I
Cerca de Elatea, en la Fócida, otoño de 198 a.C.
A pesar de que el año tocaba a su fin, la estrecha llanura de la Fócida estaba bañada por la luz cálida del sol. Limitaba al norte por montañas, al otro lado de las cuales se encontraban las Termópilas, las «puertas de fuego» donde Leónidas y sus espartanos habían luchado a muerte. Al sur de estas cumbres se extendía el terreno llano que una vía, tan importante en ese momento como durante las invasiones persas acaecidas hacía casi tres siglos, dividía por la mitad. Atenas se encontraba al sur del lugar, susceptible de ser atacada. La cosecha había acabado en fecha reciente, motivo por el que los campos seguían llenos de rastrojos dorados. La vía estaba flanqueada en algunos puntos por hileras de vides cuyos racimos repletos de uvas de un púrpura azulado tentaban a los viajeros o soldados sedientos.
Unas nubes de polvo alargadas marcaban el paso del ejército de Tito Quincio Flaminino. Habían transcurrido seis días desde su derrota en la fortaleza macedonia de Átrax, ochenta millas al noroeste. Una vez enterrados los muertos, los heridos cargados en carretas o abandonados a su suerte, se dirigía al sureste para proteger a la flota romana en un puerto cercano. Aparte de los buitres que seguían a las legiones ojo avizor desde el cielo, había pocas criaturas alrededor. La cercanía de tal hueste implicaba muchas cosas y ninguna buena. Los campesinos de la zona habían huido con sus familias y animales, la mayoría se habían refugiado en el interior de Elatea, la población en cuyo exterior se desplegaron los primeros hombres de Flaminino.
La vanguardia romana se había distribuido formando un muro protector a fin de que el resto del ejército se desplegara detrás. Entre los principes se encontraba un hombre de rostro afable que respondía al nombre de Felix. Tenía el pelo oscuro y la tez amarillenta, y le sacaba una cabeza a la mayoría. Contempló las murallas de Elatea con resentimiento amargo, al igual que su hermano y sus compañeros. Elatea, con sus defensores en lo alto de las murallas, era un doloroso recordatorio de que la guerra no había terminado. Más hombres de su bando morirían aquí, pensó Felix sombríamente. No muchos, quizá, pero sí unos cuantos.
Conscientes de la proximidad de Livio, su comandante en funciones, nadie se quejó. En cambio, los principes se apoyaron en sus escudos, fueron dando sorbos al vino disimuladamente y esperaron a que pasara el tiempo y recibieran órdenes.
Felix llegó a la conclusión de que no pasaría nada hasta el día siguiente. Tras la caballería y los exploradores, que formaban la vanguardia del ejército, su unidad había sido una de las primeras en llegar, lo cual implicaba que hasta dentro de por lo menos tres horas no los alcanzaría la última parte de la columna, que tenía millas de longitud. Los carros, cargados de suministros y de las catapultas desmontadas, se desplazaban lentamente, al igual que el grupo de elefantes de guerra. Los rezagados seguirían llegando una vez puesto el sol y, hasta que se les indicara lo contrario, Felix y sus compañeros tenían que mantenerse alerta por si a los defensores de Elatea se les ocurría hacer una incursión.
Las posibilidades de un ataque parecían remotas: no se trataba de una fortaleza imponente erigida para proteger la frontera de Macedonia, sino de un pueblo pequeño con una muralla fortificada. Buena parte de la guarnición estaría formada por panaderos y carpinteros, herreros, curtidores y vendedores de vino, no soldados. Ni mucho menos serían los falangistas de Átrax, en cuyas lanzas sarissa los legionarios se habían roto como las olas en el muro de un puerto. Su centurión, Pullo, había sido la baja más dolorosa, pero también habían caído un montón de soldados rasos de la centuria, entre ellos su amigo Mattheus, siempre tan risueño. En otras batallas de comienzos del verano habían caído otros hombres. El contubernium original de la tienda de Felix había quedado reducido a tres hombres: él, su hermano Antonius y Fabius, el veterano gruñón que saltaba en cuanto alguien le preguntaba si era pariente de Fabio «el que retrasa».
—Ya no falta mucho —dijo una voz.
Felix se sobresaltó. Livio era optio pero tenía la exasperante costumbre de aparecer de la nada como los centuriones. Estaba al mando desde la muerte de Pulón. Felix le dedicó una mirada de desconcierto.
—¿Para qué, señor?
Livio sonrió de oreja a oreja y dejó al descubierto el hueco que tenía entre los dientes delanteros.
—Para que podáis empezar a excavar. La segunda mitad de la legión ya casi ha llegado.
Construir el foso defensivo que rodearía el campamento y, a continuación, el terraplén era mejor que luchar, pero Felix fue incapaz de transmitir entusiasmo.
—Sí, señor —musitó.
—La marcha ha sido larga. Me encargaré de que esta noche recibáis una ración de vino. —Livio se marchó y dejó a Felix boquiabierto. El viaje desde la fortaleza en la que Pulón había muerto había resultado sencillo y por terreno fácil. La única dificultad había sido el dolor que los afligía y Livio acababa de reconocérselo, aunque fuera de forma indirecta.
—Es un buen oficial —afirmó Felix entre dientes.
—Lástima que no vaya a ser nuestro centurión —dijo Antonius. Era más bajito y serio que Felix y cuatro años mayor.
Se rumoreaba que los altos mandos se habían quedado impresionados por la capacidad de Livio para mantener alta la moral de la centuria, destrozada tras la muerte de Pulón. El ascenso a centuriado no era tan extraordinario por actos heroicos similares, pero no era algo que los principes desearan para Livio, puesto que sería otra manera de perderlo.
—Los dioses desean que se quede con nosotros —afirmó Fabius, frotándose el amuleto fálico que le colgaba del cuello. La norma era que los oficiales jóvenes que sobrevivían conservaran el puesto.
—¿Quién va a ser el nuevo centurión? —preguntó Felix.
Un coro de «no lo sé» le llenó los oídos y sonrió. Sus compañeros no tenían por qué disponer de más información que él. «Esperemos que no sea un gilipollas como Matho», suplicó. Los dos hermanos habían servido en las legiones durante la guerra contra Aníbal. Hacía cinco años que habían sido licenciados de forma deshonrosa por el maléfico Matho tras la batalla de Zama. La vida de civil no les había ido bien y, cuando se declaró la guerra a Macedonia, se habían arriesgado a sufrir un duro castigo al alistarse de nuevo al ejército. Caprichosa hasta límites insospechados, la diosa Fortuna había vuelto a hacer que Matho se cruzara en su camino. El único testigo de su último enfrentamiento con él, que había acabado con la muerte de este, había sido un macedonio, un joven que, por suerte, estaba muerto.
—También necesitamos savia nueva —dijo Fabius—. ¿Desde cuándo existe un contubernium con solo tres hombres?
—No creo que pase en un futuro próximo —comentó Antonius.
—Es más probable que nos plantifiquen en la tienda de otros hombres que estén en la misma situación. —Felix alzó la voz para que le oyeran—. Esperemos que no sea la panda de cabrones de la siguiente fila. —Sonrió ante la retahíla de insultos y amenazas que recibió a modo de respuesta.
Pasaron unas cuantas horas más de un modo similar. Consciente de su necesidad de evadirse de la sombría realidad de la vida, Livio los dejó hacer. Aparte del ocasional destello de luz de un casco, no se apreciaba actividad desde lo alto de las murallas de Elatea. La situación resultaba alentadora, al igual que el hecho de que Antonius se fijara en que los defensores estaban cagados ante lo que preveían que ocurriría en días venideros.
