No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles

Patricio Pron

Fragmento

cap-1

 

Oreste Calosso. Roma, 16 de marzo de 1978

 

El día 21 de abril de 1945 amaneció espléndido, como todos los otros días de ese mes terrible. Lo recuerdo perfectamente, y también recuerdo que, cuando encontramos el cadáver de Luca Borrello, éste tenía los ojos abiertos y miraba el cielo, como si un instante atrás también Borrello hubiera estado considerando que se trataba, efectivamente, de un día magnífico.

Atilio Tessore. Florencia, 11 de marzo de 1978

 

El día 21 de abril de 1945 llovió durante toda la mañana y luego salió el sol; irónicamente, para cuando lo hizo, ya todos habíamos encontrado refugio y nadie manifestó ninguna intención de salir a dar un paseo; de hecho, algunos ya habíamos comenzado a marcharnos.

Michele Garassino. Génova, 13 de marzo de 1978

 

No lo recuerdo. No tengo ni la más mínima idea de a qué se refiere y tampoco imagino por qué podría recordar yo una cosa semejante, qué tiempo hacía un día cualquiera de hace más de treinta años.

Espartaco Boyano. Ravena, 10 de marzo de 1978

El día 21 de abril de 1945 llovió todo el día y eso entorpeció la búsqueda. Ésta fue abandonada poco a poco por casi todos los participantes, a excepción de algunos que, como yo, siguieron buscando pese a las malas condiciones climáticas. Quién sabe si movidos por la curiosidad, por el convencimiento de que el desaparecido podría haber sido cualquiera de ellos, o por la especulación —nada desencaminada, por supuesto— de que participar de la búsqueda los eximiría de encontrarse entre los sospechosos. Eso si finalmente se descubría que Borrello no se había marchado subrepticiamente sino que había tenido un accidente o había sido asesinado.

Atilio Tessore. Florencia, 11 de marzo de 1978

 

¿Por qué iba yo a temer estar entre los sospechosos? ¿No había defendido el día anterior la opinión de Borrello, según la cual debíamos considerar que se produciría un cambio de régimen y participar de él como una forma de que nuestro proyecto no acabase por completo? ¿No le han contado ya a usted, que es tan joven, que Borrello fue acusado de ser un derrotista, que se afirmaba que era un infiltrado, que se insinuó que se había vuelto loco? Es decir, que se había vuelto loco de soledad y posiblemente de hartazgo y que su último proyecto —del que sólo existían rumores, aunque se trataba de rumores persistentes y curiosamente unánimes, como si todos aquellos que los reproducían hubieran visto ellos mismos trabajar a Borrello en su proyecto, o como si, más verosímilmente, hubieran aceptado el rumor por considerar que la obra de Borrello, que se había ido dispersando y transformando y adquiriendo formas más y más singulares y extrañas, como si L’anguria lirica no fuese, también, singular y extraña y no señalase un rumbo de alguna índole, que sólo Borrello pareció desear seguir, que nosotros decíamos querer seguir pero no seguimos, tal vez debido a que comprendimos que, en realidad, el arte y la vida no debían ser mezclados nunca, que el arte debía ser el sueño, inquietante o conciliador, de una cierta vigilia que sólo debía fantasear con la posibilidad de reunir arte y vida, y que si ambas no habían sido reunidas nunca era porque su reunión era un abismo al que era mejor no asomarse, y al que nosotros nos asomamos sólo un palmo antes de retroceder espantados, comprendiendo, digo, que la obra de Borrello sólo podía terminar de la forma en que lo hizo o del modo en que los rumores decían que lo había hecho— ponía de manifiesto que Borrello había caminado por una vía estrecha, inclasificable, que tenía dos aceras, una en la que estaba el arte y otra en la que se encontraban la locura y la aniquilación, y que, exhausto, había caído en alguna de ellas, y luego había mirado hacia delante, hacia el fondo de la vía, y había descubierto que esa vía no tenía horizonte, que concluía en un telón que imitaba un horizonte y que detrás de ese telón sólo había una pared de roca sólida como aquella al pie de la cual lo encontraron, según me dijeron, o que había un desconocido que se reía salvajemente de la ignorancia y de la inocencia del caminante y tal vez sólo había un espejo, un espejo en el que ni Borrello ni ninguno de nosotros hubiese querido mirarse nunca.

cap-1

TURÍN / NOVIEMBRE DE 1977

Nosotros concedemos a la juventud todos los derechos y toda la autoridad, la cual negamos y queremos arrancar brutalmente a los viejos, a los moribundos y a los muertos.

