Silvia
Vaya a saber cómo hubiera podido acabar algo que ni siquiera tenía principio, que se dio en mitad y cesó sin contorno preciso, esfumándose al borde de otra niebla; en todo caso hay que empezar diciendo que muchos argentinos pasan parte del verano en los valles del Luberon, los veteranos de la zona escuchamos con frecuencia sus voces sonoras que parecen acarrear un espacio más abierto, y junto con los padres vienen los chicos y eso es también Silvia, los canteros pisoteados, almuerzos con bifes en tenedores y mejillas, llantos terribles seguidos de reconciliaciones de marcado corte italiano, lo que llaman vacaciones en familia. A mí me hostigan poco porque me protege una justa fama de mal educado; el filtro se abre apenas para dejar paso a Raúl y a Nora Mayer, y desde luego a sus amigos Javier y Magda, lo que incluye a los chicos y a Silvia, el asado en casa de Raúl hace unos quince días, algo que ni siquiera tuvo principio y sin embargo es sobre todo Silvia, esta ausencia que ahora puebla mi casa de hombre solo, roza mi almohada con su medusa de oro, me obliga a escribir lo que escribo con una absurda esperanza de conjuro, de dulce golem de palabras. De todas maneras hay que incluir también a Jean Borel que enseña la literatura de nuestras tierras en una universidad occitana, a su mujer Liliane y al minúsculo Renaud en quien dos años de vida se amontonan tumultuosos. Cuánta gente para un asadito en el jardín de la casa de Raúl y Nora, bajo un vasto tilo que no parecía servir de sedante a la hora de las pugnas infantiles y las discusiones literarias. Llegué con botellas de vino y un sol que se acostaba en las colinas, Raúl y Nora me habían invitado porque Jean Borel andaba queriendo conocerme y no se animaba solo; en esos días Javier y Magda se alojaban también en la casa, el jardín era un campo de batalla mitad sioux mitad galorromano, guerreros emplumados se batían sin cuartel con voces de soprano y bolas de barro, Graciela y Lolita aliadas contra Álvaro, y en medio del fragor el pobre Renaud tambaleándose con sus bombachas llenas de algodón maternal y una tendencia a pasarse todo el tiempo de un bando a otro, traidor inocente y execrado del que sólo habría de ocuparse Silvia. Sé que amontono nombres, pero el orden y las genealogías también tardaron en llegar a mí, me acuerdo que bajé del auto con las botellas bajo el brazo y a los pocos metros vi asomar entre los arbustos la vincha de Bisonte Invencible, su mueca desconfiada frente al nuevo Cara Pálida; la batalla por el fuerte y los rehenes se libraba en torno a una pequeña tienda de campaña verde que parecía el cuartel general de Bisonte Invencible. Descuidando culpablemente una ofensiva acaso capital, Graciela dejó caer sus municiones pegajosas y terminó de limpiarse las manos en mi pescuezo; después se sentó imborrablemente en mis piernas y me explicó que Raúl y Nora estaban arriba con los otros grandes y que ya vendrían, detalles sin importancia al lado de la ruda batalla del jardín.
Graciela se ha sentido siempre en la obligación de explicarme cualquier cosa, partiendo del principio de que me considera tonto. Por ejemplo esa tarde el chiquito de los Borel no contaba para nada, no te das cuenta de que Renaud tiene dos años, todavía se hace caca en la bombacha, hace un rato le pasó y yo le iba a avisar a la mamá porque Renaud estaba llorando, pero Silvia se lo llevó al lado de la pileta, le lavó el culito y le cambió la ropa, Liliane no se enteró de nada porque sabés, se enoja mucho y por ahí le da un chirlo, entonces Renaud se pone a llorar de nuevo, nos fastidia todo el tiempo y no nos deja jugar.
—¿Y los otros dos, los más grandes?
—Son los chicos de Javier y de Magda, no te das cuenta, sonso. Álvaro es Bisonte Invencible, tiene siete años, dos meses más que yo y es el más grande. Lolita tiene seis pero ya juega, ella es la prisionera de Bisonte Invencible. Yo soy la Reina del Bosque y Lolita es mi amiga, de manera que la tengo que salvar, pero seguimos mañana porque ahora ya nos llamaron para bañarnos. Álvaro se hizo un tajo en el pie, Silvia le puso una venda. Soltame que me tengo que ir.
Nadie la sujetaba, pero Graciela tiende siempre a afirmar su libertad. Me levanté para saludar a los Borel que bajaban de la casa con Raúl y Nora. Alguien, creo que Javier, servía el primer pastis; la conversación empezó con la caída de la noche, la batalla cambió de naturaleza y edad, se volvió un estudio sonriente de hombres que acaban de conocerse; los chicos se bañaban, no había galos ni sioux en el jardín, Borel quería saber por qué yo no volvía a mi país, Raúl y Javier sonreían con sonrisas compatriotas. Las tres mujeres se ocupaban de la mesa; curiosamente se parecían, Nora y Magda unidas por el acento porteño mientras el español de Liliane caía del otro lado de los Pirineos. Las llamamos para que bebieran el pastis, descubrí que Liliane era más morena que Nora y Magda pero el parecido subsistía, una especie de ritmo común. Ahora se hablaba de poesía concreta, del grupo de la revista Invenção; entre Borel y yo surgía un terreno común, Eric Dolphy, la segunda copa iluminaba las sonrisas entre Javier y Magda, las otras dos parejas vivían ya ese tiempo en que la charla en grupo libera antagonismos, ventila diferencias que la intimidad acalla. Era casi de noche cuando los chicos empezaron a aparecer, limpios y aburridos, primero los de Javier discutiendo sobre unas monedas, Álvaro obstinado y Lolita petulante, después Graciela llevando de la mano a Renaud que ya tenía otra vez la cara sucia. Se juntaron cerca de la pequeña tienda de campaña verde; nosotros discutíamos a Jean-Pierre Faye y a Philippe Sollers, la noche inventó el fuego del asado hasta entonces poco visible entre los árboles, se embadurnó con reflejos dorados y cambiantes que teñían el tronco de los árboles y alejaban los límites del jardín; creo que en ese momento vi por primera vez a Silvia, yo estaba sentado entre Borel y Raúl, y en torno a la mesa redonda bajo el tilo se sucedían Javier, Magda y Liliane; Nora iba y venía con cubiertos y platos. Que no me hubieran presentado a Silvia parecía extraño, pero era tan joven y quizá deseosa de mantenerse al margen, comprendí el silencio de Raúl o de Nora, evidentemente Silvia estaba en la edad difícil, se negaba a entrar en el juego de los grandes, prefería imponer autoridad o prestigio entre los chicos agrupados junto a la tienda verde. De Silvia había alcanzado a ver poco, el fuego iluminaba violentamente uno de los lados de la tienda y ella estaba agachada allí junto a Renaud, limpiándole la cara con un pañuelo o un trapo; vi sus muslos bruñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge del que estaba hablándome Borel, las pantorrillas quedaban en la sombra al igual que el torso y la cara, pero el pelo largo brillaba de pronto con los aletazos de las llamas, un pelo también de oro viejo, toda Silvia parecía entonada en fuego, en bronce espeso; la minifalda descubría los muslos hasta lo más alto, y Francis Ponge había sido culpablemente ignorado por los jóvenes poetas franceses hasta que ahora, con las experiencias del grupo de Tel Quel, se reconocía a un maestro; imposible preguntar quién era Silvia, por qué no estaba entre nosotros, y además el fuego engaña, quizá su cuerpo se adelantaba a su edad y los sioux eran todavía su territorio natural. A Raúl le interesaba la poesía de Jean Tardieu, y tuvimos que explicarle a Javier quién era y qué escribía; cuando Nora me trajo el tercer pastis no pude preguntarle por Silvia, la discusión era demasiado viva y Borel bebía mis palabras como si valieran tanto. Vi llevar una mesita baja cerca de la tienda, los preparativos para que los chicos cenaran aparte; Silvia ya no estaba allí, pero la sombra borroneaba la tienda y quizá se había sentado más lejos o se paseaba entre los árboles. Obligado a ventilar opiniones sobre el alcance de las experiencias de Jacques Roubaud, apenas si alcanzaba a sorprenderme de mi interés por Silvia, de que la brusca desaparición de Silvia me desasosegara ambiguamente; cuando terminaba de decirle a Raúl lo que pensaba de Roubaud, el fuego fue otra vez fugazmente Silvia, la vi pasar junto a la tienda llevando de la mano a Lolita y a Álvaro; detrás venían Graciela y Renaud saltando y bailando en un último avatar sioux; por supuesto Renaud se cayó de boca y su primer chillido sobresaltó a Liliane y a Borel. Desde el grupo se alzó la voz de Graciela: «¡No es nada, ya pasó!», y los padres volvieron al diálogo con esa soltura que da la monotonía cotidiana de los porrazos de los sioux; ahora se trataba de encontrarle un sentido a las experiencias aleatorias de Xenakis por las que Javier mostraba un interés que a Borel le parecía desmesurado. Entre los hombros de Magda y de Nora yo veía a lo lejos la silueta de Silvia, una vez más agachada junto a Renaud, mostrándole algún juguete para consolarlo; el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica (¿pero no acababa Borel de preguntarme algo sobre una estatuilla de las Cícladas de la que me hacía responsable, y la referencia de Javier a Xenakis no había desviado el tema hacia algo más valioso?). Sentí que si alguna cosa deseaba saber en ese momento era Silvia, saberla de cerca y sin los prestigios del fuego, devolverla a una probable mediocridad de muchachita tímida o confirmar esa silueta demasiado hermosa y viva como para quedarse en mero espectáculo; hubiera querido decírselo a Nora con quien tenía una vieja confianza, pero Nora organizaba la mesa y ponía servilletas de papel, no sin exigir de Raúl la compra inmediata de algún disco de Xenakis. Del territorio de Silvia, otra vez invisible, vino Graciela la gacelita, la sabelotodo; le tendí la vieja percha de la sonrisa, las manos que la ayudaron a instalarse en mis rodillas; me valí de sus apasionantes noticias sobre un escarabajo peludo para desligarme de la conversación sin que Borel me creyera descortés, apenas pude le pregunté en voz baja si Renaud se había hecho daño.
