1
Cruzó el vestíbulo y se detuvo junto a una ventana a observar cómo un hombre con dos bastones luminosos color naranja dirigía un avión a su puerta de embarque. Sobre el asfalto el cielo era impoluto, de ese azul tropical implacable al que no había llegado a acostumbrarse. En el horizonte se habían amontonado nubes: cumulus congestus, señal de alguna clase de perturbación sobre el mar.
El delgado marco de un detector de metal aguardaba su cola de turistas. En la sala de embarque, ron del duty free, aves del paraíso envueltas en celofán, collares hechos de conchas. Del bolsillo de la camisa se sacó una libreta y un bolígrafo.
«El cerebro humano», escribió, «es en un setenta y cinco por ciento agua. Nuestras células son poco más que odres para transportar agua. Cuando morimos se derrama de nuestro interior por el suelo y el aire y en los estómagos de animales y se convierte en el contenido de otra cosa. Las propiedades del agua líquida son las siguientes: conserva la temperatura durante más tiempo que el aire; es adherente y elástica; está en perpetuo movimiento. Estos son los principios de la hidrología; estas son las cosas que uno debería saber si quiere conocerse a sí mismo».
Cruzó la puerta de embarque. En las escaleras, casi ya en el avión, un sentimiento parecido a la asfixia le subió por la garganta. Asió con fuerza la bolsa y se aferró a la barandilla. Una serie de pájaros —palomas comunes, quizá— aterrizaban de uno en uno en una parcela de hierba segada al final de la pista de despegue. Los pasajeros se movían impacientes a su espalda. Una auxiliar de vuelo se retorció las manos, se acercó a él y lo escoltó a la cabina de pasajeros.
La sensación del avión acelerando y subiendo era como entrar en un sueño vívido y peligroso. Apoyó la frente en la ventanilla. El océano se ensanchaba bajo el ala; el horizonte se inclinó y, a continuación, cayó en picado. El avión se puso de costado y la isla reapareció, exuberante y repentina, ribeteada de arrecifes. Por un instante, en el cráter del Soufrière, vislumbró una cortina de agua verde perla. Luego las nubes se cerraron y la isla desapareció.
La mujer sentada a su lado había sacado una novela y estaba empezando a leer. El avión subió a la troposfera. En el interior de la ventana habían comenzado a formarse pequeñas frondas de escarcha. Detrás, el cielo era deslumbrante y frío. Parpadeó y se limpió las gafas con la manga. Subían en dirección al sol.
2
Se llamaba David Winkler y tenía cincuenta y nueve años. Aquel iba a ser su primer viaje a casa en veinticinco años, si es que podía seguir llamándola su casa. Había sido padre, marido e hidrólogo. No estaba seguro de seguir siendo ninguna de las tres cosas.
Su billete era de Kingstown, San Vicente, a Cleveland, Ohio, con escala en Miami. El sobrecargo informaba acerca de la velocidad de vuelo y la altitud por altavoces situados en el techo. El tiempo en Puerto Rico. El capitán no apagaría el letrero luminoso de abróchense los cinturones.
Desde su asiento de ventana, Winkler paseó la vista por el avión. Los pasajeros —estadounidenses en su mayoría— leían, dormían o hablaban en voz baja unos con otros. La mujer sentada a su lado le daba la mano a un hombre rubio que ocupaba el asiento de pasillo.
Cerró los ojos, reclinó la cabeza en la ventana y poco a poco fue cayendo en algo parecido al sueño. Se despertó sudando. La mujer del asiento de al lado lo zarandeaba por un hombro.
—Estaba soñando —le dijo—. Le temblaban las piernas. Y las manos. Las presionaba contra la ventana.
—Estoy bien.
Muy abajo, el ala del avión cortaba arrecifes de cúmulos. Se secó la cara con el puño de la camisa.
La mirada de la mujer se detuvo en él antes de volver a la novela. Estuvo un rato sentado mirando las nubes. Por fin, con voz resignada, dijo:
—El compartimento que tiene encima no está bien cerrado. Durante las turbulencias se abrirá y se caerá la bolsa que hay dentro.
La mujer levantó la vista.
—¿Qué?
—El compartimento. Para el equipaje. —Hizo un gesto hacia arriba con los ojos—. Debe de estar mal cerrado.
La mujer se inclinó sobre el hombre rubio sentado a su lado, hacia el pasillo.
—¿De verdad? —preguntó. Le dio con el codo al hombre rubio y le dijo algo, y este miró hacia arriba y respondió que el compartimento estaba perfectamente cerrado—. ¿Estás seguro?
—Segurísimo.
La mujer se giró hacia Winkler.
—Vale, gracias.
Volvió a su libro. Dos o tres minutos después, el avión empezó a inclinar el morro y la cabina entera descendió durante un largo instante. El compartimento superior tembló, la puerta se abrió con un chasquido y una bolsa cayó al pasillo. De su interior salió un crujido ahogado de cristal roto.
El hombre rubio cogió la bolsa, miró dentro y soltó una palabrota. El avión volvió a enderezarse. Era una bolsa de paja y tenía un dibujo de un barco de vela estampado. El hombre comenzó a sacar trozos de lo que parecían ser copas de martini de regalo y a sacudir la cabeza al verlas. Una auxiliar de vuelo se acuclilló en el pasillo y metió los fragmentos en una bolsa para el mareo.
La mujer del asiento del centro miró a Winkler mientras se tapaba la boca con una mano.
Él mantuvo la vista fija en la ventanilla. La escarcha entre las dos hojas de la ventana aumentaba, hacía conexiones diminutas, cinco centímetros cuadrados de plumas delicadas, un país de las maravillas bidimensional hecho de hielo.
3
Los llamaba sueños. Ni augurios ni visiones exactamente, tampoco presentimientos o premoniciones. Llamarlos sueños le permitía acercarse todo lo que podía a lo que eran: sensaciones —experiencias incluso— que lo visitaban mientras dormía y se desvanecían cuando se despertaba para reaparecer en los minutos o las horas o los días siguientes.
