I
Boyd era apenas un niño de pecho cuando llegaron al sur procedentes de Grant County, y no mucho mayor que él era el nuevo condado llamado Hidalgo. En la región que habían abandonado quedaban los restos de una hermana y de la abuela materna. La nueva región era rica y salvaje. Se podía cabalgar hasta México sin topar con un solo cercado. Él llevaba a Boyd sobre el arzón delantero de la silla de montar y le nombraba en inglés y en español las peculiaridades del paisaje y los pájaros y los animales. En la casa nueva dormían en el cuarto contiguo a la cocina. Solía permanecer despierto en la habitación a oscuras, escuchando la respiración de su hermano, y mientras este dormía le hablaba a media voz de los proyectos que tenía para los dos y de la vida que iban a llevar.
Una noche de invierno de aquel primer año despertó al oír el aullido de los lobos procedente de las lomas que se elevaban al oeste de la casa, y supo que saldrían al llano a cazar antílopes a la luz de la luna. Cogió los pantalones que colgaban a los pies de la cama, la camisa, el chaquetón de loneta forrado con lana de manta y las botas y fue a vestirse a oscuras en la cocina al tenue calor del hornillo y sostuvo las botas a la luz de la ventana para distinguir la derecha de la izquierda y se las calzó y salió de la cocina y cerró la puerta.
Al pasar junto al establo los caballos gimieron débilmente a causa del frío. La nieve crujía bajo sus botas y el aliento le humeaba en la luz azulina. Una hora después se hallaba agazapado sobre la nieve en el lecho seco del arroyo; al ver las huellas que habían dejado en la arena de los aguazales y sobre la nieve, supo que los lobos habían pasado por allí.
Ya estaban en el llano, y cuando dejó atrás el abanico aluvial donde el arroyo se adentraba en el valle vio el punto en que habían cruzado antes que él. Avanzó sobre codos y rodillas con las manos remetidas en las mangas a fin de no tocar la nieve y cuando llegó al último de los pequeños enebros oscuros, allí donde el amplio valle se extendía al pie de la sierra de las Ánimas, se agachó en silencio para acompasar la respiración y luego se incorporó y echó un vistazo.
Corrían por el llano hostigando a los antílopes, que se movían por la nieve como fantasmas, dando vueltas y más vueltas, y el polvo seco flotaba alrededor de ellos en el gélido claro de luna y el aliento les humeaba pálido en el frío como si un fuego ardiera dentro de ellos, y saltaban y giraban y se contorsionaban tan silenciosamente que parecían venidos de otro mundo. Corrieron valle abajo y luego giraron para alejarse por el llano hasta perderse por completo en aquella turbia blancura.
Tenía mucho frío. Esperó. Reinaba una calma absoluta. Podía ver en qué dirección iba el viento por el aliento que aparecía y desaparecía una y otra vez delante de él. Esperó un largo rato. Luego los vio venir. Trotando y serpenteando. Bailando. Hozando la nieve. Trotando y corriendo y alzándose de a dos en una danza estática y corriendo otra vez.
Eran siete y pasaron a poco más de cinco metros de donde se hallaba. Distinguió sus ojos almendrados a la luz de la luna. Oyó su respiración. Notó su eléctrica presencia en el aire. Los lobos se agruparon, se arrimaron y se lamieron los unos a los otros. Luego se detuvieron. Desencapotaron las orejas. Algunos alzaron una pata a la altura del pecho. Estaban mirándolo. Él no respiraba. Ellos no respiraban. Después giraron sobre sí mismos y siguieron trotando. Cuando llegó a casa Boyd estaba despierto, pero él no le dijo adónde había ido ni qué había visto. Nunca se lo contó a nadie.
El invierno en que Boyd cumplió catorce años, los árboles que crecían en el cauce seco del río estaban desnudos desde hacía tiempo y el cielo siempre era gris y los árboles se veían pálidos. Un viento frío había venido del norte, y la tierra corría con las velas arriadas hacia un cómputo cuyos libros mayores solo serían redactados y fechados mucho después de que las debidas reclamaciones hubieran sido presentadas, como pasa con esta historia. Entre los álamos, cuyas ramas eran como huesos y cuyos troncos mudaban la pálida o verde o más oscura corteza, arracimados más abajo de la casa, en el recodo exterior del cauce, crecían árboles tan imponentes que en la hilera del otro lado del río había un tocón aserrado sobre el cual en inviernos previos los pastores habían armado una tienda de lona de metro veinte por metro ochenta debido al suelo de madera que aquel les proporcionaba. Un día en que iba por leña observó su sombra y la del caballo y la narria cruzar aquella empalizada de árboles. Boyd iba en la narria sosteniendo el hacha como si estuviese vigilando la leña que habían reunido, y miraba hacia el oeste con los ojos entornados a causa del sol que hervía en el lento fuego de un lago seco y rojizo que se extendía al pie de las áridas montañas, y los antílopes caminaban cabeceando entre las vacas que se destacaban contra el llano del promontorio.
Cruzaron el cauce del río cubierto de hojas secas y siguieron hasta un depósito o poza en el río; él desmontó y dio de beber al caballo mientras Boyd recorría la orilla a pie buscando señales de ratas almizcleras. El indio junto al que Boyd había pasado estaba en cuclillas y ni siquiera levantó la mirada, de modo que cuando Boyd notó su presencia y se volvió el indio estaba mirándose el cinto y no alzó la vista hasta que se hubo parado del todo. Podría haber alargado el brazo y tocarlo. El indio no se escondía, sino que sencillamente estaba agachado detrás de una delgada hilera de carrizos,1 y ni aun así Boyd lo había visto. Tenía sobre las rodillas una pequeña carabina del calibre 32 y había estado esperando en la sombra a que algo se acercara al agua para poder dispararle. Miró al chico fijamente. El chico lo miró. Sus ojos eran tan oscuros que parecían todo pupilas. Unos ojos en los que se ponía el sol. En los que el chico estaba al lado del sol.
No había aprendido que uno puede verse en los ojos de otro ni que en ellos podían verse cosas como el sol. Quedó reflejado, en aquellos pozos oscuros con el pelo tan claro, fino y extraño, exactamente el niño que era. Como si fuese un pariente consanguíneo que se hubiera perdido y que ahora aparecía en una ventana de otro mundo donde el sol se hundía eternamente. Como si se tratara de un laberinto donde los huérfanos de su corazón se hubieran extraviado en su viaje por la vida para llegar finalmente al otro lado del muro de aquella mirada caduca de la que era imposible regresar.
Desde donde estaba no podía ver a su hermano ni al caballo. Podía ver los lentos círculos que se abrían en la superficie del agua allí donde el caballo estaba bebiendo, más allá de los carrizos, y podía ver también la ligera flexión del músculo bajo la piel de la magra e imberbe quijada del indio.
El indio se volvió y miró la poza. El único sonido era el gotear del agua desde el morro del caballo. Miró al chico.
Tú, pequeño hijo de puta, dijo el indio.
Yo no he hecho nada.
¿Quién es ese que va contigo?
Mi hermano.
¿Cuántos años tiene?
Dieciséis.
El indio se puso de pie. Lo hizo rápidamente y sin esfuerzo, y miró hacia el otro lado de la poza donde Billy sostenía el caballo y luego volvió a mirar a Boyd. Vestía un viejo y deshilachado sarape y un viejo y grasiento sombrero Stetson con la copa acampanada, y sus botas estaban remendadas con alambre.
