Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Primera Parte
1. Helado de pesadilla
2. El advenimiento
Tres horas después del advenimiento
3. Elección de habilidades básicas
4. Un cominezo
5. El juego del quién es quién
6. El éxodo de las bestias
7. Un regalo de la naturaleza
8. Amoratar el cielo
Seis horas después del advenimiento
9. Tomar la Tierra
10. Tendencia al pánico
Doce horas después del advenimiento
11. Tipos de silencio
12. Una idea cálida
13. Juntos
14. Los cinco minutos más largos de la historia
Dieciocho horas después del advenimiento
15. Terror familiar
16. El valor de las promesas
17. Esperanza que muere sin sentir sorpresa
18. La llama de una vela extinguida por un grito
19. La cacería
20. Distorsión
21. Las manos de Nitid
22. La loca mirada del abismo
23. De eso se trata
24. La señal para el apocalipsis
Veinticuatro horas después del advenimiento
25. Vosotros
26. Sangre y manchas
27. Simples criaturas en un mundo
28. Amante de un ángel, amante de una bestia
29. Un sueño convertido en realidad
30. Más cerca y rozándose
31. Lo opuesto a la supervivencia
32. La tarta para más tarde
Segunda Parte
Teinta y seis horas después del advenimiento
33. Como una invasión extraterrestre
34. Cosas que se saben y están enterradas
35. Tres veces caído
36. El único no idiota del planteta
37. Absortos en la felicidad
38. Un delicioso capricho del polvo de estrellas
39. Vástago
40. Asume lo peor
41. Incógnitas
Cuarenta y ocho horas después del advenimiento
42. Lo peor
43. Fuego en el cielo
44. Noticia de última hora
45. Secretos desvelados
46. Pastel y dientes de león
47. El libro de Elazael
48. Hambrienta
49. Una oferta de patrocinio
50. La felicidad tiene que marcharse a algún sitio
51. Fuega
Tercera Parte
Sesenta horas después del advenimiento
52. Pólvora y putrefacción
53. Clase magistral de alzamiento de cejas
54. Abuela de pega
55. Poesía lunática
56. Mi dulce Bárbara
57. Alimento para los leones
58. La fealdad equivocada
59. El efecto pigmalión
60. Hoy no va a morir nadie
61. Superpoderes a troche y moche
62. La época de las guerras
63. Sobre el filo de un cuchillo
64. Persuasión
65. Elegidos
66. Mucho más que salvada
67. Una ráfaga de chispas
68. Caídos
Setenta y dos horas después del advenimiento
69. Cuidado al salir, no te pegues con esa cosa que aletea en el cielo
70. Nunca más blanco
71. Ausencia
72. Emperador por unos días
73. Una mariposa en una botella
74. Capítulo primero
Cuarta Parte
75. Quiero
76. Esperar a que se produzca la magia
77. No nos han presentado
78. (Respira)
79. Leyenda
80. Una elección
81. La policía de los deseos
82. Aberración
83. La mayoría de las cosas importantes
84. El cataclismo
85. Un final
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Créditos
Grupo Santillana
Para Jim, por el feliz punto medio.

1
HELADO DE PESADILLA
Nervios atenazados y pulso desbocado, salvaje y agitándose, cazando, devorando y terrible, terrible, terrible…
—Eliza. ¡Eliza!
Una voz. Una luz intensa, y Eliza despertó. La sensación fue como caer y aterrizar de golpe.
—Estaba soñando —se oyó decir a sí misma—. Solo era un sueño. Estoy bien.
¿Cuántas veces en su vida había dicho aquellas palabras? Más de las que podía contar. Sin embargo, aquella era la primera vez que iban dirigidas a un hombre que hubiera irrumpido heroicamente en su habitación, martillo en mano, para impedir que la asesinaran.
—Estabas… estabas gritando —balbuceó su compañero de piso, Gabriel, mientras lanzaba miradas a los rincones sin encontrar ni rastro de asesinos. Tenía el aspecto desaliñado de cuando uno se acaba de levantar y permaneció alerta como un loco, sujetando el martillo en alto y dispuesto a descargarlo—. Me refiero a… gritando de verdad, de verdad.
—Lo sé —respondió Eliza con la garganta dolorida—. Lo hago a veces —se incorporó en la cama. Los latidos de su corazón parecían cañonazos (aciagos, intensos, reverberando por todo su cuerpo), y, aunque tenía la boca seca y respiraba de forma agitada, trató de que sus palabras sonaran calmadas—. Siento haberte despertado.
Gabriel parpadeó y bajó el martillo.
—No me refería a eso, Eliza. Jamás había oído a nadie gritar de ese modo en la vida real. Era un alarido de película de terror.
Parecía algo impresionado. Márchate, quiso decirle Eliza. Por favor. Estaban empezando a temblarle las manos. No tardaría en ser incapaz de controlarlas, y no deseaba un testigo. El descenso de adrenalina podía producir estragos después del sueño.
—Te prometo que estoy bien. ¿Vale? Solamente…
Maldición.
Temblores. Cada vez más presión, el escozor tras los párpados, y todo fuera de control.
Maldición, maldición, maldición.
Eliza dobló el cuerpo y ocultó la cara en la colcha mientras los sollozos brotaban y la dominaban. Por terrible que fuera el sueño —y había sido terrible—, lo peor venía después, porque estaba consciente pero aún indefensa. El terror —terror, terror— persistía, y había algo más. Siempre llegaba con el sueño, pero no se desvanecía con él, sino que permanecía como algo empujado por la marea. Algo horrible: un repugnante cadáver de leviatán abandonado en la orilla de su mente para que se descompusiera. Era remordimiento. Aunque aquella palabra parecía demasiado anodina para definirlo. La sensación con la que el sueño la dejaba era como cuchillos de pánico y horror descansando brillantes sobre una herida roja, en carne viva y supurante de culpabilidad.
¿Culpabilidad por qué? Aquella era la peor parte. Era… Dios mío, era atroz, y era inmenso. Demasiado inmenso. Jamás se había hecho nada más horrible en toda la historia y en todo el espacio, y la culpa era suya. Resultaba imposible, y al tomar cierta distancia con el sueño, Eliza conseguía descartarlo como algo ridículo.
Ella no había hecho, y tampoco haría jamás… aquello.
Pero cuando el sueño la arrastraba, nada importaba: ni la razón, ni el juicio, ni siquiera las leyes de la física. El terror y la culpabilidad ahogaban todo.
Era un asco.
Cuando finalmente se calmaron los sollozos y Eliza levantó la cabeza, Gabriel estaba sentado al borde de la cama, con expresión compasiva y preocupada. Gabriel Edinger mostraba una delicada cortesía que auguraba la presencia más que probable de pajaritas en su futuro. Tal vez incluso de un monóculo. Era neurocientífico, posiblemente la persona más inteligente que Eliza conocía, y una de las más amables. Ambos eran becarios de investigación en el Smithsonian’s National Museum of Natural History —el NMNH— y se habían llevado bien, aunque sin llegar a ser amigos, durante el último año, hasta que la novia de Gabriel se mudó a Nueva York para hacer su postdoctorado y él necesitó un compañero de piso para cubrir el alquiler. Eliza había sido consciente de que corría un riesgo, polinizando de manera cruzada las horas libres con las de trabajo, por aquella razón en concreto. Aquella.
Gritos. Sollozos.
Una persona con curiosidad no tendría que excavar mucho para confirmar la… profunda anormalidad… sobre la que había construido aquella vida. En ocasiones, eran como tablones colocados sobre arenas movedizas. Sin embargo, el sueño llevaba algún tiempo sin molestarla, por lo que había sucumbido a la tentación de fingir que era alguien normal, sin más preocupaciones que las habituales de una estudiante de doctorado de veinticuatro años con un presupuesto reducido. La presión de la tesis, un malvado compañero de laboratorio, ofertas de becas, el alquiler.
Monstruos.
—Lo siento —le dijo a Gabriel—. Creo que ahora estoy bien.