—Pero no, tonto, no es nada. Siempre se cae, tiene solamente dos años, vos te das cuenta. Silvia le puso agua en el chichón.
—¿Quién es Silvia, Graciela?
Me miró como sorprendida.
—Una amiga nuestra.
—¿Pero es hija de alguno de estos señores?
—Estás loco —dijo razonablemente Graciela—. Silvia es nuestra amiga. ¿Verdad, mamá, que Silvia es nuestra amiga?
Nora suspiró, colocando la última servilleta junto a mi plato.
—¿Por qué no te volvés con los chicos y dejás en paz a Fernando? Si se pone a hablarte de Silvia vas a tener para rato.
—¿Por qué, Nora?
—Porque desde que la inventaron nos tienen aturdidos con su Silvia —dijo Javier.
—Nosotros no la inventamos —dijo Graciela, agarrándome la cara con las dos manos para arrancarme a los grandes—. Preguntales a Lolita y a Álvaro, vas a ver.
—¿Pero quién es Silvia? —repetí.
Nora ya estaba lejos para escuchar, y Borel discutía otra vez con Javier y Raúl. Los ojos de Graciela estaban fijos en los míos, su boca sacaba como una trompita entre burlona y sabihonda.
—Ya te dije, bobo, es nuestra amiga. Ella juega con nosotros cuando quiere, pero no a los indios porque no le gusta. Ella es muy grande, comprendés, por eso lo cuida tanto a Renaud que solamente tiene dos años y se hace caca en la bombacha.
—¿Vino con el señor Borel? —pregunté en voz baja—. ¿O con Javier y Magda?
—No vino con nadie —dijo Graciela—. Preguntales a Lolita y a Álvaro, vas a ver. A Renaud no le preguntés porque es un chiquito y no comprende. Dejame que me tengo que ir.
Raúl, que siempre parece asistido por un radar, se arrancó a una reflexión sobre el letrismo para hacerme un gesto compasivo.
—Nora te previno, si les seguís el tren te van a volver loco con su Silvia.
—Fue Álvaro —dijo Magda—. Mi hijo es un mitómano y contagia a todo el mundo.
Raúl y Magda me seguían mirando, hubo una fracción de segundo en que yo pude haber dicho: «No entiendo», para forzar las explicaciones, o directamente: «Pero Silvia está ahí, acabo de verla». No creo, ahora que tengo demasiado tiempo para pensarlo, que la intervención distraída de Borel me impidiera decirlo. Borel acababa de preguntarme algo sobre La casa verde; empecé a hablar sin saber lo que decía, pero en todo caso no me dirigía ya a Raúl y a Magda. Vi a Liliane que se acercaba a la mesa de los chicos y los hacía sentarse en taburetes y cajones viejos; el fuego los iluminaba como en los grabados de las novelas de Héctor Malot o de Dickens, las ramas del tilo se cruzaban por momentos entre una cara o un brazo alzado, se oían risas y protestas. Yo hablaba de Fushía con Borel, me dejaba llevar corriente abajo en esa balsa de la memoria donde Fushía estaba tan terriblemente vivo. Cuando Nora me trajo un plato de carne le murmuré al oído: «No entendí demasiado eso de los chicos».
—Ya está, vos también caíste —dijo Nora, echando una mirada compasiva a los demás—. Menos mal que después se irán a dormir porque sos una víctima nata, Fernando.
—No les hagas caso —se cruzó Raúl—. Se ve que no tenés práctica, tomás demasiado en serio a los pibes. Hay que oírlos como quien oye llover, viejo, o es la locura.
Tal vez en ese momento perdí el posible acceso al mundo de Silvia, jamás sabré por qué acepté la fácil hipótesis de una broma, de que los amigos me estaban tomando el pelo (Borel no, Borel seguía por su camino que ya llegaba a Macondo); veía otra vez a Silvia que acababa de asomar de la sombra y se inclinaba entre Graciela y Álvaro como para ayudarlos a cortar la carne o quizá comer un bocado; la sombra de Liliane que venía a sentarse con nosotros se interpuso, alguien me ofreció vino; cuando miré de nuevo, el perfil de Silvia estaba como encendido por las brasas, el pelo le caía sobre un hombro, se deslizaba fundiéndose con la sombra de la cintura. Era tan hermosa que me ofendió la broma, el mal gusto, me puse a comer de cara al plato, escuchando de reojo a Borel que me invitaba a unos coloquios universitarios; si le dije que no iría fue por culpa de Silvia, por su involuntaria complicidad en la diversión socarrona de mis amigos. Esa noche no vi más a Silvia; cuando Nora se acercó a la mesa de los chicos con queso y frutas, entre ella y Lolita se ocuparon de hacer comer a Renaud que se iba quedando dormido. Nos pusimos a hablar de Onetti y de Felisberto, bebimos tanto vino en su honor que un segundo viento belicoso de sioux y de charrúas envolvió el tilo; trajeron a los chicos para que dijeran buenas noches, Renaud en los brazos de Liliane.
—Me tocó una manzana con gusano —me dijo Graciela con una enorme satisfacción—. Buenas noches, Fernando, sos muy malo.
—¿Por qué, mi amor?
—Porque no viniste ni una sola vez a nuestra mesa.
—Es cierto, perdoname. Pero ustedes tenían a Silvia, ¿verdad?
—Claro, pero lo mismo.
—Éste se la sigue —dijo Raúl mirándome con algo que debía ser piedad—. Te va a costar caro, esperá a que te agarren bien despiertos con su famosa Silvia, te vas a arrepentir, hermano.