¿Qué estáis haciendo aquí?
Coger leña.
¿Tenéis algo para comer?
No.
¿Dónde vivís?
El chico dudó.
Te pregunto que dónde vivís.
Señaló río abajo.
¿A qué distancia?
No lo sé.
Pequeño hijo de puta.
Se puso la carabina sobre los hombros, caminó por la orilla de la poza y se quedó mirando el caballo y a Billy.
Qué tal, dijo Billy.
El indio escupió. Conque espantando todo lo que hay en la región, dijo. Vaya.
No sabíamos que hubiera nadie por aquí. ¿No tienes nada para comer?
No, señor.
¿Dónde vives?
A unos tres kilómetros río abajo.
¿Tenéis algo de comer en vuestra casa?
Sí, señor.
¿Si voy allí me sacarás algo de comer?
Puede venir a casa. Mamá le preparará comida.
No quiero ir a la casa; quiero que tú me saques algo.
Está bien.
¿Lo harás?
Sí.
Muy bien.
El muchacho seguía sujetando el caballo. El caballo no le había quitado ojo al indio. Vamos, Boyd, dijo.
¿Tenéis perros?
Solo uno.
¿Lo meterás dentro?
De acuerdo. Lo meteré dentro.
Mételo en algún sitio donde no ladre.
De acuerdo.
No pienso ir a que me peguen un tiro.
Lo meteré dentro.
Entonces bueno.
Venga, Boyd. Vámonos.
Boyd permaneció mirándolo desde el otro lado de la poza.
Vamos. Dentro de nada oscurecerá.
Venga, haz lo que te dice tu hermano, dijo el indio.
No estábamos molestándolo.
Venga, Boyd. Vámonos.
Cruzó el cascajar y subió a la narria.
Súbete aquí, dijo Billy.
Se bajó del montón de ramas que habían cogido y se volvió a mirar al indio; luego alargó el brazo para coger la mano que Billy le ofrecía y montó en el caballo detrás de él.
¿Cómo lo encontraremos?, preguntó Billy.
El indio estaba de pie con el rifle sobre los hombros y las manos colgando por encima. Salid y caminad hacia la luna, dijo.
¿Y si aún no ha salido?
El indio escupió. ¿Crees que te diría que fueses hacia la luna si la luna no hubiera salido? Vamos, en marcha.
El chico picó el caballo con las botas y cabalgaron entre los árboles. Las varas de la narria arrastraban con un susurro seco pequeñas hileras de hojas secas. El sol se ponía por el oeste. El indio los vio partir. El más pequeño de los chicos rodeaba con un brazo la cintura de su hermano, roja la cara al sol, el pelo de un rosado casi blanco al sol. Su hermano debió de decirle que no mirase atrás, porque no lo hizo. Para cuando cruzaron el lecho seco del río y enfilaron el llano, el sol se había puesto ya tras los picos de los montes Peloncillo y el cielo de poniente era de un rojo intenso bajo los arrecifes de nubes. Tomaron hacia el sur siguiendo las hendiduras del río seco, y cuando Billy se volvió vio que el indio los seguía a unos ochocientos metros aproximadamente, y llevaba la carabina colgando de una mano.
¿Cómo es que miras atrás?, dijo Boyd.
Miro, eso es todo.
¿Es que vamos a sacarle la cena?
Sí. Supongo que podemos hacerlo.
Que podamos no significa que sea buena idea, dijo Boyd.
Ya lo sé.
Contempló el cielo por la ventana de la sala de estar. Las primeras estrellas acuñadas con la oscura albardilla de la pared sur colgaban entre la reseca rejilla de los árboles, junto al río. La luz de la luna aún por salir estaba posada sobre el valle, hacia el este, como una bruma de azufre. Observó la luz correr por las lindes de la desierta llanura y elevarse del suelo el domo de la luna, blanca y gorda y membranosa. Luego bajó de la silla donde se había arrodillado y fue a buscar a su hermano.
Billy tenía filetes y bollos y un tazón con alubias, todo ello envuelto en un paño y escondido detrás de las ollas en un estante de la despensa, junto a la puerta de la cocina. Mandó a Boyd por delante y tras escuchar un momento salió detrás de él. El perro gimió y arañó la puerta del ahumadero cuando pasaron por allí y él le dijo al perro que se callara y el animal obedeció. Siguieron la cerca medio agachados y luego encaminaron sus pasos hacia los árboles. Cuando llegaron al río la luna estaba alta y el indio los esperaba de pie con la carabina balanceándose otra vez sobre el pescuezo. Vieron su aliento en el frío. Se volvió y lo siguieron a través de las guijas del aguazal y tomaron la cañada río abajo siguiendo el margen de la dehesa. En el aire había humo de leña. A unos cuatrocientos metros de la casa ganaron la fogata de su campamento entre los álamos y el indio dejó la carabina apoyada en un tronco y se volvió para mirarlos.
Traedlo aquí, dijo.
Billy se acercó a la lumbre y le entregó el bulto que llevaba en el pliegue del codo. El indio lo cogió y se puso de cuclillas delante del fuego con aquella desenvoltura de marioneta, colocó el paño en el suelo, lo abrió, sacó las alubias y luego puso el tazón a calentar junto a las brasas y cogió los bollos y la carne y les dio un mordisco.
Ese tazón se va a quedar negro, dijo Billy. Tengo que llevármelo otra vez a casa.
El indio masticó, entrecerrados los ojos casi negros a la luz de la fogata. ¿Tenéis algo de café en la casa?, dijo.
No está molido.
¿Podéis molerme un poco?
Imposible sin que alguien lo oiga.
El indio se metió la otra mitad del bollo en la boca y se inclinó ligeramente y de algún sitio sacó un cuchillo corto y alargó el brazo para remover las alubias del tazón; después miró a Billy y se pasó la hoja del cuchillo por la lengua de un lado y del otro, como si la asentara lentamente, y clavó el cuchillo en el extremo del tronco con el que había preparado el fuego.
¿Cuánto hace que vivís aquí?, preguntó.
Diez años.
Diez años. ¿Tu familia es propietaria del terreno?
No.
Cogió el segundo bollo, lo cortó con sus perfectos dientes blancos y se sentó a masticar.
¿De dónde es usted?, preguntó Billy.
De todas partes.
¿Adónde se dirige?
El indio se inclinó y cogió el cuchillo del tronco y removió otra vez las alubias y lamió nuevamente la hoja; luego dejó que el cuchillo se deslizara hasta el mango, levantó el renegrido tazón del fuego, lo dejó en el suelo delante de él y empezó a comer las alubias sirviéndose del cuchillo.
¿Qué más tenéis en la casa?
¿Cómo dice?
Qué más tenéis en la casa.
Levantó la cabeza y los miró con los ojos entrecerrados, allí de pie a la luz de la lumbre, mientras masticaba lentamente.
¿Como qué?
Lo que sea. Algo que pueda vender.
No tenemos nada.
No tenéis nada.
No, señor.
El indio masticó. ¿Es que vivís en una casa vacía?
No.
Entonces algo habrá.
Hay muebles y cosas. Cacharros de cocina.
¿Cartuchos de carabina?
Sí. Unos cuantos.
¿Qué calibre?
No sirven para su carabina.
¿Qué calibre?
Cuarenta y cuatro cuarenta.
Bueno, pues traedme unos cuantos.
El chico señaló con la cabeza la carabina apoyada en el árbol. No es del calibre cuarenta y cuatro.
