
1
—¿Qué tal si interrumpo por unos minutos vuestra infatigable actividad? —preguntó Richard Winter con voz profunda y melodramática mientras depositaba sobre la mesa dos tazas de café y un plato de dónuts. Dirigió su habitual y simpática sonrisa a Stephanie y al joven asistente de redacción, Ben.
—¡Rick! Qué...
La periodista ya iba a protestar: varios recortes de diario e informes que ella y Ben estaban clasificando en ese momento se habían salpicado de café. Ese material era la base de una serie de reportajes que pensaban escribir en breve. Pero entonces echó un segundo vistazo a los dónuts y no pudo evitar una risita. Gracias al dibujo elaborado con el azúcar glaseado y al revestimiento de chocolate, desde las rosquillas le sonreían diminutas calaveras, fantasmas y hachas de verdugo: se acercaba Halloween.
—Un pequeño tentempié para inspiraros —señaló Rick—. ¿O es que no estáis agobiados con vuestros insondables asesinatos? —Ben cogió un recorte de diario para limpiarle una mancha de café y Rick ojeó el titular: «El cadáver del pantano de Überlingen. ¿Un crimen de la Edad Media?» Frunció el ceño—. ¿Pensáis resolverlo ahora? ¡A esto llamo yo un proyecto ambicioso!
Stephanie se apartó un mechón desprendido del moño flojo con que se recogía en lo alto su largo y oscuro cabello y puso los ojos en blanco.
—De Edad Media, nada. Al eficiente colega del diario local se le pasó por alto que el móvil de la víctima estaba a tres metros de ella. Quizá no sabía que ese aparato es un invento de la era moderna. Puede que todavía sea demasiado joven. —Dedicó a Ben, quien al parecer había sugerido el caso, una afectuosa sonrisa burlona—. Sea como fuere, el caso del cadáver de Überlingen no tiene nada de misterioso. Una prostituta muerta en un juego sexual con esposas. La Policía dice que probablemente se trató de un accidente. Al cliente le entró el pánico y arrojó el cuerpo al pantano. Una tragedia, pero ajena a nuestro interés... —Cogió un dónut, le dio un mordisco y se lamió de los labios y los dedos el baño de azúcar rojo.
Rick cogió uno de los archivadores que había sobre la mesa. «Seattle-Secuestro de Susan Pinozetti-Dossier», leyó. Junto a un breve listado de hechos, el archivador contenía fotos de un gracioso bebé y una adolescente con gesto aterrorizado. En los márgenes había una nota escrita con la característica letra inclinada de Stephanie: «¿Mafia?»
—Eso sí que me parece interesante —comentó ella entre dos sorbos de café—. Hace un año, en un despiste de la canguro, la pequeña Susan desapareció. Y no volvió a aparecer. La Policía se centró en la au-pair, una chica australiana. A nadie le preocupó que el padre del bebé tuviera contactos con la mafia... Cuando los investigadores por fin dejaron tranquila a la chica, muchas pistas ya estaban frías, naturalmente.
—¿Y pretendéis recalentarlas ahora? —preguntó escéptico Rick—. ¿Desde aquí, desde Hamburgo? ¿Esperáis descubrir algo?
Stephanie negó con la cabeza.
—Claro que no. La probabilidad de que nuestra serie de artículos Asesinatos Insondables contribuya a esclarecer algún antiguo crimen es ínfima. Pero tampoco se trata de eso. —Se frotó las sienes—. Seamos honestos. En el fondo, la serie se publicará en la sección de entretenimientos. Por algo Söder la lanzará en Halloween. Los lectores quieren sentir escalofríos mientras leen acerca de crímenes cuyos móviles se desconocen o cuyas especiales circunstancias hicieron imposible su esclarecimiento. Ben y yo investigamos un poco en esa línea... A lo mejor proporcionamos nuevos puntos de vista y estimulamos la reflexión.
En esto último consistía una de las grandes virtudes periodísticas de Stephanie Martens. Era conocida por sus agudos reportajes sobre homicidios y procesos judiciales, y por sus sagaces interpretaciones de las circunstancias del crimen y los móviles del asesino. Además, delgada y con unos claros ojos grises, despertaba confianza. Los informadores siempre se dirigían directamente a ella, que cuando trabajaba escondía a la Policía lo que sabía. De hecho, los artículos de Stephanie aparecidos en Die Lupe ya habían contribuido a la resolución de varios crímenes.
—¿Quieres algo más o podemos seguir trabajando? —preguntó a Rick en un tono tan frío que a él le sentó mal—. No es que quiera echarte. Te agradezco los dónuts y el café, pero, en serio, tenemos que ir avanzando. Como ya te he dicho, Söder quiere la primera entrega de la serie para Halloween y en dos semanas como mucho una idea general de los casos que vamos a presentar. Apenas si llegamos a clasificarlos.
Abrió otro archivador en el que Rick leyó el nombre del lugar: Masterton, Nueva Zelanda. Luego colocó las tazas una encima de otra y arrugó el plato de cartón de los dónuts. Últimamente, el comportamiento de Stephanie para con él era manifiestamente distante, y eso que hasta hacía unas semanas todavía se entendían muy bien. Por enésima vez se regañó a sí mismo: no debería haberse precipitado con la propuesta de matrimonio. Al fin y al cabo, ella ya le había dicho en suficientes ocasiones que no tenía planeado comprometerse en un futuro próximo. Pero él había vuelto a tener la sensación de que estaba preparada... y era obvio que se había equivocado.
—No te voy a pedir nada más, Steph, pero Söder... —respondió conciliador—. Bueno, Söder quiere vernos a Teresa, a Fred, a ti y a mí a las cinco en su despacho. Esto —señaló las tazas vacías y las migas de dónuts— tenía la función de apaciguar y serenar tus ánimos.
Florian Söder era el editor y redactor jefe de Die Lupe, la revista de reportajes y lifestyle en que trabajaban Stephanie y Rick. Era un hombre grueso y de corta estatura, pero ágil, y, a su manera, un genio del periodismo. Los redactores de Die Lupe lo respetaban. Söder siempre estaba a la última, sus ideas acerca de reportajes y series siempre eran originales y de actualidad. Por algo se mantenía Die Lupe en un mercado duro frente a sus competidores, infinitamente más grandes. Poco importaba que se tratase del showbusiness o de la política: Söder tenía un sexto sentido para las tendencias y conseguía rodearse de redactores talentosos y motivarlos. Rick Winter, por ejemplo, conseguía realizar sensacionales entrevistas a políticos, incluso antes de que destacasen en su propio partido; Teresa Homberg se tuteaba con distintas estrellas y estrellitas; Stephanie informaba acerca de las salas de tribunales y escenarios de crímenes en todo el mundo. La redacción de Die Lupe era mucho más pequeña que la de otras revistas, pero selecta. Por desgracia, el trato con Söder solía ser enervante y encrespado. Los redactores estaban acostumbrados, pero no es que se alegrasen, precisamente, cuando Söder los convocaba a su despacho.
—¿A nosotros cuatro? —preguntó Stephanie, poco entusiasmada ante la perspectiva—. O sea, estilo de vida en los resorts, automovilismo, política y crímenes... No encajan entre sí. ¿Qué quiere de nosotros?
Rick se encogió de hombros.
—Lo sabremos a las cinco —respondió—. Hasta entonces todavía podéis elaborar dos informes sobre los contactos con la mafia. Pero tened cuidado de no acercaros demasiado a los malos y acabar en el Hudson con los pies en un bloque de cemento.
