Lo que está y no se usa nos fulminará

Patricio Pron

Fragmento

cap-1

SALON DES REFUSÉS

La condena de Valéry a la novela es un rechazo del vértigo de los posibles narrativos que se abren ante cada situación y ante cada frase. […] La novela es un arte combinatorio. Narrar es tomar decisiones.

RICARDO PIGLIA

1

A lo largo de ese mes también muere el escritor que ella más admira; no es el mejor de su país, ni el más popular, ni aquel que ha obtenido la mayoría de los galardones que se otorgan en él, pero sí el que a ella más le gusta, el más afín a su sensibilidad, o mejor, a su idea de lo que la literatura puede y, eventualmente, debe ser, o al menos de lo que la literatura debe ser para gustarle a ella; es decir, para gustarle tanto como la obra del escritor que ella más admira y que —como hemos dicho— muere, también, a lo largo de ese mes.

No: el escritor ha muerto hace algunos años; es decir, ha pasado tiempo ya desde su muerte y un día ella compra una autobiografía que el escritor ha dejado incompleta al morir, o, mejor todavía, que ha dejado completa antes de morir, lista para ser enviada a imprenta. Quizás la ha completado poco antes de su deceso y ha correspondido a su viuda —si la tiene— la tarea de pasarla en limpio y corregir los pequeños errores que un sujeto agonizante puede cometer en lo que escribe, si lo hace. No, mejor: la mujer del escritor ha muerto hace algunos años, antes que el escritor, y éste no ha designado albacea: la publicación de su autobiografía se ha hecho sin que se requiriese el consentimiento de nadie, o sin que éste pudiera ser obtenido, en nombre del interés público por la obra, es decir, por su comercialidad, que tal vez también haya sido tenida en cuenta por el escritor a la hora de destinar a su autobiografía el lugar que le ha otorgado en la sucesión de sus libros, y no otro, el de aquello que concluye y cierra lo que podríamos llamar una obra. No, el escritor jamás ha tenido en cuenta tales cuestiones, y sencillamente ha escrito su autobiografía sabiendo que iba a ser su último libro. (No, no sabiéndolo en absoluto, aunque quizás sospechándolo.)

 

 

Nuestra joven lee la autobiografía en el transcurso de dos o tres noches. (No, mejor, de cuatro noches: es una obra extensa, como corresponde al resumen de una vida, incluso al resumen indulgente y parcial de una que puede hacer quien, comprensiblemente, en vez de documentar su vida, la ha vivido.) Nuestra joven tiene la impresión de que la autobiografía constituye una suerte de anticlímax en relación al resto de su obra que la lleva a perder interés en todos los otros libros del escritor que —obsérvese el tiempo verbal— alguna vez admiró, unos libros que alguna vez consideró extraordinarios y, descubre ahora, salieron, sin embargo, de un fondo informe de hechos pueriles. Al igual que muchos lectores, ella cree que lo extraordinario sólo puede surgir de lo extraordinario, y que las circunstancias banales de la vida de un escritor convierten a su literatura en banal: cuando termina la lectura, nuestra joven reúne todos los libros del escritor muerto y se desprende de ellos.

(No, ella no puede creer eso: de hecho, ha comprado y leído la autobiografía del autor, lo que significa que, en términos generales, tiene interés en la vida de los escritores. Quizás es la primera autobiografía de uno que lee, y por esa razón es que descubre en ella que los escritores tienen vidas pueriles. No, mejor: ella ha leído ya otras biografías de escritores, y también autobiografías: es una lectora, es decir, es alguien que ha pasado ya por todo esto antes; pero, igualmente, la lectura de la autobiografía del escritor que más admiraba —el pretérito es deliberado, por supuesto— la decepciona, no debido a la calidad del texto sino por el talante de su protagonista, y se desprende en cuanto puede de todos los libros del autor que tenía en su casa.)

No, no, la historia no puede ser esta ni terminar de esta forma; mejor digamos que no se desprende de todos los libros que tiene del escritor que más admira; su interés en él, de hecho, aumenta cuando, en su autobiografía, lee a éste confesando un crimen cometido en la juventud. El crimen es terrible y su confesión es innecesaria porque, como el propio autor admite, el delito fue atribuido con su complicidad a otra persona, que fue condenada y murió en la cárcel. Una de muchas paradojas: la confesión no contribuye a que nuestra joven pierda interés en el escritor al que —el pretérito no cabe aquí— ella más admira, sino que lo aumenta: a diferencia de muchos lectores, ella no cree que lo extraordinario sólo pueda surgir de lo extraordinario, y que las circunstancias banales de la vida de un escritor conviertan a su literatura en banal. (Por otra parte, el crimen que confiesa el escritor no tiene nada de banal.) Ni ella ni los otros lectores que el escritor ha dejado tras de sí sabrán nunca si lo que narró en su autobiografía fue una ficción o un hecho real, pero esa incertidumbre pondrá bajo una óptica nueva y ambigua todo lo que ha escrito, lo que calificó como ficción y aquello que dijo que no era una ficción, que dijo que era su propia vida.

