La vida, después. Premio Nobel de Literatura 2021

Abdulrazak Gurnah

Fragmento

Capítulo 1

1

Jalífa tenía veintiséis años cuando conoció al mercader Amur Biashara mientras trabajaba para una modesta casa de préstamos propiedad de dos hermanos guyaratíes. Los prestamistas indios eran los únicos que tenían tratos con los mercaderes locales y se adaptaban a su forma de comerciar. Los grandes bancos pretendían imponer el papeleo, los avales y las garantías a la hora de gestionar los negocios, algo que los mercaderes locales no siempre veían con buenos ojos, pues se valían de redes y asociaciones invisibles para el común de los mortales. Los hermanos daban trabajo a Jalífa porque estaba emparentado con ellos por parte de padre. Decir que estaban emparentados tal vez sea exagerar, pero su padre también era de Guyarat, lo que para el caso venía a ser lo mismo. La madre de Jalífa era una campesina a la que su padre había conocido mientras trabajaba en la finca de un gran terrateniente indio donde pasó la mayor parte de su vida adulta, a dos jornadas de distancia de la ciudad. Jalífa no parecía indio, o cuando menos no se parecía a los indios que vivían en esa parte del mundo: la tez, el pelo, la nariz, todo ello recordaba a su madre africana, pero no dudaba en presumir de linaje cuando le convenía: «Sí, sí, mi padre era indio. Quién lo diría, ¿verdad? Se casó con mi madre y le fue fiel durante toda la vida. Los hay que tontean con las mujeres africanas hasta que mandan venir una esposa de la India y entonces las abandonan, pero él nunca se desentendió de mi madre.»

Su padre se llamaba Qásim y había nacido en una pequeña aldea de Guyarat donde había ricos y pobres, hindúes, musulmanes e incluso algunos cristianos de la etnia sidi. La familia de Qásim era musulmana y pobre, y él un muchacho diligente acostumbrado a pasar privaciones. Lo enviaron a la escuela coránica de la aldea y más tarde a un centro de enseñanza público de la ciudad más cercana donde las clases se impartían en guyaratí. Su padre era recaudador de impuestos en las zonas rurales y opinaba que había que enviar a Qásim a la escuela para que también llegara a ser recaudador o tomara otro oficio igual de respetable. El padre no vivía con la familia, sólo los visitaba dos o tres veces al año, por lo que la madre de Qásim había tenido que ocuparse no sólo de los cinco hijos del matrimonio, sino también de la suegra, que estaba ciega. Él era el mayor de los hermanos, dos varones y tres chicas. De éstas, las dos más jóvenes habían fallecido siendo niñas. El padre les enviaba dinero de vez en cuando, pero debían valerse por sí mismos en la aldea y aceptar cualquier trabajo que encontraran. Cuando Qásim se hizo un poco mayor, los profesores de la escuela guyaratí lo animaron a solicitar una beca en una escuela secundaria de Bombay donde las clases se impartían en inglés, y a partir de entonces su suerte empezó a cambiar. Su padre y otros parientes pidieron un préstamo para proporcionarle el mejor alojamiento posible en Bombay mientras estudiaba. Con el tiempo, su situación mejoró porque alquiló una habitación en casa de un compañero cuya familia lo ayudó a buscar trabajo dando clases particulares a estudiantes más jóvenes. Con las escasas annas que ganaba, contribuía a su manutención.

Al poco de concluir los estudios secundarios, le ofrecieron unirse al equipo de contables de un terrateniente en la costa africana. La oportunidad, que prometía una forma de sustento y quizá también alguna que otra aventura, llegaba como caída del cielo. El encargado de hacerle llegar tan generosa oferta fue el imán de su aldea natal. Al parecer, los antepasados lejanos del terrateniente procedían de esa misma aldea y siempre que necesitaba un contable iba a buscarlo allí, pues así se aseguraba de dejar sus asuntos en manos de empleados leales cuya suerte dependía de él. Todos los años, durante el mes del ayuno, Qásim enviaba al imán de su aldea natal una suma de dinero que el terrateniente iba apartando de su salario para que la hiciera llegar a su familia. Nunca regresó a Guyarat.