Le guiñó el ojo a Stephanie antes de marcharse y pensó cuán bella era. Su rostro fino, levemente bronceado, sus ojos claros bajo unas cejas espesas, sus labios carnosos y rojos... Cuando la miraba, no podía evitar pensar en Blancanieves, aunque las apariencias engañaban. Stephanie Martens no se parecía en nada a la dulce princesa que se ocupaba del cuidado de la casa de los siete enanitos y se dejaba engañar por una pérfida vendedora de manzanas. Rick la consideraba implacable como periodista y sumamente emancipada como mujer.
Ya estaba absorta de nuevo en sus carpetas, pero levantó la vista brevemente cuando él mencionó el Hudson.
—Puget Sound —dijo lacónica—. El secuestro sucedió en Seattle, no en Nueva York.
Rick asintió, dándose por vencido. ¿Por qué ella siempre había de tener la última palabra?
Stephanie abrió la puerta del despacho de Florian Söder exactamente cuando faltaba un minuto para las cinco: puntualmente, como constató con alivio. El jefe todavía no estaba presente, pero sí los otros tres redactores. Estaban sentados a un lado de la larga mesa, con tazas de café o botellines de agua delante de ellos. La amplia y luminosa sala de reuniones limitaba con el despacho de Söder y sus ventanales ofrecían unas amplias vistas sobre la dársena del Sandtorhafen. Realmente, Söder no había escatimado esfuerzos ni dinero a la hora de construir el edificio de la revista. Era sumamente representativo y no tenía nada que envidiar a las demás editoriales.
Pero quienes en esos momentos estaban allí no mostraban el menor interés por el panorama. Teresa Homberg, una joven siempre vestida a la moda, perfectamente maquillada y con el cabello pelirrojo cortado a lo paje, tecleaba concentrada en su smartphone. Sin levantar la vista, contestó al saludo de Stephanie. Fred Remagen, un hombre desgarbado y de cabello oscuro, ni siquiera se tomó la molestia; ensimismado, hojeaba una revista de automóviles. A Stephanie no la sorprendió. Exceptuando la producción de coches, Fred apenas si se percataba del mundo circundante. No tenía otro interés que no fueran los automóviles, ámbito en el que era un experto total. Los colegas de la oficina solían bromear diciendo que Fred podía reconocer cualquier coche fabricado después de 1950 por el sabor del aceite lubricante que empleaba. Tampoco se fijaba en las mujeres; de haber sido por él, Stephanie no se habría tomado la molestia de arreglarse brevemente el pelo, dar un toque a la raya de los ojos y empolvarse la nariz.
Rick, por el contrario, sí que apreciaba esas cosas. Sonrió complacido al verla y ella le correspondió. De hecho, le resultaba difícil mostrarse tan rígida y reservada frente a él como intentaba últimamente. Siendo sincera consigo misma, seguía amándolo. En cuanto veía su simpático rostro, cubierto de arruguitas de expresión, se emocionaba. Se veía un poco más rechoncho desde que las entradas habían retrocedido «despejándole» la frente. Se le escapó la sonrisa al pensar el modo terco en que Rick se negaba a hablar de su calva incipiente. No se resignaba a su destino y luchaba con todas las lociones y champús habidos y por haber para combatir la caída del pelo, aun sabiendo que las promesas de los vendedores no eran más que humo. Su padre y sus dos tíos habían perdido sus últimos cabellos al cumplir los cincuenta; él tenía ahora treinta y siete años, y sabía lo que le esperaba.
Stephanie siempre le insistía en que a ella los calvos le parecían sexis. Además, el que retrocediera el nacimiento del cabello permitía que sus ojos, de un verde claro y fieles reflejos de su estado de ánimo, se vieran más grandes y amables. Ella le valoraba otras cualidades totalmente distintas del espesor del cabello. Rick era divertido, atento, leal, una persona de confianza, y practicar el sexo con él era, simplemente, fabuloso... En realidad, no había ninguna razón para no casarse con él. No obstante, sin saber por qué, a Stephanie la llenaba de pánico la simple idea de formalizar una relación fija.
—Bien, aquí estamos... Damas y caballeros, me complace que mi invitación haya sido tan ampliamente aceptada.
La aparición de Florian Söder arrancó a Stephanie de sus pensamientos. El redactor jefe entró en la sala de reuniones como siempre, como un torbellino, lanzó un par de carpetas sobre un atril y se sentó en el borde de la mesa delante de sus empleados. Teresa apenas si consiguió colocar su botellín de agua en lugar seguro y Rick puso a salvo su café. Por prudencia, Stephanie no había llevado ninguna bebida, pues odiaba que Florian Söder instalase su voluminoso trasero al lado de su taza de café. Lisa, la compañera y amiga de Stephanie, que trabajaba en la sección de psicología, sospechaba que Söder intentaba situarse en el centro de atención, que con ese asiento elevado intentaba que su estatura pasara inadvertida. Pese a ello, habría llamado la atención en cualquier lugar. Sobre su rechoncho cuerpo se asentaba una cabeza sobredimensionada y cubierta con un cabello ondulado castaño claro. Tenía los ojos más bien pequeños, pero una mirada penetrante e inteligente. Además, su voz era estridente. En realidad, no necesitaba de ningún truco para atraer la atención.
—¿Cuánto va a durar esto? —susurró Fred Remagen, mientras Söder se ponía cómodo—. Me habría gustado pasarme por la Mercedes a ver los nuevos modelos...
—Yo tengo que ir a un vernissage —informó Teresa—. Aunque no es que los cuadros que se exponen impresionen demasiado... Todos son negros. En cuanto están acabados, el artista los cubre de negro para recordar el fin de todo ser o algo así. Pero conserva el proceso de creación en un vídeo, que se proyecta sin pausa junto a la obra de arte... Sea como sea, ese tipo tiene un aspecto deslumbrante y las galerías se pelean por él. Espero que me dé una entrevista.
Söder la interrumpió con un gesto.
—Los cuadros seguirán siendo negros mañana —señaló a Teresa—. Y todo el mundo escribe sobre los nuevos modelos de Mercedes, Fred. Olvídate de eso. Haz algo distinto, pregunta a un par de pilotos qué coches conducen en su vida privada y por qué. Esto también encaja en la sección de Lifestyle e interesa a más franjas de lectores. En especial a las mujeres... ¡Escríbeme un resumen! —Fred hizo una mueca. Desde luego, las mujeres no formaban parte de su público—. ¿Y los demás? —prosiguió Söder—. ¿Rick? ¿Stephanie? ¿Alguna excusa para salir volando de aquí? —Söder se los quedó mirando fijamente mientras esperaba una respuesta.
Stephanie y Rick, resignados, movieron negativamente la cabeza.
—Tan solo sentimos curiosidad —indicó ella—. ¿Por qué nos has reunido justo a nosotros cuatro? ¿Hay algún proyecto que agrupe a las distintas secciones?
Söder sonrió.
—¿Políticos de relieve haciendo un desfile de moda en coches robados? —propuso burlón—. No es mala idea. Pero me temo que no se apunte nadie... No, se trata más bien de... hum... hacer de conejillo de Indias en un reportaje. Uno de vosotros debe encargarse. Y os he elegido porque los cuatro sois periodistas de pura cepa, íntegros, con los pies en el suelo, comprometidos con la verdad, escépticos por principio frente a doctrinas de cualquier color...
—Esto a mí no me atañe —reconoció Fred—. En lo más profundo de mi corazón todavía creo que Herbie vive.
Teresa soltó una risita.
Söder hizo un gesto de rechazo.