—Estupendo —tras una incómoda pausa, él preguntó animadamente —: ¿Una taza de té?
Té. Un agradable destello de normalidad.
—Sí —respondió Eliza—. Gracias.
Y cuando Gabriel se marchó sin prisa para poner a calentar la tetera, Eliza se serenó. Se puso la bata, se lavó la cara, se sonó la nariz, se miró en el espejo. Tenía el rostro hinchado y los ojos enrojecidos. Impresionante. Sus ojos eran bonitos, por lo general. Estaba acostumbrada a recibir cumplidos de desconocidos por ellos. Eran grandes, con largas pestañas, brillantes —al menos cuando no tenía las escleróticas rosadas de llorar— y de un color castaño varios tonos más claro que su piel, de modo que parecían resplandecer. En aquel momento, sintió un escalofrío al darse cuenta de que tenían un aspecto un tanto… enloquecido.
—No estás loca —le aseguró a su reflejo, y aquella frase sonó como una afirmación pronunciada a menudo, un consuelo necesario y habitualmente ofrecido. No estás loca, y no lo vas a estar.
Por debajo de aquel se deslizó otro pensamiento más desesperado.
A mí no me va a pasar. Soy más fuerte que los otros.
Normalmente, lograba creérselo.
Cuando Eliza se reunió con Gabriel en la cocina, el reloj del horno marcaba las cuatro de la madrugada. El té estaba sobre la mesa, junto a una tarrina de helado de medio litro, abierta y con una cuchara clavada. Gabriel la señaló.
—Helado de pesadilla. Es una tradición familiar.
—¿De verdad?
—Sí.
Por un instante, Eliza trató de imaginar el helado como la respuesta de su propia familia al sueño, pero fue incapaz. El contraste era simplemente demasiado fuerte. Alcanzó la tarrina.
—Gracias —dijo.
Comió un par de cucharadas en silencio y tomó un sorbo de té, preocupada durante todo el tiempo que transcurrió de que llegaran las preguntas, como seguramente ocurriría.
¿Con qué sueñas, Eliza?
¿Cómo voy a ayudarte si no me lo cuentas, Eliza?
¿Qué te sucede, Eliza?
Ya las había escuchado todas.
—¿Estabas soñando con Morgan Toth, verdad? —le preguntó Gabriel—. ¿Con Morgan Toth y sus labios carnosos?
De acuerdo, aquella no la había escuchado. A pesar suyo, Eliza se rio. Morgan Toth era su peor enemigo y sus labios resultaban un buen tema para una pesadilla, pero ni se aproximaban a la realidad.
—La cuestión es que no quiero hablar de ello —dijo Eliza.
—¿Hablar de qué? —preguntó Gabriel con absoluta inocencia—. ¿A qué te refieres?
—Muy ingenioso. Pero hablo en serio. Lo siento.
—Está bien.
Otra cucharada de helado y otro silencio interrumpido por otra pregunta que no lo era.
—Yo tuve pesadillas de pequeño —le confesó Gabriel—. Durante casi un año. Eran muy intensas. En palabras de mis padres, nuestra vida quedó prácticamente en suspenso. Me aterrorizaba quedarme dormido y tenía un montón de ritos, de supersticiones. Incluso probé con ofrendas. Mis juguetes favoritos, comida. Parece ser que me oyeron ofrecer a mi hermano mayor en mi lugar. Yo no lo recuerdo, pero él asegura que es cierto.
—¿Ofrecérselo a quién? —preguntó Eliza.
—A ellos. A los del sueño.
Ellos.
Una chispa de reconocimiento, de esperanza. Absurda esperanza. Eliza también tenía un «ellos». Racionalmente, sabía que eran una creación de su mente y que no existían en ningún otro lugar pero, tras el sueño, no siempre resultaba posible mantener la racionalidad. Sin pensar, Eliza preguntó:
—¿Qué eran?
Si no iba a hablar de su sueño, no debería curiosear en el de Gabriel. Era una máxima del arte de guardar secretos, en el que ella estaba bien versada: para que no te pregunten, no preguntes.
—Monstruos —respondió él, encogiéndose de hombros, y, sin más, Eliza perdió el interés (no por la mención a los monstruos, sino por el tono de por supuesto de Gabriel). Cualquiera que pudiera decir monstruos tan a la ligera jamás se había topado con los de Eliza.
»Los sueños en los que te persiguen son de los más frecuentes —añadió Gabriel, y empezó su explicación. Eliza continuó dando sorbos al té, tomó alguna cucharada ocasional del helado de pesadilla y asintió en los momentos adecuados, aunque realmente no estaba escuchando. Había investigado en profundidad la interpretación de los sueños mucho tiempo atrás. No la había ayudado entonces, como tampoco la ayudó en aquel momento. Cuando Gabriel concluyó diciendo «son una manifestación de los temores que tenemos durante la vigilia» y «todo el mundo las tiene», lo hizo con tono tranquilizador y pedante, como si acabara de resolver el problema por ella.
A Eliza le entraron ganas de decir: ¿Y supongo que a todo el mundo le ponen un marcapasos a los siete años porque «las manifestaciones de los temores que tiene durante la vigilia» le provocan una arritmia cardíaca? Pero no lo hizo, porque era la clase de trivialidad fácil de recordar que se repetía como un loro en los cócteles.
¿Sabes que a Eliza Jones le pusieron un marcapasos cuando tenía siete años porque las pesadillas le provocaron una arritmia cardíaca?
¿No me digas? Es descabellado.
—¿Y qué ocurrió después? —le preguntó Eliza—. ¿Con tus monstruos?
—Bueno, se llevaron a mi hermano y me dejaron tranquilo. Les tengo que sacrificar una cabra todos los años en el día del arcángel san Miguel, pero es un precio insignificante por una buena noche de sueño.
Eliza se rio.
—¿Dónde consigues las cabras? —añadió ella, siguiéndole la corriente.
—En una pequeña granja de Maryland. Cabras para sacrificios certificadas. Si prefieres corderos, también tienen.
—Cómo no. ¿Y qué demonios es el día del arcángel san Miguel?
—Ni idea. Me lo acabo de sacar de la manga.
Eliza experimentó un instante de gratitud, porque Gabriel no se había entrometido, y el helado, el té e incluso la irritación que le había provocado el erudito parloteo de su compañero la habían ayudado a aliviar las secuelas. De hecho, se estaba riendo y eso era algo.
De repente, su teléfono vibró sobre la mesa.
¿Quién la llamaba a las cuatro de la madrugada? Lo alcanzó…
… y cuando vio el número en la pantalla, se le cayó —o posiblemente lo tirara—. Con un crac, golpeó en un armario y rebotó hacia el suelo. Por un segundo tuvo la esperanza de haberlo roto. Estaba allí, silencioso. Muerto. Y entonces —bzzzzzzzzzzzzz—, resucitó.
¿Cuándo había lamentado no haber destrozado el teléfono?
Era por el número. Solo dígitos. Sin nombre. No apareció ninguno porque Eliza no había guardado aquel número en la agenda de su teléfono. Ni siquiera era consciente de recordarlo hasta que lo vio, y fue como si hubiera estado ahí todo el tiempo, cada instante de su vida desde que… desde que se había escapado. Estaba todo ahí, justo ahí. El puñetazo en el estómago fue inmediato, visceral, en nada atenuado por los años.
—¿Estás bien? —le preguntó Gabriel mientras se agachaba para recoger el teléfono.
Estuvo a punto de gritar «¡No lo toques!», pero sabía que era una reacción absurda y se detuvo a tiempo. Optó por no alargar la mano para recuperarlo cuando él se lo ofreció, así que Gabriel lo dejó en la mesa, todavía sonando.
Eliza lo miró fijamente. ¿Cómo la habían encontrado? ¿Cómo? Había cambiado de nombre. Había desaparecido. ¿Habían sabido su paradero todo el tiempo, la habían estado vigilando desde entonces? La idea la horrorizó. Que los años de libertad pudieran haber sido una ilusión…
El zumbido se detuvo. La llamada pasó al buzón de voz y los latidos del corazón de Eliza se convirtieron de nuevo en cañonazos: un estallido tras otro estremeciéndola por completo. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Uno de sus «tíos»?