Ésta era la historia que el padre de Jalífa le contaba sobre las penalidades de su propia niñez. Se las contaba porque eso es lo que suelen hacer los padres y porque quería que el chico aspirara a más. Le enseñó a leer y escribir en el alfabeto latino y le transmitió nociones básicas de aritmética. Cuando Jalífa se hizo un poco mayor —tendría entonces unos once años—, lo envió a estudiar a una ciudad cercana con un profesor particular que le enseñó matemáticas, contabilidad y cuatro nociones de inglés. De este modo, hizo realidad las ambiciones que su padre había traído consigo de la India pero no había podido cumplir.

Jalífa no era el único alumno del profesor particular, sino que eran cuatro en total, todos ellos jóvenes indios. Se alojaban en su casa y dormían en el suelo del vestíbulo de la planta baja, debajo de la escalera, donde también les servían la comida. No les estaba permitido subir a la primera planta. El aula era una habitación pequeña con esterillas en el suelo y una ventana con rejas, demasiado alta para que vieran lo que había al otro lado, aunque sí alcanzaban a oler el albañal que pasaba detrás de la casa transportando aguas residuales. El profesor cerraba el aula con llave y la trataba como un espacio sagrado que debían barrer y limpiar todos los días antes de empezar las clases, que se impartían a primera hora de la mañana y de nuevo al atardecer, antes de que se fuera la luz. El profesor siempre se echaba una siesta a primera hora de la tarde, después de almorzar, y las clases se interrumpían con la puesta del sol para ahorrar en velas. En sus ratos libres, los chicos buscaban trabajo en el mercado o el muelle, o bien deambulaban por las calles de la ciudad. Jalífa no sospechaba siquiera con qué nostalgia recordaría esos tiempos posteriormente.

Empezó los estudios con el profesor particular el año que los alemanes llegaron a la ciudad y permaneció en su casa durante los cinco años siguientes, marcados por la revuelta de Abushiri, en la que mercaderes árabes y suajilis —tanto los que comerciaban a lo largo de la costa como los que se internaban en el continente con sus caravanas— se alzaron en armas contra los alemanes, que se habían erigido en amos de la región. Alemanes, británicos, franceses, belgas, portugueses, italianos y todos los demás se habían reunido ya para repartirse el continente trazando mapas y firmando tratados, de modo que a nadie inquietó demasiado aquella revuelta que el coronel Wissmann y su recién formada schutztruppe se encargaron de reprimir. Tres años después de la revuelta de Abushiri, mientras Jalífa concluía sus estudios con el profesor particular, los alemanes se vieron inmersos en otra guerra interna, esta vez contra los hehe, bastante más al sur. Al igual que los mercaderes liderados por Abushiri, los hehe se negaban a acatar la dominación germánica, aunque demostraron una mayor resistencia que aquéllos y causaron numerosas bajas entre los soldados de la schutztruppe, que los castigaron con determinación y ensañamiento.

Para regocijo de su padre, Jalífa resultó tener un don natural para leer, escribir y llevar los libros. Siguiendo el consejo del profesor particular, Qásim escribió a dos hermanos guyaratíes que regentaban una casa de préstamos en la ciudad. El profesor se encargó de redactar el borrador de la carta, que dio a Jalífa para que éste se la llevara a su padre. Qásim copió la carta de su puño y letra y encargó a un carretero que la llevara de vuelta al profesor, quien a su vez la entregó en mano a los hermanos banqueros. Todos opinaban que el aval del profesor sería de gran ayuda.

«Muy señores míos —escribió su padre—: ¿Tendrían por casualidad alguna vacante para mi hijo en su apreciado negocio? Es un muchacho trabajador, con facilidad para los números pese a su escasa experiencia. Domina el alfabeto latino, posee conocimientos básicos de inglés y les estará eternamente agradecido. Se despide cordialmente, su humilde paisano de Guyarat.»

Pasaron varios meses hasta que llegó la respuesta, y sólo porque el profesor fue a ver a los hermanos y les suplicó que contestaran por el bien de su propia reputación. En ella decía: «Envíenos al chico y lo pondremos a prueba. Si todo va bien, le ofreceremos un puesto de trabajo. Los musulmanes guyaratíes debemos apoyarnos mutuamente. Si nosotros no nos ayudamos, ¿quién lo hará?»

