Пусть всегда будет солнце,
Пусть всегда будет небо,
Пусть всегда будет мама,
Пусть всегда буду я.
LEV OSHANIN
«No es posible democratizar la enseñanza de un país sin democratizar su economía y sin democratizar, por ende, su superestructura política».
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI
«Otros cien años pasaron (no-no)
¿No puedes mirar o es qué no quieres?
¿No puedes mirar o es que no quieres?
Pueblo que sabe, no le engaña nadie.
La educación libera al pueblo.
¡Libertad! Es lo que queremos.
Qatipasaq manchakunichu-chus.
Rita Puma Justo.
Ritaqa manan mituchu».
RENATA FLORES
«No se puede huir de la forma en que se aprende a conocer el mundo».
DANIELA CATRILEO
EL COLE
Los rusos son para mí personas blancas que huelen a pescado. Cada vez que desembarcan en nuestras costas con sus descomunales redes de arrastre dan un manotazo al ecosistema de la corriente de Humboldt para hacer millones de conservas de anchovetas como parte de sus planes quinquenales. La flota soviética, torpe, siberiana, merodea por los mares del Pacífico en busca de cardúmenes de jurel, caballa y merluza.
Ya sabemos que cualquier cosa que hagan los rusos puede desequilibrar la vida en el planeta y los gringos harían otra película. En la práctica, estos marineros de manos gruesas y pelo rubio lustroso podrían no estar pescando ejemplares de mero de profundidad sino efectuando labores de espionaje para la red de inteligencia de la Armada Roja. Dicen que sus buques están equipados secretamente con alta tecnología para obtener información de las flotas mercantes de Occidente y seguir influyendo en política exterior.
Es divertido estar de parte de los rusos. Son mucho más interesantes.
A nosotros nos traen regalos todos los meses. El sindicato de pescadores soviéticos de Kersh es el principal benefactor de nuestro colegio. Vienen con sacos de libros rojos de Lenin y cuentos infantiles hermosamente ilustrados que aún no podemos leer porque apenas estamos empezando a descifrar el alfabeto cirílico. Lo que sí podemos hacer es mirar embelesados los dibujos de Cheburashka, el Mickey Mouse ruso, y cantar su canción:
Antes yo era un extraño
juguete sin nombre
al que en la tienda
nadie se acercaba
pero desde que soy Cheburashka
los perritos de la calle me dan la patita.
Somos los pioneros peruanos consumiendo ficción rusa en lucha contra el imperialismo cultural en plena Guerra Fría.
Hoy cantamos en ruso por la paz, pero hacemos trampa y llevamos la canción transcrita: Pust ciegdá, budiet sonse, pust ciegdá budiet nieva, pust ciegdá budiet mama, pust ciegdá vudu ya. Las letras rusas son graciosísimas, están al revés И, tienen patas д y hay una que parece un alienígena de Space Invaders Ж. Cantamos que siempre haya sol, que siempre haya cielo, que siempre esté mamá, que siempre esté yo. Con esta canción los niños soviéticos piden la paz y otras cosas imposibles, en especial algo que no debería reclamarse ni siquiera por capricho infantil: la permanencia.
Cantamos en ruso para entretener a los marinos y convencerlos de nuestra idoneidad como epígonos de la República socialista. Nosotros somos el tercer mundo, los esclavos sin pan, los parias de la Tierra, famélica legión, los que deberíamos estar arriba en lugar de abajo, según el himno oficial de los trabajadores. Somos pobres entre los pobres, pero nunca hemos visto la nieve. Apenas esta neblina de nódulo grisáceo y un sol mediocre al que los incas llamaban Dios. No nos parecemos a los niños rusos, ninguno de nosotros es ni remotamente blanco ni remotamente frío. A 18 grados, con pañuelo rojo, al pionero peruano le suda el cuello moreno.
