PRÓLOGO
Tristan
Lealtad.
Una palabra. Tres sílabas. Siete letras.
Ningún significado.
Aunque, si te crees los interminables discursos de mi hermano, la lealtad le corre por las venas, más espesa que la sangre que nos une.
Y si te crees los rumores que circulan por la corte, también.
«El príncipe Michael será un buen rey».
«No cabe duda de que seguirá los pasos de su padre».
Tengo un nudo que me impide tragar, un nudo lleno de filos anclado en la garganta. Miro las llamas de la chimenea y luego la lámpara de aceite del centro de la mesa, la que ocupan los miembros del consejo privado. Media docena de rostros, y ni uno de ellos refleja pesar.
Siento presión en el pecho.
—En la vida, todo son apariencias, señor, y para guardar las apariencias tenemos que hacer lo que hay que hacer —dice Xander, el consejero principal de mi padre, y ahora de mi hermano. Está mirando a Michael—. Es bien sabido que tu padre murió en paz en su cama, pero también que tú tienes bastante… apetito.
—Por favor, Xander —intervengo, con la espalda apoyada contra los paneles de madera de la pared—. A nosotros no nos tienes que convencer de dónde murió mi padre.
Miro a mi madre, la única mujer presente, que se seca los ojos con un pañuelo bordado con un monograma. Por lo general, nunca está aquí, en Saxum. Prefiere pasar casi todo el tiempo en la hacienda. Pero como acabamos de salir del funeral de su esposo, Michael ha insistido en que se quedara.
Y la palabra de Michael es ley.
—Solo hay que mentir en lo de «en paz» —sigo, y miro a mi hermano.
Una sonrisa despectiva le asoma a los labios y le brillan los ojos ambarinos. La rabia me sube por el pecho y la garganta, y me envuelve la lengua con un sabor ácido y amargo.
Doy una patada contra la madera al apartarme de la pared para ir hacia el centro de la estancia y alzarme junto a la mesa, entre mi madre y Xander. No me precipito, y observo cada rostro de los presentes. Pomposos, cargados de su propia importancia, como si fuera un día cualquiera, un día más.
Como si no hubiéramos perdido a alguien importante.
A alguien vital.
A la única persona a la que yo le importaba.
—No tengo la menor idea de lo que quiere decir —grazna Xander con voz aguda al tiempo que se sube las gafas de pasta sobre el puente de la nariz.
Levanto la barbilla y lo miro. Me fijo en las hebras grises que le salpican el pelo, antes tan negro. Lleva años con la familia, desde que yo era niño. Al principio, era una persona importante en mi vida, pero la vida cambia, y la calidez de Xander se tiñó pronto de la frialdad amarga de la codicia.
Igual que les ha pasado a todos.
—Mmm…, no, claro, ya —digo, y me doy unos golpecitos con el dedo en la sien—. Seré tonto…
—¿Podemos volver al tema? —bufa Michael. Se pasa la mano por la cabeza y se alborota los mechones color castaño claro—. El cómo exhaló nuestro padre su último aliento es irrelevante.
—Michael —protesta mi madre al tiempo que se pasa el pañuelito por las mejillas.
Me doy la vuelta hacia ella, me inclino y le paso los dedos por la cara. Noto la mejilla dura en mi palma. Coge aire bruscamente y me mira con ojos brillantes. Le presiono el pulgar contra la piel y luego me lo examino.
El estómago se me revuelve cuando veo que está seco.
No hacen más que actuar. Hasta el último de ellos.
—Venga, madre. Ya vale de teatro. Con tanta lágrima falsa te van a salir arrugas.
Le guiño un ojo, le doy una palmadita en la mejilla y me enderezo. Todos nos están mirando.
No es ningún secreto que no nos une el afecto.
Sonrío, más que nada para enseñarles los dientes, y los voy mirando de uno en uno. El ambiente está cargado de tensión. Lord Reginald, un miembro del consejo, se mueve incómodo en la silla tapizada de terciopelo.
—Calma. —Pongo los ojos en blanco—. No voy a hacer nada inapropiado. —Lord Reginald suelta un bufido y me concentro en él—. ¿Querías compartir alguna cosa, Reginald?
Carraspea para aclararse la garganta y se sonroja, con lo que evidencia los nervios que intentaba ocultar.
—Me vas a perdonar, Tristan, pero no te creo.
Inclino la cabeza hacia un lado.
—¿Tristan? Querrás decir «alteza».
Aprieta los labios, pero inclina la cabeza.
—Por supuesto, alteza.
