1. Yakov
Un bosquecillo de abedules a orillas de un río,
cerca de Xi Miute, una mañana de verano
No quiero perderla.
El caballo aparece y desaparece entre los abedules.
Solo puedo seguirla con los ojos.
Los ojos son manos, manos que se tienden, que tratan de aferrar algo que huye para siempre.
La vida, un destello de luz, una confusa intermitencia de recuerdos e imágenes, esa nimiedad que hemos vivido juntos.
Los troncos son blancos y delgados, la corteza como cáscara de piel endurecida. Parecen los mismos cuerpos arbóreos que abrazaba hace doce inviernos: no aquí junto al mar, sino en nuestro bosque sagrado, lejano, en las montañas. Entonces penetré en su zona más secreta, sin preocuparme por la prohibición. No, era incapaz de esperar fuera con los demás hombres y los caballos. Los gritos desgarrados de mi mujer llevaban horas resonando en el valle, llenándome de una sensación de angustia como nunca había vivido. Un terrible milagro estaba a punto de producirse.
Con las manos aferradas a un abedul, y la mirada clavada allí abajo, en el claro. En el centro de la meseta, el gran nogal, desnudado por los vientos otoñales, con las ramas hacia el cielo. Brazos en el acto de ofrecer un sacrificio. Las antiguas raíces se retorcían entre las rocas, de donde brotaba un manantial de agua purísima. Entre las raíces y el tronco, una tosca cruz de madera. Con mi mujer solo estaba la partera, la mamiku, que se movía rápidamente entre ella y la fuente, cambiando los paños rojos de sangre y lavándolos en el agua. Ella estaba acostada boca arriba sobre una capa de paja extendida en el terreno. Lanzaba gritos agudísimos, rígida, mientras contraía los brazos y las piernas, y echaba la cabeza hacia atrás.
Hasta un día antes, y durante las largas lunas anteriores, en nuestra gran casa en el centro del pueblo habíamos seguido todos los consejos de la mamiku y de las mujeres más ancianas. Iba a ser nuestro primer hijo: el primogénito de psì Yakov, del noble Yakov, cantaban las mujeres, el niño destinado a ser un héroe como los de las sagas de los Nart, y a guiar el clan con fuerza y valor. Iba a nacer en el Año del Caballo, el animal más noble y venerado por nuestro pueblo.
Mi esposa evitaba salir después del ocaso, sentarse en un arcón o una piedra, matar serpientes, beber agua de copas anchas. Vigilaba con cuidado el fuego que ardía en el corazón de la casa, para que nunca se apagara. A pesar de todo, sin embargo, seguía debilitándose en esa difícil preñez. Había sufrido frecuentes pérdidas de sangre, y las mujeres temían que algún demonio la hubiera tomado con ella y el niño: tal vez fuera la cruel Almasti, sedienta de la sangre de ambos. Alguien dijo que la habían visto deambular cerca de la casa, al atardecer, una anciana desnuda y con el pelo suelto. Para mantenerla alejada se dejaba encendido durante toda la noche un fuego purificador en la puerta, y debajo de la almohada y el jergón se habían colocado los más variados objetos de metal, algunos amuletos, unas tijeras y un cuchillo. En las afueras del pueblo, cerca del ruidoso curso del río, ya estaba preparada una choza de paja para el parto.
El momento final llegó con el otoño ya bien entrado. Los días eran templados aún, pero los ancianos advertían que el viento helado que bajaba de la Tierra de las Tinieblas no tardaría en empezar a soplar, y que todo se volvería blanco y silente, sepultado bajo el alto manto de nieve. Casi sin fuerzas, pálida, ella había insistido en que la lleváramos de inmediato a la arboleda sagrada, bajo el nogal. Decía que necesitaba la energía del agua y de la roca, la savia y la fuerza del gran árbol. Se mostró inflexible y, a pesar de su estado, la llevamos hasta allí en una litera, acompañada únicamente por la mamiku. Partimos al amanecer. El cielo aparecía despejado de nubes, y el aire inmóvil, pero frío. En el bosque sagrado solo entraron las mujeres con los porteadores, y estos regresaron de inmediato, después de haber preparado un lecho de paja sobre la tierra húmeda. El resto de los hombres y yo, tras desmontar de nuestras cabalgaduras, nos detuvimos en sus lindes. Ningún hombre podía permanecer en su interior. Lo que sucedía allí lo distinguíamos de forma borrosa. La mamiku realizaba unos extraños rituales para propiciar la expulsión del feto, abriendo y desatando misteriosos objetos entrelazados y anudados entre sí, e invocando el agua y el viento.
Un grito más fuerte me estremeció. Ella se arqueó violentamente, volvió a caer y ya no se movió. Me sentí devastado. Desde la distancia no conseguía ver con claridad, no entendía lo que estaba pasando. Ya no veía a mi mujer, cubierta por la mamiku, doblada entre sus piernas. Y luego, de repente, otro grito, débil pero claro y agudo, y la mamiku hizo unos gestos rápidos empuñando lo que parecía un cuchillo, y se precipitó hacia el manantial con una cosita ensangrentada, que sumergió varias veces en el agua gélida, y una y otra vez se repetía ese chillido agudo, y aquella cosita ya no estaba roja de sangre.
Me lancé a la carrera hacia el claro. Vi el terror en los ojos húmedos y temblorosos de la mamiku, terror a causa de lo que acababa de ocurrir, pero tal vez más a causa de mi sacrilegio, por haber querido ver lo que no debe ser visto por un varón. Vi a mi mujer, blanca como la nieve, en el suelo, con la boca abierta, los ojos sin vida abiertos al cielo azul, la sangre oscura en su sexo desgarrado, en sus piernas abiertas, en la paja, en la tierra. Almasti se ha bebido su sangre, decía la mamiku con palabras entrecortadas y confusas, pero ahora que desciende a la tierra y asciende por las raíces en la savia del gran nogal, es sangre sagrada. Sangre por sangre, vida por vida. Y fue entonces cuando la vi por primera vez. Sus grandes ojos, claros, profundos, estaban abiertos. Me parecían los mismos ojos de su madre, y tuve la sensación de que me miraban mientras extendía las manos hacia ella.
No volví a verla hasta mi regreso, seis inviernos después.
Una vez enterrada mi mujer en el túmulo familiar, bajo las grandes losas de piedra de la casa de los muertos, confié la niña, de pocos días, a su abuela y a la nodriza, una esclava rus llamada Irina.