Esta mañana vamos a celebrar una pequeña ceremonia escolar en uno de los buques mercantes de la Armada Roja de paso por el puerto del Callao, un acorazado de óxido dorado y turquesa hundido en la neblina de gaviotas maltrechas que se despluman entre ellas por un trozo de medusa. Nos sentimos diminutos, como si nos hubiéramos convertido en nuestros soldaditos de plomo erosionado y estuviéramos peleando en una guerra mundial de juguete.
A medio día ya nos suenan las tripas. A mí me gustaría rozar la mano de Néstor, el hijo de la directora; a mi edad solo me gustan los hombres chiquitos, dulces e inofensivos como él, alguien que sonríe y se mueve cortésmente porque ignora mis ilusiones. Pero pensar en el amor durante más tiempo sería demasiado pequeñoburgués para una alumna del Atusparia.
Nos están educando en el estoicismo y en la ingravidez del cuerpo por si algún día nos enrolamos en el programa espacial soviético.
Los pescadores más viejos nos enseñan a darle a un botón para hacer caer la enorme red sobre el crispado mar de Miguel Grau, nuestro mártir nacional del agua. Toneladas de anchovetas confundidas se elevan y respiran oxígeno aéreo, envenenándose en el acto.
Por ser los mejores de la clase, Néstor y yo recibimos un atado de libros infantiles rusos ilustrados. Y yo siento que nos han casado en ultramar.
Dentro de mí hay una especie de rusa peleando con otra especie de rusa. Nadie lo diría con lo peruana que me veo. Juego al ajedrez desde los seis años porque en mi colegio el ajedrez es una asignatura troncal más, tan importante como matemáticas o lenguaje. Mi nota en ajedrez aparece en mi libreta. Y siempre es buena.
Los rusos tienen obsesión por el ajedrez. La fiebre empezó después de la revolución, cuando dejó de ser un entretenimiento solo para zares y ya pudieron jugar todos contra todos. Lenin dijo el ajedrez para las masas y para las masas fue. Hay varias fotos suyas, todo pelado y de chivita, delante de un tablero. Para un verdadero revolucionario, para un verdadero comunista, el ajedrez no es ni un juego, ni un deporte, es una herramienta política. Y esa idea de formarnos en el pensamiento estratégico de cara al combate es la que se ha importado, casi intacta, a este colegio del hemisferio sur, levantado en la costa de un país andino. Enroque de rey con pequeña torre lejana.
Parte de mi encanto es saberme de memoria todas las jugadas que dieron la victoria y convirtieron en leyendas a mis ídolos, unos señores que jamás habrán oído hablar del Perú. Mucho antes de experimentar cualquier otro sentimiento, me programaron en el goce de derribar deportivamente al compañero.
Mi colegio es un lugar complejo de aprendizaje intercultural de niños que bailan huaynos andinos y quieren ser astronautas de la estación MIR. Con este proyecto innovador la izquierda quiere cumplir un sueño. Exactamente como las iglesias o la derecha con sus colegios.
Mi sueño es ser cosmonauta. Si los astronautas son enviados por los gringos en nombre de la humanidad, los cosmonautas son enviados por los rusos en nombre de la revolución. No se puede comparar.
Mi colegio es mariateguista, eso quiere decir que mis maestros han leído mucho a José Carlos Mariátegui, el pensador socialista, el marxista más importante del siglo XX en el Perú, fundador del Partido Comunista. Creen, como él, en el reencantamiento del mundo por la acción revolucionaria. Y en la interpretación, sobre todo en la interpretación. No se fían del dato puro, leen a otros como ellos para interpretar los hechos sin esnobismo. Su misión es agruparnos a todos en la lucha final como sobre un tablero de dos colores. Y si hay que elegir entre Roma y Moscú como cuna de la civilización siempre elegirán Moscú.
Yo crecí en los ochentas: para mí, salvo el poder todo es ilusión.
En mi colegio hay profesores que son más sindicalistas que maestros. Harían huelga contra sí mismos si hiciera falta. Estén donde estén, siempre son el peón negro de avanzada. La estructura y organización de mi escuela es como la de la Internacional Socialista. En teoría, los alumnos somos un estamento con la misma voz e influencia que el estamento de los docentes o el de los padres de familia. Algo que podría definir también la democracia pero que solo existe en esta versión del comunismo.
