Prólogo
Mi infancia fue utópica. Yo no era una niña, no tenía cuerpo de niña, era simplemente yo, Colombe: irascible, voluntariosa, testaruda, violenta, brutal, franca, torpe, ladrona, mentirosa, maltratadora de mis muñecas y narradora de historias sobre ellas, mala estudiante, a menos que la asignatura me intrigara. Bailaba y me imaginaba a mí misma como una primera bailarina, montaba a caballo y me veía como una campeona ecuestre, corría lo más rápidamente posible, esquiaba a toda velocidad, me mareaba y no podía trepar por la cuerda de la clase de gimnasia. Me pasaba el día leyendo, me gustaban los cuentos de hadas, la querida y malvada Escarlata O’Hara, y los cómics protagonizados por el piloto de carreras Michel Vaillant y Raham, el hombre prehistórico. Llevaba vestidos con estampados Liberty y monos vaqueros. Quería saberlo todo sobre el amor, estaba enamorada de mi profesor, quería conocer el sexo, pero no demasiado pronto, quería casarme y ser madre, pero no enseguida. Quería estar sola hasta encontrar mi sitio, hasta convertirme en quien yo era. Era una joven ambiciosa que deseaba conseguir los títulos académicos más prestigiosos, el derecho a elegir, a decidir. Pero mi cuerpo poco a poco fue traicionándome. Aquel pelo, aquellos pechos enormes. La menstruación. Decidí que no tenía nada que ver conmigo, dejaba que la sangre fluyera, que me manchara las bragas y la ropa.
Cuando tenía diecisiete años descubrí que estaba embarazada. No me lo podía creer. Estaba furiosa: mi cuerpo me había fallado. Eso no era lo que me habían enseñado, no me habían avisado. Había crecido en los años setenta y ochenta en París, en el entorno de la burguesía intelectual, donde no había diferencia entre niños y niñas, y de pronto tenía un cuerpo de chica, un útero. Estaba embarazada y enfadada. La sociedad me había mentido. Me había creído lo que me habían enseñado en el colegio, que el pronombre «él» era neutro, que yo también pertenecía a ese pronombre cuando lo masculino primaba sobre lo femenino y que todos estábamos incluidos en el grupo indeterminado de «él». No era verdad. Era falso. Yo era una chica, yo era «ella», era incluso menos y tenía que borrarme. Ese chico en su cuerpo masculino podía tener tanto sexo como quisiera, sin ningún peligro de quedarse embarazado, mientras que yo debía ir con cuidado. Mi padre me dijo (aunque siempre me había dado la impresión contraria, pues admiraba mi ambición, mi mal carácter y mi testarudez): «Eres una chica, has de tener cuidado con tu cuerpo, es frágil». Yo era una chica y acababa de descubrirlo con diecisiete años. Me sentía avergonzada: me encorvaba, escondía mis pechos demasiado grandes, mis curvas demasiado generosas. Me sentía avergonzada y frágil. Aborté, y he necesitado treinta y cinco años y la amonestación de Annie Ernaux para hablar de ello.
Mi cuerpo me había rebajado con su fragilidad, «estaba embarazada», con su falta de neutralidad, «estaba embarazada», con esa extraña respuesta física, «estaba embarazada», con su incapacidad para hacer lo que yo quería, «estaba embarazada», imponiéndome un estado del ser que no me interesaba en absoluto. Decidí prescindir de él, de ese cuerpo torpe y banal, y me dediqué totalmente a mi espíritu. Pero este también me falló. Por razones que en aquel momento no entendí, había recortado mis ambiciones y humillado mis deseos. Los había escondido y les había dado una forma distinta para que no asustaran a nadie, para que no ocuparan demasiado espacio. Sabía que no tenía que hablar demasiado, temía traicionarme, mantuve la cabeza baja, seguía a los otros, acepté mi lugar en el cuerpo que me había sido dado. Me convertí en madre y me pareció natural sacrificarme por otros, no me quedaba elección. De esta manera acepté que mi cuerpo era femenino.
Acepté mi identidad de género, según la cual yo estaba llamada a tener hijos, a cocinar y a limpiar la casa. Tuve a mis hijos y disfruté mucho con ellos. Me gustaba ser madre. Por fin me volví amable y cariñosa. Bien estaba, todos los demás parecían contentos. A veces podía ser brusca, toleraba las críticas, quizá no fuera tan dulce ni tan amable después de todo. No encajaba por completo en el modelo de ese cuerpo femenino.
Todavía acariciaba algunas vagas esperanzas para mí misma. Tenía cosas que decir, empecé a escribir libros, me divorcié, estaba sola, tuve que ganar dinero, tuve que criar a mis hijos, necesité lo que me quedaba de mi antigua testarudez para hacerlo. Levanté la cabeza, dije lo que tenía que decir y escuché como respuesta: eres una ególatra, eres una arrogante, ¿quién te crees que eres? Mis relaciones con los hombres no funcionaban, no era una buena esposa, no era una buena novia, pero descubrí que era una buena amiga, que me desenvolvía bien en ese tipo de relaciones más abiertas y libres, en las que los roles eran indefinidos y sin género.
Después, a los cincuenta años, cuando recibí clases de natación, me di cuenta por fin de que mi cuerpo no era tan torpe como yo había creído. Mis movimientos físicos habían sido hasta entonces pequeños, nerviosos, tensos. Nadando aprendí a hacerlos más amplios, a desarrollar la fuerza, a usarla en las dosis adecuadas. Mis movimientos mejoraron, se hicieron más fluidos. Vi cuerpos masculinos nadando junto a mí y los adelanté. Estaba encantada, se me redujeron los pechos y el útero dejó de funcionarme. Mi cuerpo, al enseñarme quién era yo, me permitió ser por completo yo misma: no una mujer, sino un ser vivo al que le gusta maquillarse, llevar vestidos y tacones altos, cocinar, no hacer nada, estar enamorada, pasar el tiempo con los amigos y conversar, sobre todo con personas con las que no estoy de acuerdo.
Creía que era una mujer, algo dulce y encantador que se rinde ante las dificultades. Escribir estos tres libros me ha transformado. Tengo la espalda más fuerte, dos manos para pegar, ay del que se meta conmigo. Puedo ser arrogante, me da igual. Soy importante, como lo son estas tres novelas.
Diecisiete años, Dos pequeñas burguesas y La ternura del crol narran mi aprendizaje corporal: este es mi cuerpo vivo, este es mi espíritu vivo, el de una persona única en constante movimiento llamada Colombe Schneck.
Diecisiete años
Para Annie Ernaux
En tus carpetas del liceo
están tus sueños y tus secretos,
todas esas palabras que nunca dices…
YV