2

Un día, cuando ya prácticamente ha olvidado aquel horrible crimen ficticio o real que el escritor que más admira contó en su autobiografía póstuma, ella lee un artículo en la prensa acerca de otra autobiografía, de un escritor que conoció al escritor que ella todavía más admira y que lo frecuentó con asiduidad; en la autobiografía, que acaba de ser publicada, hay una simetría: su autor también cometió un horrible crimen, aunque éste no constituye el más estremecedor de los hechos que narra —pese a que lo narra con una fruición por el detalle en la que el escritor que ella todavía más admira nunca cayó, interesado como parece haber estado a lo largo de toda su obra, si se exceptúa un primer libro, inmaduro y precipitado, del que se retractó en cuanto pudo mediante la elisión y el silencio—, sino que, el otro escritor —el que frecuentó con asiduidad al escritor que ella todavía más admira, aunque lo frecuentó sobre todo en su primera juventud, cuando ambos eran alumnos de una universidad prestigiosa— cuenta también episodios eróticos con su madre y posteriormente con una de sus hijas, una propensión a las drogas en la que ninguno de sus conocidos, dice el artículo, reparó nunca, un placer por fin hecho público por ser humillado, azotado por hombres y mujeres y orinado en el rostro, por ser violado por desconocidos en estaciones de autobuses y en parques de la periferia. No hay explicación alguna en el artículo acerca de cómo el escritor que frecuentó en su primera juventud al escritor que ella todavía más admira pudo ocultar esas inclinaciones durante tanto tiempo a sus amigos más cercanos, ni sobre por qué quiso hacerlas públicas en una autobiografía que, en una segunda simetría, también ha sido publicada tras su muerte, con lo que parece ser la anuencia de su hija y de su viuda a pesar de que ambas son retratadas grotescamente en la obra.

No, en realidad sí se explica el asunto en el artículo, y la explicación concierne también a la autobiografía del escritor que ella todavía más admira: según el artículo, el escritor que ella todavía más admira y el que lo frecuentó en su primera juventud se pusieron de acuerdo para escribir hace años ya, en esa primera juventud y cuando todavía eran autores por completo desconocidos, sus respectivas autobiografías, no ya de lo que habían vivido, sino de lo que creían que iban a vivir y les sucedería; así, sus autobiografías han tenido el carácter de una prolepsis que sirvió a sus autores de hoja de ruta y también de advertencia: el escritor que ella todavía más admira no cometió el horrible crimen que se atribuye, su colega consiguió reprimir la atracción erótica que sentía por su madre y que, imaginó, iba a sentir por su hija si alguna vez tenía una, no se excedió en las prácticas sadomasoquistas, mantuvo a lo largo de su vida un aura de respetabilidad, etcétera. Su acuerdo y una visión muy singular, pero compartida, acerca de para qué sirve la literatura deben de haber sido increíblemente fuertes, tanto como para que ambos, al final de su vida, y ya siendo escritores reputados, cumpliesen con la voluntad de publicar sus autobiografías, juveniles y anticipatorias, pese al descrédito que esto les acarrearía.

No, no es eso lo que se dice en el artículo que ella lee. En el artículo se dice que el acuerdo entre ambos fue otro, y que es tardío: poco antes de morir, los dos amigos, el escritor que ella admira y el escritor que lo frecuentó asiduamente en su temprana juventud —pero también, como es evidente ahora, en su vejez— acordaron que iban a escribir dos autobiografías, pero que cada uno de ellos iba a escribir la del otro, sobre la base de lo que sabía y de lo que podía imaginar; el otro aceptaba publicarla cualquiera fuese su contenido, movido por el convencimiento de que las personas públicas —los escritores, por ejemplo, aunque la naturaleza pública de su trabajo sea motivo de discusión y más una aspiración que un hecho cierto— deben producir narrativas «objetivas» de sus vidas, y que esa objetividad, que en realidad no se debe esperar de ellos, puede ser proporcionada por otro sujeto si éste conoce bien al biografiado; por ejemplo, si ha compartido con él a lo largo de toda su vida un amor por la verdad —cualquier cosa que esto signifique— que justifique el sinceramiento póstumo consistente en publicar la obra más personal posible, que es siempre la que ha escrito otro en nuestro nombre.

Al final del artículo se pone de manifiesto, pues, que la autobiografía del escritor que ella todavía más admira es obra del escritor que lo frecuentó asiduamente, y que la de éste último fue escrita por el escritor que ella todavía más admira. Nuestra joven protagonista compra la segunda de las autobiografías y vuelve a reconocer en ella al escritor que más admira, sus frases sinuosas y, aparentemente, no siempre gramatical o sintácticamente correctas, cualquier cosa que esto signifique y valga lo que valga. Así que vuelve a comprar todos sus libros y los relee en los años siguientes, con placer. (No, no los compra porque nunca se ha desprendido de ellos.)

