Crimson Moth. Libro 1

Kristen Ciccarelli

Fragmento

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Cuando la Guardia de Sangre sospechaba que una muchacha era una bruja, le arrancaban la ropa y buscaban cicatrices en su cuerpo.

Durante el reinado de las Reinas Hermanas, las brujas lucían con orgullo las cicatrices de sus hechizos, porque era así como exhibían su poder, al igual que se haría con anillos de piedras preciosas y ropajes de sedas. Las cicatrices eran señal de riqueza y de rango y, sobre todo, de magia.

Ahora marcaban a las condenadas.

La última vez que Rune había visto las cicatrices de una bruja había sido dos años antes, después de que hubieran asesinado a las reinas brujas en sus lechos y la sangre de su consejo corriera por las calles. La Guardia de Sangre se hizo con el control de la ciudad y empezaron las purgas.

Ya atardecía cuando una multitud creciente se reunía en el centro de la ciudad bañada por la niebla. Rune estaba entre ellos, incapaz de no reparar en las miradas sedientas y febriles que la rodeaban. El pueblo clamaba venganza; la deseaba como quien disfruta de una copa de sabroso vino tinto.

Las gaviotas sobrevolaban la plaza entre graznidos cuando la vieja bruja subió las escaleras del cadalso dando traspiés. A diferencia de las que vinieron tras ella, la anciana hechicera ni lloró ni suplicó clemencia, sino que se enfrentó a su destino con mirada firme y estoica. La Guardia de Sangre le arrancó la manga izquierda de la camisa, revelando así las pruebas de sus crímenes: un delicado dibujo hecho con cicatrices le cubría el brazo entero, como si se tratara de un elegante encaje blanco sobre su piel dorada.

Rune no podía evitar encontrarlas hermosas. Aquellas cicatrices, antaño una señal de una posición social superior, eran ya imposibles de esconder y convertían a la anciana en una presa fácil para los cazadores de brujas.

Por eso Rune nunca se cortaba la piel.

No podía permitir que encontrasen sus cicatrices.

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ESPEJISMO: m. Es la categoría de hechizos más básica y de menor nivel.

Los Espejismos son ilusiones sencillas que pueden sostenerse durante un corto periodo de tiempo y que requieren muy poca sangre. Cuanto más fresca sea esta, más poderosa será la magia, y más fácil será conjurarlos.

De Las reglas de la magia, de la reina Callidora la Valerosa

Un rayo atravesó el cielo mientras Rune Winters se abría paso a través del bosque húmedo, apenas cobijada de la lluvia por las densas copas de los pinos. El resplandor de su candil le iluminaba el camino, cuya superficie perturbaban ramas retorcidas y charcos de agua de lluvia.

Era una noche terrible para conjurar hechizos. La lluvia le había empapado la capa y la humedad empezaba a difuminar las marcas mágicas que se había escrito con sangre en la muñeca. Debía dibujar de nuevo los símbolos antes de que la lluvia los borrase por completo, disipando su magia con ellos.

La ilusión con la que Rune se había disfrazado debía sostenerse, al menos hasta que tuviera la certeza de que Seraphine no la mataría.

Antaño consejera de las Reinas Hermanas, Seraphine Oakes era una bruja poderosa. Tras dos años de búsqueda, Rune había descubierto por fin dónde se escondía. Y, ahora que lo había logrado, ¿a quién se encontraría en la cima de aquel cabo boscoso: a una amiga o a una enemiga?

Rune se mordió el labio inferior al recordar las últimas palabras que le había dicho su abuela dos años antes. «Prométeme que encontrarás a Seraphine Oakes, cariño. Ella te contará todo lo que yo no he podido contarte».

Cuando la Guardia de Sangre arrestó a su abuela y la sacaron a rastras de su casa, pintaron una «X» con sangre en la puerta principal que advertiría a todo el mundo que allí habían hallado a una enemiga de la República que iba camino de su purga.

El recuerdo de aquel día se le clavaba como un puñal. Sin embargo, Rune siguió adelante, notando una vibración ansiosa en la sangre. Era como una obertura, cada vez más rápida y fuerte. Si Seraphine veía a través de la ilusión que la cubría antes de escuchar lo que tenía que decirle, tal vez la expulsara de su casa o, aún peor… Puede que la matara.

Porque dondequiera que fuese Rune Winters, su reputación, construida con mimo, la acompañaba.

Era una informante que odiaba a las brujas, una de las hijas más queridas de la Nueva República.

Rune era la chica que había traicionado a su propia abuela.

Por eso, aquella noche se había disfrazado de vendedora ambulante y portaba una mula cargada de género. El olor a burro mojado permeaba el aire y su carga de sartenes y cazuelas repiqueteaba con cada paso que daba el animal. La magia de la sangre de Rune había invocado aquellos detalles, y los símbolos dibujados en su muñeca los sostenían, vinculando el hechizo a ella misma.

Se trataba de un Espejismo, la categoría más básica de hechizos, pero Rune había necesitado toda su energía para conjurarlo. El dolor de cabeza que le había ocasionado todavía le rugía en las sienes.

La fuerza de la lluvia sacudía las ramas. Un rayo iluminó la pequeña cabaña que se erigía en el borde del acantilado, donde llegaba a su fin el bosque. La luz cálida de las lámparas brillaba detrás de los cristales de las ventanas, y Rune olía el humo que brotaba de la chimenea.