Le había llevado años reconocer el momento en que se acercaban. Algo en el olor de una habitación (un aroma como a techo de madera de cedro, o a humo, o a arroz con leche caliente), o el sonido de un autobús diésel que pasa traqueteando delante de un apartamento, y se daba cuenta de que ya lo había experimentado antes, de que lo que estaba a punto de ocurrir —que su padre se cortaría un dedo al abrir una lata de sardinas, que una gaviota se posaría en el alféizar— era algo que ya había ocurrido, en el pasado, en un sueño.
También tenía sueños normales, la clase de sueños que tiene todo el mundo, rollos de película de historias paradójicas, las narraciones inverosímiles que inventa el córtex cerebral cuando tiene que organizar sus recuerdos. Pero, en algunas ocasiones, pocas, lo que veía cuando dormía (la lluvia que anegaba los canalones; el fontanero que le ofrecía la mitad de su bocadillo de pavo; una moneda que desaparecía, inexplicablemente, de su bolsillo) era distinto: más nítido, más verdadero y premonitorio.
Había sido así toda su vida. Sus sueños predecían cosas descabelladas, imposibles: estalactitas crecían del techo; abría una puerta y se encontraba el cuarto de baño lleno a rebosar de hielo derritiéndose. Y estas a su vez predecían cosas del día a día: a una mujer se le caía una revista; un gato dejaba un gorrión muerto en la puerta trasera; una bolsa se desplomaba desde el compartimento superior de un avión y su contenido se rompía en el pasillo. Estas apariciones le tendían emboscadas en los márgenes agitados del sueño y, una vez que habían terminado, casi siempre desaparecían, se disolvían en fragmentos que no podía recomponer después.
Pero unas pocas veces había tenido visiones más completas. La experiencia era nítida e hiperrealista —como despertarse y encontrarse en la superficie de un lago recién helado oyendo el chasquido intenso del hielo bajo sus pies— y esos sueños persistían mucho tiempo después de que se despertara y le venían a la cabeza durante los días siguientes, como si lo inminente no pudiera esperar a convertirse en lo pasado, o el presente se abalanzara hacia el futuro, ávido de lo que llegaría a ser. En esas ocasiones, sobre todo, la palabra fracasaba. Eran sueños más profundos que el acto mismo de soñar, estaban más allá del recuerdo. Eran sueños clarividentes.
Cambió de postura y vio pasar falanges de nubes bajo el ala. Los recuerdos acudieron a él volando, tan nítidos como las fibras del respaldo del asiento que tenía delante. Vio el resplandor azul del parpadeo de un soplete eléctrico en una ventana; vio lluvia caer como una cortina en el parabrisas de su viejo Chrysler. Tenía siete años y su madre le compraba sus primeras gafas; recorría ansioso el apartamento examinándolo todo: la estructura de la escarcha en el congelador, una salpicadura de lluvia en la ventana del salón. Qué maravilloso había sido ver los detalles del mundo: arcoíris de aceite flotando en charcos, columnas de mosquitos formando espirales sobre el agua del río Ship, los bordes almidonados y ondulantes de las nubes.
4
Estaba en un avión, tenía cincuenta y nueve años, pero podía haber sido simultáneamente —en los pliegues de la memoria— un cuarto de siglo más joven y estar en su cama, en Ohio, quedándose dormido. A su lado, su mujer dormía encima del edredón con las piernas separadas y el cuerpo irradiando calor, como hacía siempre. Su hija de meses no hacía ruido al otro lado del pasillo. Era medianoche, marzo, lluvia en las ventanas y, a la mañana siguiente, tenía que levantarse a las cinco. Oyó el chasquido y el golpeteo de las gotas contra los cristales. Se le cerraron los párpados.
En su sueño había casi un metro de agua en la calle. Desde la ventana del piso de arriba —estaba de pie ante ella con las palmas en el cristal—, las casas vecinas parecían una flota de arcas que han naufragado: agua que superaba los alféizares de la primera planta, vallas engullidas, árboles jóvenes sumergidos hasta el cuello.
En algún lugar lloraba su hija. A su espalda, la cama estaba vacía y hecha con pulcritud. ¿Dónde había ido su mujer? En la cómoda, cajas de cereales y unos cuantos platos; unas botas de goma aguardaban junto a la escalera. Corrió de habitación en habitación llamando a su hija. No se encontraba en su cuna ni en el cuarto de baño ni en ninguna parte del piso de arriba. Se puso las botas y bajó al recibidor. Toda la primera planta estaba cubierta de medio metro de agua, silenciosa y fría, de color café manchado. De pie en la alfombra del recibidor, el agua le llegaba hasta más arriba de las rodillas. El llanto de su hija resonaba en un extraño eco por las habitaciones, como si estuviera presente en cada esquina.
—¿Grace?
Fuera, el agua murmuraba y chocaba contra las paredes. Avanzó vadeando. Pálidas lentejuelas de luz reflejada se mecían acompasadamente en el techo. Tres revistas se movieron perezosas a su paso; un rollo hinchado de toallas de papel chocó contra su rodilla y se alejó flotando.
Abrió la despensa y creó una ola que se expandió por la cocina, empujando los taburetes. Un grupo de bombillas medio sumergidas como bóvedas de cráneos diminutos a la deriva navegaban hacia el frigorífico. Se detuvo. Ya no la oía.
—¿Grace?
De fuera llegó el ruido de una lancha a motor. Cada respiración se quedaba suspendida delante de él un momento antes de dispersarse. La luz declinaba. Se le erizó el vello de los brazos. Descolgó el teléfono —con el cable flotando—, pero no había línea. Algo amargo y fluido empezaba a subirle por el estómago.
Abrió a la fuerza la puerta del sótano y se encontró con que la escalera estaba sumergida por completo, perdida bajo un rectángulo de agua espumoso y marrón. Había una página de calendario flotando, algo de su mujer, la fotografía de un faro pintado a rayas rojas y blancas oscureciéndose y girando en la espuma.