Eso da igual. Ya los cambiaré.
No puedo traerle cartuchos. El viejo lo notaría.
Entonces, ¿para qué has hablado de cartuchos?
Tendríamos que irnos, dijo Boyd.
Hemos de recuperar el tazón.
¿Qué más tenéis?, dijo el indio.
No tenemos nada, dijo Boyd.
No te preguntaba a ti. ¿Qué más?
No lo sé. Veré qué puedo encontrar.
El indio se metió la otra mitad del segundo bollo en la boca. Alargó la mano para tentar el tazón y luego lo cogió y se echó a la boca las alubias que quedaban y pasó un dedo por dentro del tazón y se lo lamió hasta dejarlo limpio y volvió a dejar el tazón en el suelo.
Traedme un poco de ese café, dijo.
No puedo molerlo. Lo oirían.
Tú tráelo. Lo aplastaré con una piedra.
Está bien.
Que se quede él.
¿Para qué?
Para hacerme compañía.
Para hacerle compañía.
Eso.
Él no tiene por qué quedarse.
No voy a hacerle daño.
Ya sé que no, porque no va a quedarse.
El indio se escarbó los dientes. ¿Tenéis algún cepo?
No tenemos cepos.
Los miró. Se sorbía los dientes con un ruido sibilante. Marchaos ya, dijo. Y traedme un poco de azúcar.
De acuerdo. Deme el tazón.
Ya lo cogerás cuando volváis.
Al llegar a la cañada Billy se volvió para mirar a Boyd y la luz de la lumbre entre los árboles. En el llano la luna brillaba tanto que hasta era posible contar las reses.
No vamos a llevarle café, ¿verdad?, dijo Boyd.
No.
¿Qué vamos a hacer con el tazón?
Nada.
¿Y si mamá pregunta por él?
Pues le dices la verdad. Que se lo hemos dado a un indio. Que un indio ha venido a casa y que se lo he dado.
De acuerdo.
Puedo ganarme una bronca por ir contigo.
Y yo más.
Dile a mamá que he sido yo.
Eso pensaba hacer.
Cruzaron el campo raso en dirección al cercado y las luces de la casa.
De entrada no tendríamos que haber ido, dijo Boyd.
Billy guardó silencio.
¿Verdad?
No.
¿Por qué lo hemos hecho?
No lo sé.
No había clareado aún cuando su padre entró en la habitación de los hermanos.
Billy, dijo.
El chico se incorporó en la cama y miró a su padre enmarcado por la luz que venía de la cocina.
¿Qué hace el perro atado en el ahumadero?
Me he olvidado de sacarlo.
¿Te has olvidado de sacarlo?
Sí, señor.
¿Y qué hacía allí dentro si puede saberse?
Bajó de la cama al frío suelo y cogió la ropa. Iré a soltarlo, dijo.
Su padre permaneció un momento en el vano de la puerta y luego cruzó la cocina en dirección al vestíbulo. La luz que entraba por la puerta abierta le permitió a Billy ver a Boyd aovillado y dormido en la otra cama. Se puso el pantalón, cogió las botas del suelo y salió.
Era ya de día cuando terminó de dar de comer y beber al caballo. Ensilló a Bird, montó y salió de la cuadra en dirección al río para ir a buscar al indio o ver si aún seguía allí. El perro iba pegado a los talones del caballo. Cruzaron el prado y cabalgaron río abajo hasta más allá de los árboles. Detuvo el caballo pero no desmontó. El perro se puso a su lado y comenzó a olisquear el aire con rápidos movimientos ascendentes del morro, clasificando y ensamblando imágenes de los acontecimientos de la noche anterior. El chico volvió a poner el caballo al paso.
Cuando llegó al campamento del indio el fuego estaba frío y negro. El caballo alteró el paso y avanzó nerviosamente y el perro rodeó las cenizas con el hocico en tierra y los pelos del lomo erizados.
Cuando regresó a casa su madre lo esperaba con el desayuno a punto, y él colgó su sombrero y acercó una silla y empezó a servirse huevos en el plato. Boyd ya estaba comiendo.
¿Dónde está papá?, preguntó.
Todavía no has bendecido la mesa, dijo su madre.
Sí, señora.
Bajó la cabeza y dijo las palabras para sus adentros y luego cogió un bollo.
¿Dónde está papá?
Está en la cama. Ya ha comido.
¿A qué hora llegó?
Hará un par de horas. Ha cabalgado toda la noche.
¿Y eso?
Será que quería volver a casa.
¿Cuánto rato va a dormir?
Supongo que hasta que despierte. Preguntas más que Boyd.
Lo primero no lo he preguntado, dijo Boyd.
Después de desayunar fueron al establo. ¿Adónde crees que habrá ido?, dijo Boyd.
Por ahí.
¿De dónde dirías que venía?
No lo sé. Las botas que llevaba eran mexicanas. O lo que quedaba de ellas. No es más que un vagabundo.
Tú no sabes de qué es capaz un indio, dijo Boyd.
Qué sabrás tú de los indios, dijo Billy.
Y tú qué.
Tú no sabes de qué es capaz nadie.
Boyd cogió un viejo destornillador de un cubo de herramientas y pinceles que colgaba del pilar del establo, alcanzó un ronzal de la baranda, abrió la puerta de la casilla donde guardaba su caballo. Entró, le colocó el ronzal y condujo el caballo fuera. Dio una vuelta a la cuerda en torno a la baranda, pasó la mano por debajo de la pata del animal para que le ofreciera el casco, y le limpió la ranilla, le examinó el casco y luego le bajó la pata.
Déjame echar un vistazo, dijo Billy.
No le pasa nada.
Entonces déjame mirar.
Como quieras.
Billy le levantó la pata al caballo, se acomodó el casco entre las rodillas y lo examinó. Creo que está bien, dijo.
Ya te lo he dicho.
Haz que camine un poco.
Boyd desenganchó la cuerda, llevó el caballo al fondo del establo y volvió.
¿Vas a ir por tu silla?, dijo Billy.
Supongo que sí, si no te importa.
Fue por la silla de montar, echó la manta sobre el lomo del caballo, le puso la silla tras subirla no sin esfuerzo, apretó el látigo, ajustó la cincha posterior y se quedó esperando.
Has dejado que se acostumbre a eso, dijo Billy. ¿Por qué no lo picas para que saque el aire?
Si él no me deja sin respiración, pues yo a él tampoco, dijo Boyd.
Billy escupió sobre el lecho de paja menuda y seca del establo. Esperaron. El caballo espiró. Boyd tiró de la correa y abrochó la hebilla.
Cabalgaron toda la mañana por los prados de Ibáñez mirando detenidamente las vacas. Las vacas mantenían la distancia y los miraban; eran piernilargas y las había mexicanas y también longhorn, de todos los colores. A la hora de cenar volvieron a casa arrastrando de una cuerda una vaquilla añal. La metieron en el corral que había más arriba del establo para que la viera su padre, entraron y se lavaron. Su padre ya estaba sentado a la mesa. Hola chicos, dijo.
A sentarse todos, dijo su madre. Dejó sobre la mesa una bandeja de filetes fritos. Y un cuenco de habichuelas. Una vez bendecida la mesa le dio la bandeja al padre, que pinchó un filete y se la pasó a Billy.
Papá dice que hay un lobo en la sierra, dijo ella.
Billy se quedó con la bandeja en una mano y el cuchillo en alto.
¿Un lobo?, dijo Boyd.
