La humillación

Philip Roth

Fragmento

1. EN EL AIRE LEVE

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EN EL AIRE LEVE

Había perdido su magia. El impulso estaba agotado. Jamás había fracasado en el teatro, todo cuanto emprendiera tuvo fuerza y éxito, y entonces sucedió lo terrible: no podía actuar. Salir a escena era un sufrimiento. En vez de tener la certeza de que estaría espléndido, sabía que iba a fracasar. Le ocurrió tres veces seguidas, y la última vez nadie estaba interesado, nadie acudió. No podía llegar al público. Su talento estaba muerto.

Por supuesto, si lo has tenido, siempre tienes algo que te diferencia de lo de los demás. Siempre seré distinto, se decía Axler, porque soy quien soy. Cargo con eso; la gente siempre lo recordará. Pero el aura que tuviera, sus gestos, excentricidades y peculiaridades personales, lo que fue apropiado para Falstaff, Peer Gynt y Vania, lo que le valió a Simon Axler su reputación como uno de los mejores actores norteamericanos de teatro clásico… nada de eso le servía ahora para representar ningún papel. Todo cuanto le fuera útil para ser quien había sido, contribuía ahora a que pareciera un lunático. Era consciente, y de la peor manera posible, de cada momento que estaba en el escenario. En el pasado, durante su actuación no pensaba en nada. Lo que hacía bien lo hacía por instinto. Ahora pensaba en todo, y así mataba cuanto era espontáneo y vital, trataba de controlarlo con el pensamiento, y lo que hacía en cambio era destruirlo. De acuerdo, se decía Axler, estaba atravesando una mala época. Aunque ya era sexagenario, tal vez aquella situación pasaría mientras aún se pudiese reconocer a sí mismo. No sería el primer actor experimentado que pasaba por esa fase. Le ocurría a mucha gente. Lo he hecho antes, pensaba, así que encontraré alguna manera. No sé cómo lo haré esta vez, pero lo descubriré, y esto quedará atrás.

No fue así. No podía actuar. ¡Con la capacidad que había tenido de concentrar la atención del público en el escenario! Y ahora temía cada función, y la temía durante el día entero. Se pasaba toda la jornada entregado a pensamientos que jamás en su vida había tenido antes de una representación: No voy a conseguirlo, no seré capaz de hacerlo, estoy representando papeles erróneos, me estoy extralimitando, estoy engañando, ni siquiera tengo idea de cómo abordar el papel. Y entretanto trataba de ocupar las horas haciendo un centenar de cosas que parecían necesarias: He de examinar de nuevo este parlamento, debo descansar, debo hacer ejercicio, he de volver a examinar ese parlamento, y cuando llegaba al teatro estaba exhausto. Y temía ir a actuar. Una vez entre bastidores, oía que el pie se acercaba cada vez más y sabía que no podría hacerlo. Esperaba que comenzara la libertad y que el momento se hiciera real, esperaba olvidarse de quién era y convertirse en la persona que actuaba, pero seguía allí, vacío por completo, actuando como lo haces cuando no sabes lo que estás haciendo. No podía dar ni retener, carecía de fluidez y de reserva. Actuar se convirtió en un ejercicio que realizaba una noche tras otra, tratando de salirse con la suya.

Todo empezó con las palabras que le dirigía la gente. No tendría más de tres o cuatro años cuando ya le cautivaba hablar y que le hablasen. Desde el comienzo tuvo la sensación de que se hallaba en una representación teatral. Podía servirse de la intensidad al escuchar, de la concentración, como otros actores más malos usaban fuegos de artificio. También tenía esa capacidad fuera del escenario, sobre todo cuando era más joven, con mujeres que no se percataban de que tenían una historia hasta que él les revelaba que la tenían, una voz y un estilo que no pertenecían a ninguna otra. Con Axler se convertían en actrices, se convertían en las heroínas de sus propias vidas. Pocos actores teatrales sabían como él hablar y escuchar mientras les hablaban, pero ya no podía hacerlo. El sonido que antes penetraba en su oído ahora daba la impresión de que salía, y cada palabra que pronunciaba parecía interpretada en vez de hablada. La fuente inicial de su actuación radicaba en lo que oía, su reacción a lo que oía formaba el núcleo de esa actuación, y, si no podía escuchar, no podía oír, le era imposible continuar.