Mi colegio experimental soviético tiene el nombre de un indio. Se llama Atusparia, como el líder campesino asesinado en 1885 por rebelarse, junto a miles de indígenas, contra los abusos del Estado peruano. Han pasado cien años y el Estado peruano sigue siendo el mismo. En esta etapa de la lucha de clases ya no hay excusas para no aplicar el marxismo a nuestra realidad social y etnográfica como se lanza un hechizo o un maleficio. Aprendemos materialismo histórico y gimnasia olímpica enfundadas en nuestras calzonetas de Nadia Comaneci; estudiamos ruso y ajedrez, física, química y literatura antes de cumplir los diez años, sin ser este un centro de adoctrinamiento ni un colegio de alto rendimiento. Los comunistas dan nuestras altas capacidades por sobreentendidas. Cabezas preparadas para digerir conocimiento sofisticado producido y envasado en el Este. Hasta los poemas que leemos hablan de táctica y estrategia.
Aunque de perfil internacionalista, el colegio rinde tributo a un luchador andino que podemos identificar con los valores del Perú profundo y de los pobres de este país. Así, su misión es en definitiva nacionalista. Y esa es la verdadera estrategia.
El colegio Atusparia fue fundado por egresados peruanos de la universidad rusa Patrice Lumumba de Moscú. Lumumba fue un líder congoleño anticolonial que luchó contra la ocupación belga y fue asesinado por la CIA. Lumumba es al comunismo universal lo que Atusparia al comunismo peruano. Más o menos.
En mi país de nacimiento, los comunistas no gobiernan pero intentan llegar al poder, algunos por la vía democrática y otros por las armas; ambos están muy lejos de lograrlo. La izquierda nunca ha gobernado aquí, excepto por el general que hizo la reforma agraria. No fue poca cosa. Pero los demás, según mis profesores, gobernaron siempre para las élites oligárquicas y no hicieron nada por cambiar esta desigualdad profunda.
Es verdad que pasear por una calle de Lima o de cualquier ciudad del Perú es como asistir a una clase maestra de marxismo para niños. Tampoco hace falta tanta teoría. En las calles limeñas abundan los pirañitas, pequeños niños drogados con Terokal, mendigos de monedas que trabajan limpiando carros o vendiendo caramelos. Se mueven en grupos como jaurías de perros abandonados, hambrientos y feroces, listos para clavarte su filudo desamparo. Así cómo no vamos a entender lo de la lucha de clases. Nos aprendemos de memoria «La inmensa humanidad», un poema turco sobre la esperanza de los pobres que van a trabajar a los ocho años, se casan a los veinte y mueren a los cuarenta. Cantamos en clase el carrizo es muy delgado y muy fácil de quebrar / pero si juntamos varios no se pueden ya romper. Y queda perfectamente comprendida la noción de unidad.
Por la noche, en nuestras camas infantiles, toca curso completo de maoísmo gracias a un apagón y a los ecos de las bombas lejanas de los terroristas de Sendero Luminoso. Al día siguiente, en la tele, algo del arte de la guerrilla latinoamericana vía la noticia del secuestro selectivo de un rico empresario a cargo del MRTA. A continuación, en la clase experiencial diaria de fascismo, leemos en el periódico sobre el asesinato de un líder sindical a manos de paramilitares. Nos hacemos mayores así, en medio de una guerra desquiciada, como si fuera lo normal, como si fuera normal tener un 200 por ciento de inflación, miles de pobres y miles de muertos. Y, por todo eso, lo de la revolución socialista ya no suena tan caprichoso.
Cada partida de ajedrez es una oscura aventura con mi ego. Siempre empiezo alzando el peón a C5, como Kaspárov contra Karpov en la primavera de 1985. Mi profesor de ajedrez no es ruso, es un señor peruano, pelo trinchudo, gordito, con guayabera manchada de chupe de camarones, pero tiene el bigote orondo de Stalin. No creo haberlo oído decir una sola palabra nunca, habla solo con los dedos, hace bailar las piezas entre las casillas para enseñarnos a emboscar.