Un manto de oscuridad cubría la llanura de la Fócida. En el interior de Elatea los perros intercambiaban ladridos, fieles a la mala costumbre que tienen los perros de noche. La paz reinaba en los grandes campamentos erigidos por las legiones de Flaminino. Los centinelas recorrían los pasadizos, vigilados a intervalos regulares por oficiales de bajo rango. Las catapultas que pronto causarían estragos en las defensas de Elatea se encontraban cerca de la zanja que daba a la ciudad. Era tarde y la mayoría de los hombres estaban acostados. Había un puñado de hogueras encendidas todavía entre las hileras bien formadas de las tiendas de los principes, incluida la de Felix, Antonius y Fabius. Habían recibido las órdenes al atardecer. Se había planificado para el día siguiente un ataque a Elatea en el que participarían los principes. Lo inoportuno de la noticia había hecho que el vino suministrado por Livio no se agotara. Nadie era tan tonto como para acabar borracho como una cuba ante una lucha inminente. Como si de un acuerdo tácito se tratara, no se habló del ataque.
—¿Qué harás cuando acabe la guerra? —Fabius acercó ligeramente los pies a los rescoldos antes de mirar a Felix y Antonius, repantingados encima de las mantas al otro lado de la hoguera—. Ya dejaste la granja en una ocasión, ¿podrías regresar?
—Lo volveré a probar —reconoció Antonius, tal como había hecho cada vez que se había hablado del tema durante las campañas de los dos veranos anteriores—. Para cuando acabe esta guerra, debería tener suficientes monedas para comprar mulas y un esclavo. Eso me facilitaría mucho la vida. —Lanzó una mirada a Felix en un intento de calibrar su interés, pero su hermano fingió no verle.
Fabius, que solo sabía que habían tenido una vida extremadamente dura en la granja, soltó un gruñido. Desvió la mirada hacia Felix.
—¿Y tú?
—¿Tú qué harás, viejo? —respondió Felix.
—¿Yo? Lo que siempre he dicho: voy a comprarme una taberna y me mataré bebiendo lentamente.
Felix resopló.
—¿Y cuánto vas a tardar?
—Muchos años, espero. —Fabius esbozó una sonrisa, algo poco habitual en él—. ¿Por qué no venís conmigo, vosotros dos? Sois jóvenes y fuertes, en las tabernas hacen faltan hombres así. Si estáis vosotros dos para ponerme en vereda, duraré hasta bien entrados los sesenta.
—Peor que nuestra última experiencia en ese mundillo no podría ser —reconoció Antonius—. Me duelen las costillas con solo recordarlo.
Felix se frotó el mentón, que le había dolido durante varios días después de una pelea con un bruto que casi los había aniquilado.
—¿Dónde sería?
Fabius lo miró con incredulidad.
—Soy de Roma. ¿En qué otro lugar iba a querer un hombre abrir una taberna?
—En Roma hay un montón de zonas mierdosas —terció Felix.
—¿Me tomas por un ingenuo? —replicó Fabius—. Lo sé. Podríamos decidir juntos la ubicación.
Felix lanzó una mirada a Antonius y luego a Fabius.
—¿Vamos a medias?
—Siempre y cuando podáis aportar un tercio del dinero cada uno, sí. —Fabius se escupió en la mano y se la enseñó a Felix.
Felix se echó hacia atrás.
—¿Qué te parece, hermano? Regentar una taberna tiene que ser mejor que trabajar con un arado todo el día. Mejor que partirse la espalda durante la época de la cosecha.
Antonius lo miró a los ojos y luego pasó a Fabius, que asintió con gesto alentador antes de volver a centrarse en Felix.
—Sí, ¿por qué no? —masculló—. Si no sale bien, la granja seguirá estando allí.
Los tres se estrecharon la mano con una sonrisa en los labios. Fabius sacó un odre de vino, algo tan poco habitual que Felix consideró que era otro motivo de celebración. En circunstancias normales, aquel comentario sarcástico habría amargado lo suficiente a Fabius como para negarse a compartirlo, pero esta noche se limitó a refunfuñar acerca de la juventud que no respeta a sus mayores y superiores. El odre viajó alrededor de la hoguera y los tres compañeros fueron dando pequeños sorbos mientras hablaban de su nueva aventura.
Fabius fue el primero en caer. En un momento dado hablaba entusiasmado de los vinos que podía comprarle a un viejo contacto que tenía en una granja al sur de Roma y, acto seguido, tenía la barbilla pegada al pecho y roncaba suavemente. Antonius no hablaba y Felix se dio cuenta divertido de que también estaba medio dormido. Felix se preparó para moverse. No es que hiciera mucho frío, pero la hoguera había quedado reducida a rescoldos. A pesar de la calidez que le proporcionaba el vino, la tienda estaba a apenas unos pasos y valía la pena levantarse para dirigirse a ella. Inclinó el odre y tragó las últimas gotas. Era una cosecha pasable, decidió.
Dio un codazo a Antonius y a Fabius para despertarlos y fue a vaciar la vejiga en la zanja que servía de letrina, cercana al muro más próximo a Elatea. Cuando terminó, Felix se alisó la túnica y se dispuso a volver sobre sus pasos. Lanzó una mirada casual a la pasarela cuando cayó en la cuenta de que no había oído las pisadas de ningún centinela mientras orinaba. No había nadie a la vista, lo cual resultaba curioso. Retrocedió un poco para ver mejor la muralla de tierra, que tenía la altura de dos hombres. Ni un alma.
Se sintió alarmado. Deslizó los pies para no hacer ruido y dio veinte y luego cincuenta pasos a lo largo de la base de la muralla. No había centinelas a la vista, pero una reveladora silueta boca abajo hizo que se le secara la boca. Felix observó las tiendas más cercanas, pero no veía ni oía nada que sugiriera que los atacantes hubieran entrado en el campamento. Se debatió consigo mismo. Si daba una falsa alarma, recibiría un castigo. Decidió que era preferible ver cómo estaba el hombre y se acercó con sigilo a la escalera más próxima.
Trepó por ella con el corazón palpitante, mirando rápidamente a izquierda y derecha a lo largo de la pasarela. Cuando llegó a media altura vio una segunda figura desplomada en posición sentada. Debía de ser otro centinela. Actos indeseables a la vista, pensó Felix mientras se le aceleraba el pulso. Al final resultaba que los elateos sí que tenían agallas. Se agachó por debajo de la parte alta de la muralla y fue corriendo hacia el siguiente centinela. El hombre yacía boca abajo y estaba impertérrito. El charco oscuro que le rodeaba el cuello era la siniestra advertencia de lo que le había sucedido. Felix hundió los dedos en el líquido para estar seguro y lamentó haberlo hecho. Cerca había un garfio del que colgaba una cuerda que serpenteaba por encima de la muralla, así era como el enemigo o enemigos que habían matado al centinela habían subido. No se veía ni a un alma en toda la pasarela, lo cual implicaba que aquel muro carecía de defensa, pero lo extraño era que no hubiera ni rastro de los atacantes en el interior del campamento.
Cuando se arriesgó a lanzar una mirada por encima de las fortificaciones, se llevó una enorme sorpresa. Docenas de figuras se cernían alrededor de las dos catapultas grandes que habían abierto un boquete en los muros de Átrax. Las antorchas les parpadeaban en la mano; el olor penetrante e inconfundible de la brea inundaba el ambiente.
Felix se puso en pie de un salto y bramó la alarma a todo pulmón.
Algunos atacantes giraron la cabeza y se apresuraron a prender las catapultas.