Su padre asintió. Una loba. Derribó un becerro bastante grande allá arriba, en el barranco Foster.
¿Cuándo?, preguntó Billy.
Hará cosa de una semana, quizá más. El pequeño de los Oliver le siguió las huellas por la montaña. La loba venía de México. Cruzó por el paso de San Luis y siguió la ladera oeste de las Ánimas hasta alcanzar más o menos la cabecera del barranco Taylor; después bajó cruzando el valle y subió a los Peloncillos. Todo el camino por la nieve. Había cinco centímetros de nieve en el sitio donde mató a ese becerro.
¿Cómo sabes que era una hembra?, preguntó Boyd.
¿Cómo crees que lo sabe?, dijo Billy.
Se podía ver dónde había hecho sus cosas, respondió su padre.
Ah, dijo Boyd.
¿Qué piensas hacer?, dijo Billy.
Bueno, supongo que lo mejor será atraparla. ¿No crees?
Sí, señor.
Si el viejo Echols estuviera aquí, la atraparía, dijo Boyd.
El señor Echols.
Si el señor Echols estuviera aquí la atraparía.
Sin duda. Pero no está.
Después de cenar los tres recorrieron a caballo los catorce kilómetros hasta el SK Bar, y al llegar llamaron a voces. La nieta del señor Sanders salió a la puerta, fue a buscar al viejo y se sentaron todos en el porche mientras el padre de los chicos le contaba al señor Sanders lo de la loba. El señor Sanders tenía los codos apoyados en las rodillas, miraba fijamente entre las botas las tablas del suelo del porche, asentía y de vez en cuando daba un golpecito a la ceniza del cigarrillo con el meñique. Cuando el padre hubo terminado, el señor Sanders alzó la vista. Tenía unos ojos muy azules y bonitos, medio escondidos en las correosas costuras de la cara. En ellos parecía haber algo que la dureza de la región no había podido alterar.
Las cosas y las trampas de Echols siguen en la cabaña, dijo. No creo que le importe que utilices lo que te haga falta.
De un capirotazo arrojó la colilla al patio, luego sonrió a los muchachos y apoyó las manos en las rodillas para levantarse.
Voy por las llaves, dijo.
Cuando abrieron la cabaña estaba oscura y muy húmeda y se percibía un olor semejante al de la cera, que recordaba el de la carne fresca. Su padre permaneció un instante en el umbral y luego entró. En la habitación principal había un sofá viejo, una cama, un escritorio. Cruzaron la cocina y siguieron hasta el zaguán que había en la parte de atrás. A la luz polvorienta que se colaba por el solitario ventanillo, vieron, sobre unos anaqueles de pino burdamente aserrados, varios tarros de conservas y frascos con tapones de vidrio esmerilado y viejos tarros de boticario, todos con sus antiguas etiquetas octagonales bordeadas de rojo; en ellos Echols había escrito pulcramente fechas y contenidos. Los tarros estaban llenos de líquidos oscuros. Vísceras secas. Hígado, hiel, riñones. Las tripas de la bestia que sueña con el hombre y así ha venido haciéndolo desde hace más de cien mil años. Sueños donde aparece ese maligno dios menor que, pálido, desnudo y extraño, ha venido a masacrar a todo su clan y toda su tribu y a echarlos de casa. Un dios insaciable a quien no puede aplacar concesión alguna ni cantidad de sangre por desmedida que sea. Los tarros estaban unidos por telillas de polvo y al pasar entre ellos la luz convertía la pequeña estancia, con sus vidrios alquímicos, en una extraña basílica consagrada a una práctica tan próxima a extinguirse entre los oficios del hombre como la bestia a que debía su existencia. Su padre bajó uno de los tarros y después de examinarlo lo dejó de nuevo justo sobre su huella circular de polvo. En un estante inferior había una caja de munición con las esquinas perfectamente encajadas, y en la caja una docena aproximada de pequeños frascos o viales sin etiquetar. En la tapa de la caja estaban escritas, con lápiz rojo, las palabras N.o 7 Matrix. Su padre puso uno de los viales a la luz, lo agitó, le quitó el corcho y se pasó el frasco por debajo de la nariz.
Santo Dios, dijo en voz baja.
Déjame oler, pidió Boyd.
No, dijo su padre. Se guardó el vial en el bolsillo y siguieron buscando los cepos, pero no pudieron dar con ellos. Miraron en el resto de la casa, en el porche y en el ahumadero. En la pared de este encontraron unos cuantos cepos viejos para coyote del número tres, pero esas fueron todas las trampas con que pudieron dar.
Tienen que estar en alguna parte, dijo su padre.
Empezaron de nuevo. Al rato, Boyd salió de la cocina.
Ya los tengo, dijo.
Estaban en dos cajones de embalaje llenos de leña para la estufa, engrasados con algo que podía haber sido manteca de cerdo y envueltos como arenques.
¿Por qué se te ha ocurrido mirar ahí?, preguntó su padre.
Has dicho que tenían que estar en alguna parte.
Extendió unos periódicos viejos sobre el linóleo del suelo de la cocina y procedió a levantar los cepos. Para hacerlos más compactos tenían los muelles hacia adentro, y las cadenas estaban enrolladas en torno a estos. Cogió un cepo y lo enderezó. Atascada de grasa, la cadena crujió inexpresivamente. Estaba provista de una anilla en el centro y tenía un grueso cierre de resorte en un extremo y un ancla en el otro. Se acuclillaron y miraron el cepo. Parecía enorme. Parece una trampa para osos, dijo Billy.
Es un cepo lobero. Marca Newhouse del cuatro y medio.
Colocó ocho cepos en el suelo y se limpió la grasa de las manos con papel de periódico. Pusieron de nuevo la tapa sobre el cajón y apilaron otra vez la leña sobre las cajas tal como Boyd las había encontrado. Su padre volvió al zaguán y regresó con una pequeña caja de madera provista de un fondo de red de alambre, una bolsa de papel con astillas de palo campeche y una cesta para meter las trampas dentro. Luego salieron y aseguraron el candado de la puerta delantera, desataron los caballos, montaron y regresaron a la casa.
El señor Sanders salió al porche, pero ellos no desmontaron.
Quédense a cenar, dijo.
Es mejor que volvamos. Gracias.
Bueno.
He cogido ocho trampas.
Está bien.
Veremos qué tal funcionan.
Bueno. Yo diría que lleva usted todas las de ganar. La loba no ha estado aquí lo suficiente para tener hábitos regulares.
Echols decía que ya ningún lobo los tiene.
Él sabrá. Es medio lobo.
Su padre asintió. Se volvió ligeramente en la silla y oteó el horizonte. Luego volvió a mirar al viejo.
¿Ha olido alguna vez lo que les pone como cebo?
Sí, lo he hecho.
Su padre asintió otra vez. Levantó una mano, hizo doblar al caballo y se alejaron camino abajo.
Después de cenar pusieron la tina galvanizada sobre la estufa, la llenaron a mano con cubos, echaron una cucharada de lejía y pusieron las trampas a hervir. Alimentaron el fuego hasta la hora de acostarse y luego cambiaron el agua y volvieron a meter las trampas con las astillas de palo campeche y atiborraron la estufa y la dejaron así. Boyd despertó una vez y permaneció escuchando el silencio de la casa en la oscuridad y el crepitar del fuego en la estufa o la casa que crujía al viento que soplaba en el llano. Al mirar la cama de Billy vio que estaba vacía y al cabo de un rato se levantó y fue a la cocina. Billy estaba junto a la ventana, sentado en una de las sillas puesta del revés. Tenía los brazos sobre el respaldo y contemplaba la luna sobre el río y los árboles de la ribera y las montañas que se alzaban al sur. Se volvió y miró a Boyd, de pie en el vano de la puerta.