Yo juego con las negras, así que soy Kaspárov, y mi opositora, Vilela, es Karpov, o sea una vieja gloria a punto de ser destronada. Uso la defensa siciliana contra ella. Nada me asegura que empezando como Kaspárov acabaré como él, pero a esto le llamaremos militancia sostenida. Y a todo lo demás, estructura erizo, ni más ni menos que el punto de vista de las negras: la comprensión de las estructuras más que la memorización de largas líneas teóricas.
Mi rival histórica, Vilela, es recia y tiene unas cejas pobladas que la hacen parecer más mala de lo que es. En las partidas siempre anda colorada, enrojecida por el esfuerzo espiritual que supone tratar de ganarme.
La mayoría de nosotros vive en esta urbanización conocida como la Resi. En algún momento funcionó como vivienda de protección social. En un inicio, nuestros padres no podían comprarse una casa, así que algún gobierno militar se las regaló en un sorteo para pobres, a ver si así conseguía crear una clase media hoy estancada tirando para abajo. Ya cualquiera puede alquilarlas, pero aún quedan muchos de los vecinos originales. El diseño de la urba, con sus enormes bloques de concreto gris y sus pequeñas ventanas, no está muy alejado del diseño de las ciudades soviéticas levantadas con mano de obra prisionera de los gulags para alojar a los que trabajaban en centrales nucleares y bases secretas. Es el concepto de una ciudad dentro de la ciudad, con casi todo lo necesario para valerse por sí misma. Ahí, entre sus largas alamedas, en el corazón de sus callejuelas, tiendas modestas y jardincitos cercados, se levanta el Atusparia. No podían haber elegido un mejor escenario para un colegio soviético peruano.
Cuando dije por primera vez en casa que quería ser cosmonauta, mi mamá y mi papá se rieron de la boutade de la niña estudiosa a la que apuntaron al colegio del barrio sin tener mucha idea de dónde la estaban metiendo, hasta que empezaron a oír cómo algunos de los egresados del Atusparia enviaban noticias del éxito de sus estudios científicos en ciudades rusas y su preparación de cara a futuras misiones espaciales. Entonces se dieron cuenta de que ya otros estaban haciendo su trabajo de tutores y se despreocuparon por completo.
En mi clase hay Vladimires, Alexanders, algunos Ilich, Igores, Yuris, Irinas y Katynas. Mi compañera de pupitre se llama Nadezhda, como la esposa de Lenin, una de las más célebres alfabetizadoras de la clase obrera durante la revolución. Pero su apellido es Huamaní, que en quechua significa «provincia».
Mi colegio es como una provincia de la provincia de la provincia del socialismo mundial.
Una de las tesis más interesantes de José Carlos Mariátegui es que la solución al problema indígena no es la alfabetización. Que el indio alfabetizado no es más feliz ni más libre que el indio analfabeto. Para los adultos, todos los niños somos como indios o todos los indios son como niños, por ley de vida deberían subestimarnos. En el Atusparia, sin embargo, los niños no somos indios, no somos menores de edad, somos proyectos de hombres y mujeres libres. Por eso se esfuerzan en enseñarnos que la Historia solo le da la razón a los heroicos y a los románticos.
Los egresados de la URSS volvieron un día al Perú con diplomas y esposas rusas e inventaron un colegio para que ellas pudieran trabajar enseñando el idioma y no como prostitutas caras. Crearon una asociación llamada Apegus (Asociación Peruana de Egresados de la Unión Soviética) para administrar este delirio. El presidente de Apegus es el egresado de la URSS por excelencia: un ingeniero, filósofo y catedrático, exalumno de la Lumumba, llamado Aníbal Lanceros, de ideas de izquierda como todos por aquí y casado con una profesora rusa.
Aunque a los asociados rusos en su momento no les pareció tan ob