Se me contrae un músculo en la mandíbula mientras lo miro. Reginald siempre ha sido uno de los miembros más débiles del consejo: amargado, celoso de todos los demás. Se pegó a mi hermano cuando eran jóvenes, y lo acompañó en cada momento de las torturas que Michael y su manada me han infligido a lo largo de los años.
Pero ya no soy un niño. Ya no pueden acosarme y asustarme como antes.
Xander se pellizca la nariz.
—Por favor, señor. Necesitas una esposa. Tu pueblo necesita una reina.
—Ya tienen reina —ruge Michael, y señala a nuestra madre con un ademán de la cabeza—. No quiero casarme.
—Nadie te pide que renuncies a tus escarceos —suspira Xander—. Pero estas leyes han existido desde hace generaciones. Si no contraes matrimonio, parecerás débil.
—Si no estás a la altura, hermano, haznos un favor a todos y esfúmate. —Hago un gesto con la mano en el aire.
Michael entrecierra los ojos y los clava en los míos al tiempo que esboza una sonrisa burlona.
—¿Y a quién le dejo Gloria Terra? ¿A ti?
Se oyen risitas en toda la mesa. Los músculos se me tensan bajo la piel; he de contener mis ganas de demostrarles a todos lo poco que me costaría obligarlos a inclinarse ante mí.
El sonido del reloj cuando la manecilla larga se mueve desvía mi atención.
Se acerca la hora de cenar.
Me paso los dedos tensos por los mechones alborotados de pelo negro y camino de espaldas hacia las grandes puertas de madera.
—Bueno, ha sido un placer —digo—. Por desgracia, ya me he aburrido.
—No te he dado permiso para retirarte, Tristan —me espeta Michael.
—No necesito tu permiso, hermano. —Me río, pero la ira me arde en el pecho—. Y no me interesa saber a qué desdichada vas a torturar follándotela por siempre jamás.
—¡Qué falta de respeto! —escupe Xander. Sacude la cabeza—. Tu hermano es el rey.
Sonrío y miro a Michael. Una gran ansiedad me recorre las venas ante la expectativa de los nuevos acontecimientos.
—Ah, muy bien. —Inclino la cabeza—. Larga vida al rey.
CAPÍTULO 1
Sara
—Partirás por la mañana.
Mi tío bebe un sorbo de vino mientras me lanza una mirada desde el otro lado de la mesa que se me clava como una flecha en el pecho. Nunca ha sido una persona afectuosa, pero es mi familia, y tenemos un objetivo común.
Vengarnos de la familia Faasa por el asesinato de mi padre.
Hemos preparado la jugada, hemos situado nuestras fichas con todo cuidado para asegurarnos de que, cuando el príncipe heredero lo necesitara, yo fuera la elegida para convertirme en su esposa. Y, por fin, ha llegado el momento.
Es la hora.
Los matrimonios concertados no son raros, pero en los últimos años han pasado de moda. Estamos en 1910, no en el siglo pasado. En todos los libros, incluso aquí en las calles empobrecidas de Silva, la gente se casa por amor.
O por lo que ellos consideran amor.
Pero yo nunca he creído en esas ideas románticas. Nunca he pensado que un caballero blanco llegaría en su corcel para salvarme como si fuera una damisela indefensa en apuros.
Es cierto que estoy en apuros, pero no soy una damisela indefensa.
Además, a veces la única manera de provocar un cambio de verdad es convertirte en parte de la maquinaria y deshacerte de las piezas rotas tú misma. De modo que, si tengo que sonreír, coquetear y seducir para que el nuevo rey se fije en mí, eso haré.
Es mi deber.
Para con mi familia y para con mi pueblo.
Silva, que otrora fuera famoso por sus tierras generosas e industrias innovadoras, es ahora un lugar yermo, pobre. Rechazado como un hijastro pelirrojo y feo, indigno del tiempo o la atención de la corona. Ahora no somos famosos por nada. La sequía y la hambruna se mezclan con la desesperación que ha invadido las calles de la ciudad como las grietas en el pavimento.
Me imagino que es lo que pasa cuando te encuentras en el centro de un bosque, muy arriba, entre las nubes. Es fácil no verte, es fácil olvidarte.
—¿Te das cuenta de lo que hay en juego? —me pregunta el tío Raf, y me arranca de mis pensamientos.
Asiento, me limpio los labios con una servilleta de tela blanca y me la vuelvo a poner en el regazo.
—Sí, claro.
Sonríe y la cara se le llena de arrugas mientras da golpecitos con los dedos en el puño bulboso de su bastón de madera.
—Harás que se honre nuestro nombre.
La sensación embriagadora de su aprobación me ilumina. Me siento más erguida en la silla y le devuelvo la sonrisa.