«Necesidad y belleza de la violencia»,

F. T. MARINETTI

cap-2

 

Algunos metros más adelante, la espalda del viejo profesor se curva de tal forma que ya no es posible ver su nuca; la hondonada que se produce en la chaqueta debido a la curvatura de la espalda y al hábito de adelantar la cabeza al caminar —que Pietro o Peter Linden, llamado «Pitz» y «Peeke», aunque en los dos últimos casos sólo por su madre, sabe que se denomina «cuello de cisne» y que se trata de una postura susceptible de ser corregida, ya que él la tenía de niño y su madre se la corrigió como solía hacerse en aquellos tiempos, colocándole una pila de libros en la cabeza y obligándolo a caminar por la casa sin que los libros se cayeran— hacen que, a sus espaldas, de la cabeza del viejo profesor sólo se vean la punta de las orejas y algo del cabello blanco que corona su cráneo y que en este momento se encuentra un poco desordenado por el viento, ya que el invierno parece haberse anticipado y la ciudad padece los vientos, por otra parte tan habituales durante buena parte del año, que trasladan el frío de las montañas que rodean Turín, que ya están nevadas en sus cumbres. No importa, ya que Pietro o Peter Linden conoce bien al viejo profesor y no necesita más que un elemento o dos —el color de la chaqueta que lleva hoy, que es de un azul plomizo, o la vacilación cuando el viejo profesor adelanta el pie derecho, que Pietro o Peter Linden sabe, porque el viejo profesor lo contó en alguna ocasión en sus clases, sin que viniese a cuento realmente, que debió serle reconstruido después de que quedase atrapado en el derrumbe de una habitación de la vivienda que su mujer y él ocupaban en Milán durante los últimos días de la guerra, que cedió cuando un edificio contiguo fue alcanzado por una granada; según el viejo profesor, con una veintena de niños encerrados en su interior porque el edificio contiguo era un colegio—, uno o dos elementos, pues, para reconocerlo entre las personas que se encuentran reunidas en la esquina de las calles Giuseppe Verdi y Gioacchino Rossini esperando que el tráfico disminuya lo suficiente como para poder cruzar al otro lado, es decir, al corso San Maurizio, para dirigirse, más allá, al río; una esquina a la que Linden y el viejo profesor han llegado juntos —aunque, por supuesto, el viejo profesor no lo sabe— después de abandonar el edificio de la universidad y atravesar, también juntos, aunque a cierta distancia uno de otro, la via Fratelli Vasco. Allí le ha bastado a Linden fingirse uno de los estudiantes para poder seguir al viejo profesor a unos metros escasos, y más adelante han sido los arcos de las calles los que le han ofrecido cobijo, así como la multitud que recorre las calles a esta hora del día, con cierta prisa debido a que los comercios cerrarán en unos minutos, pero, aun así, demasiado lentamente para Linden, que a menudo tiene la impresión de que las personas nunca caminan a suficiente velocidad cuando se desplazan por las calles, al punto de que él, que está dispuesto a asumir riesgos importantes para propiciar la llegada de un mundo nuevo que ni él ni sus compañeros de célula pueden siquiera intuir, y que posiblemente los expulse cuando se produzca su llegada, si es que eso sucede algún día, sólo cree saber dos cosas al respecto que para él, que en ocasiones se sorprende pensando en ellas con una sonrisa maliciosa en los labios, son innegociables: que en ese mundo nuevo habrá libros y que se prohibirá que las personas realicen paseos, conminándolas a cambio a desplazarse a una velocidad estable y alta o a permanecer en sus casas. De hecho, adoptar la lentitud requerida para desplazarse detrás del viejo profesor sin llamar la atención ha sido la única dificultad que se le ha presentado durante los últimos ocho días, en los que lo ha seguido todas las veces desde la universidad hasta su casa llevando a cabo un recorrido siempre igual en el que el viejo profesor no se ha detenido ni se ha dado vuelta en ninguna ocasión, como si no planeara sobre él la sombra de ninguna duda ni concibiese la posibilidad de que sus palabras —algunas de ellas, las vertidas en uno de los periódicos locales con regularidad o las formuladas en sus clases, a las que Linden ha asistido el curso pasado y que, en líneas generales, le han satisfecho a pesar de las múltiples alusiones despectivas del viejo profesor a los grupúsculos y a las células políticas, casi todas violentas, casi todas conformadas por jóvenes, con las que Linden ha simpatizado primero y a las que ha acabado sumándose después, aunque su posición, en ese sentido, aún no es segura, y el seguimiento al viejo profesor tiene, para él, por consiguiente, la importancia de una prueba— lo penalizaran, y Linden recuerda especialmente unas que formuló el año