Guerra de imperios

Ben Kane

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Cerca de la costa sur de Italia,

comienzos de verano de 215 a.C.

La tarde era preciosa, templada y sin viento; el mar parecía una lámina de bronce trabajado. Una docena de barcas de pescadores ponían rumbo a casa, seguidas de gaviotas que graznaban. La luz parpadeaba desde los cascos de los soldados que recorrían el camino de la costa. Por el oeste, las montañas de Brutium eran sombras oscuras recortadas contra la órbita dorada del sol que iba cayendo lentamente. Al nordeste, en algún punto de la neblina provocada por el calor, se encontraba la gran ciudad de Tarentum. Mar adentro, una escuadra de trirremes romanos se abría paso por la gran bahía cuadrada que suponía un buen corte en la costa italiana meridional.

Los barcos formaban dos filas de cinco y el buque central delantero estaba capitaneado por el almirante Publio Valerio Flaco. No tenía prisa: la patrulla de tres días, hasta la localidad de Locri y vuelta otra vez, había transcurrido sin contratiempos y llegaría al puerto de destino, Tarentum, su hogar, al anochecer. Flaco había decidido que redactar el informe y otras obligaciones podían esperar hasta la mañana siguiente. Cuando se hubiera dado un baño y cambiado de ropa, anhelaba pasar la noche en compañía de su amante, la viuda de un noble caído en Cannae.

Flaco era un individuo bajito y resuelto. Los mofletes carnosos y la calva incipiente no desmejoraban su presencia imponente, que quedaba acentuada por un par de ojos azules y vivaces. Estaba convencido de que eso había sido, junto con su alto rango y modales urbanos, lo que había hecho que la viuda sucumbiera a sus insinuaciones. Tarentum no era un pueblucho, pero los de Roma tenían un aire más cultivado; Flaco sabía cómo exprimir esa superioridad invisible hasta la última gota. Había funcionado con la que se convirtió en su amante la primera vez que se vieron, en un banquete reciente para honrar su llegada a la ciudad. Hizo una mueca. Se había acostado con ella la primera noche.

Tenía la cantidad de carnes adecuada; lucía una piel suave y perfumada y unos pechos sumamente turgentes. Sus gustos en la alcoba, variados e insaciables, suponían una fuente inagotable de sorpresa y placer. Flaco refrenó su imaginación; al igual que sus oficiales, en el mar vestía una túnica corta en vez de la toga engorrosa que correspondía a los de su rango.

Desde su posición cercana al timonero, disfrutaba de una buena vista a lo largo del barco. Un pasillo central conectaba la proa con la popa. Al otro lado, tres bancos de remeros movían cuerpos y brazos adelante y atrás siguiendo un ritmo continuo. Un flautista tocaba una melodía en la parte delantera para marcar el ritmo. Los maestros remeros, distribuidos a cada veinticinco pasos a lo largo del pasadizo, golpeaban las varas recubiertas de metal contra la tablazón de la cubierta al compás de la melodía. Ahora navegaban a una velocidad lenta y constante que los remeros podían mantener durante horas.

A Flaco le excitaba saber que bastaba una palabra para hacer que la escuadra al completo fuera a una velocidad de vértigo. Lo había hecho en otras ocasiones, durante la instrucción, y, por todos los dioses, le hacía bullir la sangre. Por supuesto, sería distinto cuando se acercaran a una flota enemiga, emocionante y aterrador a partes iguales. Flaco no tenía ni idea de cuán espeluznante sería, pero imaginar un hocico de bronce metido a presión atravesando el casco de su barco bastaba para que se le encogiera el estómago. No quería acabar su vida hundido en una tumba acuática, ni succionado bajo la estela de un barco pasajero ni atravesado por una lanza enemiga en el mar. Sin embargo, hundir un barco cartaginés sí que le parecía una idea atractiva. Igual que navegar al lado de un trirreme enemigo, cortando remos y convirtiendo el barco en un casco inútil que abordar a su antojo.

—¡Barco a la vista!

El grito inesperado del vigía llamó la atención de todos, incluido Flaco. Los barcos de pesca, abundantes y nada amenazadores, no justificaban un grito. Los buques mercantes sí, pero, teniendo en cuenta que faltaba poco para el anochecer, la mayoría de los mercaderes rollizos ya estarían amarrados en el puerto o anclados cerca de la costa.

—¡Otro barco! —gritó el vigía—. Tres, cuatro... ¡veo cinco, justo al frente!

Flaco corrió a la proa y el capitán siguió sus pasos. Un jefe de remos los miraba con ojos abiertos como platos y Flaco espetó:

—¡Mantened el ritmo hasta que se os indique lo contrario, idiota!

Pasó corriendo por el lado mientras los gritos de los vigías de sus otros barcos aumentaban su nerviosismo.

Parecía poco probable que los intrusos fueran cartagineses. Flaco pensó que, desde las grandes victorias navales de Roma durante la última guerra, los guggas habían evitado en la medida de lo posible encontrarse con las flotas romanas. Otra posibilidad, que fueran barcos de guerra macedonios, parecía igual de improbable. Cierto era que el rey Filipo había atacado la isla de Cefalonia hacía dos años y se oían rumores de sus planes en Iliria, pero no tendría agallas para enviar barcos a aguas italianas. Flaco descartó esa idea.

Llegó al puesto del vigía, un tipo delgaducho con el cabello despeinado por el viento.

—¿Dónde?

El vigía le dedicó un saludo nervioso y señaló a unos cuantos grados a estribor.

—Ahí, señor. A unas dos millas de distancia.

Flaco puso la mano en forma de visera sobre los ojos. A lo lejos, recortados contra el mar oscuro, había tres cuadrados blancos: velas. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. Esperó y al cabo de unos instantes vio dos más. Los barcos se dirigían al sudeste en dirección al promontorio que formaba el talón de Italia y calculó que toda esperanza de persecución exitosa en cuanto lo rodearan se perdería.

—¿Los perseguimos, señor? —El capitán, un lobo de mar patizambo que Flaco había acabado por apreciar, estaba junto a él.

—Sí. No son romanos, eso está claro. Sería preferible averiguar qué hacen en estas aguas.

—Con el sol detrás de nosotros, señor, no sabrán que venimos hasta que estemos bien cerca. —La sonrisa lasciva del capitán dejó al descubierto una docena de tocones que parecían clavijas marrones—. Nos da una buena oportunidad, creo yo.

Flaco asintió.

—De acuerdo.

El capitán hizo una señal al flautista.

—¡Crucero rápido!

Se puso a tocar una melodía más rápida y los maestros remeros enseguida adoptaron el nuevo ritmo. Los remeros encorvaron la espalda y movieron los remos y, en un abrir y cerrar de ojos, el trirreme duplicó la velocidad. El espolón iba cortando las olas, como si fuera capaz de notar a su nueva presa.

La persecución había empezado.

Fue muy reñida. Hasta que los barcos de Flaco no se hubieron acercado casi tres cuartos de milla, su presa no se percató de nada. No queda claro lo que los delató llegados a ese punto, el sol estaba tan bajo que cualquiera que mirara hacia el oeste habría quedado prácticamente cegado pero, de repente, los cinco barcos aumentaron la velocidad para equipararla a la de los trirremes romanos.