La oscuridad había caído sobre la tierra. Las tinieblas del mal y del dolor. El viento del norte aullaba y caía la nieve. Tras recoger las armas y reunir a los guerreros del clan, me fui sin mirar atrás. Hasta entonces, a la espera del nacimiento de mi primogénito, había dejado sin respuesta la invitación de warq Inal Nexw, el príncipe Inal el Grande, el de un solo ojo, hijo de Xwrifelhey, hijo de Abdun-Kan, quien no cejaba en su petición a los jefes y a los nobles de nuestro orgulloso e independiente pueblo, diseminado por las montañas y los valles, de que se unieran en una lucha común. Pero después lo seguí con ciega determinación, lanzándome ferozmente al combate, como si tratara de ganar para mí el consuelo de la muerte que le concedía en cambio a mi enemigo. A los demás guerreros mi actitud les parecía valerosa, heroica e inhumana. En realidad, era un desesperado deseo de muerte.
Cuando regresé al pueblo, estaba muy cambiado. Mi rostro se había endurecido con arrugas y cicatrices, solo ocultas en parte por mi barba y mi largo pelo rubio. Mi mirada era triste, y los ojos aún parecían reflejar los destellos de las llamas y el derramamiento de sangre. Ya nada me importaba de la vida o de la muerte. En mi cabeza y en mi corazón solo había un vacío.
Llegué a la aldea, sin ser esperado, en la víspera de Año Nuevo, al final del invierno. Cabalgaba con algunos compañeros, los pocos que quedaban vivos. A nuestro grupo lo seguía un pequeño carro, conducido por un hombrecillo vestido de oscuro. Debajo del burka, de la capa de fieltro y de la cota de malla acorazada, yo vestía una tosca camisa de fustán tejida con tres lizos, sin cuello, doblada a guisa de falda debajo del cinturón, y calzones anchos metidos en botas altas. Llevaba al hombro un arco largo con el carcaj, y, dentro de la vaina, la shashka, el largo cuchillo, curvo y ligero, flexible y mortal como una serpiente, con la empuñadura en forma de gancho recubierto con un niel plateado que parecía una cabeza de águila.
Me quité el casco puntiagudo con sus protectores para las mejillas y sacudí la cabeza, dejando que mi pelo rubio ondeara al viento. Avanzaba lentamente, descendiendo hacia el valle después de la última curva del cerro. Al acercarme a las primeras casas, veía a las mujeres, los ancianos, los niños que empezaban a aglomerarse en silencio a los lados del camino, tratando de distinguir en las figuras exhaustas de los jinetes los rasgos de una persona amada, un esposo, un hijo, un padre.
Me detuve frente a mi casa en el centro del pueblo, una wuna que se diferenciaba de las demás solo por ser un poco más grande, pero de idéntica estructura, tejida con juncos, ramas y paja. Nada había cambiado. Detrás estaban las mismas vallas que había levantado en el verano de la preñez de mi mujer, las cuadras, el cuarto apartado para los invitados, los corrales para los animales, el campo y los árboles frutales, que ahora se preparaban de nuevo para la primavera.
Bajo el pórtico, aislada de los sirvientes y sirvientas, reconocí la esbelta figura de mi madre, impasible como una estatua, y junto a ella a la criada Irina, que agarraba de la mano a una niña de cinco o seis inviernos. Tenía que ser ella: mi hija, de ojos azules y pelo largo y rubio. Esos ojos me miraban, emocionados, pero sin lágrimas, secos como los ojos de la abuela, como los ojos de Irina, como los ojos de todos en esa explanada y en ese momento, porque las lágrimas son señal de debilidad entre nosotros.
Desmonté, abracé a mi madre, miré agradecido a Irina y me incliné hacia la niña, que nunca me había visto. Debía de parecerle un extraño, y únicamente entonces fui consciente de mi apariencia, que solo podía inspirarle temor. Yo no sabía sonreír: nunca he sonreído en mi vida. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, e Irina se adelantó a la pregunta susurrando el nombre con el que la llamaban, Wafa-naka, Ojos de Cielo, porque los suyos eran de un azul profundo como los de su madre y su padre. Recordé con dolor lo azul que estaba el cielo sobre el claro el día que Theshxwe el Todopoderoso me había arrebatado a la mujer que amaba y me había dado una hija en lugar de un primogénito varón.
Tímidamente, tendí mis manos hacia ella, pronunciando despacio su nombre: Ojos de Cielo. La pequeña miró con incertidumbre a Irina, quien le sonrió, luego avanzó hacia mí con confianza sin bajar la mirada y me echó los brazos al cuello.
Entramos en el gran salón del centro, alrededor del sagrado corazón de la wuna, el fuego que mi madre, cabeza de la casa y de la familia en mi ausencia, había cuidado durante todos esos años. El carro también se había detenido frente a la casa, y presenté a su conductor a familiares y amigos: era mi konak, mi huésped, un mercader griego llamado Demetrios, que me había seguido desde Zhansherx, la ciudad del príncipe Inal, fundada por su abuelo Abdun al sur del Psoz. Yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de que él se me presentara; el griego, en cambio, además de saber un poco de nuestro idioma, conocía mi nombre.
En efecto, ese nombre, Yakov, lo había salvado cuando se apeó de su barco a orillas del Xi Fitse: Demetrios se vio inmediatamente rodeado por jinetes hostiles, que lo habrían privado de sus mercancías e incluso de su libertad si no se hubiera declarado inmediatamente konak del príncipe Yakov, pidiendo ser protegido en nombre del sagrado deber de la hospitalidad, y ser conducido ante él. Además de los productos con los que pretendía comerciar, Demetrios me había traído noticias de una tierra lejana, mucho más allá del Xi Fitse, y también me dijo que tenía que entregarle un mensaje a mi madre en persona.
Se lo presenté a ella y consentí en que se quedaran solos en un rincón de la sala. Para asombro de todos, el griego Demetrios se inclinó ante ella. Le oí decir unas pocas palabras y vi cómo sacaba un pequeño objeto de su bolsa, un anillo tal vez, y se lo daba. Ella lo escuchó sin hablar. Yo sabía bien que jamás hablaba. No recuerdo haber oído nunca, desde que era un niño, una sola palabra que saliera de sus labios. Se comunicaba solo con gestos. Se decía que se había vuelto así hacía muchos años, antes de casarse y antes de que yo naciera, cuando, de regreso a los restos humeantes de su aldea arrasada por los tártaros de Timur Barlas, supo que su hermano había sido secuestrado, y vio la cabeza de su padre empalada en una lanza.
Me di cuenta con asombro de que estaba conmovida.
