1
Una serpiente bicéfala
me amarga el viaje.
Y a Meg le atufan las zapatillas
Cuando uno viaja por Washington se imagina que verá unas cuantas serpientes con ropa humana. Aun así, me preocupé cuando una boa constrictor bicéfala subió a bordo de nuestro tren en Union Station.
La criatura se había embutido en un traje de oficina de seda azul, metiendo el cuerpo por las mangas de la chaqueta y las perneras del pantalón para que pareciesen extremidades humanas. Dos cabezas sobresalían del cuello de su camisa como un periscopio doble. Se movía con extraordinaria elegancia para tratarse de algo que básicamente era un enorme animal hecho con globos y se sentó en la otra punta del vagón de cara hacia nosotros.
Los otros pasajeros no le hacían caso. Sin duda la Niebla distorsionaba su percepción y les hacía ver a un viajero más. La serpiente no hacía ningún movimiento amenazante. Ni siquiera nos miraba. Parecía simplemente un monstruo currante que volvía a casa.
Y sin embargo, no podía darlo por sentado...
—No quiero asustarte... —susurré a Meg.
—Chis —dijo ella.
Meg se tomaba la normativa del vagón silencioso muy en serio. Desde que habíamos subido, prácticamente el único ruido que se había oído en el vagón habían sido los siseos de Meg para hacerme callar cada vez que yo decía algo, estornudaba o carraspeaba.
—Pero hay un monstruo —insistí.
Ella alzó la vista de la revista que estaba leyendo y arqueó una ceja por encima de sus gafas con montura de ojos de gato y diamantes de imitación. «¿Dónde?»
Señalé a la criatura con la barbilla. Mientras el tren se alejaba de la estación, su cabeza izquierda miraba distraída por la ventanilla. Su cabeza derecha sacaba su lengua bífida y la metía en una botella de agua sujeta en la espiral que hacía las veces de mano.
—Es una anfisbena —murmuré, y acto seguido añadí para aclarar—: una serpiente con una cabeza en cada punta.
Meg frunció el ceño y se encogió de hombros, un gesto que interpreté como «Parece bastante tranquila». A continuación retomó su lectura.
Reprimí las ganas de discutir. Sobre todo porque no quería que me hiciese callar otra vez.
Comprendía perfectamente que a Meg le apeteciese viajar tranquila. En la última semana, habíamos luchado contra una manada de centauros salvajes en Kansas, nos habíamos enfrentado a un espíritu de la hambruna furioso en el Tenedor más grande del mundo de Springfield, Missouri (no pude hacerme un selfi), y habíamos escapado de un par de drakones azules de Kentucky que nos persiguieron varias veces por el hipódromo Churchill Downs. Después de todo eso, una serpiente bicéfala con traje quizá no era motivo de alarma. Desde luego no nos estaba molestando en ese momento.
Traté de relajarme.
Meg sepultó la cara en su revista, cautivada con un artículo sobre la jardinería urbana. Mi joven compañera había crecido en los meses que habían transcurrido desde que la conocía, pero seguía siendo lo bastante menuda para apoyar cómodamente sus zapatillas rojas de caña alta en el respaldo de delante. Cómodo para ella, claro, no para mí ni para el resto de los pasajeros. Meg no se había cambiado de calzado desde que habíamos corrido por el hipódromo, y sus zapatillas tenían el aspecto y el olor del trasero de un caballo.
Por lo menos se había cambiado el vestido verde raído por unos vaqueros y una camiseta de manga corta verde con las palabras vnicornes imperant! que había comprado en la tienda de regalos del Campamento Júpiter. Ahora que había empezado a crecerle el pelo cortado a lo paje y le había salido un grano rojo en el mentón, ya no parecía una niña de preescolar. Casi aparentaba su edad: una estudiante de sexto de primaria que entraba en el círculo del infierno conocido como pubertad.
Yo no había compartido esa observación con Meg. En primer lugar, tenía mi propio acné del que preocuparme. En segundo, como ama mía, Meg podía mandarme que me tirase por la ventanilla, y me vería obligado a obedecerla.
El tren atravesaba los barrios residenciales de Washington. El sol de media tarde parpadeaba entre los edificios como la lámpara de un viejo proyector cinematográfico. Era un momento del día maravilloso, cuando un dios del sol debería estar terminando la jornada, dirigiéndose a las viejas cuadras a aparcar su carro para luego relajarse en su palacio con una copa de néctar, unas cuantas ninfas devotas y una temporada nueva de Las verdaderas diosas del Olimpo con la que darme un atracón.
Pero no para mí. A mí me había tocado un asiento chirriante en un tren y horas por delante para darme un atracón con las zapatillas apestosas de Meg.