El promontorio estaba cerca y el mar abierto que quedaba más allá les tentaba. Flaco se la jugó y fue a por todas.

—¡A toda vela! —bramó.

Era una tarea hercúlea esperar que sus remeros mantuvieran tal ritmo de persecución con la distancia que quedaba, pero no había nada que perder. Lo peor que podía pasar era que los barcos escaparan, decidió Flaco, y sus tripulaciones se enfrentarían a una larga retirada hacia Tarentum bajo las estrellas. En el mejor de los casos, acorralarían a su presa y descubriría por qué habían huido como ciervos asustados.

En todo caso, la persecución a una velocidad vertiginosa duró poco. Dos de los navíos que perseguían se distanciaron, pero las tripulaciones a bordo del resto no tenían comparación con los remeros de Flaco. Al ver el aprieto de sus compañeros, el par de barcos que iban por delante se detuvieron en el agua. Aunque eran unas naves aparatosas y sus trirremes las superaban en número, Flaco no se arriesgó. Envió cuatro barcos a rodear a los dos frontales y, con los cinco restantes y su propio navío, acorraló al más lento.

Las órdenes que se vociferaron hicieron detener los remos de los tres buques mercantes. En cubierta no se veía a nadie armado y el desasosiego inicial de Flaco fue sustituido por una petulancia calmada. Había ejecutado bien su plan; parecía poco probable que hubiera resistencia. Tenía tiempo de averiguar el objetivo de los barcos, tratarlos como correspondiera, ya fuera multando a los capitanes o incautándoles los navíos y llegar a Tarentum antes de la salida de la luna. La noche con su amante no estaba amenazada, lo cual le procuraba una satisfacción inmensa.

Cada vez más expectante, Flaco observó cómo los remeros situaban su barco al lado del buque mercante de mayor tamaño, un navío de panza redonda con una vela de lona cuadrada. Los remos del lado de babor traquetearon y chorrearon cuando los entraron. Los barcos se deslizaron más allá de sus respectivas posiciones y las maderas entrechocaron; los garfios cayeron con un golpe seco en la cubierta y se sujetaron enseguida. Los marineros del barco capturado iban de un lado a otro, con el rostro contraído por el miedo. Cerca del mástil, un grupo reducido de hombres lujosamente ataviados intercambiaban murmullos nerviosos.

—Enviad un grupo de abordaje —ordenó Flaco—. Averigua quién está al mando y tráemelo.

La rampa de desembarco cayó de un golpe y un grupo de marineros encabezados por un optio traquetearon al cruzarla.

Cuatro de ellos regresaron enseguida llevando a un hombre corpulento.

—Dice ser el comandante, señor —informó el optio. Un empujón no muy amistoso acercó al cautivo un poco más a Flaco. De mediana edad, con una barba cuidada, lucía una mirada inteligente. Su himatión bordado, los anillos de oro y su porte seguro denotaban que se trataba de un hombre acaudalado.

—Xenofanes de Atenas para serviros, señor. —Hablaba latín con acento extranjero, pero de forma correcta—. ¿Seríais tan amable de decirme vuestro nombre?

—Publio Valerio Flaco, almirante. —Observó el rostro de Xenofanes en busca de signos de astucia, pero no los encontró. Aquello no significaba nada. En tiempos de guerra, pensó Flaco, un hombre no podía confiar en nadie salvo en aquellos que hubieran demostrado ser dignos de confianza—. ¿Por qué?

Xenofanes agitó los dedos.

—Mis disculpas, almirante. Os tomamos por piratas. Viniendo del oeste, de espaldas al sol, parecía seguro que nos estaban atacando. Hay unas pocas armas en cada barco, pero no son buques de guerra. Huir era mi única opción. —Una sonrisa nerviosa—. No es que hayamos llegado lejos. Vuestros remeros son dignos de encomio.

Flaco hizo caso omiso del cumplido.

—¿Qué asuntos os traen por estas aguas?

Xenofanes adoptó una expresión más segura. Se inclinó hacia delante, pero el optio desconfiado lo agarró por el hombro. Xenofanes alzó las manos.

—No pretendo hacer ningún daño al almirante.

—Pues entonces mantén las distancias, animal —gruñó el optio.

Una expresión de ira cruzó el rostro de Xenofanes, pero dedicó una sonrisa ensayada a Flaco.

—Me gustaría hablar en confianza, sin que nos oigan los demás.

—Di lo que tengas que decir —instó Flaco, cansado ya de las artimañas que Xenofanes intentaba poner en práctica. Su amante le esperaba en Tarentum.

—Soy un emisario de Filipo de Macedonia —masculló Xenofanes lanzando una mirada funesta al optio. Al ver el asombro de Flaco, se apresuró a añadir—: Como neutral que soy, el rey consideró que me resultaría más fácil concertar una reunión con vuestros cónsules y el Senado; mi objetivo es sellar un pacto de amistad con Roma y su pueblo.

Aquello sí que Flaco no se lo había esperado.

—Son noticias curiosas. Filipo se ha comportado con rencor hacia la República en estos últimos años.

—Un malentendido, eso es todo. —El tono de Xenofanes era fingido.

Era difícil tomar la invasión de Cefalonia como un malentendido, pensó Flaco.

—No estoy al corriente de que haya ninguna embajada macedonia viajando a Roma.

—No habéis oído nada sobre mi misión, almirante, porque no conseguimos llegar a Roma. Llegamos al templo de Juno, cerca de Crotona, viajamos por tierra hacia Capua. Cuando nos encontramos con las fuerzas romanas, nos reunimos con el pretor Levino. Fue un anfitrión generoso y nos ofreció una escolta que nos acompañó por la ruta más segura, para protegernos del ejército de Aníbal.

Flaco ocultó su sorpresa. Levino era un pretor que tenía autoridad en Campania. Parecía poco probable que Xenofanes hubiera oído hablar de él a no ser que lo hubiera conocido, pero eso no explicaba por qué él, Flaco, no estaba al corriente de la embajada macedonia y su inesperada misión. Flaco consideraba que las noticias de una posible alianza con Filipo —bien acogidas después del desastre de Cannae el año anterior— habrían viajado rápido. Y, sin embargo, la historia de Xenofanes no sonaba descabellada.

—Fuisteis atacado por los cartagineses, supongo. ¿Por eso fracasó vuestro viaje a Roma?

A Xenofanes se le veía tenso.

—Sí. La caballería númida es tan letal como dicen. Varios de nuestros escoltas murieron y su comandante consideró que no era seguro continuar. A nuestro regreso al campamento de Levino, supliqué más ayuda en vano. Dijo que para luchar contra el enemigo necesitaba a todo su ejército. Sin protección militar, no había posibilidad de llegar a Roma; me vi obligado a abandonar nuestra misión. Nos encontráis yendo de regreso a Macedonia.

—¿Tienes prueba de las intenciones de Filipo?

—Por supuesto. Los documentos están en un arcón de mi camarote. No tenéis más que decirlo si queréis que haga que nos los traigan.

Flaco se frotó el mentón. La hostilidad pasada entre Roma y Macedonia no era óbice para que Filipo quisiera establecer una alianza. Perfectamente consciente de que la cercanía de la noche retrasaría de forma considerable su regreso a Tarentum —y a los brazos ansiosos de su amada—, Flaco tomó una decisión. Si los documentos de Xenofanes parecían auténticos y el registro del navío no sacaba nada más a la luz, tendría pocos motivos para seguir reteniendo al ateniense.