Fue solo un instante. Se repuso de inmediato, como avergonzada por ese momentáneo gesto de debilidad, despidió al griego y fue a sentarse en el diván en el centro de la sala, al lado de Ojos de Cielo, invitando a todos a servirse con las manos la sencilla cena que las mujeres habían preparado a toda prisa: una sopa de raviolis de mijo, carne de oveja hervida y sazonada con salsa de ajo, una torta de nueces y miel. La makhsima, la bebida de mijo fermentada con miel, se sirvió en copas de plata, sacadas de sus cajas y limpiadas en mi honor, en el de los guerreros y en el del konak. Una muchacha tocaba una melodía lenta en el pshine, moviendo un arco largo sobre las dos únicas cuerdas de crin de caballo tensas en la caja oblonga.
Después de la cena, en torno al fuego, el griego empezó a hablar despacio, en esa lengua que tan difícil le resultaba, equivocándose muchas veces en palabras y sonidos, y provocando las risas de los oyentes, que intervenían ruidosamente para corregirlo o sugerir la palabra correcta. El caso es que tenía el don de hacerse entender, con la expresión de su rostro que desplazaba de uno a otro, con los ojos inquietos y astutos, con el movimiento de sus manos.
Al cabo de un rato ya nadie se reía: todos lo miraban con atención, boquiabiertos, escuchando aquel relato de historias maravillosas e increíbles para ellos, gentes de montaña que, a excepción de nosotros los guerreros y de algunos esclavos de orígenes lejanos, nunca habían ido más allá de la cresta de las cumbres y más allá de las llanuras donde se ensanchaba el arroyo y se convertía en un río. Yo, en cambio, no dejaba de mirar a Ojos de Cielo, pero la niña no se percataba de mí, completamente absorta en seguir el relato, y en el esfuerzo por comprender aquellas frases un tanto inconexas.
Más allá de Xi Miute, donde confluyen los ríos Tane y Psoz, decía Demetrios, más allá de Xi Tuale Teymen, donde las tierras parecen tocarse, está Xi Fitse, el gran mar negro donde se pone el sol. Los griegos lo llaman Euxeìnos. Kara Deniz, mar negro: así lo llaman los recién llegados a las costas del sur. Yo había visto ese mar: de lejos, desde la cresta de las montañas, como una franja borrosa en la distancia. El mundo, prosiguió Demetrios, no acaba en ese último horizonte donde se pone el sol. Incluso el gran mar negro termina a mediodía, estrechándose en el punto donde se encuentra su ciudad, la ciudad más hermosa y rica del mundo, la ciudad de las cúpulas y de las estatuas doradas. Y más allá hay otro mar aún más grande, un mar salado y profundo, rodeado por otras muchas tierras y por muchos otros pueblos e innumerables islas, que desemboca en el agua inmensa que rodea todas las tierras. Al otro lado de ese mar está el país llamado Aigyptos, tan caluroso que no conoce la nieve, habitado por un pueblo casi tan antiguo como el mundo y atravesado por un río cuyo nacimiento nadie conoce.
De allí regresaba ahora Demetrios. En la riquísima capital Al-Qahira, la Victoriosa, había sido convocado por su rey Barsbay, a quien le habían dicho que el griego procedía de la costa nororiental del mar negro. El rey le había revelado que era originario de aquellas tierras, que había nacido bajo las altísimas montañas que se veían desde el mar, y que siendo aún un niño había sido capturado en una incursión de los tártaros. El niño había sido vendido como esclavo en Al-Qahira y al final se había convertido en el señor de toda aquella zona del mundo. Demetrios nos enseñó un disco de metal con su emblema, el aciano, y nos dijo: aquí está su moneda. Todos la miramos con curiosidad. Nadie usa monedas aquí en las montañas. Si cae en tus manos alguna moneda, la guardas como amuleto, o la perforas para meterla en un collar. Los bienes se truecan sencillamente entre clanes o con los raros mercaderes judíos o armenios.
El rey Barsbay le había pedido a Demetrios que regresara a su antigua patria para llevar noticias de él a la única persona de su familia que aún debía de seguir con vida: su hermana mayor, de quien Barsbay sabía que se había casado con el noble jefe de una aldea en el altiplano, al norte del nacimiento del Psoz, y que debía de tener un hijo llamado Yakov. Demetrios solo tenía que darle recuerdos y algunos obsequios, que ahora había sacado de la bolsa, ante el asombro de todos: un velo de seda entretejido con hilos de oro, que exhibía la imagen de un aciano en el centro, para la hermana del rey; un puñal con empuñadura enjoyada, para su hijo. El regalo más importante ya había sido entregado en manos de mi madre: un anillo mágico para protegerla a ella y a sus seres queridos. El rey Barsbay lo había obtenido de joven de los monjes de un monasterio al pie de la montaña sagrada en la que el Todopoderoso había hablado con el profeta Moshé.
Le pedí a mi madre el anillo. Era un simple círculo de plata en el que estaban grabados un signo más grande y otros más pequeños. El mayor parecía estar formado por líneas entrecruzadas, como los emblemas que usamos para marcar a fuego caballos y ganado y para hacer grabados en armas y rocas. Le di vueltas en mis manos, pero sin entender esos símbolos.
Al igual que toda nuestra gente, no sé cómo funciona la escritura, aunque haya visto que la usan los pueblos vecinos, y la haya encontrado en lajas de piedra muy antiguas con grabados extraños e incomprensibles en túmulos y en las casas de los muertos, porque la escritura debe de ser una magia con la que se capturan las palabras, que de otro modo estarían hechas de aire, sellándolas en el tiempo, y permitiéndoles cruzar la frontera entre la vida y la muerte. Por eso las escrituras están grabadas en piedra cerca de las casas de los muertos. Debe ser la lengua de los difuntos, tallada en la roca para que no se convierta en polvo como sus cuerpos.
Aquellos también debían ser sin duda signos mágicos. Miré a Demetrios con gesto inquisitivo. El griego me señaló el signo grande, el entrecruzamiento de líneas: era un monograma, dijo, es decir, un símbolo formado por varios signos, uno encima del otro, y en este caso eran tres, y correspondían a tres sonidos, a i k, de la manera en la que los escriben los griegos. Para ayudarme a entender los otros trazos, Demetrios me los deletreó uno por uno: a i k a t e r i n e. Luego dijo en voz alta la palabra completa: Ekaterini.