¿Su madre?
Quienquiera que fuese, Eliza tuvo solo un instante para preguntarse si habría dejado algún mensaje —y, de ser así, si se atrevería a escucharlo— antes de que el teléfono emitiera un nuevo zumbido. No se trataba de un mensaje en el contestador. Era un mensaje de texto.
Decía así: «Enciende la televisión».
¿Enciende la…?
Eliza levantó los ojos del teléfono, profundamente inquieta. ¿Por qué? ¿Qué querían que viese en la televisión? Ni siquiera tenía una. Gabriel la estaba observando atentamente, y sus miradas se encontraron en el instante en que escucharon el primer grito. Eliza se llevó tal susto que se levantó de la silla de un salto. Desde algún lugar de la calle llegó un chillido prolongado, ininteligible. ¿O fue dentro del edificio? Sonó con fuerza. Era dentro. Un momento. Aquello era otra persona. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? La gente estaba gritando de… ¿miedo?, ¿alegría?, ¿terror? Y entonces el teléfono de Gabriel empezó a vibrar también, y el de Eliza recibió una repentina serie de mensajes: bzzz bzzz bzzz bzzz bzzz. De amigos esta vez, incluido Taj desde Londres y Catherine, que estaba haciendo trabajo de campo en Sudáfrica. Las palabras variaban, pero todos eran una versión de la misma inquietante orden: «Enciende la televisión».
«¿Lo estás viendo?»
«Despierta. Televisión. Ahora.»
Hasta que llegó el último. El que empujó a Eliza a querer acurrucarse en posición fetal y dejar de existir.
«Vuelve a casa», decía. «Te perdonamos.»
2
EL ADVENIMIENTO
Aparecieron un viernes a plena luz del día, en el cielo de Uzbekistán, y fueron avistados en primer lugar desde Samarcanda, antigua ciudad de la Ruta de la Seda, donde se desplegó un equipo informativo para emitir imágenes de... los visitantes.
Los ángeles.
Alineados en perfectas falanges, resultaba sencillo contarlos. Veinte formaciones de cincuenta, es decir, mil. Mil ángeles. Volaron hacia el oeste, lo bastante cerca del suelo para que la gente que se encontraba en las azoteas y las carreteras pudiera distinguir la ondeante seda blanca de sus estandartes y escuchar el trino y el trémolo de las arpas.
Arpas.
La grabación se distribuyó. En todo el mundo se hicieron avances de radio y televisión; los presentadores de los noticiarios se apresuraron a ocupar sus mesas, sin aliento y sin guion. Emoción, terror. Ojos como platos, voces agudas y extrañas. Por todas partes, los teléfonos empezaron a sonar y luego se sumieron en un gran silencio global cuando las antenas de telefonía móvil se sobrecargaron y colapsaron. La parte del planeta que estaba durmiendo se despertó. Las conexiones a Internet fallaron. La gente buscaba a otra gente. Las calles se abarrotaron. Las voces se unieron y compitieron, escalaron e hicieron cima. Hubo reyertas. Salmos. Disturbios.
Muertes.
También se produjeron nacimientos. Los bebés alumbrados durante el advenimiento fueron denominados «querubines» por un locutor de radio, quien además difundió el rumor de que todos tenían marcas de nacimiento en forma de pluma en algún lugar de sus diminutos cuerpecitos. No era cierto, pero los pequeños serían examinados cuidadosamente en busca de cualquier atisbo de beatitud o poder mágico.
Aquel día —el nueve de agosto—, la historia se dividió abruptamente en un antes y un después, y nadie olvidaría jamás dónde se encontraba cuando «aquello» empezó.
Kazimir Andrasko, actor, fantasma, vampiro y patán, estaba dormido mientras todo ocurría, aunque luego aseguraría que se había desmayado mientras leía a Nietzsche —en el que posteriormente señalaría como el momento exacto del advenimiento— y había tenido una visión del fin del mundo. Fue el inicio de un rimbombante aunque mediocre ardid que no tardaría en arruinar con un decepcionante final al descubrir el enorme trabajo que suponía la creación de una secta.
Zuzana Nováková y Mikolas Vavra se encontraban en Aït Benhaddou, la kasbah más famosa de Marruecos. Mik había terminado de regatear por un anillo de plata antiguo —tal vez antiguo, tal vez de plata, pero sin duda un anillo— cuando el repentino alboroto los envolvió. Se metió el anillo en el bolsillo, donde permanecería, escondido, durante algún tiempo.
En una cocina de la aldea, se arremolinaron detrás de los lugareños y permanecieron atentos a las noticias en árabe. Aunque no entendían ni los comentarios ni las exclamaciones ahogadas a su alrededor, eran los únicos que conocían el contexto de lo que estaban viendo. Sabían lo que eran los ángeles, o más bien, lo que no eran. Aunque aquello no disminuyó el impacto de ver el cielo lleno de ellos.
¡Tantos!
Fue idea de Zuzana «liberar» la furgoneta parada delante de un restaurante turístico. La trama de la realidad cotidiana estaba tan estirada llegados a aquel punto que el robo temporal de un vehículo parecía algo normal. Era sencillo: Zuzana sabía que Karou no tenía acceso a las noticias internacionales; debía avisarla. Habría robado un helicóptero si hubiera sido necesario.
Esther Van de Vloet, traficante de diamantes retirada, antigua socia de Brimstone y en ocasiones sustituta de abuela para la pupila humana de este, estaba paseando a sus mastinas cerca de su casa en Amberes cuando las campanas de la catedral comenzaron a tañer en un momento que no les correspondía. No era la hora, y, aunque lo hubiera sido, su poco melodioso repiqueteo sonaba agitado, prácticamente histérico. Esther, en absoluto agitada ni histérica, había estado esperando que sucediera algo desde que una huella negra de mano había prendido una puerta en Bruselas y la había hecho desaparecer entre las llamas. Concluyendo que aquello era ese algo, regresó rápidamente a su casa, flanqueada por sus perras, enormes como leonas, que avanzaban sigilosas.
Eliza Jones vio los primeros minutos de una transmisión en directo en el ordenador portátil de su compañero de piso, pero cuando el servidor dejó de funcionar, se vistieron a toda prisa, se metieron de un salto en el coche de Gabriel y se marcharon hacia el museo. A pesar de lo temprano que era, no fueron los primeros en llegar, y tras ellos aparecieron más colegas que fueron agrupándose en torno a una pantalla de televisión en un laboratorio del sótano.
Estaban aturdidos y abrumados por la incredulidad, pero no sentían el más mínimo agravio a su racionalidad por que un acontecimiento así osara desplegarse en el cielo del universo natural. Era una broma, por supuesto. Si los ángeles existieran —lo cual era ridículo—, ¿no se parecerían un poco menos a los dibujos de los libros de catequesis de la escuela dominical?
Era todo demasiado perfecto. Tenía que estar manipulado.
—Lo de las arpas me supera —dijo un paleobiólogo—. Es excesivo.
Aunque el aparente convencimiento quedaba socavado por una tensión real, porque ninguno de ellos era estúpido, y existían fallos evidentes en la teoría del engaño que se volvían más evidentes a medida que los helicópteros de información se atrevían a acercarse más a la hueste voladora, y las imágenes transmitidas se volvían más precisas y menos equívocas.
Nadie quería admitirlo, pero parecía… real.
En primer lugar, las alas. Tenían fácilmente tres metros y medio de envergadura, y cada pluma era una llama. El suave aleteo, la indescriptible elegancia y fuerza de su vuelo… superaba cualquier tecnología comprensible.
—Tal vez sea la retransmisión lo que es falso —sugirió Gabriel—. Podría tratarse de una animación por ordenador. La guerra de los mundos del siglo XXI.
Hubo algunos murmullos, aunque nadie parecía tragárselo.
Eliza permaneció en silencio, a la expectativa. Su temor era distinto al de los demás, y… mucho más elaborado. No podía ser de otra manera. Llevaba acompañándola toda su vida.
