellos a los que el animal asignado les producía temor —como sucedía con los que tenían que interpretar a las serpientes, de pésima reputación en las artes escénicas— y los que —como en el caso de los intérpretes de jirafas y peces, que no emiten sonidos— se quejaron de que no se les había dado ningún parlamento. / Los gritos de los espectadores y los reclamos airados de que se devolviera el dinero acabaron con las últimas objeciones, sin embargo; la falta de tiempo para confeccionar los disfraces hizo el resto: los artistas decidieron actuar completamente desnudos, dejando la caracterización de cada animal librada a sus dotes histriónicas; como éstas eran nulas, el público asistió a una puesta en escena sin sentido: dos hombres desnudos saltaban enormes aros y se esforzaban por mover colas inexistentes; otro corría a cuatro patas y relinchaba destrozándose la garganta; un hombre y una mujer enorme copulaban bajo la atenta mirada de los niños más informados y la de aquellos con los que aún se tenía una conversación pendiente; un actor minúsculo subía y bajaba de un banco redondo y caía de bruces cuando saltaba sobre una pelota; otro exhibía un cuerpo cosido a cicatrices pero sin ninguna raya. La reacción de los espectadores, en su perplejidad, resultaba difícil de comprender para los artistas, quienes, movidos tal vez por la necesidad de impresionar a un público al que, erróneamente, consideraban frío —o llevados por una entrega que los honraría de poder atribuírseles con seguridad—, comenzaron a matarse entre sí. El orden de las muertes fue, aunque precipitado, riguroso, y tuvo la lógica de un sueño: Januario Karamazov mató a Isolda Karamazov durante la cópula; Ingenio Karamazov desistió de fingir ser un tigre y mató a Astor Karamazov antes de ser aplastado por Dumbo Karamazov; los payasos, que hasta entonces habían permanecido a un costado moviendo colas que, lo hemos dicho, no existían, estaban repartiéndose el cuerpo de Isolda Karamazov cuando fueron muertos por Januario y por Dumbo Karamazov; Liberto e Ícaro Karamazov se lanzaron a continuación sobre Januario Karamazov, pero éste dio cuenta de ellos un momento antes de caer bajo Dumbo Karamazov; Dumbo, herido, tuvo tiempo aún de matar a su hijo y a Liberto Karamazov antes de morir. / Ninguno de los artistas pudo cobrar el premio de los aplausos del público, que caía desde todos los rincones de la carpa como no sucedía —sostienen algunos— desde los tiempos de los primeros Hermanos, pero puede que alguno de ellos haya llegado a percibir —por decirlo así, en el último suspiro— que entre los espectadores reinaba un sentimiento de temor y de maravilla que no iba a disiparse cuando abandonaran el Circo y volvieran a sus tareas. Quizá alguno de ellos haya visto, también, que los niños pedían a sus padres ser golpeados para no olvidar jamás ese día.

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Mitad del caballo en el parqué

Ningún idiota puede mirar de esa manera. Sólo un ángel o un santo.

