Genio y tinta

Virginia Woolf

Fragmento

cap-2

Prólogo

Una lectora insumisa

Siempre he pensado que las escritoras y los escritores somos, antes de nada, lectores apasionados. Como don Quijote, hemos perdido la cabeza desde pequeños a causa de los libros. Nos levantábamos zombis después de haber estado alargando por la noche la lectura de aquella novela un rato más, y otro, hasta que termine al menos el capítulo, aunque mañana tenga que ir a clase agotada. Ansiábamos ponernos enfermos —un poco enfermos, un resfriado leve, por ejemplo— para poder quedarnos en la cama un par de días leyendo y leyendo. Subíamos a esquiar con las amigas y luego, en vez de colocarnos los esquís y lanzarnos monte abajo como flechas, nos quedábamos en el refugio terminando esa obra de la que nos sentíamos incapaces de separarnos. A veces hasta llegábamos tarde a la cita en el parque con el chico que nos gustaba porque nos habíamos enredado entre las palabras con el mismo placer con el que nos enredaríamos después en sus brazos, y no lográbamos soltarnos.

Los libros nos hicieron suyos, y jamás los abandonaremos. Hemos aceptado esa pertenencia con alegría y con orgullo, como si nos hubieran elegido miembros del club en el que suceden las mejores cosas del mundo. Pertenecemos a los libros, a todos los buenos libros que se han escrito desde que alguien comenzó a dibujar signos sobre una superficie plana. E incluso a algunos malos.

Y, al mismo tiempo, ellos nos pertenecen. Son nuestra gran posesión y, allá adonde vamos, la nueva ciudad, el piso más grande, la casa en el campo, van con nosotros y ocupan de inmediato el mejor lugar. Renunciamos a otras comodidades —muebles de diseño, interminables cajoneras para guardar todos los cachivaches, una chimenea incluso en aquella esquina— con tal de otorgarles a ellos el luminoso y ordenado espacio que merecen.

Y un día, en el transcurso de esa vida y esos libros —casi siempre pronto—, al doblar una hoja para seguir leyendo las palabras que están aún más allá, nos damos cuenta de que somos algo más que lectores. En ese momento, mientras seguimos con la mente el camino refulgente de la frase que está a punto de continuar —«Dejadme imaginar, puesto que los datos son tan difíciles de obtener, lo que hubiera ocurrido si Shakespeare... hubiese tenido una hermana maravillosamente dotada, llamada Judith, pongamos»—, en ese mismo segundo, como si se nos revelase una verdad inmutable, comprendemos que las palabras nos poseen y son poseídas por nosotros de tal modo que jamás podremos conformarnos con ser solamente lectores. Ni siquiera lectores llenos de pasión. Desde ese instante sabemos que seremos también, inevitablemente, escritoras y escritores. El destino nos ha deslumbrado, ha caído sobre nosotros en toda su inmensidad, y ya no tiene vuelta atrás: nuestro deber será continuar la tarea de todas las mujeres y hombres que nos precedieron a lo largo de los siglos colocando palabras una tras otra para dar forma al mundo.

Virginia Woolf sabía —y lo dijo a menudo— que formaba parte de esa tarea: un puñado más de (magníficos) libros para la biblioteca infinita. Esa sería su aportación al mundo, su don y su condena. El destino ante el que se rindió sin resistencia. Pero, mientras proseguía con su deber, nunca olvidó el placer original, el privilegio extraordinario de la lectura. Siguió siendo una lectora apasionada, y logró transmitir su pasión a través de las críticas que escribió para el Times Literary Supplement durante treinta años, desde que era una joven lectora exaltada hasta lo mejor de su madurez.

A los críticos de ahora —al menos a los de aquí— estos textos quizá les provoquen conmiseración: ¿de qué va esta pobre mujer —ese genio de la literatura, les recuerdo—, que nunca dice si un libro es excelente o execrable? ¿Cómo pudo ser tan débil que hasta en las malas obras encontró aspectos de los que disfrutar y que pudiesen ser alabados?

Pero Woolf no fue una mujer débil. Ni siquiera estoy segura de que fuera estúpidamente bondadosa o ingenua. No creo que la intención de esa crítica que siempre se burló de los laureles fundidos en oro eterno fuera la de conceder nuevos laureles bordados a punto de cruz. Ni tampoco la de azotar con el látigo de su sabiduría a los que no estaban a la altura de su Insigne Criterio Incuestionable, sea eso lo que sea. La intención de Woolf, mucho más humilde y también mucho más humana, era la de entender a las escritoras y los escritores que habían derramado buena parte de las escasas horas de sus vidas en los libros que reseñaba. A través de sus frases, de sus temas, de sus decisiones y carencias, ella lograba extraer un retrato del ser humano que yacía exhausto tras todas esas palabras, al final de su hazaña. Y todos esos seres humanos le parecían dignos de respeto, aunque su afilado sentido del humor le hiciera a menudo acercarse a ellos con una sonrisa descarada aleteándole en los labios. Pero quien ama encuentra dignas de amor hasta las debilidades del objeto adorado. Y Virginia Woolf, simplemente, amaba los libros y a todos aquellos que, como ella, habían asumido la ciclópea tarea de traerlos desde las silenciosas tinieblas a la luz, incluso en sus imperfecciones.

La imagen que surge de la escritora que leyó todos esos libros y elaboró estas críticas es la de una lectora cómplice, que es a fin de cuentas —aunque a menudo se nos olvide— la condición esencial del buen lector. Una lectora que se sienta cómodamente en su sillón orejero, con el perro acostado a sus pies y el fuego de la chimenea chisporroteando junto a ella mientras fuera, en las calles de Londres, inevitablemente llueve, y luego mira a los ojos a las autoras y autores, les hace un guiño, los escucha con simpatía y se permite fluir con sus palabras y pensamientos, dejándose llevar de un lado para otro con los brazos abiertos y la nuca relajada, sin reprocharles las debilidades ni apartar la mirada ante sus culpas ni tampoco arrodillarse de tal modo a sus pies que la postura forzada la haga perderse del curso de los pensamientos ajenos. Una lectora que trata a todos esos escritores de igual a igual y comprende sus momentos de exaltación y los largos periodos de sombras de quien combate por crear algo sólido con la única levedad de las palabras.

Si algo nos enseña Virginia Woolf sobre el arte —que lo es, o más bien debería serlo— de la lectura, es a apartar de un manotazo las frustraciones, la mala baba, las envidias, el estúpido deseo de que el otro o la otra escriba exactamente-como-yo-considero-que-se-debe-escribir-y-si-no-es-así-no-vale-para-nada.

Woolf nos cuenta que leer es siempre un placer. Que una puede seguir extrayendo piedras preciosas de cada página incluso después de pasarse meses y meses leyendo a los aburridos autores dramáticos del reinado de Isabel I. Que, si no dejas que tus prejuicios te lo fastidien, cada libro elegido es un tesoro que llena tu vida de fulgor y que hace que el tiempo nunca transcurra en balde, dejándote sola ante el vacío al final del recorrido. Ella, por el contrario, vivió rodeada de viejas amigas con las que chismorreaba incesantemente —Charlotte Brontë, Jane Austen, Aphra Behn, George Eliot— y de encantadores caballeros —Ben Johnson, Milton, Tennyson, Conrad, Shakespeare; ah, sí, siempre al frente Shakespeare— que no dejaban de coquetear con ella un poco.

Pero no nos equivoquemos: para Virginia Woolf los libros nunca fueron un refugio, el nido al que acudes corriendo en busca de un poco de tibieza, cuando las cosas ahí fuera se ponen feas. Por el contrario, la lectura era para ella el acto supremo de insumisión, la mejor manera de hacer frente a la violencia siempre dominante con un gesto callado pero lleno de desafío. Era el fuego de Prometeo, la mayor de las provocaciones contra el —injusto— orden constituido. Leyendo, Woolf se enfrentaba al mundo tal como todos se empeñaban en que debía ser, lo deconstruía, lo arrasaba hasta en sus cimientos, y desde ahí, desde las profundidades otra vez vírgenes, partía hacia un nuevo orden diferente, plantando así cara al inagotable cinismo de los que se consideran amos de los dioses.