Las marcas de su hechizo se desvanecían a toda prisa, y la ilusión parpadeó a su alrededor. Necesitaba que el hechizo aguantase un poco más, así que dejó su candil apoyado, sacó el frasquito de vidrio que llevaba escondido en el bolsillo y lo destapó. Mojó la punta del dedo en la sangre que había en el interior, acercó la muñeca a la luz y repasó los símbolos para reforzarlos. Uno de ellos alteraba su apariencia, confiriéndole una melena gris, arrugándole la piel y encorvándole los hombros; mientras que el otro invocaba la manifestación de la mula que caminaba junto a ella.

El embrujo rugió en sus oídos en cuanto terminó, y el sabor de la sangre le permeó la lengua. Una vez reforzado su vínculo con Rune, la ilusión volvió a su lugar de golpe y el dolor de las sienes se intensificó. Se tragó el sabor salado de la magia, se puso la capucha y apretó los dientes para zafarse del fuerte dolor de cabeza, y entonces recogió su candil y salió del bosque para dirigirse al camino que llevaba a la casa.

El barro se le pegaba a las botas y la lluvia le azotaba el rostro.

Sentía que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Lo que ocurriera cuando abriese aquella puerta estaba en manos de las Ancianas. Si Seraphine la veía a través de la magia y la mataba con una maldición, no sería menos de lo que Rune merecía. Y si era clemente…

Rune se mordió el labio. No quería albergar esperanzas en vano.

Recorrió el patio y oyó el quejido ansioso de un caballo desde un establo cuya silueta atisbaba en la distancia. Debía de haberse asustado con la tormenta. Cuando llegó a la casa, se encontró la puerta abierta. Un triángulo de luz dorada se alargaba sobre el patio.

Agarró con fuerza el anillo de latón del candil. ¿Acaso Seraphine la estaba esperando?

Algunas brujas predecían destellos del futuro, aunque en aquellos tiempos era ya una habilidad poco frecuente y a menudo poco fiable; nada que ver con la clarividencia de las profecías de las poderosas sibilas de antaño. Puede que Seraphine fuera una de ellas.

Aquella posibilidad hizo que Rune se enderezase y se obligase a entrar. Si Seraphine había previsto aquella reunión, ya sabía quién era Rune y también que esa noche acudiría.

«Una razón más para acabar con esto», pensó.

Dejó la ilusión de la mula en el patio y cruzó el umbral de la casa, pero allí no había nadie esperándola. Los restos de un fuego casi apagado resplandecían en la chimenea, llena de brasas todavía rojas y parpadeantes, y había un plato de comida sobre la mesa con la salsa cuajada, como si llevara ya un buen rato. La lluvia seguía cayendo y entraba por la puerta abierta, mojando el suelo de piedra bajo sus pies.

Rune frunció el ceño.

—¿Hola? —La única respuesta fue el silencio—. ¿Seraphine?

La casa gimió al oír el nombre de su dueña: las vigas crujieron, las paredes temblaron con el viento. Rune miró a su alrededor en busca de cualquier rastro de la mujer que vivía allí. La casita tenía solo una habitación, con una cocina en un lado y un pequeño estudio en el otro.

—Tienes que estar en algún sitio…

En el centro había una tosca escalera que llevaba a una plataforma superior. Rune subió y encontró una cama sin hacer y tres velas encendidas que vertían gotas de cera de color miel en el suelo de madera. Volvió a bajar y echó un vistazo a la puerta trasera, que daba a un jardín vacío.

No había ni rastro de Seraphine.

La inquietud le erizó la piel.

«¿Dónde está?», pensó.

El caballo volvió a gemir en la distancia.

«¡Claro! ¡En el establo!».

Si el animal se había asustado, Seraphine debía de haber ido a tranquilizarlo.

Con el candil en la mano y el dolor de cabeza aún palpitándole en la sien, volvió a cruzar el umbral y salió bajo la lluvia, dejando la puerta abierta tras ella. Recogió la ilusión de la mula al pasar. La lluvia golpeteaba contra su muñeca y el hechizo se movía a su alrededor, intentando sostenerse. Se apresuró. Cuando ya estaba a medio camino, pisó algo blando y mojado bajo sus botas. Era difícil ver con nitidez en la oscuridad y en mitad de aquella tormenta, así que se agachó y dejó el candil en el barro.

Era una prenda de ropa.

Alargó una mano para cogerla, se puso de pie y estudió su hallazgo bajo la luz: un vestido de lana sencillo, como el que llevaría un sirviente para fregar el suelo.

Pero alguien lo había rajado por la espalda.

«¿Por qué…?».

Miró al camino y vio otra prenda de ropa. Se agachó y descubrió una combinación de algodón, manchada de barro y también cortada por la espalda. «No —pensó Rune mientras acariciaba los bordes deshilachados con los dedos castigados por la lluvia—. Cortada no».

Arrancada.

Se le hizo un nudo en la garganta.

Como llevaba la muñeca a merced de los elementos, la lluvia acabó por borrar las marcas mágicas que sostenían el hechizo. La ilusión se desvaneció y, con ella, el dolor de cabeza. De repente, antes de que pudiera redibujar los símbolos, un golpe de viento ululó como un lobo furioso.

¡PUM!

La puerta de la casa de Seraphine se había cerrado de golpe.