Jalífa ardía en deseos de abandonar la casa familiar, situada en la finca del terrateniente para el que su padre trabajaba como tenedor de libros. Mientras esperaban la respuesta de los hermanos prestamistas, ayudaba a su padre consignando salarios, anotando pedidos, llevando la cuenta de los gastos y escuchando quejas que no podía remediar. El trabajo en la finca era arduo, la paga de los jornaleros exigua y, a la miseria, se sumaban a menudo fiebres y plagas de todo tipo. Para engrosar su provisión de víveres, los trabajadores cultivaban una pequeña parcela de terreno cedida por el terrateniente. La madre de Jalífa, Mariamu, no era una excepción, y tenía tomates, espinacas, ocras y boniatos en un huerto adyacente a la casucha donde vivían hacinados. A veces, aquella existencia miserable lo desalentaba hasta tal punto que echaba de menos la época de austeridad que había pasado con el profesor, de modo que cuando llegó la respuesta de los prestamistas estaba ansioso por partir y decidido a hacer cuanto estuviera en su mano para que aquéllos lo retuvieran. Así fue durante once años. Si bien en un primer momento el aspecto del chico los sorprendió, tuvieron la delicadeza de disimular y se abstuvieron de hacer comentarios en su presencia, aunque no podían evitar los de algunos clientes indios. «No, no, es paisano nuestro, guyaratí como nosotros», aseguraban a los más escépticos.

Jalífa era un simple oficinista que introducía cifras en un libro de contabilidad y se encargaba de mantener las entradas al día. Ésas eran las únicas tareas que le permitían desempeñar. Lo achacaba a que no se fiaban de él, pero así funcionaban las cosas en el mundo del dinero y los negocios. Los hermanos Hashim y Gulab eran prestamistas, algo que, según le explicaron, era lo que hacían todos los bancos, en realidad. Sin embargo, a diferencia de las grandes entidades bancarias, ellos no abrían cuentas privadas a sus clientes. Los dos hermanos eran de edades cercanas y aspecto muy similar: cortos de estatura, de complexión robusta, con rostros risueños, pómulos anchos y bigotes primorosamente recortados. Un reducido grupo de personas compuesto por hombres de negocios e inversores guyaratíes depositaban sus excedentes monetarios con los hermanos, que a su vez prestaban ese dinero con intereses a los mercaderes y comerciantes locales. Todos los años, por el aniversario del Profeta, organizaban una lectura del Corán en los jardines de su mansión y repartían comida a todos los asistentes.

Jalífa llevaba diez años trabajando para los hermanos guyaratíes cuando Amur Biashara, un mercader al que conocía por sus tratos con el banco, tuvo a bien hacerle una oferta. En esa ocasión Jalífa lo ayudó aportando información que los banqueros ignoraban que supiera, detalles sobre comisiones e intereses que le permitieron negociar con ellos de forma ventajosa. Amur Biashara le pagó a cambio de esa información, es decir, lo sobornó. Fue un soborno menor y el beneficio que obtuvo a cambio era ínfimo, pero el mercader tenía una reputación que mantener como negociador implacable y, además, no sabía resistirse a un buen chanchullo. Por lo que respecta a Jalífa, lo insignificante del soborno le permitía acallar el sentimiento de culpa por haber traicionado a sus empleadores. Se dijo que estaba adquiriendo experiencia en el mundo de los negocios, lo que pasaba por conocer sus facetas más oscuras.

Unos meses después de que Jalífa llegara a ese acuerdo con Amur Biashara, los hermanos guyaratíes decidieron trasladar el negocio a Mombasa, animados por las obras de construcción del ferrocarril entre dicha ciudad y Kisumu, así como por las políticas coloniales que alentaban a los europeos a establecerse en el África Oriental británica, como la llamaban entonces. Los hermanos prestamistas esperaban encontrar allí mejores oportunidades de negocio, algo en lo que coincidían con numerosos mercaderes y artesanos indios. Paralelamente, Amur Biashara se disponía a expandir sus intereses comerciales y contrató a Jalífa como oficinista porque, a diferencia de él, sabía escribir en alfabeto latino. El mercader estaba convencido de que sus conocimientos le serían de utilidad algún día.