HENRY MILLER, Primavera negra

Se sorprendió preguntándose de quién era la sangre que le manchaba las manos, si de ella o de aquel hombre. Muy lentamente, como si lo viera todo a través de un vidrio esmerilado —aunque, desde luego, pensó de inmediato, los vidrios esmerilados no demoran la visión de un objeto, sino sólo su comprensión—, la mujer comenzaba a recordar. Una escena en un taxi, que había tomado en un punto lejano de la ciudad sin reparar en que no llevaba dinero. Un taxista, en el interior del taxi y luego fuera de él, gritando. Su amigo, de pie, a punto de entrar en el restaurante en el que se habían citado. Un deseo de llorar o de romper algo. Un gesto del amigo, que había levantado los brazos en dirección a ella como si quisiera atraparla en ellos. Un vidrio que estallaba. Más gritos y una mano que la había tomado de atrás y había comenzado a tirar de ella, y la voz del taxista, que tronaba: «¿Es tuya? ¿Es tu mujer? ¡Llevátela! Oíste, llevátela. No la quiero ver más en mi vida». / Mientras corrían por las calles escapando del taxista, después, ella había pensado, ¿Qué diría Kandinsky de todo esto?, pero era una pregunta tonta, apenas algo con que distraerse un poco para dejar de tener miedo, porque el pintor no estaba allí para responderle. Un momento después, ella pensó en Henry Miller, y se preguntó, ¿Qué diría Miller, Henry, de todo esto? Que es mejor que leer a Virgilio. La frase, supuso, estaba cargada de un significado que al propio Miller —que además de un místico era un vitalista— le sonaría ridículo, y entonces se preguntó si Henry Miller rompía taxis y se respondió que podía ser, y que tal vez ésa fuese la razón por la que el escritor estadounidense había vivido ochenta y nueve años, y luego imaginó su vida como una delgada línea roja que iba de un punto a otro, como suele pasar con todas las vidas, y vio que ella misma, sin saberlo, había trazado ya esa línea con sangre sobre el parqué; supuso que el parqué era el del apartamento de su amigo y se dijo que tenía que marcharse. / «Me voy», dijo en voz alta, y se quedó quieta. Recordó entonces a Henry Miller, sentado en una habitación parisina dibujando un caballo etrusco, y casi sin querer comenzó ella misma a dibujar uno. Empezó por las patas y siguió con los cuartos traseros, de manera que el caballo estuviera en parte quieto y en parte en movimiento: su parte trasera estaría galopando; la otra, que aún no había dibujado, seguiría inmóvil, como si el caballo fuera dos caballos o tuviera, como ella, una naturaleza dual compuesta de introspección y euforia, violencia y serenidad. Entonces pensó en el caballo lituano del barón de Münchhausen, el triste caballo del barón que, en un ataque a los turcos, fue cortado por la mitad; su parte delantera permaneció del lado de, o bajo, el barón, y la otra trotó hasta un campo cercano donde comenzó a copular con las hembras. A los nazis les hubiera gustado esta historia, pensó ella; sobre todo porque la descendencia del medio caballo del barón de Münchhausen resultó finalmente estar compuesta de medios caballos como su padre: quizá ella también y todo lo que ella era y todo lo que podía llamar su «identidad» —mujer, periodista, judía, lectora de los alemanes y experta en arte— estaban, por su parte, incompletos, con un tipo de carencia que podía atribuir a alguno de esos aspectos o quizá a su combinación o tal vez a algo más concreto y, al mismo tiempo, sencillo: la vida en una ciudad que no comprendía, en la ciudad capital de un país que era el suyo pero que no le importaba. / La mitad del caballo sobre el parqué había comenzado a adquirir forma, aunque no de caballo: sin pensar en ello, sin darse cuenta, le había dibujado un miembro excesivo que lo volvía irreal. No sabía cómo quitar la sangre, cómo borrarlo; se dijo que la mancha no saldría más, y se avergonzó y pensó que tendría que explicárselo a su amigo cuando regresara: ella sólo había querido dibujar el caballo que Henry Miller había pintado en una habitación parisina para no estar sola y como obsequio al amigo que siempre solía ayudarla cuando las cosas se torcían; pero, en cambio, había creado un monstruo incompleto o una aberración, a medias entre lo animal y lo humano. Si lo hubiera completado, no habría tenido manera de sacarle del belfo la sonrisa de escolar ni los ojos llenos de angustia que, inevitablemente, habría acabado dándole, ni —se sonrió— una crin que habría sido igual a su cabello, desgreñada y roja. Soy el caballo, pensó; después dijo, en voz alta: «Soy el caballo, yo soy el caballo», y estuvo repitiéndolo como un mantra absurdo hasta que la puerta de la habitación se abrió y entró su amigo con una bolsa con desinfectante y vendas; sonreía estúpidamente, como si quisiera fingir que no había sucedido nada en absoluto. «No ha sucedido nada en absoluto», le dijo ella. Él asintió; se sentó a su lado y le pidió que extendiera las manos. «¿De quién es esta sangre? ¿Es mía o de aquel hombre?», le preguntó ella, pero su amigo no respondió nada y comenzó a limpiarle las muñecas. Ella miró la mitad del caballo en el parqué y se dijo que tenía que marcharse y que su amigo limpiaría la mancha del suelo un minuto después y se acabarían así el caballo etrusco que había pintado Henry Miller y el caballo incompleto de Münchhausen. Entonces dijo: «Déjalos un momento más, que sus hijos, su descendencia, van a ser también incompletos, como nosotros, y sufrirán y se sentirán quebrados, como nosotros, pero al menos no estarán solos». Su amigo había salido ya de la habitación, sin embargo, y no podía escucharla.