—Les echaré un vistazo, pues.

Satisfecho, Xenofanes asintió. Hizo bocina con la mano y gritó una orden al marinero más cercano.

Flaco iba recuperando el buen humor.

—¿Vino? —preguntó.

—Sería un gran honor, almirante. —La reverencia de Xenofanes fue mucho más marcada que antes.

Para cuando los documentos llegaron a bordo, ya habían brindado y bebido. Flaco examinó los dos pergaminos con ojo crítico, uno de ellos estaba en cartaginés y el otro en griego. La redacción del primero parecía coincidir con el testimonio de Xenofanes; supuso que el segundo decía lo mismo. Ambos parecían auténticos pues llevaban el sello de Macedonia y la firma del mismo Filipo. Una vez confirmada su decisión, Flaco hizo un gesto para que les trajeran más vino. Xenofanes aceptó con una sonrisa que le rellenaran la copa.

—Esperemos que vuestro próximo intento de alcanzar Roma llegue a buen puerto —dijo Flaco al tiempo que saludaba a Xenofanes con su copa—. Brindemos por una amistad duradera entre la República y Macedonia.

—Que los dioses nos la concedan —repuso Xenofanes, devolviéndole el gesto.

Una vez apurada la copa, Flaco lanzó una mirada al optio.

—Acompaña a este caballero a su barco. Comprueba que el equipo de abordaje no ha encontrado nada importante y haz que regresen.

—Gracias por vuestra hospitalidad —dijo Xenofanes.

—Que Neptuno proteja a vuestros barcos —repuso Flaco.

—Que Poseidón haga lo mismo con los vuestros.

—Capitán, prepárate para continuar la travesía —ordenó Flaco.

Xenofanes acababa de pisar la rampa de desembarco cuando se produjo una conmoción en su barco. Se oyeron unos gritos procedentes de debajo de las cubiertas. Dos marineros se asomaron trepando.

—¡Hemos encontrado algo, señor! —gritaron al optio—. Mejor dicho, a alguien —añadió el más alto.

Flaco se situó junto al pasamanos en un periquete.

—¿De qué se trata?

—Hemos descubierto a tres hombres en el fondo de la bodega —respondió el cabecilla de los marineros—. Estaba justo detrás de una carga de ánforas apiladas. Si uno no hubiera estornudado, no los habríamos encontrado.

Flaco miró rápidamente a Xenofanes. El griego estaba a mitad de la rampa y había acelerado el paso de forma considerable.

—¡Alto, Xenofanes! —bramó Flaco—. Vuelve a traerlo aquí, optio. —Y a los marineros, les dijo—: ¡Traedlos! ¡Rápido!

Un trío de hombres de piel oscura apareció en cubierta parpadeando justo delante de Flaco. Con una mirada de satisfacción sombría, el optio empujó a Xenofanes para que se situara al lado. El ateniense ignoró a los recién llegados y las sospechas de Flaco se renovaron con ganas. Con su tez morena, rizos lubricados y túnicas largas, se parecían a los cartagineses que se había encontrado.

—¿Y bien, Xenofanes?

Intercambiaron una mirada silenciosa.

—Son pasajeros que han pagado —reconoció Xenofanes. En sus mejillas asomó cierto rubor—. Sabía que tener a los de su calaña no causaría buena impresión si nos paraban unos barcos romanos.

—¿Y qué calaña es esa? —preguntó Flaco con desdén.

Silencio.

—¿Y bien?

—Cartagineses.

Mientras Xenofanes hablaba, Flaco cayó en la cuenta.

—Registrad a los guggas.

En un plazo de veinte segundos tuvieron en las manos otro juego de documentos descubierto bajo la túnica del cartaginés de mayor edad, un hombre de expresión orgullosa y mirada dura. El emisario enseguida perdió la compostura bajo una lluvia de golpes del optio y sus amigos; Xenofanes aulló como un niño apaleado cuando también le golpearon. Flaco, cuyo asentimiento había marcado el inicio de la agresión, no le hizo ningún caso. Se mordía la punta de la lengua mientras se esforzaba por leer el documento en griego. Con un asombro mayor del que habría imaginado, releyó la carta tres veces antes de intentar captar todo su significado.

Flaco miró al capitán a los ojos.

—Cambia de rumbo. Navegamos hacia Roma.

El lobo de mar se sorprendió.

—¿A Roma, señor?

—Ya me has oído. Envía un mensaje a los demás barcos. Que nos acompañen tres. Los otros deben regresar a Tarentum con los buques mercantes.

—Sí, señor.

El capitán soltó un grito a los maestros remeros, quienes espetaron una serie de órdenes. De inmediato, los remeros de un lado del barco alzaron los remos del agua, mientras los del otro lado los hundían con fuerza a fin de hacer virar al barco para orientarlo hacia el oeste.

Flaco observaba con impaciencia. Quería ordenar que fueran a máxima velocidad, pero no tenía ningún sentido agotar a los remeros. A pesar del apremio, la capital estaba por lo menos a dos días de distancia.

—¿Nos dirigimos a Roma, señor? —El optio se había situado a su lado.

—Sí.

—¿Puedo preguntar por qué, señor?

Flaco llegó a la conclusión de que el optio no podía hablar con nadie más importante que él en el barco y, además, la noticia se propagaría a lo largo y ancho de Italia antes de fin de mes.

—Tienes que guardar para ti esta información.

—Por mi vida, señor —repuso el optio.

—Filipo quiere aliarse con Aníbal.

El optio se mostró desconcertado.

—¡Aquí está la prueba! —Flaco blandió la carta.

Con la luz del atardecer, el escrito del pergamino adoptó una tonalidad roja como la sangre.

Flaco no podía imaginar un presagio peor.

Primera parte

PRIMERA PARTE

Capítulo I

I

Trece años después...

Cerca de la localidad de Calcedonia, en la costa

de la Propóntide, finales de verano de 202 a.C.

A Demetrios no le gustaba esconderse entre los árboles, pero era fácil ser advertido cerca de las tiendas. Robar era una actividad peligrosa. Le habían pillado y apaleado con ganas un par de veces, por eso ahora espiaba el terreno antes de arriesgar el pellejo. Ahí, en los límites del campamento del rey Filipo, entre los arbustos perennes y los alcornoques, podía elegir el momento adecuado. Las únicas personas que rondaban por ahí eran soldados en busca de un lugar tranquilo en el que hacer sus necesidades y los hombres con ese propósito en mente prestaban poca atención a un joven que vagaba por ahí con un quitón andrajoso. Lo tomarían por uno de los cientos de borregos oportunistas que seguían a la flota macedonia a lo largo de la Propóntide.

Demetrios no era ningún carroñero, sino remero en uno de los barcos de Filipo. No era uno de los trirremes majestuosos, con el espolón reluciente y vela estampada, ni uno de los veloces lembi. Su casa flotante era un carguero tripudo que navegaba bajo. No había elegido ese oficio, por los dioses que no. Desde su niñez, Demetrios había querido ser un soldado que luchara en la poderosa falange. Ahora esa oportunidad le parecía más difícil de alcanzar que la cima del monte Olimpo en pleno invierno. Podría haberse dado el caso, pensó Demetrios, si Ares no le hubiera dado la espalda, si los demás dioses no hubiesen conspirado contra él.

