El secreto de la casa del río

Christiane Gohl
Sarah Lark

Fragmento

Capítulo 1

1

—¿Es muy grave? ¿Cómo ha ocurrido tan de repente?

En el pasillo de la Unidad de Cuidados Intensivos, Ellinor se precipitó sobre el primer médico que se cruzó en su camino. Este, un hombre muy joven y con ojos fatigados, la miró desconcertado.

—¿De quién se trata? —preguntó observando a través del vidrio la cama del paciente que estaba junto a la máquina de diálisis—. Ah, la señora Henning, insuficiencia renal aguda. ¿Es usted pariente suya?

La miró inquisitivo. Por su aspecto no guardaban entre ellas ningún parecido. Ella tenía una tez muy clara, el cabello de un rubio oscuro y los ojos verdes. Karla era más morena.

Ellinor asintió.

—Pues claro... Quiero decir, sí. Somos primas segundas. —Trató de dominarse—. Discúlpeme, por favor, ni siquiera me he presentado. Pero yo... La madre de Karla nos llamó y dijo que estaba en el hospital, he venido enseguida. Es que no sabía que se encontraba en la UCI y luego... Por favor, ¡dígame que no es tan grave como parece!

Cuando preguntó en la recepción del hospital por Karla Henning, la remitieron a la UCI. Allí se encontró a su tía deshecha en llanto en el pasillo, delante de la habitación, incapaz a todas vistas de comprender lo que le sucedía a su hija. Ellinor se dirigió a la hermana que la había ayudado a ponerse la bata de protección antes de entrar a ver a su prima. Fue muy amable, pero no le pudo facilitar ninguna información más precisa sobre el estado de Karla. Ellinor todavía luchaba ahora por superar el shock que había sentido al acercarse a la cama de la enferma. Todos esos tubos que unían a su prima con diversos aparatos le habían infundido menos temor que la visión del rostro hinchado, los edemas y el sonido metálico de la respiración. Karla no parecía estar consciente, solo un leve parpadeo confirmó que la había reconocido. No pudo reaccionar cuando esta le cogió la mano y se la apretó ligeramente.

Ellinor estaba horrorizada ante ese súbito bajón. El día anterior, cuando hablaron por teléfono, Karla parecía estar normal, solo se había quejado de que estaba cansada y de tener unos dolores en el vientre similares a los de un calambre. «Deben de ser los riñones otra vez», había dicho con un suspiro. Era hipertensa y ya había tenido problemas en los riñones con anterioridad. Ellinor le había hecho prometer que al día siguiente iría al médico. Y entonces todo se precipitó.

—Tranquilícese primero —indicó el médico—. Señora...

La mujer se llevó las manos a la frente.

—Sternberg. Ellinor Sternberg —se presentó por fin—. Discúlpeme, por favor. Es que estoy... totalmente trastornada. Mi marido no me ha advertido de lo grave que es...

De hecho, Gernot ni siquiera había considerado necesario ponerse en contacto con ella por el móvil después de atender a la llamada de su tía. Se había limitado a dejar una nota sobre la mesa de la cocina antes de marcharse a su estudio. «Karla en el hospital universitario. Ocúpate de ello.»

Ellinor se había puesto en marcha de inmediato, aunque al principio no había pensado en las molestias que su prima sufría el día anterior, sino más bien en un accidente.

—Es... es grave, ¿no? —preguntó en voz baja.

El joven médico la miró con simpatía.

—Por supuesto no es algo que carezca de importancia —respondió amablemente—. Pero ahora la señora Henning ha iniciado el tratamiento de diálisis y su estado no debería tardar en mejorar. Aunque qué cabe esperar a largo término, sin embargo... —El médico se rascó la frente—. Venga al despacho —invitó a Ellinor—. Es mejor que no hablemos aquí en el pasillo.

Lo siguió a una sala de reuniones, pero se sentía como una tonta. No estaba haciendo un buen papel, y eso que se desenvolvía muy bien a la hora de lidiar con momentos difíciles. Como colaboradora científica de la universidad, desempeñaba diversas tareas administrativas y organizativas, impartía clases y dirigía proyectos. Se relacionaba bien con la gente y tenía gran capacidad para desempeñar diversas tareas a un mismo tiempo. Pero en ese momento no controlaba nada. Para ella, Karla era mucho más que una pariente. Eran como hermanas, casi de la misma edad y amigas íntimas. La idea de perderla le resultaba insoportable.

—¿Qué tiene exactamente? —preguntó cuando el médico, que se había presentado como doctor Bonhoff, le ofreció una silla. Él se sentó al escritorio.

—Su prima padece una glomerulonefritis, una inflamación aguda de los riñones. Eso significa que los glomérulos del riñón ya no consiguen filtrar los productos de desecho de la sangre, lo que provoca síntomas de intoxicación o la formación de edemas. Se deja de orinar. Por desgracia, en el caso de la señora Henning la enfermedad está tomando un rumbo desfavorable, estamos tratando ahora una insuficiencia renal aguda. —El médico jugueteaba con un bolígrafo.

—Pero... pero ¿es reversible? —preguntó Ellinor—. ¿Se recuperará?

El doctor Bonhoff cogió entre las manos un talonario de recetas del escritorio.

—Por el momento somos optimistas —contestó con prudencia—. La glomerulonefritis suele curarse. Pero hay casos en los que el tratamiento no surte efecto. Por ahora no vemos que su prima mejore, pero esto todavía no quiere decir nada. En cualquier caso, seguiremos intentándolo.

—¿Y si es que no? ¿Si no sirve? —insistió ella, sobrecogida—. No... no se morirá, ¿verdad?

El doctor Bonhoff negó con la cabeza.

—En un principio no vamos a pensar en eso, todavía podemos hacer muchas otras cosas —contestó—. Si el riñón falla de forma crónica, tenemos la opción de la diálisis periódica. Y si no hay más remedio, un trasplante. Pero primero nos atenderemos al tratamiento que hemos comenzado. Seguramente la señora Henning pronto se sentirá mejor.

—¿Y cuál es la causa de que le haya pasado esto? —preguntó Gernot mientras colgaba el abrigo en el armario.

Había llegado a casa al mismo tiempo que Ellinor, pero, a diferencia de ella, lo había hecho a pie. La típica lluvia de otoño vienesa lo había dejado empapado y, por consiguiente, estaba de mal humor. Pese a eso, ella, alterada como se encontraba, ya le había hablado de Karla en la escalera sin esperar una gran empatía por su parte. Su marido y su prima no se caían demasiado bien.