libro-6

Incomprensión de la máquina

Ahora, a bordo, sólo vive la campana.

MAX AUB, «Geografía»

1. Cuando se detuvo frente a la casa, el sol brillaba sobre la superficie del mar como una moneda que alguien hubiese arrojado a él pidiendo fortuna y, sin embargo, nunca hubiera acabado de caer y tal vez sólo hubiese traído desgracia. El motor del Chevy parecía estar a punto de fundirse en cualquier instante, pero había superado sin inconvenientes el largo viaje a Madryn; un viaje que, pensó Aguirre, quizá no tuviera ningún sentido. Las conversaciones con la mujer que lo había llamado varias veces al periódico en las últimas semanas y decía llamarse «María» —sólo porque, según decía, María era un nombre corriente y que él podría recordar, a diferencia de su nombre verdadero— y le contaba la historia del Inventor que había aparecido durante una tormenta y la de la Máquina nunca le habían dado la impresión de poder ofrecerle una excusa para el combustible empleado ni la reparación del motor del Chevy ni el artículo —sin interés, inevitablemente— que tendría que escribir para el periódico cuando regresara, a manera de justificación. Aguirre observó el mar frente a él y el sol y luego bajó del coche y caminó hasta la casa y golpeó la puerta con la palma de la mano abierta.

2. La puerta se entreabrió después de unos minutos y a través de ella se asomó una mujer que lo contempló con una mirada exenta de curiosidad; en la oscuridad a su espalda Aguirre consiguió ver los primeros muebles de la casa, inidentificables y dispuestos de acuerdo con una lógica incomprensible: cuando la mujer finalmente habló, su voz sonó diferente a la que él creía recordar de las llamadas al periódico, más distante, como si fuese en ese momento que él hablaba por primera vez con la mujer, y no antes, y todavía tuviera que hacerse a ella.

3. «Yo soy María», dijo la mujer, y ordenó: «Pase». Aguirre entró a la casa y pensó que parecía detenida en mitad de unas reformas. «Usted vino a ver la Máquina», lo interrumpió la mujer. «Yo se la voy a mostrar. Usted la va a ver pero no lo va a poder contar en su periódico. Ya va a ver que no lo va a poder escribir, y no porque yo se lo impida», agregó, «sino porque no la va a poder entender, o porque, entendiéndola, no va a conseguir que otros lo hagan también». / Aguirre no le respondió. La mujer comenzó a caminar por un pasillo estrecho y sin ventanas, y le hizo una seña para que la siguiera; la casa estaba conformada por habitaciones circulares que se comunicaban entre sí y anunciaban una estructura general también circular, o por lo menos eso es lo que le pareció a Aguirre, que la siguió pensando que la mujer pretendía desorientarlo para que él no supiese nunca en cuál de las habitaciones estaba la Máquina, para que no se atreviera a regresar alguna vez por su cuenta o para que supiera que no podría salir de la casa sin su ayuda. La mujer quitaba a su paso sin voltearse unos trozos sucios e irregulares de tela que ocultaban los aparatos; al ser revelada, cada máquina daba la impresión de ser una continuación de la anterior y, al mismo tiempo, un adelanto de la que la seguía, como si cada una de ellas hubiera sido el borrador de un artefacto mayor o más complejo que aún esperaba por ellos en alguna de las habitaciones.