Hay unas frases suyas que expresan muy bien este continuo acto de rebeldía. Las pronunció en una de sus conferencias, y suelo regalárselas a los amantes de los libros, porque expresan el carácter revolucionario que para ella contenía la lectura. Ahora se las dejo aquí a ustedes, como una pequeña ofrenda de vuelta hacia ella, como si depositara una rosa ante su tumba, igual que ella nos pidió que la depositáramos ante las tumbas de las escritoras que la precedieron:

A veces he soñado, tan solo soñado, que el día del Juicio Final, cuando lleguen los grandes conquistadores, los grandes legisladores, los grandes hombres de Estado para recibir sus recompensas —sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados para siempre en el mármol imperecedero—, el Todopoderoso, al vernos llegar a nosotros con nuestros libros bajo el brazo, se volverá hacia Pedro y, no sin cierta envidia, le dirá: «Mira, estos no necesitan recompensa. Aquí no tenemos nada que darles. Han amado la lectura».

ÁNGELES CASO

cap-3

Introducción

No me gusta escribir prólogos: me parece una tarea dificilísima...

VIRGINIA WOOLF, 1932

Cuando, en mayo de 1938, Bruce Richmond dejó de ser el editor del Times Literary Supplement (TLS), Virginia Woolf reflejó en su diario la tristeza que le causaba poner fin a su «relación de treinta años» con él en el «Lit. Supp.». Richmond le había enviado centenares de libros para reseñar y todas y cada una de las veces había recibido a cambio una crítica deslumbrante capaz de arrojar una luz completamente nueva sobre un escritor ya conocido o de ofrecer un manifiesto provocador acerca de en qué podía convertirse el género de la novela o la biografía. El rápido reconocimiento de dicho editor a su talento permitió que Virginia Woolf experimentase por primera vez la independencia económica, al tiempo que las ideas que la escritora desarrolló en esos artículos (sobre las posibilidades del lenguaje, los personajes y el estilo literario; sobre la importancia de una vida dedicada a la escritura y las limitaciones asociadas al género) se filtraron sin duda en sus mejores obras de ficción y en sus ensayos. Aunque nunca habían llegado a entablar una amistad personal, Woolf reconoció entonces que Richmond había sido una de las figuras más influyentes de su vida. «Cuánto me alegraba —recordaba en su diario— cuando L. me llamaba a gritos y me decía: “¡Te buscan los de la revista más importante!” & yo bajaba corriendo a coger el teléfono ¡y aceptaba mi encargo casi semanal en la Hogarth House! Adquirí buena parte de mis recursos escribiendo para él: cómo condensar; cómo entretener; & también tuve que aprender a leer con pluma & papel, a conciencia».

Woolf conoció a Richmond en febrero de 1905, después de un año turbulento en su vida. El 22 de febrero de 1904 había muerto su padre, Leslie Stephen (cuyos ataques de ira periódicos, provocados por la pena de haber perdido a su esposa a una edad temprana, habían infundido terror en sus hijas). A lo largo de los meses siguientes, la escritora experimentó un shock traumático y abandonó con sus hermanas la casa familiar en Kensington para mudarse al número 46 de Gordon Square, en Bloomsbury, con intención de «empezar de nuevo». Allí, Virginia ya no se veía obligada a representar el boato de las veladas en el salón sirviendo el té para los eminentes amigos de su padre, sino que disponía de su propia salita privada en la que podía leer y escribir, a la par que en la planta inferior unos variopintos grupos de amigos se quedaban hasta las tantas, charlando con tono desenfadado de filosofía, arte y sexo mientras tomaban whisky o leche con cacao. Y ese cambio en la dinámica doméstica fue el heraldo de un desarrollo significativo de su vida pública. En diciembre de 1904, animada por un amigo de la familia, publicó su primer relato en una revista semanal femenina de la parroquia que llevaba el confuso nombre de The Guardian. Dos meses más tarde, en una fiesta, le presentaron a Bruce Richmond («un hombrecillo vivaz e inquieto que se subió a una silla de un salto para ver el tráfico por entre las láminas de la persiana & se dedicó a marear un papel por la habitación con el pie»). Richmond había ocupado el puesto de editor del TLS desde poco después de su fundación, en 1902, cuando era un encarte cultural de ocho páginas que acompañaba a The Times. Bajo su tutela, la circulación semanal de la publicación ya había alcanzado los veinte mil ejemplares y casi todo el mundo la consideraba (en palabras de T. S. Eliot, un colaborador habitual) el periódico literario «más respetable y más respetado de su tiempo». Richmond propuso a Woolf que le hiciera una reseña de mil quinientas palabras de un par de guías «de poca monta» acerca de la Inglaterra de Thackeray y de Dickens. Los libros, como insistía la autora con desdén, parecían «hechos con unas tijeras»; a pesar de todo, trabajó «como el diablo de la Imprenta que soy» para acabar el artículo y entregárselo a Richmond en cuestión de días. Publicaron su reseña el 10 de marzo y poco después Woolf alardeó de haber recibido «¡otro libro de The Times! Por desgracia, esta es una novela gorda. Ahora me bombardean». Con veintitrés años, se había convertido en escritora y se ganaba la vida con su pluma, igual que había hecho su padre antes que ella. Su primer cheque de cobro le llegó con la bandeja del desayuno. «Ahora somos mujeres libres», declaró victoriosa.

En su ensayo de 1931 «Profesiones para mujeres», Woolf recordaba la emoción que sintió al dejar de ser «una chica en un dormitorio con una pluma en la mano» para convertirse en «una mujer profesional», a quien pedían opinión y remuneraban con dinero que podía gastarse, una vez cubiertos el alquiler y las facturas, en «una mesita caprichosa» o en «un cubo para el carbón hace tiempo ansiado pero hasta entonces inasequible» (el dinero, tal como escribió en Una habitación propia, «dignifica lo que es frívolo si no está pagado»).[4] Pero la sensación de independencia conseguida con su trabajo no era meramente, ni siquiera principalmente, económica. La primera vez que se sentó a escribir una reseña crítica de un libro escrito por un caballero respetable, Woolf se vio asediada por una voz fantasmal que la instaba a no criticar, sino a alabar y halagar, a hablar en el lenguaje que tradicionalmente se había considerado femenino. Denominó a este espectro el «Ángel del Hogar», en honor del poema de Coventry Patmore acerca del ideal empalagoso y sacrificado de la mujer victoriana; la advertencia que imaginaba («Nunca dejes que nadie adivine que piensas por ti misma») estuvo a punto de «arrancarle el corazón a mi escritura». Sin embargo, en opinión de Woolf, conseguir acallar la urgencia de obedecer a esa voz era un prerrequisito no solo para la escritura, sino también para la libertad en todas las facetas de la vida. El refuerzo del TLS ayudó a Woolf a desmontar las presuposiciones acerca de cómo debían pensar y comportarse las mujeres, y le permitió encontrar un idioma nuevo con que expresarse, pasando por alto el insistente recordatorio de que existían cosas «que no convenía que dijese una mujer como ella». Poco después de la publicación de sus primeras reseñas, en busca de un respiro de los encargos aburridos («un libro anodino como este no inspira nada bueno ni malo, maldita sea, qué tarea tan pesada...»), empezó a escribir la novela que marcaría su debut: Fin de viaje. Virginia Woolf había emprendido su camino.

Todos los artículos que aparecían en el TLS se publicaban de forma anónima (una práctica de la revista que se prolongó hasta 1974). Eso significaba que Woolf no tenía por qué temer la desaprobación pública a raíz de sus opiniones quincenales, sino que la invitaban a hablar como parte de una autoridad colectiva, a la que se le suponía un dominio en la materia avalado por el prestigio de la propia publicación. Aunque le gustaba experimentar de manera subversiva con el poder que otorgaba ese «nosotros» universal, Woolf creía que los artículos debían reflejar en todo momento las «peculiaridades personales» de sus autores y procuró desde el principio encontrar y desarrollar una voz propia y distintiva: «Me prometí que diría lo que pensaba y que lo diría a mi manera».[5] Nunca tuvo intención de emitir un juicio impersonal y autoritario sobre la obra de un autor, sino algo en apariencia humilde, pero que en realidad resultaba radical y generoso: «[...] nos limitamos a ofrecer nuestras modestas observaciones, que quizá los lectores deseen contrastar, por un momento, con las suyas». No le interesaba la hagiografía respetable ni la regurgitación de la opinión extendida: para Woolf, el interés de un libro radicaba en las emociones que despertaba en los lectores, algo que, de forma inevitable (y crucial), sería enteramente personal y subjetivo. Su papel, según lo veía ella, era compartir su propio entusiasmo con el público, reconocer y celebrar la influencia de sus propias «manías», de sus gustos e intereses, mientras invitaba a los lectores «a entrar en la mente del escritor; a ver cada obra de arte por sí misma y a juzgar hasta qué punto cada artista había logrado su cometido». Siempre se mantuvo fiel a sus lectores, a quienes imaginaba como «personas ocupadas que tomaban el tren por la mañana o [...] personas cansadas que volvían a casa por la tarde»; cuando se animó a recopilar sus artículos y reseñas en un libro, en 1925, lo llamó El lector común (tomando prestada una expresión de Samuel Johnson).

No tenía reparos en sacar el hacha si era preciso al hacer una crítica («Mi mayor placer al reseñar libros es decir cosas desagradables», escribió una vez), pero insistía en que «la alabanza debería tener la última palabra y la de mayor peso». No se trataba de ser hipócrita —es más, le irritaba que la mayoría de las reseñas fuesen «demasiado cortas y demasiado positivas»—, pero el entusiasmo, según escribió, es «la fuerza vital de la crítica». En su diario reflexionó acerca de su labor como crítica literaria, que, según dijo, era «una prueba, antes de que muera, de la diversión & el placer que me ha proporcionado el hábito de la lectura».[6] Su evidente satisfacción se cuela de un modo irresistible en esos artículos. La escritura de Woolf transmite una sensación admirable de lo que se experimenta al leer: la euforia al cerrar Jane Eyre y sentir que «nos hemos despedido de una mujer de lo más singular y elocuente, a quien habíamos conocido por casualidad en la campiña de Yorkshire, que nos ha acompañado durante un tiempo y nos ha contado toda la historia de su vida»; la convicción, al leer el diario de John Evelyn, de que los comentarios formales de este eran un intento inútil de ocultar una psique mucho más rica, más mordaz y mucho más insegura. Como ensayista, el estilo erudito y conversacional de Woolf puede remontarse a Montaigne, Charles Lamb, Max Beerbohm y Walter Pater, y sin embargo, cada uno de sus artículos es una destilación absolutamente original de su personalidad, su ingenio y su intelecto.

«Proyectas un rayo de luz en el lóbrego paisaje del Times Literary Supplement», escribió Vita Sackville-West a Woolf, entre una enumeración de las cualidades más seductoras de su amante. Ningún otro escritor podría comparar la experiencia de leer a Joseph Conrad con la de Elena de Troya mirándose en un espejo, la cual debía de percibir al instante que se hallaba ante la grandeza, y ¿a quién más se le ocurriría narrar la vida del oficial de la marina convertido en escritor, el capitán Marryat, a través de una serie de preguntas abiertas tanto o más sugerentes que cualquiera de las posibles respuestas, revelando así «una de las vidas más activas, peculiares y aventureras que haya podido vivir cualquier novelista inglés? La colaboración de Woolf con el TLS le proporcionó un escenario para su compromiso vital con las limitaciones y el potencial de la biografía: había recibido con los brazos abiertos el auge de la «nueva biografía» entre las libertades sociales del nuevo siglo, que cambió los anodinos panegíricos por estudios más breves y meditados, y estos artículos son algunos de los experimentos en miniatura más fascinantes de este género literario. Nunca le interesó escarbar en montones de obras de consulta en busca de detalles biográficos directos, sino que trataba de aportar pistas que acercaran a la vida interior de los biografiados, a través de una atención muy profunda a las sutilezas de la textura y el ambiente. Sus estudios de personalidad poseen la curiosidad insaciable de una chismosa, la perspicacia de una novelista y el agudo intelecto de una gran crítica, tanto cuando se imagina a la joven Fanny Burney y a su hermanastra confesándose de noche sus pasiones secretas, como cuando se pregunta si nuestras opiniones sobre el amor y el dolor han cambiado desde la época de John Evelyn o cuando lamenta el estereotipo del «erudito», «una figura pálida y difusa con una bata de estar por casa, perdida en sus elucubraciones, alguien incapaz de levantar la tetera del fogón, o de dirigirse a una dama sin ruborizarse, ignorante de las noticias diarias, aunque versado en los catálogos de las librerías de segunda mano, en cuyas oscuras estancias pasa las horas de sol».

Bruce Richmond no tardó en considerar a Woolf la joya dentro de un elenco de críticos literarios, entre los que estaban T. S. Eliot, Henry James, Edith Wharton, George Gissing y Andrew Lang. En noviembre de 1905, Woolf le contó a una amiga con tono jocoso: «[El TLS] me manda una novela por semana; hay que tenerla leída el domingo, reseñarla el lunes e imprimirla el viernes. Así es como hace

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