—¡Nada de tonterías! —les previno—. Es un asunto serio, incluso si a primera vista no lo parece. Quizá sea un encargo que os parezca... hum... grotesco. Pero se trata de manipulación, engaño, de destapar a un charlatán. —Deslizó la mirada por los cuatro. Había conseguido atraer lo suficiente su atención—. ¿Alguno de vosotros ha oído hablar de Rubert Helbrich?
Stephanie, Teresa y Rick tuvieron que reprimir la risa. Aparte de que el nombre llevaba meses mencionándose en la televisión y la prensa, hacía un año que era imposible asistir a cualquier acto de la redacción de Die Lupe sin oír hablar de Rupert Helbrich. A no ser que uno se pusiera como objetivo evitar cruzarse con Irene Söder, la esposa de Florian.
—Esto... el... ¿hipnotizador? —preguntó con cautela Teresa.
Söder asintió.
—Exacto. El tipo de las regresiones a vidas anteriores.
—¿Eh? —Fred Remagen levantó atónito la mirada de la revista que había cerrado al entrar Söder, pero en cuya tapa tenía los ojos clavados, como si le reconfortara y sirviera de refugio ante el mundo—. ¿Qué es lo que hace? —Al parecer, a Fred le había pasado por alto todo el revuelo mediático en torno a Rupert Helbrich.
—Rupert Helbrich tiene la teoría de que tras morir volvemos a nacer en otro cuerpo —explicó Teresa—. En tal caso se habla de renacimiento o de... hum... migración de los espíritus.
—¿De renacer... como animal? —inquirió Fred.
Stephanie se preguntó si su colega estaría pensando en una futura existencia como garduña.
Teresa sacudió la cabeza, con lo que los enormes aretes de sus orejas tintinearon.
—No. Eso es lo que suponen creyentes de distintas religiones, pero los terapeutas de la reencarnación, o como quiera que se llamen, parten de la idea de que el ser humano sigue siendo un ser humano.
—¡Claro! —intervino Söder—. A fin de cuentas, nadie invertiría tanto dinero para recordar su vida de hámster...
—¿Para recordarla? —preguntó Fred—. ¿No estábamos hablando de vida después de la muerte? —Jugueteó con sus gafas.
—Sí, recordar —terció Rick—. Como dice el piloto de la Fórmula 1: tras la carrera es antes de la próxima carrera. O en palabras de los estudiosos de la reencarnación: si hay vida después de la muerte, también ha de haber vida antes del nacimiento. Una de la que poder acordarse.
Fred reflexionó.
—Pues yo no recuerdo nada —dijo—. Qué idea tan alocada. —Y miró su revista de coches.
—Una idea muy lucrativa —observó Teresa—. Claro que no te acuerdas de tu vida anterior, Fred, igual que nosotros o los clientes de ese Helbrich. Pero a diferencia de nosotros, ellos opinan que se les ha escapado algo. Ellos «quieren» recordar. Están deseosos de saber quiénes fueron anteriormente. Helbrich y sus acólitos les prometen ayudarles en su búsqueda del recuerdo.
—Mediante la hipnosis —intervino Stephanie—. Hace entrar a sus pacientes en trance, lo cual no carece totalmente de base científica. Cuando las personas están hipnotizadas, por ejemplo, los testigos de un crimen, se dejan conducir, por así decirlo, a un tiempo pasado. Vuelven a vivirlo todo y así quizá se acuerden de los detalles perdidos. De esta manera es posible despertar los recuerdos. Si es que hay alguno.
—De eso se trata, Stephanie —dijo Söder—. Justo ahí se dividen las opiniones. ¿Son realmente recuerdos de una vida pasada lo que cuentan las personas hipnotizadas, o meras fantasías porque a lo mejor han leído demasiadas novelas históricas?
Una vez más, Stephanie, Teresa y Rick reprimieron una sonrisa. Hacía bastante tiempo que Irene Söder era clienta del hipnotizador y desde entonces no se cansaba de contar lo emocionante que era su vida en la corte del Rey Sol. Las sesiones con Helbrich activaban recuerdos de la supuesta existencia previa de Irene como Lucienne, Marquise de Montfort, que recordaban sospechosamente a las aventuras de Angélique y otras protagonistas de novelas. Stephanie lo encontraba divertido, aunque algo delirante.
—¿Y ahora... tenemos que investigar si realmente existió Lucienne de Montfort? —tanteó Rick sin demasiada prudencia.
Söder lo fulminó con la mirada.
—Eso, querido amigo, ya lo he hecho yo mismo. Y por si os interesa: hubo una familia De Montfort, cuyo representante más conocido, Simon, fue un capitán medieval aficionado a quemar cátaros, mucho antes de que se construyera Versalles. De Lucienne de Montfort no se sabe nada. Únicamente se conoce a una tal Lucienne de Rochefort. Fue la primera esposa del rey Luis VI de Francia, así que también vivió mucho antes que el Rey Sol... Pero puesto que es evidente que todos estáis al corriente de los asuntos de mi esposa...
—Luego te cuento —susurró Rick a Red Remagen.
—Podemos hablar abiertamente —prosiguió Söder, disgustado—. El hecho es que Irene está convencida de que sus recuerdos son reales, y lo mismo les sucede a los demás clientes de Helbrich. Y el hombre está manifiestamente seguro de sí mismo. Después de que lo llamara la semana pasada y... bueno, expresara en cierto modo lo indignado que estaba por la factura exorbitante que le ha enviado a Irene... —los periodistas sonrieron; los ataques de cólera de Söder eran temidos en la redacción— me hizo una oferta: estaría encantado de demostrarnos a nosotros y nuestros lectores que su trabajo es serio y se pondría a nuestra disposición sin la menor reserva para realizar entrevistas y permitir que nos hagamos una idea de lo que hace. Y en caso de que algún empleado de Die Lupe esté dispuesto a dejarse hipnotizar por él e informar después sobre tal experiencia y los recuerdos que han acudido a su mente, realizaría y documentaría gratis la regresión. Naturalmente, no voy a esperar a que me insista. Así que, señores míos, ¡voluntarios, un paso al frente!
En el grupo reinó un silencio estupefacto.
—¿Y qué ocurre con Lisa? —preguntó al final Stephanie—. En realidad, esto pertenece a su sección. Está ansiosa por que le hagan el horóscopo o le curen su furúnculo a distancia...
Los demás rieron. Lisa era psicóloga y se encargaba de la correspondiente sección de Die Lupe. También cubría de buen grado las paraciencias y no la asustaba hacer de cobaya. En general, a todo el mundo le gustaban sus divertidos artículos sobre reuniones de chamanes en Bielefeld y contactos telepáticos con animales domésticos en Pinneberg.
Söder se encogió de hombros y suspiró.
—No quiere o no puede. Dice que no hay quien la hipnotice. En cualquier caso, se ha negado categóricamente. No está disponible. Así pues, chicos, le toca a uno de vosotros. ¿Quién se ofrece?
Tras un minuto de lamentable mutismo, quedó claro que nadie quería presentarse como voluntario.
—Yo no tengo tiempo para tonterías —afirmó Fred—. Tengo otras cosas que hacer.
—Y yo no puedo permitirme desenmascarar esas bobadas —aseguró Teresa—. La mayoría de los vips que entrevisto, que necesito y con quienes tengo buenas relaciones, creen firmemente en ello. Precisamente Jill Irving, ya sabéis, la modelo y actriz que ahora también es cantante, ha recordado su vida anterior como princesa zulú con ayuda de Helbrich.
Los demás rieron, liberados de la tensión.
—¡Ojalá eso la ayude en la isla de los famosos! —bromeó Stephanie—. Pero tienes razón: si desenmascaras a ese tipo y lo acusas de farsante, se enfadarán. —Suspiró—. En fin, yo lo haría si no fuera tan retrasada con la serie. O una cosa o la otra, Florian: el reportaje sobre el hipnotizador o los asesinatos insondables...