anterior, cuando su clase fue interrumpida por un puñado de jóvenes que le solicitaron que la suspendiera para que los alumnos —que sólo eran un puñado, que eran apenas cinco o seis, Linden incluido— pudieran participar de la manifestación que comenzaba a tener lugar en el patio interno de la universidad en ese momento, y en la que algunos ya voceaban consignas y otros apilaban bancos y mesas con la finalidad de prenderles fuego si la policía ingresaba al patio, cosa que la policía, que ya se había desplegado conformando un muro erizado sobre la via Po y sobre la Giuseppe Verdi, parecía dispuesta a hacer a la menor provocación, y el viejo profesor sólo los miró y les dijo: «No voy a permitir que esta clase sea interrumpida por razones políticas». Uno o dos de los alumnos presentes se sumaron a los espontáneos que habían interrumpido la clase y comenzaron a bajar las escaleras con ellos en dirección al patio interior, pero Linden —quien por entonces no sabía que en breve sería uno de ellos, que pronto estaría avanzando con ellos a un enfrentamiento con la Historia y que desconocía que uno de ellos sería su supervisor en la célula a la que acabaría integrándose, que otro de los jóvenes sería quien acabaría convenciéndolo de que aquel era el momento de enfrentar al Estado, y que otro de ellos, uno que solía prestar su casa para unas reuniones políticas a las que Linden no iba aún pero a las que comenzaría a ir en breve, sería asesinado por la policía algunos años después en un enfrentamiento— no bajó con ellos, de manera que fue uno de los pocos que pudo escuchar que el viejo profesor balbuceaba para sí mismo: «Nosotros también creímos que peleábamos por algo, pero sólo peleábamos por nosotros mismos y para conservar nuestra juventud, y la perdimos», y lo que dijo aquella vez el viejo profesor le ha quedado grabado a Linden del mismo modo en que le han quedado grabadas frases completas de los artículos en la prensa del viejo profesor, quien usualmente aboga en ellos por una mayor dureza en el enfrentamiento con los jóvenes y por el retorno de unos valores que son esencialmente religiosos y suponen una forma de vida no muy distinta de aquella de los padres y de los abuelos del viejo profesor, aunque no precisamente de la del viejo profesor, quien, como todos los integrantes de su generación, ha tenido que vivir de espaldas a esos valores entre otras cosas debido a que ha tenido que participar de dos guerras mundiales y porque esas guerras mundiales han aniquilado la forma de vida de sus padres y de sus abuelos en el marco de la cual esos valores parecían útiles y convenientes. Quizá, piensa Linden mientras deja atrás la via Gaudenzio Ferrari —la espalda del viejo profesor apenas unos metros más allá, hundida por el peso de la cabeza y por la indiferencia que le producen las vitrinas de los locales frente a los que pasa—, esos valores hayan sido concebidos para prevenir las guerras y el mundo que les sucedería, pero lo más factible es que, en realidad, contribuyeran a ambos, y así han quedado, no exactamente obsoletos, pero sí inútiles para cualquier otra cosa que no sea la continuidad de un estado de cosas que, en su opinión y en la de sus camaradas, debe ser transformado. El estado de cosas en la República italiana requiere, piensa Linden, que el enfrentamiento se agudice y que se empleen más medios y más contundentes para contener la avanzada del Estado, aunque existe la posibilidad de que el aumento de las acciones contribuya, a modo de justificación, al incremento de la fuerza empleada por parte de éste para evitarlas o para reprimirlas. Linden no se considera capacitado para determinar qué es preciso hacer en ese sentido y, de hecho, sólo le interesa «hacer», en lo que hay tanto una convicción política —la de que la situación italiana debe cambiar, no importa demasiado qué la reemplace— como el sentimiento de una falta íntima y, por consiguiente, no necesariamente visible, pero que se manifiesta —esta vez sí, visiblemente— en su cabello rubio, que lo destaca entre quienes recorren la via Rossini, aunque no son pocos los rubios en Turín, y en su apellido, dos cosas que lo avergüenzan porque ponen de manifiesto que él es al menos parcialmente alemán —es decir, que por lo menos una parte de él corresponde a los causantes de la ruina italiana de los años de la guerra—, aunque las cosas son relativamente más complejas, puesto que él no es uno de los tantos italianos de su edad que resultaron de relaciones consentidas o no entre mujeres italianas y alemanes de la Wehrmacht, sino que sus padres se conocieron años después de la guerra, en Milán, cuando su madre participó con el coro de su iglesia en una de esas giras interminables que la iglesia evangélica alemana organizaba con cierta regularidad en esos años