Su padre pastor había sido pobre, aunque había tenido el orgullo de servir como hondero en sus años mozos. Había enseñado a Demetrios a cazar y le había enviado a aprender pankration y lucha con los hijos de los granjeros más acaudalados. Delgado, fibroso y fuerte gracias al trabajo del campo, había aprendido rápido, lo cual estaba bien, dado que los chicos más ricos se reían de él a la mínima oportunidad. Tozudo, había perseverado, teniendo siempre presentes las palabras de su padre: con las referencias adecuadas, cuando fuera más mayor, podría llegar a ser falangista.

«Ojalá padre no estuviera muerto», pensó Demetrios, con un dolor que le atravesaba como un cuchillo. Pero sí, fue asesinado por ladrones de ovejas una sucia noche de otoño hacía dos años. Huérfano, pues la madre de Demetrios había muerto cuando él tenía cinco, y empobrecido por el robo del rebaño entero, había pasado de hijo de pastor a campesino sin tierras de un plumazo. Ante la cercanía del invierno, ni siquiera los vecinos más comprensivos habían podido mantenerlo más de unos pocos días. Pronto se vio obligado a irse a Pella, la capital de Macedonia y la población más cercana de cierta envergadura. Solo y sin amigos, la vida en las calles no había sido agradable, había sobrevivido trabajando en el mercado y en los muelles.

Justo la primavera pasada, cuando se difundió la noticia de que el rey iba a llevar la guerra a la Propóntide, había habido una demanda repentina de tripulación en buques mercantes; los soldados de Filipo necesitarían grandes cantidades de comida en su campaña y barcos para transportarla. Harto de vivir al día y ansioso por estar cerca del ejército, Demetrios había firmado con el primer capitán que lo aceptó, motivo por el que ahora se encontraba en los alrededores de un campamento macedonio, a miles de estadios de casa.

No había renunciado del todo a su sueño de convertirse en falangista, pero sus tribulaciones cotidianas le impedían pensar en ello a menudo. Las exigencias físicas de remar eran inmensas y los maestros remeros estaban demasiado predispuestos al uso de puñetazos y patadas. Los remeros trabajaban del amanecer al anochecer bajo un sol abrasador. Les pasaban agua a menudo, pero disfrutaban de muy pocos momentos de descanso. Después de engullir con avidez su comida de cada noche, a Demetrios no solía quedarle energía más que para tumbarse con su manta. Era difícil conciliar el sueño por culpa de los compañeros que merodeaban por las cubiertas en busca de carne fresca. Tras escapar por los pelos poco después de entrar en el barco, había formado una especie de alianza con un par de los remeros más jóvenes. No eran amigos propiamente dichos, Demetrios lo sabía porque ambos le habían robado comida, pero, al caer la noche, los tres permanecían juntos y hacían turnos para estar despiertos. El acuerdo suponía que descansaba un poco más que antes, pero dormía de forma intermitente y siempre tenía un puñal en la mano.

Ser ascendido desde los bancos de remos parecía improbable; su esperanza de volver a ser pastor era más realista, pero tardaría por lo menos un año en reunir el dinero necesario para comprar unas cuantas ovejas. Por consiguiente, Demetrios se concentraba en superar cada día e intentar llenarse el estómago tantas veces como le fuera posible. Con dieciocho años y teniendo en cuenta que todavía no había acabado de crecer, siempre tenía hambre. Por lo menos a bordo del barco, la comida de los remeros era de baja calidad y las raciones muy escasas. Así pues, robar provisiones era una tarea diaria y necesaria. Las mañanas no eran agradables, Demetrios tuvo que acostumbrarse a que le gruñera el estómago a esas horas, pero al término de la jornada, cuando el sol se ponía, cuando los soldados y los marineros estaban cansados, lo que se conseguía era mejor. Había aprendido a distinguir las tiendas que estaban casi vacías y en las que habían dejado al soldado encargado de cocinar.

Una de ellas yacía a menos de cincuenta pasos de distancia, la más cercana a su posición entre los árboles. Había un trípode de hierro encima de una pequeña hoguera de cuya cadena colgaba una olla. Demetrios empezó a salivar al pensar en el estofado borboteante que contenía. A pesar de la tentación, los riesgos eran demasiado elevados. Llevarse corriendo un recipiente de líquido hirviendo, una misión rayana en lo imposible, acabaría mal. Menos sabrosos, pero más fáciles de robar, eran los panes ácimos que se estaban cociendo encima de unas piedras alrededor del fuego. Dos o tres saciarían el hambre de Demetrios. Quizá también pudiera intercambiar uno con algún compañero por un pedacito de carne o unas cuantas aceitunas.

Sus esperanzas de que el soldado estuviera distraído por un vecino habían sido en vano hasta el momento, por lo que, cuando el hombre removió el estofado con ganas y luego se encaminó a los árboles con paso decidido, Demetrios sonrió de oreja a oreja. Por todos los dioses, ojalá tenga ganas de cagar en vez de orinar, suplicó. Esperó hasta que el hombre, un peltasta de aspecto rudo, se hubo acercado a la línea de los árboles, al tiempo que se ajustaba el quitón a la manera de alguien que acaba de visitar las letrinas. Evitando mirarle a los ojos, Demetrios encaminó sus pasos lejos de la hoguera y el apetitoso pan. Cuando estuvo cerca de las tiendas, una mirada subrepticia le indicó que el peltasta había desaparecido en el bosque.

Demetrios cambió de dirección. En veinte pasos se situó junto al trípode. El aroma intenso del cerdo y las hierbas le hicieron salivar. Cogió el cucharón del cocinero y pescó un buen bocado. Hacía días que no comía algo tan sabroso. Su estómago le pedía más a gritos, pero no disponía de tiempo. Demetrios cogió tres panes ácimos y, acto seguido, incapaz de contenerse, un pedazo de queso. Los dejó caer por el interior del ancho cuello del quitón y se le quedaron sujetos por el cinturón. Miró hacia los árboles y se sintió aliviado al ver que no había ni rastro del peltasta. Cuando se percatara del hurto, pensó Demetrios, ya haría tiempo que habría desaparecido.

Silbando la tonada preferida de su padre, caminó tranquilamente entre las tiendas. Esta noche dormiría con el estómago lleno.

Nadie le perseguía por su golpe maestro. El éxito hizo que Demetrios se sintiera orgulloso. En vez de comer en la relativa seguridad del barco, cometió el error de pararse a un estadio del fuego del peltasta. Después de engullir un pan y todavía con hambre voraz, optó por dar un bocado al queso.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz arrastrando las palabras.

Sacarse comida de la ropa no daba buena impresión; Demetrios decidió afrontar la situación con descaro. Se encogió de hombros al ver al grupo de jóvenes honderos que habían aparecido por entre las tiendas situadas a la izquierda y dijo:

—Robar a vuestros compañeros no es un delito. Ellos nos roban y nosotros les robamos a ellos, ya sabéis cómo va. Mañana esos cabrones merodearán por ahí para intentar devolver el favor.

El joven que había hablado, un individuo de pecho ancho con el pelo negro sujeto con una cinta de cuero, soltó una carcajada desagradable.