Era simplemente un nombre: el nombre de la gran Agia Ekaterini, la pura, cuyo cuerpo se guardaba y se veneraba en ese monasterio, al pie de la montaña sagrada de Moshé. El anillo había entrado en contacto con el cuerpo de la santa y había absorbido su poder y energía. Ekaterini fue en sus orígenes una virgen de la ciudad de Alejandría, llamada Dorotea, que significa don de Dios. Recibió una visión de la Virgen Madre santa Merissa, protectora de las abejas y de la miel, y de Cristo su hijo y del Todopoderoso, que había consagrado a Dorotea como su esposa al darle el anillo; y desde entonces se llamó Ekaterini, la pura. Luego, algunos malignos perseguidores, después de infligirle terribles pruebas para obligarla a renunciar en vano a su divino esposo, la decapitaron, pero su cuerpo, reensamblado por los ángeles, fue llevado por los aires a la montaña de Moshé. Se decía que su cabello rubio seguía creciendo milagrosamente y que su cuerpo rezumaba un flujo perenne de aceite curativo.
Iba cayendo la oscuridad, fuera de la casa y en el valle. Estaba empezando la noche del año nuevo y el alma vital del mundo volvió a soplar poderosa en el aire, en el agua y en la tierra. Todos seguían sentados en círculo alrededor del fuego, sin dejar de darle vueltas a las asombrosas historias que habían escuchado. En el silencio roto por el crepitar de las brasas, mi mirada se encontró con la de Ojos de Cielo, y se me vino a la cabeza que aún no había recibido nombre alguno, ni había sido purificada con el agua del bautismo. Tendría que hacerlo yo, porque hasta allí, a esas montañas, nunca habían llegado los schojen ni los shekhnik, los chamanes de la cruz, aunque veneremos la cruz de madera que cuelga del tronco del antiguo nogal sagrado, cerca del manantial de agua.
Yo nunca había vuelto allí. Para mí aquel se había convertido en un lugar de muerte, porque era donde había muerto mi mujer. Pero Ojos de Cielo también había nacido allí, y era de justicia regresar en la fiesta más importante del año, cuando renace la vida de las plantas y de los animales y de todas las criaturas. La niña había de ser la señal del renacimiento, y yo la purificaría derramando sobre su cabeza el agua gélida y bendita que manaba cerca de la cruz, esa misma agua en la que la mamiku la lavó de la sangre de su madre.
Pero ¿qué nombre podía darle a Ojos de Cielo? Dentro de mí, mientras apretaba el anillo mágico, ya sabía la respuesta, pero me dije que era correcto seguir la tradición y la costumbre de los padres, la khabza. Quien sugiriera el nombre de un niño tenía que ser la primera persona extranjera que cruzara el umbral de la casa después del nacimiento: esa persona era Demetrios. El griego me miró, miró el anillo, miró a mi madre y me preguntó cuándo había nacido exactamente la niña. Yo no lo sabía y miré a Irina, que habló con su fuerte acento rus: dos lunas y diez días después del comienzo del otoño del último Zhilqi, el Año del Caballo.
Demetrios cerró los ojos y trató de hacer un cálculo mental rápido, como acostumbran a hacer los mercaderes. El día debía ser el mismo que la fiesta de Agia Ekaterini, que en el calendario de los griegos era el vigésimo quinto día del mes llamado noémbrios, y el último Año del Caballo, si no andaba errado, debía ser el año 6936 desde la creación del mundo. De modo que no tuvo dudas, y mirando a la niña le dijo solemnemente su nombre: Ekaterini. Con igual solemnidad le entregué yo el anillo mágico, como Cristo se lo había dado a su santa esposa Ekaterini. Con el orgullo de una princesa, delante de todos, Ekaterini se lo deslizó en el dedo y apretó su pequeño puño, porque el anillo aún le quedaba demasiado ancho, y si se le caía era de mal augurio.
Regresé al cabo de otros seis inviernos.
Me hallaba en el campamento de Inal, al sur de las montañas. Mientras los hielos empezaban a derretirse y los ríos volvían a acrecentar su caudal llevando su agua nueva al Xi Fitse, llegó la noticia de la muerte de mi madre. Tras obtener licencia por parte del príncipe, partí solo para darle sepultura en la casa de los muertos de los antepasados. Galopé río arriba, por los empinados senderos de montaña que tan bien conocía, y continué a pie por los pasos aún cubiertos de nieve, tirando del caballo y ayudándolo como si fuera un hermano.
Mi corazón se había endurecido aún más. En el pelo todavía rubio, y sobre todo en la barba, había destellos blancos como la nieve. En el cinturón, a un lado la shashka, al otro el puñal enjoyado de Barsbay. Yo era un guerrero, me había acostumbrado a rechazar y reprimir todo pensamiento, todo recuerdo, toda emoción, y a vivir para actuar y luchar. Pero mi corazón dio un vuelco cuando, detrás de la última curva, se me aparecieron a baja altura el valle por donde fluía el río joven, el humo que salía de los tejados de paja de las chozas y de las casas, las vastas planicies abiertas que se elevaban suavemente desde el otro lado, hacia la meseta, donde cuando era niño mi padre me había enseñado a cabalgar más rápido que el viento. Hacia el este el valle se estrechaba entre montañas cada vez más escarpadas, y empezaba el bosque salvaje e impenetrable, donde se hallaban la arboleda sagrada del gran nogal y la fuente de agua purísima. La primavera acababa de empezar. Los prados iban cubriéndose de hierba nueva y de flores, los árboles frutales de más abajo estaban cargados de pequeños capullos blancos y rosados.
Se me encogió el corazón al recordar la única primavera que había vivido con mi esposa, sobre el lecho de pieles cubierto de flores de cálamo y juncos. Y se me enterneció pensando en mi hija, por más que el recuerdo de nuestro último y único encuentro, seis años antes, se me hubiera vuelto más incierto. ¿Cómo la encontraría? ¿Se habría convertido en mujer? ¿Qué le habrían enseñado en esos años? ¿Habría aprendido a hacer todo lo que prescribe la khabza? Era probable que hubiera llegado el momento de pensar en buscarle un marido, un joven fuerte y valiente de una tribu vecina, que sirviera también para establecer pactos de sangre con sus padres, y ella se iría para siempre, porque ese es el destino de la mujer: una hija es como una invitada, y como una invitada se irá, decían los ancianos.
¿Qué le diría cuando volviera a verla? No tenía la menor idea. Además, siempre he sido un hombre de pocas palabras. Incapaz de pronunciar un discurso que dure más que una frase. Nadie en la familia hablaba mucho. Mi madre, tras volverse muda, nunca me habló. Pensé que no le diría nada, pero al menos debía esforzarme. Ojos de Cielo, murmuré para mí mismo. No, debía llamarla con ese nombre extranjero con el que la había bautizado, Ekaterini. Ekaterini, la noble hija del noble Yakov.