Felix oyó que los centinelas de los otros muros repetían su llamada; había hombres que se ponían en marcha en las tiendas más cercanas. Sin embargo, iban lentos, demasiado lentos. Las llamas ascendían por el lateral de una de las catapultas y los atacantes habían pasado a la segunda arma. Se planteó despertar a Antonius y a Fabius, pero eso también le quitaría demasiado tiempo. Maldiciéndose por ser tan imbécil, Felix quitó el tahalí y la espada al centinela muerto. Arrojó la jabalina y el escudo del hombre al foso defensivo, comprobó que el garfio era seguro y se colgó del muro. Bajó por él poniendo una mano encima de la otra y apoyando los pies en la pared. Hizo una pausa en el fondo para observar a los atacantes. Ninguno parecía haberse percatado de su descenso. Tampoco es que fueran a preocuparse por un solo hombre, decidió Felix con determinación. Atisbó hacia el interior de la zanja pensando que, al menor paso en falso, acabaría con un abrojo en el cuerpo, como poco. De todos modos, tenía que actuar. Se sentó apoyando las manos en el borde y bajó.
Fue a parar de pie en un punto seguro y, acto seguido, se agachó para localizar el escudo y la jabalina. Fortuna le sonrió; habían ido a parar cerca. Intentó palpar los abrojos con la yema de los dedos, recuperó los dos objetos y los alzó por encima del borde de la zanja. Rezando para que nadie le estuviera esperando para descalabrarlo, salió de la trinchera como pudo.
Ninguna persona se había dado cuenta. Aunque la primera catapulta que había ardido seguía emitiendo luz, los atacantes se afanaban por incendiar la segunda. Por algún motivo, no había prendido con la facilidad de la primera, pero, dados sus esfuerzos denodados, no tardarían demasiado en conseguirlo. Felix vaciló. Había dado la voz de alarma, él solo no podía extinguir el fuego y los atacantes enseguida serían repelidos. ¿Por qué jugarse la vida?
Uno de los atacantes se giró y lo vio.
Felix tuvo tiempo de pensar en lo puñetera que era Fortuna y entonces se puso a hacer señas a unos compañeros imaginarios y a gritar:
—¡Vamos, hermanos! ¡Seguidme! —Lanzó la jabalina y se la clavó a uno de los enemigos entre los omóplatos. Acto seguido, bramando como si fuera una centuria de legionarios, en vez de un solo hombre, desenvainó la espada y corrió hacia las catapultas en llamas.
El hombre que le había visto estaba nervioso. Le arrojó la lanza con mala puntería y ni siquiera pasó silbando cerca de Felix.
Felix le atacó enseguida. El tachón hizo que el asaltante se tambaleara hacia atrás y cayera de culo. Felix lo dejó a sus espaldas y se acercó a un segundo hombre que, presa del pánico al verle la expresión salvaje, se giró y echó a correr. Felix lo apuñaló en la espalda y siguió avanzando. Dos atacantes unieron fuerzas, uno se colocó a la izquierda de Felix y otro a la derecha. «Soy hombre muerto», pensó. «Habrán visto que estoy solo.» Pero en un abrir y cerrar de ojos se percató de la situación: el de la izquierda era jovencito. Echó a correr. Le asestó un buen golpetazo con el escudo, le clavó la espada y el joven se desplomó, gimoteando como un bebé arrancado de la teta de su madre.
Felix giró en redondo porque desconfiaba del segundo atacante. El hombre, sin embargo, vacilaba. Era barrigón y sujetaba el escudo y la lanza como un recluta, no llegaba a la categoría de soldado. Felix sintió un atisbo de esperanza. Atacó sin ver la antorcha que había tirada por el suelo. Resbaló, perdió el equilibrio, tropezó hacia delante y cayó de morros. Su oponente profirió un grito triunfante y se le acercó, lanza en alto.
—¡ROMA! —El grito se oyó desde cierta distancia, pero lo entonaban cientos de voces—. ¡ROMA!
Felix dio un respingo, pues seguía esperando una lanza en la espalda.
No recibió ninguna estocada. Se oían pisadas muy fuertes. Los hombres se gritaban entre sí en griego. Felix se dio la vuelta, incapaz de dar crédito a su suerte. Un soldado con experiencia le habría matado antes de salir corriendo, pero el barrigón se había dejado vencer por el miedo y había preferido salvar el pellejo.
Una extraña quietud se apoderó del ambiente. Se oyó el crujido de la madera. Las catapultas irradiaban calor. Felix se puso en pie. Ahora las dos piezas de artillería estaban en llamas; si intentaba extinguir el fuego, quedaría gravemente herido. Se mantuvo a una distancia prudencial y llegó a la conclusión de que ya había tentado lo suficiente a Fortuna por una noche.
El asedio a Elatea iba a ser más complicado de lo que todos habían supuesto.
II
Tempe, en la frontera de Macedonia
Unas colinas onduladas marcaban la frontera septentrional de la llanura de Tesalia. Discurrían de oeste a este, hasta llegar al mar Egeo. Atrás quedaban unas cimas envueltas en nubes, parte de la cordillera que circundaba Macedonia. A unos setenta stadia hacia el interior, lejos de toda población, un desfiladero marcaba un curioso sendero hacia el norte. El hecho de que varios peltastas —tracios de rostro fiero, macedonios y tesalianos alerta— hicieran guardia era una señal de los tiempos que corrían. Sus caballos pastaban por la hierba corta de las proximidades.
A media mañana se produjo un hervidero de actividad cuando media docena de jinetes emergieron del estrecho paso de montaña. En cabeza y montado en un semental gris y animoso iba Filipo, el quinto con ese nombre, gobernante de Macedonia. Esbelto, de ojos vivos y con la barbilla cubierta por una barba pulcra, vestía un sobrio quitón y unas sandalias. Un kopis en una sencilla vaina le colgaba del tahalí que llevaba al hombro. Agradeció los saludos y gritos de los centinelas con un gesto amistoso de la mano.
—¿Alguna novedad? —preguntó el rey.
El hombre más cercano acudió corriendo.
—No, señor.
—¡Berisades! —exclamó el monarca con placer genuino. El peltasta tenía edad suficiente para ser su padre; llevaba por lo menos dos décadas sirviendo en el ejército.
—Saludos, señor. —Berisades desplegó una amplia sonrisa. Era alto, larguirucho y con la piel del color de una nuez a consecuencia del sol. Vestía un quitón sujeto con un cinturón y unas sandalias.
Filipo se inclinó hacia abajo para estrechar la mano de Berisades.
—Me alegro de verte.
—Yo también, señor. Habéis venido a dirigirnos hacia el sur. Vuestra última victoria está en boca de todos. Los hombres están ansiosos por dar otra buena tunda a los romanos.
—Nada me produciría mayor placer. —Filipo se tapó la boca con el dorso de la mano y susurró sonoramente—: ¿Pero no preferirías calentarte los huesos junto al hogar en tu casa?
—No, señor, os seguiré —afirmó Berisades. Al ver la sonrisa de Filipo, añadió meneando la cabeza—: Os burláis de mí, señor.
—Lo hago porque sé que tienes un corazón de león, Berisades. —Filipo lanzó una mirada por encima del hombro hacia sus compañeros y exclamó—: ¿Veis a este hombre? Es el más valiente de todos mis soldados. Lleva tres decenios aquí y sigue marchando a la guerra. Leal y aguerrido, Berisades siempre será honrado.
Turbado, Berisades movió sus pies descalzos y encallecidos con nerviosismo.
—No hacía falta que dijerais tal cosa, señor.
—Nunca he pronunciado palabras más ciertas —repuso Filipo con cariño—. Ahora tengo que marcharme, discúlpame, Berisades, pero hablaremos pronto, con la venia de los dioses. Mantente alerta para cuando lleguen los carros. Al atardecer llegará vino y venado para todos. Encárgate de que todo el mundo sepa que viene de mi parte; es un pequeño gesto de agradecimiento por los días que habéis pasado aquí.
Sonriendo de oreja a oreja, Berisades inclinó la cabeza.
—Mil gracias, señor.
Filipo se marchó a caballo no sin antes despedirse con la mano. Frenó el caballo cuando había recorrido cierta distancia de la llanura.
—¿Menander?