—Lo que pasa es que por aquí no tienes a ningún colega, rata de alcantarilla. Acampamos en el mismo sitio cada noche; acabamos por reconocer a nuestros vecinos. No te he visto nunca por aquí, lo cual significa que eres un ladrón, simple y llanamente. —Sus amigos emitieron un rugido para mostrar que estaban de acuerdo.

Demetrios se refrenó.

—¿A ti qué más te da?

—¿Le habéis oído? No podía hacer confesión mejor —indicó el hondero, con expresión desdeñosa.

Demetrios no estaba seguro de por qué al hondero le importaba lo que había robado si no era de su hoguera, pero una cosa estaba clara: la paliza era inminente. Su acusador tenía cuatro compañeros, no todos ellos corpulentos pero todos capaces. Se abrieron en abanico y caminaron hacia Demetrios con expresión resuelta.

Los honderos solían ser ágiles, pensó, y estos encajaban con el calificativo. Aunque los dejara atrás y se dirigiera a su barco, tenía escasas posibilidades de recibir ayuda por parte de sus compañeros remeros. En el orden jerárquico de los bancos de remos, Demetrios estaba casi al final. Probó otra opción.

—¿Queréis un poco de queso? También tengo pan.

Los honderos respondieron con burlas y carcajadas.

—Ya te lo cogeremos después de que te hayamos dado una buena paliza —anunció el cabecilla.

La intención de Demetrios había sido no oponer resistencia, pero la arrogancia del cabecilla resultaba insoportable.

—¡Que te den, a ti y a tu madre! —exclamó.

Se abalanzó sobre el hondero que estaba más a la izquierda. Como solo los separaban cuatro pasos, su objetivo apenas tuvo tiempo de abrir la boca antes de que Demetrios le clavara el hombro derecho en el vientre. Jadeando, cayó como una piedra en un pozo. Demetrios giró en redondo y soltó un gancho con la izquierda. Sintió un dolor terrible en la mano, pero al hondero le flaquearon las rodillas. Demetrios huyó mientras en sus oídos resonaban los gritos enfurecidos de «¡ladrón!».

Salió disparado y serpenteó por entre las tiendas, saltando por encima de las cuerdas y, en un momento dado, de una hoguera. Como llevaba ventaja, empezó a albergar esperanzas de llegar a la seguridad relativa de los barcos anclados. Los honderos no se atreverían a seguirle hasta estos; aunque la flota formaba parte del ejército de Filipo, existía una animosidad considerable entre los soldados y los tripulantes.

Demetrios ni siquiera vio el pie que le hizo tropezar. En un momento dado se dirigía al hueco que quedaba entre dos tiendas y, enseguida, el suelo se le acercó vertiginosamente a la cara. Al extender las manos, contuvo parte del impacto, pero, de todos modos, se quedó sin aire en los pulmones. Se dio la vuelta, desesperado por levantarse, pero el dueño del pie le dio una buena patada en el vientre que lo volvió a tumbar en el suelo. A Demetrios le entraron arcadas y, al cabo de un segundo, escupió el pan que había engullido. Mientras intentaba incorporarse con los codos, un golpe en las costillas volvió a noquearlo. Tomó aire con dificultad y se planteó qué tártaro podía hacer ahora.

Se oyeron unos pasos contundentes. Las voces sonaban cercanas.

—¿Perseguís a este? —preguntó alguien.

—Eso parece —dijo el hondero que había retado a Demetrios.

—¿Es un ladrón?

—Sí, gracias, compañero.

Las sandalias con tachuelas del hondero que había llamado la atención a Demetrios se le pararon delante de la cara. Le golpeó fuerte con una.

—Levántate, hijo de puta.

Demetrios estaba a merced de los honderos, pero no estaba dispuesto a darse por vencido. Abalanzándose hacia delante, clavó la dentadura en el tobillo del hondero. Un grito de dolor antes de que su víctima se tambaleara hacia atrás. Consiguió ponerse de rodillas. Un peltasta asombrado, que debía de ser quien le había puesto la zancadilla, pensó Demetrios, evitó que el hondero cayera. Detrás de los dos veía rostros airados, los demás honderos. Le dio un puñetazo al peltasta en los huevos y mientras el hombre se doblaba hacia delante, gimiendo, se levantó.

Los demás podían matarle, pero a Demetrios le daba igual. Todo el dolor y la ira por la muerte de su padre, por la existencia dura que la vida le había dispensado desde entonces, apareció bullendo a la superficie. Si las cosas hubieran salido tal como las había planeado, ahora sería falangista y no tendría necesidad de robar comida. Sin embargo, era un vulgar remero y moriría a manos de unos honderos asesinos.

Demetrios apoyó la espalda en la tienda, su única defensa, y cerró los puños.

—¿Cuántos hacéis falta para doblegar a un solo hombre?

El insulto fue demasiado. Los honderos y el peltasta se abalanzaron sobre él. Demetrios lanzó un par de puñetazos y un cabezazo antes de que una lluvia de golpes lo tumbara en el suelo. Las estrellas le nublaban la vista; notaba oleadas de dolor por todo el cuerpo. Se esforzó por encogerse formando un ovillo. Si se protegía la cabeza, quizá tuviera ocasión de sobrevivir.

Perdió el conocimiento antes de que empezaran otra vez a patearle.

El agua salpicó a Demetrios en la cara y recobró el conocimiento farfullando. Estaba tumbado de costado. Ninguna parte de su cuerpo se libraba del dolor. Tenía la boca llena de coágulos de sangre; cuando se la recorrió con la lengua, encontró un diente suelto y lo escupió con dificultad.

—Está vivo. —La voz sonaba divertida—. Es un milagro, teniendo en cuenta cuántos le habéis apalizado.

Se oyeron unos pies que se arrastraban. Demetrios no entendía por qué nadie contestaba. Un temor frío se dispersó en su interior. Un oficial había aparecido en escena. Cuando oyera el motivo de la agresión, la suerte de Demetrios volvería a estar echada. Se resignó. Hoy las Miras estaban de mal humor.

—¿Te puedes mover? —preguntó la voz.

Demetrios lo intentó y descubrió que sí podía. Secándose una baba teñida de rojo de los labios magullados, se incorporó como pudo. La dulce agonía que le emanaba del lado derecho del pecho significaba que tenía unas costillas rotas, y eso no era ni mucho menos lo que más malestar le producía. Alzó la vista hacia el hombre vestido de paisano que había hablado. Esbelto, de ojos brillantes y con barba, a Demetrios le recordaba a alguien.

Se fijó en las expresiones nerviosas de los honderos y el peltasta y, más allá de ellos, un grupo de soldados anonadados. Entonces cayó en la cuenta. Había oído rumores acerca de que Filipo recorría el campamento vestido de paisano, hablando con los soldados; parecía que no era un cuento. A Demetrios se le revolvió el estómago. Ahora el castigo que recibiría sería peor, pues el rey querría dar ejemplo.

Se levantó, haciendo un gesto de dolor, y apoyó una rodilla en el suelo.

—Señor.

—Estos hombres dicen que te han pillado robando pan. —Filipo señaló a los honderos con el pulgar.

Demetrios vaciló. Negar la acusación quedaría como que mentía para salvar el pellejo. Lanzó una mirada a sus perseguidores, que se estaban regodeando claramente, y le embargó una sensación de furia.

—No fue así, señor.