Le propusieron interpretar los papeles de Próspero y de Macbeth en el Kennedy Center (era difícil pensar en un programa doble más ambicioso), y tuvo una pésima actuación en ambos papeles, pero sobre todo en el de Macbeth. No podía interpretar ni un Shakespeare de baja intensidad ni uno de alta, y eso que había representado papeles shakespearianos durante toda su vida. Su Macbeth era ridículo, y así lo afirmaron cuantos lo habían visto y muchos que no lo vieron. «No, ni siquiera tienen que haber estado allí para insultarte», comentó. Muchos actores se habían entregado a la bebida para ayudarse; corría un viejo chiste sobre un actor que siempre bebía antes de salir a escena, y cuando le advertían «No debes beber», replicaba: «¿Cómo? ¿He de salir allí yo solo?». Pero Axler no bebía, así que se vino abajo. Su desmoronamiento fue colosal.

Lo peor de todo era que entreveía ese desmoronamiento, de la misma manera que podía entrever su forma de actuar. El sufrimiento era atroz y, sin embargo, dudaba de que fuese auténtico, cosa que lo empeoraba. No sabía cómo iba a sentirse de un momento a otro, tenía la sensación de que la mente se le estaba fundiendo, le aterraba encontrarse a solas, por la noche no podía dormir más de dos o tres horas, apenas comía, todos los días pensaba en matarse con el arma que tenía en el desván (una Remington 870 de repetición manual, que guardaba, para su defensa personal, en su aislada casa de campo, y sin embargo todo aquello parecía una actuación, una mala actuación. Cuando representas el papel de alguien que se desintegra, hay una organización y un orden; cuando te observas a ti mismo desintegrándote, representar el papel de tu propia desaparición es otra cosa, algo rebosante de temor y miedo.

No podía convencerse a sí mismo de que estaba loco, de la misma manera que no podía convencerse ni convencer a nadie de que era Próspero o Macbeth. Además, se trataba de un loco artificial. El único papel a su alcance era el de una persona que representaba un papel. Un hombre cuerdo que interpretaba a un demente. Un hombre estable que interpretaba a un hombre deshecho. Un hombre con dominio de sí mismo que representaba a un hombre incapaz de dominarse. Un hombre de logros consistentes, de renombre en el mundo del teatro, un actor corpulento, de dos metros de estatura, rotunda y calva cabeza y el cuerpo fuerte y velludo de un camorrista, con un rostro que daba esa impresión, mandíbula resuelta, ojos oscuros y severos, boca de tamaño considerable que podía torcer como quisiera y una voz baja e imperiosa que surgía desde muy hondo y siempre tenía un leve dejo gruñón, un hombre hecho escrupulosamente a lo grande que parecía capaz de soportarlo todo y ejecutar con facilidad todos los papeles masculinos, la encarnación de la invulnerable resistencia que parecía haber absorbido en su ser el egoísmo de un gigante cumplidor que interpretaba a un insecto insignificante. Gritaba al despertarse en plena noche y encontrarse encerrado en el papel del hombre privado de sí mismo, de su talento y de su lugar en el mundo, un hombre detestable que no era más que el inventario de sus defectos. Por la mañana se ocultaba en la cama durante horas, pero, en vez de esconderse del papel, no hacía más que interpretarlo. Y cuando por fin se levantaba, solo podía pensar en el suicidio, y no en su simulación. Un hombre que quería vivir interpretando a un hombre que quería morir.

Entretanto, las palabras más famosas de Próspero no le dejaban en paz, tal vez porque las había destrozado tan recientemente. Se repetían con tanta regularidad en su cabeza que pronto se convirtieron en un barullo de sonidos tortuosamente vacíos de significado y que no apuntaban a ninguna realidad pero que, no obstante, acarreaban la fuerza de un hechizo lleno de importancia personal. «Nuestros divertimentos han dado fin. Esos actores, como os había prevenido, eran espíritus y se han disipado en el aire, en el aire leve.» No podía hacer nada por borrar «aire leve», las dos palabras que se repetían caóticamente mientras por la mañana yacía impotente en la cama, y que tenían el aura de una oscura acusación incluso mientras iban teniendo cada vez menos sentido. Toda su compleja personalidad estaba por completo a merced del «aire leve».