—Estoy aquí, señor. —Un noble fornido a punto de dejar la mediana edad guio a su montura al lado de la del rey—. Muy bien hecho, señor.
Filipo le lanzó una mirada.
—Es difícil encontrar hombres que superen a Berisades.
—Y habéis estrechado el vínculo con él incluso más todavía, señor. Hablará de vos durante días. Igual que sus compañeros. Habrían hablado de todos modos, dada vuestra visita, pero el vino y la carne... ha sido un gran acierto.
—Si demuestras a tus hombres que te preocupas por ellos, lucharán mejor.
—Siempre ha sido vuestro estilo, señor. —Los ojos de Menander destilaban un profundo respeto.
Filipo hizo un gesto con el brazo para incluir toda la vista, una extensión de campos de rastrojos y colinas suaves. A lo lejos, por el sudoeste, las murallas de Larisa apenas resultaban visibles.
—Bonito paisaje.
—Sí que lo es, señor, y todavía más porque no hay romanos a la vista.
—Cierto. —Filipo revivió la satisfacción que había sentido al recibir las noticias trascendentales de Átrax. Tras un verano lleno de contratiempos, la victoria había hecho mucha falta. Cabía lamentar que el éxito no hubiera sido completo; el general romano Flaminino había sufrido muchas bajas, pero ni mucho menos arrolladoras. Para colmo de males, la campaña del año, que debería estar tocando a su fin, se estaba prolongando. Tras los vientos y lluvias recientes, había llegado una época de tiempo cálido poco habitual para la estación, que parecía que iba a continuar un poco más. Por consiguiente, las legiones seguían estando por ahí. Filipo lanzó una mirada a Menander—. ¿Ha habido alguna comunicación?
—Sí, señor. Como sabéis, el ejército de Flaminino marchó al sur. Las últimas noticias indican que rodeó el golfo Maliaco y que atravesó las puertas de fuego hace dos días.
—Está decidido a asediar Elatea, tal como yo pensaba. Si controla el área circundante, nos resultará imposible lanzar un ataque terrestre por Beocia desde Calcis. —Calcis, la fortaleza del rey en la isla de Eubea, era de vital importancia. Filipo llegó a la conclusión de que Flaminino parecía consciente de ello.
—Estáis pensando que deberíais haber enviado más soldados a Elatea, señor. —Hacía apenas unos días, Filipo había ordenado a una speira de falangistas que se desplazaran hasta el sur para reforzar la guarnición.
—Qué bien me conoces. —Filipo sonrió arrepentido y apesadumbrado.
—¿Y si los hubierais enviado y la ciudad hubiera caído de todos modos?
—Lo sé, pero me mortifica pensar en perderla. —Una mueca—. Supongo que, aunque hubiéramos conservado la ciudad, la posibilidad de trasladar a las tropas desde Calcis era complicada.
—Con un poco de suerte, recibiremos noticias alentadoras desde Elatea, señor. Los lugareños enviaron a un mensajero hace unos días diciendo que intentarían incendiar las catapultas de Flaminino durante un ataque nocturno.
—Que los dioses los acompañen. Sin embargo, aunque lo consigan, Elatea no es una fortaleza.
—No lo es, señor, y el asedio deja la suerte de la Fócida en el aire. Y de Beocia. —Aquellas dos regiones, históricamente afines a Macedonia, se encontraban al sur, en la ruta a Atenas.
—Todos los que están en un radio de quinientos stadia deben de estar planteándose cuándo Flaminino llamará a su puerta. —Filipo cerró el puño en un gesto de frustración—. Yo muy poco puedo hacer, la verdad. Si envío más tropas, debilitaré a mi propio ejército.
—Lo sé, señor.
Filipo no dejaba de darle vueltas al asunto. Señaló la llanura vacía por segunda vez, impulsivo de repente.
—Si marcháramos hacia el sur, tendríamos muchas posibilidades de sorprender a las legiones en el exterior de Elatea.
—En terreno llano la falange aniquilaría a los romanos, señor, pero quizá no sea tan sencillo. ¿Y si Flaminino deja exploradores para vigilar las Termópilas, o un lugareño en busca de dinero le informa de nuestro paso? Si las legiones se las ingeniaran para tendernos una emboscada, el ejército estaría lejos de casa.
—Las personas juiciosas son el flagelo de los ataques sorpresa —sentenció Filipo meneando la cabeza con pesar—. Mas en este caso, Menander, vuelves a tener razón. Si Elatea cae, habré perdido una única speira y una ciudad aliada, pero si la falange se viniera abajo, Macedonia se quedaría indefensa. A eso no me puedo arriesgar, todavía no. —Menander puso cara de alivio y Filipo se echó a reír.
Ojalá hubiera escuchado más a menudo a Menander en el pasado en vez de a Herakleides, el tarentino con un pico de oro pero traicionero. Por lo menos, ya se había librado de él. Una vez desenmascarado como traidor, el tarentino había muerto a manos de los torturadores, bajo su atenta mirada.
—Lo sé —repitió—. Tengo que olvidarme de Flaminino por ahora, y de la Fócida y Beocia. No avanzará hacia Macedonia antes del invierno. Ha llegado el momento de que nos planteemos nuestras opciones, reunamos a nuestras fuerzas y nos preparemos para la primavera.
—Sabio consejo, señor.
—Estaría bien que la neutralidad de Acaya continuara, ¿verdad? Pero no caerá esa breva. Están en una posición imposible, con la flota romana en su costa norte y Flaminino no mucho más lejos. Mientras tanto, Nabis de Esparta acecha en la frontera del sur y del este como un lobo hambriento. —Tanto Acaya como Esparta estaban en el Peloponeso.
—No me extrañaría que los aqueos rompieran pronto la lealtad hacia Macedonia, señor.
—Basta ya de hablar de los cerdos de los aqueos. Tampoco pienso gastar saliva con Etolia. Enviará al máximo de hombres a unirse a Flaminino cuando ataque Macedonia. —La ciudad-estado de Etolia era el enemigo acérrimo del rey. Filipo hizo un gesto de impaciencia—. Como es habitual, estamos rodeados de enemigos, o de aquellos que no se decantan por ninguno de los dos bandos.
—No olvidemos Acarnania, señor. Se mantiene leal —apuntó Menander.
—Suena duro, pero Acarnania está demasiado lejos para recibir ayuda. No quieran los dioses que pidan ayuda alguna vez. Lo único que podré enviarles serán palabras de aliento.
Se hizo un silencio incómodo.
—A estas alturas, el año pasado fuimos juntos a cazar. ¿Te acuerdas? Peritas iba conmigo. —El recuerdo de su perro preferido iluminó de felicidad el rostro de Filipo durante unos instantes.
—Lo recuerdo, señor. Los sabuesos acorralaron a un buen jabalí.
—Y hablábamos de lo mismo.
Menander vio cómo Filipo ensombrecía el semblante.
—Hace un año no habíais derrotado a Flaminino, señor. Aunque Átrax no ganara la guerra, puso de manifiesto la debilidad del enemigo. En terreno llano o en un espacio confinado, una falange puede derrotar a una legión.
—Por desgracia, los dioses llenaron Grecia y Macedonia de montañas.
Los dos se echaron a reír Filipo barrió con el brazo de izquierda a derecha, por encima de la llanura.
—Tesalia dispone de mucho terreno adecuado. Si convencemos o, mejor dicho, engañamos a Flaminino para entablar batalla aquí, tenemos posibilidades de vencer. —A pesar de sus palabras combativas, Filipo sabía que se encontraba en una posición más débil que en el pasado. Desprovisto de casi todos los aliados, atrapado literalmente en el interior de Macedonia, poco podía hacer aparte de esperar el regreso de Flaminino. Esa prueba sería mucho más dura que los enfrentamientos del verano recién terminados—. Flaminino no es tonto.
—¿Señor?
—Para hacerle desplegar las legiones aquí necesitaríamos un ardid digno del mismo Zeus.
—Los augurios han sido propicios últimamente, señor.
—Las buenas palabras de los sacerdotes poco significan, es de todos sabido —aseveró Filipo con tranquilidad—. Tenemos que construirnos nuestra suerte lo mejor que sepamos. Los dioses harán lo que les plazca, como siempre.
Se produjo un breve silencio antes de que Filipo volviera a hablar.
—Existe otra posibilidad que no hemos barajado.
—¿Señor?
—¿Antíoco?
—¿El emperador seléucida?
—Ese mismo. —Antíoco era el gobernante de un vasto imperio que se extendía desde Asia Menor y Siria hasta India. No era gran amigo de Filipo, pero de todos modos habían llegado a un acuerdo secreto en el pasado—. Él seguro que está al corriente de las intenciones de Roma aquí y en Grecia.
—Si no me equivoco, se está frotando las manos, señor. Vuestra derrota le beneficiaría, pensad en los mensajes recientes de vuestros espías sobre el acuerdo al que ha llegado con los rodios. Entre ambos intentan capturar todos vuestros pueblos y ciudades de Asia Menor y las islas Cícladas.
Filipo lo reconoció apesadumbrado.
—Estaba claro que sucedería eso mientras estoy aquí a merced de Flaminino. La idea que tengo desviará la atención de Antíoco de Asia Menor. Le propondré una alianza militar contra Roma.
—Permitidme que os diga, señor, que considerará que vuestra situación es precaria, por decirlo de alguna manera —advirtió Menander—. Aunque aceptara, ¿no es probable que prometa mucho, cumpla poco y observe desde una distancia prudencial el desarrollo de la guerra contra Flaminino?
—Por supuesto que sí.
—En tal caso, señor, ¿por qué plantearse llegar a un acuerdo con él?
—Ni siquiera un emperador puede dormirse en los laureles, Menander. Los antepasados de Antíoco perdieron la mitad de sus territorios por culpa de rebeliones declaradas a lo largo del último siglo. Ha tardado años en reconquistarlos. Debería saber que las legiones romanas —después de su victoria contra Aníbal— son un enemigo temible. También debe de ser consciente de que, si Macedonia cae, la atención de Roma pronto se desviará hacia el este, hacia su imperio. Si Antíoco enviara ni que sea una pequeña parte de su ejército a Grecia, juntos aplastaríamos a las legiones de Flaminino, protegiendo así el imperio.
Menander se mesó la barba, gesto habitual cuando se quedaba absorto en sus pensamientos.
—¿Y bien?
—Si aceptara, señor, y derrotarais a Flaminino, Antíoco aprovecharía entonces que está más afianzado en Grecia para intentar derrocaros.
—Por supuesto que sí. Sin embargo, eso no es más que un posible problema, mientras que las legiones de Flaminino están apostadas en la Fócida en este preciso instante.
Menander suspiró antes de añadir:
—Si estáis convencido, señor... Nunca pensé que llegaría el día en que nos aliáramos con los seléucidas.
—Ni yo, pero quizá funcione. Tenemos poco que perder. Si Antíoco se niega, nos quedamos como estamos..., es decir, en situación precaria. Si acepta, nos encontraremos en una posición mucho más fuerte, aunque deberíamos ser conscientes de su posible traición más adelante.
—Cierto, señor. —Menander inclinó el cuello en señal de aceptación.
Filipo se imaginaba la llanura tesaliana llena de una falange inmensa. Juntos, pensó, sus falangistas y los de Antíoco alcanzaban fácilmente los veinticinco mil hombres.
Las legiones de Flaminino nunca se atreverían con ellos.
III
En el interior de Elatea
Hacía poco tiempo que había amanecido. Habían transcurrido dos días desde la aparición de las legiones en el exterior de la ciudad. Demetrios se encontraba en las almenas, observando el campamento enemigo. Los rayos del sol titilaban desde una parte del peto de bronce que resultaba visible bajo la capa. De altura media, musculoso, tenía el pelo castaño despeinado y un rostro afable y ancho. Tenía el casco colgado del escudo aspis en la pasarela; su larga sarissa estaba colocada en paralelo a la de su amigo Kimon, el siguiente centinela a su izquierda.
Demetrios caminaba ruidosamente de un lado a otro. Había sido una noche larga y en blanco. Tras el éxito del incendio de la catapulta, todos habían imaginado que los romanos montarían un ataque a modo de represalia; anticipándose a ello, el comandante de la guarnición, un anciano robusto llamado Damophon, había ordenado que hubiera dobles centinelas del amanecer al anochecer. Sin embargo, no había sucedido nada.
Demetrios miró a Kimon, que bostezaba.
—¿Te toca comprar el pan?
—Por mucho que intentes librarte, te toca a ti, como ya sabes. —Kimon tenía el pelo más bien largo y una nariz exageradamente grande. Consideraba amigo a todo el mundo hasta que se demostrara lo contrario, característica que a Demetrios le gustaba, aunque no la compartiera. En su opinión, la amistad tenía que ganarse una y otra vez.
—No, no me toca —replicó—. Antileon, debe de tocarte a ti.
Antileon, el tercer miembro de su grupito, soltó un bufido. Era alto, musculoso y de pelo rizado, y lo que más le gustaba era armar bulla por nada. Como solía decir Demetrios, Antileon era capaz de pelearse con una estatua. A pesar de ese vicio, era valiente y amigo leal.
—Yo lo compraré... con tus monedas. —Tendió una mano regordeta.
Se echaron a reír, contentos y aliviados. La victoria conseguida en Átrax les había dejado la moral por las nubes; el hecho de que su speira hubiera sido enviada a Elatea por Filipo en persona parecía un reconocimiento a su labor, pero, desde la llegada de las legiones de Flaminino, el estado de ánimo de los falangistas se había ensombrecido. El Tártaro les volvía a hacer señas.
En el campamento enemigo sonaron las trompetas y Demetrios notó el aguijón del miedo con el que ya estaba familiarizado. Ansioso por no dejarse embargar por él, reconoció:
—Me has pillado. Me toca a mí.
—Como si nos hubiéramos tragado que no te tocaba —dijo Kimon mientras Antileon se burlaba de él.
Demetrios había espiado a sus sustitutos. No era peligroso abandonar el puesto; ansioso por dejar de pensar en las legiones que se encontraban más allá de los muros, decidió gastar una broma a sus amigos.
—¿Queréis que compre el pan? Pilladme —los retó. Pasó rozando al lado de Kimon antes de que tuvieran tiempo de reaccionar. Echó a correr.
La pareja le persiguió de inmediato. Como era el que estaba más lejos, Antileon partía en desventaja, pero su poderío le permitió alcanzar a Kimon enseguida e incluso superarle. La ventaja menguó casi de inmediato. La pasarela era estrecha y traicionera por culpa de los ladrillos sueltos que pisaban. Cada treinta o cuarenta pasos había un centinela, y no todos ellos los vieron venir. Esquivó a los primeros, pero uno que estaba más alerta lo tomó por un ladrón y lo agarró del brazo, y dijo a Kimon y a Antileon que había pillado al cabrón.
Las protestas de Demetrios fueron en vano; hasta que el bienintencionado no vio cómo se carcajeaban sus amigos, no lo soltó. Como perdió la ventaja, Kimon casi le alcanzó con un arranque de velocidad inaudito. Demetrios se salvó gracias a una torre esquinera. Cruzó como un rayo la primera puerta, dejó atrás a un trío de hombres asombrados que estaban sentados alrededor de un brasero encendido y consiguió cerrar la segunda puerta casi en las narices de Kimon.
Continuaron a lo largo del muro septentrional. Demetrios gritaba a los centinelas que se apartaran. Un chucho esquelético, uno de los muchos que vivían en los callejones de la ciudad, supuso que iba tras él y bajó disparado por unas escaleras, con el rabo entre las patas. Las palomas se desperdigaron por el aire fresco. Un anciano desconcertado que había ido a inspeccionar al enemigo le hizo una reverencia solemne; sonriendo, Demetrios saludó a modo de respuesta.
Para cuando hubo salido de la torre esquinera que abarcaba parte de los muros norte y este, Kimon se había rendido y estaba decaído. Antileon continuaba la desoladora persecución, pero cada vez que estaba a punto de alcanzar a Demetrios, este hacía un esprint. Ahora que había ganado la pugna sin duda tenía que comprar el pan de la mañana, pero daba igual, por lo que aflojó el paso. Menos mal que lo hizo. Un líder de la cuarta fila al que reconoció apareció en lo alto de la siguiente escalinata, dispuesto a comprobar el estado de sus hombres. Por suerte, un nutrido grupo de romanos que marchaban más allá de las murallas llamó la atención del oficial. Demetrios pudo pasar de largo con gesto desenfadado y guiñó claramente el ojo al centinela que estaba más cerca.
Seguro por fin, y más consciente si cabe de los quejidos de su estómago, imaginó los dulces que vendían en su panadería preferida. Aunque el efecto del asedio pronto se notaría, todavía no sufrían escasez. Sendos pastelillos de miel para Kimon y Antileon, y dos para él, decidió Demetrios. Si querían más, que se los pagaran de su bolsillo.
Cuando llegó al punto en el que había empezado la carrera, lanzó una mirada hacia el campamento romano. Poco sucedía, al menos hasta el momento. No vio a Kimon hasta que fue demasiado tarde. Su amigo le abordó de repente y lo empotró contra la pasarela.
—¿Quién es ahora el listo? —preguntó Kimon con aire triunfal.
Demetrios esbozó una sonrisa de arrepentimiento y pesar mientras se levantaba.
—Yo no.
Antileon llegó y le dio un par de patadas no demasiado suaves.
—Listillo.
—¿Ninguno de vosotros quiere un pastelillo de miel? ¿Ah, sí que queréis uno? —Demetrios dio un empujón a Antileon—. Pues entonces mejor que seáis amables conmigo.
—Aquí están los palurdos, balando como los corderos que son —dijo una voz—. Nada cambia.
—Lárgate, Empedokles —dijeron Kimon y Antileon al unísono.
—Llegas tarde —dijo Demetrios con desdén. Ya había superado la sensación de sentirse aliviado: Empedokles y los demás debían de haber estado cotilleando al pie de las escaleras mientras él y sus amigos correteaban alrededor de los muros.
Observó a Empedokles mientras trepaba y recordó cómo el falangista robusto y de pelo ondulado la había tomado con él en cuanto se habían conocido. Su desagrado había ido a más cuando Demetrios le había ganado por sorpresa en dos de las cinco rondas del pankration. Al cabo de unos meses, Empedokles había intentado herirle gravemente durante la instrucción; más tarde, Demetrios había estado a punto de dejar que unos ladrones le cortaran el cuello en un callejón. Huelga decir, pensó Demetrios, que su relación se había agriado desde entonces.
Empedokles alzó la mirada e hizo una mueca.
—La última vez que oí que Simonides te mencionaba, Empedokles, dijo que eras de una granja. Eso te convierte también en un palurdo —se burló Demetrios—. ¿O acaso Simonides mentía? —Su líder de fila era un soldado callado pero aguerrido y era preferible no contrariarle.
Empedokles murmuró algo.
—No lo he pillado —dijo Demetrios, observando los gestos alentadores de sus amigos.
—Simonides no miente.
—¡O sea que tú también eres un palurdo! —se mofó Demetrios. Oyó que Andriskos y Philippos, los dos hombres que acompañaban a Empedokles, se carcajeaban también. A Demetrios se le ablandó el corazón. Empedokles era uno de los cuatro primeros de la fila, pero sus desprecios y modales desagradables le privaban del aprecio de los hombres.
—Escuchad a este mocoso bocazas —exclamó Empedokles—. Con una ronda o dos de pankration te pondré en tu lugar. ¿Te apuntas más tarde?
—Estuve a punto de ganarte hace cuatro años —dijo Demetrios—. Estoy seguro de que ahora te derrotaría, y boxeando también. Tú dirás cuándo.
Un ruido desdeñoso.
—Simonides no lo permitiría. —Empedokles dio su típica respuesta.
—No tiene por qué enterarse —espetó Demetrios, fingiendo que no temía la reacción de Simonides. Conscientes de su enemistad, su líder de fila les había prohibido luchar, boxear o enfrentarse en el pankration entre sí porque, según dijo, tal pelea acabaría con uno de los dos lisiado o muerto.
—¿Por qué no podéis aparcar vuestras diferencias? Estáis casi al lado en la fila, tenéis un enemigo común y tal. —Philippos, que estaba justo detrás de Empedokles, soltó una sonora carcajada. Era un hombre grandullón de gran corazón y era como un padre para Demetrios—. Andriskos y yo nos llevamos bien. Aparte de los pedos que se tira, claro, que acabo tragándome cada vez que estamos en fila.
Hasta Empedokles rio entonces.
Andriskos, que estaba un escalón por debajo de Philippos, sonrió pero no hizo ningún intento para negar la acusación de este último. Andriskos era un soldado excelente, además de guapo, e iba el segundo en la fila, detrás de Simonides; Philippos iba a continuación y Empedokles detrás de él. Luego estaba el nuevo líder del cuarto de fila, Taurion, que sustituía a Dion, muerto en Átrax.
No había ninguna posibilidad de que fueran amigos, pensó Demetrios mirando enfurecido a Empedokles, que lo observaba con la misma expresión. Habían pasado demasiadas cosas. Si había una lección que aprender de lo desagradable de la situación era que, como sexto de la fila, iba por detrás de Empedokles en vez de al contrario.
Era un pequeño consuelo.
Demetrios no se sorprendió cuando las trompetas convocaron a todos los falangistas a los muros al cabo de una hora más o menos después de la carrera con Kimon y Antileon. A pesar de la pérdida de las catapultas, o quizá debido a su pérdida, el general romano Flaminino estaba impaciente por proseguir el asedio. También le influyeron otros factores. Al amanecer, todas las tiendas del campamento estaban cubiertas por una gruesa capa de rocío; era innegable que el ambiente transportaba el olor húmedo del otoño. Unos grandes bancos de nubes llenas de lluvia venían del mar, prueba irrefutable del cambio de estación. Si había que tomar Elatea antes de la primavera, había que hacerlo rápido.
El retumbo de las trompetas todavía no se había apagado cuando sonó la voz de Simonides instando a sus hombres a prepararse de inmediato.
Demetrios se deleitó con un último bocado; se había guardado los pastelitos para el final.
—Por lo menos tenemos el estómago lleno, ¿no?
—Sí. —Antileon pasó un dedo por el plato para recoger los últimos restos de miel—. Lástima que no hubiera más.
—Cómpranos todos los que quieras cuando te toque —dijo Kimon, guiñándole el ojo a Demetrios.
Se oyeron unos cuantos insultos bienintencionados entre los amigos mientras se vestían y se armaban. Nadie se apresuró. Independientemente de las intenciones de Flaminino, las legiones tardarían en salir de sus campamentos. Kimon y Antileon llevaban las cotas de malla que habían arrebatado a los romanos muertos en Pluinna el año anterior; se protegieron la cabeza con unos sencillos cascos pilos. Demetrios había tenido armaduras similares, pero ahora era el orgulloso propietario de una serie de objetos de bronce, regalo de Filipo por haberle salvado la vida.
Los componentes de la speira estuvieron listos enseguida. Con la única ausencia de los que estaban cubriendo el turno de centinelas, se formaron las filas, con los áspides y las sarissae todavía desmontadas a hombros. Conducidos por los líderes de fila, los falangistas salieron con paso pesado del ágora, el único lugar de Elatea con capacidad suficiente para dar cabida a sus tiendas. La fila de Simonides ocupaba una posición en el muro occidental, el que estaba de cara al mayor campamento romano.
El recorrido ya se había convertido en una costumbre: primero pasaban por las oficinas municipales y luego por un templo dedicado a Zeus. Después venía la calle adoquinada que conducía a la puerta occidental, flanqueada por comercios: bodegas y restaurantes de frente abierto, frecuentados ambos por los falangistas, junto a los locales de los herreros y los de los ceramistas, carpinteros y curtidores.
Las calzadas estaban atestadas; daba la impresión de que toda la población, aparte de quienes ya estaban en las murallas, había acudido a observar la marcha de los falangistas para defender a su ciudad. Se respiraba un ambiente sombrío. Se oyeron algunas voces de aliento, pero la mayoría de la gente se limitaba a mirar. Los ancianos encorvados mascullaban entre sí. Las viejas con pelos en la barbilla murmuraban oraciones para pedir la bendición de los dioses. Las mujeres en edad fértil, cuyos maridos formaban parte de la guarnición, observaban en silencio y con expresión preocupada. Las niñas se escondían detrás de sus madres, contemplando con ojos como platos las filas intimidantes de soldados, mientras unos cuantos de los muchachos más osados caminaban junto a ellos dando grandes zancadas y con unos recortes de madera que fingían ser sarissae.
El ambiente contenido resultaba incómodo, por eso supuso un gran alivio que una mujer mayor y rechoncha se separara de la muchedumbre arrastrando los pies para plantar unos besos húmedos en todo falangista que alcanzara. Acelerando el paso, Demetrios consiguió evitar sus garras, al igual que algunos de los hombres que tenía al lado. Sin embargo, Kimon no logró zafarse. Sus compañeros soltaron unos gritos estridentes cuando la vieja lo abrazó y él apenas esbozó una sonrisa forzada. Envalentonada, la mujer le pellizcó el culo y le dijo que, si luego tenía tiempo, le haría pasar un buen rato.
Lo alarmante de la imagen hizo carcajearse de un modo incontrolable a todo aquel que oyó la proposición. Demetrios y los demás no dejaron tranquilo a Kimon durante el trayecto hasta las murallas.
—Vale la pena ganar la batalla ni que sea para veros pasar una noche juntos —se despachó a gusto Antileon, secándose las lágrimas de risa.
—Me gustan hechas y derechas —gruñó Kimon—. Pero nunca he dicho que me gustaran las abuelas.
El jolgorio cesó en lo alto de las escaleras, donde Stephanos, el comandante de la speira, los aguardaba con expresión desolada.
—Intercalaos entre los lugareños —ordenó—. Un falangista por cada tres lugareños.
A nadie le gustaba que le separaran de sus compañeros, pero la orden tenía sentido. Como mucho, uno de cada diez elateos tenía formación militar; pocos rostros de la pasarela reflejaban algo distinto al terror.
La aprensión de los lugareños era comprensible, pensó Demetrios con desolación cuando encontró un lugar en un punto medio del muro. El terreno llano que se extendía ante la ciudad estaba hasta los topes de fuerzas enemigas. Si una parte, por pequeña que fuera, accedía a las murallas, Elatea caería. Volvían a tener la necesidad perentoria de gozar de los favores de los dioses, pero no parecía que fueran a tener tal fortuna. Existían muchas posibilidades de que aquel lugar se convirtiera en su tumba.
El vecino que tenía a la derecha, un hombre rechoncho con un corsé de lino que no era de su talla, le sacaba por lo menos diez años a Demetrios y parecía no haber utilizado su lanza de hoja oxidada desde hacía muchos años, si es que había llegado a usarla. El hombre la apoyó contra la mampostería y le tendió una mano sudorosa.
—Eurykleides.
—Demetrios. —Rodeó las dos partes de su sarissa con un brazo para que no se cayeran y estrechó la mano de Eurykleides.
—¿Fue así de terrible en Átrax?
—Fue mucho peor.
Eurykleides lo miró con descrédito.
—Erais dos mil. Ahora no llegamos ni a la mitad.
—Sí, pero había un puto boquete en la muralla. A los romanos les bastaba con trepar un poco para entrar en la fortaleza. Teniendo en cuenta que las catapultas han quedado reducidas a cenizas, aquí tienen que confiar en escaleras y arietes, si es que los tienen. Lo único que tenemos que hacer es controlar las entradas y echarlos de las murallas para que caigan en el foso —explicó Demetrios, consciente de que, por muy asustado que él estuviera, Eurykleides lo estaba mucho más—. Eso es lo que hicimos durante cuarenta días y podríamos haber seguido haciendo en el valle del Aous si esos hijos de puta no hubieran encontrado la manera de rodear nuestras defensas. —Desplegó una sonrisa de seguridad.
Eurykleides pareció un poco más contento por momentos, pero enseguida adoptó una expresión dubitativa.
—Siempre pueden construir más catapultas.
—Por supuesto que sí, pero mira, no las construyen. El tiempo juega en contra de Flaminino. Necesita una victoria rápida para que sus hombres se instalen en el campamento de invierno sin tenernos detrás.
—¿Y si usan los elefantes? —Eurykleides se estremeció.
A Demetrios tampoco le había gustado ver a las grandes bestias grises, pero estaba convencido de que no las usarían ahí. Negó con la cabeza.
—Flaminino los reservará para batallas más importantes.
—¿Crees que tenemos posibilidades de vencer?
La muralla estaba en silencio y la voz trémula de Eurykleides se oyó por todas partes. Algunos hombres giraron la cabeza.
Un año y medio antes Demetrios quizá hubiera vacilado, pero ahora ya no. Como veterano de varias batallas sanguinarias, no tenía nada en común con Eurykleides y los hombres del lugar. El asombro y respeto que destilaban los ojos del rechoncho hombre daban fe de ello.
—No hace falta que venzamos, esa es la cuestión —exclamó Demetrios.
—No... no lo entiendo. —Eurykleides miró al siguiente hombre de la fila, un tipo con el pelo de punta que parecía tan nervioso como él, y un viejo con la dentadura estropeada que parecía demasiado artrítico para estar en la muralla. Los hombres que le rodeaban se encogieron de hombros a modo de respuesta y él se volvió hacia Demetrios.
—Nuestra labor se limita a evitar que esos cabrones entren en la zona amurallada. Repelerlos una docena de veces, matar a una cantidad suficiente de esa chusma y así se largarán enseguida.
Sonaba bien, pero todos sabían que la cantidad de ciudades de la zona que caían en manos de las legiones crecía día tras día. Nada indicaba que Flaminino no fuera a hacer construir más catapultas, tal como ya había hecho. La artillería de los defensores consistía en dos lanzaflechas en mal estado. Aunque no se rompieran, las armas causarían pocas bajas en el enemigo. Sin embargo, los rostros asustados que le observaban necesitaban creer que no estaba todo perdido. Demetrios miró con dureza a cada defensor, con la intención de que creyeran sus palabras.
—Todos los romanos que hay ahí fuera estuvieron también en Átrax, recordad. Ahí murieron cientos de sus compañeros. No tendrán ganas de prolongar la lucha. Tenemos que mantenernos, es lo único que tenemos que hacer.
—Sí. —Una luz brilló en los ojos de Eurykleides. Dio una palmada a Pelo de Punta en la espalda y asintió con fiereza al viejo—. Sí. Evitemos que alcancen la muralla. Seremos capaces.