Por entonces los alemanes habían sofocado todo amago de rebelión en la Deutsch-Ostafrika, o eso creían. No sin esfuerzo, habían logrado reprimir la revuelta de Abushiri y la resistencia de las caravanas costeras tras capturar al líder de los mercaderes, que murió en la horca en 1888. A la sazón la schutztruppe, el ejército de mercenarios africanos conocidos como askaris —liderados por el coronel Wissmann y sus oficiales alemanes— se nutría de soldados nubios que se habían enfrentado al Mahdí en el Sudán a las órdenes de los británicos y reclutas «zulúes» de la etnia shangaan llegados del sur del África Oriental portuguesa. El gobierno colonial alemán convirtió el ahorcamiento de Abushiri en un espectáculo, algo que habría de repetirse en las numerosas ejecuciones que tuvieron lugar a lo largo de los años siguientes. Como símbolo del orden y la civilización que se habían propuesto llevar a la zona, los alemanes transformaron la fortaleza de Bagamoyo, uno de los bastiones de Abushiri, en un puesto de mando de su ejército. Bagamoyo era también el destino final de las antiguas caravanas de mercaderes y el puerto más concurrido de ese tramo de la costa. La conquista y defensa de la ciudad por parte de los alemanes era una manera de afianzar su control de la colonia.

Sin embargo, aún les quedaba mucho por hacer y, según se iban desplazando hacia el interior del continente, se toparon con muchos otros pueblos reacios a convertirse en súbditos del imperio alemán: los nyamwezi, los chagga, los meru y los más belicosos de todos, los hehe, que vivían al sur y a los que sólo lograrían someter, tras ocho años de hostilidades, sometiéndolos al hambre, reprimiéndolos con brutalidad e incendiando sus aldeas. Para celebrar su triunfo, los alemanes rebanaron el cuello al caudillo hehe, Mkwawa, cuya cabeza despacharon a la metrópoli como si de un trofeo se tratara. Llegados a este punto, con la incorporación de reclutas procedentes de los pueblos sometidos, la schutztruppe se había convertido en una experimentada fuerza de destrucción. Los askaris se enorgullecían de su fama de sanguinarios, algo que alentaban tanto los oficiales del ejército alemán como los gobernantes de la Deutsch-Ostafrika. Por entonces, mientras Jalífa entraba a trabajar para Amur Biashara, nada se sabía aún de la rebelión Maji Maji que estaba a punto de estallar al sur y al oeste de la región y que habría de convertirse en la revuelta más violenta de todas, reprimida con una ferocidad inaudita por los alemanes y su ejército de askaris.

El gobierno colonial germánico se disponía a imponer nuevas restricciones y normas al comercio en África y Amur Biashara confiaba en que Jalífa defendiera sus intereses, leyendo la letra pequeña de los decretos e informes publicados por la administración y rellenando en su nombre los formularios aduaneros y fiscales que estaba obligado a presentar. Por lo demás, el mercader no hablaba de sus negocios. Siempre se traía algo entre manos y trataba a Jalífa como un ayudante general, un chico para todo y no el empleado de confianza que éste había esperado llegar a ser. A veces el mercader le revelaba los detalles de algún trato, pero no era lo habitual. Jalífa redactaba cartas, acudía a las instancias oficiales para solicitar tal o cual permiso, recogía cotilleos e información de aquí y allá y se encargaba de hacer llegar pequeños regalos e incentivos a las personas cuyo favor necesitaba el mercader. Pese a todo, estaba convencido de que confiaba en él y en su discreción, en la medida en que se lo permitía su natural suspicacia.

Como jefe, Amur Biashara no era difícil de complacer. Menudo y elegante, siempre cortés y de trato afable, acudía regularmente a la mezquita local, de la que era un fiel y generoso contribuyente. Cuando alguna desgracia se abatía sobre un miembro de la congregación, participaba en las colectas benéficas para ayudarlo y nunca dejaba de acudir al funeral de un vecino. Ningún forastero de paso por la ciudad habría dudado en tomarlo por un humilde e incluso piadoso miembro de la comunidad, pero la verdad era un secreto a voces, y tanto sus despiadadas prácticas comerciales como la fortuna que se le atribuía eran motivo de habladurías y admiración. De hecho, su hermetismo y falta de escrúpulos se consideraban cualidades esenciales en un mercader. Se decía que dirigía sus asuntos como quien organiza una conspiración. Jalífa lo veía como un pirata que no le hacía ascos a nada: contrabando, prestamismo, acaparar cuanto escaseara en un momento dado además de lo de siempre, importaciones varias. No se arredraba ante nada. Tenía los negocios en la cabeza porque no se fiaba de nadie y también porque algunos de sus tratos debían llevarse a cabo con suma discreción. Jalífa estaba convencido de que disfrutaba con los sobornos y las transacciones ilícitas, que le reconfortaba pagar en secreto para ver sus deseos cumplidos. Siempre estaba echando cuentas y haciendo cábalas sobre las personas con las que tenía tratos. Era un hombre de modales gentiles y podía ser amable si se lo proponía, pero Jalífa sabía que también podía mostrarse despiadado. Después de trabajar durante años para él, sabía lo duro que era en realidad el corazón del mercader.