El cabecilla de los honderos dejó escapar una carcajada desdeñosa.

—¿O sea que no has robado nada? —Filipo habló con tono duro. Peligroso.

—Sí que robé, señor. —Demetrios sacó un trozo de pan deforme. Durante la pelea, su carga ilícita había quedado maltrecha—. Pero no me vieron coger nada. Nadie me vio.

Algo parecido a la diversión cruzó el rostro de Filipo.

—Entonces ¿cómo es que te agredieron?

—Estaba muerto de hambre, señor, por lo que me paré a comer un poco. Los honderos lo vieron y, como no me reconocieron, supusieron que había robado la comida.

—Las tiendas de los honderos están a una distancia considerable de aquí —dijo Filipo—. ¿Te persiguieron después de que echaras a correr?

—No antes de que noqueara a dos, señor.

—¿Cuántos eran?

—Cinco, señor.

Filipo enarcó las cejas.

—Cinco. Contra ti.

—Sí, señor.

—¿Eres soldado?

—Soy remero, señor.

—¿En uno de mis buques de guerra?

—No, señor, en un buque mercante.

El cabecilla de los honderos se sonrojó de vergüenza. A sus compañeros se les veía azorados y furiosos. Filipo, por el contrario, parecía intrigado.

—¿Cómo te alcanzaron? —preguntó.

—Ese peltasta —Demetrios lo señaló— oyó sus gritos, señor, y me puso la zancadilla.

—A los hombres no les gustan los ladrones —declaró Filipo—. En tales casos te dan una paliza que te deja sin sentido.

—¡Sí, señor! —exclamó el cabecilla de los honderos.

—Te he dejado algo para que me recuerdes —replicó Demetrios—. El tobillo te dolerá unos cuantos días. Y al peltasta le di un buen golpe en los huevos. —Alguien empezó a reír por lo bajo; Demetrios tardó unos instantes en darse cuenta de que era el rey. Sin duda aquello presagiaba una muerte terrible y bajó la cabeza.

—Mis honderos se cuentan entre los mejores del mundo, o de eso se jactan. ¿Me equivoco? —interrogó Filipo.

El cabecilla de los honderos habló con un hilo de voz.

—Sí, señor.

—Sin embargo, cinco de vosotros habéis sido reducidos por un remero. «Un remero.» Habéis pillado a este desgraciado gracias a la intervención de otro. Incluso así, ha conseguido herir a dos de vosotros antes de que lograrais reducirlo.

Silencio.

—¡Habla, imbécil! —El tono de Filipo era matador.

—Tenéis toda la razón, señor —masculló el cabecilla de los honderos.

—Fuera de mi vista —espetó Filipo.

Demetrios observó con descrédito cómo los honderos se escabullían. Si hubieran sido perros, pensó, se habrían ido con el rabo entre las piernas. Su placer era efímero, puesto que el rey también lo castigaría. Robar era robar; en una ocasión Demetrios había visto a un hombre ejecutado por ese crimen. Lo mínimo que podía esperar era que le amputaran la mano derecha. El pánico crecía en su interior. Lisiado no podría remar. Cuando la flota zarpara, lo dejarían atrás y se moriría de hambre.

—Tú. —Filipo se dirigió al peltasta.

—Señor. —El hombre tenía la vista clavada en el suelo.

—Hiciste lo que creías correcto, no puedo reprenderte por ello. Sin embargo, que el chico te pillara desprevenido... —Filipo hizo una pausa y el peltasta alzó la vista, con un terror vivo en el rostro. El rey se echó a reír—. Considera que el dolor de tu entrepierna es suficiente castigo. Puedes retirarte.

Farfullando su agradecimiento, el peltasta desapareció en su tienda.

Demetrios cerró los ojos. «Ahora me toca a mí —pensó—. Que mi final sea rápido, gran Zeus.»

—Ponte de pie.

—Señor.

Filipo iba a ejecutarle de pie, pensó Demetrios. Se levantó apretando los dientes para contrarrestar el dolor.

—Eres orgulloso. Peleas como un soldado.

Demetrios se sintió confundido.

—Yo... señor.

—¿Robaste porque tenías hambre?

—Sí, señor. Nunca nos dan suficiente.

Filipo ensombreció el semblante.

—Los capitanes de los buques mercantes reciben fondos suficientes para dar de comer a toda la tripulación dos veces al día. ¿Cómo se llama tu barco?

Estrella de mar, señor.

Filipo asintió con la cabeza.

—Retírate.

Demetrios se quedó boquiabierto.

—¿Señor?

—Estás libre.

—¿No vais a matarme, señor?

Filipo hizo una mueca de diversión.

—No.

Demetrios dedicó a Filipo la reverencia más profunda imaginable. Incapaz de dar crédito a su buena suerte, retrocedió los diez pasos de rigor antes de dar media vuelta y dirigirse a la costa cojeando.

Cuando estaba a medio camino de los barcos, dejó escapar una risita. Seguía teniendo el pan y el queso bajo el chitón.

Capítulo II

II

El foro romano, Roma

Tito Quinto Flaminino todavía estaba a cierta distancia del Comitium, la zona de la asamblea política, cuando hizo una señal a sus lictores; de inmediato se trasladaron a un lugar tranquilo del templo en el lado oriental del foro. Debido a su escolta, era imposible pasar desapercibido, pero en el gran espacio abierto del foro reinaba el bullicio suficiente como para que no le vieran de forma inmediata. Sus compañeros políticos se reunían en el exterior de la Curia, o cámara del Senado, a la espera de la llegada de los emisarios de Etolia, Grecia. Como era de todos sabido, habían venido a suplicar la ayuda de Roma contra el belicoso Filipo de Macedonia, un rey contra el que la República había librado una guerra inconclusa hacía algunos años.

Flaminino no tenía intención de perderse esa importante reunión, pero antes de unirse al gentío quería ver quién susurraba al oído de quién y quién ignoraba a quién. Tenía espías en Roma, pero también se averiguaba mucho a través de la observación. La información era poder y, para un hombre tan ambicioso como Flaminino, valía su peso en oro. La política romana estaba dominada por facciones; el equilibrio de poder tendía a oscilar entre quizá media docena de familias. Demasiado ocupado luchando contra Aníbal como para visitar Roma, Publio Cornelio Escipión seguía siendo el niño bonito de la República: su facción era la mayor y superaba en número a la segunda por un margen considerable. Sin embargo, ninguno de estos dos grupos equivalía en número a las familias senatoriales cuyas lealtades oscilaban. Incluían a los senadores cuyo apoyo era crucial para cualquiera que quisiera un cargo y a ellas pertenecía Flaminino. Durante los años pasados, su familia se había decantado por apoyar a Escipión, pero no era la intención de Flaminino en esta ocasión. A su entender, las alianzas eran como las capas, para llevar e intercambiar dependiendo de las necesidades de cada uno.

Hoy iba acompañado de Lucio, su hermano mayor, un hombre atlético cuyo rostro no dejaba lugar a dudas de su parentesco. En vez de permanecer con el grupo, había subido las escaleras del templo para disponer de una mejor vista de los tejemanejes. Flaminino hizo ademán de llamar a su hermano, pero se lo pensó dos veces. Lucio no podía causar ningún problema ahí y, con el apremio del tiempo, Flaminino estaba ansioso por espiar lo que pudiera.