¿Qué haces?, dijo Boyd.
Me he levantado a cuidar el fuego.
¿Qué estás mirando?
No estoy mirando nada. No hay nada que mirar.
Para qué te has puesto ahí.
Billy no respondió. Al cabo de un rato dijo: vuelve a la cama. Yo iré enseguida.
Boyd entró en la cocina. Se quedó junto a la mesa. Billy se volvió y lo miró fijamente.
¿Qué te ha despertado?, preguntó.
Tú.
Si no he hecho ruido.
Ya lo sé.
Cuando Billy se levantó a la mañana siguiente su padre estaba sentado a la mesa de la cocina con un mandil de cuero en el regazo. Llevaba puestos un par de viejos guantes de gamuza y estaba aplicando cera de abeja a uno de los cepos. Los otros estaban en el suelo, sobre una piel de ternero, y tenían un color azul oscuro casi negro. Levantó la vista, se quitó los guantes, los puso sobre el mandil junto con el cepo y dejó el mandil en el suelo encima de la piel de ternero.
Ayúdame con la tina, dijo. Después acabas de encerar estos.
Lo hizo. Los enceró con cuidado, cubriendo con la cera la cazoleta y la inscripción que esta llevaba; luego enceró las muescas donde iban engoznadas las mandíbulas y cada eslabón de las gruesas cadenas y la pesada rastra de dos dientes al extremo de aquellas. Una vez que hubo terminado, su padre colgó las trampas a la intemperie, donde los olores de la casa no pudieran impregnarlas. A la mañana siguiente, cuando su padre entró en la habitación y lo llamó, aún estaba oscuro.
Billy.
Sí, señor.
El desayuno estará dentro de cinco minutos.
Sí, señor.
Cuando salieron del terreno el día apuntaba, frío y despejado. Las trampas iban envueltas en el cesto de sauce que su padre llevaba a la espalda con las correas flojas, de modo que el fondo del cesto descansaba en el fuste de la silla. Cabalgaron hacia el sur. Encima de ellos la nieve reciente resplandecía en la cumbre del Black Point bajo un sol que aún no se había levantado sobre el lecho del valle. Cuando llegaron al camino viejo que conducía al manantial Fitzpatrick el sol ya estaba allá arriba. Cruzaron hacia la punta de la dehesa a pleno sol y empezaron la ascensión a los Peloncillos.
A media mañana habían llegado al borde de la vega donde estaba el becerro muerto. En el camino cubierto de nieve por el que habían venido aún podían verse las huellas que el caballo de su padre había dejado tres días atrás, y bajo las sombras de los árboles donde yacía el ternero había manchas de nieve que aún no se habían derretido, ensangrentadas y holladas y cruzadas y vueltas a cruzar por las huellas de los coyotes, y el ternero estaba despedazado y sus fragmentos esparcidos en la nieve ensangrentada y el suelo circundante. Su padre se había quitado los guantes para liar un cigarrillo y se puso a fumar, con la mano en que sostenía los guantes apoyada en la perilla de la silla.
No desmontes, dijo. Mira a ver si ves sus huellas.
Recorrieron el terreno a caballo. Los caballos estaban inquietos ante la visión de la sangre y los jinetes hablaban entre sí con una especie de tono burlón, como si pretendieran que los animales se avergonzaran. Billy no detectó huellas de la loba.
Su padre se apeó del caballo. Ven, dijo.
No irás a poner uno aquí, ¿verdad?
No. Ya puedes desmontar.
El chico desmontó. Su padre se había bajado las correas del cesto y había puesto este sobre la nieve. Se arrodilló y quitó de un soplo la nieve reciente que cubría la huella cristalina que la loba había dejado cinco noches atrás.
¿Es de ella?
Así es.
Es su pata delantera.
Sí.
Es grande, ¿verdad?
Sí.
¿No va a volver?
No. No va a volver.
El chico se incorporó. Dirigió la vista hacia la pradera. Había dos cuervos posados en un árbol seco. Debían de haber volado hasta allí mientras ellos subían a caballo. Aparte de eso no había nada.
¿Adónde crees que habrá ido el resto del ganado?
No lo sé.
Con una vaca muerta en el prado, ¿tú crees que las demás se quedarán?
Según de qué haya muerto. No se quedan a pastar si hay un lobo merodeando.
¿Tú crees que habrá matado algún otro animal?
Su padre se levantó de donde se había acuclillado al lado de la huella y cogió el cesto. Es bastante probable, dijo. ¿Estás listo?
Sí, señor.
Montaron, cruzaron la vega, se adentraron en el bosque y siguieron la cañada paralelamente a la margen del arroyo. El chico miró los cuervos. Al cabo de un rato bajaron del árbol y volvieron en silencioso vuelo al ternero muerto.
Su padre colocó la primera trampa al pie del desfiladero por donde sabían que la loba había pasado. El chico siguió montado mientras su padre arrojaba dentro el pellejo de ternero con la parte del pelo hacia abajo y lo pisoteaba y dejaba el cesto en el suelo.
Sacó los guantes de gamuza del cesto, se los puso. Con un desplantador cavó un hoyo en la tierra, metió el ancla en el hoyo, luego la cadena y lo cubrió todo de nuevo. Después hizo en el suelo un agujero poco profundo, del tamaño de los muelles del cepo. Comprobó cuánto espacio ocupaba el cepo y luego cavó un poco más. Fue echando la tierra a la criba a medida que cavaba, luego dejó el desplantador aparte y cogió del cesto unas abrazaderas con las que fijó los muelles hasta que las mandíbulas quedaron abiertas. Sostuvo el cepo en alto y miró detenidamente por la muesca de la cazoleta mientras desajustaba la tuerca una vuelta y ajustaba el pestillo. Agachado en la sombra irregular, con el sol en la espalda, y sosteniendo el cepo a la altura de los ojos contra el cielo matinal, parecía estar manejando un instrumento más antiguo y sutil. Un astrolabio o un sextante. Como si fuese un hombre que intentara fijar su posición en el mundo. Si es que existía tal sitio. Si acaso era conocible. Puso la mano bajo las mandíbulas abiertas y ladeó ligeramente la cazoleta con el pulgar.
No queremos que venga una ardilla y tropiece, dijo.
Luego retiró las abrazaderas y colocó la trampa en el agujero.
Cubrió las mandíbulas y la cazoleta del cepo con un pedazo de papel empapado en cera de abeja derretida, luego esparció cuidadosamente por encima la tierra excavada tamizada con la criba, humus y restos de madera, y se puso en cuclillas para observar el resultado. No se notaba nada. Por último, extrajo del bolsillo de la chaqueta el frasco con la pócima de Echols, quitó el corcho, introdujo una ramita, luego clavó esta en el suelo a un palmo del cepo, tapó nuevamente el frasco y lo devolvió al bolsillo.
Se levantó, le pasó el cesto al chico y se agachó para doblar el pellejo de ternero con la tierra dentro; luego puso el pie en el estribo, montó, subió el pellejo al arzón de la silla e hizo retroceder al caballo.
¿Crees que sabrás hacer una?, preguntó.
Sí, señor. Creo que sí.
Su padre asintió con la cabeza. Echols solía quitarle las herraduras a su caballo. Después ataba a los cascos unas zapatillas de pellejo de vaca que él mismo había hecho. Oliver me contó que ponía trampas sin bajarse de la silla. A lomos de su caballo.
¿Y cómo lo hacía?
No lo sé.
El chico se colocó el cesto sobre las rodillas:
Ponte eso, dijo su padre. Lo necesitarás si vas a colocar la próxima trampa.
Sí, señor.
A mediodía habían puesto tres cepos más y comieron en un bosquecillo de robles negros que se alzaba en la cabecera del arroyo Cloverdale. Se recostaron sobre los codos y dieron cuenta de sus emparedados mientras contemplaban los Guadalupes más allá del valle y, al sureste, las estribaciones de las montañas donde podían verse las sombras de unas nubes moverse sobre el amplio valle de las Ánimas, y al fondo, en la azul lejanía, las montañas de México.
¿Tú crees que podremos capturarla?, preguntó el chico.
No estaría aquí si no lo creyera.
¿Y si ya la han capturado o ha caído en otra trampa o algo así?
Entonces será difícil de atrapar.
Digo yo que no hay más lobos que los que vienen de México, ¿verdad?
Supongo que no.
Comieron. Cuando hubo terminado, su padre dobló la bolsa de papel en que venían envueltos los emparedados y se la guardó en el bolsillo.
¿Listo?, preguntó.
Sí, señor.
Para cuando llegaron al terreno y entraron en el establo habían pasado fuera trece horas y estaban exhaustos. Las dos últimas horas habían cabalgado en plena oscuridad y la única luz encendida en la casa era la de la cocina.
Entra en casa y cómete la cena, dijo su padre.
Estoy bien.
Venga. Yo guardaré los caballos.
La loba había cruzado la frontera internacional más o menos en el punto en que esta cortaba el trigésimo minuto del meridiano 108 y había cruzado la vieja carretera como a un kilómetro y medio al norte del límite, para seguir el arroyo Whitewater hacia el oeste, hasta los montes San Luis y cruzado el desfiladero al norte hacia la sierra de las Ánimas y cruzado luego el valle de las Ánimas adentrándose en los Peloncillos tal como se había dicho. Tenía en la cadera una herida costrosa, allí donde su macho la había mordido dos semanas atrás en algún punto de los montes de Sonora. El lobo la había mordido porque ella no quería dejarlo. Había caído en un cepo de acero y le gruñía para ahuyentarla, mientras ella permanecía algo más allá de la extensión de la cadena. La loba había bajado las orejas y se había puesto a gemir, porque no quería marcharse. Por la mañana llegaron unos hombres a caballo. Desde una cuesta, a unos cien metros de allí, ella miró y vio al macho erguirse para hacerles frente.
Vagó toda una semana por las faldas de la sierra de la Madera. En aquellos parajes sus antepasados habían cazado camellos y primitivos caballos enanos. Encontró poco que comer. La mayor parte de la caza era masacrada fuera de la región. Casi todo el bosque había sido talado para alimentar las calderas de los bocartes, allá en las minas. Los lobos de aquella región venían matando ganado desde hacía tiempo, pero la ignorancia de estos animales era un misterio para ellos. Las vacas que bramaban, sangraban y tropezaban por los prados de montaña con sus pezuñas espatuladas y su confusión, desgañitándose y debatiéndose en los cercados y arrastrando tras ellas estacas y alambres. Los rancheros decían que los lobos trataban el ganado de manera más brutal que a los animales salvajes. Como si las vacas despertaran en ellos cierta cólera. Como si se sintieran vejados por la violación de un viejo orden. De antiguos rituales. De antiguos protocolos.
Cruzó el río Bavispe y siguió hacia el norte. Llevaba su primera camada y no tenía manera de saber en qué aprieto estaba metida. No se alejaba de la región porque la caza se hubiera terminado sino porque los lobos lo hacían, y ella los necesitaba. Cuando abatió al ternero en la nieve en la cabecera del barranco Foster allá en los montes Peloncillos de Nuevo México, llevaba dos semanas sin probar otra cosa que carroña, parecía obsesionada y no había encontrado rastro alguno de lobos. Comió, descansó y volvió a comer. Comió hasta que el vientre le rozó el suelo y no volvió. No iba a regresar para morir. No iba a cruzar un camino ni una vía de tren a la luz del día. No iba a cruzar una alambrada dos veces por el mismo sitio. Ese era el nuevo protocolo. Constricciones que antes no existían. Y ahora sí.
La loba se adentró por el oeste en el condado de Cochise, en el estado de Arizona, atravesó el horcajo meridional del arroyo Skeleton y siguió hacia el oeste hasta la punta del cañón Starvation, y luego al sur hasta el manantial Hog Canyon. Luego, de nuevo al este, hasta los altos situados entre los arroyos Foster y Clanton. De noche bajaba hasta el valle de las Ánimas y batía el terreno en busca de antílopes salvajes, a los que veía pasar y girar en el polvo que se elevaba como humo del lecho de la cuenca; observaba la precisa articulación de sus miembros y los oscilantes movimientos de sus cabezas, y el modo en que se agrupaban lentamente y lentamente echaban de nuevo a correr, buscando entre todos ellos algo que pudiese designar como su presa.
En esa época del año las hembras ya llevaban crías, y como a menudo abortaban al menos favorecido, la loba topó en dos ocasiones con aquellos pálidos nonatos calientes aún y boquiabiertos, de un azul lechoso y casi translúcidos al alba, semejantes a seres extraviados provenientes de otro mundo. Hasta los huesos comió de aquellos ciegos moribundos que yacían en la nieve. Antes de salir el sol la loba estaba de nuevo en el llano y levantaba el hocico desde su puesto de observación en un promontorio bajo o en una roca orientada al valle, y aullaba una y otra vez a aquel terrible silencio. Habría abandonado para siempre la región si no hubiese sido porque hasta ella llegó el olor de un lobo cuando pasaba por el desfiladero al oeste de Black Point. Se detuvo como si hubiera chocado contra una pared.
Estuvo casi una hora dando vueltas en torno a la trampa, clasificando e inventariando los diversos olores y ordenándolos por secuencias en un esfuerzo por reconstruir lo que allí había ocurrido. Cuando partió lo hizo en dirección al sur por el desfiladero, siguiendo las huellas que los caballos habían dejado hacía entonces treinta y seis horas.
Al anochecer había encontrado las ocho trampas y se hallaba de nuevo en la cañada donde empezó a gemir alrededor del cepo. Luego se puso a excavar. Cavó un hoyo paralelo a la trampa hasta que la tierra dejó al descubierto las mandíbulas. La miró fijamente. Volvió a cavar. Cuando abandonó el lugar el cepo estaba apenas cubierto por un puñado de tierra suelta sobre el papel encerado que cubría la cazoleta, y cuando por la mañana el muchacho y su padre llegaron a la cañada eso fue lo que encontraron.
El padre se apeó del caballo e inspeccionó la trampa mientras el chico lo observaba sentado. Volvió a montar el cepo, se incorporó y sacudió la cabeza con expresión de duda. Recorrieron a caballo el resto de las trampas, cuando a la mañana siguiente regresaron, el primer cepo y otros cuatro estaban descubiertos. Recogieron tres de las trampas y utilizaron los cepos para poner trampas sin cebar en la vereda.
¿Cómo podemos impedir que una vaca las pise?, preguntó el chico.