Mientras descendía por el sendero, divisé una figura de pie en la cresta. No era un hombre sino un chico, a juzgar por su vestimenta y complexión. No me miraba y, de hecho, parecía no darse cuenta de que se acercaba un jinete. Toda su atención estaba dirigida hacia el otro lado, más allá de la cresta. Había allí un pequeño valle, una espesura, y la caza, mayor incluso, nunca faltaba. El muchacho sostenía en sus manos un arco demasiado grande para él, no uno de esos arquitos que suelen darse a los niños para que practiquen el tiro con presas pequeñas, liebres o pájaros. Iba vestido con sencillez: pantalones ajustados por dentro de las botas y una casaca ceñida con un cinturón en el que estaba metido un pequeño puñal, y un carcaj colgado del hombro. Aquellas prendas me resultaron familiares, como si las hubiera visto antes. El chico llevaba puesto un bonito gorro de fieltro destinado a ocultar sus largos cabellos, porque le salían mechones ondulados que le caían por detrás de las orejas. A corta distancia se veía un hermoso potro sin silla, un joven alazán con una mancha blanca en la frente que parecía una estrella, atado a un árbol con una cuerda.
¿Quién era ese chico? ¿De quién era hijo? ¿De uno de mis compañeros que se habían quedado con Inal, o de uno de los que habían regresado al cuerpo de la Madre Tierra? ¿O tal vez de un clan vecino, dado en adopción temporal, como prescribe el ataliqate, la antigua costumbre de nuestro pueblo?
Intrigado, desmonté con mucho cuidado para no hacer ruido. Me quité la capa, la loriga y las armas, y me deslicé en silencio entre la hierba fresca, para sorprender al joven arquero. Me coloqué detrás de él sin que se diera cuenta, y así, un instante antes de que su flecha saliera disparada hacia el valle, lo rodeé con mis grandes brazos y lo levanté del suelo riendo. La flecha silbó y se perdió en la distancia. El potro relinchó asustado. Un corzo desapareció en la espesura. El chico intentó soltarse, pero sus movimientos resultaban inútiles contra mi poderoso abrazo. Se le había caído el gorro y soltado el pelo: un pelo largo y rubio.
Lo dejé caer en la hierba, sobrepujándolo con mi estatura. Debí de parecerle un gigante, recortado a plena luz del sol. Echó mano de inmediato al puñal y se le veía dispuesto a reaccionar con violencia. Tal vez nunca había tenido a su alcance una presa tan grande y la había perdido por mi culpa. Pero de repente se quedó de piedra. Aunque las cejas estaban fruncidas en una mueca de ira, el rostro tenía un corte dulce y delicado, casi femenino. Los ojos eran del azul del cielo. De sus labios tuve la sensación de oír una sola palabra, susurrada con miedo, como una pregunta: ¿ada, padre? Y yo también me quedé de piedra.
Nos sentamos uno al lado del otro sin mirarnos, con los rostros vueltos hacia el valle y a las nubes que corrían sobre las montañas. Mi caballo se había acercado al potro y estaba pastando tranquilamente en la hierba nueva. De pronto ella, sin mirarme, levantó la mano hacia el potro y pronunció una sola palabra: Vagwà, estrella. Me volví sorprendido hacia ella y comprendí que era el nombre del potro. Yo también levanté la mano hacia mi caballo, un albazano achaparrado como todos los caballos descendientes de las razas montadas por los tártaros y los mongoles en las infinitas estepas orientales, no mucho más grande que el potro, pero de musculatura fuerte y nerviosa, de crin y cola largas, con cicatrices de las numerosas heridas recibidas junto a su jinete, envejecido a su lado. Su nombre era Zhash, noche.
Nuestras miradas se cruzaron y miré fijamente su rostro iluminado por el sol mientras ella, como para darse a conocer, me mostraba su mano izquierda con el anillo mágico. ¿Era así el rostro de mi esposa, hace muchos años? Fui incapaz de responderme, el recuerdo era confuso, habían pasado ante mis ojos demasiados horrores y demasiada desolación. Nos levantamos, padre e hija, recogimos lo que habíamos dejado esparcido por el suelo y nos encaminamos a pie hacia el pueblo, tirando de los ronzales de Estrella y Noche, que nos seguían mansamente.
Los ancianos me guiaron hasta el lugar del funeral de mi madre, que ya había comenzado días atrás, según los preceptos de la khabza. Originaria de uno de los clanes más nobles del valle del Psoz, mi madre siempre había gozado de una particular veneración por parte de aquellos sencillos montañeses, nutrida de cuanto se contaba sobre la trágica historia de su familia en la época de la invasión de los tártaros de Timur Barlas, y acrecentada aún más tras la visita del mercader Demetrios, cuando corrió el rumor de que era hermana de uno de los reyes más poderosos del mundo. Así pues, los ancianos habían decidido otorgarle los honores funerarios reservados normalmente solo para los cabecillas y los hombres más importantes, antes de llevar el cuerpo a la casa de los muertos y consignar el alma inmortal al hedrixe, el mundo de abajo, con el fin de que siguiera protegiendo a los vivos del mundo de arriba.
Llegué al pie de la pira funeraria. Mi difunta madre estaba sentada en lo alto, como una reina entronizada, vestida con sus mejores galas, con los ojos cerrados y las manos negras y huesudas sobresaliendo de las mangas. El cuerpo, reducido a una suerte de haz de paja tras el rito de vaciado de órganos internos, llevaba allí casi ocho días, venerado por la gente del pueblo y de los valles cercanos. Debajo del montón de leña, las ofrendas traídas por los peregrinos: copas de plata, chales, pero también armas, arcos, flechas. Una niña, sentada a su izquierda, agitaba de vez en cuando una flecha con un pañuelo de seda atado para ahuyentar a las moscas. Me senté en una roca y me quedé mirando fijamente a mi madre durante dos o tres horas, en silencio, sin llorar, porque el llanto es motivo de vergüenza entre nosotros. Al atardecer subí solo a la pira, tomé con delicadeza a mi madre en mis brazos y la coloqué en un gran tronco ahuecado, junto con los exvotos. El tronco fue llevado a la casa de los muertos y depositado en un hoyo en el que todos, al pasar, arrojaban tierra o piedras. En poco tiempo, junto a las antiquísimas lajas de roca, surgió un alto montículo.
