1
Gabri y Michette Bragance, paradas en medio de la avenue del Bois de Boulogne, buscaban a su madre entre la multitud. Pero esa gélida mañana de diciembre, clara y radiante, la avenida era un hervidero, y las pequeñas, que volvían la cabeza en todas direcciones, no veían nada. Se encaminaron lentamente hacia la puerta Dauphine.
Una fina capa de nieve nocturna relucía a lo largo de las verjas y silueteaba con delicadeza los grandes árboles desnudos. El aire era fresco y tonificante.
Gabri y Michette se abrían paso dando codazos a los transeúntes. Mujeres con la falda por la rodilla y el talle exageradamente alto, vestidas a la moda de ese diciembre de 1919, andaban presurosas con sus zapatos de tacón. Peripuestos jovencitos, embutidos en asfixiantes gabanes con martingala, avanzaban en cuadrilla con la cabeza descubierta, como adolescentes ingleses, pero arrugando la nariz por el frío mientras barrían la acera con los amplios molinetes de sus bastones. Algunos jinetes cruzaban la avenida al galope; la gente los miraba con cierta sorpresa. En cambio, los automóviles, más lustrosos que los purasangres, se deslizaban por la calzada.
Era un cuadro espléndido, pintoresco, enmarcado a un lado por los plateados árboles del Bois, y al otro por la achaparrada mole del Arco de Triunfo, gris y rosa a la luz del sol.
Entre tanta claridad, apenas se veían algunas sombras: unos niños enlutados, un soldado ciego, otro en silla de ruedas, mujeres que caminaban con prisa haciendo flotar un largo velo de crepé... Eso era todo lo que quedaba de la guerra.
Gabri y Michette —once y seis años— no se molestaban en mirar nada. Todos los días al salir del colegio iban a esperar a su madre a la avenida; era su obligación, pero la odiaban tanto como las clases de piano. Gabri, con gesto huraño, clavaba sus codos puntiagudos en las costillas de la gente. Alta, flaca y vivaracha, estaba en la edad más ingrata. Llevaba un abrigo de paño verde con el que aún parecía más morena; un vestido demasiado corto hecho con una falda vieja de su madre; calcetines de lana que le dejaban al descubierto las rodillas, llenas de arañazos y moratones, y una boina de lana gris bajo la que danzaban unos rizos cortos alrededor de su delgado cuello. No era guapa; tenía la cara pequeña y salpicada de pecas, y la boca demasiado grande, pero también unos hermosos ojos verdes, profundos y cambiantes.
En cuanto a Michette, se parecía a su madre: rubia y de tez blanca, tenía los bonitos ojos azules y la sonrisa mimosa y autoritaria de Francine Bragance. Agarrada con una mano a la manga de su hermana, saltaba a la pata coja esforzándose en hacer rodar un guijarro con la punta del botín, bastante gastado. De pronto se detuvo y, entre risas, gritó:
—¡Mami! ¡Allí está mami! ¡La estoy viendo, Gab!
—Muy bien, yo también la veo... ¿Y qué? —gruñó Gabri, malhumorada.
Efectivamente, «mami» avanzaba hacia ellas. Era una mujer guapa, delicada como una estatuilla: hecha de oro y porcelana, como las muñecas de Sajonia. Su cabellera, su mirada y su sonrisa resplandecían casi tanto como sus dientes, deslumbrantes, muy blancos y afilados, y que además enseñaba a menudo. No estaba sola; iba acompañada de un joven alto, desgarbado y muy elegante.
Michette quiso echarse a correr hacia la pareja, pero su hermana la agarró del hombro.
—No te muevas —masculló—. Ahora mismo no le hacemos ninguna falta.
Gabri sabía que si mami se alejaba lentamente entre los árboles con un señor desconocido no debían correr a esconderse bajo sus faldas. Pero, al verla absorta como una gata ante un cuenco de leche, avanzó hacia ella con malicia.