 

 

(No, el artículo no dice eso, en realidad: dice que ambos escritores han escrito sus autobiografías imaginarias al final de su vida, contando sólo lo que ellos han recordado, inventándoselo deliberadamente todo, sin investigar nada, convencidos de que nadie los reconocería en las vidas que narran —las cuales, como decimos, son imaginarias— sino en la forma en que han sido narradas, en la mirada que las ha propiciado y que es lo único que un lector puede conocer, en realidad, de un escritor, incluso aunque éste escriba su autobiografía, hacia el final o en cualquier otro momento de su vida.)

No, no es cierto: en realidad, la lectora —que todavía no ha leído la autobiografía póstuma del escritor que admira, que la ha comprado pero no la ha leído y es posible que no la lea ya: no, la va a leer, pero la va a abandonar a las pocas páginas— sueña en alguna de las noches en que tiene al lado de su cama la autobiografía del escritor que admira y se propone leerla, aunque de momento no la lee porque regresa exhausta de su trabajo a casa y aun tiene que encargarse de su hijo, que es pequeño y todavía la necesita mucho, más incluso de lo que parecía necesitarla cuando era más pequeño pero su padre aún vivía con ellos, antes de que se marchase por alguna razón que ni él ni ella han comprendido todavía, es decir, en el momento en que tiene lugar todo esto, o sea, cuando la lectora sueña que es el personaje de un relato del escritor que ella más admira y que en ese relato aparece Edgar Allan Poe, del que a su vez el escritor que ella más admira es personaje, de tal manera que ella no comprende qué es exactamente, si es personaje del escritor que ella más admira o del autor de «El pozo y el péndulo»: tampoco sabe, al menos en el sueño, si Edgar Allan Poe es un personaje del escritor que ella admira o si éste es un personaje de Edgar Allan Poe y, en general, no sabe si Edgar Allan Poe alguna vez ha escrito sobre escritores, y piensa que no debería importarle, pero se despierta gritando.

3

No es eso lo que sucede, en realidad: nuestra joven compra la autobiografía del escritor que más admiración le suscita —pero el escritor está vivo, no ha muerto—, la lee, se sorprende al encontrar en ella la confesión de un crimen que el autor dice haber cometido en su juventud; se pregunta por qué lo cuenta ahora, qué lo induce o lo ha inducido a manchar su reputación con una historia que puede traerle innumerables problemas, incluso la cárcel; se tranquiliza pensando que todo es una ficción, que es posible que el autor haya, en ese pasaje de su autobiografía, dejado «volar su imaginación» —aunque ésta actúa más bien de forma subterránea, cavando en lugar de volando, sumergiéndose en las aguas fangosas de lo que pudo haber sido y está frío y oscuro y no elevándose a los cielos para adquirir una perspectiva que la imaginación, en realidad, nunca tiene—, y no vuelve a pensar en ello.

En realidad sigue pensando en ello, no puede dejar de pensar en ello. Nuestra joven averigua dónde vive el escritor, deja al niño al cuidado de una vecina que tiene siete u ocho gatos —y toma al niño en sus brazos, cuando ella se lo entrega, como si fuera un pequeño felino, una mezcla de ternura y precoz ferocidad—, sube a su coche, llega a la casa que le han indicado, toca el timbre, a continuación golpea la puerta: no hay nadie en la casa. Sí, sí hay alguien en la casa, una mujer que la recibe con amabilidad pero es enfática: el escritor no recibe visitas de sus lectores, no va a recibirla. Nuestra joven insiste, ruega; la mujer es inflexible. Al fin se atreve a preguntarle si el crimen narrado en su autobiografía es ficticio o real, si ella puede decírselo: la mujer la mira un instante y le sonríe con complicidad, y después cierra la puerta.

No, no le sonríe: la mujer le grita que ella es como todos los otros, que ella tampoco ha entendido nada, y le cierra la puerta en las narices.

No, mejor: de camino a la casa del escritor, ella tiene un accidente, atropella a un reno; no, mejor a un jabalí, atropella a un reno o a un jabalí; no, mejor atropella a un ciervo, atropella a un ciervo y sufre un golpe terrible, despierta en el hospital sin heridas graves, pero padece una amnesia profunda, no recuerda nada, tiene miedo, escapa del hospital, sólo tiene un nombre, que ha escuchado susurrar a una enfermera durante su convalecencia y cree que es la clave de su caso, se dirige a otra ciudad, duerme en la estación de autobuses, lava platos en la cocina de un restaurante de carretera, reúne el dinero que necesita para alquilar una pequeña habitación en un motel, tiene sueños recurrentes, un cliente del restaurante se enamora de ella, quiere llevársela de allí, ella lo rechaza, necesita reunir dinero para llevar a cabo su investigación, pero la paga en el restaurante no es buena y tan sólo le permite dormir en el motel y visitar un local de ordenadores y telefonía, donde algunas noches busca nombres que cree recordar de su vida previa al accident

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