Ángeles.
Ángeles. Tras el incidente ocurrido unos meses atrás en el puente de Carlos, en Praga, había logrado conservar al menos una muleta de escepticismo, lo suficiente para no caerse. Tal vez hubiera sido un engaño: tres ángeles que aparecen y se van, sin dejar rastro. Daba la impresión de que el mundo hubiera estado esperando, con la respiración contenida, una prueba que no dejara lugar a dudas. Igual que ella. Y ahora la tenían.
Pensó en el teléfono, que había dejado a propósito en el apartamento, y se preguntó qué nuevos mensajes la aguardarían en la pantalla. Pensó en el insólito y oscuro poder del que había huido por la noche, en el sueño. El estómago se le encogió al notar, bajo los pies, el movimiento de los tablones que había colocado sobre las arenas movedizas de su otra vida. ¿Había creído que podría escapar de aquello? Estaba allí, siempre había estado allí, y la vida que había construido encima le pareció tan robusta como un barrio de chabolas en la ladera de un volcán.

3
ELECCIÓN DE HABILIDADES BÁSICAS
—¡Ángeles! ¡Ángeles! ¡Ángeles!
Eso fue lo que Zuzana gritó al bajar de un salto de la furgoneta mientras esta derrapaba sobre la pendiente de arena y se detenía. El «castillo de los monstruos» se alzaba frente a ella: aquel lugar en medio del desierto marroquí donde se había escondido un ejército rebelde procedente de otro mundo para resucitar a sus muertos. Aquella fortaleza de barro con serpientes y olores repugnantes, soldados bestiales y una fosa de cadáveres. Aquella ruina de la que Mik y ella habían escapado en mitad de la noche. Invisibles. Ante la insistencia de Karou.
La exagerada y persuasiva insistencia de Karou.
Porque… sus vidas corrían peligro.
Y allí estaban de nuevo, ¿tocando el claxon y pegando gritos? Obviamente, no se estaban dejando llevar por el instinto de conservación.
Karou apareció, deslizándose por encima del muro de la kasbah con su habitual planeo sin alas, elegante como una bailarina moviéndose sin gravedad. Zuzana iba corriendo colina arriba cuando su amiga descendió para interceptarla.
—Ángeles —jadeó Zuzana, rebosante de noticias—. Dios mío, Karou. En el cielo. Cientos. Cientos. El mundo. Está. Alucinando.
Las palabras se derramaron, y mientras se escuchaba a sí misma, Zuzana vio a su amiga. La vio y retrocedió a trompicones.
¿Qué demonios…?
Se oyó la puerta de un coche que se cerraba, unos pies corriendo y Mik apareció a su lado, y también vio a Karou. No dijo nada. Ninguno habló. El silencio parecía un bocadillo de cómic vacío: ocupaba espacio pero no contenía palabras.
Karou… La mitad de su rostro estaba hinchado y amoratado, con arañazos recientes y costras. Tenía un labio partido, inflamado, y el lóbulo de una oreja rajado y cosido. El resto del cuerpo no se le veía. Las mangas le ocultaban las manos, y las agarraba con los puños en un gesto extrañamente infantil. Se rodeó el cuerpo con los brazos.
La habían maltratado. Estaba claro. Y solo podía haber un culpable.
El Lobo Blanco. Ese hijo de puta. La ira invadió a Zuzana.
Y entonces lo vio. Bajaba sigilosamente por la ladera de la colina hacia ellos, una entre muchas quimeras alertadas por su alocada llegada; Zuzana cerró los puños. Empezó a avanzar, dispuesta a plantarse entre Thiago y Karou, pero Mik le agarró el brazo.
—¿Qué haces? —siseó, arrastrándola hacia él—. ¿Estás loca? Tú no tienes un aguijón de escorpión como un neek-neek de verdad.
Neek-neek: su apodo quimérico, cortesía del soldado Virko. Era una variedad de intrépida musaraña-escorpión que existía en Eretz, y por mucho que Zuzana detestara admitirlo, Mik tenía razón. Ella tenía más de musaraña que de escorpión, así que era medio neek como mucho, y en absoluto tan peligrosa como desearía.
Haré algo al respecto, decidió de inmediato. Um. En cuanto salgamos vivos de esta. Porque… maldición. Cuando se veían así, todas juntas, cargando colina abajo, eran muchísimas quimeras. Zuzana sintió cómo la valentía de neek-neek se le encogía en el pecho. Agradeció que Mik la estuviera rodeando con el brazo: aunque no esperaba que su dulce virtuoso del violín pudiera protegerla mejor de lo que podía protegerse ella misma.
—Estoy empezando a cuestionarme nuestra elección de habilidades básicas —susurró Zuzana a Mik.
—Lo sé. ¿Por qué no seremos samuráis?
—Seamos samuráis —dijo ella.
—No pasa nada —les aseguró Karou, y entonces el Lobo llegó hasta ellos, flanqueado por su séquito de lugartenientes. Zuzana le miró a los ojos y trató de mostrarse desafiante. Distinguió marcas de arañazos con costras en sus mejillas y la ira la invadió de nuevo. La prueba, como si hubiera existido alguna duda sobre la identidad del atacante de Karou.
Un momento. ¿Karou acababa de decir que no pasaba nada?
¿Cómo que no pasaba nada?
Pero Zuzana no tuvo tiempo de pensar en ello. Estaba demasiado ocupada lanzando gritos ahogados. Porque detrás de Karou, surgiendo de la nada e inundándolo todo con el esplendor que recordaba, estaba…
¿Akiva?
Pero ¿qué hacía él allí?
A su lado apareció otro serafín. La del puente de Praga con aspecto de verdadero cabreo. En aquel momento también parecía bastante cabreada, con expresión concentrada, del tipo «si te acercas, te mato». Tenía la mano sobre la empuñadura de la espada y los ojos fijos en el creciente grupo de quimeras.
Akiva, sin embargo, miraba únicamente a Karou, que… no parecía sorprendida de verlo.
Ninguno de ellos lo parecía. Zuzana trató de comprender la escena. ¿Por qué no se estaban atacando unos a otros? Pensaba que era lo que las quimeras y los serafines hacían —en especial aquellas quimeras y aquellos serafines—.
¿Qué había sucedido en el castillo de los monstruos mientras Mik y ella no estaban?
Todos los soldados quiméricos se encontraban allí, y aunque no mostraran ningún signo de sorpresa, no sucedía lo mismo con la hostilidad. Las miradas de algunas de aquellas bestias parecían imperturbables, cargadas de maldad. Zuzana había estado sentada en el suelo con aquellos mismos soldados, riendo; había hecho bailar marionetas fabricadas con huesos de pollo para ellos, les había tomado el pelo y también se lo habían tomado a ella. Le caían bien. Bueno, algunos. Pero en aquel momento, resultaban aterradores sin excepción, y parecían dispuestos a despedazar a los ángeles. Dirigían los ojos rápidamente hacia Thiago y luego los apartaban mientras esperaban la orden de matar que presentían inminente.
Pero la orden no llegó.
Al darse cuenta de que estaba conteniendo la respiración, Zuzana dejó escapar el aire, y su cuerpo se relajó poco a poco. Localizó a Issa entre la multitud y dirigió a la mujer serpiente un alzamiento de ceja cuyo inconfundible significado era «¿Qué demonios está pasando?». La mirada que Issa le devolvió como respuesta fue menos clara. Tras una leve sonrisa tranquilizadora y nada tranquilizante a un tiempo, se mostró tensa y alerta.
¿Qué sucede?
Karou dijo algo suave y triste a Akiva —en quimérico, por supuesto, maldición—. ¿Qué le había dicho? Akiva respondió, también en quimérico, antes de dirigir sus siguientes palabras al Lobo Blanco.
Tal vez fuera porque no entendía su idioma, y por eso observaba sus rostros en busca de pistas, o tal vez fuera porque los había visto juntos antes, y sabía el efecto que provocaban el uno en el otro, pero Zuzana comprendió lo siguiente: que, de algún modo, entre aquella multitud de soldados bestiales, con Thiago como centro, el instante pertenecía a Karou y Akiva.