Rune soltó el vestido de lana y volvió hacia la casa. Se quedó sin aliento. Con la puerta cerrada, la «X» de sangre que recorría la superficie de madera de esquina a esquina se veía con claridad.

La marca de la Guardia de Sangre.

Seraphine no estaba en el establo tranquilizando a su caballo. Los soldados la habían encontrado, la habían desnudado y se la habían llevado.

La amiga más antigua de su abuela estaba en manos de la Guardia de Sangre: el lugar más peligroso del mundo para una bruja.

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Rune acució a la vieja yegua de su abuela, Dama, mientras galopaba por las calles cubiertas de niebla de la capital.

Las farolas iluminaban el camino y su luz blanca parecía emitir un zumbido al caer sobre las tiendas cerradas que la flanqueaban. El sonido de los cascos de Dama contra los adoquines contrastaba con el silencio reinante.

Habían pasado dos años desde que la sangre de las brujas corriera por entre aquellos adoquines, en el día del nacimiento de la República de la Paz Roja. Rune se había pasado esos dos años buscando a Seraphine Oakes, decidida a honrar el último deseo de su abuela.

El régimen había ejecutado a todas las amigas brujas de su abuela y luego se había quedado con sus propiedades y su patrimonio. La única que había logrado escapar a la purga era Seraphine, y solo porque la anterior reina la había mandado al exilio casi dos décadas antes y nadie la había visto desde aquel momento.

Y entonces, la noche que Rune por fin la había encontrado, los cazadores de brujas se le habían adelantado.

¿Había sido una coincidencia? ¿O alguien intuía lo que Rune se traía entre manos? Sabía que tarde o temprano tenía que pasar. De ahora en adelante debería ser más cuidadosa que nunca. Si algún miembro de la Guardia de Sangre sospechaba de ella, necesitaba despistarlo como fuese.

Intentó no pensar en la sangrienta «X» de la puerta o en la ropa hecha jirones que había encontrado en el barro. Sabía exactamente qué le había ocurrido a Seraphine. Había sido testigo de ello el día que la Guardia de Sangre había ido a por su abuela.

La misma Rune los había invitado a pasar.

Inmediatamente después del alzamiento, los soldados habían detenido a toda bruja conocida y la habían condenado a la purga. El ejército de la Nueva República había tomado el control de los puertos y se había asegurado de que nadie abandonase la isla. Habían confiscado los barcos de su abuela, así que era solo cuestión de tiempo que los cazadores de brujas llegaran a la Mansión Wintersea para arrestarla.

Pero su abuela había ideado un plan. Su antiguo socio tenía un barquito de pesca con el que estaba ayudando a las brujas a escapar de la isla. La embarcación partía a medianoche desde su ensenada particular, y había sitio tanto para ella como para Rune, siempre que lograran llegar a tiempo.

En aquel entonces, Rune tenía solo dieciséis años y la magia no se había despertado en ella todavía. De hecho, aquella posibilidad jamás se le había pasado por la cabeza, ya que sus padres biológicos no eran brujos, y solo una bruja podía engendrar a otra bruja, aunque, a veces, la magia se saltaba a algunos niños, e incluso generaciones, así que era difícil de predecir. Los padres de Rune se habían ahogado en un terrible naufragio cuando ella era apenas un bebé, y la habían dejado huérfana, sin ninguna familia que pudiera hacerse cargo de ella. Kestrel Winters la había adoptado.

Pero no importaba que Rune no fuera bruja, o que no fuese de la misma sangre que ella. Bajo la Paz Roja, lo que importaba era que Rune no había entregado a su abuela. Cuando la Guardia de Sangre acudiera a buscarla, proclamarían que Rune era una simpatizante y la ejecutarían junto a ella como castigo a su crimen: no haber entregado a la bruja.

Era su última oportunidad de escapar.

Rune estaba recogiendo sus cosas a toda prisa cuando recibió un mensaje de Alexander Sharpe, su amigo de la infancia: «Alguien te ha traicionado —decía—. La Guardia de Sangre conoce vuestros planes. Los soldados han detenido al pescador esta tarde y os están esperando en la ensenada».

Pero aquella no era la peor noticia que contenía el mensaje de Alex: «Las carreteras para salir de la ciudad están cortadas y detienen a cualquiera que no tenga permiso para viajar».

No podían huir; estaban atrapadas en la Mansión Wintersea. Podían esconderse, pero ¿cuánto tiempo aguantarían?

«Tienes que delatarla, Rune. Antes de que sea demasiado tarde».

El mensaje era muy claro: si no entregaba a su abuela de inmediato, las ejecutarían a las dos. Si se negaba, Rune recibiría la más cruel de las muertes. Pero ¡era su abuela! Era la persona que más amaba en este mundo. Entregarla sería como arrancarse el corazón y deshacerse de él. Así pues, le llevó la nota a su abuela, confiando en que ella supiera cómo sacarlas de aquel entuerto.

No había olvidado la mirada de acero de su abuela al leer la nota. Sin embargo, en lugar de trazar otro plan para escapar, le dijo: «Tiene razón. Debes entregarme de inmediato».

Rune negó con la cabeza, horrorizada: «¡Tiene que haber otra manera!».

Su abuela la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza. Rune aún recordaba el olor de aceite de lavanda que se ponía detrás de las orejas. «Si no lo haces, te matarán, cariño».