El caso es que Jalífa redactaba cartas, pagaba sobornos, cogía al vuelo las migajas de información que el mercader dejaba caer y en general se daba por satisfecho. Tenía olfato para los cotilleos, que recogía y esparcía, y el mercader no le regañaba por las largas horas que pasaba conversando en la calle y los cafés y no sentado en la oficina. Siempre era mejor saber lo que se decía de uno que vivir en la ignorancia. A Jalífa le hubiese gustado corresponder a sus informantes con un mayor conocimiento de los negocios de Amur Biashara, pero era harto improbable que eso fuera a suceder. Ni siquiera sabía la combinación de la caja fuerte del mercader, por lo que debía pedirle que sacara personalmente cualquier documento que necesitara. Amur Biashara guardaba una gran cantidad de dinero en su interior y nunca abría la puerta del todo en presencia de nadie, ni siquiera de Jalífa. Si quería sacar algo de la caja fuerte, se apostaba delante de la puerta para tapar la rueda de la combinación mientras la manipulaba; luego la abría unos pocos centímetros y metía la mano por la rendija como si fuera un vulgar ratero.

Jalífa llevaba más de tres años con buana Amur cuando se enteró de que su madre, Mariamu, había muerto de forma repentina. Tenía poco menos de cincuenta años y su pérdida fue del todo inesperada. Jalífa volvió a casa enseguida para estar con su padre, al que encontró demacrado y sumido en una profunda desolación. Era hijo único, pero desde hacía algún tiempo apenas visitaba a sus padres, y constató con cierta sorpresa lo débil y abatido que parecía el hombre. Estaba enfermo, pero no había podido acudir a nadie para diagnosticar su mal, pues no había ningún médico en la zona y el hospital más cercano quedaba en la ciudad costera donde vivía su hijo.

—Tendrías que habérmelo dicho, habría venido a buscarte —le dijo Jalífa.

Un leve temblor sacudía constantemente el cuerpo de su padre, que no tenía fuerzas para nada. Ya no podía trabajar y se pasaba el día sentado con la mirada perdida en el porche de su cabaña de dos habitaciones en la finca del terrateniente.

—Hace unos meses me dio esta flojera de pronto —le dijo—. Pensé que sería el primero en irme al otro barrio, pero tu madre se me adelantó. Cerró los ojos, se quedó dormida y ya no volvió a despertarse. ¿Y ahora qué hago yo?

Jalífa se quedó con él durante cuatro días y dedujo por los síntomas que su padre estaba gravemente enfermo de malaria. Tenía mucha fiebre, vómitos que le impedían retener nada en el estómago, los ojos amarillentos de ictericia y la orina teñida de rojo. Sabía por experiencia que los mosquitos eran un peligro en la finca: se despertó en la habitación que ahora compartían con las manos y las orejas cosidas a picadas. Al cuarto día por la mañana, cuando se despertó, el enfermo seguía durmiendo. Jalífa salió al patio trasero para asearse y preparar el té, pero, mientras esperaba que el agua rompiera a hervir, un escalofrío le heló la sangre y volvió adentro, donde comprobó que su padre no estaba dormido, sino muerto. Se lo quedó mirando un buen rato, tan flaco y consumido después de muerto como fuerte y vigoroso había sido en vida. Lo tapó y fue hasta las oficinas de la finca en busca de ayuda. Llevaron el cadáver a la pequeña mezquita de la aldea más cercana. Allí lo lavó como mandaba la tradición, asistido por personas familiarizadas con los rituales fúnebres. Esa misma tarde lo enterraron en el cementerio, detrás de la mezquita, y Jalífa donó las escasas pertenencias de sus padres al imán local para que las repartiera entre quienes las quisieran.