4. «Él llegó durante una tormenta», comenzó a contar María. «Unos que estaban pescando lo vieron braceando entre las olas, altas, lejos de la costa. Pensaron que debía de haberse caído de un barco. Lo rescataron. Y como no sabían qué hacer con él, que ni siquiera hablaba el idioma, se lo trajeron a mi padre, que era maestro. Hacían apuestas sobre si era turco o qué, pero nadie pudo cobrar esas apuestas nunca porque jamás conseguimos averiguarlo.»

5. Mientras la mujer hablaba, Aguirre se detuvo frente a uno de los modelos de la Máquina; pese a estar completamente destruido, el aparato exhibía una complejidad que lo llevó a pensar que se trataba de la última de las versiones de ella, de su ejemplar más logrado, y se lo señaló a María. «¿Es ésta?», preguntó. María sonrió, pero se corrigió de inmediato, como si temiera que su sonrisa fuera a ofenderlo. «No. Ésa es una de las primeras que hizo, por el veintidós más o menos», le respondió. Aguirre no dijo nada. La mujer continuó su historia: «Con el tiempo pudo entenderse con los pescadores con gestos y con unos sonidos que eran como los chillidos de las gaviotas. Al final sólo hablaba con dibujos, pero esos dibujos no los entendía nadie. Sólo yo, que entonces era una adolescente; cuando dibujaba un barco, no parecía un barco, más bien un sombrero o un gato acostado. Pero era un barco. No había explicación. Para mí y para él era un barco. Por eso íbamos juntos a todas partes: cuando quería decir algo, lo dibujaba en una libreta y yo lo traducía. Lo raro es que no había relación entre lo que dibujaba y lo que quería, pero aun así nos entendíamos. Él dibujaba, por ejemplo, el sol, y yo le preparaba algo de comer, porque para él y para mí el sol era la comida, de la misma forma que el sombrero era el dolor y la enfermedad, el teléfono».

6. Mientras atravesaban sus habitaciones, la casa parecía iluminarse como si en su interior estuviera produciéndose un segundo amanecer; al ser contempladas bajo esa nueva luz, que daba la impresión de provenir de todas partes al tiempo que de ninguna, las máquinas podían inducir a pensar que, de hecho, eran pasmosamente simples: algunas de las últimas parecían tenedores y cucharas de uso diario, pero, cada vez que Aguirre quería confirmar que se encontraba ante simples objetos cotidianos, al extender una mano y tocarlas, descubría que todas tenían una pequeña puerta lateral detrás de la cual había un nudo de pequeños engranajes, cables y manivelas. Cuando esto sucedía, Aguirre retiraba la mano de inmediato, como si las máquinas estuvieran al rojo vivo y pudieran quemarlo, y la mujer sonreía de una manera que hacía que Aguirre la observara esforzándose por imaginarla hermosa, por imaginarla joven y hermosa, sin conseguirlo. / «Muy pronto empezó a construir cosas», continuó María. «Pero eran cosas sin sentido. Primero hizo esa máquina que usted vio al comienzo del pasillo y después hizo las otras. Él tenía ese don, que le había dado Dios, a falta de tantos otros, de entenderse con las máquinas. Se pasaba las horas manipulando resortes y cosas así que sacaba de los coches y de los otros aparatos que encontraba y que a veces, cuando ya no se podían reparar, le regalaban. Mientras, pasaban los años. La casa iba siendo ocupada por máquinas. Nosotros nos acostumbrábamos a movernos por ella siempre esquivándolas, respetando su lugar y su posición como si ellas fueran en realidad las que mandaran en la casa, y no nosotros. Quizá las máquinas tuvieran alguna utilidad o cumplieran una función que yo no recuerdo, en el pasado. Pero tal vez no la tuvieron nunca. Yo creo recordar que en algún momento funcionaban, que hubo una vida en que las máquinas no estaban rotas y funcionaban y nosotros las esquivábamos o nos movíamos a su alrededor, a veces de pie y abrazados, como las parejas de las cajas de música que se obsequian en las bodas, en las que dos novios giran sobre sí mismos al ritmo del vals que interpreta una pianola hasta que el aparato pierde fuelle o se estropea el mecanismo. Pero las máquinas, hoy, son sólo estas ruinas.»