Rune rompió a llorar y se encerró en su habitación. «Si de verdad me quieres —insistió su abuela desde el otro lado de la puerta—, sálvame de la agonía de ver cómo te matan».

Rune tenía los ojos anegados en lágrimas; sollozaba con tanta fuerza que apenas podía respirar.

«Por favor, cariño. Hazlo por mí».

Rune cerró los ojos con fuerza. Lo único que quería era despertar de aquella pesadilla. Pero no era ninguna pesadilla. Tenía dos opciones: entregar a su abuela o enfrentarse a una muerte horrible a su lado.

Un sinfín de lágrimas calientes rodaba por sus mejillas.

Al final abrió la puerta y salió. Su abuela le dio un fuerte abrazo y le acarició el pelo, como hacía cuando era una niña. «Ahora vas a tener que ser lista, cariño. Lista y valiente».

Con la ayuda de Lizbeth, Kestrel montó a Rune en un caballo y la mandó galopando hacia la noche. Esta recordaba que el viento arreciaba y la lluvia la golpeaba; recordaba que le temblaba el cuerpo entero. Era una noche gélida, pero el miedo que se le había alojado en el corazón era más frío aún.

Podría haberse negado a hacerlo. Podría haberse presentado ante los soldados y haberse entregado en lugar de su abuela.

Pero no lo hizo.

Porque, en el fondo, Rune no quería morir.

En el fondo era una cobarde.

Empapada y sin dejar de temblar, Rune entró dando tropiezos en el Cuartel General de la Guardia de Sangre y pronunció las palabras que condenarían a su abuela. «Kestrel Winters es una bruja y está intentando escapar —confesó, renegando de la persona a la que más amaba en el mundo—. Puedo llevaros hasta ella. Pero debemos darnos prisa y llegar antes de que logre huir».

Guio a la Guardia de Sangre hasta Wintersea, donde la arrestaron. Sacaron a la anciana a rastras de la casa mientras Rune observaba muda y quieta, reprimiendo todo lo que sentía.

Cuando los soldados se hubieron ido y estuvo a salvo, se derrumbó en el suelo y lloró.

Rune había dedicado los últimos dos años a intentar reparar el daño que había causado aquella noche.

Sin embargo, su abuela tenía razón: delatarla había demostrado que Rune era tan leal a la Nueva República como los demás. Más, incluso. Al fin y al cabo, ¿qué clase de persona traicionaría a su propia abuela? Una persona que odiara a las brujas más que a cualquier otra cosa.

Un ardid del que ahora dependía la vida de incontables brujas.

Rune apretó las riendas de Dama con manos temblorosas mientras oteaba las calles neblinosas de la capital. Las cuerdas de cuero se le clavaron a través de los guantes de piel de ciervo. Con un poco de suerte, la Guardia de Sangre encerraría a Seraphine en algún calabozo temporal hasta que cazaran algunas brujas más, para luego trasladarlas a todas a la vez a la prisión de palacio.

Pero si la suerte no estaba de su lado…

Pensar en la alternativa, que Seraphine ya estuviese encarcelada en los sótanos de la fortaleza, esperando su purga, le provocó náuseas.

Acució de nuevo a la yegua e intentó ignorar las náuseas.

Aquello era lo que necesitaba descubrir aquella noche: si Seraphine seguía viva y, si era así, dónde la tenía la Guardia de Sangre.

Cuando Dama y ella llegaron al centro de la ciudad, una cúpula se erigía entre la penumbra. La envergadura del edificio rivalizaba con la del mismísimo palacio.

La ópera.

En su interior habría cazadores de brujas, así como miembros del Tribunal. Algunos de ellos tenían que saber dónde estaba el nuevo calabozo temporal.

Lo primero que vio fue el pabellón recubierto de cobre de la ópera, en forma de cúpula, donde los carruajes dejaban a los mecenas. Lo rodeaban cinco enormes columnas de hasta cinco plantas de altura.

A Rune siempre le había sorprendido que el Buen Comandante hubiera permitido que siguiera abierta. Poco después de la revolución, los patriotas habían saqueado el edificio y le habían arrebatado gran parte de su antiguo esplendor, destrozando, quemando o tirando al mar muchos cuadros, estatuas y otras piezas ornamentales cuyo origen se remontaba al Reinado de las Brujas. Sin embargo, el interior conservaba sus asientos de terciopelo rojo y sus recubrimientos de pan de oro, una innegable reminiscencia de la opulencia en la que nadaban las reinas brujas.

Al entrar al pabellón, Dama aminoró el ritmo a un suave trote. Un anciano caballerizo dio un paso al frente desde el arco de entrada. Llevaba un uniforme negro, pulcro y bien cuidado.

Rune desmontó, pero, cuando sus zapatos planos de seda dieron contra el camino de piedra, las piernas estuvieron a punto de fallarle. Después de haber cabalgado como alma que lleva el diablo para llegar a tiempo, no había ni un solo hueso en el cuerpo que no le doliera.

—Ciudadana Winters, esta noche llega usted un poco tarde.

Rune se estremeció al oír esa voz conocida. Prefería a los mozos de cuadra más jóvenes que a aquel viejo patriota. Los jóvenes no solo admiraban la riqueza y los contactos de Rune, sino también su reputación como heroína de la revolución. Sin embargo, Carson Mercer nunca se había mostrado muy impresionado con la joven, y la mala impresión que parecía causarle le inquietaba. ¿Sospechaba de ella o no era más que un viejo amargado?