Los dos se mostraban estoicos, tenían el rostro rígido y se mantenían a diez metros de distancia; de hecho, ni siquiera se estaban mirando en aquel momento, pero Zuzana tuvo la sensación de estar viendo dos imanes que fingían no serlo.
Lo cual, ya se sabe, funciona hasta que deja de funcionar.
4
UN COMIENZO
Dos mundos, dos vidas. Ya no.
Karou había elegido.
—Soy una quimera —le había dicho a Akiva. ¿No hacía apenas unas horas que había «escapado» de la kasbah con su hermana para marcharse volando y quemar el portal de Samarcanda? Su intención era haber regresado para abrasar aquel también, sellando así los accesos entre la Tierra y Eretz para siempre. ¿Se había preguntado qué mundo elegiría Karou? Como si tuviera elección.
—Mi vida está allí —había asegurado ella.
Pero no era así. Rodeada de criaturas a las que ella misma había dotado de cuerpo y que, casi sin excepción, la despreciaban como amante de un ángel, Karou sabía que no era una vida lo que la esperaba en Eretz, sino deber y tristeza, cansancio y hambre. Miedo. Alienación. La muerte, tal vez.
Sufrimiento, sin duda.
¿Y ahora?
—Podemos enfrentarnos a ellos juntos —dijo Akiva—. Yo también tengo un ejército.
Karou se quedó clavada en el sitio, sin apenas respirar. Akiva había llegado demasiado tarde. Un ejército seráfico había franqueado ya el portal —los despiadados Dominantes de Jael, la legión de élite del Imperio—, de modo que la propuesta que Akiva le hacía a su enemigo, para asombro de todos, incluida su propia hermana, era inconcebible. ¿Enfrentarse a ellos juntos? Karou vio cómo Liraz lanzaba una mirada incrédula a Akiva. Una reacción que coincidía con la suya, porque una cosa estaba clara: si el ofrecimiento de Akiva resultaba inconcebible, que Thiago lo aceptara era inimaginable.
El Lobo Blanco preferiría morir mil veces antes que negociar con los ángeles. Destrozaría el mundo que lo rodeaba. Asistiría al fin de todo. Sería el fin de todo antes de considerar una oferta semejante.
Así que Karou se quedó tan asombrada como los demás —aunque por una razón distinta— cuando Thiago… asintió con la cabeza.
Uno de sus lugartenientes naja, Nisk o Lisseth, dejó escapar un siseo de sorpresa. Pero, aparte de unas cuantas piedrecitas empujadas colina abajo por el movimiento de alguna cola, aquel fue el único sonido que emitieron los soldados. Karou escuchaba cómo le palpitaba la sangre en los oídos. ¿Qué está haciendo? Esperaba que él lo supiera, porque ella no tenía ni idea.
Lanzó una mirada furtiva a Akiva. No quedaba ni rastro de la pena o la indignación, el desaliento o el amor que su rostro había mostrado la noche anterior; se había colocado su máscara, igual que ella. Debía mantener oculta toda su confusión, y había mucha que esconder.
Akiva había regresado. ¿Es que nadie podía escapar definitivamente de aquella condenada kasbah? Fue una decisión valiente; él siempre lo había sido, además de temerario. Pero en aquel momento, Akiva estaba arriesgando algo más que su propia vida. Estaba haciendo peligrar todo lo que ella intentaba conseguir. Y estaba poniendo al Lobo en una situación difícil: ¿podría inventar una nueva excusa plausible para no matarlo?
Y luego estaba la propia situación de Karou. Tal vez aquello fuera lo que más la aturdía.
Allí estaba Akiva, el enemigo del que se había enamorado dos veces, en dos vidas distintas, con tal intensidad que parecía designio del universo y tal vez lo fuera, y daba igual. Karou se encontraba junto a Thiago. Aquel era el lugar que había creado para sí misma, por el bien de su pueblo: al lado de Thiago.
Además —aunque Akiva no lo supiera—, aquel era el Thiago que Karou había creado para sí misma: uno al que soportaba respaldar. El Lobo Blanco estaba… algo cambiado últimamente. Karou había encerrado un alma mejor en aquel cuerpo que despreciaba —oh, Ziri— y rezaba a los infinitos dioses de dos mundos para que nadie lo descubriera. Era un secreto doloroso, y lo sentía a cada momento como una granada en la mano. Los latidos de su corazón perdieron ritmo. Tenía las palmas de las manos frías y húmedas.
El engaño era inmenso, y era frágil, y Ziri se enfrentaba sin duda a la parte más dura para sacarlo adelante. ¿Embaucar a todos aquellos soldados? La mayoría de ellos había servido durante décadas con el general, unos pocos durante siglos, a lo largo de múltiples encarnaciones, y conocían cada uno de sus gestos, de sus inflexiones. Ziri tenía que ser el Lobo, en modales, cadencia y brutalidad fría y contenida; para ser él, pero, paradójicamente, un él mejor, uno que pudiera guiar a su pueblo hacia la supervivencia en vez de hacia la venganza sin salida.
Aquello solo podía suceder por etapas. Era imposible que el Lobo Blanco se levantara una mañana, bostezara, se estirara y decidiera aliarse con su mortal enemigo.
Pero aquello era exactamente lo que Ziri estaba haciendo en aquel momento.
—Debemos detener a Jael —manifestó como algo incuestionable—. Si logra hacerse con las armas y el apoyo de los humanos, no habrá esperanza para ninguno de nosotros. En eso, al menos, nuestra causa es común —mantuvo un tono de voz bajo, dejando claro que su poder era absoluto y que no le preocupaba lo más mínimo cómo fuera recibida su decisión. Era el estilo del Lobo, y la imitación de Ziri fue impecable—. ¿Cuántos son?
—Mil —respondió Akiva—. En este mundo. Sin duda habrá una fuerte presencia de tropas al otro lado del portal.
—¿Este portal? —preguntó Thiago, señalando con la cabeza hacia la cordillera del Atlas.
—Entraron por el otro —le informó Akiva—. Pero este también podría estar comprometido. Disponen de medios para localizarlo.
Akiva no miró a Karou al decir aquello, pero ella sintió una oleada de culpabilidad. Gracias a ella, el abominable Razgut estaba libre, y podría haber mostrado aquel portal a los Dominantes igual que se lo había mostrado a ella. Las quimeras corrían el riesgo de quedar allí atrapadas, incapaces de regresar a su mundo mientras sus enemigos seráficos las atacaban desde ambos flancos. Aquel refugio seguro al que las había conducido podría convertirse fácilmente en su tumba.
Thiago se lo tomó con calma.
—Bien. Vamos a descubrirlo.
Miró a sus soldados y ellos le devolvieron la mirada, recelosos, analizando cada uno de sus movimientos. ¿Qué está tramando?, estarían preguntándose, porque simplemente no podía ser lo que parecía. No tardaría en ordenar que acabaran con los ángeles. Era todo parte de una estrategia. Seguro.
—Oora, Sarsagon —ordenó—, formad dos grupos rápidos y sigilosos. Quiero saber si hay Dominantes en nuestra puerta. Si los hubiera, no permitáis que entren. Vigilad el portal. Matad a cualquier ángel que lo franquee —su sonrisa lobuna sugirió placer ante la idea de matar ángeles, y Karou notó cómo los rostros de los soldados perdían parte de la desconfianza. Aquello tenía sentido para ellos (el Lobo, disfrutando con la posibilidad de derramar sangre seráfica), aunque el resto no lo tuviera—. Enviad un mensajero en cuanto estéis seguros. Partid —concluyó, y Oora y Sarsagon seleccionaron sus equipos con gestos rápidos y decisivos mientras avanzaban entre los congregados. Bast, Keita-Eiri, los grifos Vazra y Ashtra, Lilivett, Helget, Emylion.