No había cumplido los treinta y era un hombre bajito, llevaba el pelo castaño al rape al estilo militar y la barba recortada. No era ningún Adonis, tenía unos ojos que podían considerarse protuberantes, una nariz larga y puntiaguda y labios carnosos, pero compensaba la falta de belleza con una seguridad inquebrantable. Cuando había intentado montar el caballo de su padre a los cuatro años, lo había demostrado, al igual que cuando había pedido llevar la toga dos años antes de su decimoquinto cumpleaños. Las palizas que había recibido en ambas ocasiones habían reforzado la seguridad en sí mismo, lo cual le ayudaba a creer que era un don de los dioses.

Vástago de una familia patricia venida a menos, y amargado por su falta de suerte en la vida, el padre de Flaminino había sido un supervisor rígido, fácil de enojar y difícil de complacer. Presa de un matrimonio infeliz, su madre había sido una arpía. Desde una edad temprana, Flaminino había anhelado dejar el hogar familiar; en el plazo de un año desde que adoptó la toga había persuadido a su padre para que lo introdujera en la vida pública. Todavía recordaba la felicidad que había sentido mientras se marchaba a caballo en dirección a Roma. Desde entonces había tomado su propio camino. Había sido el asistente legal primero de un juez municipal y luego de un abogado prominente, se había curtido en trabajos que formaban parte integral del funcionamiento de la República. Bien conocido a pesar de su juventud, experto en establecer alianzas, había resultado inevitable que Flaminino iniciara la escalada por la carrera política hacía más de cinco años.

En la actualidad ocupaba el cargo de cuestor de Terentum, con los poderes adicionales de un pretor. Su nombramiento había llegado poco después de que la gran ciudad sureña fuera recuperada de las manos de Aníbal; por lo menos, es lo que el cargo intentaba transmitir. Astuto y no contrario a aceptar sobornos, Flaminino había amasado discretamente una fortuna durante su mandato. Si la situación continuaba igual, existían muchas posibilidades de que ocupara el cargo de cónsul en un plazo de dos o tres años. Si se daba la situación exacta que él quería para esta tarde, quizás incluso antes.

Controló su emoción.

—Solo los imbéciles colocan el carro delante de la mula —le había repetido infinidad de veces su viejo tutor, y estaba en lo cierto.

La jugada espontánea de hoy tenía pocas posibilidades de éxito, pero valía la pena arriesgarse. Antes de que el eminente cargo de cónsul pudiera considerarse probable, necesitaba el apoyo amplio de los senadores, lo cual llevaba su tiempo. Las viejas alianzas tendrían que debilitarse o incluso romperse y forjarse otras nuevas. Pagaría sobornos, descubriría flaquezas e insinuaría amenazas. En alguna ocasión, incluso podía recurrir a la fuerza. Flaminino no gozaba de tanto aprecio como Escipión, por ejemplo, pero era resuelto y contaba con un buen surtido de artimañas. Además, gracias al uso generoso que hacía de su fortuna, su red de espías crecía mes a mes.

—La paciencia todo lo alcanza —murmuró Flaminino mientras recorría con la mirada las figuras ataviadas con toga que se agolpaban delante de la Curia y se fijó en un hombre de mediana edad tardía. Incluso desde lejos, la figura demacrada del excónsul Galba era reconocible; si Flaminino aguzaba el oído, oiría su voz melódica entre la multitud. Había treinta senadores o más pendientes de sus palabras y, mientras Flaminino observaba, otros se le acercaron.

—Roma no tiene necesidad de implicarse en los asuntos griegos —dijo, haciéndose eco de la opinión que tantas veces había expresado Galba—. ¿No basta con que la República tenga que lidiar con Aníbal? ¿Qué necesidad hay de librar una nueva guerra contra Macedonia?

La postura de Galba no era sorprendente. La República había pasado dieciséis años de conflicto continuado y sangriento con Cartago. Había perdido a decenas de miles de sus hijos y, en distintos momentos, había visto a la mitad de sus aliados extranjeros jurar lealtad al invencible Aníbal. El final de la guerra estaba a la vista por primera vez, lo cual complacía a todo el mundo, pero Galba tenía motivos personales para evitar el conflicto con Macedonia. Según los espías de Flaminino, estaba resuelto a ocupar una importante magistratura en Hispania. Incluso más que el cargo de cuestor que Flaminino ocupaba en Tarentum, los cargos en el extranjero ofrecían la posibilidad —a través de tratos comerciales, malversación de impuestos, etc.— de hacerse rico más allá de lo que uno pudiera soñar. Estaba claro que Galba no podía servir como pretor en Hispania y hacer la guerra contra Filipo, pero, si evitaba esto último, a sus muchos rivales se les negaría la posibilidad de obtener fama, gloria y riquezas en Macedonia.

Lo supiera o no Galba, Flaminino era uno de esos rivales. No obstante, antes de dirigir a las legiones romanas en Macedonia, tuvo que convencer al Senado de ayudar a Etolia. Después de eso, tendría que ganar la disputa por el cargo de cónsul. Ambas situaciones suponían un obstáculo mayúsculo.

«Tiempo —pensó Flaminino—. Ojalá hubiera tenido más tiempo.»

Había recibido las noticias de la embajada etolia hacía seis días. Había desperdiciado dos días dando instrucciones a sus subordinados en Tarentum; el resto lo había pasado en el difícil viaje por mar ascendiendo por la costa oeste. Había atracado esa misma mañana y no hacía ni una hora que había llegado a Roma. Ahora su preocupación era que, si bien había planeado presionar a todos los senadores de Roma, Galba y sus partidarios llevaban haciendo precisamente lo mismo durante por lo menos un mes.

Flaminino se animó cuando Galba saludó a un grupo de una docena de senadores, pero su líder pasó de largo sin hacerle ningún caso. A veinte pasos del excónsul, la docena se sumó a un grupo más numeroso. No estaba todo perdido, pensó Flaminino. Había llegado el momento de hablar con la facción anti-Galba. Con un poco de suerte, sus palabras encontrarían un terreno fértil. Giró la cabeza para buscar a Lucio. No se había movido de lo alto de los escalones del templo. La mirada de Flaminino siguió a la de su hermano y frunció el ceño. Lucio estaba comiéndose con los ojos a varios jóvenes ligeros de ropa que luchaban entre sí en el callejón situado en un lateral del templo.

—¡Venga, hermano! —llamó Flaminino.

—Vale, vale. —Lucio obedeció después de lanzar una última mirada lasciva.

—¿No puedes disimular un poco? —preguntó Flaminino con sarcasmo.

—Quería que se me notara —repuso Lucio encogiéndose de hombros con despreocupación—. Es una lástima que ninguno me haya visto. No me habría importado darme un revolcón rápido mientras tú te juntas con la gente.

Flaminino empezó a sulfurarse.

—Hemos venido a dedicarnos a asuntos serios.

—¿Hemos? Siempre son cosas tuyas, hermanito. —Lucio hizo una mueca.

—Te gusta ser edil, ¿verdad que sí? —espetó Flaminino. Él era quien le había conseguido el puesto a Lucio.

Silencio.

—¿Y bien?

—Sí —respondió Lucio a regañadientes.