—Anda, Miche, ve a jugar... ¡Vamos! —le ordenó a su hermana.
Michette, obediente, se marchó. Acto seguido, Gabri se acercó sigilosamente a la pareja, se colocó detrás de su madre y se puso a escuchar con toda tranquilidad.
Pero Francine no veía nada, ni a Gabri, que la espiaba con calmosa desvergüenza, ni a Michette, que se arañaba las manos y se desgarraba el vestido trepando por la verja.
Francine flirteaba.
Mientras tanto, la hora de comer había pasado hacía mucho rato. Cada vez había menos gente. Sólo los trabajadores que habían salido a tomar el aire después de comer se paseaban para hacer tiempo. Luego también ellos se marcharon. El sol se derramaba sobre la avenida desierta. El estómago de las colegialas, que se habían levantado a las siete de la mañana, rugía de hambre. Michette volvió junto a su hermana.
—Tengo hambre... —gimió cogiéndole la mano.
—Yo también —respondió Gabri con expresión sombría.
No se atrevían a interrumpir la conversación de su madre; les daba mucho miedo. Se limitaban a vigilarla de lejos con ansiedad, pero su bonito y risueño rostro no se giraba hacia ellas. Francine había tomado un chocolate a mediodía y, hacía un rato, dos oportos en el Pavillon Dauphine; no tenía hambre y se había olvidado por completo de sus hijas.
—¿Por qué no nos vamos a casa ya? —lloriqueó Michette.
Gabri la apartó de un empujón.
—Deja de darme la lata... Si tienes hambre, te comes un puño y te guardas el otro para luego. ¿No ves que le importamos un pito?
Una violetera, una chiquilla harapienta con un cesto en las rodillas, almorzaba una manzana y un mendrugo de pan dorado sentada en un banco. Las niñas la vieron. La mayor desvió la mirada, pero la pequeña soltó un gran suspiro de envidia que hizo reír a la menesterosa adolescente.
Gabri miró con odio a su madre. Luego, apretó los puños y, con voz ronca, masculló un insulto pueril:
—Cochina egoísta...
2
Desde que la chispa de la inteligencia había prendido en sus ojos verdes, Gabri observaba a su madre con una profunda animadversión y ese extraordinario talento de los niños para detectar lo secreto y lo anormal en la vida de sus progenitores.
Hasta 1914 su padre había sido un simple empleado en un despacho de abogados. A veces los domingos iba a casa de algún compañero de trabajo, padre de familia como él, con su hija. La señora Bragance nunca los acompañaba.
Gabri veía viviendas humildes, pero limpias como una patena; niños pulcramente vestidos, alrededor de una sopera humeante que olía a gloria. El mantel estaba zurcido; las baldosas, relucientes; las sillas, bien frotadas.
En casa, Gabri, con ojos misteriosamente perspicaces, veía manchas en la alfombra, polvo en los muebles, sietes en las cortinas y tomates en sus calcetines. Mami aún no era la mujer atractiva que frecuentaba las salas de baile y el Bois. Todavía era muy joven. No conocía París. Sus recuerdos se reducían a la mercería de Melun en la que había nacido. De casada, sus días transcurrían entre el piano, la lima de uñas y un tapiz que Gabri nunca vería acabado. De la mañana a la noche, deambulaba por casa en chinelas, sin corsé, envuelta en una bata descolorida, con su hermoso rostro siempre ensombrecido y agriado por una expresión colérica y despechada. Aquella pequeña burguesa, lectora empedernida de novelas, estaba ávida de dinero, de lujo; reprochaba a su marido que no la mimara, que no la distrajera lo suficiente; lloraba durante horas como una niña malcriada. Léon Bragance suspiraba y agachaba la cabeza en silencio, pero a veces perdía la paciencia y también gritaba; echaba en cara a su mujer el desorden, sus gastos absurdos, su pereza, y sus discusiones despertaban a la pequeña Michette, que lloraba en la cuna.
Luego llegó la guerra. Bragance fue movilizado, partió al frente, y la vida de Francine cambió de la noche a la mañana. Como tantas otras mujeres, la contienda la puso a trabajar en una oficina, después en una ambulancia y, por fin, en un consulado. Nunca había conocido a hombres como los que se encontró allí. Hasta entonces había sido honesta, seguramente por atavismo, por un vestigio de la áspera virtud de sus antepasadas, pero la virtud no la protegió mucho tiempo. Muertos sus padres, era una mujer libre. Durante sus breves permisos, su marido no se daba cuenta de nada, o fingía no hacerlo, y sus hijas crecían solas. Francine aprendió muy pronto a maquillarse y arreglarse. Se volvió más guapa, adoptó un aire lánguido y sensual, y siempre estaba contenta. En 1917, Bragance, herido y, luego, licenciado, regresó a París. No se quedó mucho tiempo. Le ofrecieron un buen empleo en Polonia y se marchó.
Su mujer siguió bailando y flirteando. No tenía madera de gran cortesana —le gustaba demasiado el placer, todos los placeres—, pero se divertía de lo lindo. Así que Gabri y Michette crecieron como hasta entonces, a la buena de Dios. Y, ciertamente, viendo pasear por la avenue del Bois a aquella encantadora muñeca que tan a menudo cambiaba de compañero y a aquel par de chiquillas pálidas, nadie sospechaba que vivían acorde con las normas sociales, que tenían un marido y un padre en algún sitio, que formaban, por extraño que pudiera parecer, algo semejante a una familia.
3
Los Bragance vivían en un pisito de la quinta planta de un destartalado edificio en una vieja calle del barrio de Les Ternes. A Gabri le encantaba aquel vecindario lleno de ajetreo y bullicio en el que la opulencia coexistía con la miseria; hermosas casas de nueva construcción y grandes avenidas profusamente iluminadas con sórdidas callejas flanqueadas por antiguas barandillas de hierro oxidado en las que a cada trecho se encendía discretamente la palabra «Hotel» en cuanto empezaba a anochecer.
El colegio de las niñas estaba en la avenue de la Grande-Armée, encima de un gran café. Aquellas señoritas —de entre seis y trece años— sabían ya melindrear y mirar de reojo a los parroquianos sentados en la terraza. Las alumnas se dividían en dos grupos: las hijas de los comerciantes del barrio —coletas y blusones negros— y la descendencia de las jóvenes busconas (rizos y vestidos demasiado cortos hechos a partir de una bata vieja de mamá).
Gabri aprendía a balbucear las fechas de la historia de Francia y un poco de geografía y aritmética, y Michette, a leer, y ambas, durante los recreos, cómo vienen al mundo los niños, el estribillo de La Madelon y alguna que otra palabra gruesa.
Alrededor de las seis, después de clase, las niñas callejeaban un buen rato. Veían los escaparates y oían la música de orquesta que salía de los restaurantes, los cines y los bailes populares. Inconscientemente, retrasaban todo lo que podían la llegada a casa y a sus tres exiguas habitaciones sin aire ni luz donde el olor a fritanga se mezclaba con los penetrantes perfumes de mamá.
Mamá nunca estaba en casa. Desayunaba, se vestía y se iba; a veces volvía para comer, se arreglaba de nuevo y se iba otra vez. A menudo, Gabri la oía regresar ya entrada la noche canturreando en voz baja y seguida de alguien que caminaba sigilosamente de puntillas.
Cuando la señora Bragance no estaba a la hora de las comidas, era Eugénie, la chica para todo, quien daba de comer a las niñas. Les ponía una sopa fría y un par de chuletas quemadas sobre el mantel lleno de agujeros y manchas de salsa mientras les repetía:
—¡Venga, espabilad, lentas, que sois unas lentas!
Y luego, sin recoger la mesa, se iba volando, como la señora. <