Graciela me humedeció el mentón con un beso que olía fuertemente a yogurt y a manzana. Mucho más tarde, al final de una charla en la que el sueño empezaba a sustituir las opiniones, los invité a cenar en mi casa. Vinieron el sábado pasado hacia las siete, en dos autos; Álvaro y Lolita traían un barrilete de género y so pretexto de remontarlo acabaron inmediatamente con mis crisantemos. Yo dejé a las mujeres que se ocuparan de las bebidas, comprendí que nadie le impediría a Raúl tomar el timón del asado; les hice visitar la casa a los Borel y a Magda, los instalé en el living frente a mi óleo de Julio Silva y bebí un rato con ellos, fingiendo estar allí y escuchar lo que decían; por el ventanal se veía el barrilete en el viento, se escuchaban los gritos de Lolita y Álvaro. Cuando Graciela apareció con un ramo de pensamientos fabricado presumiblemente a costa de mi mejor cantero, salí al jardín anochecido y ayudé a remontar más alto el barrilete. La sombra bañaba las colinas en el fondo del valle y se adelantaba entre los cerezos y los álamos pero sin Silvia, Álvaro no había necesitado de Silvia para remontar el barrilete.
—Colea lindo —le dije, probándolo, haciéndolo ir y venir.
—Sí pero tené cuidado, a veces pica de cabeza y esos álamos son muy altos —me previno Álvaro.
—A mí no se me cae nunca —dijo Lolita, quizá celosa de mi presencia—. Vos le tirás demasiado del hilo, no sabés.
—Sabe más que vos —dijo Álvaro en rápida alianza masculina—. ¿Por qué no te vas a jugar con Graciela, no ves que molestás?
Nos quedamos solos, dándole hilo al barrilete. Esperé el momento en que Álvaro me aceptara, supiera que era tan capaz como él de dirigir el vuelo verde y rojo que se desdibujaba cada vez más en la penumbra.
—¿Por qué no trajeron a Silvia? —pregunté, tirando un poco del hilo.
Me miró de reojo entre sorprendido y socarrón, y me sacó el hilo de las manos, degradándome sutilmente.
—Silvia viene cuando quiere —dijo recogiendo el hilo.
—Bueno, hoy no vino, entonces.
—¿Qué sabés vos? Ella viene cuando quiere, te digo.
—Ah. ¿Y por qué tu mamá dice que vos la inventaste a Silvia?
—Mirá cómo colea —dijo Álvaro—. Che, es un barrilete fenómeno, el mejor de todos.
—¿Por qué no me contestás, Álvaro?
—Mamá se cree que yo la inventé —dijo Álvaro—. ¿Y vos por qué no lo creés, eh?
Bruscamente vi a Graciela y a Lolita a mi lado. Habían escuchado las últimas frases, estaban ahí mirándome fijamente; Graciela removía lentamente un pensamiento violeta entre los dedos.
—Porque yo no soy como ellos —dije—. Yo la vi, saben.
Lolita y Álvaro cruzaron una larga mirada, y Graciela se me acercó y me puso el pensamiento en la mano. El hilo del barrilete se tendió de golpe. Álvaro le dio juego, lo vimos perderse en la sombra.
—Ellos no creen porque son tontos —dijo Graciela—. Mostrame dónde tenés el baño y acompañame a hacer pis.
La llevé hasta la escalera exterior, le mostré el baño y le pregunté si no se perdería para bajar. En la puerta del baño, con una expresión en la que había como un reconocimiento, Graciela me sonrió.
—No, andate nomás, Silvia me va a acompañar.
—Ah, bueno —dije luchando contra vaya a saber qué, el absurdo o la pesadilla o el retardo mental—. Entonces vino, al final.
—Pero claro, sonso —dijo Graciela—. ¿No la ves ahí?
La puerta de mi dormitorio estaba abierta, las piernas desnudas de Silvia se dibujaban sobre la colcha roja de la cama. Graciela entró en el baño y oí que corría el pestillo. Me acerqué al dormitorio, vi a Silvia durmiendo en mi cama, el pelo como una medusa de oro sobre la almohada. Entorné la puerta a mi espalda, me acerqué no sé cómo, aquí hay huecos y látigos, un agua que corre por la cara cegando y mordiendo, un sonido como de profundidades fragosas, un instante sin tiempo, insoportablemente bello. No sé si Silvia estaba desnuda, para mí era como un álamo de bronce y de sueño, creo que la vi desnuda aunque luego no, debí imaginarla por debajo de lo que llevaba puesto, la línea de las pantorrillas y los muslos la dibujaba de lado contra la colcha roja, seguí la suave curva de la grupa abandonada en el avance de una pierna, la sombra de la cintura hundida, los pequeños senos imperiosos y rubios. «Silvia», pensé, incapaz de toda palabra, «Silvia, Silvia, pero entonces...» La voz de Graciela restalló a través de dos puertas como si me gritara al oído: «¡Silvia, vení a buscarme!» Silvia abrió los ojos, se sentó en el borde de la cama; tenía la misma minifalda de la primera noche, una blusa escotada, sandalias negras. Pasó a mi lado sin mirarme y abrió la puerta. Cuando salí, Graciela bajaba corriendo la escalera y Liliane, llevando a Renaud en los brazos, se cruzaba con ella camino del baño y del mercurocromo para el porrazo de las siete y media. Ayudé a consolar y a curar, Borel subía inquieto por los berridos de su hijo, me hizo un sonriente reproche por mi ausencia, bajamos al living para beber otra copa, todo el mundo andaba por la pintura de Graham Sutherland, fantasmas de ese tipo, teorías y entusiasmos que se perdían en el aire con el humo del tabaco. Magda y Nora concentraban a los chicos para que comieran estratégicamente aparte; Borel me dio su dirección, insistiendo en que le enviara la colaboración prometida a una revista de Poitiers, me dijo que partían a la mañana siguiente y que se llevaban a Javier y a Magda para hacerles visitar la región. «Silvia se irá con ellos», pensé oscuramente, y busqué una caja de fruta abrillantada, el pretexto para acercarme a la mesa de los chicos, quedarme allí un momento. No era fácil preguntarles, comían como lobos y me arrebataron los dulces en la mejor tradición de los sioux y los tehuelches. No sé por qué le hice la pregunta a Lolita, limpiándole de paso la boca con la servilleta.
—¿Qué sé yo? —dijo Lolita—. Preguntale a Álvaro.
—Y yo qué sé —dijo Álvaro, vacilando entre una pera y un higo—. Ella hace lo que quiere, a lo mejor se va por ahí.
—¿Pero con quién de ustedes vino?
—Con ninguno —dijo Graciela, pegándome una de sus mejores patadas por debajo de la mesa—. Ella estuvo aquí y ahora quién sabe, Álvaro y Lolita se vuelven a la Argentina y con Renaud te imaginás que no se va a quedar porque es muy chico, esta tarde se tragó una avispa muerta, qué asco.
—Ella hace lo que quiere, igual que nosotros —dijo Lolita.
Volví a mi mesa, vi terminarse la velada en una niebla de coñac y de humo. Javier y Magda se volvían a Buenos Aires (Álvaro y Lolita se volvían a Buenos Aires) y los Borel irían el año próximo a Italia (Renaud iría el año próximo a Italia).
—Aquí nos quedamos los más viejos —dijo Raúl. (Entonces Graciela se quedaba pero Silvia era los cuatro, Silvia era cuando estaban los cuatro y yo sabía que jamás volverían a encontrarse).
Raúl y Nora siguen todavía aquí, en nuestro valle del Luberon, anoche fui a visitarlos y charlamos de nuevo bajo el tilo; Graciela me regaló un mantelito que acababa de bordar con punto cruz, supe de los saludos que me habían dejado Javier, Magda y los Borel. Comimos en el jardín, Graciela se negó a irse temprano a la cama, jugó conmigo a las adivinanzas. Hubo un momento en que nos quedamos solos, Graciela buscaba la respuesta a la adivinanza sobre la luna, no acertaba y su orgullo sufría.
—¿Y Silvia? —le pregunté, acariciándole el pelo.
—Mirá que sos tonto —dijo Graciela—. ¿Vos te creías que esta noche iba a venir por mí solita?
—Menos mal —dijo Nora, saliendo de la sombra––. Menos mal que no va a venir por vos solita, porque ya nos tenían hartos con ese cuento.
—Es la luna —dijo Graciela—. Qué adivinanza tan sonsa, che.