De vuelta en la ciudad, y durante los meses siguientes, se sintió completamente solo en el mundo, un hijo ingrato y despreciable. Este sentimiento de culpa lo pilló por sorpresa. Había vivido lejos de sus padres durante la mayor parte de su vida —primero durante los años que había pasado con el profesor particular, luego con los hermanos prestamistas y más tarde con el mercader— sin haber sentido nunca remordimientos por no estar más pendiente de ellos. La súbita muerte de ambos se le antojaba una calamidad, una forma de castigarlo. Llevaba una existencia sin sentido en una ciudad que no era la suya y en un país que parecía estar siempre en guerra, pues ya había rumores de otra revuelta al sur y al oeste.

Fue entonces cuando Amur Biashara tuvo una charla con él.

—Llevas unos cuantos años conmigo... ¿cuántos van ya, tres... cuatro? —preguntó—. En este tiempo has demostrado ser eficiente y respetuoso, dos cualidades que aprecio.

—Se lo agradezco —repuso Jalífa, preguntándose si estaba a punto de recibir un aumento o de ser despedido.

—La muerte de tus padres ha sido un duro golpe, bien lo sé. He visto cuánto te ha apenado, que Dios se apiade de su alma, y en vista de que has trabajado para mí con tanta dedicación y humildad durante todo este tiempo, creo que no está de más que te dé un consejo —dijo el mercader.

—Sus consejos son bienvenidos —repuso Jalífa, empezando a pensar que el mercader no se disponía a despedirlo.

—Eres como de la familia, y es mi deber guiarte por el buen camino. Ha llegado el momento de que te cases y creo que conozco a una novia adecuada para ti. Una joven con la que estoy emparentado se ha quedado huérfana. Es una muchacha respetable y ha heredado una propiedad. Sugiero que la pidas en matrimonio. Yo mismo la desposaría —añadió el mercader con una sonrisa— si no fuera porque estoy satisfecho tal como estoy. Me has servido con lealtad durante estos años y te mereces un buen porvenir.

Jalífa sabía que Amur Biashara le estaba ofreciendo a la joven como si fuera una mercancía, y que ella apenas tendría voz ni voto en la decisión. Según él, se trataba de una muchacha respetable, pero en labios de un pragmático mercader esas palabras carecían de significado. Jalífa accedió porque difícilmente habría podido rechazar la oferta y porque le resultaba apetecible, aunque a ratos temiera que su futura novia fuese una mujer desabrida, exigente o con hábitos desagradables. Los novios no se conocieron antes de la boda, y ni tan siquiera durante la ceremonia, que fue de lo más sencilla. El imán preguntó a Jalífa si deseaba tomar como esposa a Asha Fuadi, a lo que éste respondió afirmativamente. Entonces buana Amur Biashara, en calidad de pariente varón de mayor edad de la novia, dio el consentimiento en su nombre. Dicho y hecho. Tras la ceremonia se sirvió café y luego el mercader en persona acompañó a Jalífa hasta la casa de la novia para presentársela. Esa casa era la propiedad a la que se había referido Amur Biashara, aunque en realidad Asha Fuadi no la había heredado.

Asha tenía veinte años, Jalífa treinta y uno. La difunta madre de la novia era la hermana de Amur Biashara, y la pena reciente por su muerte aún ensombrecía la mirada de la joven. Tenía el rostro ovalado y agradable, el porte solemne y taciturno. Jalífa no tardó en rendirse a sus encantos, pero era consciente de que, en un primer momento, Asha se limitaba a tolerar sus muestras de afecto. Le llevó algún tiempo corresponder a su pasión y contarle su historia, y a él entenderla cabalmente, no porque fuera una historia insólita, sino todo lo contrario: en su mundo, era una práctica habitual entre los mercaderes sin escrúpulos. Se había resistido a contársela porque tardó en confiar en su marido y asegurarse de que le sería fiel a ella y no al comerciante.

—Mi tío Amur le prestó dinero a mi padre, no una vez, sino varias —le explicó a Jalífa—. No tuvo más remedio que prestárselo, puesto que era el marido de su hermana y, por tanto, un miembro de la familia: no podía negarse. El tío Amur apenas se relacionaba con mi padre, no le parecía digno de confianza en lo tocante al dinero, y seguramente estaba en lo cierto; más de una vez oí a mi madre decirle eso mismo a la cara. El caso es que el tío Amur le pidió a mi padre que pusiera su casa, es decir, nuestra casa, como aval de un préstamo, y lo hizo a espaldas de mi madre. Así son los hombres con sus negocios, furtivos y herméticos, como si no pudieran confiar en sus frívolas mujeres. De haberse enterado, ella no lo habría consentido. Hay que ser despiadado para prestar dinero a quienes no pueden devolverlo y luego arrebatarles el techo que les cubre la cabeza. Es un robo, y eso es lo que el tío Amur le hizo a mi padre, y por tanto a mi madre y a mí.