Victoria, la esposa de Axler, ya no podía seguir atendiéndole y por entonces más bien necesitaba cuidados ella misma. Lloraba cada vez que lo veía sentado a la mesa de la cocina, la cabeza entre las manos, incapaz de tomar la comida que ella había preparado. «Intenta comer un poco», le rogaba, pero él no comía nada, no decía nada, y pronto Victoria empezó a ser presa del pánico. Nunca hasta entonces le había visto hundirse de aquella manera, ni siquiera ocho años atrás, cuando sus ancianos padres fallecieron en un accidente de automóvil, a cuyo volante iba el padre. En esa ocasión lloró y siguió adelante. Siempre seguía adelante. Encajaba con dificultad las pérdidas, pero nunca afectaban a su actuación. Y cuando Victoria estaba confusa, era él quien la ayudaba a mantenerse fuerte y superar el conflicto. La drogadicción de su hijo descarriado era un drama constante. La abrumaba la aflicción constante de envejecer y el final de su carrera. Eran muchas las decepciones, pero él estaba allí, y con su apoyo podía soportarlas. ¡Ojalá estuviera allí, ahora que el hombre del que ella dependiera había desaparecido!

En la década de 1950, Victoria Powers fue la preferida más joven de Balanchine. Entonces se lesionó una rodilla, sufrió una operación, danzó de nuevo, volvió a lesionarse, pasó de nuevo por el quirófano y, cuando se hubo rehabilitado por segunda vez, otra bailarina ocupaba el puesto de preferida más joven de Balanchine. Nunca recuperó su lugar. Se casó, tuvo un hijo, se divorció, volvió a casarse, se divorció de nuevo, y entonces conoció a Simon Axler y se enamoró de aquel hombre que, dos décadas atrás, recién salido de la universidad, cuando fue por primera vez a Nueva York para establecerse como actor teatral, solía ir al City Center para verla bailar, no porque le gustara el ballet sino por su juvenil vulnerabilidad a la capacidad que ella tenía de excitarle sexualmente a través de las más tiernas emociones; luego, y durante años, ella permaneció en su memoria como la encarnación misma del patetismo erótico. Cuando se encontraron, ya con cuarenta años los dos, a finales de los años setenta, había pasado largo tiempo desde que alguien le había propuesto a ella que actuara, aunque todos los días iba valientemente a ejercitarse en un estudio de danza. Había hecho todo lo posible por mantenerse en forma y tener un aspecto juvenil, mas por entonces su patetismo excedía cualquier habilidad que ella hubiera tenido jamás de dominarlo artísticamente.

Tras el desastre en el Kennedy Center y el inesperado derrumbe de su marido, Victoria, desquiciada, huyó a California para estar cerca de su hijo.

De repente, Axler se encontró solo en la casa de campo y aterrado por la posibilidad de matarse. Ahora no había nada que le detuviera. Ahora podía realizar lo que había sido incapaz de hacer mientras ella aún estaba allí: subir la escalera que conducía al desván, cargar el arma, meterse el cañón en la boca y bajar los largos brazos para apretar el gatillo. El arma como la continuación de la esposa. Pero, una vez ella se hubo ido, él no aguantó la primera hora solo (ni siquiera subió el primer tramo de escaleras hacia el desván) antes de telefonear a su médico y pedirle que arreglara las cosas para que lo admitieran en un hospital psiquiátrico aquel mismo día. Al cabo de unos minutos, el médico le había encontrado plaza en Hammerton, un pequeño hospital con buena reputación a unas pocas horas de viaje hacia el norte.

Estuvo allí veintiséis días. Una vez entrevistado y tras deshacer el equipaje, después de que una enfermera se hiciera cargo de sus «objetos cortantes» y llevaran sus pertenencias de valor al departament

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