Le entró el pánico. La buscó debajo de la mesa del recibidor, detrás de la butaca, que prácticamente flotaba ya; miró en lugares absurdos: el cajón de los cubiertos, una fiambrera. Metió los brazos en el agua y palpó bajo la superficie, arrastrando los pies por el suelo. Los únicos sonidos eran los de la mitad inferior de su cuerpo chapoteando y las percusiones, más leves, de las olas que levantaba al chocar contra las paredes.
La encontró la tercera vez que pasó por la sala de estar. Seguía en su moisés, en lo alto de un macetero de varios pisos de su mujer, junto a la ventana empañada, con los ojos muy abiertos y envuelta en una manta. En la cabeza llevaba su gorro amarillo de lana. La manta estaba seca.
—Grace —dijo mientras la cogía en brazos—. ¿Quién te ha subido ahí?
La emoción cruzó la cara de la niña, que apretó los labios y arrugó la frente. Luego, a la misma velocidad, la expresión se le relajó.
—No pasa nada —añadió—. Ahora te saco de aquí.
La sujetó contra su pecho, vadeó por el recibidor y tiró hasta abrir la puerta principal.
El agua entró desde el jardín con un suspiro. La calle se había convertido en un río coagulado y provisional. El arce del jardín de los Sachse estaba atravesado en la calle y sumergido. Bolsas de plástico, enganchadas a las ramas, vibraban en la corriente y emitían un zumbido agudo y sobrenatural, como de enjambre. No había luz. Dos gatos que no había visto nunca caminaban por una rama baja del roble del jardín delantero. Había docenas de pertenencias a la deriva: una tumbona, un par de cubos de basura de plástico, una nevera portátil de poliestireno, todas cubiertas de barro, todas desfilando despacio calle abajo.
Bajó vadeando los escalones del camino de entrada. Pronto el agua le llegó a la cintura, así que sujetó a Grace con ambos brazos a la altura del hombro y luchó contra la corriente. Notaba el aliento tenue de la niña en la oreja. El suyo formaba nubes efímeras de vapor delante de los dos.
Tenía las ropas empapadas y había empezado a tiritar. La fuerza de la corriente —lenta, pero cargada de sedimentos, de palos y de terrones enteros de césped— le empujaba con resolución los muslos y notaba cómo intentaba levantarle los pies del suelo y llevárselos. A unos cien metros calle arriba, detrás de la casa de los Stevenson, una pequeña luz azul le hacía guiños por entre los árboles. Se volvió a mirar la entrada de su casa, oscura, muy lejana ya.
—Aguanta, Grace —dijo.
La niña no lloró. Por la disposición de los postes de teléfono en la penumbra dedujo dónde estaba la acera y se dirigió hacia ella.
Avanzó calle arriba sujetándose con un brazo a farolas y troncos de árboles y tomando impulso como si estuviera subiendo los peldaños de una escalera de mano gigante. Llegaría hasta la luz azul y los salvaría a los dos. Se despertaría, sano y salvo y seco, en su cama.
El agua silbaba y murmuraba y un sonido como de sangre le inundaba los oídos. Notaba su sabor en los dientes: a barro y a algo más, parecido al óxido. En varias ocasiones pensó que iba a resbalar y tuvo que pararse y apoyarse en un buzón, escupiendo agua, asiendo fuerte a su hija. Se le habían empañado las gafas. Tenía las piernas y los brazos adormecidos. El agua le succionaba las botas.
La luz de detrás de la casa de los Stevenson temblaba, parpadeaba y volvía a materializarse cada vez que dejaba atrás un obstáculo. Era un barco. Ahora el agua ya no cubría tanto.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Socorro!
Grace estaba callada: un peso leve contra su camisa mojada. A lo lejos, como en una orilla remota, gemían sirenas.
Dio unos cuantos pasos más y tropezó. El agua le llegó a los hombros. El río lo empujaba igual que el viento empuja una vela y durante toda su vida, incluso en sueños, recordaría esa sensación: la de sentirse superado por el agua. En un segundo la corriente lo arrastró. Sostuvo a Grace lo más alto que pudo y sujetó sus pequeños muslos entre las palmas, con los pulgares clavados en la parte inferior de su espalda. Dio patadas, puso los pies en punta e intentó tocar fondo. De reojo veía pasar las mitades superiores de las casas. Por un momento pensó que serían arrastrados calle abajo, hasta pasada su casa, pasada la calle sin salida, y que llegarían al río. Entonces su cabeza chocó con un poste de teléfono; giró sobre sí mismo; se hundieron.
La tarde había progresado hasta ese último azul que precede a la oscuridad. Intentó mantener a Grace por encima de la altura del pecho, sujetando sus pequeñas caderas con las manos; él siguió con la cabeza debajo del agua.
Sus hombros chocaron con palos sumergidos, con una docena de obstáculos invisibles. La corriente del fondo le succionó y quitó una bota. Unos cientos de metros después, manzana abajo, entraron en un remolino lleno de espuma y ramitas de árbol, y entonces cerró las piernas alrededor de un buzón, el último de la calle. Allí el agua discurría entre parcelas boscosas que señalaban el límite de la calle y se fusionaba con el hinchado, irreconocible río Chagrin. Consiguió de alguna manera ponerse de pie sin soltar a Grace. Un espasmo le atravesó el diafragma y empezó a toser.
El punto de luz cabeceante y cambiante que había junto a la casa de los Stevenson estaba ahora milagrosamente más cerca.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Aquí!
El buzón giró por efecto de su peso. La luz se acercó. Era una barca de remos. Un hombre se inclinó por la proa con una linterna. Oyó voces. El buzón gimió bajo su cuerpo.
—Por favor —intentó decir Winkler—. Por favor.
La barca se acercó. La luz le daba en la cara. Unas manos le habían cogido por el cinturón y tiraban de él por la borda.
—¿Está muerta? —oyó preguntar a alguien—. ¿Respira?
Winkler tragó aire. Había perdido las gafas, pero podía ver la boca abierta de Grace. Tenía el pelo mojado y no llevaba el gorro amarillo. Sus mejillas habían perdido el color. No conseguía relajar los brazos; de hecho no parecían en absoluto sus brazos.
—Señor —dijo alguien—. Suéltela, señor.
Sintió cómo un grito le quemaba la garganta. Alguien le decía que la soltara, suéltela, suéltela.