—Si mi trayectoria asciende, querido hermano, la tuya también. Cuando sea cónsul, tú serás propretor o pretor y nada impide que seas cónsul después de mí. Independientemente de las ventajas de las que disfrutas ahora, no serán nada comparadas con las que tendrías como cónsul. ¿Entendido?

La mueca de Lucio desapareció.

—Sí.

Transcurrieron varias horas y los etolios llegaron al Graecostasis, donde las embajadas extranjeras esperaban su invitación para entrar en la Curia. En el interior, los trescientos senadores esperaban en sus facciones. Gracias a su rango, Flaminino se había asegurado posiciones de primera cerca de los asientos de los cónsules para él, su hermano y sus seguidores. Los cónsules del año, Tiberio Claudio Nerón y Marco Servilio Púlex Gémino, estaban ambos presentes, acompañados de sus lictores.

Unos ochenta senadores, los enemigos políticos de Galba y Escipión en su mayoría, habían prometido votar a favor de Flaminino, pero no eran suficientes para salir victoriosos. No obstante, se trataba de una cantidad considerable. Si en pocas horas podía granjearse tanto apoyo, el futuro se presentaba brillante.

Tampoco es que Flaminino hubiera descartado toda esperanza acerca del resultado de la jornada. Era un orador habilidoso y los senadores eran hombres como los demás. Si los emocionaba lo suficiente, quizá se decantaran por ayudar a Etolia. Había visto situaciones similares en el Senado. Esa idea agradable hizo que alzara una ceja con ademán sarcástico hacia Galba, que fingió no darse cuenta. Molesto, Flaminino frunció el ceño. Galba apretó los labios a modo de respuesta y Flaminino maldijo por dentro haberse dejado provocar con tanta facilidad.

Las varas de madera de olmo golpetearon el suelo. Todos giraron la cabeza, el murmullo de la conversación se apagó. Era indecoroso pisar la franja de suelo embaldosado que discurría desde las puertas de bronce hasta las sillas de los cónsules y que dividía la sala en dos partes. Sin embargo, Flaminino se inclinó hacia fuera, no lo bastante como para parecer ansioso —aunque lo estaba—, pero lo suficiente para disponer de una vista de la entrada, donde vio dos figuras que aguardaban.

—¡Eurípides y Neofrón, emisarios de Etolia en Grecia, han venido a hablar con el Senado! —anunció un lictor veterano.

Se oyó un murmullo de expectación. El cuero golpeó contra el suelo.

Flaminino notaba cómo le latía el corazón a medida que los etolios se acercaban.

«Cálmate —se dijo—. Hoy la victoria no será tuya. Esto no es más que la primera escaramuza de una guerra.»

Eurípides y Neofrón pasaron de largo con la vista clavada en los dos cónsules. Ambos eran de mediana edad e iban ataviados con unos elegantes himationes de lana. La barba entrecana de Eurípides le confería el aspecto de un estadista anciano, mientras que las arrugas del contorno de los ojos de Neofrón indicaban que tenía sentido del humor.

«El serio y el cómico —pensó Flaminino—. Interesante.»

Al llegar ante los cónsules, los dos etolios hicieron una reverencia.

—Os doy la bienvenida. La República y Etolia hace tiempo que son amigas —dijo Claudio, el cónsul más veterano—, aunque en años recientes esta amistad se ha puesto duramente a prueba.

Más de un senador soltó una risita nerviosa y Flaminino pensó que aquello sería un examen para el autocontrol de los emisarios.

En un momento dado durante la larga guerra contra Cartago, el enemigo le había sacado ventaja a Roma. Etolia había sido abandonada a su suerte. Incapaces de enfrentarse solos a Filipo, los debilitados etolios habían reclamado la paz hacía tres años. Aunque ellos habían sido los artífices de la situación, la mayoría de los romanos nunca lo reconocería.

—Nuestra vieja amistad es la que nos ha hecho viajar desde nuestro hogar, señor. Etolia desea renovar los lazos con la República. —Neofrón sonrió y se comportó como si el comentario cruel le hubiera resbalado.

Servilio no pensaba ignorarlo.

—Según las últimas noticias, Etolia ha firmado un tratado con Filipo de Macedonia. Con un rey por amigo, ¿qué necesidad tenéis de aliados en el extranjero?

A Eurípides le sobrevino una tos rara, pero Neofrón desplegó una sonrisa todavía más amplia.

—Ese acuerdo es de hace tres años, señor, y Filipo es muy volátil, quizá lo hayáis oído decir. En los últimos meses, ha abandonado el tratado haciendo campaña por la Propóntide, donde ha asediado y capturado pueblos etolios, entre otros. A él le da igual que las personas a quienes sus soldados matan y esclavizan sean griegos nacidos libres.

—Los griegos están siempre dispuestos a lanzarse al cuello de los demás. ¿No se pelearon la misma noche de Maratón y la batalla de Salamis? —observó Claudio, con una media sonrisa mientras una carcajada se apoderaba de la cámara.

—Lo que decís es cierto, señor —reconoció Eurípides asintiendo compungido—; no obstante, es muy poco habitual que nos esclavicemos entre nosotros. Filipo va demasiado lejos. Hemos enviado cartas con palabras contundentes a Pella, pero no han tenido respuesta. Aunque las haya recibido, parece probable que nuestras protestas caigan en saco roto: mientras hablo, dirige a sus soldados contra Cíos, otro pueblo etolio de la Propóntide.

—Motivo por el que la Asamblea nos ha enviado aquí —continuó Neofrón—. Para pedir, no, suplicar ayuda a Roma contra este tirano y asesino enajenado por el poder. Ya es demasiado tarde para Cíos, pero hay otros asentamientos que también corren peligro.

—Etolia quizás esté consternada por la pérdida de un puñado de ciudades intrascendentes en Asia Menor —declaró Servilio—, pero la República no.

La facción de Galba prorrumpió en gritos de apoyo.

Neofrón encajó el comentario sarcástico con una media reverencia cortés.

—Eso es lo que cabría pensar. No obstante, si los éxitos de Filipo continúan, pronto controlará la Propóntide y, con ella, el comercio de grano desde las costas del Ponto Euxino.

—Los ciudadanos de Atenas quizá lamenten tal consecuencia —aseveró Claudio con un gesto de desdén—, pero insisto en que no es motivo de preocupación para la República.

—Filipo no se detendrá ahí. Desde su ascenso al poder, ha hecho poco aparte de estar en guerra —dijo Eurípides—. Cuando vuelva a echarle el ojo a Etolia, lo cual es inevitable que ocurra, nuestro ejército quizá pueda contenerlo algún tiempo, pero acabará saliendo victorioso. Etolia caerá.

Claudio se mostraba impasible; Servilio se encogió de hombros.

Flaminino observó a Eurípides mirando en derredor, buscando una reacción comprensiva. Frente a él, Galba susurraba algo al oído de su vecino; sus seguidores se comportaban como si los etolios ni siquiera estuvieran ahí. Sin embargo, unos cuantos senadores que rodeaban a Flaminino susurraban. Él aguzó el oído.

—No debería permitirse que Filipo pisotee a quien le plazca.

—Podría convertirse en el nuevo Aníbal.

—Es mejor pisotear a las víboras antes de que se te metan en la cama.

No obstante, hablaban con voces amortiguadas. Si correspondía a alguien alzar la voz, pensó Flaminino, tendría que ser él.

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