—Y no confiarás en nadie, excepto en tu primo —añade.
Lanza una mirada en dirección a mi madre, siempre dócil y silenciosa mientras come bocaditos diminutos, con el indómito pelo negro, tan semejante al mío, que le cae en torno a la cara. Rara vez establece contacto visual: siempre tiene la cabeza gacha y los dedos ocupados cosiendo o pasando páginas de libros polvorientos, en lugar de forjar una relación con la hija que ha pasado a hacerse cargo de todo desde que mi padre la dejó viuda.
Tengo la sospecha de que nunca quiso ser madre y mucho menos contraer matrimonio. No lo ha dicho con palabras, pero no hace falta. Sus acciones hablan muy claro. Pero mi padre la quería, y eso era lo único que importaba.
Cuando se quedó embarazada, esperaban que fuera un varón, el heredero de la estirpe de los Beatreaux.
En lugar de eso, tuvieron una niña de pelo negro como el ala de un cuervo, aventurera y demasiado dada a expresar sus opiniones. Mi padre me quiso igual, aunque mi madre nunca me mostró el menor afecto.
El día que lo perdí, perdí también una parte de mí misma, que se agrió como la leche, se me pudrió dentro del pecho.
Mi padre fue a pedir ayuda a la corona. En persona, atravesó nuestros bosques y recorrió las llanuras para llegar al castillo Saxum. Pero el monarca no escuchó sus peticiones, y mi primo Alexander nos hizo llegar la noticia de que lo habían ahorcado por traidor. Por atreverse a decir la verdad, a decir que tenían que actuar.
Xander intentó salvarlo, pero, como consejero principal del rey, tenía limitaciones.
Desde entonces, mi tío Raf ha sido imprescindible para mí. Cuento con todo su apoyo, pero aún echo de menos los brazos de mi padre. Lo único que me queda de él es un colgante, una herencia familiar que llevo al cuello como un juramento para recordarme cada día lo que he perdido.
Y quién tiene la culpa de tanto dolor.
Así que ahora, mientras otras chicas de mi edad sueñan despiertas con enamorarse, yo me paso las horas aprendiendo a jugar en la guerra política sin prescindir en ningún momento de la etiqueta de la nobleza.
Si quieres quemar el infierno, tienes que jugar al juego del diablo.
La corona metafórica sobre mi cabeza casi pesa tanto como saber que todo el mundo depende de mí para hacer esto.
Ya se ha permitido que el reinado de la familia Faasa dure demasiado. Su poder e influencia se han corrompido con el tiempo; cada vez se ocupan menos de la gente y más de su codicia y su placer.
De modo que iré a la corte. Y haré lo que haya que hacer para salvar a mi pueblo y conseguir justicia para los que hemos perdido.
Pero pasan muchas horas antes de que caiga en la cuenta de que esta noche es la última que pasaré en Silva.
Con el corazón acelerado, me calzo las botas negras gruesas, me echo la capa sobre los hombros y me recojo mi rebelde pelo oscuro en un moño prieto en la nuca. Luego me pongo la capucha sobre la cabeza y me miro al espejo para asegurarme de que mis rasgos queden bien ocultos. Lanzo una mirada en dirección a la puerta del dormitorio, confirmo que el cerrojo esté echado y me vuelvo hacia la ventana.
Mi habitación está en la segunda planta, pero no me dan miedo las alturas. Ya he bajado muchas veces por la irregular pared de piedra. Tengo que contener la respiración mientras la adrenalina me corre por las venas al descender, hasta que mis pies llegan a la hierba.
Escabullirme así es arriesgado, pero lo he hecho mil veces.
Me quedo inmóvil unos momentos para asegurarme de que nadie me ha oído salir, y luego me dirijo hacia un lado de nuestras descuidadas propiedades. Me oculto entre las sombras hasta llegar al camino empedrado, ante la puerta de la verja de tres metros de altura. Me duelen los dedos y me arden los músculos cuando me doy impulso para subir por las afiladas púas de hierro, pasar la pierna por encima y saltar al otro lado.
Una vez piso tierra, respiro hondo y camino apresurada por el pavimento, bien arrebujada en la capa y con la esperanza de no cruzarme con nadie.
Tardo veinte minutos en llegar al orfanato, en las afueras de la ciudad. Es un edificio pequeño y en mal estado que no cuenta con ninguna financiación y le faltan camas. Pero Daria, la mujer que lo lleva, es uno de mis contactos clave, y sé que todo lo que le dé llegará a donde tiene que llegar.
—Con esto te debería bastar hasta que pueda mandarte más.
Le aprieto las manos en las que tiene el fajo de dinero y la cesta de pan que le acabo de entregar.
Disimula un sollozo. Tiene los ojos muy brillantes a la escasa luz de la vela, en la pequeña cocina.
—Gracias, Sara. No puedo…
El susurro se corta en seco cuando se oye un sonido fuera de la estancia.
Se me detiene el corazón y aguanto la respiración mientras miro hacia el pasillo oscuro. Espero que no sea ningún niño que se haya levantado de la cama.
Nadie debe saber que estoy aquí.
—Tengo que marcharme. —Le suelto las manos a Daria y me vuelvo a poner la capucha—. Te enviaré noticias en cuanto pueda, en cuanto sea seguro.
Niega con la cabeza.
—Ya has hecho demasiado.
—Por favor —la interrumpo—. No he hecho suficiente.
El reloj da la hora. El sol acariciará pronto el horizonte y empezará a iluminar las tierras. Barrerá la oscuridad y, con ella, las sombras en las que me oculto.
—Tengo que marcharme —repito, apresurada. Le tiendo los brazos para abrazarla. Se me encoge el corazón cuando me estrecha contra ella—. No te olvides de mí, Daria.
—Eso, jamás. —Se ríe sin ganas.
Me aparto de ella y voy hacia la puerta trasera de la cocina. Cuando tengo la mano en el frío pestillo de metal, Daria susurra detrás de mí:
—Cuídate mucho, mi reina.
El corazón me da un salto.
—No soy la reina de nadie. Soy la que va a pegar fuego a la corona.
CAPÍTULO 2
Tristan
—¡Tristan!
La voz infantil recorre el patio y alzo la vista. Estoy con la espalda apoyada en el tronco de un sauce llorón, con las manos sucias de carboncillo y el cuaderno de dibujo abierto sobre el regazo. Me limpio las yemas de los dedos en la pernera del pantalón y sacudo la cabeza para apartarme de la cara los mechones de pelo.
El niño llega corriendo y se detiene delante de mí. Lleva la ropa suelta y sucia, como si se hubiera pasado el día correteando por los pasajes secretos subterráneos.
Los que yo le he enseñado.
—Hola, tigrecito —digo con cierta diversión.
Me sonríe de oreja a oreja, con los ojos ambarinos centelleantes. El sudor hace que le brille la piel color marrón claro.
—Hola. ¿Qué haces?
Estira el cuello para mirar lo que tengo en el regazo. Enderezo la espalda y cierro la libreta.
—Dibujos.
—¿Para los brazos?
Me señala con un ademán los tatuajes que ocultan las mangas largas de mi camisa. La tinta negra asoma bajo el tejido color crema.
Una incipiente sonrisa aparece en mis labios.
—Puede.
—Mamá dice que son una vergüenza.
Ha bajado la voz y se ha inclinado tanto hacia mí que casi me roza el brazo con la nariz.
Me asquea que una sirvienta tenga la osadía de hablar de mí. Muevo la cabeza hacia un lado.
—¿Y a ti qué te parece?
—¿A mí?
Se yergue y se muerde el labio inferior.
—Me lo puedes contar. —Me adelanto hacia él—. Se me da muy bien guardar secretos.
Le brillan los ojos.
—Yo también quiero hacerme uno.
Arqueo las cejas.
—Solo son para los tigrecitos más valientes.
—Yo soy valiente. —Hincha el pecho.
—Ah, entonces, sí —asiento—. Cuando seas un poco mayor, si sigues pensando lo mismo, ven a verme.
—¡Simon! —sisea una voz de mujer que viene corriendo. Abre mucho los ojos al vernos. Se detiene en seco y roza el suelo con la falda negra cuando hace una reverencia—. Alteza, siento mucho que el chico lo haya molestado.
La irritación me cosquillea en el estómago.
—Hasta ahora mismo nadie me había molestado.
—¿Lo ves, mamá? —dice Simon—. A Tristan le caigo bien.
Se le escapa una exclamación y agarra a su hijo por el brazo, todavía inclinada.
—Dirígete a él como es debido, Simon.
—¿Por qué? —Frunce el ceño—. Tú no lo haces.
Veo que la mujer se pone tensa.
Noto fuego en las tripas. Me llevo la mano a la frente y empiezo a recorrer la línea de carne abultada que me va desde el nacimiento del pelo hasta justo por encima de la mejilla.
No tiene que decírmelo, los dos sabemos cómo me llama. Como lo hace todo el mundo, aunque nadie se atreva a llamarme así a la cara. Son demasiado cobardes para eso. Lo dicen en secreto, y sus susurros empapan las paredes de piedra hasta que el silencio me asfixia con sus críticas.
—Me puedes llamar Tristan, tigrecito. —Me levanto y me sacudo la hierba de los pantalones—. Pero solo en privado. No quiero que nadie más lo haga.
—Simon, vete a nuestros aposentos ahora mismo —le ordena su madre.
El chico la mira, luego me mira a mí. Asiento y él sonríe.
—Hasta luego, alteza.
Se da media vuelta y sale corriendo.
Su madre sigue inclinada ante mí, con la cabeza gacha, hasta que un ruido repentino procedente de la verja de entrada hace que se levante y se gire. Me acerco a ella y le cojo el rostro, y hago que se vuelva hacia mí. Los rayos de sol que asoman entre las nubes arrancan destellos de mis anillos de plata.
—Kara —ronroneo mientras le acaricio la sedosa piel oscura con las yemas de los dedos.
Se le corta la respiración y me mira a los ojos. Le aprieto con más fuerza hasta que hace una mueca.
—No te he dado permiso para levantarte.
Vuelve a inclinarse a toda prisa, con la cabeza gacha. La miro desde arriba. Lo que ha dicho su hijo me da vueltas como una tormenta en la mente.
—Dice tu hijo que hablas mucho de mí. —Doy un paso hacia delante y las punteras de mis zapatos le tocan el dobladillo de la falda—. Ten cuidado con lo que dices, Kara. No todo el mundo es tan tolerante. No me gustaría que corriera la voz de que te has olvidado de cuál es tu lugar. Otra vez. —Me acuclillo delante de ella—. ¿Es verdad que te parece que soy una vergüenza?
Niega con la cabeza.
—Es un niño. Se inventa cosas.
—Estos niños, qué imaginación tienen, ¿eh? Aunque… —Extiendo la mano y le rozo la parte trasera del cuello con los dedos. Me encanta ver cómo se estremece bajo mi contacto—. Si alguien sabe de actos vergonzantes, esa es su madre.
Le agarro el recogido de rizos prietos y tiro, y oigo con satisfacción su gemido de dolor. Me inclino hacia delante y tiene que arquear la espalda. Le rozo la cara con la nariz.
—¿Pensabas que no lo sabía? —siseo.
Deja escapar un sollozo y el estómago se me tensa de placer.
—¿Crees que soy tan idiota como el resto de los que viven en este castillo? ¿Qué no veo el parecido?
—P-por favor… —tartamudea, y me pone las manos en el pecho para empujarme.
—Mmm. ¿Así le suplicaste a él? —le susurro al oído mientras la agarro por el cuello con la mano libre.
Veo de reojo a los guardias reales que vigilan la entrada y a los transeúntes que se han reunido cerca de ellos. Unos cuantos nos miran, pero se alejan de inmediato.
Saben que no les conviene entrometerse.
—No cometas el error de confundirme con mi hermano —sigo, con los dedos flexionados entre los mechones de pelo—. Y no vuelvas a olvidarte de cuál es tu lugar, o será un placer para mí recordártelo. Un verdadero placer. —La suelto y le empujo la cabeza hasta que cae al suelo y tiene que echar las manos para amortiguar el golpe—. A diferencia de él, a mí me da igual lo que supliques.
Me enderezo, recojo la libreta y la miro en el suelo. Me encanta verla encogida a mis pies.
—Ya te puedes levantar.
Ahoga un sollozo y se levanta. Se sacude la tierra de la ropa sin dejar de mirar al suelo.
—Lárgate. —Sacudo la mano—. No quiero verte por aquí.
—Señor… —susurra.
Me doy media vuelta antes de que diga nada y vuelvo bajo la sombra del sauce llorón. Me apoyo contra el tronco de manera que la corteza me araña la espalda. Veo que Xander, mi hermano y Timothy, su guardia personal, salen al patio y se dirigen hacia un automóvil que está franqueando las puertas del castillo.
La curiosidad me retiene como si tuviera plomo en los pies, y observo desde las sombras, con la libreta apretada en la mano, que Xander va hacia el coche y abre la puerta. La primera en salir es una mujer delgada de pelo rubio tocada con un sombrero color púrpura. Sonríe y se hace a un lado.
Y, entonces, una mano elegante sale del coche, y otra mujer pone la palma sobre la de Xander.
Noto un nudo en el estómago. Sé que debería marcharme, pero no puedo moverme de allí.
Porque ahí está.
Ha llegado la nueva reina consorte.
CAPÍTULO 3
Sara
Me he pasado la vida viendo cuadros del reino de Saxum. Hay uno colgado sobre la chimenea en el salón principal de mi tío. Es una imagen temible, con nubes de tormenta sobre un castillo oscuro, construido en el siglo XVI y ennegrecido por el paso del tiempo. Siempre había dado por hecho que era una exageración del artista, pero resulta que las imágenes ni se acercan a la realidad.
El chófer del rey conduce por las calles de Saxum y pasamos junto a mujeres que se ríen entre los brazos de los hombres como si todo fuera bien en el mundo. Inconscientes de que, a cinco minutos de allí, carretera abajo, el empedrado se convierte en tierra apisonada y los sombreros de ala ancha en boinas sucias y ropa andrajosa sobre piel y huesos.
O puede que sean conscientes, pero no les importe.
—Nada hace justicia a la realidad, ¿eh? —Sheina, mi mejor amiga y ahora dama de compañía, suspira al mirar por la ventanilla. El pelo rubio le asoma por debajo del ala del sombrero—. Te pasas toda la vida oyendo cómo es esto, pero luego… Vaya espectáculo.
Señala con un ademán de la cabeza en dirección al castillo, que se alza sobre la cima del acantilado, al final de una carretera serpenteante, y aparece rodeado de bosques y vegetación.
«Sin duda, los cuadros no le hacen justicia».
Esta parte del país se presta a una penumbra encapotada, muy diferente del sol que hacía crecer las cosechas en Silva, y a una energía nerviosa que me devora por dentro a medida que los edificios que flanquean las calles dejan paso a los sicómoros y los pinos, y el olor de las hojas perennes llena el coche y me asalta la nariz.
La carretera se estrecha y la ansiedad me va a más, y el corazón me da un vuelco cuando veo que tras el castillo se extiende el tempestuoso océano Vita, y esta carretera es la única manera de llegar. «Y la única manera de salir».
—¿Crees que es verdad lo que dicen? —pregunta Sheina al tiempo que se gira hacia mí.
Arqueo las cejas.
—Depende de a qué parte de lo que dicen te refieras.
—Que los fantasmas de los reyes muertos hechizan los pasillos del castillo. —Mueve los dedos ante la cara en un gesto que quiere dar miedo.
Me echo a reír, aunque lo cierto es que yo me preguntaba lo mismo.
—Ya eres mayor para creer en historias de fantasmas, Sheina.
Inclina la cabeza.
—Entonces, no crees en eso, ¿no?
Me sube un escalofrío por la espalda.
—Creo en la superstición —digo—. Pero también quiero pensar que, cuando una persona nos deja, su alma descansa en el reino de los cielos.
Asiente.
—O en el infierno —añado con una sonrisa—. Si es lo que se merecen.
Se le escapa la risa y se tapa la boca con la mano para ahogar el sonido.
—Qué cosas dices, Sara.
—Aquí solo estamos tú y yo, Sheina. —La sonrisa se me acentúa y me encojo de hombros al tiempo que me inclino hacia ella—. ¿Me guardarás el secreto?
Suelta un bufido.
—¡Vamos! Si no he dicho nunca ni palabra de ninguna de tus travesuras desde que éramos niñas.
Me acomodo contra el respaldo del asiento. Las varillas de acero del corsé se me clavan en las costillas.
—Una chica traviesa no llegaría a reina.
Sonríe y le brillan los ojos azules.
—Contigo, todo es posible, Sara.
Siento una calidez en el pecho. Menos mal que mi tío me ha permitido traerla. Tener cerca un rostro familiar alivia un poco la tensión que ya noto en los hombros.
Conozco a Sheina desde que era niña. Hemos crecido juntas en las tierras de mi familia. Su madre es una de las doncellas, y Sheina y yo nos pasábamos las tardes de verano por los campos, cogiendo frutas del bosque e inventando historias sobre cómo distinguir las venenosas y dárselas a los chicos que se metían con nosotras.
No obstante, una de las primeras cosas que me enseñó mi padre fue que debía tener cerca a mis amigos, pero no darles acceso a mis secretos. Quiero mucho a Sheina, pero no le confío la pesada carga de mis verdades.
Represento mi papel incluso ante ella.
El paisaje que se desliza al otro lado de la ventanilla del automóvil acaba por detenerse, y diviso las dos torres de la entrada al patio del castillo. La piedra se ve de un color gris oscuro, tal vez porque está húmeda debido a la lluvia que ha caído hace poco, o tal vez por la suciedad acumulada durante tantos años. La hiedra crece por los lados hasta llegar a las agujas de la punta y desaparece por los ventanucos sin cristales.
Un puesto de vigilancia, seguro.
¿Vería lo mismo mi padre cuando llegó lleno de esperanzas, de valor?
Me duele el agujero que tengo en el pecho.