para «estrechar lazos» entre enemigos recientes y, más específica y subterráneamente, para que a los alemanes se les disculpasen los hechos trágicos del pasado, de los que los alemanes habían sido primero perpetradores y luego víctimas, o simplemente víctimas siempre, en cierto sentido, aunque el origen de su apellido no está allí, sino en un ebanista suizo del cantón de Berna que llegó a Turín unos sesenta años atrás para trabajar en la industria. A Linden el asunto no le resulta indiferente, pero se pregunta si esos hechos poseen para él la misma importancia que los relacionados con la escalada de violencia que tiene lugar en Italia desde el 15 de marzo de 1972 en la que la retórica se ha radicalizado, se han radicalizado los modos de luchar contra el Estado y éste ha radicalizado su respuesta a los desafíos que resultan del descontento y de una visión ampliada de lo político, porque ¿no son políticos la radicalización y el rechazo? ¿Acaso no es evidente que en aquella ocasión el viejo profesor, que camina apenas unos metros por delante de él, estaba equivocado, y que, si su clase continuaba, lo hacía en primer lugar por razones políticas? ¿Que la existencia de una separación entre las formas de protesta política y los modos de transmisión de conocimiento es, en realidad, un problema político? A Linden, que se aproxima ya al corso San Maurizio junto al profesor y a un puñado de otras personas que le resultan indiferentes y a las que presta apenas la atención necesaria para no poner en riesgo la seguridad de su seguimiento, le parece que es preciso recurrir a todos los medios necesarios para reunificar ambas instancias, política y experiencia, reflexión y acción; prácticas, también las artísticas, y, digámoslo así, vida. Linden se retrasa deliberadamente, se esconde detrás de dos mujeres que regresan a sus casas con la compra —tomates, pan, cebollas, algo que parece albahaca o quizá hierbabuena, carne que ha empapado de sangre ya el papel en el que fue envuelta y comienza a imprimir una mancha de líquido en la superficie de la bolsa de una de las mujeres— porque el corso San Maurizio es una calle amplia y poco frecuentada a estas horas y, si el viejo profesor se diese la vuelta —aunque no se ha dado la vuelta hasta el momento y no parece que vaya a hacerlo; posiblemente, no lo hará nunca: así de seguro está Linden de su sigilo y de la protección que la legitimidad de sus acciones instaura en él y alrededor de él, como si fueran una especie de pared acolchada que lo separase de los demás y alejase los peligros—, podría reconocerlo mientras la cruzan, lentamente, en un itinerario puntuado por los autobuses y los autos que recorren la avenida, que están aparcados en el centro de la calle, con sus conductores que pitan y vociferan ante el paso de los peatones, que irremediablemente avanzan demasiado lentamente para su gusto, en particular las dos mujeres que regresan a su casa con la compra y Linden, que las sigue, que alza la cabeza para no perder de vista al viejo profesor, que avanza algunos metros más adelante, que ya ha cruzado casi por completo el corso y ahora se detiene un instante frente a la vitrina de una chocolatería y vacila, meditando, al parecer, acerca de lo que está viendo y posiblemente de si es necesario o pertinente comprar una caja de bombones, quizá no de las más grandes y costosas sino una pequeña y no muy llamativa, que pueda llevar consigo en el bolsillo sin llamar la atención, pero desiste y sigue caminando lentamente, deja atrás la via Santa Giulia, se acerca con paso firme a la parada del tranvía —el número 16, cuyo itinerario Linden desconoce— y después se interna en el corso Regina Margherita, que presenta a Linden las mismas dificultades que el corso San Maurizio, que Linden pretende resolver escondiéndose detrás de alguien, detrás de las mujeres que vuelven a casa con la compra, por ejemplo; pero las mujeres han girado ya en Santa Giulia y, al buscarlas con la vista, Linden no las encuentra, así que toma la decisión —por lo demás, riesgosa— que ya debió tomar en un seguimiento anterior, en el segundo o el cuarto, y avanza decididamente, deja detrás al viejo profesor —que no se percata, que no se da cuenta de que está siendo superado por un alumno suyo en un curso anterior, alguien que recuerda una situación en la que él afirmó que no iba a dejar que su clase se viera interrumpida por razones políticas; es decir, por razones políticas distintas a las que él defiende a menudo en la prensa y en sus clases y que proponen el retorno al orden y a la tradición, o a lo que él entiende por tradición, que es básicamente la versión idealizada de los tiempos que siguieron a la revolución que se produjo cuando alguien fue clavado en una cruz en algún lugar de Palestina—, y Linden