—La ópera ya va por la mitad.

Rune se metió en su papel en cuanto oyó el tono de desaprobación en su voz. Se quitó la capucha de su elegante capa de lana y sacudió la cabeza para que su melena de color rubio rojizo le cayera sobre los hombros como las olas del mar.

—Prefiero perderme el primer acto, señor Mercer. De lo contrario la velada me resulta muy tediosa. Lo único que hace falta saber es el final. ¿A quién le importa el resto?

—Entiendo —respondió Carson con los ojos entornados—. Uno podría preguntarse incluso por qué venir. —Se volvió para llevar la yegua a los establos de la ópera.

Su tono de voz no le gustó un pelo, así que le contestó:

—¡Por los chismes, por supuesto!

En cuanto el hombre desapareció de su vista, toqueteó nerviosamente el bolsillito secreto que le había cosido a su vestido, donde escondía el frasquito de sangre. Más tranquila, se obligó a apartar al caballerizo cascarrabias de sus pensamientos y entró en la ópera, donde los miembros de la Guardia de Sangre estarían jactándose de su captura más reciente. Lo único que debía hacer era mantener los ojos y los oídos bien abiertos y hacer las preguntas adecuadas. Para cuando cayera el telón, ya tendría la información que necesitaba para salvar a Seraphine.

Mientras entraba, pasó junto a varios niños que pedían monedas para comer. A juzgar por las cicatrices que atravesaban sus frentes, eran Penitentes, los descendientes de los simpatizantes de las brujas. Eso significaba que algún miembro de su familia se había negado a delatar a una bruja o que había ayudado a alguna a esconderse de los cazadores. En lugar de ejecutarlos o encarcelarlos, el Buen Comandante les había grabado el símbolo de los Penitentes en su propia carne, para que todo el mundo supiera lo que habían hecho. Era una advertencia, una forma de disuadir a los demás de ayudar a las brujas.

Rune sintió el impulso de sacar algunas monedas de su cartera, pero ayudar directamente a un Penitente era ilegal y no se atrevía al estar Carson tan cerca. Así pues, se limitó a sonreír. Las sonrisas que le devolvieron los niños le retorcieron el corazón de culpa.

Al entrar, Rune descubrió que Carson estaba en lo cierto: la primera mitad de la ópera ya había tenido lugar. Ante ella, la escalinata, que se dividía en dos escaleras que divergían y se entrelazaban, estaba casi desierta. Sin embargo, la mezcolanza de voces que venían del gran vestíbulo de la planta superior era una señal inconfundible de que había llegado justo en el entreacto.

Se agarró con fuerza a la balaustrada de mármol, apartó a los niños Penitentes de sus pensamientos y empezó a subir escalón tras escalón, consciente de la presencia de los hombres que había a su alrededor. Sus atentas miradas seguían fijas en ella mucho después de que hubiera pasado por su lado, lo que le recordó a una conversación que había mantenido hacía poco con su amiga Verity.

«¿No crees que ya es hora de que elijas uno?».

Se refería a un pretendiente, a uno de los muchos jóvenes casaderos que hacían cola para aceptar los lazos de baile de Rune en todas las fiestas, que la invitaban a cenas románticas y la llevaban a dar largos paseos en carruaje. Pero no era Rune quien les tentaba. Sí. Tal vez algunos estuvieran verdaderamente interesados en la cara bonita que presentaba al mundo; sin embargo, la mayoría de ellos iban tras la fortuna de su abuela, su empresa de transporte de mercancías, que era muy rentable, y su enorme finca, todos ellos «regalos» de la Nueva República en agradecimiento a su heroísmo durante la revolución.

Hacía más de un año que Rune les daba alas a algunos de ellos, todos de familias con buenos contactos y acceso a los secretos que necesitaba. Secretos que a menudo conseguía que le confesasen en oscuras esquinas y cuartitos ocultos en las sombras.

Pero era imposible seguir así para siempre. La paciencia de aquellos hombres tenía un límite, y Rune no podía permitirse enemistarse con ellos. La mañana siguiente a su charla, Verity le había preparado una lista con los nombres de los pretendientes más valiosos y se la había dejado sobre la almohada.

Tenía que elegir a uno y tenía que hacerlo pronto.

«Pero no esta noche», pensó apresurándose escaleras arriba. Esa noche charlaría con los hijos y las hijas de la revolución, se mezclaría entre ellos y robaría así todos los secretos que pudiera.

Cuando llegó a la cima de las escalinatas entrelazadas, el gran vestíbulo se abrió ante ella, repleto de mecenas de la ópera vestidos con sedas de colores tenues y puntillas exageradas y peinados decorados con perlas de color crema. Los iluminaba una docena de candelabros parpadeantes colgados de los techos del enorme recibidor.

—¡Rune Winters! —dijo una voz que la hizo detenerse en seco—. Entrando tarde y a hurtadillas, ya veo. ¿Vienes de un encuentro amoroso con uno de tus amantes?

Una ristra de risitas escandalizadas sonaron a modo de respuesta.