—No lo saben —respondió ella con un suspiro—. Es una sobrerreacción del sistema inmunitario, quizá causada por una infección... o por tener la tensión alta...

—Siempre he dicho que tiene que hacer más deporte —observó Gernot, cogiendo una cerveza de la nevera—. Está muy gorda.

Ellinor se dispuso a sacar del horno el gratinado que había preparado por la mañana. Pero él movió la cabeza y la hizo salir de la cocina. Unos minutos después le llevó a la sala de estar una bandeja primorosamente presentada con canapés de salmón ahumado y distintos tipos de queso y de encurtidos.

—He pasado por la tienda de delicatessen —dijo al ver la cara de ella—. Y no he podido resistirme. A fin de cuentas nosotros no tenemos problemas de peso. —Sonrió y contempló complacido la silueta de su esposa.

Ella respondió a su sonrisa. Se sentía halagada y, desde luego, la bandeja la había sorprendido gratamente, al menos si no pensaba en lo que tenían que haber costado todas esas exquisiteces. Seguro que con ese dinero habría podido pagar las provisiones de toda una semana. Pero aun así se dejó convencer para abrir una cara botella de vino. Ese día necesitaba algo bueno, la visita al hospital la había dejado por los suelos.

—El que Karla tenga la tensión alta es genético. —Defendió a su prima por enésima vez. Gernot no se cansaba de atribuir la dolencia de la enferma a su estilo de vida—. No fuma y no tiene sobrepeso, no todo el mundo puede tener un cuerpo tan atlético como el tuyo. —Él había tenido suerte en el reparto de genes. Era delgado y musculoso. Con abundante cabello negro, el rostro de rasgos marcados y los ojos castaños y almendrados, era un hombre sumamente guapo—. Karla lleva una alimentación sana —prosiguió Ellinor—. Y casi sin sal. No puede hacer nada contra la tensión alta, tiene esta predisposición.

—¿Y por qué no tienes tú ese mismo problema? —preguntó él, provocador—. A fin de cuentas sois parientes próximas. No, no me vengas con historias. Ahí pasa algo. Algo debe de hacer mal...

Ella suspiró y arrojó la toalla. No lograría convencerlo, solía aferrarse a sus opiniones. Y en cierto modo eso estaba bien. Ella se sentía orgullosa de que su marido se mantuviera fiel a sus convicciones, incluso si eso no siempre le hacía la vida más fácil. Era artista, pintor y escultor, y las galerías y los agentes continuamente le hacían sugerencias respecto a cómo presentar sus obras de modo que gustaran más y pudieran venderse mejor, por ejemplo, utilizando lienzos más pequeños e intentando que sus motivos no fueran tan lúgubres. Y eso que los críticos se expresaban de forma mucho más diplomática que Karla, quien insistía en mofarse del arte de Gernot.

«Si alguien se cuelga esto en la pared, se deprime —había comentado al ver la última exposición—. No me extraña que nadie compre. ¿Quién quiere en la sala de estar un cuadro con unos intestinos de luto? Y más cuando la estancia debería tener como mínimo el tamaño de un salón de baile para colgarlo... El público para el que pinta es “propietario de castillo con riesgo de cometer suicidio”. Y es un objetivo bastante reducido.»

Pero Gernot no se dejaba intimidar ni por las mordaces observaciones de Karla ni por las constructivas críticas de los galeristas. Estaba convencido de que su momento ya llegaría y entonces su arte se impondría. Entretanto permanecía fiel a su estilo. «Soy un artista, no comercio con el arte», solía decir despectivo cuando alguien le preguntaba si podía pintar un retrato de su perro o un cuadro de su casa.

Ellinor apoyaba que su marido rechazara tales ofertas, aunque no siempre con entusiasmo. Por supuesto se sentía orgullosa cuando los críticos y los periódicos elogiaban una de sus exposiciones, pero también habría celebrado que contribuyera algo más en los ingresos de la familia. En la actualidad ella cargaba con los gastos y de ahí que le resultara casi imposible ahorrar un poco de dinero para llegar a satisfacer tal vez su deseo más urgente. Hacía años que intentaba quedarse embarazada sin éxito y esperaba recurrir a la reproducción asistida antes de que fuera demasiado mayor. Tenía treinta y siete años, le quedaba poco tiempo. Por el momento, sin embargo, no le había resultado factible reunir para ello la suma de dinero, demasiado alta, y se consolaba con la idea de que en su familia los embarazos eran tardíos. A su madre le había ocurrido lo mismo.

—Yo tengo otros problemas —respondió en ese momento—. Es probable que proceda de otra rama de la familia, lo que es una suerte en este caso. Tengo la tensión más bien baja. Y ahora sirve vino y cuéntame cómo te ha ido el día. Seguro que mejor que a mí...

Como era habitual, Gernot habló poco y no contó nada que fuera estimulante. En lugar de trabajar en su taller, como ella suponía, se había reunido por la tarde con su agente para discutir sobre las distintas exposiciones y proyectos que habían planeado. El artista tenía en gran estima a su agente Maja, quien lo asesoraba desde que se había separado del agente y galerista con quien había estado vinculado durante muchos años. Según él, la colaboración con ella era estupenda. Ellinor era más bien escéptica al respecto, pero no se atrevía a señalar que la joven no había podido acordar ni una sola exposición de mayor relieve. A fin de cuentas, interpretaba cualquier opinión crítica como una manifestación de sus celos. Admitía que había tenido una relación con Maja antes de haberse casado con Ellinor, cinco años atrás. A estas alturas insistía en que eso ya había pasado y que ahora eran solo amigos. Pero Karla tenía sus dudas y no tenía pelos en la lengua a la hora de hablar de ello con su prima. «¡Basta con que observes cómo mira a Gernot! Y que no para de decir lo fantásticos que son esos cuadros tan raros. No hace más que dorarle la píldora. Maja quiere algo de tu marido, por eso lo ha incluido en su catálogo. Tarde o temprano, él volverá a morder el anzuelo.»

Naturalmente, ella lo defendía: ¡confiaba en él, quería confiar en él! Era imposible que Maja lo representase porque estuviera enamorada de él. Tenía renombre como agente, también representaba a artistas famosos y no iba a poner en peligro su reputación por un cliente de cuya capacidad no estuviera del todo convencida. Aun así, Ellinor tenía dudas y sospechaba que Gernot lo sabía. En cualquier caso, se guardaría de decir algo contra ella. Su marido podía ser muy mordaz si creía que ella no se fiaba de él.