—Hemos llegado, señora —anuncia el conductor.
—Sí, gracias, ya lo veo.
Me enderezo y me aliso la falda del vestido de viaje, color verde claro.
Las puertas de hierro de la verja chirrían al abrirse y los guardias reales forman a ambos lados del patio vestidos de negro y oro, con el emblema del león rugiente en el pecho. Es la imagen que adorna todas las banderas de Gloria Terra.
«El escudo de armas de la familia Faasa».
Me trago los nervios y miro los rostros inexpresivos cuando el coche se vuelve a poner en marcha. Se detiene de nuevo, esta vez tras pasar la verja. Hay una docena de mirones, pero, aparte de eso, no veo ningún tipo de fanfarria pomposa.
Ante nosotros se encuentra un reducido grupo de hombres e identifico de inmediato al más bajo. Me inunda el alivio al ver a mi primo Xander, que se dirige hacia mí.
La puerta del coche se abre y Sheina sale primero. Luego Xander me tiende la mano. El encaje de la manga me acaricia la muñeca cuando pongo la palma sobre la suya y me apeo.
—Xander —saludo.
Se inclina y se lleva mi mano a los labios.
—¡Cuánto tiempo, prima! —dice cuando se vuelve a erguir—. ¿Has tenido un buen viaje?
Sonrío.
—Ha sido largo e incómodo, pero me alegro de haber llegado.
Chasquea la lengua.
—¿Y mi padre? ¿Cómo se encuentra?
—Todo lo bien que cabría esperar. Me pidió que te dijera cuánto lamenta no haber podido venir.
—Claro. —Inclina la cabeza—. Ven, te presentaré a su majestad.
Me tira de la mano para que lo coja por el brazo y me lleva hacia un hombre de traje informal color marrón. Una sonrisa le ilumina el rostro atractivo cuando me examina.
A lo largo de los años he estudiado tanto a la familia real que podría reconocerlos aun sin haberlos visto antes. Este hombre alto y fuerte tiene el pelo castaño repeinado, pecho amplio y unos ojos de un extraño color ambarino. Lo reconozco de inmediato.
Es el rey Michael Faasa III de Gloria Terra.
El fuego me devora por dentro, el odio me abrasa las entrañas cuando me inclino en una reverencia de manera que el dobladillo de la falda roza el suelo.
—Majestad.
—Lady Beatreaux. —Su voz es como un rugido grave que retumba en todo el patio—. Eres mucho más atractiva de lo que imaginaba.
Me enderezo e inclino la cabeza para ocultar la irritación que se me refleja en la cara.
—Eres muy amable.
Inclina la cabeza y se mete las manos en los bolsillos.
—Conocí a tu padre, ¿lo sabías?
Acentúo la sonrisa, aunque la sola mención de mi padre me provoca un nudo de angustia en el estómago.
—Seguro que para él fue un placer contar con tu compañía.
Al rey Michael le brillan los ojos. Se yergue y se le dibuja una sonrisa en la cara.
—Sí, bueno, en cualquier caso, ahora yo contaré con el placer de la tuya.
La satisfacción me crece en el pecho y me caldea la sangre en las venas mientras vuelvo a oír la voz de mi tío: «Cuanto antes te ganes su favor, antes te ganarás su confianza».
Michael da un paso al frente para quedar delante de mí, tan cerca que le huelo el almidón de la ropa. Se inclina y me da un beso en la mejilla. El corazón me da un brinco ante un comportamiento tan directo, y miro a los presentes para ver cómo reaccionan. Quiero saber si es su actitud habitual o si ese gesto ha sido algo especial, solo para mí. Pero hay pocas personas en aquel enorme patio y nadie parece prestarnos atención, aunque noto cómo me miran.
El rey Michael me roza la cintura con la mano.
Permito el contacto porque sé que no tengo elección. Al monarca no se le niega nada, y no me conviene que me considere difícil. Sigo examinando los alrededores, y veo un hermoso sauce llorón en un rincón del patio, bajo cuyas ramas colgantes hay una figura que me mira desde las sombras.
Me pongo tensa.
El rey me susurra algo al oído y asiento, aunque no podría repetir lo que me ha dicho. Estoy demasiado ocupada hundiéndome en la mirada del desconocido. Sé que debería apartar la vista, pero soy incapaz. En su mirada hay un desafío que me clava en el sitio, me paraliza, me cosquillea en los nervios y me hace desear que sea él el primero en rendirse. No es así, claro. Se limita a esbozar una sonrisa burlona y se apoya contra el tronco del árbol para pasarse la mano por el pelo negro azabache. El corazón me da un vuelco al ver la cicatriz que le corta la ceja y acaba justo por encima de la mejilla, casi invisible en la distancia, nada en comparación con el penetrante verde jade de sus ojos.