La voz pertenecía a Verity de Wilde, la mejor amiga de Rune. Estaba bajo las luces con los brazos en jarras y una sonrisa juguetona pintada en los labios. Tenía el rostro rodeado de unos finos tirabuzones castaños y los ojos oscuros enmarcados por unas gafas. Su vestido era del color de los girasoles, con mangas blancas de encaje y escote en la espalda; uno de los de la temporada anterior que Rune le había regalado. La primera versión no tenía mangas, pero, como los vestidos sin mangas ya no estaban de moda, Rune le había pedido a su modista que se las añadiera antes de dárselo.

Al lado de su amiga estaba su grupo de elegantes amigos: hombres y mujeres jóvenes que se habían sentado a la mesa de Rune a cenar y que habían danzado en su salón de baile cientos de veces. Y volverían a hacerlo aquella noche, en la fiesta que había organizado para después de la ópera.

Puede que el término «amigos» fuese demasiado generoso, ya que todos ellos la entregarían sin pensárselo dos veces si supieran lo que era.

—O quizá —dijo otra voz, tras lo que todo el mundo se volvió hacia ella— Rune lleve toda la noche rescatando brujas. Dicen que la Polilla Carmesí solo trabaja cuando la esconde la oscuridad.

Las palabras le helaron la sangre, pero Rune miró directamente a los penetrantes ojos de Laila Creed. Laila era varios centímetros más alta que ella —y por eso siempre parecía que la estuviese mirando por encima del hombro— y pertenecía a la Guardia de Sangre. También era hermosa, con los pómulos marcados y el pelo negro como las plumas de un cuervo, que esa noche llevaba recogido en lo alto de la cabeza. Rune reconoció el modelo que tenía puesto: un vestido de cintura alta de un azul vivo con un tono ligeramente verdoso. Era un diseño de Sebastian Khan, un famoso diseñador de moda del Continente cuya lista de espera era de al menos un año. Sus vestidos eran la envidia de la temporada: adquirir uno era imposible, a no ser que tuvieras una riqueza y unos contactos dignos de consideración.

Rune guardaba dos de ellos en su armario.

Si Laila lucía aquel vestido tan exclusivo en lugar de su uniforme significaba que esa noche no estaba de servicio. Probablemente, no era una de las cazadoras que habían detenido a Seraphine.

Se le heló la sangre al recordar la casa vacía de Seraphine, cómo la Guardia de Sangre había encontrado a la bruja antes de que llegara. Si alguien la espiaba, Laila bien podría ser la espía. Rune nunca le había caído bien por razones que ella solo podía adivinar.

Tras ponerse la máscara detrás de la que escondía a la verdadera Rune Winters, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír:

—¡Ja! ¿Te lo imaginas? ¡Yo, pasando mis noches callejeando por esta isla, con este clima espantoso, las lluvias eternas y el barro que no se acaba nunca! ¡Piensa en cómo terminarían mis Minews!

Se levantó el borde de la falda para enseñar sus zapatos de seda, hechos a medida por Evelyn Minew, una diseñadora de alta costura del otro lado del mundo cuyos diseños eran únicos. No los replicaba jamás. A Rune le había costado medio año contactar con ella, y los zapatos habían tardado otro medio año en llegar.

«Chúpate esa, Laila Creed».

Al ver las miradas de envidia y sorpresa, Rune se soltó la falda y entró en el círculo que se había formado a su alrededor con una sonrisa, poniéndose un poco delante de Laila para desplazarla. Bajó la voz como si estuviera contando un secreto y dijo:

—¿Os habéis enterado? Esa justiciera sacó a su último grupo de brujas por las alcantarillas. ¡Las alcantarillas! Imaginadlo.

Todos arrugaron la nariz disgustados.

A Rune no le hizo falta fingir. Se le ponía el estómago del revés al recordar el hedor pútrido de las aguas negras que llenaban el túnel oscuro, en las que tuvo que meterse hasta las rodillas. Las hermanas gemelas que había rescatado —que apenas tenían trece años— y ella habían tenido que abrirse paso ante aquel hedor durante kilómetros, mientras recorrían la ciudad bajo tierra. Un sirviente había encontrado las sábanas de las muchachas escondidas debajo de unos tablones del suelo y las había delatado. Las manchas de sangre no eran rojas, sino negras: señal inequívoca de que el poder de aquella bruja había despertado con su primer sangrado.

Esa noche, Alexander Sharpe —el mismo amigo que le había contado a Rune que la Guardia de Sangre iba a por su abuela— las estaba esperando a la salida con ropa limpia y un caballo que llevaría a las chicas directas al muelle, donde uno de los cargueros de Rune estaba listo para zarpar. Alex era quien siempre la esperaba al final del camino; a veces con caballos o un carruaje; otras, con barcos. Aquel era siempre su papel en los golpes de la Polilla Carmesí, y no la decepcionaba jamás.

El carguero había llegado a puerto hacía dos días, y las gemelas habían mandado un mensaje en clave para hacerles saber que estaban a salvo en el Continente.

—Cualquiera que prefiera caminar a través de la caca que dormir como un tronco en una cama limpia y blandita es… En fin, ¡asqueroso! —Empezaba a tener calor bajo la capa, así que empezó a desabrochársela.

A su alrededor, todo el mundo respondió con un murmullo de aprobación, excepto una persona: Laila.

—¿No es precisamente eso lo que diría la Polilla Carmesí?

Se le agarrotaron los dedos de golpe mientras terminaba de desatar los cordones de la capa. La prenda se le deslizó por los hombros desnudos y, antes de que pudiera cogerla, alguien dio un paso tras ella, tomó la prenda de delicada lana y se la puso sobre el brazo.