En la casa grande Ekaterini y yo nos quedamos solos. Antes de morir, mi madre había liberado a Irina junto con otro esclavo rus que había sido su compañero durante mucho tiempo, Oleg, y les había dejado a ambos como hogar la pequeña choza que antes estaba reservada para invitados y un trozo de terreno. Me alegré mucho de ello. Irina, al igual que otros rus del pueblo, había sido esclava de los tártaros muchos años antes, y que la capturaran de nuevo como botín de guerra y la trajeran al pueblo de las montañas supuso casi una liberación. En nuestra casa y en nuestro pueblo había sido respetada como un ser humano y considerada casi de la familia, cuando mi madre la eligió para que fuera la nodriza de Ojos de Cielo, porque Irina había dado a luz a un niño poco antes, concebido con Oleg. Mi hija, que nunca conoció a su madre, se amamantó de la leche de la vida de los pechos de Irina.
Con mi madre, que no hablaba, Irina parecía entenderse a la perfección, casi solo con el pensamiento. Con el tiempo, sin embargo, Irina llegó a aprender también un poco de nuestro idioma, aunque después del bautizo había preferido llamar a la niña con el cariñoso nombre rus de Katia, y también Katiuska. Irina conservaba un fuerte e inconfundible acento rus, lo que le daba a Katia la exótica sensación de tierras lejanas y aventuras en los grandes ríos helados del gélido norte, al borde del País de las Tinieblas, donde podían verse bailar en el cielo, durante la aurora boreal, a Demonios y Hadas con los colores iridiscentes del verde y del azul.
Mientras mecía su cuna, Irina la adormecía cantándole misteriosas nanas en su propio idioma o contándole cuentos de hadas. A veces la pequeña se estremecía, porque los cuentos de hadas no siempre eran tranquilizadores, al contrario, solían estar poblados por figuras aterradoras como la bruja Baba Jaga, devoradora de niños. O bien, para mantenerla alejada de las peligrosas aguas del río, Irina afirmaba que allí abajo se escondían las rusalke, sirenas hermosas y desnudas, dispuestas a agarrar a los niños y ahogarlos; y así provocaba el efecto contrario, porque Katia se acercaba aún más al agua transparente para poder verlas, y creía de veras reconocerlas en los esturiones de plateados dorsos escudados que serpenteaban sobre el pedregal.
Alrededor del fuego, la muchacha, que no se había cambiado la ropa con la que la había sorprendido en la colina, se había anudado el pelo con fuerza en la nuca y me contaba orgullosa su vida en los años pasados. Sus ojos azules brillaban a la luz del fuego y sus mejillas se iban enrojeciendo. Yo la escuchaba, y me hacían gracia su aspecto juvenil y la cadencia de su forma de hablar. Katia hablaba correctamente nuestra lengua, por supuesto, pero había algo extraño, y no habría debido sorprenderme, pues la habían criado una abuela muda y una esclava rus; por eso ni siquiera usaba los monosílabos de la jerga secreta que intercambian entre sí las mujeres nobles, el chakobska, la lengua de la caza, porque nadie se lo había enseñado nunca. A veces se detenía, como buscando la palabra adecuada, pero luego proseguía y hablaba como un río en crecida, y eso me gustaba, porque soy de usar pocas palabras y prefiero escuchar.
El recuerdo de mi anterior regreso, seis años antes, debía habérsele quedado grabado en la memoria, y de hecho quizá fuera su recuerdo más antiguo y hermoso: el guerrero que desmontaba de su caballo frente al pórtico y le tocaba el rostro con una mano áspera. También recordaba el olor acre y desagradable de ese cuerpo sucio, sudoroso después del viaje, y todos los demás olores: el metálico de la cota de malla, el del cuero de las botas, el de los caballos golpeando nerviosamente los cascos en el barro y en sus propios excrementos.
El otro recuerdo era del momento en que le di el anillo mágico y ella se lo puso en el dedo. Inmediatamente había cerrado el puño, porque sentía que el anillo se le resbalaba del dedo, pequeño aún, y que se le cayera era motivo de vergüenza. Y había oído por primera vez ese nombre extranjero, Ekaterini, que iba a ser su nombre; pero las otras mujeres habían continuado llamándola Wafa-naka, Ojos de Cielo, y para Irina se había convertido en su pequeña Katiusha. Me mostró orgullosa su mano con el anillo, luego inclinó la cabeza, rebuscó en su bolso y sacó un objeto que desplegó en toda su amplitud: el fantástico velo dorado que le había regalado su abuela antes de morir.
Katia había crecido sola. Al no ser un varón, no podía ser encomendada en ataliqate a ninguna otra familia. Tuvo que crecer en casa esperando el regreso de su padre y las decisiones que se tomaran sobre su futuro. Había aprendido de Irina y de las demás mujeres lo que se necesitaba saber para ocuparse de la casa, los campos y los animales, y las ayudaba en todo. Sabía cómo arar la tierra, obligándose obstinadamente a tirar del arado con la mano, aunque su surco no fuera tan profundo como el de los demás agricultores. Sabía cómo sembrar mijo, metiendo la mano en el saco y esparciendo las preciosas semillas en forma de abanico, mientras cantaba la letanía de bendición de la futura cosecha, e invocaba al dios de la fertilidad Sozeresh y al dios de la cosecha Theghelej. Sabía vigilar los campos, ahuyentando pájaros y otros animalejos que amenazaban semillas y plántulas. Sabía segar, imprimiendo un amplio barrido a la guadaña.
Ya de mayor, había aprendido a ocuparse de los animales domésticos, cerdos, gansos y gallinas, pero se negaba a ser ella quien los matara. Solo durante la caza era capaz de matar a otra criatura, con un tiro certero y mortal para no hacerla sufrir, y luego se arrodillaba a su lado rogando a los dioses que acogieran su espíritu. En cambio, no sabía criar abejas, huía asustada de las colmenas, tenía miedo a que le picaran y rezaba a su diosa y bienhechora la santísima Virgen Merissa, la madre de Cristo, para que le perdonara la vida, jurando que nunca haría daño a las abejas. La miel, por el contrario, le encantaba, y agradecía a santa Merissa ese dulce regalo dorado que la Virgen había concedido a los mortales, del que era muy golosa.
Acompañaba a los pastores a las colinas, pero estos no le permitían cruzar cierta frontera invisible cuando partían para la trashumancia en los altiplanos. Obtuvo autorización para llevar a pastar sola un pequeño rebaño de cabras, acompañada por un gran perro de pelaje largo y claro. Por la noche reunía a las cabras dentro de una empalizada, al resguardo de los lobos, tocando con una pequeña flauta el melghezej, la canción de cuna que los pastores consideraban compuesta por el propio dios de los rebaños, Amisch. A veces el viento en las copas de los árboles parecía entonar la misma melodía, y entonces ella huía y se escondía detrás de una roca, porque podía ser el propio Amisch quien la tocara, y ese dios, semidesnudo y peludo como un oso, no quería ser visto por ojos mortales.
Ayudaba a las cabras a parir y lavaba de inmediato las crías recién nacidas en el agua helada del arroyo. Había aprendido a ordeñar la leche, a conservarla, a fermentarla para hacer ayran, a llenar las encellas donde se preparaba el queso. También había empezado a llevar, junto con un grueso bastón, un puñal que le había regalado su abuela, para defenderse en caso de un ataque de los lobos: afortunadamente nunca lo había necesitado. Irina decía que había animales peores que los lobos, pero cuando Katia insistía en saber de qué animales se trataba, se encerraba en el mutismo y no añadía nada más.
En ciertas ocasiones, su abuela le encomendaba la tarea más importante de la familia, reservada solo para ella: el cuidado del fuego, en el centro de la casa, con el fin de que la llama sagrada nunca se apagara. En las largas veladas de invierno, cuando todo estaba cubierto de nieve y era imposible salir, se quedaba en la sala grande con las mujeres, que hilaban y tejían mientras hablaban entre ellas. Le atraía la destreza con la que todas ellas, incluida su abuela, sabían bordar en el cuero; y cómo sus ágiles dedos entrelazaban hilos y fibras en el antiguo telar vertical, tejiendo ropas, telas, chales, alfombras, con colores muy vivos y figuras de animales fabulosos, emblemas totémicos del clan, símbolos de valor y de fuerza: águilas, lobos, leones, toros. Las observaba atentamente y mientras tanto las ayudaba a desenrollar y peinar el lino, y aprendía a hilar la lana girando el huso, fascinada por ese movimiento circular que la hipnotizaba.
A menudo le pedía a su abuela que le enseñara el velo dorado del sultán y lo examinaba durante horas, observando sus transparencias, para comprender cómo los hilos invisibles de seda se unían a los hilos de oro, y se preguntaba cómo era posible transformar el oro en hilos tan finos que parecían cabellos. Irina solía gastarle bromas, diciéndole que algún día le cortaría el pelo, tan rubio como el oro, para entretejerlo con la seda. Enfurruñada, Katia salía de la casa y se dirigía a la fragua del herrero, que ella llamaba la «cueva del fuego», para preguntarle si era posible trabajar el oro de modo tan fino. El herrero sonreía, soltaba el martillo y le contestaba que solo el dios herrador Tlepsch, inventor y creador de las herramientas y armas de los hombres, podría hacerlo.
Pero mientras tanto, poco a poco, observando a su abuela, Katia había aprendido un arte que en nuestro pueblo estaba reservado únicamente a los chamanes, porque capturar la silueta de un ser vivo es como capturar su alma: el arte de reproducir figuras con líneas, utilizando una piedra roja friable o un trocito de carbón sobre un retal de lino, o bien grabándolas en cualquier superficie, una piedra lisa o una tabla de madera, con la punta del cuchillo o con obsidiana. Eran las mismas figuras de animales fantásticos que se veían en las alfombras o en el velo dorado, entrelazadas con complejos motivos estilizados de plantas y flores. La abuela tenía una gran habilidad para reproducirlos con una piedra roja sobre grandes pañuelos de lino que servían de modelo para los tejidos que hacían las demás mujeres. Tal vez a ella, que no hablaba, comunicarse a través de las imágenes le resultaba mucho más fácil que con las palabras.
Tan pronto como se liberaba de sus obligaciones, Katia salía corriendo hacia los prados y el boscaje. Descubría por su cuenta el mundo de la naturaleza y de los animales salvajes, el ritmo de las plantas y de las estaciones, las constantes vicisitudes de vida y de muerte de las criaturas. Las primeras veces entraba en la espesura con miedo, entrecerrando los ojos e invocando la protección de Mezgwashe, diosa de los bosques y de los árboles.
No tardó, sin embargo, en aprender a distinguir los diferentes árboles, dándose cuenta de que, al igual que los seres humanos, también ellos se agrupan en familias, todas parecidas y todas diferentes, que hablan entre sí con las formas y los colores de sus hojas, y con el ruido que hacen las copas cuando las golpean las gotas de agua o las mueve la respiración del viento: abedules, castaños, nogales, tilos, hayas, robles, que cubren las laderas de la montaña y transforman mágicamente su apariencia con el cambio de las estaciones. Había aprendido a sentir la presencia de los animales a su alrededor aunque no los viera, ciervos, corzos, jabalíes, y a reconocer de lejos a los más peligrosos, observando sus huellas y escuchando sus sonidos y ruidos: el aullido del lobo, el grito del chacal, los pesados pasos del oso entre las hojas secas.
Su abuela la veía entrar a menudo con la falda larga y los zuecos sucios de barro y follaje, y sacudía la cabeza. Un día la llevó a su habitación, abrió un baúl que Katia nunca había visto abierto hasta entonces y empezó a sacar ropas de hombre de una talla adecuada para un niño de diez o doce años. Eran los vestidos de cuando yo era pequeño, que mi abuela había guardado cuidadosamente para un futuro nieto. Le entregó a la asombrada Katia una camisa sin cuello, un cinturón, una casaca, unos pantalones y un par de botas, y le hizo gestos para que se los probara. Katia se desnudó, pero sin quitarse el kwenshibe, el corsé de cuero reforzado por dos tablones de madera. Desde hacía algunas lunas sentía que algo extraño sucedía en su interior, como si su cuerpo hubiera dado inicio a una dolorosa metamorfosis. Sus brazos y piernas se habían alargado y se sentía informe, desproporcionada. También se le habían agrandado los pechos, y mientras antes usaba el kwenshibe sin dificultad, ahora sentía sus pezones presionando contra el cuero, a veces dolorosamente. Un día que se había sentido cansada y nerviosa, postrada por una sensación de malestar, notó un flujo de líquido tibio saliendo de la pequeña abertura entre sus piernas. Al meter la mano bajo la falda, la retiró manchada de sangre. Irina respondió a su miedo con hilaridad, tranquilizándola y celebrándola, porque se había convertido en mujer.