El viaje
Puede pasar en La Rioja, en una provincia que se llame La Rioja, en todo caso pasa de tarde, casi al comienzo de la noche aunque ha empezado antes en el patio de una estancia cuando el hombre ha dicho que el viaje es complicado pero que al final descansará, que finalmente va para eso porque se lo han aconsejado, que se va para pasar quince días tranquilos en Mercedes. Su mujer lo acompaña hasta el pueblo donde tiene que comprar los boletos, también le han dicho que le conviene comprar los boletos en la estación del pueblo y asegurarse de paso de que los horarios no han cambiado. Desde la estancia, con esa vida que llevan, se tiene la impresión de que los horarios y tantas otras cosas deben cambiar frecuentemente en el pueblo, y muchas veces es cierto. Más vale sacar el auto y bajar al pueblo aunque el tiempo sea ya un poco justo para alcanzar el primer tren en Chaves.
Son más de las cinco cuando llegan a la estación y dejan el auto en la plaza polvorienta, entre sulkys y carretas cargadas de fardos o de bidones; no han hablado mucho en el auto, aunque el hombre ha preguntado por unas camisas y su mujer le ha dicho que la valija está preparada y que no hay más que meter los papeles y algún libro en el portafolios.
—Juárez sabía los horarios —ha dicho el hombre––. Me explicó cómo tengo que viajar a Mercedes, dijo que es mejor sacar los boletos en el pueblo y comprobar la combinación de los trenes.
—Sí, ya me contaste —ha dicho la mujer.
—De la estancia a Chaves debe haber por lo menos sesenta kilómetros en auto. Parece que el tren que va a Peúlco pasa por Chaves a las nueve y minutos.
—El auto se lo dejás al jefe de la estación —ha dicho su mujer, entre preguntando y decidiendo.
—Sí. El tren de Chaves llega pasada medianoche a Peúlco, pero parece que en el hotel hay siempre piezas con baño. Lo malo es que no da mucho tiempo para descansar porque el otro tren sale a eso de las cinco de la mañana, habrá que preguntar ahora. Después hay un buen tirón hasta llegar a Mercedes.
—Queda lejos, sí.
No hay mucha gente en la estación, algunos paisanos que compran cigarrillos en el quiosco o esperan en el andén. La boletería está al final del andén, casi al borde de las playas de desvío. Es un salón con un mostrador sucio, paredes llenas de carteles y de mapas, y hacia el fondo dos escritorios y la caja de hierro. Un hombre en mangas de camisa atiende el mostrador, una muchacha manipula un aparato telegráfico en uno de los escritorios. Ya es casi de noche pero no han encendido la luz, aprovechan hasta lo último la claridad marrón que pasa lentamente por la ventana del fondo.
—Habrá que volver en seguida a la estancia —dice el hombre—. Falta cargar el equipaje y no sé si tengo bastante nafta.
—Sacá los boletos y nos vamos —dice la mujer, que se ha quedado un poco atrás.
—Sí. Esperá que piense. Entonces yo voy primero hasta Peúlco. No, quiero decir que hay que sacar boleto desde donde dijo Juárez, no me acuerdo bien.
—No te acordás —dice la mujer, con esa manera de hacer una pregunta que no es nunca del todo una pregunta.
—Siempre es igual con los nombres —dice él con una sonrisa de fastidio—. Se te vuelan justo en el momento de decirlos. Y después otro boleto desde Peúlco hasta Mercedes.
—Pero por qué dos boletos diferentes —dice la mujer.
—Me explicó Juárez que son dos compañías y por eso hacen falta dos boletos, pero en cambio en cualquier estación te venden los dos y da lo mismo. Una de esas cosas de los ingleses.
—Ya no son más ingleses —dice la mujer.
Un muchacho moreno ha entrado en la boletería y está averiguando algo. La mujer se acerca y se apoya con un codo en el mostrador, y es rubia y tiene una cara cansada y hermosa como perdida en un estuche de pelo dorado que alumbra vagamente su contorno. El boletero la mira un momento, pero ella no dice nada como esperando que su marido se acerque para comprar los boletos. Nadie se saluda en la boletería, está tan oscuro que no parece necesario.
—Aquí en este mapa se ha de ver —dice el hombre yendo hacia la pared de la izquierda—. Mirá, tiene que ser así. Nosotros estamos...
Su mujer se acerca y mira el dedo que vacila sobre el mapa vertical, buscando donde posarse.
—Ésta es la provincia —dice el hombre— y nosotros estamos por aquí. Esperá, es aquí. No, debe ser más al sur. Yo tengo que ir para allá, ésa es la dirección, ves. Y ahora estamos aquí, me parece.
Da un paso atrás y mira todo el mapa, lo mira largamente.
—Es la provincia, ¿no?
—Parece —dice la mujer—. Y vos decís que estamos aquí.
—Aquí, claro. Éste tiene que ser el camino. Sesenta kilómetros hasta esa estación, como dijo Juárez, el tren tiene que salir de ahí. No veo otra cosa.
—Bueno, entonces sacá los boletos —dice la mujer.
El hombre mira un momento más el mapa y se acerca al boletero. Su mujer lo sigue, vuelve a apoyarse con un codo en el mostrador como si se preparara a esperar mucho tiempo. El muchacho termina de hablar con el boletero y va a consultar los horarios en la pared. Se enciende una luz azul en el escritorio de la telegrafista. El hombre ha sacado la cartera y busca dinero, elige algunos billetes.
—Tengo que ir a...
Se vuelve a su mujer que está mirando un dibujo en el mostrador, algo como un antebrazo mal dibujado con tinta roja.
—¿Cómo era la ciudad adonde tengo que ir? Se me escapa el nombre. No la otra, quiero decir la primera. Yo voy con el auto hasta la primera.
La mujer levanta los ojos y mira en dirección del mapa. El hombre hace un gesto de impaciencia porque el mapa está demasiado lejos para que sirva de algo. El boletero se ha acodado en el mostrador y espera sin hablar. Usa anteojos verdes y por el cuello abierto de la camisa le brota un chorro de pelos cobrizos.
—Vos habías dicho Allende, creo —dice la mujer.
—No, qué va a ser Allende.
—Yo no estaba cuando Juárez te explicó el viaje.
—Juárez me explicó los horarios y las combinaciones, pero yo te repetí los nombres en el auto.
—No hay ninguna estación que se llame Allende ––dice el boletero.
—Por supuesto que no hay —dice el hombre—. Adonde yo voy es a...
La mujer está mirando otra vez el dibujo del antebrazo rojo, que no es un antebrazo, ahora está segura.
—Mire, quiero boleto de primera para... Yo sé que tengo que ir en auto, es hacia el norte de la estancia. ¿Entonces vos no te acordás?
—Tienen tiempo —dice el boletero—. Piensen tranquilos.
—No tengo tanto tiempo —dice el hombre—. Ya mismo tengo que ir en el auto hasta... Justamente necesito un boleto desde ahí hasta la otra estación donde se combina para seguir a Allende. Ahora usted dice que no es Allende. ¿Cómo no te acordás, vos?
Se acerca a su mujer, le hace la pregunta mirándola con una sorpresa casi escandalizada. Por un momento está a punto de volver al mapa y buscar, pero renuncia y espera, un poco inclinado sobre su mujer que pasa y repasa un dedo sobre el mostrador.
—Tienen tiempo —repite el boletero.
—Entonces... —dice el hombre—. Entonces, vos...
—Era algo como Moragua —dice la mujer como si preguntara.
El hombre mira hacia el mapa, pero ve que el boletero mueve negativamente la cabeza.
—No es eso —dice el hombre—. No puede ser que no nos acordemos, si justamente mientras veníamos...
—Siempre pasa —dice el boletero—. Lo mejor es distraerse hablando de cualquier cosa, y zas el nombre que cae como un pajarito, hoy mismo se lo decía a un señor que viajaba a Ramallo.
—A Ramallo —repite el hombre—. No, no es a Ramallo. Pero a lo mejor mirando una lista de las estaciones...
—Están ahí —dice el boletero mostrando el horario pegado en la pared—. Ahora que eso sí, son como trescientas. Hay muchos apeaderos y estaciones de carga, pero lo mismo tienen su nombre, no le parece.
El hombre se acerca al horario y apoya el dedo al comienzo de la primera columna. El boletero espera, se quita un cigarrillo de la oreja y lame la punta antes de encenderlo, mirando hacia la mujer que sigue apoyada en el mostrador. En la penumbra tiene la impresión de que la mujer sonríe, pero se ve mal.
—Hacé un poco de luz, Juana —dice el boletero, y la telegrafista estira el brazo hasta la llave de la pared y una lámpara se enciende en el cielo raso amarillento. El hombre ha llegado a la mitad de la segunda columna, su dedo se detiene, vuelve hacia arriba, baja otra vez, se aparta. Ahora sí la mujer sonríe francamente, el boletero la ha visto a la luz de la lámpara y está seguro, también él sonríe sin saber por qué, hasta que el hombre gira bruscamente y vuelve al mostrador. El muchacho moreno se ha sentado en un banco al lado de la puerta y es alguien más ahí, otro par de ojos paseándose de una cara a otra.
—Se me va a hacer tarde —dice el hombre—. Si por lo menos vos te acordaras, a mí se me van los nombres, ya sabés cómo estoy.
—Juárez te había explicado todo —dice la mujer.
—Dejalo tranquilo a Juárez, yo te estoy preguntando a vos.
—Había que tomar dos trenes —dice la mujer—. Primero ibas con el auto hasta una estación, me acuerdo que dijiste que le dejarías el auto al jefe.
—Eso no tiene nada que ver.
—Todas las estaciones tienen jefe —dice el boletero.
El hombre lo mira pero tal vez ni siquiera ha oído. Está esperando que su mujer se acuerde, de pronto parecería que todo depende de ella, de que se acuerde. Ya no le queda mucho tiempo, hay que volver a la estancia, cargar el equipaje y salir hacia el norte. De golpe el cansancio es como ese nombre que no recuerda, un vacío que pesa cada vez más. No ha visto sonreír a la mujer, solamente el boletero la ha visto. Todavía espera que ella se acuerde, la ayuda con su propia inmovilidad, apoya las manos en el mostrador, muy cerca del dedo de la mujer que sigue jugando con el dibujo del antebrazo rojo y lo recorre suavemente ahora que sabe que no es un antebrazo.
—Tiene razón —dice mirando al boletero—. Cuando uno piensa demasiado se le van las cosas. Pero vos, a lo mejor...
La mujer redondea los labios como si quisiera sorber algo.
—A lo mejor me acuerdo —dice—. En el auto hablamos de que primero ibas a... ¿No era a Allende, verdad? Entonces era algo como Allende. Fijate de nuevo en la a o en la h. Si querés me fijo yo.
—No, no era eso. Juárez me explicó la mejor combinación... Porque hay otra manera de ir, pero entonces hay que cambiar tres veces de tren.
—Es demasiado —dice el boletero—. Ya con dos cambios basta, y toda la tierra que se junta en el vagón, para no hablar del calor.
El hombre hace un gesto de impaciencia y da la espalda al boletero, se interpone entre él y la mujer. Alcanza a ver de costado al muchacho que los mira desde el banco, y gira un poco más para no ver ni al boletero ni al muchacho, para quedarse completamente solo contra la mujer que ha levantado el dedo del dibujo y se mira la uña barnizada.
—Yo no me acuerdo —dice el hombre en voz muy baja—. Yo no me acuerdo de nada, lo sabés. Pero vos sí, pensá un momento. Vas a ver que te acordás, estoy seguro.
La mujer vuelve a redondear los labios. Parpadea dos, tres veces. La mano del hombre le ciñe la muñeca y aprieta. Ella lo mira, ahora sin parpadear.
—Las Lomas —dice—. A lo mejor era Las Lomas.
—No —dice el hombre—. No puede ser que no te acuerdes.
—Ramallo, entonces. No, ya lo dije antes. Si no es Allende tiene que ser Las Lomas. Si querés me fijo en el mapa.
La mano suelta la muñeca, y la mujer se frota la marca en la piel y sopla levemente encima. El hombre ha agachado la cabeza y respira con trabajo.
—Tampoco hay una estación Las Lomas —dice el boletero.
La mujer lo mira por sobre la cabeza del hombre que se ha doblado todavía más contra el mostrador. Sin apurarse, como tanteando, el boletero le sonríe apenas.
—Peúlco —dice bruscamente el hombre—. Ahora me acuerdo. Era Peúlco, ¿verdad?
—Puede ser —dice la mujer—. A lo mejor es Peúlco, pero no me suena mucho.
—Si va a ir en auto hasta Peúlco tiene para un rato —dice el boletero.
—¿Vos no creés que era Peúlco? —insiste el hombre.
—No sé —dice la mujer—. Vos te acordabas hace un rato, yo no presté mucha atención. A lo mejor era Peúlco.
—Juárez dijo Peúlco, estoy seguro. De la estancia a la estación hay como sesenta kilómetros.
—Hay mucho más —dice el boletero—. No le conviene ir en auto hasta Peúlco. Y cuando esté allá, ¿para dónde sigue?
—¿Cómo para dónde sigo?
—Se lo digo porque Peúlco es un empalme y nada más. Tres casas locas y el hotel de la estación. La gente va a Peúlco para cambiar de tren. Ahora, si usted tiene algún negocio que hacer allá, eso es otra cosa.
—No puede quedar tan lejos —dice la mujer—. Juárez te habló de sesenta kilómetros, de manera que no puede ser Peúlco.
El hombre tarda en contestar, una mano apoyada contra la oreja como si estuviera escuchándose por dentro. El boletero no ha desviado los ojos de la mujer y espera. No está seguro de que ella le haya sonreído al hablar.
—Sí, tiene que ser Peúlco —dice el hombre—. Si está tan lejos es que es la segunda estación. Tengo que sacar boleto hasta Peúlco, y esperar el otro tren. Usted dijo que era un empalme y que había un hotel. Entonces es Peúlco.
—Pero no queda a sesenta kilómetros —dice el boletero.
—Claro que no —dice la mujer, enderezándose y alzando un poco la voz—. Peúlco sería la segunda estación, pero lo que mi marido no recuerda es la primera, y ésa sí queda a sesenta kilómetros. Juárez te lo dijo, creo.
—Ah —dice el boletero—. Bueno, en ese caso usted tendría que ir primero a Chaves y tomar el tren para Peúlco.
—Chaves —dice el hombre—. Podría ser Chaves, claro.
—Entonces de Chaves se va a Peúlco —dice la mujer, casi preguntando.
—Es la única manera de ir desde esta zona —dice el boletero.
—Ya ves —dice la mujer—. Si estás seguro de que la segunda estación es Peúlco...
—¿Vos no te acordás? —dice el hombre—. Ahora estoy casi seguro, pero cuando dijiste Las Lomas también pensé que podría ser ésa.
—Yo no dije Las Lomas, dije Allende.
—Allende no es —dice el hombre—. ¿No dijiste Las Lomas, vos?
—Puede ser, me parecía que en el auto habías hablado de Las Lomas.
—No hay ninguna estación Las Lomas —dice el boletero.
—Entonces habré dicho Allende, pero no estoy segura. Será Chaves y Peúlco como le parece a usted. Sacá boleto de Chaves a Peúlco, entonces.
—Claro —dice el boletero, abriendo un cajón—. Pero desde Peúlco... Porque ya le dije que no es más que un empalme.
El hombre ha buscado en la cartera con un movimiento rápido, pero las últimas palabras le detienen la mano en el aire. El boletero se apoya en el borde del cajón abierto y vuelve a esperar.
—Desde Peúlco quiero boleto para Moragua —dice el hombre, con una voz que se va quedando atrás, que se parece a su mano tendida en el aire con el dinero.
—No hay ninguna estación que se llame Moragua —dice el boletero.
—Era algo así —dice el hombre—. ¿Vos no te acordás?
—Sí, era algo así como Moragua —dice la mujer.
—Con eme hay unas cuantas estaciones —dice el boletero—. Quiero decir, desde Peúlco. ¿Se acuerda cuánto duraba el viaje más o menos?
—Toda la mañana —dice el hombre—. Unas seis horas, o quizá menos.
El boletero mira un mapa sujeto por un vidrio en el extremo del mostrador.
—Podría ser Malumbá, o a lo mejor Mercedes —dice—. A esa distancia no veo más que esas dos, tal vez Amorimba. Amorimba tiene dos emes, a lo mejor es ésa.
—No —dice el hombre—. No es ninguna de ésas.
—Amorimba es un pueblo chico, pero Mercedes y Malumbá son ciudades. Con eme no veo ninguna otra en la zona. Tiene que ser una de ésas si usted toma el tren en Peúlco.
El hombre mira a la mujer, arrugando lentamente los billetes en la mano todavía tendida, y la mujer redondea los labios y se encoge de hombros.
—Yo no sé, querido —dice—. A lo mejor era Malumbá, no te parece.
—Malumbá —repite el hombre—. Vos creés entonces que es Malumbá.
—No es que yo crea. El señor te dice que desde Peúlco no hay más que ésa y Mercedes. A lo mejor es Mercedes, pero...
—Yendo desde Peúlco tiene que ser Mercedes o Malumbá —dice el boletero.
—Ya ves —dice la mujer.
—Es Mercedes —dice el hombre—. Malumbá no me suena, pero en cambio Mercedes... Yo voy al hotel Mundial, a lo mejor usted me puede decir si está en Mercedes.
—Sí que está —dice el muchacho sentado en el banco—. El Mundial está a dos cuadras de la estación.
La mujer lo mira, y el boletero espera un momento antes de acercar los dedos al cajón donde se alinean los boletos. El hombre se ha doblado sobre el mostrador como para alcanzarle mejor el dinero, y a la vez vuelve la cabeza y mira hacia el muchacho.
—Gracias —dice—. Muchas gracias, don.
—Es una cadena de hoteles —dice el boletero—. Perdóneme, pero en Malumbá también hay un Mundial, si vamos a eso, y seguro que en Amorimba, aunque ahí no estoy seguro.
—Entonces... —dice el hombre.
—Haga la prueba, total si no es Mercedes siempre puede tomar otro tren hasta Malumbá.
—A mí me suena más Mercedes —dice el hombre—. No sé por qué pero me suena más. ¿Y a vos?
—A mí también, sobre todo al principio.
—¿Cómo al principio?
—Cuando el joven te dijo lo del hotel. Pero si en Malumbá también hay un hotel Mundial...
—Es Mercedes —dice el hombre—. Estoy seguro de que es Mercedes.
—Sacá los boletos, entonces —dice la mujer como desentendiéndose.
—De Chaves a Peúlco, y de Peúlco a Mercedes ––dice el boletero.
El pelo oculta el perfil de la mujer, que está mirando otra vez el dibujo rojo en el mostrador, y el boletero no puede verle la boca. Con la mano de uñas pintadas se frota lentamente la muñeca.
—Sí —dice el hombre después de una vacilación que dura apenas—. De Chaves a Peúlco, y de ahí a Mercedes.
—Va a tener que apurarse —dice el boletero, eligiendo un cartoncito azul y otro verde—. Son más de sesenta kilómetros hasta Chaves y el tren pasa a las nueve y cinco.
El hombre pone el dinero sobre el mostrador y el boletero empieza a darle el vuelto, mirando cómo la mujer se frota lentamente la muñeca. No puede saber si sonríe y poco le importa, pero lo mismo le hubiera gustado saber si sonríe detrás de todo ese pelo dorado que le cae sobre la boca.
—Anoche llovió tupido del lado de Chaves —dice el muchacho—. Mejor se apura, señor, los caminos estarán barrosos.
El hombre guarda el vuelto y se pone los boletos en el bolsillo del saco. La mujer se echa el pelo hacia atrás con dos dedos y mira al boletero. Tiene los labios juntos como si sorbiera alguna cosa. El boletero le sonríe.
—Vamos —dice el hombre—. Tengo el tiempo justo.
—Si sale en seguida va a llegar bien —dice el muchacho—. Por las dudas llévese las cadenas, debe estar pesado antes de Chaves.
El hombre asiente, y saluda vagamente con la mano en dirección del boletero. Cuando ya ha salido, la mujer empieza a caminar hacia la puerta que se ha cerrado sola.
—Sería una lástima que al final se hubiera equivocado, ¿no? —dice el boletero como hablándole al muchacho.
Casi en la puerta la mujer vuelve la cabeza y lo mira, pero la luz llega apenas hasta ella y ya es difícil saber si todavía se sonríe, si el golpe de la puerta al cerrarse lo ha dado ella o es el viento que se levanta casi siempre con la caída de la noche.
Siestas
Alguna vez, en un tiempo sin horizonte, se acordaría de cómo casi todas las tardes tía Adela escuchaba ese disco con las voces y los coros, de la tristeza cuando las voces empezaban a salir, una mujer, un hombre y después muchos juntos cantando una cosa que no se entendía, la etiqueta verde con explicaciones para los grandes, Te lucis ante terminum, Nunc dimittis, tía Lorenza decía que era latín y que hablaba de Dios y cosas así, entonces Wanda se cansaba de no comprender, de estar triste como cuando Teresita en su casa ponía el disco de Billie Holiday y lo escuchaban fumando porque la madre de Teresita estaba en el trabajo y el padre andaba por ahí en los negocios o dormía la siesta y entonces podían fumar tranquilas, pero escuchar a Billie Holiday era una tristeza hermosa que daba ganas de acostarse y llorar de felicidad, se estaba tan bien en el cuarto de Teresita con la ventana cerrada, con el humo, escuchando a Billie Holiday. En su casa le tenían prohibido cantar esas canciones porque Billie Holiday era negra y había muerto de tanto tomar drogas, tía María la obligaba a pasar una hora más en el piano estudiando arpegios, tía Ernestina la empezaba con el discurso sobre la juventud de ahora, Te lucis ante terminum resonaba en la sala donde tía Adela cosía alumbrándose con una esfera de cristal llena de agua que recogía (era hermoso) toda la luz de la lámpara para la costura. Menos mal que de noche Wanda dormía en la misma cama que tía Lorenza y allí no había latín ni conferencias sobre el tabaco y los degenerados de la calle, tía Lorenza apagaba la luz después de rezar y por un momento hablaban de cualquier cosa, casi siempre del perro Grock, y cuando Wanda iba a dormirse la ganaba un sentimiento de reconciliación, de estar un poco más protegida de la tristeza de la casa con el calor de tía Lorenza que resoplaba suavemente, casi como Grock, caliente y un poco ovillada y resoplando satisfecha como Grock en la alfombra del comedor.
—Tía Lorenza, no me dejes soñar más con el hombre de la mano artificial —había suplicado Wanda la noche de la pesadilla—. Por favor, tía Lorenza, por favor.
Después le había hablado de eso a Teresita y Teresita se había reído, pero no era para reírse y tampoco tía Lorenza se había reído mientras le secaba las lágrimas, le daba a beber un vaso de agua y la iba calmando poco a poco, ayudándola a alejar las imágenes, la mezcla de recuerdos del otro verano y la pesadilla, el hombre que se parecía tanto a los del álbum del padre de Teresita, o el callejón sin salida donde al anochecer el hombre de negro la había acorralado, acercándose lentamente hasta detenerse y mirarla con toda la luna llena en la cara, los anteojos de aro metálico, la sombra del sombrero melón ocultándole la frente, y entonces el movimiento del brazo derecho alzándose hacia ella, la boca de labios filosos, el alarido o la carrera que la había salvado del final, el vaso de agua y las caricias de tía Lorenza antes de un lento retorno amedrentado a un sueño que duraría hasta tarde, el purgante de tía Ernestina, la sopa liviana y los consejos, otra vez la casa y Nunc dimittis, pero al final permiso para ir a jugar con Teresita aunque esa muchacha no era de fiar con la educación que le daba la madre, capaz que hasta le enseñaba cosas pero en fin, peor era verle esa cara demacrada y un rato de diversión no le haría daño, antes las niñas bordaban a la hora de la siesta o estudiaban solfeo pero la juventud de ahora.