—Vamos, vamos —dijo una voz reconfortante—. Si Rune fuera la Polilla, ¿habría condenado a su propia abuela a la purga?

Levantó la vista hacia el dueño de la voz, que se puso a su lado. Alex Sharpe. Ahora que contaba con la presencia de su más viejo amigo —un amigo de verdad, como Verity— sintió que cada músculo del cuerpo se le relajaba.

Aquella noche Alex parecía un león: su pelo dorado resplandecía bajo la luz de los candelabros y su mirada era cálida y firme; sin embargo, arrugaba la frente de forma sutil y ligera, lo que le decía que sabía dónde había estado y que estaba preocupado por ella.

En ese momento intervino Noah Creed, hermano de Laila y uno de los jóvenes que habían entrado en la lista de Verity, titulada «Candidatos a tener en cuenta».

—La Polilla Carmesí no ataca desde hace semanas —dijo, también en defensa de Rune. Para fundamentar su teoría, añadió—: Me he enterado de que esta noche han detenido a otra bruja sin obstáculo alguno. La Polilla ni siquiera ha intentado rescatarla.

Rune dirigió toda su atención a Noah.

«Me pregunto dónde te habrás enterado de eso».

El chico tenía los mismos ojos marrón oscuro que su hermana, los mismos pómulos marcados y una piel de color ocre. Además de estar guapo con un abrigo negro de hombros caídos y solapas de seda, era el hijo del Buen Comandante. Aquella posición lo acercaba mucho a una fuente de primera mano de la información más confidencial, lo que lo convertía en una opción nada desdeñable.

«Pero ¿se dará cuenta si su esposa no está en su cama en plena noche? ¿Si vuelve exhausta al atardecer… y a veces magullada?».

Rune sonrió a Noah.

—¿Una bruja? ¿Esta noche? No juegues con nosotros, Noah. ¡Cuéntanos más!

Noah abrió mucho los ojos, sorprendido por haberse convertido en el centro de atención. Sin embargo, alzó las manos a modo de protesta y dijo:

—La ha detenido Gideon Sharpe. ¡Es lo único que sé!

¡Gideon Sharpe!

Rune casi hizo una mueca de rabia al oír el nombre del hermano mayor de Alex. Devotamente leal a la Nueva República, era un cazador despiadado y sediento de sangre. Había enviado a la purga a más brujas que ningún otro miembro de la Guardia.

Además, era famoso por haber ayudado a asesinar a las Reinas Hermanas, convirtiendo la chispa de la revolución en una llamarada.

Rune lo odiaba.

Los dos hermanos Sharpe no podían ser más distintos.

Verity miró a Rune a los ojos y enarcó una ceja oscura; una pregunta muda. Como respuesta, Rune se puso un mechón de pelo detrás de la oreja para mostrarle los pendientes de rubí de su abuela, que colgaban de los lóbulos como gotas de sangre. Se los había puesto aquella noche, y eran su respuesta —fracaso—, pues con ellos le comunicaba a su cómplice todo lo que necesitaba saber sobre los acontecimientos de la noche. «Seraphine está en manos del enemigo». Verity deduciría el resto por sí sola y, si no, Rune le daría todos los detalles antes de la fiesta que iba a celebrar en su casa aquella noche.

Verity apretó los labios al ver los rubíes. Se volvió y carraspeó a toda prisa:

—En fin, yo siempre he pensado que la Polilla Carmesí es la señora Blackwater —opinó, atrayendo la atención del grupo al mirar al otro lado del bullicioso vestíbulo, donde había una mujer con el pelo encrespado y una cantidad excesiva de perlas en el cuello. La señora Blackwater estaba sentada sola en la terraza del café de la ópera, murmurando para sí—. Imaginaos a esa vieja urraca llevando a la Guardia de Sangre por el camino de la amargura, en una búsqueda totalmente infructuosa. ¡La perfección hecha disfraz!

Todos los presentes se echaron a reír.

Mientras se lanzaban al aire otras posibilidades, Rune aprovechó la oportunidad que le había dado Verity y se adentró silenciosamente entre la multitud, armada con un nuevo propósito: encontrar a Gideon Sharpe.

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Otra noche y otra bruja.

Gideon Sharpe apretó los puños contra los azulejos de la ducha. Dejó que el agua caliente le abrasara la espalda y contempló impertérrito cómo la sangre corría como la tinta por su piel y creaba un remolino en el desagüe.

No sabía si la sangre era real o se la imaginaba. Sus pesadillas habían dejado de estar confinadas a sus horas de sueño; a menudo lo asaltaban también durante las de vigilia.

Pero aquello no era ninguna pesadilla. Sabía muy bien a quién pertenecía esa sangre; era tan real como él mismo.

«No deberías haberlos dejado solos con ella», se reprendió.

Los hermanos Tasker eran muy amigos de desobedecer órdenes y, aunque el mismo Gideon aborrecía a las brujas, no toleraba la crueldad innecesaria. Ya había querido despedir a los hermanos la última vez que habían apalizado a una bruja hasta dejarla medio muerta, pero sus superiores le habían recordado que pegar a una bruja hasta que perdiera el conocimiento no era diferente de pegar a una rata infesta.

Así que los abusos habían continuado. El de aquella noche era un incidente más.