—Todos los demás, regresad al patio. Preparaos para partir si el informe fuera favorable —el general hizo una pausa—. Y para luchar si no lo fuera —de nuevo logró sugerir, con una sonrisa apenas insinuada, que él preferiría la opción más sangrienta.
Había actuado bien, y una ligera esperanza relajó la ansiedad de Karou. Era mejor estar en movimiento, recibir órdenes y acatarlas. La respuesta fue inmediata y firme. La hueste se dio la vuelta y ascendió de nuevo por la colina. Si Ziri lograba mantener aquella irrefutable actitud de mando, incluso los miembros más ariscos de la tropa se apresurarían a buscar su aprobación.
Excepto que, bueno, no todo el mundo se estaba moviendo a toda prisa. Issa, por ejemplo, bajaba por la ladera enfrentándose a la corriente de soldados, y luego estaban los lugartenientes de Thiago. Menos Sarsagon, que había recibido una orden directa, el séquito del Lobo continuaba agrupado a su alrededor. Ten, Nisk, Lisseth, Rark y Virko. Eran las mismas quimeras que habían conspirado para llevar a Karou sola a la fosa con Thiago —menos Ten, que había cometido el error de enfrentarse a Issa y ahora era Ten del mismo modo que Thiago era Thiago—, y por eso las odiaba. No tenía ninguna duda de que la habrían sujetado si él se lo hubiera pedido, y solo podía alegrarse de que no lo hubiera considerado necesario.
Su actitud en aquel momento no presagiaba nada bueno. No habían obedecido el mandato de Thiago porque se creían eximidos de él. Porque suponían que recibirían otras órdenes. Y su modo de observar a Akiva y Liraz no dejaba duda de cuáles imaginaban que serían.
—Karou —susurró Zuzana al hombro de Karou—. ¿Qué demonios está pasando?
¿Qué demonios no estaba pasando? Todos los conflictos que Karou creía haber evitado en los últimos días habían regresado como un bumerán para chocar unos con otros justo allí.
—Todo —respondió con los dientes apretados—. Está pasando todo.
Los monstruosos Nisk y Lisseth con las manos medio levantadas, dispuestos a dirigir sus hamsas contra Akiva y Liraz para debilitarlos y proceder —o intentar— el asesinato. Akiva y Liraz, impertérritos ante la situación, y Ziri en medio. El pobre y dulce Ziri, vistiendo el cuerpo de Thiago y tratando de mostrar su ferocidad también, aunque solo en apariencia, y no en esencia. Aquel era su reto. Más que su reto. Era su vida, y todo dependía de ella. El levantamiento, el futuro —la posibilidad de uno— de todas las quimeras que seguían vivas y de todas las almas enterradas en la catedral de Brimstone. Aquel engaño era su única esperanza.
Los diez segundos siguientes transcurrieron tan densos como el hierro plegado.
Issa llegó hasta ellos en el mismo instante en que Lisseth tomaba la palabra.
—¿Cuáles son nuestras órdenes, señor?
Issa abrazó a Mik y Zuzana, y lanzó a Karou una brillante mirada cargada de luminoso significado. Karou la notó entusiasmada. Parecía realizada.
—He dado mis órdenes —respondió Thiago con indiferencia—. ¿Es que no he sido perfectamente claro?
¿Realizada? ¿Por qué? La mente de Karou regresó enseguida a la noche anterior. Después de haber rechazado a Akiva con una fría rotundidad que desde luego no sentía, y de haberle alejado de ella supuestamente para siempre, Issa le había dicho:
—Tu corazón no se equivoca. No tienes que avergonzarte.
Avergonzarse de amar a Akiva, a eso se había referido. ¿Y cuál había sido la respuesta de Karou?
—Eso no importa.
Había intentado creérselo: que su corazón no importaba, que Akiva y ella no importaban, que había mundos en peligro y que aquello era lo único que importaba.
—Señor —argumentó Nisk, el compañero naja de Lisseth—, no puede referirse a dejar vivos a estos ángeles…
Dejar vivos a estos ángeles. ¿Cómo podían estar en cuestión las vidas de Akiva y Liraz? Habían regresado para advertirles. El verdadero Thiago no habría dudado en destriparlos por haberse tomado la molestia. Akiva ignoraba que aquel no era el verdadero Thiago, y aun así había vuelto. Por Karou.
Karou lo miró, encontró sus ojos esperando los de ella, y, al recibirlos, sintió una punzada de claridad que diluyó por fin la mentira.
Importaba. Ellos importaban, y lo que fuera que había impedido que se mataran el uno al otro en la playa de Bullfinch todos aquellos años atrás… importaba.
Thiago no respondió a Nisk. Al menos, no con palabras. La mirada que le lanzó silenció de inmediato las palabras de los demás soldados. El Lobo siempre había tenido aquella habilidad; que Ziri se hubiera apropiado de ella resultaba sorprendente.
—Al patio —dijo con un suave tono de amenaza—. Menos Ten. Tendremos unas palabras sobre mis… expectativas… cuando haya acabado aquí. Largo —se marcharon. Karou podría haber disfrutado de verlos retirarse con rostros avergonzados, de no ser porque, a continuación, el Lobo dirigió la mirada hacia Issa, y hacia ella—. Vosotras también —añadió.
Como habría hecho el Lobo. Él nunca había confiado en Karou, solo la había manipulado y mentido, y en aquella situación sin duda la habría despachado con el resto. Y al igual que Ziri tenía un papel que interpretar, ella también tenía el suyo. En secreto podía ser la fuerza que servía de guía a aquel nuevo propósito, consagrado por Brimstone con la bendición del Caudillo, pero a ojos del ejército quimérico, seguía siendo —al menos, de momento— la muchacha que había regresado de la fosa tambaleante y empapada de sangre.
La muñeca rota de Thiago.
Disponían de un único punto de partida para trabajar, que era la fosa —grava, sangre, muerte y mentiras—, por lo que, en aquel momento, la única opción de Karou era mantener la farsa. Inclinó la cabeza en señal de obediencia al Lobo, y, al ver cómo se ensombrecían los ojos de Akiva, sintió acidez en el estómago. La reacción de Liraz, junto a su hermano, fue peor. Ella se mostró despectiva.
Resultaba difícil soportarlo.
¡El Lobo está muerto!, quiso gritar. Yo lo maté. ¡No me miréis así! Pero, por supuesto, no podía hacerlo. En aquellos momentos, tenía que ser lo bastante fuerte para mostrarse débil.
—Vamos —dijo Karou, apremiando a Issa, Zuzana y Mik para que avanzaran.
Pero Akiva no se conformó tan fácilmente.
—Espera —dijo en seráfico, de modo que solo Karou lo entendiera—. No es con él con quien he venido a hablar. Te lo habría preguntado a solas para permitirte elegir, si hubiera podido. Necesito saber lo que tú quieres.
¿Lo que yo quiero? Karou reprimió un ataque de histeria que se parecía peligrosamente a una carcajada. ¡Como si aquella vida tuviera algo que ver con lo que ella deseaba! Pero, dadas las circunstancias, ¿era lo que quería? Apenas había pensado en lo que podría significar. Una alianza. ¿Los rebeldes quiméricos unidos a los hermanos bastardos de Akiva para enfrentarse al Imperio?
Simplemente, era una locura.
—Incluso juntos —dijo ella—, nos superarían enormemente en número.
—Una alianza significa más que la cantidad de espadas —replicó Akiva. Y su voz sonó como un retazo de otra vida al añadir en un susurro—: Primero unos pocos, y luego más.
Karou lo miró fijamente durante un segundo de descuido, luego recordó y se obligó a bajar los ojos. Primero unos pocos, y luego más. Era la respuesta a la pregunta de si podrían convencer a otros de su sueño de paz.
—Esto es el principio —había dicho Akiva momentos antes con la mano en el corazón, antes de volverse hacia Thiago. Nadie más sabía lo que significaba aquel gesto, pero Karou sí, y sintió la calidez del sueño exaltando su corazón.
Nosotros somos el principio.