cruza la calle y se refugia en un puesto de prensa; compra un par de periódicos y, por su proximidad a los periódicos, sencillamente por el hecho de que su mano se desliza en esa dirección y se aferra a una cartulina mucho antes de que él decida por qué y con qué motivo, compra una postal de la Mole Antoneliana que no tiene a quién enviar, aunque es evidente que podría enviársela a su padre si éste no hubiese muerto unos años atrás, en las afueras de un hospital ubicado a su vez en las afueras de Milán, un hospital que a Linden no le pareció, la única vez que estuvo allí, más que un sitio donde depositar a los ancianos y a los locos y a todo lo que éstos vivieron, todo lo que vieron e hicieron en los años de la guerra. Linden ve cómo el viejo profesor pasa frente a la vitrina del puesto de prensa, en la acera opuesta, y lo sigue con la mirada hasta que el cristal de la vitrina se ve interrumpido por una columna y el viejo profesor desaparece de la vista; se ha quedado de pie en el centro del local, viéndolo pasar, y sólo sale de su ensimismamiento cuando el anciano que lo atiende, que cree que Linden ha olvidado algo o simplemente no se atreve a formular otro pedido, le sugiere, con un fuerte acento triestino —el acento de alguien desplazado, piensa Linden—, que tal vez esté buscando alguna otra cosa, y extrae de las profundidades del mostrador unas fotografías pornográficas que parecen haber sido hechas hace décadas, posiblemente antes de la guerra, y que a Linden le recuerdan algo que no puede identificar, una especie de pudor infantil ante las primeras, balbuceantes, manifestaciones del deseo y de la curiosidad por las mujeres, así que vacila y luego dice que no le interesan, que sólo estaba haciendo tiempo, y sale a la calle, pero antes escucha que el triestino musita «Maricón» a sus espaldas: cuando se gira, lo ve contemplando él mismo las fotografías, con una expresión incomprensible. El viejo profesor, por su parte, se encuentra ya aproximadamente a la mitad del Ponte Rossini, donde en ese momento elude a un hombre que lleva un maletín y se apresura en la dirección contraria, camino de la parada del tranvía y directamente hacia Linden, que cruza la calle y también lo esquiva y continúa caminando detrás del viejo profesor, que cruza el largo Dora Firenze y a continuación sigue por via Reggio y alcanza la via Pisa y allí hace algo que no ha hecho en todos los días previos, en los días durante los cuales Linden ha estado siguiéndolo y preguntándose dónde se llevará a cabo la acción prevista, si a la altura del puente, que ofrece buenas posibilidades de escape, o cuando el viejo profesor alcance su casa, o en algún punto intermedio, porque lo que hace el viejo profesor es entrar a la librería que se encuentra en la esquina de las calles Reggio y Pisa y esto paraliza a Linden, que se pregunta qué hacer a continuación, si ingresar en el local o esperar fuera, y en ese caso dónde, porque éste está por completo acristalado y es difícil pensar en un sitio donde ocultarse que no se vea desde su interior; pero entonces, mientras se acerca lentamente a la librería, ve salir de ella al viejo profesor y comprende; entiende qué ha ido a hacer allí y por qué se ha marchado de inmediato y toma nota mental de ello y después continúa siguiendo al profesor, quien, a continuación, ya no se aparta de su ruta habitual; es decir, sigue por via Reggia y dobla a la izquierda en via Parma, y se dirige aún más lentamente, porque el trayecto parece haberlo agotado ya, hasta el número 49 de la calle, donde se detiene, extrae una llave del bolsillo posterior de su maletín, la introduce en la puerta de un edificio que —pero esto no pueden saberlo ni Linden ni el viejo profesor, quien, por lo demás, y a diferencia de Linden, no llegará a ver ni siquiera los cambios más inmediatos de la calle, de la ciudad, del país— será demolido en algunos años para dejar paso a uno de esos edificios modernos y funcionales que proliferarán en el barrio cuando los habitantes de los viejos palacios decidan que los tiempos han cambiado y es necesario buscar otras casas y otras formas de vida, que es realmente lo único que Linden y sus correligionarios desean, aunque es posible que acaben arrepintiéndose de ello: una época nueva, donde el arte y la vida se hayan reunido nuevamente después de décadas de una manifiesta incomprensión mutua, de un desdén mutuo resultado de un tiempo que podríamos —y de hecho, así lo creen Linden y quienes le han asignado la tarea de realizar el seguimiento que ya acaba, que termina por fin— resumir en la figura del viejo profesor, que forcejea con la cerradura, que abre con dificultad una de las hojas de la gran puerta del edificio, que se cuela a través de ella, que desaparece de la vista de Linden por última vez.