Al día siguiente, en la universidad, solo la aguardaban trabajos de oficina. No tenía que dirigir ningún seminario y podía tomarse la mañana libre para ir al hospital y visitar a Karla. Por supuesto, esperaba que la evolución fuera positiva, pero el doctor Bonhoff, que volvía a estar o todavía estaba de servicio y aún más agotado que el día anterior, no pudo tranquilizarla. Se lo encontró en el pasillo, delante de la UCI, y él de nuevo le facilitó información con amabilidad.

—Claro que después de la diálisis el estado de su prima ha mejorado algo —explicó—. Pero los riñones todavía no funcionan. En realidad la inflamación está extendiéndose pese al tratamiento. Estamos buscando desesperadamente la causa y tratamos de mejorar la situación con antibióticos por si hubiera una infección. Pero me temo que estamos ante una enfermedad crónica de los riñones...

—¿Tendrá que acabar en una diálisis periódica? —preguntó. Estaba más contenida que el día anterior—. ¿Cada dos días?

El médico asintió apenado.

—Sí —respondió—. El problema, sin embargo, es que la señora Henning tampoco soporta bien la diálisis. Ya en este primer tratamiento han aparecido complicaciones, entre otras una crisis hipertensiva, una subida repentina de la tensión arterial. La hemos controlado, pero a la larga... Su prima también deberá ser muy prudente entre cada tratamiento.

—¿Y un trasplante? —tanteó Ellinor—. ¿Podría considerarse?

El doctor Bonhoff asintió.

—Eso sería lo mejor, aunque no será fácil encontrar un donante. Ya la hemos incluido en prevención en la lista de Eurotransplant, pero su grupo sanguíneo es raro y hay otros factores... En cualquier caso, no será fácil. Lamento darle tan pocas esperanzas.

Ellinor se llevó la mano a la cabeza.

—No hay... Espere... ¿Cómo se llama? ¿Donantes vivos de órganos? ¿Que un amigo o un familiar done un riñón al enfermo? Me refiero a que... bueno... tenemos dos riñones.

El doctor Bonhoff se frotó la sien, al parecer era uno de sus gestos característicos.

—Sería una posibilidad —admitió—. De hecho, ya se ha realizado una prueba a la madre de la señora Henning. Todavía estamos pendientes de los resultados.

—¿Hay probabilidades de éxito? —preguntó.

El doctor Bonhoff se encogió de hombros.

—No puedo decírselo, aunque entre los parientes más cercanos se encuentran con frecuencia donantes adecuados. Si lo desea, usted misma puede hacerse una prueba. De todos modos, no tiene que tomar una decisión sin pensárselo bien. Además de la operación, hay otros muchos riesgos: cansancio, trombosis, enfermedades cardiovasculares... Y, por descontado, el peligro de que llegue un día en que uno mismo sufra una enfermedad del riñón y solo disponga de un órgano. En cualquier caso, tiene que reflexionarlo a fondo.

Ellinor asintió, aunque ya había tomado una determinación. ¡Claro que iba a donar uno de sus riñones! ¡Si había alguna oportunidad de salvar a Karla, ella no la dejaría escapar!

Estaba más animada al despedirse del doctor Bonhoff y se preparó para el próximo encuentro con Karla. El médico le había advertido en qué situación se encontraba. El tratamiento había debilitado a su prima y era posible que hasta se quedara dormida durante su visita.

En efecto, no la encontró en mejor estado que el día anterior. Karla apenas la reconoció. Pese a ello, acercó una silla a la cama de la enferma y empezó diligentemente a hablar un poco de su trabajo y a hacer algunas bromas.

—No te preocupes —dijo al final con una pizca de humor negro—. Encontraremos una solución. Con mis ovarios no hay gran cosa que hacer, ¡pero mis riñones funcionan de fábula!

Capítulo 2

2

—¡Estás loca! —Gernot movió la cabeza incrédulo tras comprender por fin lo que Ellinor quería decirle. Esta no le había soltado sin más que había decidido donarle un riñón a Karla, sino que había estado pensando seriamente de qué modo comunicar sus intenciones a su marido, aunque eso no cambió para nada su reacción de rechazo—. Dejarás que te abran, arruinarás tu salud, tendrás una cicatriz enorme... —enumeraba, subrayando sus palabras con gestos teatrales.

—La cicatriz es el menor de los problemas —lo interrumpió ella—. Apenas se verá. Además, he estado leyendo que surgen dificultades muy pocas veces. La intervención tampoco es tan complicada. Y puede vivirse bien con solo un riñón.

—Claro. ¡Por eso mismo la naturaleza se ha preocupado de darnos dos! —se burló Gernot—. Es absurdo, Ellinor, no lo hagas.

—¡Podría salvar la vida de Karla! —insistió ella—. ¡Incluso si luego aparecen un par de molestias, habrá valido la pena!

—¡Un par de molestias! —Gernot se llevó las manos a la frente—. No estamos hablando de un dolor de cabeza de vez en cuando, sino de unas mermas enormes del estado de salud, que tú aceptarás frívolamente solo para ahorrarle a tu prima un par de achaques. Claro que ir cada dos días a purificarse la sangre es algo serio, pero mucha gente lo asume. Se puede vivir con diálisis. De esto dan prueba cada día millones de personas en todo el mundo.

—¡Pues es evidente que ella no puede! —replicó Ellinor.

Gernot hizo una mueca.

—Tu querida Karla siempre necesita una ración extra —observó—. Deberías pensar en ello. ¡Se aprovecha de ti!

Si la situación no fuera tan grave, Ellinor casi se habría echado a reír. Era justo el mismo reproche que Karla siempre le hacía con respecto a él. Estaba convencida de que se aprovechaba de su esposa. A fin de cuentas vivía en su casa y de su dinero. ¡Pero no podía sacar a relucir el tema en ese momento!

—¡Karla apenas está consciente! —explicó indignada—. Lo último que se le puede reprochar es que se aproveche de alguien. Es posible que hasta intentara convencerme de que no lo hiciera. Seguro que no tiene ningunas ganas de que yo...

—¿De que te sacrifiques por ella? —preguntó Gernot en un tono melodramático—. Yo no estaría tan seguro. Sacrificarse por alguien es, a fin de cuentas, la prueba de amor máxima que...

—¿Prueba de amor? ¡Estás como una cabra! —Ellinor movió la cabeza—. Ni que estuvieras celoso. Aunque es cierto, quiero a Karla. Ella es por decirlo de algún modo... mi segundo yo, mi hermana, mi alma gemela. Hemos crecido juntas, siempre lo hemos hecho todo juntas. Hasta...