7. Aguirre miró hacia atrás, en dirección a los aparatos que se extendían a ambos lados del pasillo como en la exhibición descuidada de un museo de provincias, y entendió —aunque entendió no sea aquí la palabra más adecuada— que las máquinas que veía, o los ensayos para la construcción de la Máquina, imaginaria o real, que todas ellas parecían ser, permanecían detenidas en el tiempo junto con la casa como monumentos a un hombre que no había podido hacerse entender siquiera por su mujer. Al mirar por una ventana, vio cómo la silueta de la ciudad comenzaba a fundirse con el mar bajo una luz tenue, y pensó en el Inventor y en su intento de lenguaje y su inevitable pérdida.

8. «No se acordaba de nada», dijo de repente la mujer, arrancándolo de sus pensamientos. «Tenía un signo para nombrar el recuerdo, al comienzo. Pero poco a poco fue dejando de dibujarlo. Quizá también se haya olvidado de él. En las libretas de sus últimos años lo único que hay son dibujos de engranajes y dispositivos, dibujos de dientes y de poleas y bisagras. Yo nunca entendí nada de esos asuntos, y es una pena: si hubiera aprendido, podría hacer funcionar la Máquina. Pero nunca lo hice y la Máquina ya no funciona. Es la que tiene frente a usted.»

9. La Máquina estaba montada sobre una de las paredes del pasillo, sostenida por unos alambres rojos y oxidados; al observarla, Aguirre creyó comprender que era igual al primer aparato que había visto, como si todo se hubiera detenido en su mismo inicio o como si el Inventor hubiera girado deliberadamente en círculos, como había dicho la mujer. / Bajo la luz del pasillo era imposible encontrarle una utilidad al artefacto, y era posible, pensó Aguirre, que nunca la hubiera tenido y que la mujer y él estuviesen tan sólo contemplando un cardumen de engranajes muertos desde el principio. Aguirre extendió una mano para rozar el aparato, como había hecho las veces anteriores, y volvió a encontrar la pequeña puerta lateral que mostraba el interior de la Máquina: al observar a través de ella, pensó que hacerlo era como intentar mirar el vuelo de un pájaro con las manos sobre los ojos.

10. La mujer sacó una libreta de abajo del colchón de una cama y se la tendió. «Esto es para usted», le dijo. «Él murió lentamente, y, mientras lo hacía, completó esta libreta. Tenía un interés especial en que la leyera alguien que supiera su idioma o que entendiera de mecánica, y ahora la libreta es suya.» «Yo no sé de ninguna de esas cosas», le advirtió Aguirre. «Lo sé», respondió la mujer, «pero usted es el primero que ha venido a escuchar la historia, y quizá sea el último. Y, en cualquier caso, yo ya soy una anciana y estoy cansada». / Aguirre tomó la libreta y comenzó a hojearla: estaba cubierta con garabatos, cuya disposición en las hojas permitía pensar que se trataba de poemas, aunque Aguirre prefirió creer que eran simples rayas, puesto que no era capaz de desentrañarlas. Un lenguaje inexistente no puede seleccionar unidades también inexistentes, pensó. Cada cierta cantidad de páginas, las rayas se interrumpían y aparecían gráficos de engranajes que daban la impresión de haber sido dibujados por un niño. En los diseños de la Máquina la lógica parecía haberse trastocado irremediablemente, y el espacio era representado en ellos como en la casa: de una manera incomprensible y ajena. Aguirre pensó por un momento que el Inventor era inferior a su creación; sus esbozos de la Máquina estaban allí, tal como él los había imaginado, hechos con engranajes y piezas minúsculas dispuestas en un orden difícil de descifrar, como una forma de comunicación con la mujer que durante años había creído entenderlo; pero las máquinas no funcionaban y la mujer no había comprendido. ¿Qué soledad era esa que había llevado a un hombre a aceptar la comida que le daban cuando él garabateaba el sol? ¿Qué tipo de frustración podía subyacer a la frustración de dibujar un teléfono y que se creyera que estaba enfermo? Un día la mujer ya habría muerto y las máquinas terminarían de oxidarse, y del hombre no iba a quedar nada, pensó Aguirre; nada más que las libretas y una historia que no podría ser contada jamás en un periódico, que su director nunca admitiría publicar, que —la mujer se lo había advertido— él no iba a poder escribir porque no la comprendía, y que, sin embargo, María deseaba que no muriera allí y en esa tarde. Una historia de amor, tal vez, de alguna forma.