Unos días después, el viejo profesor está muerto: ha sido acribillado en una acción de escarmiento que —pese a la retórica con la que la organización a la que Linden pertenece, que se adjudica el ajusticiamiento, que promete acciones similares contra otros representantes del viejo régimen y de la lógica estatal—, en realidad, ha salido mal, rematadamente mal, cosa que Linden, quien no ha participado de la acción —aunque, en cierto sentido, sí lo ha hecho, puesto que él realizó el seguimiento y elaboró a continuación el croquis detallado de itinerarios, horarios, incidencias, que entregó a su enlace, quien le hizo saber más tarde que se trataba de un muy buen trabajo, y que era posible que le encargasen otros similares, y le preguntó si tenía experiencia con armas de fuego—, comprende tan pronto como lee la noticia en el periódico y se entera de esa forma de que la muerte se ha producido por desangramiento, ya que todas las heridas de bala se encuentran en las piernas del cadáver; es decir, que lo que se pretendió fue amedrentar al viejo profesor, que murió desangrado en la puerta de su vivienda a la espera de una ambulancia, llamada desde el teléfono de un bar próximo por un parroquiano que no quiso dar su nombre, que el Estado italiano que él defendía en sus clases y en sus artículos en la prensa no consiguió enviarle a tiempo, lo cual no deja de ser irónico porque pone de manifiesto que, si Linden y los miembros de la organización a la que pertenecen han escogido estar desamparados y han optado por el ocultamiento y la clandestinidad de sus acciones, las personas que han escogido la protección del Estado y su defensa pública también están desamparadas: han sido desamparadas por el Estado sin que éste manifieste ninguna mala conciencia, posiblemente porque el Estado también ha comprendido que los tiempos están cambiando y que sólo se puede derrotar a lo nuevo con lo nuevo, disfrazado de lo antiguo y perimido y legitimado por ese disfraz, por esa aura de respetabilidad que Linden nota en muchos sitios; en Roma, por ejemplo, donde ha sido enviado por la organización poco antes de que se cometiera la acción contra el viejo profesor, y donde lee las noticias en la prensa en una cafetería en los alrededores de la estación de Termini, donde ocupa una casa operativa que comparte con otro activista, que le ha dicho que se llama Paolo y que está en el frente de cárceles en el área de Bolonia, aunque Linden cree que esto no es así porque, de estar en el frente de cárceles, no ocuparía una casa operativa y porque su acento no es boloñés sino imprecisamente sureño, posiblemente calabrés; también porque le ha visto contando grandes sumas de dinero en su habitación y escondiéndolas luego en una caja disimulada en el cabecero de su cama, posiblemente a la espera de cerrar una operación de compra de armas, o tal vez como una prueba a él, para que Linden se vea tentado de robar el dinero y huir, cosa que la organización le haría pagar con su vida y que, por supuesto, Linden no piensa hacer; o puede suceder que el boloñés del frente carcelario sea en realidad un infiltrado, alojado en la casa a la espera de que alguien realmente importante de la organización llegue para detenerlo, porque esas cosas ya han sucedido en el pasado y seguirán sucediendo, lo que llevará a que en un momento u otro la organización se vuelque sobre sí misma, como hacen todas las organizaciones, y disuelva su potencial revolucionario en la ingrata tarea de efectuar depuraciones, perseguir infiltrados, escuchar sus testimonios y los alegatos a su favor, ajusticiarlos o eximirlos, usarlos, lo que Linden sabe porque su padre se lo dijo decenas, posiblemente cientos, de veces a lo largo de su vida, que fue partisano durante la guerra y debió matar a alemanes y a colaboracionistas y también, desafortunadamente, a uno o dos infiltrados, aunque a él nunca le quedó claro que fueran infiltrados, al punto de que es posible que haya sido la incertidumbre y tal vez el remordimiento los que acabaron contribuyendo a su hundimiento y a su voluntad de poner punto final a su vida, constituyendo con su ejemplo una advertencia que su hijo no ha querido escuchar sino parcialmente, porque ha acabado convirtiéndose, o al menos así lo imagina él, en un partisano; pero Linden también sabe, o comprende, que está en peligro en Roma, en peligro de que los frentes que dividen a unos de otros empiecen a resultarle más difusos de lo que realmente son —si esos límites existen—, así que regresa en cuanto puede a Turín y allí, antes de reengancharse, recuerda una nota mental tomada días atrás, y una tarde regresa a la esquina de via Reggio con Pisa y entra a una librería inusualmente oscura en su interior a pesar de estar casi completamente vidriada y se acerca a un mostrador también acristalado, desde donde lo observa un empleado que parece, todo él, desde las gafas hasta las manos, hecho de cristal, y pregunta si los libros que el viejo profesor encargó han llegado ya, y el empleado que parece de cristal lo observa y Linden le responde que era asistente del viejo profesor y que en la universidad le han dado instrucciones para que recoja los encargos que el viejo profesor pudo haber hecho en sus últimas horas de vida y que los cancele, así que el empleado cristalino, que posiblemente también piense que Linden es cristalino y que sus intenciones lo son, le pide un momento y se retira a la trastienda, y luego balbucea el nombre del viejo profesor, como si necesitase invocar su nombre al tiempo que lo busca en los paquetes de libros y finalmente da con uno de esos paquetes y regresa al mostrador y se lo entrega a Linden, que prácticamente no lo mira, que extrae el dinero de su bolsillo y pide al empleado que le entregue una factura a nombre del director de la biblioteca del departamento donde se desempeñaba el viejo profesor, que es, insiste Linden, lo prescriptivo en estos casos, y después acepta las condolencias del empleado cristalino, un pequeño bibelot a punto de romperse en un acceso de llanto mientras balbucea que el viejo profesor era un buen cliente de la librería, y a continuación recoge el paquete y la factura, que prácticamente debe arrancar de las manos cristalinas, vítreas, del empleado, y luego sale de la librería y baja por la via Reggio y no mira atrás, no mira atrás ni una sola vez mientras se pregunta qué hacer a continuación y dónde.