Hasta que había conocido a Gernot. Ellinor se mordió el labio. Su relación con él había enfriado la que tenía con Karla sin que el cariño mutuo se hubiera mermado por ello. No se tomaba a mal que su prima lo criticara tan duramente, pero ahora se veían menos. Sven, el compañero sentimental de Karla, tampoco lo soportaba. Así que ya no celebraban reuniones los cuatro como habían hecho con anteriores parejas de las dos amigas.

—Sea como fuere, me voy de nuevo a la clínica —anunció dando por concluida esa conversación inútil—. Voy a hacerme un análisis de sangre. Volveremos a hablar de esto cuando sepa si puedo o no ser donante.

Todavía estaba bastante furiosa cuando dirigió su coche rumbo al hospital. Le costaba no enfadarse ante la forma de actuar de Gernot. Claro que desdeñaba a Karla, y esta también le hacía notar su antipatía con claridad. Pero, para ser honesta, había que reconocer que su marido no se lo había puesto precisamente fácil a su prima y a Sven. Ya la primera vez que se habían encontrado los cuatro se había comportado de modo arrogante e impaciente, había contestado a las amables preguntas de ellos acerca de su trabajo con ironía y desinterés, y había tachado de convencionales los demás temas de conversación que se habían planteado. Convencional era el restaurante que habían elegido para verse y convencional era la conducta de Karla y Sven. Sus profesiones, Karla era profesora y Sven, funcionario de policía, carecían de interés.

Ellinor suspiró. No cabía duda de que Gernot era a veces brusco y ella a menudo se asustaba de lo duro de corazón que podía llegar a ser. Por otra parte, estaba convencida de que ese comportamiento escondía su vulnerabilidad. Por ejemplo, el rechazo a que donara el riñón... Él era sensible a su manera y se preocupaba mucho por mantener un aspecto perfecto. La sola idea de ver el cuerpo de ella desfigurado por una cicatriz tenía que asustarlo. No era fácil convivir con un artista, tenía sus estados de ánimo, sus puntos débiles, pero era justo eso lo que lo hacía tan interesante. El sexo con él era de una intensidad que ella jamás había experimentado. Era imaginativo, excitante, ella amaba su cuerpo, su elasticidad, las caricias de sus manos nervudas.

Sonrió al recordar cómo al principio de su relación él a menudo la había pintado con los dedos o con colorantes alimentarios antes de hacer el amor. Entonces la llamaba su «obra de arte» y la animaba a que hiciera lo mismo con él. Se había reído de la «pintura de guerra» y discutido a veces con ella sobre si el amor entre un hombre y una mujer era la expresión total de la paz o más bien la forma más intensa de la guerra entre sexos, en la que uno intentaba dominar al otro.

Con él podían mantenerse las más animadas conversaciones. Al principio de su relación, había creído que emprenderían juntos una aventura interminable. Con el tiempo la relación se había ido deteriorando y reinaban la costumbre y la monotonía. Pese a ello, siempre quedaban días, o con más frecuencia noches, en las que Gernot convertía su mundo en algo especial. En una ocasión en que Karla y ella habían hablado sobre este tema, su prima le había dicho que para ella amor significaba sobre todo calidez, la calidez y seguridad que se dispensaban mutuamente dos personas. Lo había asociado con acariciarse sobre una alfombra mullida delante del fuego chispeante de una chimenea. Ellinor, por el contrario, se veía con su marido en un cuadrilátero de llamas y ceniza ardiente. El fuego podía arder de forma contenida, pero avivarse de nuevo; podía calentar, pero también quemar; podía significar felicidad, pero también dolor...

Cuando llegó al hospital, había conseguido convencerse de que con Gernot la felicidad siempre había superado la decepción. Y todo sería aún más bonito cuando por fin tuvieran un hijo. Pasó algo afligida junto al vidrio que daba a la sala de maternidad. Deseaba mucho tener un bebé, y estaba segura de que Gernot sería un buen padre. Precisamente él, que siempre insistía en dejar su marca en el mundo, que deseaba que «quedara algo de él», como solía expresar. Un hijo sería algo mucho más importante que un par de pinceladas sombrías sobre un lienzo gigante.

Con un suspiro, Ellinor pulsó el timbre de la UCI y preguntó a una monja por el doctor Bonhoff. La siguió hasta la sala de médicos y enseguida oyó unas voces conocidas. Echó un vistazo por la rendija de la puerta y reconoció al médico, a la madre de Karla, Marlene, y a su propia madre.

—Lo siento muchísimo —decía el doctor Bonhoff en ese momento. La madre de Ellinor le tendió un pañuelo a Marlene—. Los valores no casan, de ninguna manera puede usted ser donante de su hija y, por desgracia, tampoco su marido. —El día anterior también se había hecho la prueba al padre de Karla—. Pero no llore, todavía no está todo perdido. —Marlene sollozaba inconsolable—. Mire, todavía queda el Eurotransplant —prosiguió el doctor Bonhoff—. En cualquier momento puede surgir un donante. Y a lo mejor hay otros miembros de la familia. La señora... hum... Sternberg, por ejemplo, quiere que le hagan la prueba.

Ellinor iba a aprovechar que hablaban de ella para entrar y confirmar sus intenciones, cuando su madre interrumpió al médico.

—¿Quién? ¿Ellinor? ¿Mi hija quiere donar un riñón?

Parecía alarmada, algo completamente distinto de lo que Ellinor había esperado. Su madre quería mucho a su sobrina, la había criado junto con su hija. Los padres de Karla tenían un negocio y no podían dedicarse mucho tiempo a ella.

—Entre primas es del todo posible —contestó el doctor Bonhoff—. Y usted misma, siendo su tía, señora...

—Ranzow, Gabriele Ranzow...

—Señora Ranzow, también entra en consideración. Si usted quiere podemos hacerle un análisis de sangre.

—Ni hablar. —La voz de Gabriele resonó tan estridente como si fuera a soltar un gallo—. En primer lugar no soy tía directa de Karla. Su madre y yo solo somos primas. Además... En fin, ¡no puedo hacerlo y mi hija tampoco! ¿La ha informado acerca de los peligros de una intervención de ese tipo? ¿Sobre los riesgos que corre?

En realidad, no parecía que la madre de Ellinor estuviera pensando en unos riesgos concretos. Se diría más bien que buscaba desesperadamente argumentos para que su hija no donara el riñón.

Esta decidió intervenir. Entró en la sala.

—Buenos días a todos. Mamá..., ¡lo que yo haga o me deje hacer es asunto mío, no tuyo! —protestó con determinación—. Tía Marlene, ¿la prueba ha dado como resultado que no puedes ser donante? ¿Y tampoco el tío Franz?

La madre de Karla asintió. Estaba terriblemente pálida y tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.

—Lo hubiera hecho de muy buen grado —susurró—. Y, por supuesto, Franz también. Incluso Sven se ha hecho el análisis...

Ellinor le puso la mano sobre el hombro.

—Lo sé —dijo con dulzura—. Yo misma estaré encantada de hacerme la prueba. Ahora iré a que me extraigan sangre. Así mañana sabremos si funciona. —Sonrió—. A ese respecto soy muy optimista. Karla y yo siempre lo hemos compartido todo. Ahora también compartiremos riñones.

El doctor Bonhoff sonrió a su vez.

—¿Se lo ha pensado bien? —preguntó de nuevo.

Ellinor asintió.

—Por supuesto, yo...

—No hay nada que se dé por supuesto —la interrumpió su madre, quien entretanto se había recuperado del asombro que le había causado la inesperada aparición de Ellinor—. Mi hija y yo tenemos que hablar de este asunto. Discúlpenos, por favor, doctor. Marlene, no me gusta dejarte sola, pero... Vamos a tomar juntas un café, Elin, y mientras te quitaré esta idea de la cabeza... —Se levantó resoluta.

La joven miró indecisa a los presentes. Su madre nunca se comportaba así. Pocas veces había sido severa y nunca dogmática, en realidad tenía una buena relación con ella y con Karla. Este rechazo categórico a que la ayudara, incluso si se corría un pequeño riesgo, era inesperado... Decidió escuchar al menos lo que Gabriele tuviera que decirle.

—Acompáñela. —El doctor Bonhoff también se puso de pie—. Ya le extraeremos sangre más tarde. Sobre todo tiene que estar segura. En absoluto queremos persuadirla para hacer algo que no desee. Y usted, señora Henning, acompáñeme ahora a ver a su hija. Esta tarde está mucho mejor. Se ha recuperado un poco con la diálisis y vuelve a estar accesible. Hable con ella... Seguro que se alegra de verla.

Marlene siguió al médico y Ellinor se fue a la cafetería del hospital con su madre. Intentó abordar enseguida el tema de la donación, pero Gabriele no cedió.

—Claro que quiero a Karla —dijo cuando su hija pasó de las explicaciones a los reproches—. Y sé lo mucho que significa para ti. Pero... donar un órgano, que te operen, que...

La joven removía nerviosa el café mientras su madre se quejaba. Llegó incluso a decir que el padre de Ellinor seguro que no estaría conforme. Y eso que Gabriele y Georg Ranzow llevaban años divorciados y eran como el perro y el gato. De hecho, a la joven la conversación con su madre le recordaba mucho la discusión que había tenido con Gernot, solo que ya había esperado que él protestara, en cambio la actitud de su madre la había decepcionado. Al final decidió decírselo también.

—¿Cómo puedes tener tan poco corazón? —planteó a su madre—. Es casi como si te diera igual lo que pueda sucederle a Karla. ¡Mamá, sin un trasplante es posible que se muera! Yo pensaba..., en realidad había pensado que tú serías la primera que me animaría a hacerlo. Pero me hablas de los riesgos de la anestesia, de cicatrices y de no sé qué historias. Y sin embargo no sabes nada sobre los trasplantes de riñones. Todo lo que explicas..., no tienes ni idea. ¿O es que te has informado? ¿Por internet quizá?

La pregunta era algo insidiosa. De hecho, era fácil deducir de los argumentos de su madre que no estaban basados en conocimientos médicos.

—¡Sé más de lo que tú te crees! —contestó Gabriele, aunque parecía insegura de repente—. Yo... yo tengo mis razones... y... y no es nada bueno agredir de ese modo la naturaleza...

Ellinor puso los ojos en blanco. La reserva de Gabriele cada vez la sorprendía más.

—Pero ¿qué clase de argumento es este? —preguntó enfadada—. Si se trata de eso, Karla tampoco tendría que hacer una diálisis, deberíamos dejar que la naturaleza siguiera su curso. ¿Qué te pasa, mamá? Nunca eres tan... tan... —Se interrumpió. Daba la conversación por concluida—. Ya estoy harta de perder el tiempo discutiendo. Voy a ver al doctor Bonhoff y le diré que estoy decidida. Entonces al menos sabremos a qué atenernos. Si soy válida como donante, ya podremos seguir peleándonos.

En el rostro de Gabriele apareció una expresión desesperada. Se apartó un mechón de la frente y se mordió el labio.

—¡Pues entonces, por mí, que te hagan la prueba! —dijo. El tono de su voz era más resignado que agresivo—. Pero ya te digo ahora que no servirá de nada. Seguramente no tendréis el mismo grupo sanguíneo, por no hablar de otros puntos en común...

Ellinor miró asombrada a su madre.

—¿Por qué estás tan segura? —preguntó—. De acuerdo, solo somos primas segundas, pero no deja de ser un grado de parentesco bastante próximo.

Gabriele movió la cabeza y hundió los hombros, como si hubiera perdido una batalla.

—No, Elin —dijo en voz baja—. Siento que tengas que enterarte de este modo. Os lo tendríamos que haber dicho antes a ti y a Karla, pero nadie pensó, simplemente, en ello... Parecía tan intranscendente. En realidad, nosotras, tú y yo, no somos parientes consanguíneas de Marlene y Karla. Mi madre no era hija biológica de quien hizo las veces de su madre.

—¿Cómo? —Ellinor frunció el ceño, perpleja ante la confesión de Gabriele—. ¿Te refieres a que era una niña adoptada?

Gabriele negó con la cabeza.

—No. Era más bien una especie de... hum... niña acogida. En cualquier caso, sus apellidos eran distintos de los de sus hermanas. Me di cuenta de ello el día que su pasaporte cayó en mis manos. Dana no era una Parlov, sino que se llamaba... espera, cómo era..., Vlašić...

—También suena a eslavo —señaló Ellinor por decir algo. Lo que su madre le había revelado casi la había dejado sin palabras—. Y me quieres contar que... ¿Que a ti tampoco te lo dijo nadie? ¿Por qué no? ¿Qué había que ocultar?

Gabriele se encogió de hombros.

—Seguramente no había nada que ocultar. O al menos no habría que expresarlo así. Suena como si se hubiera hecho un gran secreto de eso, como si alguien se avergonzara de ello o hubiera un drama escondido. Pero creo que a todos les daba igual. Seguro que todavía te acuerdas de lo unidas que estaban la abuela Dana y sus hermanas. Nunca se sintió como una extraña en la familia. Cuando yo lo descubrí, me dijo que solo la molestaba llevar otro apellido. De verdad que entonces me quedé tan atónita como tú porque se hubiera mantenido en secreto. Los abuelos Parlov todavía vivían. Dana contó que, de todos modos, ella siempre había dicho que se llamaba Parlov porque quería llevar el mismo apellido que sus «hermanas». A veces eso le causó problemas en la escuela. Luego, cuando todas se casaron, se relativizó ese asunto porque cada una adoptó un nuevo apellido y nadie se acordó de que Dana no siempre había llevado el de las demás. En realidad todo esto tampoco es importante, si no se tratara precisamente de un trasplante de riñón. Debería habértelo contado mucho antes, pero ahora que de repente quieres ser donante me ha entrado el miedo. Cuando analicen la sangre seguro que sale a la luz que no sois parientes, ¿verdad? —Miró a Ellinor buscando comprensión—. En fin, ahora ya lo sabes. Y si de todas formas quieres que te hagan el análisis, yo también me lo haré, por supuesto. A mí me gustaría tanto como a ti ayudar a Karla. Te lo digo en serio, yo... yo daría por ella un riñón enseguida. Pero es muy poco probable que los resultados sean positivos.

Incluso si había pocas posibilidades, Ellinor no iba a rendirse tan deprisa. Solo estaba desorientada. Pese a todo quería ver a Karla y luego hacerse el análisis.

Se encaminó una vez más a la UCI, donde se encontró con un doctor Bonhoff inesperadamente excitado. Sostenía en la mano un impreso con los valores de un análisis de sangre y conversaba animado con una enfermera. La recién llegada oyó palabras como «creatinina» y «tasa de filtración glomerular» sin entender su significado, pero el médico se dirigió a ella en cuanto la vio.

—Señora Sternberg, tenemos buenas noticias —explicó—. Yo ya no contaba con ello, pero el estado de su prima está mejorando. Suponemos que por fin está reaccionando a los medicamentos que le administramos. Sea como fuere, hay razones para ser optimistas, pero con prudencia. Tal vez los riñones se recuperen... ¿Venía a verme por lo del análisis de sangre?

Ellinor asintió, pero también comunicó al médico lo que su madre le había revelado.

—¿Y ni usted ni su prima tenían la más mínima idea? —preguntó el médico moviendo la cabeza—. ¡Menuda historia! Tendrá algo en lo que trabajar próximamente, ¿no es cierto? Seguro que querrá llegar hasta el fondo de esta cuestión.

Ella contestó que sí. No iba a hablarle a Karla de ese asunto de inmediato, no le sentaría bien alterarse. Pero cuando estuviera mejor, seguro que ella querría averiguar cuál era su origen. Aunque el de Karla no entraba en cuestión, Marlene era sin lugar a dudas una Parlov. Dana, por el contrario, la abuela de Ellinor...

Decidió seguir el rastro de aquella niña acogida.

Capítulo 3

3

Ellinor inició sus pesquisas en la casa de los padres de Marlene, donde en la actualidad vivía el único tío de Karla con su esposa e hijos. Se trataba de una casita en el barrio vienés de Nussdorf, una zona tradicionalmente vinícola. Guran Parlov, a quien hasta entonces Ellinor había considerado su bisabuelo, la había construido en 1915 para su familia, algo de lo que había estado muy orgulloso. Por lo que su abuela le había contado, Ellinor sabía que había llegado a Viena procedente de Dalmacia, donde había vivido en condiciones muy pobres. Nunca había contemplado la posibilidad de un día llegar a ser propietario de una vivienda. En cualquier caso, había sido un trabajador muy eficiente y con buenos conocimientos en viticultura. Así que en Viena encontró enseguida trabajo en unos viñedos de renombre y en el transcurso de pocos años ascendió al puesto de encargado.

Tanto él como su esposa Milja habían ahorrado hasta el último chelín para conseguir una parcela de tierra y una casita. Ambos habían estado muy orgullosos de ello y todavía en la actualidad la familia lo tenía en gran consideración. Nunca se había planteado venderlas. Friedrich Parlov tenía un consultorio dental y continuamente invertía en la conservación de la vivienda. Guardaba buenas relaciones con sus hermanas, primos y primas. Recordaba haber pasado muchos días de verano de su infancia en el entorno campestre de la casita.

Gundula, la esposa de Friedrich, era muy hospitalaria y cariñosa. Enseguida la invitó a un café cuando el fin de semana siguiente la llamó para preguntarle por sus recuerdos de familia. El aromático pastel de limón que la vivaracha y rolliza mujer de afectuosos ojos azules sacó del horno cuando la joven llegó despertó al momento en estas memorias de su infancia. Comió encantada una gran ración mientras contaba a Gundula los secretos de su abuela Dana. El asombro que suscitó fue enorme. También Gundula había pensado que Gabriele y Ellinor eran parientes consanguíneas de su marido. Pero primero quería saberlo todo sobre el estado en que se encontraba Karla.

—Por supuesto nosotros nos habríamos hecho la prueba como donantes. Al menos Friedrich y los niños, yo entraría tan poco en consideración como tú.

Poder asegurar que probablemente eso ya no sería necesario tranquilizaba mucho a Ellinor. Karla seguía recuperándose, de lo contrario ella no habría reunido energía suficiente para iniciar la búsqueda de sus raíces. A esas alturas, su prima ya había dejado la UCI y ella la había puesto al corriente de lo que Gabriele le había desvelado. Como era de esperar, despertó con ello un gran interés y Karla esperaba ansiosa los primeros resultados de sus indagaciones.

—Si todavía hay documentos, seguro que están en el desván de la casa del tío Friedrich —había indicado diligente—. Me encantaría ayudarte. A saber qué más averiguas sobre la abuela Dana. Quizá desciende de la nobleza y es una princesa perseguida y ocultada por los Parlov... —Karla siempre había tenido mucha fantasía.

Ellinor solo había podido reírse, de tales especulaciones.

—Más bien una hija ilegítima o una expósita —había puntualizado de forma más realista—. Es posible que con parentesco cercano. De lo contrario no habría habido razón para que una familia que de por sí era grande y muy pobre cargara con otra boca que alimentar.