Eso le había dicho Karou a Akiva mucho tiempo atrás; ahora era él el que lo decía. Aquello era lo que su propuesta de alianza significaba: el pasado, el futuro, contrición, resurgimiento. Esperanza.
Significaba todo.
Pero Karou no podía aceptar. No allí. Nisk y Lisseth se habían detenido en la colina para volver la mirada hacia ellos: ¿Karou, la amante del ángel, y Akiva, el propio ángel, hablando tranquilamente en seráfico mientras Thiago permanecía quieto, permitiéndoselo? Nada de aquello tenía sentido. El Lobo que ellos conocían ya tendría sangre en los colmillos.
Cada instante suponía una prueba para el engaño; a cada sílaba pronunciada la contención del Lobo resultaba menos sostenible. Así que Karou bajó los ojos hacia el achicharrado y pedregoso terreno y encorvó los hombros como la muñeca rota que supuestamente era.
—Thiago es quien decide —respondió en quimérico, y trató de interpretar su papel.
Trató de hacerlo.
Pero no podía marcharse así. Después de todo, Akiva seguía persiguiendo el fantasma de la esperanza. Estaba tratando de devolverle la vida a partir de más sangre y cenizas de las que jamás habían imaginado en sus días de amor. ¿Qué otra opción había? Era lo que ella quería.
Tenía que hacerle una seña.
Issa estaba agarrándole el codo. Karou se inclinó hacia la mujer serpiente, girándose para que el cuerpo de esta se interpusiera entre ella y las quimeras que estaban observando, y entonces, tan rápidamente que temió que Akiva pudiera pasarlo por alto, levantó la mano y se tocó el corazón.
Le aporreaba en el pecho mientras se alejaba. Nosotros somos el principio, pensó, y se sintió abrumada por el recuerdo de aquella convicción. Procedía de Madrigal, de su ser más profundo, que había muerto confiando, y era intensa. Karou se encorvó hacia Issa, ocultando su rostro para que nadie pudiera ver su rubor.
La voz de Issa le llegó tan débil que casi pareció su propio pensamiento.
—¿Lo ves, niña? Tu corazón no se equivoca.
Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, Karou sintió la certeza de aquella afirmación. Su corazón no se equivocaba.
Surgido de la traición y la desesperación, entre bestias hostiles, ángeles invasores y un engaño que amenazaba con saltar por los aires en cualquier momento, de algún modo, allí había un comienzo.
5
EL JUEGO DEL QUIÉN ES QUIÉN
Akiva no lo pasó por alto. Vio los dedos de Karou rozando su corazón mientras apartaba la mirada, y en aquel instante todo mereció la pena. El riesgo, el nudo en las entrañas por obligarse a hablar con el Lobo, incluso la furiosa incredulidad de Liraz, a su lado.
—Estás loco —le dijo ella en voz baja—. ¿Yo también tengo un ejército? Tú no tienes un ejército, Akiva. Formas parte de uno. Que es diferente.
—Lo sé —respondió Akiva. A él no le correspondía hacer tal ofrecimiento. Sus hermanos Ilegítimos los estaban esperando en las cuevas de los kirin; aquello era cierto. Habían nacido para ser armas. No hijos e hijas, ni siquiera hombres y mujeres, simplemente armas. Pues bien, ahora eran armas blandiéndose a sí mismas, y aunque se hubieran unido a Akiva para enfrentarse al Imperio, aquel acuerdo no incluía una alianza con su mortal enemigo.
—Los convenceré —aseguró Akiva, y en su euforia (Karou se había llevado la mano al corazón) creyó que lo haría.
—Empieza conmigo —siseó su hermana—. Vinimos aquí a advertirlos, no a unirnos a ellos.
Akiva sabía que si era capaz de persuadir a Liraz, los demás irían detrás. Ignoraba cómo se suponía que iba a conseguirlo, y el acercamiento del Lobo Blanco frustró su intento.
Flanqueado por su lugarteniente lobuna, se aproximó a grandes zancadas, y la euforia de Akiva se marchitó. Recordó la primera vez que había visto al Lobo. Había sido en Bath Kol, en la ofensiva de la Sombra, cuando él era un simple soldado inexperto, recién salido del campo de entrenamiento. Había visto al general quimérico luchar, y aquella imagen había forjado su odio hacia las bestias más que cualquier propaganda que le hubieran inculcado. Con una espada en una mano y un hacha en la otra, Thiago había surcado hileras de ángeles, desgarrando gargantas con sus dientes como si fuera algo instintivo. Como si estuviera hambriento.
El recuerdo le provocó náuseas. Todo lo relacionado con Thiago le provocaba náuseas, y en particular los arañazos de su cara, que sin duda se los había hecho Karou para defenderse. Cuando el general se detuvo frente a él, lo único que Akiva pudo hacer fue evitar golpearle la cara y tirarlo al suelo. Bastaría con atravesarle el corazón con la espada; el mismo destino que había sufrido Joram, y podrían conseguir su nuevo comienzo, todos ellos, libres de los señores de la muerte que habían dirigido a sus pueblos uno contra el otro durante tanto tiempo.
Pero no podía hacerlo.
Karou volvió la mirada una vez desde la ladera, con preocupación en su dulce rostro —aún deformado por un acto de violencia que se había negado a revelarle—, y luego se alejó y quedaron solamente Thiago y Ten frente a Akiva y Liraz, el sol ardiente en lo alto, el cielo azul, el suelo parduzco.
—Bueno —dijo Thiago—, tal vez podamos hablar sin público.
—Creo recordar que a ti te gusta tener espectadores —respondió Akiva, con los recuerdos de su tortura más vívidos que nunca. La forma en la que Thiago le había maltratado había sido teatral: el Lobo Blanco, protagonista de su sangriento espectáculo.
Una arruga de confusión se insinuó en el ceño de Thiago, pero se desvaneció.
—Dejemos atrás el pasado, ¿quieres? El presente nos ofrece más que suficiente para hablar, y luego, por supuesto, está el futuro.
Tú no estarás en ese futuro, pensó Akiva. Resultaba demasiado perverso imaginar que, si de algún modo aquel sueño imposible se lograba, el Lobo Blanco sobreviviera hasta su consecución y continuara en él, todavía blanco, todavía petulante y todavía a la puerta de Karou después de pelear y ganarlo todo.
Pero no. Su actitud estaba mal. Akiva apretó la mandíbula y la relajó. Karou no era un premio que ganar; aquella no era la razón por la que él se encontraba allí. Karou era una mujer y elegiría su propia vida. Él estaba allí para hacer lo que pudiera, cualquier cosa que pudiera, para que ella tuviera una vida que elegir, algún día. A quién y qué incluiría en esa vida era asunto suyo. Así que apretó los dientes y respondió:
—Entonces, hablemos del presente.
—Al venir aquí, me has puesto en una situación difícil —dijo el Lobo—. Mis soldados esperan que te mate. Lo que necesito es una razón para no hacerlo.
Aquello exasperó a Liraz.
—¿Crees que podrías matarnos? —preguntó—. Inténtalo, Lobo.
Thiago desvió su atención hacia ella, sin perder la calma.
—No nos han presentado.
—Tú sabes quién soy yo y yo sé quién eres tú, y con eso basta.
La típica aspereza de Liraz.
—Como prefieras —respondió Thiago.
—De todas maneras, todos parecéis iguales —intervino Ten, arrastrando las palabras.
—Bueno —continuó Liraz—, tal vez eso os complique un poco el juego del quién es quién.
—¿Qué juego es ese? —preguntó Ten.
No, Lir, pensó Akiva. En vano.
—Uno en el que tratamos de averiguar quién de nosotros mató a quién de vosotros en cuerpos anteriores. Estoy segura de que alguno debe de recordarme —Liraz alzó las manos para mostrar su recuento de víctimas; Akiva le agarró la que tenía más cerca, cerró su propio puño tatuado sobre ella y se la bajó de nuevo.
—No alardees de eso aquí —le advirtió Akiva. ¿Qué le pasa? ¿Es que quería que aquello degenerara en una matanza? Independientemente de lo que «aquello», una leve y casi inimaginable interrupción en las hostilidades, fuera.