—Tal vez puedan relacionarse ambos temas —bromeó Teresa—. Quién sabe si antes no eras una asesina en serie... o tal vez miss Marple en persona.
Rick sacudió la cabeza.
—De aquí no saldrá nada, chicos —los reprendió—. De hecho ninguno de nosotros tiene tiempo para estas tonterías, no vale la pena ni hablar de ello. Pero tampoco podemos encargar la tarea a alguno de los jóvenes en prácticas. Seguro que ese Helbrich se las sabe todas. Para enfrentarse a él y salir airoso hay que ser un periodista con experiencia. Con un... ¿cómo lo llamabas, Stephanie?, ¿un potente detector de sandeces?
Stephanie sonrió irónica.
—No es una expresión que me haya inventado yo. Procede de Marilyn French. Yo no lo habría expresado de forma tan drástica, pero da en el clavo. No te lo tomes a mal, Florian, pero tu esposa Irene... simplemente es... hum... demasiado espiritual.
De nuevo, todos reprimieron la risa.
—Así es —confirmó Rick—. Si tiene que ser uno de nosotros... —Cogió la pajita de la botella de agua de Teresa, sacó teatralmente una navaja del bolsillo del pantalón y la cortó en tres trozos iguales y uno más corto. Luego los barajó a la espalda y los encerró en el puño de modo que todos parecieran de la misma longitud—. Coge uno, Teresa —animó a la periodista de diseño y moda. Esta cogió uno y mostró triunfal un trozo de la pajita en la mano—. Fred... —prosiguió Rick. Conteniendo la respiración, Fred Remagen tiró de un segundo trozo largo. Acto seguido, cogió la revista de coches y se preparó para marcharse—. Entonces, o tú o yo, Stephanie —finalizó Rick, tendiendo a su amiga las dos puntas.
Una sobresalía más que la otra. Stephanie tiró de la más corta.
—¡Oh, no! —gimió, cuando comparó la longitud de su trozo con el de Teresa.
—¡Enhorabuena! —exclamó resplandeciente Söder—. Francamente, Steph, eras mi candidata.
Rick, por el contrario, miró a su amiga algo preocupado.
—Stephanie, yo...
Ella le lanzó una mirada de advertencia y le pidió que se callara con un gesto de la mano.
—¡Ni se te ocurra sacrificarte por mí! —le siseó—. Ha sido juego limpio. Tiré literalmente del trozo más corto y ahora iré a ver a ese Helbrich, por supuesto. Con asesinato insondable o sin él. —Se esforzó por esbozar una sonrisa y se volvió con exagerado optimismo hacia su redactor jefe—. No te preocupes, Florian. Sea lo que sea que haga ese tipo, seguro que no le permito que me transporte a Versalles. ¿Tengo que anunciarme yo o lo haces tú?

2
Rick siguió a Stephanie hasta su despacho. En cuanto hubo cerrado la puerta tras de sí, dio rienda suelta a sus temores.
—No sé, Stephanie. ¿Crees que esto de la hipnosis es buena idea? ¿Con tus antecedentes?
—¿Con mis qué? —repuso ella irritada, ordenando sin interés los recortes de periódico que había dejado sobre el escritorio—. No tengo antecedentes. Por lo que sé, nunca me han hipnotizado.
—Pero tienes esos problemas con tu memoria —señaló Rick.
Al mismo tiempo enderezó una máscara de la Amazonia que adornaba la pared de Stephanie. Todo el despacho estaba decorado con objetos de tierras lejanas que la madre de la periodista, antropóloga de profesión, había visitado en sus viajes de exploración. Rick se preguntaba a menudo por qué su amiga no guardaba esos regalos en su casa, o al menos no pedía a alguien que los colgara bien de la pared. ¿Sentiría miedo de esos fetiches de aspecto amenazador? A él mismo no le habría gustado tenerlos en su sala de estar.
La periodista resopló.
—¡Y tú has estado a punto de exponer delante de media redacción esos problemas! —le reprochó—. ¡Tras lo cual todos me habrían mirado como si no estuviese bien de la cabeza! ¡Uff! Rick, lo de Nueva Zelanda no tiene nada que ver con este reportaje. Aquí no se trata de recuerdos, sino de un par de chalados y un charlatán que se sirve de su fantasía...
—Antes has dicho que la hipnosis puede despertar recuerdos —objetó Rick.
Ella puso los ojos en blanco.
—La hipnosis médica —puntualizó—. La que se concentra en un acontecimiento determinado. Un acontecimiento de esta vida, no de la posterior ni de la anterior. Con Helbrich se trata de reencarnación. Nueva Zelanda no tiene nada que ver. Y ahora deja de darme la lata con esa tontería. Quiero llamar a Lisa. A lo mejor consigo evitarlo todo. A fin de cuentas, lo esotérico pertenece a su sección. Tendrá que darme muy buenas razones de por qué tengo que ir yo en su lugar.
—Que lo haya rechazado a mí también me ha dado qué pensar —admitió preocupado—. Stephanie, si hasta a Lisa esto le da yuyu... Una cosa así puede provocar traumas. Y más cuando uno... cuando uno ya está marcado.
Ella hizo un mohín y lo empujó fuera del despacho.
—Basta ya. A mí no me marca nada, salvo mi detector de sandeces innato —le espetó—. Y me dice que con ese Helbrich voy a vérmelas con un granuja cuyos trucos descubriré enseguida. Te agradezco que te preocupes por mí. Y ahora, ¿me dejas sola, por favor?
Stephanie se reunió con Lisa Grünwald en el Coast by East, un restaurante de sushi con coctelería en la Hafencity, que estaba muy de moda. La galería acristalada ofrecía un extenso panorama de la Filarmónica del Elba, todavía en construcción, y la terminal de cruceros. La simple visión de esos enormes buques le despertó las ganas de viajar. La idea de escapar en uno de esos transatlánticos de lujo del lluvioso invierno de Hamburgo era toda una tentación.
Tampoco Lisa parecía tener el menor inconveniente en escapar de lo cotidiano. Esperaba en el bar, ya había pedido un vaso de prosecco y miraba soñadora el panorama cuando Stephanie se acercó a ella. Se percató de inmediato de que su amiga no estaba precisamente en su mejor momento.
—¿Qué ocurre, Steph? ¿Te has peleado con Rick? —preguntó sin rodeos.
Entre Lisa y Stephanie no había secretos. Las dos habían ido juntas a la escuela. Se habían separado en la universidad y habían vuelto a encontrarse por azar, pocos años después, en la misma redacción.
—No ha sido exactamente una pelea... —Stephanie se desprendió del abrigo, pidió una copa de vino y luego empezó a contar lo ocurrido. Söder, el reportaje, los recelos de Rick...
—¡Sería todo más sencillo si fueras tú! —dijo al final con tono pesaroso—. ¿Se puede saber por qué no quieres ir? ¿De verdad lo consideras peligroso?
—¿Peligroso? —Lisa negó con la cabeza—. ¡Qué va! ¿Cómo se te ocurre? Y no es ningún secreto. Quizá Söder no se ha expresado con claridad.
Lisa se pasó la mano por la melena escalonada. Era una mujer alta y de complexión atlética, iba normalmente sin maquillar, tenía unos resplandecientes ojos azules y una boca grande y por lo general sonriente. Franca, amable y nada complicada, era una persona con quien uno fácilmente se sinceraba. Y no tenía nada de miedosa.
—No se trata de que no quiera escribir sobre ese Helbrich o de que el encargo me dé miedo —siguió explicando—. Al contrario, me interesaría mucho saber qué hace. ¿Y a quién no le gustaría saber más sobre su vida anterior? —añadió y guiñó el ojo, divertida.
—No te creerás esa historia, ¿verdad? —preguntó Stephanie.
Lisa puso la mano sobre el brazo de su amiga para tranquilizarla.
—Relájate, Steph —la reprendió suavemente antes de contestar—. No, no creo en la reencarnación. Pero he leído un par de esos historiales y son fascinantes de verdad. No tendría ningún reparo en someterme yo misma a una prueba. Pero hay una pega: a mí, Lisa Grünwald, es imposible hipnotizarme. No funciona, por mucho que me gustaría. Y lo he intentado. Una compañera de la universidad es hipnoterapeuta. Durante la formación realizó ejercicios con todos los compañeros, es muy buena. Pero conmigo no funcionó, y eso que lo intentó con todos los registros. Al final hasta su profesor lo probó por amor propio. Propuso hacer una sesión conmigo, dado que ella estaba tan frustrada. Me presenté allí porque me interesaba. El hombre era toda una eminencia internacional en su terreno, mas, aun así, fue incapaz de hacerme entrar en trance. Es probable que me dé mucho miedo perder el control o que tenga una tendencia muy fuerte a observar al hipnotizador. Hay varias teorías acerca de por qué el método no funciona con algunas personas. Así pues, esta es la causa por la que no puedo hacer el reportaje sobre ese Helbrich.
—¿Söder está de acuerdo? —preguntó Stephanie. Dio las gracias al camarero por el vino que acababa de servirle y tomó un trago—. Me refiero a que contigo podría llevar el agua a su molino, ¿no?: «El gran maestro no logra hipnotizar a la crítica redactora de Die Lupe.» ¿No es el titular que él desea?
—No sería muy honesto que digamos, ¿no? —Lisa hizo una mueca—. De hecho, Söder también me habló de ponerle una... hum... una trampa similar. Y funcionaría. Helbrich mordería el anzuelo con toda seguridad. Hasta ahora todos los hipnotizadores han creído que conseguirían hipnotizarme. Casos extremos como el mío son muy raros. Pero sin contar con que sería muy feo engañar a ese hombre, también lo encuentro contraproducente. A fin de cuentas, el reportaje gira en torno a la regresión. No trata de si hay mejores o peores médiums y de si Helbrich resuelve o no casos problemáticos.
—¿Y qué debo esperar yo de esa regresión? —quiso informarse Stephanie. Había renunciado a la idea de convencer a Lisa—. Se diría que sabes de la materia. ¿Es... es posible que Rick tenga razón? Con lo de Nueva Zelanda... —Jugueteó con la copa de vino. Por mucho que le costara admitirlo, las objeciones de Rick la hacían sentirse un poco insegura.
Lisa se mordisqueó el labio.
—Depende —respondió al final—. De cómo trabaje Helbrich. De la mayoría de este tipo de terapeutas que utilizan la regresión no cabe esperar ninguna sorpresa. Muchos no llegan a hipnotizar del todo al paciente. Simplemente dejan que la gente haga unos ejercicios de relajación y realice luego asociaciones libres. Bobadas, por supuesto. Pero si Helbrich realmente sabe hipnotizar y realiza una auténtica hipermnesia, entonces tal vez recuperes tus recuerdos de Nueva Zelanda.
Stephanie arrugó la frente.
—¿Una qué? —preguntó, y volvió a tomar un sorbo. La copa ya casi estaba vacía.
Lisa hizo un gesto al camarero y le pidió otro prosecco y otro vino.
—La hipermnesia es una técnica reconocida —explicó—. El hipnotizador provoca en su paciente un trance profundo y lo hace retroceder en el tiempo hasta recuerdos de su primera infancia de los que no era consciente. Al parecer, uno se acuerda incluso de su propio nacimiento y de los traumas surgidos entonces. En las posteriores sesiones verbales se puede trabajar ese tema. Incluso hay gente que busca recuerdos previos al nacimiento, un tema ciertamente controvertido...
Llegaron las bebidas y ambas cogieron sus copas. El camarero les informó de que había una mesa libre, pero Stephanie no hizo ademán de incorporarse. Antes quería oír qué más tenía que decir Lisa.
—El asunto se pone delicado cuando a los hipnotizadores (con frecuencia los que hipnotizan como hobby, tipo Morey Bernstein) se les ocurre comprobar la tesis del renacimiento a través de la regresión. Si existe vida tras la muerte, según su reflexión, no del todo carente de lógica, también debería haber una antes del nacimiento. Y esa tal vez pueda reconstruirse por medio de la hipermnesia... ¡Venga, Steph, algo tienes que haber oído decir de eso! Renacimiento, reencarnación... son distintos componentes de varias religiones. Hinduismo, budismo...
Stephanie asintió.
—Todos estamos atados a la rueda del destino —citó—. ¡Claro que he oído hablar de la reencarnación! Y de esas regresiones. Helbrich está en boca de todos. Pero que haya pruebas científicas al respecto, eso... eso me parece un poco traído por los pelos.
—Es discutible, por supuesto, que tales resultados tengan consistencia científica. Las personas sometidas al experimento pueden contar lo que quieran.
—¿Y por qué no se investiga lo que dicen? —repuso Stephanie—. Si la gente da nombres y fechas, se debería poder averiguar al menos si esta o aquella persona realmente ha vivido.
Lisa asintió y se dispuso a seguir al camarero que esperaba pacientemente. Ambas cogieron sus copas y se dirigieron a una mesa para dos junto al ventanal.
—Naturalmente, siempre se intenta comprobar los datos mencionados. Ese es el objetivo de todo este asunto. Al menos lo era en su origen. Léete el Protocolo de un renacimiento de Morey Bernstein. Bernstein era un psicólogo amateur estadounidense que en los años cincuenta experimentó con todas las técnicas de hipnosis. Cuando oyó hablar de la reencarnación, se entusiasmó y, de hecho, ya en el primer ensayo con un ama de casa convencional y bastante simplona se descubrió que esta tenía una vida anterior. Creo que era en Irlanda, en el siglo dieciocho. Supuestamente se llamaba Bridey Murphy y recordaba nombres de calles, danzas tradicionales y algunas palabras en gaélico. Bernstein tenía pretensiones científicas y se dejó la piel por verificar la historia. Aunque parece más sencillo de lo que es, porque los recuerdos pocas veces son realmente concretos, es decir, no se cuenta con afirmaciones como «Soy Barbara Wagner, nací en 1720 en la Kirchgasse de Mainz y me casé en 1740 con Friedrich Schuster...», lo que cuestiona, a mi entender, todo el tema. Además, la vida de la gente normal se documenta desde hace cien años como mucho. Antes había a lo sumo inscripciones en registros parroquiales, hoy difíciles de encontrar, a menudo destruidos y con frecuencia incompletos. Y en caso de que excepcionalmente sea fácil comprobar un dato, esto también puede volverse contra la teoría. Ya que si un investigador llega sin problemas a datos que confirmen una historia, también el hipnotizado o el hipnotizador podría haberlos conseguido fácilmente... A lo mejor la Marquise de Montfort vivió, pero ¿llevaba en sí realmente el alma de Irene Söder?
—¡Eso seguro que no! —exclamó Stephanie riendo.
—Sea como sea, en principio, cuando la hipermnesia se efectúa correctamente, uno vuelve a recorrer la vida que ha vivido y que todavía vive —dijo Lisa volviendo a la pregunta inicial—. De modo que te verías en tus primeros seis años de vida. Y es posible que salga a la luz por qué no te acuerdas de ellos. Tiene que haber una causa. Has borrado de tu memoria esos años y todo un país, el país donde naciste. ¡Algo así no ocurre porque sí! Yo, en tu lugar, ya haría tiempo que lo hubiese investigado...
—Bah. —Stephanie suspiró y cogió la carta para cambiar de tema.
A veces se arrepentía de haber contado a su amiga y a Rick que carecía de recuerdos de sus años de infancia. A Rick le preocupaba y Lisa mostraba una curiosidad de la que la misma Stephanie carecía, lo que su amiga a su vez encontraba extraño. Según Lisa, cualquier persona normal plantearía preguntas o seguiría una terapia; en cualquier caso, se esforzaría por llegar al fondo de la cuestión. Y máxime una periodista de investigación como Stephanie, que iba tras la pista de cualquier información como un sabueso. Únicamente con respecto a su propia historia se contentaba con la información que le había dado su madre: en 1980, Helma Martens había ido como antropóloga a Nueva Zelanda para participar en un estudio sobre la cultura maorí. Allí conoció al asistente social Simon Cook, con quien se casó. Stephanie, la hija de ambos, no tardó en nacer en Nueva Zelanda. Cuando tenía seis años, el matrimonio de los Cook atravesó una situación crítica. Helma se marchó cuatro semanas a Alemania para reflexionar sobre cómo iba a encarar su futuro. Se suponía que durante ese período Simon se ocuparía de Stephanie; pero, una semana antes de la fecha en que Helma pensaba regresar, él murió en un accidente. La niña salió ilesa. Helma había regresado de inmediato para recoger a su hija, que estaba muy trastornada, y ambas vivieron desde entonces en Alemania. Sobre el accidente y su vida anterior, la periodista no recordaba nada en absoluto.
—Ya es raro que ni siquiera te preguntes qué tipo de accidente fue... — Lisa volvió al tema.
—De coche —dijo Stephanie con desgana—. Al menos eso creo...
—Bueno, a lo mejor Helbrich arroja luz sobre tu caso —observó esperanzada Lisa—. Yo no creo realmente en vidas anteriores, pero los recuerdos de tus primeros seis años de vida... ¡en algún sitio deben estar!
A la mañana siguiente, Söder estaba esperando a Stephanie cuando esta entró en la redacción.
—¡Dentro de dos semanas! —anunció complacido—. El dos de noviembre, justo después de Halloween. Helbrich te espera a las once en su consulta. Es probable que el día sea especialmente favorable. La puerta al mundo de los espíritus no está cerrada del todo el Día de Difuntos... —sonrió irónico.
—Entonces tengo un par de días para escribir la primera parte de la serie —refunfuñó Stephanie, sin contestar a la alusión—. Y la segunda irá a imprenta la semana siguiente.
Söder asintió, de nuevo serio y profesional.
—La primera parte trata del asesinato de esa policía, ¿no? —preguntó. Tenía preparado un resumen del artículo. Versaba sobre una joven agente a la que, por lo visto, habían disparado cuando estaba de servicio, aunque también era posible que en ese homicidio hubiera una motivación personal... Unos años atrás, Stephanie había informado acerca del caso y desde un principio había alimentado sospechas—. ¿Y el segundo? ¿El niño de Seattle?
Stephanie se encogió de hombros.
—Todavía no lo sé. Es un poco justo para estudiar los informes de la Policía y establecer los contactos necesarios en Estados Unidos. A lo mejor me ocupo solo de ese caso de locura homicida en Baviera...
—Pero no pierdas de vista el carácter internacional de la serie, ¿de acuerdo? —señaló Söder—. Le da más encanto.
Stephanie rio.
—Y recuerda el peligro de viajar a países lejanos —bromeó—. Bueno, nuestro lector no puede permitirse el lujo de viajar en un crucero, pero al menos así no corre el riesgo de que un camarero indonesio lo eche por la borda en un ataque de nervios...
Söder se quedó perplejo.
—¿Tenemos un caso así? Tiene buena pinta... —Sus ojos resplandecieron.
Stephanie negó con la cabeza.
—¡Qué mente más enfermiza tienes, jefe! —se burló—. Es probable que en tu vida anterior fueras un tirano sanguinario. No, no tenemos ningún asesinato en el crucero del amor, siento decepcionarte. Pero sí una tragedia familiar en Nueva Zelanda, la desaparición de una pareja de turistas en Tailandia, un posible asesinato ritual en Hawái, un motociclista que se ha evaporado en la Ruta 66 (sus parientes fantasean con la idea de que unos extraterrestres lo han abducido) y un incendio en un zoo australiano.
—Nada de cachorros carbonizados, Stephanie. Provoca pesadillas en los lectores.
Ella puso los ojos en blanco.
—El crimen más bien tuvo repercusiones en un cuidador. Los canguros están sanos y salvos. Sea como sea, hay mucho donde elegir. Ben y yo todavía tenemos asuntos pendientes. Así que déjanos trabajar. La semana que viene te presentaré nuevas propuestas.
Y dicho esto, se retiró, no sin antes buscar con la vista discretamente a Rick por los pasillos. Tenía que disculparse con él. Lo mejor sería que a lo largo de la mañana enviara a Ben a buscar unos cafés y unos dónuts. Seguro que los había en forma de corazoncito...
Tomó nota mental, para olvidarse después rápidamente del tema. La selección de los casos para sus asesinatos insondables le exigía demasiada concentración y reforzaba sus convicciones. En más de la mitad de los casos, la pareja de la víctima era, como mínimo, sospechosa. ¡El amor no solía durar eternamente!
En los días siguientes también quedó en suspenso su relación con Rick, aunque ella se esforzaba por comportarse de la forma más amable e incluso consiguió disculparse por su reacción el día que se habían jugado el reportaje con los trozos de pajita. Sin embargo, la cena de reconciliación que ambos habían acordado celebrar, se postergaba una y otra vez. Primero, Rick tuvo que asistir a una asamblea extraordinaria de un pequeño partido de izquierdas —debían gestionar el conflicto que habían generado las fotos del jefe del partido enlazado en un íntimo abrazo con la portavoz del conservador CSU— y luego Stephanie se había volcado en sus investigaciones sobre la segunda parte de su serie, que se ambientaba en Estados Unidos. Debido a la diferencia horaria, se quedaba media noche hablando por teléfono para entrevistar a los testigos. Además de eso, examinaba con Ben otros crímenes sin resolver e intentaba al mismo tiempo documentarse un poco sobre hipnosis y reencarnación. Leyó con interés acerca de Bridey Murphy y otros famosos casos de renacimiento, pero no se dejó impresionar demasiado.
También lo comentó con Lisa. Las dos habían quedado la noche del 1 de noviembre en un pub irlandés donde todavía no habían descolgado la profusa decoración de Halloween.
—No quiero parecer maliciosa, pero si la teoría fuese cierta, a estas alturas todos los muertos de la Segunda Guerra Mundial deberían haberse reencarnado. En las actas deben de mencionarse los campos de concentración o Hiroshima. Y los nombres tendrían que encontrarse en alguna lista. Pero cuando se leen las declaraciones de los testigos, parece que solo salen almas de la Edad Media.
Lisa rio.
—Un problema evidente que solo unos redomados ignorantes atribuirían al bum de la novela histórica de esa época... Además, comprobar está bastante pasado de moda. Todo se distancia cada vez más del terreno de la paraciencia y se desplaza hacia el de la religión y el esoterismo. Los discípulos de Helbrich y sus seguidores ya no están interesados en investigar, les gusta más creer en sus «recuerdos». Y ahora los hipnotizadores ponen más el acento en el efecto terapéutico. Poco importa el contenido, lo importante es que todo el mundo se lo pase bien.
—«Quien cura tiene razón» —evocó Stephanie el dicho estereotipado de la medicina alternativa—. ¿La reencarnación como placebo?
Lisa asintió.
—Una formulación genial —elogió—. Apúntatela para el artículo. En cualquier caso, estas sesiones sientan bien a muchos pacientes. Robustecen la autoestima: ¡cualquier mujer se siente mejor después de que Luis XIV la haya cortejado! Y además se pierde el miedo a la muerte. Ya no es el final...
—... sino solo un tránsito de una existencia a otra —citó Stephanie al autor de uno de los libros al respecto—. Lo entiendo: el retorno a nuestra vida anterior es lo que nos faltaba. En realidad deberían ser las aseguradoras quienes lo pagasen. ¿Hay algo más de lo que deba cuidarme mañana, exceptuando no saltar de alegría por vivir eternamente? —Stephanie levantó la jarra de cerveza para brindar con la calavera de plástico que se balanceaba sobre la mesa.
Lisa se encogió de hombros.
—Intenta liberarte de tus prejuicios —le aconsejó—. ¡Dale al menos una oportunidad a Helbrich! A lo mejor sacas algún provecho.
—¡Ommm...! —respondió Stephanie.
La calavera parecía esbozar una sonrisa irónica.

3
La consulta del hipnoterapeuta Helbrich se encontraba en un viejo edificio espléndidamente restaurado en el barrio de Winterhude. La espaciosa residencia debía de haber pertenecido a un rico banquero o comerciante. En la actualidad estaba fraccionada en diversos espacios de arrendamiento de uso profesional. Dos auditorías y varios consultorios médicos. Unas discretas placas señalaban los nombres de un cirujano plástico y un ginecólogo. También había una psicóloga y un dentista. Stephanie pensó que ese día habría preferido llamar a la puerta de este último que a la de Helbrich. Luego reunió fuerzas y pulsó el timbre. Le abrió una joven asistenta maquillada con esmero.
—El señor Helbrich enseguida la atenderá —la informó amablemente al tiempo que le indicaba el camino a una sala de espera iluminada y de colores cálidos.
De las paredes colgaban obras contemporáneas. Stephanie se percató de que los cuadros, originales y muy coloridos, plasmaban paisajes fantásticos que resultaban inquietantes. El mobiliario de la habitación era moderno, caro y elegido con buen gusto. Una elegancia contenida, constató, y se dio cuenta de que la distribución de las salas garantizaba la discreción. Oyó que Helbrich despedía y acompañaba a la salida a un paciente, pero no lo vio. La consulta disponía de otra salida y los clientes del terapeuta no se cruzaban.
Stephanie hojeó un par de revistas satinadas, pero no tuvo que esperar mucho tiempo. Helbrich apareció poco después en la sala de espera.
—¿Señora Martens? —Sonrió a Stephanie y le tendió la mano—. Me alegro de conocerla. Y, naturalmente, de que la redacción de Die Lupe haya aceptado mi invitación.
Rupert Helbrich era al natural tan impresionante como en la televisión. Era un hombre alto en la cincuentena, y un traje a medida acentuaba su todavía esbelta silueta. Ya tenía el cabello gris, pero espeso y pulcramente cortado. Helbrich se cuidaba, sin duda era consciente de lo que su clientela femenina y los televidentes deseaban ver. Llevaba el rostro bien afeitado y no tenía arrugas. Stephanie supuso que la causa sería el empleo periódico de cosmética para hombres. ¿O se trataría de un lifting? Tras unas gafas sin montura la observaban unos ojos grises e inteligentes, de mirada amablemente serena, nada de penetrante o escrutadora o cual fuese el adjetivo que los novelistas atribuían a un hipnotizador.
Sonrió comedida.
—¿Quién podría negarse? —respondió—. A fin de cuentas, es una oportunidad única para... digamos... zambullirse gratis en una vida anterior.
Rupert Helbrich rio. No parecía avergonzarse de sus honorarios. De hecho eran tremendos. Söder había comentado que Helbrich solía cobrar seiscientos euros por una sesión introductoria, y después trescientos por cada viaje al pasado.
—Así pues, no se interesa particularmente por una regresión —constató Helbrich, afable, ligeramente ofendido—. No cree en lo que hago.
La sonrisa de Stephanie se ensanchó.
—Creer no es una condición, ¿verdad?
Helbrich negó con la cabeza.
—En absoluto. Pero venga conmigo, seguiremos hablando en mi consulta. —Con un grácil gesto la invitó a seguirlo.
Stephanie volvió a pasar por el vestíbulo, donde la asistente estaba sentada ante un ordenador. La muchacha sonrió animosa a la nueva clienta. Recorrieron a continuación un pequeño pasillo hasta la sala de tratamientos. También aquí, unos colores claros y unos bonitos muebles contribuían a hacer más agradable la estancia del paciente. El ambiente general era el de una sala de estar más que el de una consulta. Terapeuta y paciente se sentaban uno frente al otro en unas butacas, aunque el sofá de piel que había al lado era muy tentador.
—Tome asiento —la invitó—. ¿Le apetece un café o un té mientras hablamos?
Stephanie rehusó el ofrecimiento con amabilidad. Si por ella hubiese sido, habría ido directa al grano, pero, al parecer, para Helbrich era importante establecer un breve contacto con la persona antes de iniciar la regresión. Esto causaba cierto escepticismo en Stephanie. Gracias a lo que Lisa le había contado sobre adivinos y comunicadores de animales, sabía que tales conversaciones servían para sonsacar información a los clientes. Basándose en ellas, los terapeutas conseguían hacer afirmaciones o previsiones certeras. Pero Helbrich no parecía un manipulador. No interrogó a Stephanie, sino que la informó, con su voz amable y grave, acerca de su trabajo, sobre la naturaleza de la hipnosis y la teoría de la reencarnación. Básicamente repitió lo que ella ya sabía a través de Lisa y lo que había leído en internet. La periodista lo escuchó en silencio.
Fue al final cuando Helbrich le planteó una pregunta.
—¿Hay algo que deba saber sobre usted antes de que iniciemos juntos el viaje a su pasado? Suelo preguntar a mis clientas lo que les ha traído hasta mí, y sus respuestas me dan algunas claves de sus expectativas y esperanzas. Naturalmente, esto, en su caso, sobra. Pero si hay algo que quiera advertirme...
Su primer impulso fue responder con un tajante no. Pero se acordó de que Lisa le había aconsejado que con Helbrich jugara con las cartas encima de la mesa. Además, de momento el hombre no parecía alguien que solo estuviera esperando el momento de timar a sus clientes. Respiró hondo y le habló de su infancia en Nueva Zelanda y de que carecía de recuerdos acerca de ese período.
Helbrich la escuchó con atención y tomó notas.
—Es bueno que me lo haya contado —dijo—. Así podemos reflexionar previamente sobre cómo eludir este asunto.
—¿Eludirlo? —preguntó Stephanie, inquieta—. Qué...
—Bueno, como usted misma acaba de indicar —sonrió—, su pérdida de memoria no tiene nada que ver con nuestro propósito de lograr una regresión a una vida anterior. Puedo excluir esos años durante la hipermnesia. Aunque a lo mejor le gustaría recordarlos, claro. Pero entonces tal vez fuera tan grande la evocación que no conseguiríamos llegar a una existencia anterior. Su jefe seguramente no estaría muy contento, pero en lo que a usted respecta... eso podría cambiar su vida. Depende de usted, señora Martens: ¿desea recordar?
—No sé... —Stephanie se frotó las sienes. Helbrich parecía saber de qué estaba hablando. Tal vez esa fuera la gran oportunidad de descubrir el misterio acerca del accidente de su padre. Sin embargo, estaba ahí para llegar al fondo de una dudosa teoría y para desenmascarar a un probable estafador. Si en lugar de eso permitía que él se adentrara en las profundidades de su vida interior o en la historia de su familia, no sería nada profesional. Incluso cabía que más adelante intentara chantajearla.
Helbrich negó con la cabeza. Parecía estar leyendo sus pensamientos.
—Decida lo que decida, no tiene que preocuparse — la tranquilizó—. Tal como he dicho antes, el trance hipnótico al que espero poder conducirla no la dejará sin voluntad. Yo no puedo ni convencerla de nada ni forzarla a nada. Todas esas historias sobre crímenes perpetrados bajo los efectos de la hipnosis, de coacciones y cambios de personalidad son patrañas. De hecho, usted no pierde en absoluto el control. Puedo ayudarla a recordar, pero no puedo forzarla a que hable de ello conmigo. Dicho de otro modo, si usted no quiere desvelarme el color de su coche o el nombre de pila de su novio, tampoco lo hará cuando esté en trance. ¿Me cree?
Stephanie tragó saliva, nerviosa.
—Debo hacerlo —dijo—. En cualquier caso... haga... haga conmigo lo que siempre suele hacer. Si aparece alguna peculiaridad, puede... bueno, puede despertarme. Me puede despertar, ¿no?
Helbrich sonrió tranquilizador.
—Claro que puedo. En cualquier momento. Y también puede usted despertarse sola. Es lo que sucede cuando se plantean preguntas que para el paciente son desagradables o incómodas, si bien «despertar» no es el término correcto. Usted no duerme, señora Martens. Hoy en día se define el trance hipnótico como un estado de vigilia profundamente relajado. Es posible que después no se acuerde de la sesión, pero mientras hablamos usted estará totalmente consciente. ¿Quiere que lo intentemos? —Señaló el sofá de diseño—. Le sugeriría que se pusiera cómoda. Si de ese modo no está a gusto, puede permanecer sentada. Lo haremos todo exactamente como usted considere adecuado, señora Martens. ¿Está de acuerdo en que ponga ahora en marcha la grabadora?
Stephanie no tenía nada en contra del sofá, que era, en efecto, tan confortable como parecía. Y, por supuesto, tampoco tenía ninguna objeción contra la grabadora, al contrario. Ella misma estaba registrando la sesión con su smartphone, había conectado la app en cuanto había entrado en la consulta. Así que asintió y se tendió sobre el sofá con el corazón palpitando levemente. Comprobó satisfecha que con los cómodos pantalones de lino negros y el holgado jersey de cachemira azul marino había elegido la indumentaria correcta. Elegante, pues no quería contrastar desfavorablemente con la clientela de clase alta del terapeuta, pero también quería sentirse a gusto.
Helbrich esperó a que ella se relajase, luego sacó del bolsillo un pequeño y brillante péndulo.
—¿Un cristal? —preguntó divertida Stephanie—. Un poco pequeño para leer en él el futuro, ¿no?
Él sonrió.
—También podemos utilizar un bolígrafo. —Pacientemente, sacó el cristal de la cadenilla y en su lugar puso una pluma dorada Montblanc que había sobre su escritorio—. Bien, y ahora concéntrese en el péndulo. Sígalo con la mirada, desconecte de todo lo que ve y oye, excepto de mi voz. Relájese. Concéntrese en su respiración. Respire profundamente cinco veces, todo lo profundamente que pueda. Al soltar el aire intente vaciar del todo los pulmones. Siga mirando el péndulo y ahora se relajará, se relajará cada vez más mientras yo empiezo a contar. Cuando diga uno, cierre los ojos pero siga imaginándose el péndulo. Cuando diga dos, ábralos. Vuelva a mirar el péndulo, concéntrese totalmente en su vaivén. A un lado y otro, a un lado y otro... Nota cómo se relaja cada vez más. Una gran calma se apodera de usted, olvida todos sus miedos, todas las intenciones con que quizás ha llegado aquí. Nota una profunda paz, un poco de cansancio, se despide por un tiempo de todos los pensamientos que la ocupan y preocupan... Se siente bien... ¿Se siente usted bien, Stephanie? —Ella intentó asentir—. Estupendo. Cuando cuente hasta tres, cierre otra vez los ojos, pero siga viendo mentalmente el péndulo, concéntrese en el movimiento. Y mientras lo hace, el péndulo se convertirá para usted en un símbolo del sueño. Su movimiento significa sueño... el péndulo significa sueño... sueño profundo... queremos seguir y seguir relajándonos. Tanto si realmente ve el péndulo como si se imagina su vaivén, se siente cansada. Le pesan los brazos y las piernas, apenas puede levantar los párpados. Está deseando caer en un sueño profundo y reparador. Imagínese una escala de relajación y de calma. Está ahora en el punto tres, pero todavía quiere sumergirse más en este ambiente de serenidad, en esta calma, en esta total relajación en la que nada penetra salvo mi voz. Llegamos ahora al punto cuatro de la escala... Está satisfecha, muy tranquila... feliz... y tiene ganas de dormir. El péndulo significa sueño... Cierre los ojos cuando cuente hasta cinco... Intente sumergirse más profundamente en su trance. Duerma, Stephanie, duerma...
Stephanie siguió de buen grado la indicación de cerrar los ojos. El brillante objeto oscilante la molestaba cada vez más, perturbaba su paz interior, su absoluta libertad... Su último pensamiento consciente fue que nunca antes había experimentado una sensación de tanta tranquilidad y libertad... Así, pensó en dormir...
Cuando abrió los ojos estaba totalmente despierta y seguía mirando, o miraba de nuevo, el rostro sonriente de Helbrich. El hipnotizador desprendió la pluma de la cadena para volver a colgarle el cristal.
—No ha pasado nada —dijo decepcionada—. Lo siento, debo de haberme quedado dormida.
Helbrich movió la cabeza negativamente.
—Al contrario. La sesión ha sido todo un éxito. Pero antes que nada: ¿cómo se encuentra? ¿Contenta? ¿Relajada?
Stephanie asintió. De hecho, pocas veces se había sentido tan bien y tan descansada. Debía de haber dormido estupendamente.
Helbrich hizo un gesto de aprobación.
—Muy bien. Entonces le diría que se levantara, si lo desea puede refrescarse un poco allí... —Señaló una puerta que conducía a un baño—. Luego oiremos juntos lo que ha contado. Ha sido usted una médium estupenda, señora Martens... Marian...
Stephanie se lo quedó mirando perpleja.
—¿Marian? Significa... ¿significa eso que he recordado algo?
La cinta empezó con la sugestión, de la que Stephanie todavía se acordaba vagamente. Helbrich la conducía hacia un trance cada vez más profundo; a continuación oyó por primera vez su voz respondiendo con un «ocho» a la pregunta de a qué grado de relajación había llegado. El hipnotizador volvía a cerciorarse de que ella estaba tranquila, satisfecha y libre de preocupaciones. Respondía con voz calma, aunque algo monótona, a preguntas sencillas como su nombre y su profesión.
«¿Cuántos años tiene ahora, Stephanie?»
«Treinta y uno», contestó ella, relajada.
Se preguntó qué habría respondido Irene Söder a esa cuestión. O Jill Irving, actriz conocida por ocultar su auténtica edad. ¿Sería eso posible estando en trance? Antes de que pudiera mencionarlo, volvió a oír la voz de Helbrich.
«¿Y cuál es el nombre de pil