—¡Pues entonces a lo mejor sí somos parientes! —había dicho Karla—. Tienes que averiguarlo sin falta. Esperemos que tía Gundula no haya tirado todos los documentos de los bisabuelos. Me refiero a certificados de nacimiento y similares.

Gundula negó vehemente con la cabeza cuando le comunicó esa sospecha.

—Tirar, no hemos tirado nada —le aseguró—. Los papeles y las fotos de los Parlov todavía están aquí. A fin de cuentas son documentos de la época. Friedrich siempre ha pensado en ordenar el material y donarlo un día al archivo municipal. En cualquier caso todo está en un baúl, algo mohoso, seguro, pero a salvo. Está en el desván. Podemos bajar los documentos.

Gundula buscó una caja de cartón y, en efecto, en medio de un caos de muebles viejos, juguetes y ropa desechada se hallaba el baúl. Ellinor abrió la pesada tapa y lo primero que vio fue un álbum de fotos; luego, certificados y documentos. El certificado de nacimiento de Guran Parlov cayó en sus manos al instante. El papel estaba amarillento y resquebrajado y lo había emitido un sacerdote en lugar de un funcionario del Estado como después pasó a ser habitual.

—Pijavičino —leyó lentamente el nombre del lugar en el que había visto por vez primera la luz el fundador de la familia—. ¿Tienes idea de dónde está?

Para su sorpresa, Gundula asintió.

—Sí. Incluso estuve allí. Friedrich también se interesa un poco por cuáles fueron sus raíces y por eso pasamos unas vacaciones en Dalmacia. Sabía por su madre que la familia proviene de la península de Pelješac. En los tiempos del abuelo Guran todavía pertenecía al imperio Austrohúngaro. Hoy en día una parte es croata, la otra pertenece a Montenegro. Estuvimos en Croacia y visitamos el pueblo de donde procedían Guran y Milja; está en el interior y es conocido por sus vinos. Guran seguro que trabajó en los viñedos durante su infancia. No me extraña que supiera tanto del tema.

—¿Era habitual entonces que la gente de allí emigrara? —peguntó Ellinor.

Gundula se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Friedrich no profundizó tanto. Además, no hablamos ni una palabra de croata. Simplemente viajamos allí, echamos un vistazo, compramos un par de botellas de vino y eso fue todo. Croacia es bonita, reservamos un precioso hotel en la costa.

Ellinor guardó en la caja de cartón el certificado de nacimiento y otros documentos que le parecieron interesantes, aunque todavía no podía estimar su importancia. Así que el país había pertenecido a Austria, pero solo había unos pocos escritos en alemán. En medio de distintos documentos y papeles, encontró cartas. Una de ellas enseguida atrajo su atención. Estaba escrita en un papel grueso y todavía muy bien conservado, con un elaborado membrete. Unos zarcillos y cepas enmarcaban una palabra imposible de descifrar. Los elementos de adorno dejaban entrever que se trataba del nombre de una bodega o de un viticultor. Para su sorpresa, la carta estaba redactada en alemán.

—¡Es una carta de recomendación! —exclamó perpleja, después de leer por encima las fórmulas de saludo y llegar al auténtico contenido de la misiva—. Por lo visto de un viticultor. El autor recomienda al destinatario un trabajador estupendo. «Destaca por su eficiencia así como por su sensatez y conocimientos, y es sumamente competente tanto en el trabajo en la viña como en el prensado de la uva. Guran Parlov es voluntarioso y razonable, obediente y fiel. Es un hombre honesto. Está unido por matrimonio cristiano con Milja, una mujer eficaz en el trabajo doméstico al igual que en el de niñera, y también ha disfrutado de una formación como sirvienta.»

Gundula tomó con interés el escrito de las manos de Ellinor.

—Una especie de certificado —constató—. Para el abuelo Guran y su esposa. Es interesante, por lo visto los Parlov dejaron su pueblo con el beneplácito de su patrón. Y eso que yo había pensado que en esa época los campesinos eran considerados como siervos. Yo siempre había creído que cuando uno esperaba encontrar un mejor modo de vida en otro lugar tenía que despedirse a la francesa.

Ellinor asintió.

—Yo también. Y más por cuanto la carta no da a entender que el viticultor estuviera satisfecho con la partida de Guran. Al contrario, se diría que lo tenía en gran estima. Además, Guran demostró su eficiencia en Austria. ¿Por qué se desprende alguien de un trabajador tan capacitado?

—¿Quizá porque el austríaco le pidió al dálmata que le recomendara a alguien? —reflexionó Gundula—. Aunque... no sería lógico. Seguro que aquí había mano de obra igual de bien preparada y que no tenía que aprender el alemán.

—Y en ese caso el autor de la carta se habría referido a esa petición —añadió Ellinor—. En cambio, se dirige al destinatario. Le pide al viticultor vienés Alfred Erlmeier que dé un puesto de trabajo a Guran en sus viñedos.

Gundula siguió ojeando más documentos.

—Lo que él, en efecto, hizo —confirmó—. Guran trabajó toda su vida con Erlmeier, con gran satisfacción para ambas partes, lo que demuestra que el viticultor dálmata no exageró en su carta. No lo elogiaba para quitárselo de encima. ¿Cómo se llamaba?

—Maksim Vlašić —averiguó mientras tanto Ellinor—. Y Vlašić... ¡Tía Gundula, ese es el nombre, el apellido de soltera que mi madre me dijo que llevaba la abuela Dana! ¡No puede ser una simple coincidencia!

Gundula negó con la cabeza y, alterada, cogió la carta.

—No —dijo—. Estoy totalmente segura de que antes cerraron un trato. Guran y Milja se llevaron a la hija ilegítima de Maksim Vlašić y a cambio él les consiguió un empleo mejor en Austria. Cabe preguntarse también si la idea de emigrar partió de Guran o de Vlašić.

—En tal caso, la niña no llevaría el apellido de Vlašić —objetó Ellinor—, sino el de la madre. Sigamos investigando. Hasta ahora solo suponemos que el traslado de los Parlov a Viena estuvo relacionado con Dana. De la carta no se deduce quiénes eran sus padres ni tampoco qué la unía a los Parlov. La teoría del «trato» es bastante inverosímil, al final. ¿A quién se le ocurre una idea así?

—Cien años atrás no se andaban con contemplaciones —observó Gundula—. Sin pensárselo demasiado, el hijo no deseado se dejaba al cuidado de otra persona. Ojos que no ven, corazón que no siente. Entonces nadie comprobaba cómo le iba al pequeño en la familia de acogida. —Gundula era trabajadora social y conocía bien la historia de la asistencia de niños abandonados.