A lo largo de su vida, Linden ha pensado siempre en la literatura como algo más que una distracción; más aún, como algo de una necesidad inexcusable, una convicción que puede ser el resultado de los ejercicios prescriptos por su madre o de la insistencia de su padre, que careció siempre del tiempo para ella pero nunca dudó de su importancia y transmitió ésta a su hijo, y en alguna ocasión incluso le contó que había conocido a un escritor hacia el final de la guerra y que éste, a pesar de no tener ninguna razón para ello, le había salvado la vida, lo que a Linden le pareció enigmático en su momento y luego, sencillamente, una historia más de una guerra que, en algún sentido, sólo se compone de historias; y así es que, una vez más, y al margen de lo que su padre pudiese creer acerca de la literatura y de su utilidad —que para Linden sólo puede existir con relación a otra pregunta, la de «para hacer qué» con la literatura—, y como sea, éste deja nuevamente todo de lado para leer, esta vez para leer los libros que el viejo profesor encargó poco antes de morir y que son tres. Va a hacerlo en varias ocasiones en los próximos meses, desatendiendo las posibilidades de ponerse en contacto con la organización a la que pertenece, en no menor medida debido a que unas semanas atrás unos activistas habrán sido asesinados o se habrán suicidado en sus celdas en una cárcel de Alemania Occidental, lo que habrá llevado a que el pequeño mundo que Linden y sus amigos y conocidos habían creado a su alrededor con la finalidad de que acabase reemplazando al otro mundo, al mundo que está allí fuera y que les resulta más y más extraño, se reduzca todavía un poco más al tiempo que se amplía con una posibilidad insospechada hasta ese momento, la de ser asesinados, además de encarcelados y torturados; aunque también, piensa Linden mientras se dirige a la reunión en la que su célula va a discutir el hecho y las posibles acciones de represalia, puede haber sucedido que aquellos activistas —cuyos nombres, como muchos otros jóvenes en diferentes sitios de Europa, Linden conocía bien: Andreas Baader, Jan-Carl Raspe, Gudrun Ensslin, Irmgard Möller, que sobrevivirá— no hayan sido asesinados en sus celdas, sino que ellos mismos se hayan suicidado debido al fracaso de la última acción destinada a liberarlos, el secuestro de un avión, con sus pasajeros y su tripulación, que fue desviado a una ciudad africana —una ciudad, por cierto, en la que Linden vivirá durante algún tiempo en el futuro, aunque esto no lo sabe aún, naturalmente, y de cuyo aeropuerto partirá en varias ocasiones preguntándose todas las veces dónde se produjo la acción y si existe algún testimonio material de ella— con la finalidad de iniciar unas negociaciones con el gobierno alemán occidental que éste no se avino a sostener: el avión fue asaltado durante la noche; sus secuestradores, asesinados. Esta noche, los integrantes de la célula a la que pertenece Linden se reúnen a discutir la acción en un piso operativo en la zona de Mirafiori Nord que él ha alquilado con un nombre falso unas semanas atrás y que ha pagado con dinero de la célula a la que pertenece y no se ha tomado la molestia de amueblar, de tal forma que en él tan sólo hay una radio, una lámpara de mesa que alguien que pasó algún tiempo en la comuna en la que, al menos oficialmente, Linden vive, frente a la iglesia de San Salvario, dejó olvidada cuando se marchó —o fue expulsado, Linden no lo recuerda bien—, y unos colchones sobre los que los integrantes de la célula se han recostado para fumar y hablar y sacar conclusiones acerca del fracaso de la acción de rescate de sus referentes alemanes y su muerte en la cárcel; pero de esta noche no saldrá conclusión alguna porque todos están paralizados por la sorpresa y la indignación y algo parecido al miedo, así como por la incertidumbre de no saber si la muerte de los alemanes ha sido un asesinato o un suicidio, dos opciones que tienen sus adeptos y sus detractores en la célula esta noche y suponen conclusiones diferentes, cosas distintas que leer en la acción y que la condicionan por completo, convirtiéndola una en una acción exitosa y otra en una acción fracasada: si se trató de un asesinato, se puede tener la certeza de que el enfrentamiento con el Estado sólo puede intensificarse, ya que la muerte de los activistas alemanes —a los que la prensa, también la italiana, o especialmente la italiana, llaman y llamarán consuetudinariamente «terroristas»— pone de manifiesto la violencia subyacente a las instituciones de justicia del Estado y demuestra que su legalidad no es siquiera relevante para sus valedores, lo que inclinará a la opinión pública del lado de quienes pretenden reemplazar esa legalidad por otra distinta, menos ligada al imperio del dinero y de las desigualdades; mientras que, si se trató de un suicidio —aunque pensar que ese suicidio haya sido posible en una cárcel de máxima seguridad, en una cárcel construida para evitar que ese suicidio se produjera, parece absurdo—, la acción también es exitosa, o al menos aparentemente exitosa, porque supone que los activistas políticos siguieron siendo dueños de sí mismos incluso cuando se encontraban en manos del Estado; esa manifestación de independencia, de una autonomía trágica, se puede interpretar como un mandato y una enseñanza a quienes, como Linden y los otros integrantes de su célula —cuyos nombres de guerra son tan absurdos como el que el propio Linden ha escogido para sí y que sólo a regañadientes se ha tomado el trabajo de memorizar—, los han tomado como referentes, pero también conduce a la conclusión —que Linden no se atreve a plantear abiertamente esta noche, puesto que su posición en la organización todavía es precaria y aún se lo excluye de las acciones armadas, lo que es tanto un modo de preservarlo hasta que haya adquirido mayor experiencia como un reconocimiento tácito de la importancia de sus habilidades en otro ámbito, en la inteligencia de las acciones, en la provisión de pisos operativos y en la comisión de falsificaciones y de investigaciones para las que es mejor que Linden flote en una zona imprecisa entre la legalidad y la ilegalidad, en la que el resto de los miembros de la célula ya está plenamente sumergido— de que quienes los tomaron como referentes han sido dejados de lado por ellos, que prefirieron abandonar voluntariamente la lucha a continuar afrontando las consecuencias de esa misma lucha, lo que a Linden le parece más decoroso, al tiempo que más insensato. En ese abandono voluntario de la lucha hay una especie de derrota íntima de la acción, que a Linden le recuerda y le recordará durante años las derrotas también íntimas de quienes, en un momento u otro, habrán luchado y perdido, como su padre, que combatió la ocupación alemana del norte de Italia y el fascismo y luego, de alguna form

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos