Me he levantado con ganas de trabajar. Éste es el plan: desayuno, me ducho y me pongo a escribir una historia de amor. Así que enciendo el televisor de la cocina, preparo café, me hago una tostada, busco el azucarero para endulzar el día, pero las noticias llegan de forma disciplinada con un horror amargo.
El perro de un vecino descuidado devoró en el norte a un niño que jugaba en la calle con sus amigos. Los padres están desconsolados. Se escapó en el sur una bala en un tiroteo de la policía con unos atracadores y ha muerto una anciana que pasaba por allí. Una amiga llora su muerte; recuerda que habían quedado esa mañana para hacer la compra en el mercado del barrio. Un canalla ha violado en el este la orden de alejamiento de su expareja, la ha metido a la fuerza en un coche y la ha degollado con intención de enterrarla en el bosque. Fue sorprendido por la Guardia Civil con el cadáver en el maletero. Las fuerzas de seguridad buscaban droga, pero encontraron violencia machista. En el oeste, un hombre ha muerto de una puñalada en el corazón, primera víctima de una pelea entre miembros de familias enemigas. Una anciana jura venganza eterna ante los periodistas.
Tres cuartas partes de las noticias domésticas cuentan sucesos macabros. Después se pasa a la información internacional para que veamos imágenes de la barbarie consentida en Siria o de la matanza escolar en Florida; y, ya para finalizar, un poco de deportes con peleas callejeras y la información del tiempo, con ocho provincias en alerta roja debido al frío y al huracán. Se me han quitado las ganas de escribir una historia de amor. Como estoy acostumbrado al consumo, necesito consumir: empiezo el día consumiendo miedo en la sociedad industrial del miedo. He tenido un desayuno con cadáveres.
Es posible que haya otras cosas en el mundo, pero el protagonismo lo tiene ahora la muerte. El miedo fundamental es el que despierta la muerte; nos acompaña a lo largo de la vida, conforma nuestra sabiduría. Y esto no deja de ser una broma, porque ya nos avisó Epicuro de que la muerte es la nada, el vacío, para cada uno de nosotros. Nadie sabe lo que es morirse en primera persona, nadie tiene experiencia de la muerte. Quizá por eso es tan aleccionador ver la muerte de los demás en televisión, apurar sus detalles, vivir sus uñas. Las antiguas religiones inventaban moradas para los muertos. La industria del miedo diseña moradas de muerte para los vivos.
El miedo es uno de los ejes de la vida contemporánea, compañero fiel del instinto de competencia en la sociedad del desamparo. La política, la economía, las audiencias y cualquier relación humana se tejen hoy con las hebras del miedo. La estrategia de siempre cuenta ahora con el poder multiplicador de la tecnología para fijar los terrenos de juego. Porque el miedo es una cuestión de espacios y de límites: ¿dónde empieza el peligro?, ¿dónde está el refugio? Y también de personas: ¿quién llega de fuera?
Los enemigos se agolpan en unos límites fronterizos que conviene mantener cerrados. Pero dentro se levantan otras fronteras. Hemos llenado de podredumbre el espacio público durante años. Difícil pensar con ilusión en el futuro ante un vertedero de corrupciones, mentiras y muchos disfraces modernos de la ley del más fuerte. Parecía necesario buscar el nuevo compromiso en lo privado, cambiar una revolución social por el cariño de una mascota, la política por las aficiones y las causas particulares. El problema es que el de la basura es un viaje de ida y vuelta. Así lo está demostrando la industria del miedo. Desayunamos con cadáveres que infectan también el refugio de lo privado. Los sistemas de alarma establecen fronteras en el interior de las comunidades. Los ciudadanos son extranjeros.
¿Nos queda la intimidad? Pues tampoco, porque el asesino, el bárbaro, puede dormir en nuestra cama. La frontera que pasó de los continentes a las naciones pasa de lo público a lo privado y, finalmente, a la alcoba, a la piel íntima. Miedo para la higiene íntima. Cada vez más solos, como debe ser, para que el individualismo complete la cultura neoliberal del miedo y la competencia.
Nuestro mundo vive en los extremos: o crea burbujas hedonistas de felicidad al margen de la realidad, o convierte la realidad en un desierto de comunidades imposibles gracias al miedo. ¿Quién puede escribir así una historia de amor? Manda la libertad negativa, la libertad de no hacer, de no intervenir, de no regular, de no pensar en la convivencia, de no querer, de autodefenderse. Parece imposible una afirmación positiva, la libertad de construir un mundo mejor, compartido y más justo.
Voy a regresar al dormitorio, miraré a mi mujer en la tranquilidad desnuda de su sueño, entraré en el cuarto de baño, me miraré a los ojos en el espejo y repetiré un verso de Antonio Machado: «Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno». Si queremos hacer algo con el mundo, debemos conseguir que mucha gente se repita: «Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno».
Necesitaba escribir sobre el crimen. Tenía la necesidad de decir, de decirme, que la muerte es una presencia inevitable en la vida, pero que en la vida hay muchas otras cosas además de la muerte. Cosas que no sólo merecen la pena, sino también la alegría.
Empecé con la muerte en el televisor y acabé citando un famoso verso de Antonio Machado. Dedicado desde hace más de cuarenta años y por vocación a la poesía, resulta lógico que acabe con una cita en la boca. Las buenas citas no son una pedantería; es mejor tomárselas como una invitación al encuentro, una forma de quedar con alguien. Ya sabemos que algunos encuentros son arriesgados. Pero uno va con voluntad de busca o de rebusca.
En la cita de Machado buscaba algo más que la poesía, tal vez un anillo perdido. Necesitaba un encuentro con la palabra bondad. O, para ser más exactos, buscaba en la poesía la palabra bondad. La poesía es buen sitio para buscar palabras de la calle, palabras que hace tiempo viven entre mendigos, palabras que hemos echado al cubo de la basura. Avisados contra la ingenuidad, la simpleza, la cursilería del hipócrita y el dolor del engaño, hemos acabado por olvidarnos de que la palabra bondad tiene un buen uso, aquel que puede citarnos con el sentido más humano de la vida.
En este mundo que ha dejado de ser una ruina para convertirse en un vertedero, es necesario mirar entre los desperdicios en busca de algunas palabras que propicien nuestro propio reciclaje. Que las maltraten y las desgasten las rutinas del poder no justifica que nos permitamos el lujo torpe de prescindir de ellas. Poco a poco, no como quien espera un milagro o una revolución sino como quien se pregunta de un modo más modesto qué hacer, es conveniente empezar por las palabras.
En ocasiones me avergüenza usar la palabra solidaridad. Todas las mezquindades del fariseísmo han caído sobre ella. Sin embargo, frente a la prepotencia del consumo y la lógica de que el cliente siempre tiene razón, debemos recordar que somos vulnerables, que necesitamos de los otros y que los otros necesitan de nosotros, que la razón primera de una comunidad son las debilidades que no pueden resolverse en soledad. Comprender que nos reúne la debilidad es una buena forma de estar precavidos en común ante la soberbia y la tiranía.
Sólo así se puede progresar. ¡Cuidado con la palabra progreso! El ciclo abierto por la Gran Guerra y culminado por los campos de concentración y las bombas atómicas nos ha alertado contra el optimismo productivo del progreso, una impunidad capitalista capaz de poner en peligro acelerado la vida. Pero ¿hay que renunciar a la idea de que es posible un mundo más justo y más feliz? ¿No hay alternativas? ¿Estamos acabados?
Para respetar de nuevo la palabra progreso necesitamos cambiar las cosas. Me detengo ahora en la palabra cambio. Ya nos enseñó El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa que a veces hace falta que algo cambie para que todo siga igual. Nos han invitado a tantos cambios para perpetuar los poderes vigentes que en ocasiones se nos olvida que también se han dado cambios efectivos (para bien y para mal), que la historia se hace o se deshace poco a poco, que es una trampa desentendernos de lo que está en nuestra mano y a nuestros pies de caminantes en nombre de la perfección futura y de los paraísos que anuncian los profetas. Son duros porque no saben respetar la cercanía.
Pero ¿qué cambiamos? Ya que he empezado con una cita, ya que estamos juntos, podemos ponernos de acuerdo en algunas verdades. ¿Podemos atrevernos a hablar de la verdad, esa mentira que llena todos los argumentos de nuestras renuncias? Sí, es posible arriesgarse a hablar de verdad sobre la verdad, porque somos vulnerables y no estamos en posesión de ella. Necesitamos cuidarnos, ponernos de acuerdo en aquello que nos ayudará a vivir y a progresar. Hay cosas que merecen la pena y la alegría, cosas que podemos sentir como verdades, aunque el poder haya forzado a lo largo de los siglos la palabra de Dios para legitimar sus privilegios.
Si conseguimos darle una oportunidad humana a la palabra verdad, tal vez podamos usar de nuevo sin vergüenza la palabra política, la palabra más sucia y más necesaria. La legitimidad de la política es anterior a su propia vigencia, tiene que ver con una lealtad previa, con el derecho de cada uno a ser bueno y solidario, con el derecho de la sociedad a cambiar las cosas y progresar en común.
Sospechemos de la sospecha. El orden de lo injusto desgasta y nos hace desconfiar de aquellas palabras que ayudan a ponerlo en duda. Es bueno y justo mirar con nueva atención en nuestro cubo de basura en busca de la poesía y de las palabras de la calle.
Llevo días dándole vueltas a una imagen. Con frecuencia me ocurre. La memoria es un telar en el que trabajan de manera inevitable las manos del tiempo, la conciencia, la sentimentalidad, la incertidumbre, la imaginación..., y todo a la vez, hasta convertir el recuerdo en una posibilidad de meditación y las ideas en una experiencia ética de la sensibilidad. Hay días en los que no escribo ni leo poesía, pero me paso las horas intentando reconstruir en la memoria un poema de Gustavo Adolfo Bécquer, o de Rosalía de Castro, o de Antonio Machado, o de Rafael Alberti, o de Ángel González, o de Jaime Gil de Biedma, o de Wislawa Szymborska. Poemas leídos hace tiempo, medio borrados, medio sabidos, pero hechos parte de mí en cuerpo y alma.
En medio de tanto debate sobre el éxito de las manifestaciones del 8 de marzo, el patriarcado, la violencia machista, las sentencias judiciales y el futuro de la sociedad, me viene a la memoria un cuadro, El juramento de los Horacios, que Jacques-Louis David pintó en 1784, a las puertas de la Revolución francesa. Esa imagen, que me asalta ahora, vive en mí desde los primeros años ochenta, cuando, siendo un joven profesor de literatura, preparaba mis clases sobre la Ilustración y leía con entusiasmo un libro del historiador suizo Jean Starobinski titulado 1789, los emblemas de la razón.
En esa pintura se ofrece una escena de juramento, propia de un tiempo en el que se querían fundar valores sólidos, deseos sociales de permanencia, algo cada vez más difícil en esta época acelerada de palabras de consumo y días de usar y tirar. Todos somos una mercancía, y siento que el pecado original responsable de esta situación está también en la escena pintada por David. Los hijos con el brazo levantado juran su deber frente a las espadas que sostiene el padre en una mano. No se miran a los ojos, miran hacia las espadas, en las que se reúnen el deber, el poder y el prestigio. A la derecha de la escena, las mujeres se dedican a sentir y lloran, temiendo las desgracias que se avecinan.
El lugar de la razón incubó su propio fracaso cuando aceptó ser separada del sentimiento. En una época en la que las pasiones dejaban de ser pecados del cuerpo contra el alma, fue necesario crear una nueva geografía. El juramento de los Horacios fija la dinámica patriarcal: la condición masculina se define en la razón porque está destinada a lo público, y la condición femenina se funda en las emociones porque se destina al ámbito de lo privado. Pero junto a la razón patriarcal se pone en marcha una manera de entender el prestigio con poder (la razón, las armas, la ciencia, la técnica, la ley) y el prestigio sin poder (el ángel del hogar, lo poético, la bondad, las humanidades, la sensibilidad).
El gran acontecimiento que supuso la Ilustración —el deseo de acabar con las supersticiones y la obediencia a los dioses— cobró una deriva mercantilista, incapaz de ser detenida por sus propias barreras de vigilancia democrática, cuando el poder con prestigio pudo desentenderse de todos los sentimientos igualitarios y fraternales, empeñado sólo en producir, ser eficaz y barajar de la manera más rentable los valores de uso y los valores de cambio, sin responsabilizarse de ninguna de sus consecuencias éticas. Una tragedia, porque las aspiraciones de la Revolución (libertad, igualdad y fraternidad) no son una simple acumulación de deseos, sino un tejido de hilos que no pueden separarse. Sin igualdad no hay otra libertad que la ley del más fuerte, y sin libertad la fraternidad se reduce a un vínculo privado de poca dimensión social. El deseo político de articular la independencia cívica y la comunidad sucumbe a otro tipo de revolución: un capitalismo basado en la impunidad, la desigualdad y la avaricia.
Según sopla el viento en el mundo, necesitamos darles una segunda oportunidad a la Ilustración y a las instituciones. Esa oportunidad exige que sus juramentos no separen el lugar de la razón de la esquina de las emociones. El deber no es una técnica sin ética, ni los sentimientos un impulso sin leyes ni barreras institucionales.
También he recordado estos días un grito que oí en una manifestación del 8 de marzo: «Lo baboso es acoso». Una respuesta babosa y falta de respeto me parece esa moda masculina de decir que el mundo debe feminizarse. Ponerse en el lugar del otro no significa dejar al otro sin lugar. Lo acabarán pagando una vez más las mujeres. Debemos preocuparnos por las propuestas babosas de fundar quimeras en el prestigio sin poder, es decir, en la desigualdad y la separación entre las razones y las emociones.
La tarea es construir una realidad ilustrada e igualitaria en la que razón y corazón pertenezcan a la vez a los hombres y a las mujeres: una sociedad donde las razones de Estado no se separen de la vida de la gente. La política necesita reorganizar sus vínculos con las alcobas, los salones de estar y las plazas públicas.
Para una persona lectora como yo me considero, los libros acaban siendo una declaración de principios. Hay costumbres que nos definen, como el ser cazador, jugar a las máquinas tragaperras o pasarnos las horas en las redes sociales. La declaración de principios de los libros tiene que ver con nuestra discusión sobre los finales y las finalidades. Necesitamos meditar sobre el tiempo de la comunidad, de la información, del conocimiento, de la política. Necesitamos los libros como un modesto espacio de emancipación contra las multiplicaciones de la avaricia y la aceleración.
Federico García Lorca escribió en 1929 el poema «Nueva York. Oficina y denuncia». Lo abren estos versos: «Debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato; / debajo de las divisiones / hay una gota de sangre de marinero». La ciudad acelerada del capitalismo multiplicaba la avaricia al mismo tiempo que la aceleración de las operaciones de bolsa, hasta convertir la realidad en un elemento líquido, «un río de sangre tierna», «un río que viene cantando / por los dormitorios de los arrabales, / y es plata, cemento o brisa / en el alba mentida de Nueva York».
Acudía el poeta al río y luego a la metáfora del viento, tan utilizada por la lírica romántica para denunciar el tiempo de lo efímero, la cancelación de la corporeidad como peligro del mundo moderno. La sociedad líquida ha dado mucho de sí durante estos últimos años en los análisis de Zygmunt Bauman. La multiplicación y las preguntas sobre el cuerpo han centrado el último libro que he leído de Santiago Alba Rico, Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017), una reflexión sobre las mutaciones antropológicas en la era de internet. Quizá pudiera pensarse que García Lorca, tan incomprendido en ocasiones, era un visionario y que la poesía, la literatura, el relato humano de lo que nos pasa, estaban ya ahí. Pero me siento más inclinado a pensar con cierta melancolía: lo que ocurre en realidad es que esta aceleración que vivimos nos devuelve una y otra vez a las preguntas originales de la modernidad. ¿De qué modo hacer compatible una conciencia individual libre y un contrato social, la vida en comunidad, la vida en red?
La melancolía es peligrosa cuando afirma que cualquier tiempo pasado fue mejor. Renuncia a la promesa estafadora de un paraíso futuro para crear el recuerdo falso de un edén perdido. Existe el peligro de ser fieles a nuestros errores por pura nostalgia. Pero la melancolía puede ser también un estado de ánimo para meditar con voluntad de freno sobre un mundo acelerado que produce inercias autodestructivas. El tiempo del consumo nos convierte a todos en objetos desechables; somos seres humanos que se programan en la obsolescencia, igual que las máquinas, por utilizar la sabia exageración de Günther Anders. La realidad es el vertedero de este usar y tirar.
Pensar en las preguntas originales supone aceptar los cambios históricos, pero sin olvidar que existe una condición humana, una voluntad de conciencias y cuerpos que buscan respuestas. Supone también negarse a que el espíritu científico borre esta condición humana, aunque se disfrace a sí mismo de ciencia social. Y supone, además, alejarse de la pasión futurista que asume las supersticiones tecnológicas como parte inevitable del vertedero y la contaminación productiva.
Debiera hacernos reflexionar en este sentido la paradoja de que las redes sociales, ese himno ya costumbrista de juventud tecnológica, son hoy el mayor asilo, la más grande residencia de ancianos. Algunos partidos políticos, importantes en el pasado y ahora inexistentes en la realidad, se engañan a sí mismos creyendo que sobreviven gracias a los mensajes por wasap o a los tuits que se mandan entre los militantes como fantasmas desamparados. Lanzan sus convocatorias y homenajean a sus muertos como restos arqueológicos bajo la arena del desierto.
Internet ofrece muchas posibilidades de comunicación, pero no creo que estemos ya en condiciones de sostener el optimismo con el que Howard Rheingold celebró en 1993 La comunidad virtual como una posible sociedad sin fronteras. Las multiplicaciones son inseparables de las divisiones. Hizo bien César Rendueles al advertirnos en su ensayo sobre la Sociofobia (Capitán Swing, 2013) de que buena parte de la lógica comunitaria de internet ha servido para depreciar el valor de palabras como vínculos, amistad y compromiso. Se ha depreciado incluso la propia experiencia de la vida, convirtiéndonos en gente que ha hecho de la distancia, de la disolución de la experiencia corporal o del suelo histórico, su única naturaleza.
¿Quién es el extraño que escribe o recibe informaciones a través de internet y que a veces lanza comentarios con nombres inventados? Ser extraño es un paso para el conocimiento o para la inexistencia. Fueron las poetas románticas quienes se dieron cuenta de que nos estábamos quedando sin biografía social. «Ya viene, mírala. ¿Quién?», «¡qué mujer tan rara!», desprecios que tenía que soportar Carolina Coronado, «La poetisa en un pueblo», antes de huir con su vida hacia la soledad, es decir, hacia sus palabras. No es la soledad un buen destino para quien vive en las palabras por voluntad de conversación. «¡Vaya con Dios la gran loca!», decían en el pueblo. Nuestro mundo natural, ya sean unos árboles o unos ordenadores, es testigo de esa locura, que también asumió Rosalía de Castro: «Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros, / ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros: / lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso / de mí murmuran y exclaman: —Ahí va la loca, soñando».
Esas locas de Carolina Coronado y Rosalía de Castro eran conscientes de que su lenguaje podía verse condenado a encerrarse en sí mismo, a convertirse en un monólogo frente a la incomprensión de una sociedad distanciada, o —más grave aún— una sociedad transformada en distancia, en geografía de lo ausente, en una experiencia de la no realidad. Para vivir como poetas se vieron obligadas a deshacerse como ciudadanas participantes en una verdadera comunidad. Se trataba de una última o penúltima oportunidad.
La literatura, los libros, las palabras compartidas suponen un esfuerzo por conservar una biografía, por mantener el sueño y la memoria, el relato humano en los tiempos veloces de la mercantilización, del consumo efímero.
Internet abrió una zona de libertad para la prensa. Cuando los costes económicos de las formas de comunicación tradicionales hicieron imposible mantener la prensa a salvo del dinero de los bancos y las grandes multinacionales, internet permitió nuevos lugares de información independiente. Pero la realidad de internet no supone un seguro de independencia, ni siquiera de conciencia informativa de la realidad. El dinero ha entrado como un río en los nuevos periódicos digitales gracias a los acuerdos opacos, ya lo sabemos; y sabemos también que no es el único peligro en un mundo acelerado, líquido, en el que miles de noticias fluyen todos los días por las redes a través de mensajes, blogs, artículos y titulares que se multiplican hasta llegar a la infoxicación. Obligados a seleccionar como lectores, lo más fácil es caer en el monólogo, en las obsesiones del loco, en el impulso de buscar sólo aquello que nos da la razón, que consolida los prejuicios de nuestras simpatías y nuestros odios.
Este proceso conduce también a la desconexión de la realidad, a la deriva de nuestra propia experiencia como abstracción que vive de manera virtual y convencida de sí misma como único referente. La gente sin biografía es gente sin autovigilancia. Hizo bien Rosalía de Castro en recordarnos, en recordarse, el sentido de su monólogo. Nosotros y la naturaleza: «Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños; / sin ellos, ¿cómo admiraros, ni cómo vivir sin ellos?». La realidad necesita de los deseos humanos y los deseos humanos, si no quieren perderse en el vértigo enloquecido del consumo, necesitan una conciencia de la realidad, una pretensión de forma o marco de convivencia.
Ésa es la tarea de los libros, de las novelas, los poemas, los ensayos, los dramas. Ése es el sentido de la cita con los libros, una diversión para los lectores, pero también un espacio de conciencia, un tiempo de espera, que es siempre un tiempo propio, pero que a la vez pertenece a un deseo de apertura, de conocimiento de lo otro y con lo otro, un ejercicio personal que afirma la mirada, pero quiere ser también independiente de los prejuicios individuales que nos separan de la experiencia de la realidad. No se trata de una melancolía para consolarnos del frío tecnológico, igual que las gentes de ciudad llenan de mascotas sus casas como homenaje al mundo rural del que se han separado. Es más bien una apuesta por un saber democrático en el que formen parte a un tiempo la tecnología y las humanidades, los instrumentos y la conciencia.
Toda la modernidad del mundo acelerado nos devuelve en internet a la pregunta original de una sociedad democrática: ¿cómo mantener a la vez mi libertad individual y mi pertenencia solidaria a una comunidad?
Un lagarto me invita a escribir acerca del tiempo. Toma el sol sobre la tapia del jardín, descansando su verde noble y su cabeza entre las ramas de la buganvilla. Parece que no le presta atención al abejorro que merodea sobre las flores cercanas. La casa de verano me permite regresar a mi hermandad infantil con los insectos y las cosas pequeñas, a la curiosidad por las orugas, las hormigas, las lagartijas, las avispas, mundos abreviados dentro del universo, acontecimientos tan disciplinados en su libertad como el sol y la luna, como la lluvia y las hojas secas del otoño.
Escribo mi hermandad infantil, no la hermandad infantil, porque no sé si los niños de hoy tienen en las ciudades el mismo trato callejero que tuve yo con las lagartijas y las orugas. Sé que no tienen el mismo trato con los dibujos animados. Mi padre compró el primer televisor a mediados de los años sesenta. Una tarde en la que el río Genil se desbordó, rompiendo el puente de Las Brujas y los tendidos eléctricos, mi madre consiguió que me sentase delante de la pantalla para ver una película de Guillermo Tell. Cambié el espectáculo embravecido del agua por la manzana y la flecha, pero al día siguiente tuve una buena conversación con mis amigos. Casi todos habían visto la misma película.
La televisión era entonces un animal casero, de carácter tranquilo y costumbres asentadas. Su prestigio de novedad tecnológica se llevaba bien con el tiempo de las estaciones, que pasaban sobre los descampados y las alamedas del río con un andar minucioso. Los niños debíamos esperar a que se cumpliese el horario de la primavera o del programa infantil para verlo a la vez y discutirlo después. El concepto de la espera formaba entonces parte de la vida, nos adiestraba en un mundo que no dependía de nuestra voluntad, sino de una dinámica colectiva, natural, exterior, que se relacionaba humildemente con la llegada del sábado por la mañana, el mes de junio o el horario de una serie de televisión.
Mis hijos, ya mayores, no se educaron en la película o el programa compartido, porque la tecnología puso a su disposición una multitud de cadenas sobre las que hacer zapping. Tiene poco sentido una conversación con ellos sobre el programa de Nochevieja de Televisión Española o sobre el concierto vienés de Año Nuevo. Vaya uno a saber en qué compañía celebraron la noche y ante qué imágenes pasaron la resaca.
Pero no es sólo la variedad, es también el tiempo. Los hijos de mis amigos más jóvenes no esperan a la mañana del sábado para ver sus dibujos animados favoritos. Me quitan el móvil, lo manejan con una facilidad asombrosa para sus tres años, buscan el programa que desean y lo consiguen en el instante, ese que ellos quieren, en el momento que quieren, sin conocer el tiempo de la espera porque no tiene cabida en su demanda solitaria y todopoderosa.
Podemos decir que la tecnología ofrece herramientas que son buenas o malas según se utilicen. Está bien, pero la verdad es que las herramientas siempre han creado conciencia, y la ideología del mundo neoliberal, la que define a las personas como consumidores, lleva el mandato intrínseco y la misión cumplida de haber convertido el tiempo en una mercancía de usar y tirar, un mundo si