—Así me gusta —dijo Demetrios, aliviado al ver que los hombres que estaban más allá también parecían un poco más animados. En cuanto Eurykleides apartó la vista, llamó la atención de Kimon con una mirada. Su amigo bajó la barbilla para decir que sí, que entendía lo que Demetrios había hecho y que él haría lo mismo, y que lo comunicaría a Antileon, que estaba más a la derecha. Philippos, situado a la izquierda de Demetrios, ya estaba hablando con sus vecinos.
A Demetrios le entraron ganas de besar al comerciante que apareció poco después seguido de una hilera de esclavos. Traían vino para todos los hombres situados encima de la muralla.
—Un pequeño gesto de agradecimiento —exclamó el comerciante. No podía haber llegado en mejor momento. El ambiente se tranquilizó un poco. Stephanos fue el siguiente en hacer la ronda de las murallas para comprobar que todo el mundo había montado la sarissa y que los postes largos y ahorquillados que había pedido estaban en su sitio. Como buen oficial que era, alentó e hizo bromas a sus hombres por turnos, e intercambió unas cuantas palabras con cada uno de los lugareños.
—Demetrios. —El tono de Kimon exigía atención.
Demetrios miró y se abstuvo de soltar un juramento en voz alta. En Átrax, Flaminino había enviado primero a sus aliados, a los alocados guerreros epirotas, ilirios y dárdanos. Hasta que no fracasaron, los legionarios no atacaron. Hoy sería distinto. Las unidades más cercanas a los muros eran principes, algunos de los mejores soldados de las legiones.
Al padre de Demetrios le gustaba decir que un hombre jamás debía planificar su futuro porque cada vez que lo hacía o los dioses o las Parcas intervenían. Podría haber estado refiriéndose a aquel instante preciso, pensó Demetrios con amargura. Las palabras que había expresado a Eurykleides parecían increíblemente huecas.
Su suerte estaría en el aire desde el comienzo.
Transcurrió otra hora mientras los romanos se desplegaban por los cuatro costados de Elatea, lo cual ponía de manifiesto que Flaminino estaba ansioso por tomarla rápido. El ataque no empezó hasta que la ciudad estuvo rodeada. Dos arietes presentaban la amenaza más seria; uno se movía hacia la puerta oeste, cerca de la posición de Demetrios, mientras que llevaban el otro hacia el norte. Diciéndose que las flechas de fuego se encargarían de los arietes y la arena caliente dejaría fuera de combate a los hombres que las manejaban, Demetrios preparó a Eurykleides y sus compañeros lo mejor posible.
Hizo que el viejo artrítico, otro Dion, le cambiara el sitio a Eurykleides de forma que estuviera directamente a la derecha de Demetrios. No tenía ni idea de si Eurykleides y Protogenes, el hombre del pelo de punta, se mantendrían en sus puestos, pero al menos eran capaces. El aliento de Dion le martilleaba el pecho y se esforzó por mantener la lanza en posición vertical. Un kopis en una vaina sencilla le colgaba de un tahalí que llevaba al hombro huesudo, aunque Demetrios dudaba que tuviera la fuerza necesaria para empuñarlo.
Demetrios lo habría hecho bajar desde las murallas antes de que empezara la contienda, pero no tuvo agallas después de que Dion relatara la muerte de su hijo en Ottolobus el verano anterior.
—Era peltasta. Tenía buena puntería también con la lanza. —Un ataque de tos con flema. Dion hizo una mueca—: Y buen cantero también. Hago lo que puedo, pero el taller no es lo mismo sin él. Su mujer no quería que subiera aquí arriba, pero le dije que mi hijo me observa desde el otro lado. ¿Qué tipo de padre o abuelo sería si no defendiera a su familia?
Demetrios intentó imaginar cómo se sentiría él si no estuviera instruido, como tantos ahí, y tuviera a sus padres muertos desde hacía tiempo en una casa de algún punto de la ciudad. No tardó demasiado en llegar a la conclusión de que él también estaría aterrado.
—Es mi única oportunidad. —Dion clavó su mirada legañosa en Demetrios.
—Haces lo correcto —corroboró Demetrios de corazón—. Yo haría lo mismo. Juntos prevaleceremos. —Rezó a Zeus para que fuera cierto.
—Aquí están —exclamó Kimon.
Demetrios se humedeció los labios. Los principes marchaban hacia Elatea en filas bien formadas. Aproximadamente, había tres por cada hombre situado en lo alto de las murallas. A los principes se los veía tranquilos y resueltos; cargaban docenas de escaleras. A doscientos pasos, la catapulta solitaria del muro oeste producía un sonido gangoso. La flecha silbó por encima de las cabezas romanas y se desvaneció. El segundo lanzamiento también falló. Demetrios tenía ganas de gritar de frustración. No había posibilidades de destrozar al enemigo como en el río Aous, pero, aunque causaran pocas bajas, servirían para animar tanto a los lugareños como a los falangistas.
Se produjo una ovación cuando la tercera flecha atravesó un escudo y al princeps que lo portaba. Cayeron unos cuantos más como consecuencia de los proyectiles lanzados, pero las filas de principes llegaron al foso defensivo sin desmelenarse, igual que si estuvieran desfilando. Los oficiales gritaron. Varios grupos de hombres acercaron las escaleras al foso mientras que otros bajaban para situarse a lo largo.
Había dos escaleras a punto de llegar a la sección de Demetrios. Ordenó a Eurykleides y a Protogenes que interceptaran la que estaba más a la derecha con el poste ahorquillado que compartían e indicó a Dion que se preparara para la de la izquierda.
—¿Y si aparece una tercera? —preguntó Dion.
—Haz lo que puedas para derribarla. Con la ayuda de los dioses lo conseguirás. Si no, Eurykleides o yo te vendremos a ayudar lo antes posible.
Demetrios giró la sarissa de modo que apuntara hacia abajo. Fue deslizándola por la mano hasta que quedó suspendida por encima del enemigo. Los principes que estaban más cerca se amilanaron y él desplegó una amplia sonrisa. Quizá la lanza larga estuviera hecha para defender una muralla. Al cabo de unos momentos, se la clavó al primer princeps que estaba en la escalera, pero la hoja se encalló rápidamente en la columna vertebral del hombre. Mientras se esforzaba para soltarla, otro princeps alargó la mano y partió el extremo.
«Recuerdan lo que ocurrió en el Aous», pensó Demetrios con desolación.
Consiguió derribar a otro romano de la escalera con el extremo astillado, pero acto seguido, en un movimiento que ya estaba ensayado, un par de principes se unieron para agarrar el extremo y partir un pedazo mayor. Demetrios arrojó la sarissa destrozada al foso soltando una maldición y se centró en la escalera. No recibiría ayuda de Eurykleides y Protogenes, que seguían batallando para empujar «su» escalera fuera de la muralla.
A Demetrios se le llenaron los dedos de astillas cuando cogió la madera tosca, pero le dio igual. El princeps que intentaba trepar era un tipo grueso de huesos pesados, por lo que Demetrios tardó un poco en sacárselo de encima. Rápidamente, empujó la escalera a un lado y observó satisfecho que lesionaba al princeps situado en la base del muro.
—¡Otra escalera!
Demetrios salió disparado hacia el anciano. La escalera sobresalía tres palmos por encima de la muralla. La sujetó e intentó acercársela tirando de ella. No lo consiguió e intentó empujarla hacia la derecha, pero tampoco pudo. Cuando atisbó por encima de la muralla, vio que los hombres de Flaminino habían aprendido mucho. La escalera se mantenía en alto por cada lado gracias a un princeps que empuñaba un poste ahorquillado, una versión más corta de los postes que utilizaban los defensores. Demetrios no conseguía de ninguna de las maneras mover la escalera más allá de unos pocos dedos. Abandonó esta táctica, cogió la lanza de Dion y, en cuanto el princeps que ascendía por ella estuvo al alcance, se la clavó.