«¿Y qué piensas hacer al respecto?».

Gideon cerró los ojos y sumergió el rostro en el chorro humeante de agua caliente.

«Ya lo pensaré mañana».

En ese momento, estaba demasiado cansado para ocupar su mente. Demasiado cansado para moverse del sitio. Había tardado casi un año en dar con la bruja que había detenido aquella noche —una bruja notoria— y había cabalgado con ahínco para atraparla.

Habría preferido no ver una montura en, al menos, una semana.

Sin embargo, aquella noche había quedado en la ópera con Harrow, una de sus fuentes. Era Harrow quien le había dado el soplo sobre el paradero de Seraphine, y tenía noticias de la Polilla Carmesí: aquella piedra que estaba permanentemente en su zapato. Estaba desesperado por escucharlas.

Solo de pensarlo se sentía motivado de nuevo. Frotó la pastilla de jabón con las manos y se restregó el cuerpo exhausto con la espuma, hasta llegar a la marca grabada a fuego en su pectoral izquierdo: una rosa con espinas como puñales cercada por una luna creciente.

Una marca que le pertenecía a ella.

A pesar del calor de la ducha, se estremeció.

Tal vez la más joven de las Reinas Hermanas estuviera muerta, pero a él lo había marcado para siempre.

Gideon pensaba a menudo en cortársela de la piel, solo para librarse de aquella última huella suya. Sin embargo, arrancarse la marca del cuerpo no le quitaría los recuerdos de su mente; tampoco lo libraría de las regresiones al pasado ni suavizaría las pesadillas.

No importaba. Cada vez que sacaba el cuchillo y colocaba su borde afilado contra la piel, las manos le temblaban demasiado como para hacer un buen trabajo, así que, de momento, tendría que quedarse donde estaba.

Pensar en ella lo llevaba a preguntarse si los espíritus de las brujas particularmente malvadas podrían perdurar más allá de sus muertes y volver para perseguir a aquellos a los que habían atormentado en vida. Deseó de inmediato no haberlo pensado jamás. Cerró el grifo y contempló el cuarto lleno de vapor mientras permitía la entrada del aire fresco, que le erizó el vello de brazos y piernas.

«Está muerta, idiota. Y los fantasmas no existen».

Pero, por muerta que estuviera Cressida, ahí fuera había brujas igual de peligrosas. Hacía tres noches habían encontrado otro cuerpo mutilado debajo de un puente, abierto en canal y desangrado. A Gideon no le sorprendió enterarse de que pertenecía a un miembro de la Guardia de Sangre. Siempre era así. Era el tercero en lo que llevaban de mes.

No podía demostrar que la Polilla Carmesí fuese la autora de aquellos crímenes atroces, pero tenía la sensación de que era ella. En general, los asesinatos se producían antes de un asalto de la justiciera, antes de que liberara a sus detenidas de los calabozos y escapara de las medidas de seguridad, que eran cada vez más estrictas. Para ello, la justiciera necesitaba hechizos, y los hechizos requerían sangre. Sangre fresca.

«¿Cuál de nosotros será el siguiente?».

Se frotó la cara con las manos, se escurrió el pelo y cogió una toalla para secarse, desviando sus pensamientos hacia otra parte. Hacia donde fuera.

«La ópera».

Sí. Perfecto. Repasaría mentalmente la velada, y la preparación lo distraería de aquel frío tan inquietante que lo envolvía.

En primer lugar, se vestiría con un uniforme limpio y cabalgaría hasta la ópera. Allí, mientras representaban alguna historia inútil sobre el escenario, Harrow le contaría lo que había descubierto sobre la prófuga que firmaba sus crímenes con una polilla de color carmesí. Y, por último, Gideon volvería a casa, trazaría un plan mientras se metía en la cama, dormiría sin pesadillas —o eso esperaba— y retomaría su búsqueda de la justiciera al despertar, armado con nueva información.

Y esta vez la atraparía.

Pero primero debía sobrevivir a una noche en la ópera; una actividad aún menos tolerable que soportar el barro y la lluvia a lomos de un caballo para dar caza a una bruja.

La única buena noticia de todo aquello era que se iba a perder la primera parte.

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Allí, en el vestíbulo, los miembros de la Guardia de Sangre llamaban tanto la atención como las amapolas en un prado. Con aquellos uniformes rojos les resultaba imposible pasar desapercibidos, incluso entre esa multitud de gente vestida de colores. Sin embargo, ni uno de ellos era Gideon.

«Quizá no haya venido», se dijo.

Si el hermano mayor de Alex había detenido a Seraphine, tal vez aún estuviese procesándola. O quizá se hubiese tomado el resto de la noche libre.

Rune no podía dejar de preguntarse si habría sido él quien le había arrancado a Seraphine el vestido del cuerpo; si habría sido él quien la había obligado a salir desnuda bajo la lluvia mientras, con la ayuda de sus soldados, le buscaba cicatrices por toda la superficie de la piel.

Apretó los dientes al imaginarlo.

Gideon Sharpe.

Lo detestaba.

La ira de Rune crepitaba como brasas ardientes, pero, aun así, se las arregló para desplazarse habilidosamente entre el gentío con una expresión feliz y sonriente, haciendo comentarios sobre peinados y vestidos nuevos o sobre las encantadoras cenas a las que había asistido la semana anterior en casa de los ciudadanos más pudi

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