De ninguna manera, dijo su padre.
Tres días después encontraron otro ternero muerto. Al cabo de cinco días una de las trampas sin cebar apareció fuera de su sitio; los muelles del cepo habían saltado.
Por la tarde cabalgaron hasta el SK Bar y fueron a ver de nuevo a Sanders. Se sentaron en la cocina y le contaron al viejo todo lo que había ocurrido, y el viejo asintió con la cabeza.
Echols me dijo una vez que intentar ganarle la partida a un lobo es como intentarlo con un chaval. No es que sean más listos, sino que no tienen tantas cosas en que pensar, sencillamente. Yo lo acompañé un par de veces. Echols ponía una trampa en algún sitio y no se veía el menor rastro de que la hubieran tocado y yo le preguntaba por qué seguía poniéndola allí, pero la mitad de las veces no sabía qué responderme. No lo sabía.
Subieron a la cabaña, cogieron seis trampas más, se las llevaron a casa y las hirvieron. Por la mañana, la madre entró en la cocina para preparar el desayuno y encontró a Boyd sentado en el suelo encerando los cepos.
¿Crees que eso te servirá para que te levanten el castigo?, preguntó.
No.
¿Cuánto tiempo piensas seguir malhumorado?
Yo no soy el que está malhumorado. Él puede ser tan tozudo como tú.
Entonces supongo que nos la vamos a cargar.
Su madre se quedó junto al hornillo mirándolo trabajar. Luego se volvió, cogió del estante la sartén de hierro y la puso sobre el hornillo. Abrió la portezuela del fuego para meter leña, pero él ya lo había hecho.
Cuando hubieron terminado de desayunar su padre se limpió la boca, dejó la servilleta sobre la mesa y apartó la silla hacia atrás.
¿Dónde están los cepos?
Tendidos fuera, respondió Boyd.
Se levantó y salió de la habitación. Billy apuró su taza y la dejó en la mesa, delante de él.
¿Quieres que le diga algo de tu parte?
No.
Está bien. No diré nada. Seguramente tampoco serviría de mucho.
Cuando al cabo de diez minutos su padre volvió del establo, Boyd estaba en mangas de camisa junto a la pila de leña partiendo trozos para la cocina.
¿Quieres venir con nosotros?, preguntó su padre.
Bueno, respondió Boyd.
Su padre se metió en la casa. Al rato salió Billy.
Pero ¿qué demonios te pasa?, dijo.
A mí no me pasa nada. ¿Y a ti?
No seas burro. Coge la chaqueta y vámonos.
Por la noche había nevado en las montañas y había más de un palmo de nieve en el desfiladero al oeste de Black Point. Su padre llevó el caballo del diestro siguiendo el rastro de la loba por la nieve, y así estuvieron toda la mañana en los montes, hasta que ella se apartó de la nieve justo encima del camino del arroyo Cloverdale. Él se apeó y miró hacia campo abierto en dirección al lugar por el que la loba se había ido, volvió a montar y dieron media vuelta para comprobar las trampas que habían puesto al otro lado del desfiladero.
Lleva cachorros, dijo el padre.
Colocó otras cuatro trampas sin cebo en la vereda y luego regresaron. Boyd tiritaba y tenía los labios morados. Su padre retrocedió un poco, se quitó la chaqueta y se la dio.
No tengo frío, dijo Boyd.
No te pregunto si tienes frío. Póntela.
Dos días después Billy y su padre repitieron el trayecto y descubrieron que una de las trampas sin cebo que había en la vereda bajo el límite de las nieves perpetuas había sido sacada de sitio. Treinta metros sendero abajo, en un lugar donde el lodo se había mezclado con la nieve derretida, vieron pisadas de vaca. Un poco más allá encontraron la trampa. Los dientes del ancla estaban enganchados; el animal se había soltado dejando en la cara inferior de las mandíbulas del cepo un festón de pellejo sanguinolento semejante a un acordeón.
Pasaron el resto de la mañana buscando en la pradera la vaca coja, pero no pudieron dar con ella.
Tú y Boyd ya tenéis trabajo para mañana, dijo su padre.
Sí, señor.
No quiero que salga de casa medio desnudo como hizo el otro día.
Sí, señor.
A primera hora de la tarde siguiente, él y Boyd encontraron la vaca. Estaba cerca de los cedros y los miraba. El resto del ganado fluía lentamente junto a la linde inferior de la vega. Era una vaca vieja y seca, y probablemente iba sola cuando pisó la trampa, allá en la montaña. Se adentraron en el bosque para obligarla a salir a campo abierto, pero cuando la vaca vio qué se proponían dio media vuelta y se metió de nuevo entre los cedros. Boyd espoleó a su caballo, le cortó el paso a la vaca entre los árboles y le echó un lazo. Cuando la vaca tiró de la cuerda, la cincha de la montura se partió y la silla se deslizó debajo de él y desapareció cuesta abajo detrás de la vaca golpeando con estrépito los troncos de los árboles.
Boyd había dado la voltereta hacia atrás y ahora estaba sentado en el suelo mirando cómo la vaca se perdía de vista entre los cedros armando ruido. Cuando Billy llegó en su caballo él ya había montado a pelo y ambos partieron detrás de la vaca.
Casi de inmediato comenzaron a encontrar trozos de silla, y al rato dieron con la silla propiamente dicha o lo que quedaba de ella, el armazón de madera del que colgaban tiras de cuero. Boyd hizo ademán de apearse.
Déjalo estar, caray, dijo Billy.
Boyd se deslizó del caballo. No es eso, dijo. Tengo que quitarme algo de ropa. Estoy a punto de asfixiarme.
Trajeron la vaca cojeando atada al extremo de una cuerda, la metieron en el establo y su padre fue a curarle la pata con Corona Salve; después entraron todos en casa para cenar.
Ha destrozado la silla de Boyd, dijo Billy.
¿Se podrá arreglar?
No quedaba nada que arreglar.
¿El látigo ha reventado?
Sí.
¿Cuándo fue la última vez que le echaste un vistazo?
Ese viejo trasto nunca tuvo mucho valor, dijo Boyd.
Ese viejo trasto era lo único que tenías, dijo el padre.
Al día siguiente Billy hizo el trayecto solo. Una vaca había pisado otra de las trampas, pero no había dejado allí más que unas raspaduras de pezuña. Por la noche nevó.
Hay medio metro de nieve encima de esas trampas, dijo su padre. ¿Para qué quieres ir a verlas?
Quiero comprobar qué está haciendo.
Tal vez veas donde ha estado. Dudo que eso te sirva para saber dónde va a estar mañana o pasado mañana.
De algo servirá.
Su padre siguió sentado contemplando su taza de café. Está bien, dijo. No agotes al caballo sacándolo ahora. Si lo llevas a la montaña con esta nevada puede hacerse daño.
Sí, señor.
Su madre le dio el almuerzo en la cocina.
Ten mucho cuidado, dijo.
Sí, señora.
Vuelve antes de que anochezca.
Procuraré hacerlo.
Procura todo lo que puedas y te ahorrarás líos.
Sí, señora.
Mientras él sacaba a Bird del establo su padre venía de la casa en mangas de camisa con el rifle y el portacarabinas. Le pasó las dos cosas.
Si por casualidad la loba ha caído en una trampa, ven a buscarme. Salvo que tenga una pata rota. Si tiene la pata rota la matas. De lo contrario se soltará.
Sí, señor.
Y no vuelvas tarde que tu madre sufre.
Sí, señor.
Salió a caballo por la puerta de ganado y tomó el camino hacia el sur. El perro lo había acompañado hasta la puerta, se detuvo y lo miró alejarse. Él recorrió un trecho, luego se paró, desmontó y aseguró la funda del rifle a la silla, levantando la recámara lo suficiente para comprobar que estaba cargado; luego deslizó el rifle en el portacarabinas y abrochó la hebilla, montó y siguió cabalgando. Frente a él las montañas resplandecían con un blanco cegador. Parecían recién creadas por la mano de un dios impróvido que aún no había resuelto qué utilidad darles. Así de nuevas. El jinete cabalgaba sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho, y el caballo, que también era joven, levantó airoso la cabeza, hizo un extraño, descargó una de las patas traseras y luego siguieron adelante.
El caballo avanzaba por el desfiladero hundido casi hasta el vientre en la nieve, pero en los ventisqueros lo hacía con mucha elegancia balanceando su hocico humeante hacia los blancos y cristalinos escollos y miraba allá abajo el oscuro bosque serrano o aguzaba las orejas cuando veía pasar delante de él algún pequeño pájaro de invierno. No había huellas en el desfiladero, y en la pradera que se extendía más allá no se veían vacas ni huellas de estas. Hacía mucho frío. A un kilómetro y medio al sur del paso cruzaron en medio de la nieve un arroyo tan negro que el caballo se repropiaba al más leve movimiento del agua para cerciorarse de que no se trataba de una grieta insondable que se había abierto en la montaña durante la noche. Un centenar de metros más adelante el rastro de la loba se adentraba en la vereda y descendía ante ellos por la ladera.
El chico se apeó, bajó las riendas, se agachó y se echó el sombrero hacia atrás. En el fondo de los pequeños pozos que la loba había abierto a la fuerza en la nieve se veían sus huellas perfectamente. La ancha pata delantera. La trasera, estrecha. La marca de las tetillas al arrastrarlas o el lugar donde había puesto el hocico. Cerró los ojos e intentó imaginarla. A ella y a otros de su especie, lobos y fantasmas de lobos corriendo por la blancura de aquel mundo elevado, tan perfecto para ellos como si en el momento de diseñarlo se les hubiera pedido consejo. Se incorporó y volvió andando a donde lo esperaba el caballo. Miró hacia el lugar de la montaña por donde había venido ella y luego montó y siguió adelante.
A un kilómetro y medio de allí la loba había dejado la vereda y bajado a la carrera por entre el verde de los enebros. Desmontó y guió el caballo por la brida. La loba daba saltos de tres metros; en la linde del bosque torció y continuó trotando por el borde superior de la vega. Él volvió a montar y recorrió el prado de arriba abajo, pero no vio indicio alguno que le permitiera saber qué perseguía la loba. Volvió a encontrar su rastro y lo siguió a campo abierto y por la pendiente que daba al sur y por las banquetas que dominaban el arroyo Cloverdale; y en ese punto había puesto en fuga a un pequeño grupo de vacas apriscadas entre los enebros, que habían salido corriendo de la banqueta enloquecidas, resbalando y cayendo estrepitosamente en la nieve. En la linde había matado una vaquilla de dos años.
Yacía de costado en la sombra del bosque con los ojos vidriosos y la lengua fuera. La loba había empezado por comerle la carne de entre las patas traseras, le había devorado el hígado y había arrastrado los intestinos por la nieve y engullido varios kilos de carne de la parte interior de los muslos. La vaquilla no estaba del todo rígida, ni del todo fría. Alrededor de ella la nieve se había derretido formando una silueta negra en el suelo.
El caballo no quería saber nada. Arqueó el pescuezo y puso los ojos en blanco y los agujeros del hocico le humearon como fumarolas. El chico le palmeó el cuello y le habló, luego desmontó, ató las riendas a una rama y examinó el animal muerto. El único ojo completamente abierto era azul y no reflejaba nada, ningún mundo. No había cuervos ni otras aves cerca. Todo estaba frío y en silencio. Caminó hasta el caballo, sacó el rifle de su funda y comprobó otra vez la recámara. El mecanismo estaba rígido a causa del frío. Bajó el percutor con el pulgar, desató las riendas, montó y condujo el caballo hacia la linde del bosque, con el rifle en el regazo.
Siguió el rastro de la loba durante todo el día. No la vio ni una vez. En un momento dado la hizo salir de detrás de unos matorrales que crecían en la ladera meridional, donde había dormido al sol resguardada del viento. O creyó que la había hecho salir. Se arrodilló y puso la mano en la hierba apisonada para comprobar si estaba tibia y se sentó a mirar si alguna brizna o tallo se erguía, pero nada de eso ocurrió, y el lecho aún conservaba el calor de ella, o el del sol, no lo supo con seguridad. Montó y siguió cabalgando. Por dos veces le perdió el rastro en el prado del arroyo Cloverdale, donde la nieve se había fundido, y en ambas volvió a encontrarlo en el círculo que había dejado a modo de indicador. En el extremo opuesto del camino a Cloverdale vio humo, y al cabalgar hacia allí topó con tres vaqueros del rancho Pendleton, que estaban cenando. No sabían que hubiera un lobo en los alrededores. Parecían no acabar de creérselo. Se miraron entre sí.
Le pidieron que desmontara, y una vez que lo hizo le dieron una taza de café; luego él se sacó el almuerzo de la camisa y les ofreció lo que tenía. Ellos comían habichuelas y tortillas y chupeteaban unos huesos de magro aspecto, y como no había un cuarto plato ni forma de repartir lo que tenían se enfrascaron en una pantomima de ofrecer y rehusar y siguieron comiendo como antes. Hablaron de ganado y del tiempo, le dijeron que todos ellos trabajaban para parientes de México y le preguntaron si su padre necesitaba peones. Dijeron que las huellas que seguía debían de ser de un perro grande, y aun cuando podían verse a menos de cuatrocientos metros de donde se hallaban, no mostraron interés alguno por ir a examinarlas. Él no les contó lo de la vaquilla muerta.
Cuando terminaron de comer tiraron las sobras a las cenizas de la lumbre y limpiaron los platos con pedazos de tortilla y se comieron las tortillas y guardaron los platos en sus mochilas. Luego ciñeron los látigos a sus cabalgaduras y montaron. Él tiró el poso de su taza, la limpió con la camisa y se la entregó al jinete que se la había dado.
Adiós compadrito, le dijeron. Hasta la vista. Se llevaron la mano al ala del sombrero y se alejaron, y cuando se hubieron marchado él fue por su caballo, montó y retomó la vereda hacia el oeste, por donde la loba se había ido.
Al atardecer la loba estaba de nuevo en las montañas. El chico siguió a pie guiando al caballo de las riendas. Estudió los sitios donde ella había cavado pero no supo adivinar para qué lo hacía. Calculó cuánto quedaba de luz extendiendo el brazo y poniendo la mano bajo el sol, y finalmente montó y condujo el caballo por la húmeda nieve en dirección al desfiladero y hacia la casa.
Como ya era de noche acercó el caballo a la cocina; al pasar por delante de la ventana golpeó el cristal con los nudillos sin pararse y luego fue al establo. Durante la cena habló de lo que había visto. Habló de la vaquilla muerta en la montaña.
Donde cruzó de vuelta para Hog Canyon, dijo su padre, ¿era una cañada?
No, señor. Ni siquiera era un sendero