—Pero los Parlov cuidaron de Dana con cariño —replicó—. La criaron como si fuese hija suya. Seguro que eran gente de buen corazón, pero a lo mejor tenían algún interés en esa niña que todavía no hemos descubierto.

—Aquí hay más certificados de nacimiento —anunció Gundula, sacando otros documentos del baúl—. Las dos hijas biológicas de los Parlov, Evica y Gavrila...

—¡Y aquí está el de Dana! —Ellinor cogió excitada el tercer documento—. En alemán. Y no fue expedido por un sacerdote, creo, aquí pone «registro civil de Zadar».

—Zadar era entonces la capital de Dalmacia —señaló Gundula—. ¿Y?

—La madre era una tal Liliana Vlašić. Y no tuvo al bebé en Pelješac, donde con certeza todo el mundo la conocía, sino en la capital. Entonces se supone que enseguida se lo entregaron a los Parlov. Qué raro que no esté registrado a su nombre... Quizá no querían.

—No podían —señaló Gundula tras estudiar con más atención el escrito—. Evica y Dana eran prácticamente de la misma edad. Evica nació solo dos meses antes que Dana, de quien era imposible que Milja hubiera estado embarazada.

—Así que Liliana debía de ser la hija o la hermana de Maksim —reflexionó Ellinor—. Y su hija nació fuera del matrimonio en 1905; no hay datos sobre el padre.

—Una pequeña tragedia que alguien resolvió con elegancia bien lejos —resumió Gundula—. ¿Qué debió de sentir Liliana? En fin, nunca lo sabremos. —Se encogió de hombros—. ¿Bajamos? Aquí hace cada vez más frío y ya hemos repasado los documentos.

Ellinor asintió, pero no iba a rendirse tan fácilmente. Su curiosidad no solo había despertado por ser bisnieta de Liliana, sino por ser historiadora. Quería saber qué había pasado en Dalmacia por aquel entonces.

Tomó otro café con Gundula casi con impaciencia y se despidió después de que esta le dejara llevarse los papeles. Conocía a un joven estudiante croata de intercambio que la ayudaría a traducir los textos en su lengua. Aunque era probable que los documentos no respondieran a las preguntas urgentes que a ella le rondaban por la cabeza.

Ellinor regresó en coche al centro de Viena y se sorprendió a sí misma dirigiéndose no a su casa, sino al hospital. Quería compartir con Karla los hallazgos. Su prima todavía disfrutaba del privilegio de tener una habitación para ella sola. Por el momento, la segunda cama estaba sin ocupar.

—¡Tienes mucho mejor aspecto! —exclamó al saludarla y lo dijo sinceramente.

Karla estaba mucho más recuperada y las enfermeras la habían ayudado a ducharse y lavarse el pelo. Se había peinado los largos y oscuros rizos y se le había deshinchado la cara. Aun así, seguía estando pálida y sin duda había adelgazado, pero era evidente que mejoraba.

—También he recibido la visita de un caballero. —Karla sonrió y señaló un enorme ramo de flores—. En cuanto oyó hablar de un posible trasplante, Sven enseguida se hizo la prueba. Y se puso muy triste porque sus valores no eran compatibles con los míos. A cambio quiere que nos casemos cuanto antes. No sé cómo espera influir con ello en la función de mis riñones, pero sí es cierto que el corazón se me ha acelerado en cuanto me lo ha propuesto. —Ellinor se echó a reír y felicitó a su prima. Karla y Sven siempre habían dejado la boda para más adelante, pero ahora ese asunto parecía ir en serio—. ¿Y tú? ¿Has averiguado algo? —Karla miró interesada el montón de papeles que su amiga sacaba de su bolso y depositaba sobre la mesita de noche.

Ellinor asintió y la informó acerca de sus indagaciones.

—La familia Vlašić se deshizo discretamente de Dana, pidió que los Parlov cuidaran de la niña y los apoyó en su partida hacia Austria —concluyó—. Queda la cuestión de qué fue de Liliana. ¿Qué opinaría ella de esto? ¿Tenía derecho a intervenir con respecto a la familia de acogida? ¿Y quién debía de ser el padre?

—Espero que no fuera el bisabuelo Guran —observó Karla—. Bueno, sería lo lógico...

Ellinor negó moviendo la cabeza con determinación.

—No. Tal vez desde el punto de vista actual, pero ¿en 1905 en Dalmacia? Si un trabajador hubiese deshonrado a la hija o sobrina de su patrón, ¡habría corrido sangre! Posiblemente el bisabuelo Vlašić habría matado a Guran y habría condenado a su familia al destierro fuera del pueblo. En lugar de eso, lo recomendó para que obtuviera un trabajo mejor. Y la bisabuela Milja quiso a Dana como si fuese su propia hija. Ese no sería el caso si hubiera sido fruto de una relación adúltera.

Karla ya estaba elaborando otra hipótesis.

—¿Lo que quieres decir es que el padre, hermano o lo que fuera ese Maksim para Liliana podría haber matado al progenitor de la niña? —preguntó sobrecogida.

Ellinor se encogió de hombros.

—No sería algo imposible —dijo—. La venganza de sangre todavía se practica hoy en los Balcanes. Quién sabe, quizá el hombre pertenecía a un clan enemigo o qué sé yo. En cualquier caso, investigaré para averiguarlo. En cuanto tenga un hueco, volaré a Dubrovnik.

Los proyectos de viaje de su esposa no entusiasmaron a Gernot Sternberg.

—Aunque, por supuesto, prefiero que te vayas a Croacia a que te quiten un riñón —comentó irónico—. Con esos peculiares caprichos que tienes ahora, uno debe agradecer hasta las cosas más pequeñas.

—¡De caprichos, nada! —se defendió Ellinor—. Es la historia de mi familia. Simplemente me interesa saber de dónde vengo, qué ocurrió en Dalmacia.

—¿Y te será revelado allí como por arte de magia? —preguntó Gernot—. ¿En cuanto llegues a ese pueblucho? No sabes ni una palabra de croata, Elin. No sabes ni siquiera por dónde empezar.

—¡Pues claro que sé por dónde empezar! —protestó ella—. Por si te habías olvidado, soy historiadora. El estudio de las fuentes no me resulta ajeno para nada. Revisaré los archivos de la ciudad, si es que los hay, iglesias... En aquel tiempo las defunciones, nacimientos, matrimonios, etcétera se apuntaban en los registros parroquiales, es frecuente encontrar en ellos lo que se está buscando. