Pienso en la muerte.
Veo a mi madre caminar por los oscuros pasillos del hospital dando pasitos muy cortos, tan encorvada que ya tiene una pequeña joroba. Veo su pelito completamente gris y su carita llena de arrugas. Siento una ternura muy grande cuando la veo saludar a una niña que se esconde tras su madre. También mientras habla a todo el mundo, creyendo que conoce a cada persona con la que se atraviesa. Tiene apenas setenta y cinco años, pero algo pasó en su cuerpo y en su alma. Porque no es vieja, pero está vieja. Tiene un ojo en tinta, parece que alguien la hubiese golpeado. También tiene una muñeca fracturada. Es una fractura leve, afortunadamente, por lo que no fue necesario enyesarla y solo debe usar una férula. De todas formas tiene el brazo muy hinchado y moreteado. Continuamente pregunta si se puede sacar la férula, que hasta cuándo tiene que usarla: hasta la otra semana, mamá. En realidad quizás sean dos meses, pero así se tranquiliza. No recuerda qué pasó. Y lo que pasó —de acuerdo con la María, que la estaba mirando desde la cocina— fue que se estaba apoyando en una mesa y de pronto empezó a irse para atrás hasta que la mesa se le terminó, se golpeó la cara en la pared y al caer al suelo se afirmó rompiéndose la muñeca. Esto sucedió apenas un par de días después de que una terapeuta ocupacional nos visitara en la casa y nos dijera que mi madre ya no podía tener más accidentes, que debíamos cuidar que no se volviera a caer, que era necesario crearle nuevas rutinas.
La terapeuta ocupacional apareció porque la cosa se nos estaba poniendo muy cuesta arriba. Mi mamá tenía variaciones importantes de ánimo. Un rato estaba feliz, al otro quejándose y rezongando, después insultaba a quien se le pasara por delante y luego andaba llorando a moco tendido. Le costaba demasiado conciliar el sueño. Se levantaba unas mil veces durante la noche, a menudo a la mitad de alucinaciones.
Como un auxilio del cielo recibí el mensaje de Tatiana, una prima que me escribió para contarme el caso de un empleado de la empresa donde trabaja. Me dijo que este tipo pedía muchos permisos y hasta licencias relacionadas con los cuidados que necesitaba su madre enferma de Alzheimer. Después de un tiempo, ella se dio cuenta de que la situación se había calmado. Le preguntó cuál era la explicación, y el hombre dijo que había comenzado a asistir a un programa de salud mental en el hospital de Vicuña, donde le hacían terapia y le daban una serie de medicamentos que la habían estabilizado. De golpear e insultar a sus nietos y a su nuera, pasó a ser más parecida a la persona tierna y amable que era antes de que se le declarara la enfermedad.
Yo partí corriendo al hospital, pero como era febrero y por lo tanto vacaciones de verano, el inicio del programa se iba a demorar. Para llegar al médico y a la entrega de los medicamentos iba a pasar al menos un mes, antes debíamos recibir la visita de un terapeuta y después de un asistente social, pero el asistente estaba de vacaciones. De todas formas nos inscribimos y afortunadamente a la semana estaría la terapeuta ocupacional en la casa. Pero nosotros necesitábamos algo un poco antes, la situación era muy pesada y todos lo estábamos pasando mal. Tatiana también nos habló de un psiquiatra con el que nos terminamos viendo mediante una videollamada. La sarta de leseras que habló mi mamá por más de veinte minutos lo llevó a confirmar un diagnóstico anterior: el suyo era un Alzheimer severo. Nos recetó los medicamentos: Risperidona en gotas, diez gotas en agua a las cuatro de la tarde y diez gotas por la noche. Quetiapina de 25 gramos, media pastilla por la noche. Nirvan de 2 gramos, una por noche por dos meses. Ese último, que era un inductor del sueño, una eszopiclona —¡que no es lo mismo que una zopiclona!—, no lo pudimos encontrar en el pueblo. Fui yo el que lo anduvo buscando, con una fotografía de la receta que nos extendió el psiquiatra online. Cuando me decían que no había Nirvan yo les preguntaba si no tenían un equivalente, por favor. Me miraban de reojo, sospechando que eran para mí. No lo tenemos y son medicamentos con receta retenida, me decían. ¡Que no se dan cuenta de que no soy un drogadicto! ¡Simplemente estoy muy nervioso y necesito paz para mi corazón! ¡Las pastillas no son para mí, son para mi madre enferma que nos tiene a todos con los nervios de punta! ¡Ayúdennos, por el amor de Dios! Por supuesto no dije eso en ninguna de las cuatro farmacias del pueblo, pero ganas no me faltaron. Tuvimos entonces que aguantarnos por una semana, justo hasta cuando se cayó mi mamá y tuvimos que ir a La Serena para que la viera su hermano, que es traumatólogo y nos extendió una nueva receta, esta vez para comprar zopiclona, que, como dije, no es lo mismo, pero que estamos usando igual para que pueda conciliar el sueño.
Ya nos visitó también la asistente social y fuimos a ver a la doctora y el sicólogo, que extendieron un documento donde se consigna un nuevo diagnóstico de Alzheimer severo. Eso ya lo sabíamos, pero era necesario obtener el documento para futuros trámites y tratamientos. Nos recetaron casi los mismos medicamentos que nos dio el psiquiatra, y le estamos quitando lentamente la zopiclona que recetó mi tío para que no se le produzca el síndrome de abstinencia. Debemos además tomarle varios exámenes. Creo que mi mamá se ha estabilizado un poco y que por fin tendremos una supervisión más regular. La idea es que tenga la mejor vida en la medida en que lo permita su enfermedad. Yo la veo caminar por los oscuros pasillos del hospital, dando porfiadamente pasitos muy cortos, encorvada, jorobada, fracturada, golpeada. Veo su pelito completamente gris y su carita llena de arrugas. ¿Qué pasó? El tiempo pasó. La vida viene con su muerte, porque es necesario. Hay que dar espacio. Aunque mi madre ocupa tan poquito espacio. Pero así es la cosa: el deterioro avanza inevitablemente y el final llega aunque uno no quiera. Yo que tengo sus genes comienzo a entender que en mi familia tenemos los telómeros cortos. Los telómeros son —digámoslo así— el extremo de los cromosomas, estructuras proteicas que nos protegen de pérdida de información genética durante la replicación de las células. La longitud de los telómeros determina de algún modo la esperanza de vida. Creo que por el lado de la familia de mi madre, el acortamiento de los telómeros se manifiesta súbitamente. Llega un momento donde de un día para otro los Navarro amanecen viejos. El reloj biológico avisa violentamente que se acerca el final del ciclo. La integridad del ADN se deteriora rápidamente. Las células comienzan a presentar problemas en su proliferación. Ya no se replican como antes. Los tejidos ya no se regeneran. Nos deterioramos y nos llega la tarde. Yo diría la tarde noche. Porque atardece rápido. Como en invierno. Y ahí estamos, encorvados, saludando a una niñita que se esconde tras su madre. Caminando con pasitos lentos, hablando a todo el mundo, creyendo que conocemos a cada persona con la que nos cruzamos en el oscuro pasillo del hospital. Tenemos apenas setenta y cinco años y algo pasó en nuestros cuerpos y nuestras almas que estamos así ahora. La vida pasó. La muerte está pasando.
A Oliver Sacks le preguntan en un video: si pudiera tener la respuesta para cualquier pregunta sobre el cerebro humano, ¿cuál sería esa pregunta? Y él dice: Me gustaría saber cómo las cientos de billones de neuronas en su incesante interacción son capaces de crear esta maravillosa cosa que llamamos pensamientos, lenguaje, humanidad, individualidad, CONCIENCIA. Esa es la pregunta final, la pregunta de las preguntas. Y yo lo sé: las respuestas cambian, las preguntas permanecen. Oliver Sacks deseaba fervientemente estar vivo cuando siquiera nos aproximáramos a la respuesta, pero no hay todavía respuesta para esa pregunta. Y lo más seguro es que, incluso si llegamos a esa respuesta, no será definitiva. Nunca lo será. Las respuestas cambian, las preguntas permanecen. Pero si una respuesta seria nos da luz, nos permitirá ampliar el horizonte y la perspectiva. Entender qué es esto asombroso de estar vivos y mirar el panorama ante nosotros, deslumbrándonos con su hermosa complejidad, con sus misterios, pareciéndonos una extraña forma de sueño. Yo no vengo acá a dar respuestas. Pero observo las preguntas y las respuestas posibles —y todo lo que nos rodea— y me parece absolutamente maravilloso. Incluyendo el doloroso proceso que vive mi madre en estos momentos. Sus billones de neuronas ya no son capaces de generar la luz suficiente para que entienda qué es lo que pasa, apenas puede entender quién es. Queda esa posibilidad de que el cuerpo humano sea nada más un vehículo para aquello que llamamos alma, mente, conciencia. Que esa energía pueda desprenderse de nosotros y de alguna forma sobrevivir sin nuestras células, cromosomas y telómeros. Y no saben cuánto me gustaría que así fuera, para tener la certeza de que es el vehículo el que está fallando en mi madre, pero que su esencia permanecerá intacta, volará libre una vez que se salga de su cuerpo. Y que yo en un momento podré reencontrarme con ella en algún extraño lugar de este prodigioso universo. Pero no tengo absolutamente ninguna certeza de que sea así.
—¿Qué es de mi tío Fernando?
—Ya está en la casa, hace rato.
—No, sí sé que está en la casa.
—Entonces, ¿por qué preguntái?
—Igual hablé con él hace rato y no he sabido nada más.
—¿Hablaste con él?
—Sí, lo llamé.
—¿En serio? Nunca ha sido muy bueno para conversar.
—Bueno, parece que está cambiado, quizás es el efecto de haber vuelto de la muerte.
—¿Y qué te dijo?
—Me contó que mientras estuvo en coma vivió en una especie de mundo paralelo.
—¿Cómo?
—Sí, me dijo que era así como el capitán de un barco pirata, que había vivido meses arriba de él, que había peleado en batallas, que había saqueado puertos, que había matado gente.
—¿En serio?
—Sí, dijo que había sido un feliz pirata, pero malo como él solo. También narcotraficante. Y un