Era un sueño. Aquello no había sucedido.
5
La memoria galopa, luego se detiene y da un giro inesperado; para la memoria, el orden de los acontecimientos es arbitrario. Winkler seguía en el avión, volando en dirección norte, pero también retrocedía, se hundía más y más en las superposiciones temporales hasta llegar a los años anteriores incluso a tener una hija, antes de que hubiera soñado siquiera con la mujer que se convertiría en su esposa.
Esto fue en 1975. Estaba en Anchorage, Alaska, y tenía treinta y dos años, un apartamento encima del garaje en el centro, un Chrysler Newport de 1970, pocos amigos y ningún familiar con vida. Si había algo que llamara la atención de él eran sus gafas: lentes gruesas, de culo de botella de Coca-Cola y montura de plástico. Detrás de ellas sus ojos parecían insustanciales y ligeramente combados, como si mirara no a través de medio centímetro de cristal curvo, sino de hielo, de dos charcos helados, y sus globos oculares flotaran justo debajo.
Volvía a ser marzo, comenzaba el deshielo, el sol no había terminado de salir, pero el aire era cálido, soplaba en dirección este y traía el olor improbable a hojas nuevas, como si la primavera ya hubiera llegado al oeste, a los volcanes aleutianos del otro lado del estrecho de Siberia —primeros brotes apretados en las especies de árboles que hubiera allí y osos parpadeando al salir de sus guaridas de hibernación, festivales que empezaban, serenatas a la luz de la luna, romances florecientes y homenajes al equinoccio y a la primera siembra—, la primavera rusa soplando a través del mar de Bering y por encima de las montañas y aterrizando en Anchorage.
Winkler se vistió con uno de sus dos trajes de pana marrón y fue caminando a la pequeña oficina de ladrillo del Servicio Nacional de Meteorología en la Séptima Avenida, donde trabajaba como analista ayudante. Pasó la mañana compilando informes sobre grosores de nieve en su escritorio de madera barnizada. Cada pocos minutos, del tejado se desprendía un trozo de nieve y caía con un golpe sordo en el seto que había al otro lado de su ventana.
A mediodía fue andando al Snow Goose Market, pidió un sándwich de salami y mostaza con pan de trigo e hizo cola en una de las cajas para pagar.
A unos cuatro metros, una mujer con gafas de carey y un traje de chaqueta de poliéster color marrón se detuvo delante de un expositor giratorio de revistas. En la cesta llevaba, primorosamente colocados, dos cajas de cereales y dos litros de leche. La luz —que entraba oblicua por las ventanas— se proyectaba en su cintura y le iluminaba las espinillas debajo de la falda. Vio diminutas partículas de polvo flotar en el aire entre sus tobillos; cada mota entraba y salía individualmente de la luz de sol y algo en su disposición le resultó intensamente familiar.
Tintineó una caja registradora. Un ventilador automático de techo se puso en marcha con un suspiro. De pronto supo lo que iba a ocurrir, había soñado con ello cuatro o cinco noches antes. A la mujer se le caería una revista; él se acercaría, la cogería y se la daría.
La cajera devolvió el cambio a dos adolescentes y miró a Winkler expectante. Pero este no conseguía apartar la vista de la mujer que hojeaba revistas. Esta giró el expositor un cuarto, su pulgar e índice se posaron vacilantes en un número (Good Housekeeping, marzo de 1975, Valerie Harper en la portada, sonriente y bronceada con una camiseta verde de tirantes) y lo sacó. La portada se le resbaló, la revista cayó al suelo.
Sus pies caminaron hacia ella como si tuvieran voluntad propia. Se agachó; la mujer se inclinó. Sus coronillas estuvieron a punto de tocarse. Winkler tomó la revista, le sacudió el polvo de la portada y se la dio.
Se enderezaron los dos a la vez. Él se dio cuenta de que le temblaba la mano. Sus ojos no se encontraron con los de la mujer, sino que siguieron fijos en algún punto situado más arriba de su garganta.
—Se le ha caído esto —dijo.
La mujer no lo cogió. En la caja, un ama de casa había ocupado el sitio de Winkler en la fila. El chico que ayudaba en la caja abrió una bolsa y metió en ella un cartón de huevos.
—¿Señorita?
La mujer tomó aire. Detrás de sus labios había hileras de dientes brillantes, ligeramente torcidos. Cerró los ojos y los mantuvo así un momento antes de abrirlos, como si estuviera esperando a que se le pasara un ataque de vértigo.
—¿Quería esto?
—¿Cómo…?
—Su revista.
—Tengo que irme —dijo la mujer abruptamente.
Dejó el cesto de la compra y se dirigió hacia la salida, casi corriendo y cerrándose el abrigo; cruzó deprisa la puerta y el aparcamiento. Durante unos segundos Winkler vio sus dos piernas moverse como las hojas de una tijera calle arriba; luego la tapó un cartel pegado en la ventana y desapareció.
Se quedó largo rato con la revista en la mano. Los sonidos de la tienda regresaron poco a poco. Cogió la cesta de la mujer, puso dentro su sándwich y lo pagó todo: la leche, los cereales, el Good Housekeeping.
Más tarde, pasada la medianoche, ya acostado, no conseguía conciliar el sueño. Partes de ella (tres pecas en la mejilla izquierda, el surco entre las clavículas, un mechón de pelo sujeto detrás de la oreja) se desplazaban ante sus ojos. En el suelo junto a él, la revista estaba abierta: un anuncio de galletas para perros, la receta de una tarta de arándanos al revés.
Se levantó, abrió una de las cajas de cereales —las dos eran Apple Jacks de Kellogg’s— y comió puñados de aros color pálido delante de la ventana de la cocina mientras miraba temblar las farolas en la calle.
Pasó un mes. En lugar de perder intensidad, el recuerdo de la mujer se volvió más nítido, más insistente: las dos hileras de dientes, el polvo suspendido entre sus tobillos. En el trabajo veía su cara en la parte interna de los párpados, en un modelo numérico de datos de aguas subterráneas de la base aérea de Shemya. Casi todos los mediodías terminaba en el Snow Goose, escudriñando las cajas registradoras, remoloneando esperanzado en el pasillo de los cereales.
Se terminó la primera caja de Apple Jacks en una semana. La segunda se la comió más despacio, tomando solo un puñado al día, como si fuera la última que existía, como si cuando mirara el fondo y encontrara únicamente polvo azucarado se fuera a terminar tanto su recuerdo de ella como cualquier oportunidad de volverla a ver.
Se llevó el Good Housekeeping al trabajo y lo hojeó: veintitrés recetas de patatas, cupones de descuento para el pan de nueces Pillsbury, un reportaje sobre unos quintillizos. ¿Habría pistas allí sobre ella? Cuando nadie lo miraba, puso la fotografía de portada de Valerie Harper bajo el visor del microscopio Swift 2400 de un colega y examinó su clavícula. Estaba hecha de aglomeraciones de puntos —amarillos y magenta con cercos azules— y sus pechos, de halos grandes, inmóviles.
A Winkler, quien a sus treinta y dos años apenas había salido del condado de Anchorage, que algunos días todavía se sorprendía a sí mismo mirando con anhelo la cordillera de Alaska al norte, los macizos color blanco brillante y los espacios blancos detrás, la manera en que flotaban en el horizonte como si fueran no tanto montañas reales como fantasmas de las mismas, ahora se le iban los ojos detrás de anuncios de cocinas de ensueño: cacerolas de cobre, papel de forrar estantes, servilletas dobladas. ¿Sería la cocina de ella como una de esas? ¿Usaría también estropajos metálicos Brillo Supreme para sus necesidades de limpieza más exigentes?
La encontró en junio en el mismo supermercado. Esta vez llevaba falda tableada y botas altas. Caminaba con energía por los pasillos con aspecto distinto, más resuelto. Winkler tuvo un espasmo de angustia en el pecho. La mujer compró una botella pequeña de zumo de uva y una manzana y sacó el dinero exacto de un monedero diminuto con boquilla metálica. Entró y salió en menos de dos minutos.
La siguió.
Caminaba deprisa, con zancadas largas y la vista fija en la acera delante de ella. Winkler tuvo casi que correr para seguirle el ritmo. El día era cálido y húmedo y el pelo de la mujer, sujeto en la nuca, parecía flotarle detrás de la cabeza. En la calle D esperó para cruzar y Winkler terminó casi pegado a ella, demasiado cerca, de pronto. De haberse inclinado quince centímetros, habría tenido la coronilla de ella pegada a la cara. Miró cómo sus pantorrillas desaparecían en sus botas y aspiró por la nariz. ¿A qué olía? ¿A hierba segada? ¿A la manga de un jersey de lana? Llevaba la boca de la bolsita marrón de papel con la manzana y el zumo arrugada dentro del puño.
La luz cambió. Ella bajó de la acera. La siguió seis manzanas arriba por la Quinta Avenida, donde giró a la derecha y entró en una sucursal del First Federal Savings and Loan. Winkler se detuvo a la puerta, intentando apaciguar su corazón. Una pareja de gaviotas pasó volando llamándose entre sí. Por entre el estarcido de la ventana, pasados dos escritorios (a los que había sentados banqueros escribiendo cosas a lápiz en grandes calendarios de mesa), la vio abrir media puerta de madera de avellano y deslizarse detrás del mostrador de atención al público. Había clientes esperando. Dejó la bolsita, apartó un letrero y le hizo un gesto al primero para que se acercara.
Apenas durmió. Una luna llena que flotaba inmensa sobre la ciudad elevó la marea en el canal Knik y, a continuación, la soltó. Leyó a Watson, a Pauling, y las palabras que tan bien conocía se descomponían delante de sus ojos. Fue hasta la ventana con un bloc y escribió: «En mi interior zumban un billón de células, proteínas acechando las cadenas de ADN, serpenteando y tensándose, haciendo y deshaciendo…».
Lo tachó. Escribió: «¿Elegimos a quién amar?».
Si su primer sueño lo hubiera llevado más allá de lo que ya sabía, más allá de la revista cayendo al suelo… Cerró los ojos y trató de invocar una imagen de ella, mantenerla allí mientras se quedaba dormido.
A las nueve de la mañana estaba en la misma acera mirándola por el mismo cristal. Llevaba en la mochila lo que quedaba de la segunda caja de Apple Jacks y el Good Housekeeping. Ella estaba de pie en su puesto en la caja con la vista gacha. Se secó el sudor de las manos en los pantalones y entró.
No había nadie haciendo cola, pero en su mostrador había un letrero: POR FAVOR, VAYA A LA CAJA SIGUIENTE. Ella estaba contando billetes de diez dólares con esas manos delgadas y rosas que Winkler ya consideraba algo familiar. Una placa identificativa en el mostrador de mármol decía: SANDY SHEELER.
—Perdone.
Ella levantó un dedo y siguió contando sin levantar la vista.
—Yo le puedo atender —se ofreció el otro cajero.
—No pasa nada —dijo Sandy. Llegó al final del fajo de billetes, apuntó algo en la esquina del sobre y levantó la vista—: Hola.
Las lentes de sus gafas reflejaron durante un segundo la luz del techo e inundaron de luz las de las gafas de Winkler. El pánico empezó a subirle por la garganta. Era una desconocida, una persona completamente extraña; quién era él para adivinar sus insatisfacciones, para incorporarla a sus sueños.
—Te conocí en el supermercado —balbució—. Hace unos meses. No llegamos a presentarnos, pero…
Ella se giró a un lado y a otro. Winkler metió la mano en su mochila y sacó los cereales y la revista. El cajero a la derecha de Sandy miró por encima de la mampara.
—Pensé que igual necesitabas esto —dijo Winkler—. Como te fuiste tan deprisa.
—Ah.
No tocó ni los cereales ni el Good Housekeeping, pero tampoco apartó los ojos de ellos. Winkler no estaba seguro, pero le pareció que se había inclinado mínimamente hacia delante. Levantó la caja de cereales y la agitó:
—Me he comido unos pocos.
Ella sonrió confusa.
—Quédatela.
Sus ojos fueron de la revista a él y de nuevo a la revista. Aquel estaba siendo un momento crítico, Winkler lo sabía: sentía cómo el suelo se hundía bajo sus pies.
—¿Te apetecería ir algún día al cine? ¿O algo así?
Entonces la mirada de ella fue más allá de Winkler, por encima de su hombro, hacia el banco. Negó con la cabeza. Winkler notó cómo un peso pequeño se desplomaba en su estómago. Empezó a retroceder.
—Entiendo. Vale. Lo siento.
Ella cogió la caja de Apple Jacks, la agitó y la dejó en el estante bajo el mostrador.
—Mi marido —susurró, y miró a Winkler por primera vez, lo miró de verdad, y Winkler sintió que la mirada lo traspasaba hasta la nuca.
—No llevas anillo —se escuchó a sí mismo decir.
—No. —Se tocó el dedo anular. Tenía las uñas cortas—. Lo he llevado a arreglar.
Sintió que estaba fuera del tiempo; que la escena al completo se le escapaba, se licuaba y se deslizaba hacia un desagüe.
—Claro —murmuró—. Trabajo en el servicio meteorológico. Soy David. Me puedes encontrar allí. En caso de que cambies de opinión.
Y, a continuación, se dio la vuelta con la mochila vacía hecha una bola en el puño; el cristal brillante de la fachada del banco oscilaba delante de él.
Dos meses: lluvia en las ventanas, una pila de textos sobre meteorología sin abrir en la mesa de su apartamento que, por primera vez en su vida, le parecían triviales. Se preparaba fideos, se vestía con los mismos dos trajes de pana marrón, consultaba el barómetro tres veces al día y reflejaba sus lecturas sin demasiado entusiasmo en papel milimetrado que escamoteaba del trabajo.
Sobre todo recordaba sus tobillos y las partículas de polvo flotando entre ambos iluminadas por un jirón de luz. Las tres pecas de su mejilla formaban un triángulo isósceles. Qué seguro había estado: la había soñado. Aunque ¿de dónde le venían la seguridad y la convicción? En algún lugar al otro lado de la ciudad estaría delante de un lavabo o entrando en un vestidor, el nombre de él almacenado entre las neuronas arracimadas de su cerebro, activando una dendrita entre mil millones: David, David.
Los días transcurrieron uno detrás de otro: cálidos, fríos, lluviosos, soleados. Tenía la continua sensación de haber perdido algo vital: la cartera, las llaves, un recuerdo fundamental que no conseguía evocar. El horizonte parecía el mismo de siempre, los mismos camiones cisterna mugrientos refunfuñaban por las calles, la marea dejaba al descubierto las mismas marismas dos veces al día. En los interminables y grises teletipos del Servicio Meteorológico veía siempre la misma cosa: deseo.
¿No había habido un anhelo en su cara, encerrado tras la sonrisa de cajera de banco, un anhelo visible solo un segundo, cuando levantó la vista? ¿En el supermercado no había parecido que estaba a punto de llorar?
El Good Housekeeping permanecía abierto en la encimera de su cocina, rebosante de adivinanzas: «¿Conoces el secreto de un aspecto juvenil?», «Ropa de cama comprada en piezas sueltas: ¿elegancia por poco dinero?», «¿Cuántos tonos de rubio presentes en la naturaleza incluye el tratamiento Rubio Natural?».
Paseaba por las calles; miraba el cielo.
6
Lo llamó en septiembre. Una secretaria la pasó con él.
—Tiene partido de hockey —dijo Sandy casi en un susurro—. Hay una sesión que empieza a las cuatro y cuarto.
Winkler tragó saliva:
—Vale. Sí, a las cuatro y cuarto.
Apareció en el vestíbulo del cine a las cuatro y media, pasó deprisa a su lado en dirección al bar y compró una caja de pasas cubiertas de chocolate. Luego, sin mirarlo, entró en la sala y se sentó en la penumbra con la luz de la pantalla parpadeándole en la cara. Winkler se sentó a su lado. Se comió las pasas una detrás de otra, sin parar casi ni para respirar; olía, pensó Winkler, a menta, a chicle. Estuvo toda la película mirándola de reojo: la mejilla, el codo, pelos sueltos de la coronilla iluminados por la luz temblorosa.
Ella siguió mirando los títulos de crédito subir por la pantalla como si la película siguiera proyectándose detrás de ellos, como si la historia no hubiera terminado. Parpadeaba a gran velocidad. Se encendieron las luces de la sala.
—Eres un hombre del tiempo —dijo.
—Más o menos. Soy hidrólogo.
—¿Estudias el mar?
—El agua subterránea, principalmente. Y en la atmósfera. Lo que más me interesa es la nieve, la formación y la física de los cristales de hielo. Pero por eso no te pagan. Escribo informes, reviso predicciones. Básicamente soy secretario.
—Me gusta la nieve —dijo Sandy.
Los espectadores se dirigían a las salidas y su atención revoloteó hasta ellos. Winkler intentó pensar en algo que decir.
—¿Eres cajera en un banco?
No lo miró.
—Aquel día en el supermercado… fue como si supiera que ibas a estar allí. Cuando se me cayó la revista sabía que te ibas a acercar. Me sentí como si ya lo hubiera hecho, como si ya lo hubiera vivido. —Lo miró brevemente, por un instante solo, luego cogió su abrigo, se alisó la parte delantera de la falda y se volvió hacia donde un acomodador había empezado ya a barrer la sala—. Pensarás que es una locura.
—No —dijo Winkler.
A Sandy le tembló el labio superior. No lo miró.
—Te llamo el miércoles que viene.
Y echó a andar entre las filas de asientos con el abrigo bien sujeto sobre los hombros.
¿Por qué lo llamaba? ¿Por qué volvía al cine miércoles tras miércoles? ¿Para escapar de las ataduras de su vida? Quizá. Pero, incluso si era así, Winkler intuía que se debía a que había sentido algo aquella mañana en el Snow Goose Market, había sentido cómo el tiempo se asentaba sobre sí mismo, se imbricaba y encajaba; había sentido el vértigo del futuro alineándose con el presente.
Vieron Tiburón, y Benji, y hablaban a ratos sueltos. Cada semana Sandy compraba una caja de pasas recubiertas de chocolate y se las comía con el mismo entusiasmo, con la luz añil llameando en las lentes de sus gafas.
—Sandy —susurraba Winkler en mitad de una película con el corazón en la garganta—. ¿Qué tal estás?
—¿Ese es su tío? —susurraba ella en mitad de una película, con los ojos fijos en la pantalla—. Creía que estaba muerto.
—¿Qué tal el trabajo? ¿Qué has hecho últimamente?
Sandy se encogía de hombros, masticaba una pasa. Tenía dedos delgados y pálidos: magníficos.
Más tarde se levantaba, tomaba aliento y se envolvía en el abrigo.
—Odio esta parte —dijo una vez mirando hacia la salida—. Cuando se encienden las luces después de una película. Es como despertarse. —Sonrió—. Ahora hay que volver al mundo de los vivos.
Winkler se quedaba en su asiento unos minutos después de que se fuera, sintiendo el vacío de la espaciosa sala a su alrededor, el zumbido del rollo de película rebobinándose en el cuarto de proyección, el golpe hueco del recogedor del acomodador mientras barría los pasillos. Encima de él, las pequeñas bombillas atornilladas al techo con la forma de la Osa Mayor seguían ardiendo.
Había nacido en Anchorage, dos años antes que él. Usaba un pintalabios que olía a jabón. Era friolera. Siempre llevaba calcetines demasiado finos para el tiempo que hacía. Durante el terremoto del 64 un Cadillac atravesó la fachada de cristal del banco y, confesaba, toda la situación le había resultado emocionantísima: el repentino olor a gasolina, la grieta enorme y hambrienta que se había abierto en mitad de la Cuarta Avenida.
—Estuvimos una semana sin tener que ir a trabajar —susurró.
El marido, que jugaba de portero en su equipo de hockey, era director de la sucursal. Se casaron después de que ella terminara el instituto. Tenía una afición a la sal de ajo, dijo Sandy, «que le destrozaba el aliento», así que cuando la comía casi no podía mirarlo, casi no soportaba estar en la misma habitación que él.
Durante los últimos nueve años habían vivido en una casa estilo rancho con tejas marrones y una puerta de garaje color amarillo. Dos calabazas ladeadas colgaban en el porche delantero igual que cabezas cortadas. Winkler lo sabía porque había buscado la dirección en el listín y había empezado a pasar por allí en coche por las noches.
Al marido no le gustaba el cine, no le importaba secar los platos, le gustaba —más que nada en el mundo, decía Sandy— jugar al minigolf. Incluso su nombre, pensaba Winkler, era triste: Herman. Herman Sheeler. Su número de teléfono, aunque Winkler nunca había llamado, era 542-7433. Los últimos cuatro dígitos se correspondían, según el teclado del teléfono, con las cuatro primeras letras de su apellido, algo que, según Sandy, Herman había anunciado durante una reunión de personal de los viernes como lo más notable que le había pasado en una década.
—Una década —dijo mirando fijamente los títulos de crédito que subían por la pantalla.
Winkler —detrás de sus grandes gafas, de su solitaria existencia— no se había sentido nunca así, nunca había estado enamorado, nunca había coqueteado con una mujer casada, ni había pensado siquiera en una. Pero no podía evitarlo. No era una decisión consciente, no pensaba: estamos predestinados. O: algo ha hecho que se crucen nuestros caminos. Ni siquiera: es elección mía pensar en ella varias veces por minuto, en su cuello, sus brazos, sus codos. En el olor a champú de su pelo. En sus pechos bajo la tela de un suéter delgado. Simplemente sus pies lo llevaban al banco cada día, o el Newport se detenía junto a su casa de noche. Comía Apple Jacks. Tiró una lata de sal de ajo que tenía en casa.
Por el cristal del banco estudió a los empleados detrás de sus mesas: uno con traje azul y una marca de nacimiento en el cuello; otro con suéter de cuello de pico, canas en el pelo y un llavero sujeto a una trabilla del pantalón. ¿Podría ser el de cuello de pico? ¿No le doblaba la edad? El hombre de la marca de nacimiento miró a Winkler y mordisqueó el bolígrafo; Winkler se escondió detrás de una columna.
En diciembre, después de ver Los tres días del cóndor por segunda vez, le pidió que la llevara a su apartamento. Lo único que dijo de Herman fue: «Se va fuera después del partido». Parecía nerviosa, empujándose las cutículas con el filo de los dientes, pero siempre estaba nerviosa y lo que había entre ellos, supuso Winkler, lo explicaba en parte. Anchorage no era una ciudad grande, y después de todo en cualquier momento podían verlos. Podían descubrirlos.
Las calles estaban oscuras y frías. La condujo deprisa por entre los charcos alternos de luz de farolas y sombras. No había casi nadie fuera. En los stops, los tubos de escape de los coches humeaban como locos. Winkler no sabía si cogerle la mano. Tenía la impresión de ver Anchorage aquella noche con una nitidez dolorosa: nieve sucia ribeteando las aceras, hielo glaseando los cables de teléfono, dos hombres encorvados sobre la carta detrás de la ventana empañada de una cafetería.
Sandy inspeccionó su apartamento con interés: las estanterías hechas con ladrillos y tablas, el radiador viejo y ruidoso, la cocina atestada que olía a escape de gas.
Tomó una probeta y la sostuvo a la luz.
—Un menisco —explicó Winkler, y señaló la curva en la superficie del agua que había dentro—. Las moléculas de los bordes están subiendo por el cristal.
Sandy dejó la probeta, cogió un folio impreso que había en un estante: «Medí datos de resolución espacial de agua de precipitación atmosférica y déficit de presión de vapor en dos estaciones meteorológicas distintas…».
—¿Qué es esto? ¿Lo has escrito tú?
—Es parte de mi tesis. Que no se leyó nadie.
—¿Sobre copos de nieve?