—No solamente son locas sino idiotas —había dicho Teresita, pasándole un cigarrillo de los que le robaba a su padre—. Qué tías que te mandaste, nena. ¿Así que te dieron un purgante? ¿Ya fuiste o qué? Tomá, mirá lo que me prestó la Chola, están todas las modas de otoño pero fijate primero en las fotos de Ringo, decime si no es un amor, miralo ahí con esa camisa abierta. Tiene pelitos, fijate.
Después había querido saber más, pero a Wanda le costaba seguir hablando de eso ahora que de golpe le volvía una visión de fuga, de enloquecida carrera por el callejón, y eso no era la pesadilla aunque casi tenía que ser el final de la pesadilla que había olvidado al despertarse gritando. A lo mejor antes, a fines del otro verano, habría podido hablarle a Teresita pero se había callado por miedo de que fuera con chismes a tía Ernestina, en esa época Teresita iba todavía a su casa y las tías le sonsacaban cosas con tostadas y dulce de leche hasta que se pelearon con la madre y ya no querían recibir más a Teresita aunque a ella la dejaban ir a su casa algunas tardes cuando tenían visitas y querían estar tranquilas. Ahora hubiera podido contarle todo a Teresita pero ya no valía la pena porque la pesadilla era también como lo otro, o a lo mejor lo otro había sido parte de la pesadilla, todo se parecía tanto al álbum del padre de Teresita y nada acababa de veras, era como esas calles en el álbum que se perdían a la distancia igual que en las pesadillas.
—Teresita, abrí un poco la ventana, hace tanto calor con este encierro.
—No seas pava, después mi vieja se aviva que estuvimos fumando. Tiene un olfato de tigre la Pecosa, en esta casa hay que andarse con cuidado.
—Avisá, ni que fueran a matarte a palos.
—Claro, vos te volvés a tu casa y qué te importa. Siempre la misma chiquilina, vos.
Pero Wanda ya no era una chiquilina aunque Teresita se lo refregaba todavía por la cara pero cada vez menos desde la tarde en que también hacía calor y habían hablado de cosas y después Teresita le había enseñado eso y todo se había vuelto diferente aunque todavía Teresita la trataba de chiquilina cuando se enojaba.
—No soy ninguna chiquilina —dijo Wanda, sacando el humo por la nariz.
—Bueno, bueno, no te pongás así. Tenés razón, hace un calor de tormenta. Mejor nos sacamos la ropa y nos preparamos un vino con hielo. Te voy a decir una cosa, vos eso lo soñaste por el álbum de papá, y eso que ahí no hay ninguna mano artificial pero los sueños ya se sabe. Mirá cómo se me están desarrollando.
Bajo la blusa no se notaba gran cosa, pero desnudos tomaban importancia, la volvían mujer, le cambiaban la cara. A Wanda le dio vergüenza quitarse el vestido y mostrar el pecho donde apenas si asomaban. Uno de los zapatos de Teresita voló hasta la cama, el otro se perdió bajo el sofá. Pero claro que era como los hombres del álbum del papá de Teresita, los hombres de negro que se repetían en casi todas las láminas, Teresita le había mostrado el álbum una tarde de siesta en que su papá acababa de irse y la casa estaba tan sola y callada como las salas y las casas del álbum. Riendo y empujándose de puro nerviosas habían subido al piso alto donde a veces los padres de Teresita las llamaban para tomar el té en la biblioteca como señoritas, y en esos días no era cosa de fumar ni de beber vino en la pieza de Teresita porque la Pecosa se daba cuenta en seguida, por eso aprovechaban que la casa era para ellas solas y subían gritando y empujándose como ahora que Teresita empujaba a Wanda hasta hacerla caer sentada en el canapé azul y casi con el mismo gesto se agachaba para bajarse el slip y quedar desnuda delante de Wanda, las dos mirándose con una risa un poco corta y rara hasta que Teresita soltó una carcajada y le preguntó si era sonsa o no sabía que ahí crecían pelitos como en el pecho de Ringo. «Pero yo también tengo», había dicho Wanda, «me empezaron el otro verano». Lo mismo que en el álbum donde todas las mujeres tenían y muchos, en casi todas las láminas iban y venían o estaban sentadas o acostadas en el pasto y en las salas de espera de las estaciones («son locas», opinaba Teresita), y también como ahora mirándose entre ellas con unos ojos muy grandes y siempre la luna llena aunque no se la viera en la lámina, todo pasaba en lugares donde había luna llena y las mujeres andaban desnudas por las calles y las estaciones, cruzándose como si no se vieran y estuvieran terriblemente solas, y a veces los señores de traje negro o guardapolvo gris que las miraban ir y venir o estudiaban piedras raras con un microscopio y sin sacarse el sombrero.
—Tenés razón —dijo Wanda—, se parecía mucho a los hombres del álbum, y también tenía un sombrero melón y anteojos, era como ellos pero con una mano artificial, y eso que la otra vez cuando...
—Acabala con la mano artificial —dijo Teresita—. ¿Te vas a quedar así toda la tarde? Primero te quejás del calor y después la que me desnudo soy yo.
—Tendría que ir al baño.
—¡El purgante! No, si tus tías son un caso. Andá rápido, y de vuelta traé más hielo, miralo a Ringo cómo me espía, ángel querido. ¿A usted le gusta esta barriguita, amoroso? Mírela bien, frótese así y así, la Chola me mata cuando le devuelva la foto arrugada.
En el baño Wanda había esperado lo más posible para no tener que volver de nuevo, estaba dolorida y le daba rabia el purgante y también después Teresita en el canapé azul mirándola como si fuera una nena, burlándose como la otra vez cuando le había enseñado eso y Wanda no había podido impedir que la cara se le pusiera como fuego, esas tardes en que todo era diferente, primero tía Adela dándole permiso para quedarse hasta más tarde en lo de Teresita, total está ahí al lado y yo tengo que recibir a la directora y a la secretaria de la escuela de María, con esta casa tan chica mejor te vas a jugar con tu amiga pero cuidado a la vuelta, venís directamente y nada de quedarte machoneando en la calle con Teresita, a ésa le gusta irse por ahí, la conozco, después fumando unos cigarrillos nuevos que el padre de Teresita se había olvidado en un cajón del escritorio, con filtro dorado y un olor raro, y al final Teresita le había enseñado eso, era difícil acordarse cómo había ocurrido, estaban hablando del álbum, o a lo mejor lo del álbum era al principio del verano, aquella tarde estaban más abrigadas y Wanda tenía el pulóver amarillo, entonces no era todavía el verano, al final no sabían qué decir, se miraban y se reían, casi sin hablar habían salido a la calle para dar una vuelta por el lado de la estación, evitando la esquina de la casa de Wanda porque tía Ernestina no les perdía pisada aunque estuviera con la directora y la secretaria. En el andén de la estación se habían quedado un rato paseando como si esperaran el tren, mirando pasar las máquinas que hacían temblar los andenes y llenaban el cielo de humo negro. Entonces, o a lo mejor cuando ya estaban de vuelta y era hora de separarse, Teresita le había dicho como al descuido que tuviera cuidado con eso, no fuera cosa, y Wanda que había estado tratando de olvidarse se puso colorada y Teresita se rió y le dijo que lo de esa tarde no podía saberlo nadie pero que sus tías eran como la Pecosa y que si se descuidaba cualquier día la pescaban y entonces iba a ver. Se habían reído otra vez pero era cierto, tenía que ser tía Ernestina la que la sorprendiera al final de la siesta aunque Wanda había estado segura de que nadie entraría a esa hora en su cuarto, todo el mundo se había ido a dormir y en el patio se oía la cadena de Grock y el zumbido de las avispas furiosas de sol y de calor, apenas si había tenido tiempo de levantarse la sábana hasta el cuello y hacerse la dormida pero ya era tarde porque tía Ernestina estaba a los pies de la cama, le había arrancado la sábana de un tirón sin decir una palabra, solamente mirándole el pantalón del piyama enredado en las pantorrillas. En lo de Teresita cerraban con llave la puerta y eso que la Pecosa se los tenía prohibido, pero tía María y tía Ernestina hablaban de los incendios y de que los niños encerrados morían en las llamas, aunque ahora no era de eso que hablaban tía Ernestina y tía Adela, primero se le habían acercado sin decir nada y Wanda había tratado de fingir que no comprendía hasta que tía Adela le agarró la mano y se la retorció, y tía Ernestina le dio la primera bofetada, después otra y otra, Wanda se defendía llorando, de cara contra la almohada, gritando que no había hecho nada malo, que solamente le picaba y que entonces, pero tía Adela se sacó la zapatilla y empezó a pegarle en las nalgas mientras le sujetaba las piernas, y hablaban de degenerada y de seguramente Teresita y de la juventud y la ingratitud y las enfermedades y el piano y el encierro pero sobre todo de la degeneración y las enfermedades hasta que tía Lorenza se levantó asustada por los gritos y los llantos y de golpe hubo calma, quedó solamente tía Lorenza mirándola afligida, sin calmarla ni acariciarla pero siempre tía Lorenza como ahora que le daba un vaso de agua y la protegía del hombre de negro, repitiéndole al oído que iba a dormir bien, que no iba a tener de nuevo la pesadilla.