Me estremezco al comprender quién es.
Aunque no hubiera pasado años estudiando a la familia Faasa, su reputación lo precede. Los rumores sobre su temperamento y las leyendas sobre sus actividades extracurriculares han llegado a los rincones más remotos de Gloria Terra.
Se dice que es tan peligroso como salvaje, y tengo instrucciones de mantener las distancias con él.
Tristan Faasa.
El hermano pequeño del rey.
«El príncipe marcado».
CAPÍTULO 4
Tristan
—¿Cómo era la chica?
Miro a Edward, a quien muchos considerarían mi mejor amigo, mi único amigo. Lo cierto es que no tengo amigos. La amistad es tornadiza y, a menudo, una pérdida de tiempo. Pero es mi confidente más próximo y el único en el que confío lo suficiente para tenerlo a mi lado. De propina, tiene el cargo de general en el ejército del rey, y eso le da acceso a todo lo que necesito sin llamar la atención sobre el hecho de que soy yo quien lo necesita.
Su cuerpo esbelto se ha acomodado en una silla al otro lado de la estancia y el pelo rubio le cae sobre la frente. Bajo la vista hacia la pesada mesa de madera. Aliso el papel de arroz que tengo en las manos y confirmo que el contenido esté bien envuelto antes de pegar el borde.
—Era… —Hago una pausa y me froto los dedos para limpiármelos del residuo pegajoso de la marihuana. Tengo en la piel fragmentos diminutos de los capullos verdes—. Mediocre.
Me acomodo contra el respaldo, cojo una cerilla y la paso por el rascador. Contemplo el brillo anaranjado de la llama. Me quedo absorto viendo cómo la cerilla de madera arde y el calor se vuelve intenso cuando se me acerca a la piel. Aproximo la llama a la punta del cigarrillo y doy una calada larga antes de dejar que el fuego se apague.
—¿La prometida de Michael Faasa es «mediocre»? —Edward se echa a reír.
Dejo escapar un bufido y vuelvo a ver a la chica que ha cruzado hoy las puertas del castillo, con los ojos muy abiertos y el pelo alborotado; tan deseosa de gustar. Me ha molestado su sonrisa dulce y su manera de aletear las pestañas al mirar a Michael.
Pero el que la hizo sonrojar no fue mi hermano.
—En la corte se dice que es toda una belleza —sigue Edward.
—Yo pongo el listón mucho más alto que la corte —replico. Levanto las piernas y coloco las botas negras sobre la mesa, un tobillo encima del otro—. Es atractiva, pero es tan inútil como todos los demás.
—¿Qué quieres que tenga, además de atractivo? —Edward se encoje de hombros—. ¿Conversación erudita?
Echo la silla hacia atrás sobre las patas traseras hasta que me quedo mirando las texturas del techo. Pese al fuego que arde en la chimenea del rincón, siento frío. O puede que el frío lo lleve dentro, donde antes tenía el corazón, en ese hueco vacío que solo quiere ver arder el mundo.
Me llevo el canuto a los labios, doy una calada y dejo que el humo me llegue a los pulmones para proporcionarme una calma que nunca siento de otra manera.
—Me alarma que subestimes las artimañas de las mujeres, Edward. Son serpientes con piel de cordero. No lo olvides nunca.
Aprieta los labios y arquea las cejas al tiempo que se yergue, casi como si lo hubiera ofendido.
—Siempre has sido igual de dramático.
Expulso una bocanada de humo.
—Siempre he tenido razón.
La irritación ante su descaro hace que me hierva la sangre, pero para echarle una reprimenda me haría falta una energía que no tengo, de manera que lo archivo para recordárselo en otro momento, cuando esté de humor. Ahora mismo prefiero que se vaya.
Nunca he deseado tener compañía. Tal vez se deba a que, cuando era niño, todo el mundo se daba cuenta de que era diferente, por mucho que yo intentara encajar.
Y, si no se daban cuenta, mi hermano se encargaba de que lo hicieran.
Dejo caer la silla hacia delante y el impacto de las patas contra el suelo hace que me vibre todo el cuerpo.
—Sal de aquí.
De pronto, necesito venganza, necesito librarme de los recuerdos de cuando estaba impotente y a merced de Michael y su manada.
Se ha organizado un encuentro no oficial para dar la bienvenida a la corte a lady Beatreaux.
No es oficial porque no se ha requerido mi presencia.
Claro que, aunque la hubieran requerido, es bien sabido que no suelo atenerme a las reglas de la nobleza,