—Sí. Cristales de hielo. —Se aventuró a decir más—. Piensa en un cristal de nieve, el clásico, la estrella de seis puntas. ¿A que parece algo rígido, congelado? Pues, en realidad, a un nivel extremadamente minúsculo, menor de un par de nanómetros, mientras se está congelando vibra como loco, los miles de millones de moléculas que lo forman tiemblan de manera invisible, prácticamente arden.
Sandy se llevó una mano detrás de la oreja y se enroscó un mechón de pelo alrededor del dedo.
Winkler siguió:
—Mi teoría es que las inestabilidades diminutas en esas vibraciones dan a los copos de nieve sus formas individuales. Por fuera los cristales parecen algo estable, pero por dentro es como un terremoto continuo. —Volvió a dejar la hoja en el estante—. Te estoy aburriendo.
—No —dijo ella.
Se sentaron en el sofá con las caderas juntas; bebieron chocolate caliente instantáneo en tazas desparejadas. Se entregó a él solemnemente, pero sin ceremonia, desvistiéndose y metiéndose en su cama individual. Él no encendió la radio, no echó las cortinas. Dejaron las gafas cada uno en su lado, en el suelo, Winkler no tenía mesillas. Sandy tiró de las mantas hasta que les taparon la cabeza.
Era amor. Podía estudiar los colores y los pliegues de la palma de su mano durante quince minutos imaginando que veía la sangre circular por sus capilares.
—¿Qué miras? —preguntaba ella, revolviéndose, sonriendo—. No soy tan interesante.
Pero lo era. Observaba cómo ella estudiaba una caja de pasas recubiertas de chocolate, seleccionaba una y luego la descartaba siguiendo algún criterio indiscernible; observaba cómo se abotonaba el anorak, cómo se metía la mano por el cuello para rascarse un hombro. Recogió con una pala la huella de una bota que había dejado en un peldaño nevado fuera de su apartamento y la conservó en la nevera.
Estar enamorado era quedarse aturdido veinte veces cada mañana: por la celosía que dibujaba la escarcha en su parabrisas, por una pluma suelta de su almohada, por el festón de luz rosa sobre las montañas. Dormía tres o cuatro horas cada noche. Algunos días se sentía como si estuviera a punto de retirar la superficie de la Tierra —los árboles helados en las colinas, el rostro siempre agitado de la bahía— y descubrir por fin lo que había debajo, la estructura interior, la retícula esencial.
Los martes temblaban y vibraban, la segunda manecilla del reloj se desplazaba con parsimonia por la esfera. Los miércoles eran el eje alrededor del cual giraba el resto de la semana. Los jueves parecían desiertos, ciudades fantasma. Cuando llegaban los fines de semana, los pedazos de ella que había dejado en su apartamento adquirían una connotación casi sagrada: un pelo enroscado en el borde del lavabo; las migas de cuatro galletas saladas dispersas en el fondo de un plato. Su saliva —sus proteínas, enzimas y bacterias—, probablemente aún en esas migas; las células de su piel en las almohadas, por todo el suelo, acumulándose en forma de polvo en los rincones. ¿Qué era lo que le habían enseñado Watson y Einstein y Pasteur? Que las cosas que vemos no son más que máscaras de las que no vemos.
Se aplastó el pelo con mano trémula; entró en el vestíbulo del banco temblando como un ladrón; sacó una margarita comprada en una floristería de su mochila y la puso en el mostrador, delante de ella.
Hacían el amor con la ventana abierta y con el aire frío bañando a raudales sus cuerpos. «¿Qué crees que hacen las estrellas de cine por Navidad?», le preguntaba ella con el dobladillo de la sábana a la altura de la barbilla. «Seguro que comen ternera. O pavos de veinticinco kilos. Seguro que contratan chefs para que les cocinen». Por la ventana, un avión atravesaba el cielo con las luces de aterrizaje brillando y ella lo seguía con la mirada.
En ocasiones era como un río cálido, en otras una cuchilla de metal caliente. A veces cogía uno de los trabajos de Winkler de la estantería, se recostaba en almohadones y lo hojeaba. «Algoritmos unidimensionales aplicados al manto nival», leía solemne como si pronunciara las palabras de un encantamiento. «Cd igual a coeficiente de fusión en grados-día».
«Deja un calcetín», susurraba él. «Deja el sujetador. Algo que me ayude a pasar la semana». Ella miraba al techo, pensando en sus cosas, y pronto sería la hora de que se marchara: se enfundaría en sus ropas una vez más, se recogería el pelo, se ataría los cordones de las botas.
Cuando se iba, él se inclinaba sobre el colchón e intentaba olerla en la ropa de cama. Su cerebro la proyectaba dentro de sus párpados sin piedad: la disposición de pecas en la frente; la expresividad de sus dedos; la curva de sus hombros. La manera en que la ropa interior se ceñía a su cuerpo, anidando en sus caderas, desapareciendo entre sus piernas.
Cada sábado trabajaba en la caja del autobanco. «Te quiero, Sandy», le escribía él en un impreso para ingresos y lo metía en el tubo neumático que había fuera del banco. «Ahora no», respondía ella, y le devolvía la cápsula.
«Pero es verdad», escribía él en letra más grande. «Ahora mismo TE QUIERO».
La veía arrugar la nota, escribir una nueva, cerrar la cápsula y echarla por la abertura. Se la llevaba al coche y le quitaba la tapa después de ponérsela en el regazo. Ella había escrito: «¿Cuánto?».
¿Cuánto, cuánto, cuánto? Una gota de agua contiene 1020 moléculas, cada una agitada y nerviosa, uniéndose y separándose de sus vecinas, cambiando de pareja millones de veces por segundo. El agua de cualquier cuerpo está desesperada por encontrar más, por adherirse a más de sí misma, por aferrarse a la mano que la sujeta; por encontrar nubes, océanos; por chillar desde la espita de un hervidor.
—Quiero ser agente de policía —susurraba ella—. Quiero pasarme el día conduciendo uno de esos sedanes y hablar en código por radio. ¡O podría ser médico! Podría ir a la facultad de medicina en California y convertirme en pediatra. No tendría que hacer nada especial, salvamentos espect