—Comiste demasiado puchero, me fijé. El puchero es pesado de noche, igual que las naranjas. Vamos, ya pasó, dormite, estoy aquí, no vas a soñar más.
—¿Qué estás esperando para sacarte la ropa? ¿Tenés que ir de nuevo al baño? Te vas a dar vuelta como un guante, tus tías son locas.
—No hace tanto calor como para estar desnudas ––había dicho Wanda aquella tarde, quitándose el vestido.
—Vos fuiste la que empezó con lo del calor. Dame el hielo y traé los vasos, todavía queda vino dulce pero ayer la Pecosa estuvo mirando la botella y puso la cara. Si se la conoceré, la cara. No dice nada pero pone la cara y sabe que yo sé. Menos mal que el viejo no piensa más que en los negocios y se las pica todo el tiempo. Es cierto, ya tenés pelos pero pocos, todavía parecés una nena. Te voy a mostrar una cosa en la biblioteca si me jurás.
Teresita había descubierto el álbum por casualidad, la estantería cerrada con llave, tu papá guarda los libros científicos que no son cosas para tu edad, qué idiotas, se les había quedado entornada y había diccionarios y un libro con el lomo escondido, justamente como para no darse cuenta, y además otros con las láminas anatómicas que no eran como las del liceo, ésas estaban completamente terminadas, pero apenas sacó el álbum las planchas de anatomía dejaron de interesarle porque el álbum era como una fotonovela pero tan rara, los letreros una lástima en francés y apenas se entendían algunas palabras sueltas, la sérénité est sur le point de basculer, sérénité quería decir serenidad pero basculer quién sabe, era una palabra rara, bas quería decir media, les bas Dior de la Pecosa, pero culer, las medias del culer no quería decir nada, y las mujeres de las láminas estaban siempre desnudas o con polleras y túnicas pero no llevaban medias, a lo mejor culer era otra cosa y Wanda también había pensado lo mismo cuando Teresita le mostró el álbum y se habían reído como locas, eso era lo bueno con Wanda en las tardes de siesta cuando las dejaban solas en la casa.
—No hace tanto calor como para sacarse la ropa ––dijo Wanda—. ¿Por qué sos tan exagerada? Yo dije, cierto, pero no quería decir eso.
—¿Entonces no te gusta estar como las mujeres de las láminas? —se burló Teresita estirándose en el canapé—. Mirame bien y decí si no estoy idéntica a ésa donde todo es como de cristal y a lo lejos se ve a un hombre chiquitito que viene por la calle. Sacate el slip, idiota, no ves que estropeás el efecto.
—No me acuerdo de esa lámina —dijo Wanda, apoyando indecisamente los dedos en el elástico del slip—. Ah sí, creo que me acuerdo, había una lámpara en el cielo raso y en el fondo un cuadro azul con la luna llena. Todo era azul, verdad.
Vaya a saber por qué la tarde del álbum se habían detenido mucho tiempo en esa lámina aunque había otras más excitantes y extrañas, por ejemplo la de Orphée que en el diccionario quería decir Orfeo el padre de la música que bajó a los infiernos, y eso que en la lámina no había ningún infierno y apenas una calle con casas de ladrillos rojos, un poco como al comienzo de la pesadilla aunque después todo había cambiado y era otra vez el callejón con el hombre de la mano artificial, y por esa calle con casas de ladrillos rojos venía Orfeo desnudo, Teresita le había mostrado enseguida aunque a primera vista Wanda había pensado que era otra de las mujeres desnudas hasta que Teresita soltó la risa y puso el dedo ahí mismo y Wanda vio que era un hombre muy joven pero un hombre y se quedaron mirando y estudiando a Orfeo y preguntándose quién sería la mujer de espaldas en el jardín y por qué estaría de espaldas con el cierre relámpago de la pollera desabrochado a medias como si eso fuera una manera de pasearse por el jardín.
—Es un adorno, no un cierre relámpago —descubrió Wanda—. Da la impresión pero si te fijás es una especie de dobladillo que parece un cierre. Lo que no se entiende es por qué Orfeo viene por la calle y está desnudo y la mujer se queda de espaldas en el jardín detrás de la pared, es rarísimo. Orfeo parece una mujer con esa piel tan blanca y esas caderas. Si no fuera por eso, claro.
—Vamos a buscar otra donde se lo vea de más cerca —dijo Teresita—. ¿Vos ya viste hombres?
—No, cómo querés —dijo Wanda—. Yo sé cómo es pero cómo querés que vea. Es como los nenes pero más grande, ¿no? Como Grock, pero es un perro, no es lo mismo.
—La Chola dice que cuando están enamorados les crece el triple y entonces es cuando se produce la fecundación.
—¿Para tener hijos? ¿La fecundación es eso o qué?
—Sos pava, nenita. Mirá esta otra, casi parece la misma calle pero hay dos mujeres desnudas. ¿Por qué pinta tantas mujeres ese desgraciado? Fijate, parecería que se cruzan sin conocerse y cada una sigue para su lado, están completamente locas, desnudas en plena calle y ningún vigilante que proteste, eso no puede suceder en ninguna parte. Fijate esta otra, hay un hombre pero está vestido y se esconde en una casa, se le ve nomás que la cara y una mano. Y esa mujer vestida de ramas y hojas, si te digo que están locas.
—No vas a soñar más —prometió tía Lorenza, acariciándola—. Dormite ahora, vas a ver que no vas a soñar más.
—Es cierto, ya tenés pelos pero pocos —había dicho Teresita—. Es raro, todavía parecés una nena. Encendeme el cigarrillo. Vení.
—No, no —había dicho Wanda, queriendo soltarse—. ¿Qué hacés? No quiero, dejame.
—Qué sonsa sos. Mirá, vas a ver, yo te enseño. Pero si no te hago nada, quedate quieta y vas a ver.
Por la noche la habían mandado a la cama sin permitirle que las besara, la cena había sido como en las láminas donde todo era silencio, solamente tía Lorenza la miraba de cuando en cuando y le servía la cena, por la tarde había escuchado de lejos el disco de tía Adela y las voces le llegaban como si la estuvieran acusando, Te lucis ante terminus, ya había decidido suicidarse y le hacía bien llorar pensando en tía Lorenza cuando la encontrara muerta y todas se arrepintieran, se suicidaría tirándose al jardín desde la azotea o abriéndose las venas con la gillette de tía Ernestina pero todavía no porque antes tenía que escribirle una carta de adiós a Teresita diciéndole que la perdonaba, y otra a la profesora de geografía que le había regalado el atlas encuadernado, y menos mal que tía Ernestina y tía Adela no estaban enteradas de que Teresita y ella habían ido a la estación para ver pasar los trenes y que por la tarde fumaban y tomaban vino, y sobre todo de aquella vez al caer la tarde cuando había vuelto de casa de Teresita y en vez de cruzar como le mandaban había dado una vuelta manzana y el hombre de negro se le había acercado para preguntarle la hora como en la pesadilla, y a lo mejor era solamente la pesadilla, oh sí Dios querido, justo en la entrada del callejón que terminaba en la tapia con enredaderas, y tampoco entonces s