11. «Quisiera poder contarle más, pero apenas entiendo lo que sé, y no sé mucho», murmuró María cuando llegaron a la puerta. Aguirre se esforzó por sonreírle, pero no lo consiguió; al salir, creyó ver que el día se había detenido sobre el Chevy, que brillaba pese a estar cubierto de polvo. Una última vez, sin embargo, se dio la vuelta y preguntó: «¿Cómo era aquel signo? El que utilizaba para referirse al recuerdo». La mujer dudó un instante; después se adelantó, extendió un brazo y dibujó en el aire algo que a Aguirre le pareció un pez o quizá un círculo, pero que más posiblemente no fuera ninguna cosa, y volvió a entrar a la casa.

libro-7

Gombrowicz

Predicamos el término «hombre» de un hombre. / Igualmente, predicamos el término «hombre» del término «animal». / Luego, en consecuencia, podemos predicar también el término «animal» de éste o aquel hombre. / Porque un hombre es ambas cosas: hombre y animal.

ARISTÓTELES, Categorías

1. Un hombre viajó en tren con un caballo. El viaje sólo fue posible gracias a que las ordenanzas —urdidas por funcionarios ingleses encerrados en altas torres inglesas colmadas de papeles ingleses— contemplaban la posibilidad —real, aunque mínima— de que un caballo viajara en tren si disimulaba eficazmente su condición equina. / En todo caso, y para entonces, nada había en él que recordase al animal que se rebelaba bajo el golpe de fusta y trotaba por el campo misionero para llenarle los ojos de crines y sudor a una señorita que ahora vivía en Buenos Aires. Sólo los cascos, que ocultaban las botamangas ensanchadas de los pantalones, los brazos caídos a los costados del cuerpo, inútiles para otra labor que no fuera correr, y los pelos, renegridos y brillantes y que le caían sobre el belfo, lo asemejaban a los caballos que habían sido su padre y su abuelo, y de los que él ya no parecía guardar memoria. Como un caballo, no podía —y ésta era la mayor de sus incapacidades— nombrar las cosas. Su acompañante, un campesino que se había maravillado ya ante las formas inmensas y cambiantes de la capital misionera, una vez, al ir también a entregar un caballo, solucionaba al menos en parte esa incapacidad anticipándose a los deseos de su protegido. Pero éstos eran más bien escasos, y se limitaban a avena, terrones de azúcar y agua, que le servían en el vagón comedor en platos de porcelana a una orden de su acompañante, de modo que la adivinación no era dificultosa ni suponía un gran esfuerzo. Al hundir el belfo en el agua o en el plato de avena, se reflejaba en sus ojos, notablemente separados, el placer que les brindan a los caballos las pequeñas cosas a las que éstos pueden acceder, sean todavía caballos o hayan sido convertidos ya en otra cosa.

1. Los esfuerzos por que aquel caballo se pareciera a un hombre se habían iniciado un año atrás; al principio, el animal se había negado a adoptar los gestos que iban a asemejarlo a un hombre: una angustia profunda, en la que mucho tenía que ver lo absurdo de la idea, así como la violencia con la que trataban de imponérsela, le enturbiaba los ojos hasta que ya no podía ver el campo sino como una extensión acuosa e intransitable, y ni siquiera al final de su adiestramiento podía nombrar las cosas que lo rodeaban. El Creador —o la ilusión de él— podía tolerar que aquel caballo se asemej

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