En el otro extremo del vagón, la anfisbena seguía sin hacer movimientos amenazantes... a menos que uno considerase beber agua de una botella no retornable un acto de agresión.
¿Por qué, entonces, se me había erizado el vello de la nuca?
No podía controlar la respiración. Me sentía atrapado en mi asiento de ventanilla.
Tal vez solo estaba nervioso por lo que nos aguardaba en Nueva York. Después de seis meses en ese lamentable cuerpo de mortal, me acercaba a mi final.
Meg y yo habíamos cruzado Estados Unidos a trancas y barrancas y habíamos vuelto. Habíamos liberado Oráculos, vencido a legiones de monstruos y sufrido los indecibles horrores de la red de transporte público estadounidense. Y por último, después de muchas tragedias, habíamos derrotado a dos de los malvados emperadores del triunvirato, Cómodo y Calígula, en el Campamento Júpiter.
Pero lo peor todavía estaba por llegar.
Volvíamos adonde habían empezado nuestros problemas: Manhattan, la sede de Nerón Claudio César, el padrastro maltratador de Meg y, para mí, el peor intérprete de lira del mundo. Aunque hubiésemos conseguido vencerlo, un peligro aún mayor acechaba en la sombra: mi enemiga acérrima Pitón, que se había instalado en mi sagrado Oráculo de Delfos como si fuese un Airbnb de ocasión.
Durante los próximos días, o vencía a esos enemigos y volvía a convertirme en el dios Apolo (suponiendo que mi padre Zeus lo permitiese) o moría en el intento. En cualquier caso, mis días como Lester Papadopoulos estaban tocando a su fin.
Tal vez era lógico que me sintiese tan agitado...
Traté de centrarme en la preciosa puesta de sol. Procuré no obsesionarme con mi imposible lista de tareas pendientes ni con la serpiente bicéfala de la fila dieciséis.
Llegué a Filadelfia sin sufrir ningún ataque de nervios. Pero cuando salíamos de la estación de la Calle Trece, me quedaron claras dos cosas: 1) la anfisbena no se bajaba del tren, cosa que probablemente significaba que no era un monstruo que viajase a diario para ir al trabajo, y 2) mi radar contra peligros emitía una señal más fuerte que nunca.
Me sentía acechado. Experimentaba el mismo hormigueo en la piel que cuando jugaba al escondite con Artemisa y sus cazadoras en el bosque, justo antes de que saltasen de la maleza y me acribillasen a flechas. Era en la época en que mi hermana y yo éramos deidades jóvenes y todavía disfrutábamos de sencillos entretenimientos como ese.
Me arriesgué a mirar a la anfisbena y me pegué tal susto que por poco se me cayeron los vaqueros. La criatura estaba mirándome fijamente, con sus cuatro ojos amarillos sin pestañear y... ¿estaban empezando a brillar? Oh, no, no, no. Unos ojos brillantes nunca son buena señal.
—Tengo que salir —le dije a Meg.
—Chis.
—Quiero echar un vistazo a esa criatura. ¡Le brillan los ojos!
Meg miró a Don Serpiente entornando los ojos.
—No, no le brillan. Es la luz que se refleja. Además, está sentado.
—¡Está sentado sospechosamente!
El pasajero de detrás de nosotros susurró:
—¡Chis!
Meg me miró arqueando las cejas. «Te lo he dicho.»
Señalé el pasillo e hice un mohín.
Meg puso los ojos en blanco, se desenredó de la posición de hamaca que había adoptado y me dejó salir.
—No empieces una pelea —me mandó.
Estupendo. Ahora tendría que esperar a que el monstruo atacase antes de poder defenderme.
Me quedé en el pasillo esperando a que me volviese la sangre a las piernas dormidas. Menuda chapuza hizo quien inventó el sistema circulatorio humano.
La anfisbena no se había movido. Todavía tenía los ojos clavados en mí. Parecía estar en una especie de trance. Quizá estaba acumulando energía para un ataque demoledor. ¿Hacían eso las anfisbenas?
Busqué en mi memoria datos sobre la criatura, pero encontré muy poca información. El escritor romano Plinio dijo que llevar una cría de anfisbena viva alrededor del cuello garantizaba un embarazo seguro. (Un dato no muy útil.) Llevar su piel podía hacerte atractivo a ojos de posibles parejas. (Hum. No, tampoco demasiado útil.) Sus cabezas podían escupir veneno. ¡Ajá! Debía de ser eso. ¡El monstruo estaba cargándose para regar el vagón de vómito venenoso por las dos bocas!
¿Qué podía hacer...?
A pesar de mis esporádicos arranques de poder y destreza divinos, no podía contar con uno cuando lo necesitaba. La mayoría de las veces seguía siendo un patético chico de diecisiete años.
Podía sacar el arco y el carcaj del compartimento para el equipaje de arriba. Estar armado estaría bien. Por otra parte, eso anunciaría mis intenciones hostiles. Probablemente Meg me regañase por ser un exagerado. (Perdona, Meg, pero esos ojos brillaban, no reflejaban la luz.)
Ojalá tuviese un arma más pequeña, como una daga, escondida debajo de la camiseta. ¿Por qué no era el dios de las dagas?
Decidí recorrer tranquilamente el pasillo como si simplemente fuese al servicio. Si la anfisbena atacaba, gritaría. Con suerte, Meg dejaría la revista suficiente tiempo para venir a rescatarme. Por lo menos habría forzado el inevitable enfrentamiento. Si la serpiente no hacía nada, tal vez fuese realmente inofensiva. Entonces iría al servicio porque lo necesitaba de verdad.
Avancé dando traspiés con una sensación de hormigueo en las piernas, cosa que no contribuyó a aparentar despreocupación. Consideré silbar una melodía alegre, pero me acordé de la obligación de guardar silencio en el vagón.
A cuatro filas del monstruo. El corazón me latía con fuerza. Esos ojos decididamente brillaban y decididamente estaban clavados en mí. El monstruo estaba sentado extrañamente quieto, incluso para un reptil.
A dos filas de distancia. Con la mandíbula temblorosa y la cara sudada, me costaba parecer relajado. El traje de la anfisbena parecía caro y bien confeccionado. Probablemente, al ser una serpiente gigante, no podía llevar ropa comprada en una tienda. Su resplandeciente piel con dibujos de rombos marrones y amarillos no parecía la clase de complemento que uno quisiese ponerse para parecer más atractivo en una aplicación de citas, a menos que uno saliese con boas constrictor.
Cuando la anfisbena actuó, pensé que estaba preparado.
Me equivocaba. La criatura se lanzó a una velocidad increíble y me echó el lazo a la muñeca con la espiral de su falso brazo izquierdo. Me quedé tan sorprendido que ni siquiera pude gritar. Si el monstruo hubiese querido matarme, yo habría muerto.
En cambio, se limitó a apretarme más fuerte y me paró en seco, aferrándose a mí como si se estuviese ahogando.
Entonces habló con un grave siseo doble que resonó en mi médula ósea:
El hijo de Hades, amigo de los que cuevas hienden,
debe llevar al trono por un sendero arcano.
De los de Nerón vuestras vidas ahora dependen.
Con la misma brusquedad con que me había agarrado me soltó. Los músculos de su cuerpo se ondularon de una punta a la otra como si hirviese a fuego lento. Se puso derecha alargando sus dos cuellos hasta estar casi cara a cara conmigo. El brillo de sus ojos desapareció.
—¿Qué estoy hacien...? —Su cabeza izquierda miró a la derecha—. ¿Cómo...?
La cabeza derecha parecía igual de perpleja. Me miró.
—¿Quién eres...? Un momento, ¿me he saltado la parada de Baltimore? ¡Mi mujer me va a matar!
Yo estaba demasiado impactado para hablar. Los versos que había recitado... Reconocí su métrica. La anfisbena había pronunciado un mensaje profético. Caí en la cuenta de que ese monstruo podía ser un viajero que había sido poseído, secuestrado por los caprichos del destino porque... Claro. Era una serpiente. Desde la antigüedad, las serpientes habían canalizado la sabiduría de la tierra porque tenían moradas subterráneas. Una serpiente gigante sería muy susceptible a las voces oraculares.
No sabía qué hacer. ¿Debía pedirle disculpas por las molestias? ¿Debía darle una propina? Y si no era la amenaza que había hecho saltar mi radar contra peligros, ¿qué era?
Me salvé de una incómoda conversación, y la anfisbena se salvó de morir a manos de su mujer, cuando dos flechas de ballesta volaron a través del vagón y la mataron inmovilizando los cuellos de la pobre serpiente contra la pared del fondo.
Chillé. Varios pasajeros sentados cerca me hicieron callar.
La anfisbena se desintegró en polvo amarillo y no dejó tras de sí más que un traje bien confeccionado.
Levanté despacio las manos y me volví como si me girase en un campo de minas. Casi esperaba que otra flecha de ballesta me atravesase el pecho. Era imposible que lograse evitar el ataque de alguien con tanta precisión. Lo mejor que podía hacer era mostrarme inofensivo. Eso se me daba bien.
En la otra punta del vagón había dos figuras descomunales. Una era un germanus, a juzgar por su barba y su pelo revuelto decorado con cuentas, su armadura de cuero y sus grebas y peto de oro imperial. No lo reconocí, pero últimamente había coincidido con muchos de su calaña. No me cabía duda de para quién trabajaba. Los secuaces de Nerón nos habían encontrado.
Meg todavía estaba sentada y sujetaba sus dos sicas doradas mágicas, pero el germanus tenía el filo de su sable pegado al cuello de mi amiga, instándola a que no se moviese.
Su compañera era la que había disparado la ballesta. Era todavía más alta y corpulenta, y llevaba un uniforme de revisora que no engañaba a nadie; salvo, según parecía, a todos los mortales del tren, que no se molestaron en mirar dos veces a los recién llegados. Bajo su gorra de revisora, la ballestera tenía los lados de la cabeza rasurados, con una brillante melena castaña que le caía por en medio y se enroscaba sobre su hombro en una cuerda trenzada. La camiseta de manga corta que vestía le apretaba tanto contra sus musculosos hombros que pensé que las hombreras y la placa de identificación le iban a salir disparadas. Tenía los brazos llenos de tatuajes circulares entrelazados, y alrededor del cuello llevaba un grueso aro de oro: un torque.
Hacía una eternidad que no veía uno de esos. ¡Esa mujer era una gala! Se me heló el estómago al caer en la cuenta. En los viejos tiempos de la República romana, los galos eran más temidos aun que los germani.
Ya había recargado la ballesta doble y estaba apuntándome a la cabeza. De su cinturón colgaban varias armas más: un gladius, una porra y una daga. Claro, ella tenía una daga.
Sin apartar la vista de mí, agitó la barbilla hacia el hombro, el signo universal para decir «Ven aquí o te disparo».
Calculé mis probabilidades de embestir por el pasillo y placar a nuestros enemigos antes de que nos matasen a Meg y a mí. Cero. ¿Y mis probabilidades de encogerme de miedo detrás de un asiento mientras Meg se ocupaba de los dos? Un poco más elevadas, pero tampoco muchas.
Avancé por el pasillo con las rodillas temblorosas. Los pasajeros mortales fruncían el ceño conforme pasaba. Por lo que me podía imaginar, mi chillido había supuesto para ellos una molestia indigna del vagón silencioso, y pensaban que la revisora me estaba llamando. El hecho de que la revisora empuñase una ballesta y acabase de matar a un viajero serpentino bicéfalo no parecía haberles afectado.
Llegué a mi fila y miré a Meg, en parte para asegurarme de que estaba bien y en parte porque tenía curiosidad por saber por qué no había atacado. Que alguien sujetase una espada contra el cuello de Meg normalmente no bastaba para desmoralizarla.
La niña miraba horrorizada a la gala.
—¿Luguselva?
La mujer asintió bruscamente con la cabeza, un detalle que me reveló dos cosas terribles: primero, que Meg la conocía. Y segundo, que se llamaba Luguselva. Mientras la gala observaba a Meg, la ferocidad de sus ojos disminuyó varios grados, de «Voy a cargarme a todo el mundo ahora mismo» a «Voy a cargarme a todo el mundo pronto».
—Sí, Retoño —dijo la gala—. Y ahora guarda las armas antes de que Gunther se vea obligado a cortarte la cabeza.
2
¿Bollos para cenar?
Tu colega Lester sería incapaz.
Tengo que hacer pis. Luego
El germanus que empuñaba la espada quedó encantado.
—¿Cortar cabeza?
Su nombre, GUNTHER, estaba impreso en una chapa de la compañía de trenes que llevaba sobre la armadura: la única concesión que había hecho a ir de incógnito.
—Todavía no. —Luguselva no apartaba la vista de nosotros—. Como podéis ver, a Gunther le encanta decapitar a la gente, así que vamos a portarnos bien. Venga...
—Lu —dijo Meg—. ¿Por qué?
Cuando se trataba de expresar dolor, la voz de Meg era un instrumento afinado. La había oído llorar la muerte de nuestros amigos. La había oído describir el asesinato de su padre. Había oído su rabia contra su padre adoptivo, Nerón, que había matado a su padre y la había trastornado mentalmente a lo largo de años de maltrato emocional.
Pero al dirigirse a Luguselva, la voz de Meg sonó en una clave totalmente distinta. Parecía que su mejor amiga acabase de desmembrar a su muñeca favorita de sopetón y sin motivo. Parecía dolida, confundida, incrédula, como si, en una vida llena de humillaciones, esa fuese una humillación que nunca hubiese esperado.
Los músculos de la mandíbula de Lu se tensaron. Las venas de sus sienes se hincharon. No sabía si estaba enfadada, si se sentía culpable o si nos estaba mostrando su faceta tierna y entrañable.
—¿Te acuerdas de lo que te enseñé sobre el deber, Retoño?
Meg se tragó un sollozo.
—¿Te acuerdas? —dijo Lu, en un tono más áspero.
—Sí —susurró Meg.
—Pues recoge tus cosas y vamos. —Lu apartó la espada de Gunther del cuello de Meg.
El hombre corpulento masculló: «Grrr», que supuse que en germánico significaba «Nunca me dejan divertirme».
Meg se levantó con cara de perplejidad y abrió el compartimento de arriba. Yo no entendía por qué obedecía tan sumisamente las órdenes de Luguselva. Nos habíamos enfrentado a situaciones más desesperadas. ¿Quién era esa gala?
—¿Ya está? —susurré cuando Meg me pasó la mochila—. ¿Nos rendimos?
—Lester —murmuró Meg—, haz lo que te diga.
Me eché a los hombros la mochila, el arco y el carcaj. Meg se abrochó el cinturón de jardinería alrededor de la cintura. A Lu y a Gunther no parecía preocuparles que ahora yo estuviese armado con flechas y Meg con una gran provisión de semillas de verduras heredadas. Mientras ordenábamos nuestras cosas, los pasajeros mortales nos lanzaban miradas de fastidio, pero nadie nos hizo callar, probablemente porque no querían cabrear a los dos fornidos revisores que nos llevaban fuera.
—Por aquí. —Lu señaló con la ballesta la salida situada detrás de ella—. Los demás están esperando.
«¿Los demás?»
Yo no quería conocer a más galos ni más Gunthers, pero Meg siguió dócil a Lu a través de la puerta de dos hojas de plexiglás. Yo iba detrás, y Gunther me seguía muy de cerca, contemplando seguramente lo fácil que sería separar mi cabeza de mi cuerpo.
Una pasarela conectaba nuestro vagón con el siguiente: un pasillo ruidoso y tambaleante con puertas de dos hojas automáticas en cada extremo, un servicio del tamaño de un armario en un rincón y puertas exteriores a babor y estribor. Me planteé lanzarme por una de esas salidas y confiar en que la suerte me acompañase, pero me temía que mi suerte sería morir del impacto contra el suelo. El exterior estaba totalmente oscuro. A juzgar por el retumbo de los paneles de acero corrugado que tenía debajo de los pies, deduje que el tren iba a más de ciento sesenta kilómetros por hora.
A través de las puertas de plexiglás del fondo, divisé un vagón cafetería: una barra deprimente, una hilera de mesas y media docena de hombres corpulentos apiñados: más germani. Nada bueno nos esperaba allí dentro. Si Meg y yo queríamos escapar, esa era nuestra oportunidad.
Antes de que pudiese tomar alguna medida desesperada, Luguselva se detuvo repentinamente justo delante de las puertas del vagón cafetería. Se volvió para mirarnos.
—Gunther —le espetó—, ve a ver si hay infiltrados en el baño.
La orden pareció confundir a Gunther tanto como a mí, o porque no le veía sentido o porque no tenía ni idea de qué era un infiltrado.
Me preguntaba por qué Luguselva se comportaba de forma tan paranoica. ¿Temía que tuviésemos a una legión de semidioses escondidos en el servicio, esperando para saltar a rescatarnos? O tal vez, como me había pasado a mí, había sorprendido una vez a un cíclope en el trono de porcelana y ya no se fiaba de los baños públicos.
Después de un breve cruce de miradas, Gunther murmuró: «Grrr» e hizo lo que ella le mandó.
En cuanto el germanus asomó la cabeza en el baño, Lu nos clavó una mirada intensa.
—Cuando crucemos el túnel de Nueva York —dijo—, los dos pediréis permiso para ir al servicio.
Había recibido muchas órdenes absurdas antes, casi todas de Meg, pero esa marcaba un nuevo récord.
—En realidad, yo tengo que ir ahora —intervine.
—Aguántate —dijo ella.
Miré a Meg para ver si ella entendía algo, pero estaba mirando al suelo con aire taciturno.
Gunther volvió de patrullar el inodoro.
—Nadie.
Pobre hombre. Si te tocaba buscar infiltrados en los servicios de un tren, lo mínimo que podías esperar era matar a unos cuantos.
—Muy bien —dijo Lu—. Vamos.
Nos metió en el vagón cafetería. Seis germani se volvieron y nos miraron fijamente, con sus puños rollizos repletos de bollos recubiertos de azúcar y vasos de café. ¡Bárbaros! ¿Quién si no comería repostería por la noche? Los guerreros iban vestidos como Gunther, con armaduras de cuero y de oro, hábilmente disfrazados tras chapas de la compañía de trenes. Uno de ellos, AEDELBEORT (el nombre germánico de niño más de moda en 162 a. C.), escupió una pregunta a Lu en un idioma que no reconocí. Lu contestó en la misma lengua. Su respuesta pareció satisfacer a los guerreros, que volvieron a sus cafés y sus bollos. Gunther se unió a ellos, mascullando sobre lo difícil que era encontrar buenos enemigos a los que decapitar.
—Sentaos ahí —nos dijo Lu, señalando una mesa de ventanilla.
Meg se deslizó en el asiento con desánimo. Yo me senté enfrente de ella, apoyando el arco largo, el carcaj y la mochila a mi lado. Lu se quedó de pie al alcance del oído, por si se nos ocurría tramar un plan de huida. No tenía de qué preocuparse. Meg seguía sin mirarme a los ojos.
Volví a preguntarme quién era Luguselva y qué representaba para Meg. A lo largo de nuestros meses de viaje, Meg no la había mencionado ni una vez. Este hecho me molestó. En lugar de ser un indicio de que Lu carecía de importancia, me hizo sospechar que en realidad era muy importante.
¿Y por qué una gala? Los galos nunca habían abundado en la Roma de Nerón. Cuando él se convirtió en emperador, la mayoría habían sido vencidos y «civilizados» a la fuerza. Los que todavía llevaban tatuajes y torques y vivían de acuerdo con sus antiguas costumbres habían sido desplazados a los márgenes de Bretaña u obligados a trasladarse a las islas británicas. El nombre de Luguselva... Nunca había hablado galo con fluidez, pero creía que significaba «amada del dios Lug». Me estremecí. Las deidades celtas eran una panda de lo más rara y violenta.
Estaba demasiado trastornado para resolver el enigma de Lu. No paraba de acordarme de la pobre anfisbena que ella había matado: un monstruo inofensivo que nunca volvería a casa con su esposa, todo porque se había convertido en el instrumento de una profecía.
Su mensaje me había dejado alterado: un verso en terza rima, como el que habíamos recibido en el Campamento Júpiter:
Oh, hijo de Zeus, enfréntate al último reto.
A la torre de Nerón solo dos ascienden.
Saca a la bestia que ha usurpado tu puesto.
Sí, había memorizado la maldita estrofa.
Ahora habíamos recibido la segunda serie de instrucciones, claramente relacionada con la primera, porque el primer y el tercer verso rimaban con «ascienden».
El hijo de Hades, amigo de los que cuevas hienden,
debe llevar al trono por un sendero arcano.
De los de Nerón vuestras vidas ahora dependen.
Conocía a un hijo de Hades: Nico di Angelo. Todavía debía de estar en el Campamento Mestizo de Long Island. Si él conocía algún sendero arcano al trono, no tendría ocasión de enseñárnoslo a menos que escapásemos de ese tren. De cómo Nico podía ser «amigo de los que cuevas hienden» no tenía ni idea.
El último verso de la nueva estrofa era terriblemente cruel. En ese momento estábamos rodeados de «los de Nerón», de modo que nuestra vida dependía de ellos. Quería creer que ese verso encerraba algo más, algo positivo... tal vez relacionado con el hecho de que Lu nos había mandado ir al servicio cuando entrásemos en el túnel de Nueva York. Pero considerando la expresión hostil de Lu, y la presencia de sus siete amigos germani puestos hasta las cejas de cafeína y azúcar, no me sentía muy optimista.
Me retorcí en mi asiento. Oh, ¿por qué había pensado en el servicio? Ahora tenía que ir urgentemente.
Afuera, los carteles luminosos de New Jersey pasaban volando: anuncios de concesionarios de coches donde podías comprar un coche de carreras poco manejable; abogados especializados en lesiones a los que podías contratar cuando tenías un accidente con ese coche de carreras; casinos donde podías jugarte el dinero que habías ganado con las demandas por lesiones. El gran círculo de la vida.
La parada de la estación al aeropuerto de Newark llegó y pasó. Dioses míos, estaba tan desesperado que consideré escapar. En Newark.
Meg no se movió, de modo que yo hice lo mismo.
El túnel de Nueva York llegaría dentro de poco. Tal vez en lugar de pedir que nos dejasen ir al servicio, podíamos atacar a nuestros captores...
Lu pareció leerme el pensamiento.
—Me alegro de que os hayáis rendido. Nerón tiene otros tres equipos como el mío solo en este tren. Todos los medios (todos los trenes, autobuses y vuelos a Manhattan) han sido interceptados. Recordad que Nerón tiene el Oráculo de Delfos de su parte. Sabía que veníais esta noche. No habríais conseguido entrar en la ciudad sin que os pillásemos.
Vaya forma de echar por tierra mis esperanzas, Luguselva. Decirme que Nerón tenía a su aliada Pitón escudriñando el futuro por él, usando mi Oráculo sagrado contra mí... Qué cruel.
Sin embargo, Meg se espabiló de repente, como si algo que había dicho Lu le hubiese infundido esperanza.
—¿Y cómo es que has sido tú la que nos ha encontrado, Lu? ¿Pura suerte?
Los tatuajes de Lu se ondularon cuando flexionó los brazos, y los remolinos celtas me marearon.
—Te conozco, Retoño —dijo—. Sé cómo seguirte la pista. La suerte no existe.
Se me ocurrían varios dioses de la suerte que no estarían de acuerdo con esa afirmación, pero no la contradije. Estar prisionero me había quitado las ganas de charlar.
Lu se volvió hacia sus compañeros.
—En cuanto lleguemos a Penn Station, entregaremos a nuestros presos al equipo de escolta. No quiero errores. Que nadie mate a la chica ni al dios a menos que sea absolutamente necesario.
—¿Es necesario ahora? —preguntó Gunther.
—No —contestó Lu—. El princeps tiene planes para ellos. Los quiere vivos.
«El princeps.» Noté en la boca un sabor más amargo que el del café del tren. Llevado por la puerta principal de Nerón no era como yo había pensado enfrentarme a él.
Atravesamos con estruendo un páramo de almacenes y muelles de New Jersey, y un instante después nos sumimos en la oscuridad y entramos en el túnel que nos llevaría bajo el río Hudson. Por el sistema de megafonía sonó un confuso aviso que nos informó de que la próxima parada era Penn Station.
—Tengo que hacer pis —anunció Meg.
Me la quedé mirando atónito. ¿De verdad iba a seguir las extrañas órdenes de Lu? La gala nos había capturado y había matado a una serpiente bicéfala inocente. ¿Por qué se fiaba de ella?
Meg me dio un pisotón en el pie con el talón.
—Sí —chillé—. Yo también tengo que hacer pis. —En mi caso, al menos, era una dolorosa verdad.
—Un momento —masculló Gunther.
—Tengo que hacer pis ya. —Meg se puso a dar saltos.
Lu dejó escapar un suspiro. Su irritación no parecía fingida.
—Está bien. —Se volvió hacia su pelotón—. Yo los llevaré. El resto quedaos aquí y preparaos para desembarcar.
Ninguno de los germani se opuso. Probablemente habían oído a Gunther quejarse de haber patrullado el inodoro. Empezaron a engullir los bollos de última hora y a reunir su equipo mientras Meg y yo nos levantábamos de la mesa.
—Tus pertrechos —me recordó Lu.
Parpadeé. Cierto. ¿A quién se le ocurría ir al servicio sin su arco y su carcaj? Menuda tontería. Agarré mis cosas.
Lu nos llevó otra vez a la plataforma. En cuanto la puerta de dos hojas se cerró detrás de ella, murmuró:
—Ahora.
Meg echó a correr al vagón silencioso.
—¡Eh! —Lu me apartó de un empujón, pero se detuvo el tiempo suficiente para susurrar—: Bloquea la puerta. Desengancha los vagones. —Y acto seguido corrió detrás de Meg.
¿Qué hacía yo ahora?
Dos cimitarras aparecieron destellando en las manos de Lu. Un momento. ¿Tenía las espadas de Meg? No. Justo antes del final de la plataforma, Meg se volvió para mirarla, invocó sus espadas, y las dos se pusieron a luchar encarnizadamente. ¿Eran ambas dimachaerae, la forma más rara de gladiador? Eso debía de significar... No tenía tiempo para pensar en lo que significaba.
Detrás de mí, los germani gritaron y salieron en desbandada. En cualquier momento cruzarían la puerta.
No entendía exactamente qué pasaba, pero a mi estúpido y torpe cerebro de mortal se le ocurrió que quizá, y solo quizá, Lu trataba de ayudarnos. Si no bloqueaba la puerta como me había pedido, nos arrasarían siete bárbaros cabreados con los dedos pegajosos.
Planté el pie contra la base de la puerta de dos hojas. No había manillas. Tuve que presionar los paneles con las palmas de las manos y juntarlos para mantenerlos cerrados.
Gunther embistió contra la puerta a toda velocidad, y el impacto por poco me dislocó la mandíbula. Los demás germani se apretujaron detrás de él. Las únicas ventajas con las que yo contaba eran el espacio angosto en el que estaban, que les dificultaba aunar esfuerzos, y la propia falta de juicio de los germani. En lugar de colaborar para separar las puertas haciendo palanca, simplemente empujaban y daban empellones unos contra otros, usando la cabeza de Gunther como ariete.
Detrás de mí, Lu y Meg daban estocadas y tajos, y sus espadas entrechocaban furiosamente emitiendo sonidos metálicos.
—Bien, Retoño —murmuró Lu—. No has olvidado tu entrenamiento. —Y a continuación, más alto, para nuestro público—: ¡Te voy a matar, insensata!
Me imaginé lo que la escena debía de parecerles a los germani del otro lado del plexiglás: su compañera Lu, combatiendo con una prisionera escapada, mientras yo intentaba contenerlos. Se me estaban durmiendo las manos. Me dolían los músculos del brazo y del pecho. Busqué desesperadamente un cierre de emergencia en la puerta, pero solo había un botón en el que ponía ABRIR. ¿De qué servía eso?
El tren seguía recorriendo el túnel ruidosamente. Calculé que solo disponíamos de unos minutos antes de llegar a Penn Station, donde el «equipo de escolta» de Nerón estaría esperando. No deseaba que me escoltasen.
«Desengancha los vagones», me había dicho Lu.
¿Cómo se suponía que tenía que hacer eso, y encima manteniendo cerrada la puerta de la pasarela? ¡No era un maquinista! Los chu-chu eran más de Hefesto.
Lancé una mirada por encima del hombro y eché un vistazo a la pasarela. Sorprendentemente, no había ningún interruptor claramente identificado que permitiese a un pasajero desenganchar el tren. ¿De qué iba esa compañía ferroviaria?
¡Allí! En el suelo, había una serie de lengüetas metálicas con bisagras superpuestas, que formaban una superficie segura para que los pasajeros pasasen cuando el tren torcía y giraba. Una de esas lengüetas había sido levantada de una patada, tal vez por Lu, y dejaba a la vista el enganche situado debajo.
Aunque pudiese alcanzarlo desde donde estaba, cosa que no podía hacer, dudaba que tuviese la fuerza y la destreza para meter el brazo allí, cortar los cables y abrir la abrazadera haciendo palanca. El hueco entre los paneles del suelo era demasiado estrecho, y el enganche estaba demasiado abajo. ¡Para llegar allí tendría que ser el mejor arquero del mundo!
Eh, un momento...
La puerta se estaba arqueando contra mi pecho debido al peso de los siete bárbaros. Una hoja de un hacha asomó a través del revestimiento de goma al lado de mi oreja. Darme la vuelta para poder disparar el arco sería una locura.
«Sí», pensé histéricamente. «Hagamos eso.»
Gané un instante sacando una flecha y metiéndola por la rendija entre las puertas. Gunther gritó. La presión cedió mientras el grupo de germani se redistribuía. Me giré rápidamente para situarme de espaldas al plexiglás, poniendo un talón a modo de cuña en la base de las puertas. Manipulé torpemente el arco y logré colocar una flecha.
Mi nuevo arco era un arma de categoría divina procedente de las cámaras acorazadas del Campamento Júpiter. Mi destreza como arquero había mejorado espectacularmente durante los últimos seis meses. Aun así, se trataba de una idea terrible. Era imposible disparar como es debido con la espalda contra una superficie dura. Simplemente no podía tirar lo suficiente de la cuerda.
A pesar de todo, disparé. La flecha desapareció en el hueco del suelo y no dio ni de lejos en el enganche.
—Próxima estación, Penn Station —dijo una voz por el sistema de megafonía—. Las puertas se abrirán por la izquierda.
—¡Se nos acaba el tiempo! —gritó Lu. Tiró un tajo a la cabeza de Meg. Meg lanzó una estocada baja y estuvo a punto de ensartar el muslo de la gala.
Disparé otra flecha. Esta vez la punta echó chispas contra la abrazadera, pero los vagones del tren se mantuvieron tercamente unidos.
Los germani aporreaban la puerta. Un panel de plexiglás se salió del marco. Un puño lo atravesó y me agarró la camiseta.
Lanzando un chillido desesperado, me aparté a trompicones de la puerta y disparé por última vez tensando la cuerda al máximo. La flecha cortó los cables y dio contra la abrazadera. Con una sacudida y un crujido, la abrazadera se rompió.
Los germani salieron en tromba a la pasarela al mismo tiempo que yo saltaba a través del hueco cada vez más grande entre los vagones. Estuve a punto de acabar atravesado en las cimitarras de Meg y de Lu, pero logré recobrar el equilibrio.
Me volví mientras el resto del tren se sumía en la oscuridad a ciento veinte kilómetros por hora, y siete germani nos miraban con incredulidad gritando improperios que no pienso repetir.
A lo largo de otros quince metros, la sección desacoplada del tren en la que íbamos siguió avanzando por su propio impulso y luego redujo la marcha hasta detenerse. Meg y Lu bajaron sus armas. Una valiente pasajera del vagón silencioso se atrevió a asomar la cabeza y preguntar qué pasaba.
Yo la hice callar.
Lu me fulminó con la mirada.
—Has tardado mucho, Lester. Vámonos antes de que mis hombres vuelvan. Acabáis de pasar de «capturados vivos» a «se acepta una prueba de su muerte».