Ten gruñó una carcajada cuando Akiva empujó la mano de su hermana de nuevo hacia su costado.
—No te preocupes, Terror de las Bestias. No es exactamente un secreto. Yo recuerdo a cada uno de los ángeles que me ha matado, y aun así aquí estoy, hablando contigo. ¿Se puede decir lo mismo de los muchos ángeles que yo he exterminado? ¿Dónde están ahora todos los serafines muertos? ¿Dónde está tu hermano?
Liraz se encogió de dolor. Akiva sintió aquellas palabras como un puñetazo en una herida —el fantasma de Hazael se levantó con indiferencia, con saña— y cuando el calor aumentó a su alrededor, supo que no se trataba únicamente de la ira de su hermana, sino de la suya propia.
De aquel modo se restauraba el orden natural: la hostilidad.
O… no.
—Pero a tu hermano no lo asesinó una quimera —intervino Thiago—. Fue Jael. De modo que regresamos al asunto en cuestión —Akiva se sintió observado por los pálidos ojos de su enemigo. No había ni rastro de burla en ellos, ningún sutil gruñido, y nada del frío regocijo con el que habían contemplado a Akiva en la cámara de tortura todos aquellos años atrás. Mostraban solo una extraña intensidad—. No tengo ninguna duda de que somos todos unos consumados asesinos —añadió con suavidad—. Pero creía que estábamos aquí por una razón distinta.
Lo primero que Akiva sintió fue vergüenza —¿Thiago dándole una lección de serenidad?—, y lo siguiente, indignación.
—Sí. Y no era discutir si seguíamos con vida. ¿Necesitas una razón para no matarnos? A ver qué te parece esta: ¿tenéis un lugar mejor al que ir?
—No. No lo tenemos —simple. Honesto—. Y por eso te estoy escuchando. Después de todo, esto fue idea tuya.
Sí, así era. Su loca idea de hacerle un ofrecimiento de paz al Lobo Blanco. Ahora que se encontraba cara a cara con él, y que Karou no estaba presente, se daba cuenta de lo absurdo que era. Le había cegado la desesperación por permanecer cerca de ella, por no perderla en la inmensidad de Eretz, para siempre como enemigos. Así que había lanzado aquella propuesta, y solo entonces, con retraso, se daba cuenta de lo extraño que resultaba que el Lobo la estuviera considerando.
¿Realmente estaba el Lobo buscando una razón para no matarlo?
Tal afirmación le había parecido una agresión, una provocación. Pero ¿podría tratarse de franqueza? ¿Sería verdad que deseaba la tregua pero necesitaba justificarla ante sus soldados?
—Los Ilegítimos se han replegado a un lugar seguro —empezó Akiva—. El Imperio nos considera unos traidores. Yo soy un parricida y un regicida, y mi culpa nos mancha a todos —Akiva sopesó lo que pensaba decir a continuación—. Si realmente pretendes considerar mi…
—No tengo intención de tenderte una trampa —le interrumpió Thiago—. Te doy mi palabra.
—Tu palabra —exclamó Liraz, aderezando sus palabras con una ligera sonrisa—. Tendrás que esforzarte un poco, Lobo. No tenemos ninguna razón para confiar en ti.
—Yo no diría tanto. Estáis vivos, ¿verdad? No os pido que me lo agradezcáis, pero espero que quede claro que no se trata de una casualidad. Acudisteis a nosotros medio muertos. Si hubiera querido rematar el trabajo, lo habría hecho.
Aquello era indiscutible. Sin duda alguna, Thiago les había perdonado la vida. Les había dejado escapar.
¿Por qué?
¿Por Karou? ¿Había implorado ella por sus vidas? ¿Había…
…negociado para que los dejara libres?
Akiva alzó la vista hacia la ladera por la que Karou había desaparecido. Estaba de pie en el arco de entrada a la kasbah, observándolos, demasiado lejos para interpretar lo que estaba sucediendo. Akiva se volvió hacia Thiago y descubrió que su expresión continuaba libre de crueldad, de hipocresía, e incluso de su habitual frialdad. Tenía los ojos bien abiertos, no con los párpados caídos, de manera arrogante o desdeñosa. El cambio era apreciable. ¿A qué se debía?
Se le ocurrió una explicación, y le pareció insoportable. En la cámara de tortura, la rabia de Thiago había sido la de un competidor: un competidor derrotado. Bajo el ancestral odio entre sus razas ardía la ira privada de un macho alfa hacia un rival. La humillación del que no había sido elegido. La venganza por el amor de Madrigal hacia Akiva.
Pero todo aquello había desaparecido, igual que las razones que lo habían provocado. Akiva ya no era su rival, ya no suponía una amenaza. Porque en aquella ocasión, Karou había hecho una elección distinta.
En cuanto aquella idea asaltó a Akiva, la ausencia de maldad en Thiago surgió como firme prueba de ello. El Lobo Blanco estaba tan seguro de su posición que no necesitaba matar a Akiva. Karou, oh, dioses estrella. Karou.
Si no fuera por la sangrienta historia que ambos compartían, si Akiva no supiera lo que Thiago ocultaba realmente en su corazón, le parecería una unión lógica: el general y la resucitadora, señor y señora de la última esperanza de las quimeras. Pero sabía cómo era Thiago en realidad, igual que Karou.
La violencia de Thiago tampoco era cosa del pasado. La mirada baja de Karou, su trémula incertidumbre. Moratones, arañazos. Y aun así, la criatura que se encontraba en aquel momento frente a Akiva parecía la mejor versión del Lobo Blanco: inteligente, poderoso y sensato. Un digno aliado. Al mirarlo, Akiva no supo qué esperar de él. Si Thiago era aquel, entonces la alianza tenía alguna posibilidad, y Akiva podría permanecer en la vida de Karou, aunque solo fuera al margen. Al menos podría verla, y saber que se encontraba bien. Podría expiar sus pecados y que ella lo supiera. Por no mencionar que, tal vez, tuvieran la oportunidad de detener a Jael.
Por otro lado, si Thiago era aquel —inteligente, poderoso y sensato— y trabajaba hombro con hombro con Karou para moldear el destino de su pueblo, ¿qué papel le quedaba a Akiva en todo aquello? Y, sobre todo, ¿podría soportar estar cerca y verlo?
—Y hay algo más —añadió Thiago—. Estoy en deuda contigo. Creo que tengo que agradecerte el haberme devuelto las almas de algunos de los míos.
Akiva entrecerró los ojos.
—No sé de qué estás hablando —contestó.
—En las Tierras Postreras. Interviniste cuando un soldado quimérico estaba siendo torturado. Escapó y regresó con las almas de sus compañeros.
Ah. El kirin. Pero ¿cómo sabía que aquello había sido obra de Akiva? Había permanecido oculto. Él solo había reunido a los pájaros, todos los que había en kilómetros a la redonda. Por eso sacudió la cabeza, dispuesto a negarlo.
Pero Liraz le sorprendió.
—¿Dónde está? —preguntó su hermana a Thiago—. No lo he visto con los demás.
¿Lo había buscado? Akiva lanzó un rápido vistazo a Liraz. Thiago le dedicó algo más que una breve mirada. Sus ojos se agudizaron y se quedaron fijos en ella.
—Murió —respondió después de una pausa.
Muerto. El joven kirin, el último de la tribu de Madrigal. Liraz no dijo nada.
—Me apena oírlo —contestó Akiva.
La mirada de Thiago regresó a Akiva.
—Pero gracias a ti, sus compañeros vivirán de nuevo. Y para retomar nuestro propósito, ¿su torturador no fue el mismo ángel al que debemos enfrentarnos ahora?
Akiva asintió con la cabeza.
—Jael. Capitán de los Dominantes. Actual emperador. Mientras nosotros permanecemos aquí sin hacer nada, él está reuniendo apoyos, y aunque tu palabra no signifique nada para mí, confiaré en algo: en que desearías detenerlo. Así que, si crees que tus soldados son capaces de distinguir a un