La ropa tal vez le estuviera un poco holgada, pero le quedaba bien. Desde entonces, Katia siempre se la ponía cuando salía de la casa, y muchas veces también cuando estaba dentro. Jugaba con los otros chicos como uno más, y ellos la aceptaban sin mayores problemas. En los campos entre las casas y el río jugaban a perseguirse, a luchar, a batirse en duelo con espadas de madera. Fueron ellos quienes le enseñaron a disparar con pequeños arcos y a montar a caballo.
Katia dio a entender a su abuela que su mayor deseo era poseer un caballo propio. Una mañana en la que aún dormía, notó que le tiraban de la mano. Era su abuela, que había ido a despertarla y a sacarla fuera. Llovía y hacía frío, pero Katia fue corriendo emocionada y vislumbró la silueta del potro amarrado a los soportales. Salió descalza al barro y lo abrazó, luego lo acompañó al establo y le preparó su propio espacio. Era una yegua joven, una alazana de pelaje rojizo con una mancha blanca en la frente en forma de estrella. Le puso enseguida ese nombre, Estrella, y la yegua se convirtió en su única amiga. Cuando partía al galope, Estrella parecía tener alas, como el mítico caballo alado Alp, y como Alp parecía poseer el don del lenguaje. Gracias a Estrella sus escapadas se hicieron más frecuentes, más audaces y más largas, hasta donde comenzaba la meseta, el reino de los vientos, despertando la aprensión de Irina y de sus familiares.
Una vez no volvió hasta pasados uno o dos días: Irina estaba llorando porque había escuchado el aullido del lobo, y su abuela le dio un golpe en la cara con su mano huesuda cuando entró.
De noche yo la escuchaba y sentía una ternura nueva ante esa hija que parecía un hijo. Tal vez mi vida pudiera renacer, con ella y para ella. Tal vez no se hubiera interrumpido doce inviernos atrás, cuando mi esposa murió bajo el viejo y enorme nogal y yo me marché para ahogar mi alma y mi vida en la sangre y la violencia de la guerra. Quizá todavía hubiera esperanza, para mí, para mi familia y mi linaje, y para el tlapq, el clan, y esta esperanza no era un varón sino una mujer, Ekaterini. En mi corazón decidí que nunca más nos separaríamos hasta que llegara el momento de elegirle un marido y encomendársela a él. Le hice señas para que se callara. Tomé su mano con el anillo y acerqué su cabeza rubia a mi pecho, acariciando su cabello. Katia comenzó a llorar y no sintió vergüenza. Había recobrado a su padre.
Empecé a llevarla conmigo más allá de la frontera invisible de las colinas y los bosques, hacia la vasta meseta que era el reino de Zhithe, el dios del viento. Estrella seguía a Noche, se robustecía en las ascensiones, se volvía más ágil y mejor dispuesta cuando empezaban a galopar. Katia aprendió a usar el arco largo, a preparar por sí misma las flechas, afilando las mortíferas puntas con el pedernal y fijándolas en ramas finas y livianas, a empuñar la shashka y hacerla silbar en el aire antes de asestar el golpe en un viejo saco.
Por la noche, alrededor del fuego y bajo un cielo lleno de estrellas, yo le señalaba aquellas luces lejanas, que eran las almas de los antepasados. También debían estar allá en lo alto nuestras antepasadas más antiguas, las mujeres guerreras, cuyas hazañas se narraban en las leyendas, mujeres libres, vestidas como hombres, que luchaban y cazaban a caballo, armadas con arco y jabalina. No eran mitos, añadí: yo mismo había encontrado sus tumbas en Koban, y había visto, junto a los esqueletos, las espadas y los yelmos. Su adalid se llamaba Amezan, que significaba madre del bosque sagrado de la diosa Maza, la diosa de la luna. No podían casarse hasta que hubieran matado al menos a un hombre en batalla.
Me detuve y miré a mi hija, para comprobar si estas últimas palabras la habían turbado. Katia me sostuvo la mirada con firmeza: si tuviera que luchar por la salvación y el honor de su pueblo, no le costaría matar a un ser humano. Lo que no le gustaba en absoluto, en cambio, era la idea de quitarle la vida a otra criatura. Nunca lo habría hecho, si solo le servía para casarse. Es más, no estaba interesada en absoluto en casarse. Quería vivir libre para siempre, a caballo, en aquellas montañas, junto a su padre.
A principios de verano le pedí que me acompañara a un toy, una gran fiesta a la que me habían invitado, y que también representaba una ocasión para reunirme con los demás nobles. La fiesta se celebraría a orillas del Terch, el otro gran río que bajaba de las montañas en sentido contrario al Psoz, y desembocaba en el gran mar del que nace el sol. Vi a Katia iluminarse de alegría por ese viaje: el primero de su joven vida, y el primero que haría con su padre.
Acompañados tan solo por dos guerreros, sin yelmos ni armaduras, pero con nuestras inseparables armas, la shashka, el arco y el puñal, ascendimos por las laderas hacia el norte, hasta llegar a la cresta de la meseta. Katia iba vestida como nosotros, con el burka y el gorro de fieltro, y también había traído sus armas personales, el arco y el puñal. Después de dos días de camino, encaramándonos por unas formaciones rocosas que se recortaban contra el cielo, la invité a mirar a nuestra derecha. Más allá de la ondulante sucesión de relieves de la meseta excavada por profundos valles se nos apareció hacia el sur la visión de una montaña aislada y muy alta, blanca y reluciente, formada por dos picos, dos cuernos casi de la misma altura, que parecían tocar el cielo.
Era Oshamakho, nuestra montaña sagrada. Allá arriba residen los dioses, entre esos dos picos gemelos: madre de todas las montañas, los antiguos la llamaban Kavkaz, que significa suma altura, cima de nieve, y también Tauran, país de montañas. De ahí proviene la vida, el agua que brota del manantial de nuestro bosque sagrado, el agua del río Psoz que remontan los esturiones, y las aguas de todos los demás ríos. Dado que es la montaña más alta del mundo, fue allí donde encalló, entre las dos cumbres que se apartaron amablemente para dejarle sitio, la inmensa barca en la que el profeta Noé había salvado a los animales y las criaturas del terrible diluvio que había sumergido todas las tierras y hecho perecer a la humanidad en la noche de los tiempos. La montaña está cubierta de nieve y hielos eternos, pero en su interior se halla escondido y aprisionado sin duda el fuego de un espíritu, pues a veces se mueve con un profundo fragor o exhala vapores calientes y venenosos.
Nos detuvimos entre aquellas rocas para contemplar la gran montaña, el sol que se ponía y desaparecía en el horizonte, y la sombra que iba apoderándose de la meseta y del mundo entero. Pero la doble cumbre de la montaña siguió iluminad