—¿Cuánto dinero le debía tu padre? —preguntó Jalífa al ver que Asha no decía nada más.

—Qué más da la cantidad —repuso ella, tajante—. Nunca habríamos podido devolverla. Nos dejó sin nada.

—Tu padre debió morir de forma súbita. Tal vez creyera que disponía de más tiempo.

Asha asintió.

—No planeó demasiado bien su muerte, desde luego. Durante la temporada de lluvias del año pasado tuvo un ataque de malaria, como todos los años, pero esta vez fue más virulento que los anteriores y no sobrevivió. Fue inesperado y espantoso verlo agonizando hasta morir, que Dios se apiade de su alma. Mi madre no estaba al tanto de todos sus asuntos, pero pronto supimos que el préstamo no se había devuelto y no quedaba nada con lo que hacer siquiera un pago simbólico. Los parientes varones de mi padre vinieron a reclamar su parte de la herencia, que en realidad se reducía a la casa, pero no tardaron en descubrir que había pasado a manos del tío Amur, para consternación de todos y en especial de mi madre. No teníamos nada en el mundo, nada en absoluto. Peor aún: no éramos dueñas ni siquiera de nuestro destino porque, al ser el pariente varón de más edad de mi madre, el tío Amur había pasado a ser nuestro tutor legal, lo que significaba que podía tomar decisiones sobre nuestro futuro. Mi madre nunca se recuperó de la muerte de mi padre. Había caído enferma muchos años antes y desde entonces sufría achaques constantes. Yo atribuía su estado a la pena, pensaba que no estaba tan enferma como decía, sino que se regodeaba en su propia desgracia. Nunca llegué a saber por qué se sentía tan desdichada. Puede que alguien le echara un mal de ojo, o tal vez se sintiera decepcionada con la vida. A veces recibía la visita de los espíritus y hablaba con voces que no eran la suya, hasta que alguien llamaba a un curandero pese a las protestas de mi padre. Cuando él murió, la desdicha de mi madre se convirtió en una pena inconsolable, pero en sus últimos meses de vida se le sumó otro tormento en forma de dolor de espalda y de algo que la iba consumiendo por dentro. Eso era lo que decía sentir, que algo le estaba devorando las entrañas. Fue entonces cuando supe que mi madre no sobreviviría, que su sufrimiento se debía a algo más que una gran pena. Pasó sus últimos días preocupada por mi futuro y le suplicó al tío Amur que velara por mi bienestar, algo que él prometió hacer. —Asha miró largamente a su marido con gesto grave, y al cabo añadió—: Así que me puso en tus manos, como un regalo.

—O viceversa —repuso Jalífa, sonriendo para intentar aligerar el poso amargo de las palabras de Asha—. ¿Tan mal te parece?

Ella se encogió de hombros. Jalífa comprendía, o podía adivinar, los motivos por los que Amur Biashara había decidido ofrecerle la mano de su sobrina. Para empezar, la joven dejaba de ser su responsabilidad, y además, se adelantaba a una posible relación deshonrosa, tanto si Asha la tenía en mente como si no. Así pensaba un poderoso patriarca. Utamsitiri, Jalífa protegería su dignidad y el buen nombre de la familia. No era un partido ideal, pero el mercader confiaba en su empleado y la boda entre ambos le permitía salvaguardar el honor de Asha, y por tanto su propio honor. Además, casar a su sobrina con un hombre que dependía económicamente de él también le permitía conservar intacta la propiedad, toda vez que el asunto quedaba en familia, por así decirlo.

Ni siquiera después de conocer la historia de la casa y comprender la injusticia a la que su mujer se había visto sometida osó Jalífa abordar la cuestión con el mercader; se trataba de un asunto familiar y, en rigor, él no pertenecía a la familia. Lo que sí hizo fue persuadir a Asha para que fuera a hablar con su tío y le reclamara la parte que le correspondía.

—Cuando quiere, sabe ser justo —le dijo, deseando creer en sus propias palabras—. Lo conozco bastante bien, lo he visto en acción. Debes dejarlo en evidencia, obligarlo a reconocer tus derechos, pues de lo contrario no se dará por enterado ni hará nada al respecto.

De modo que As

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos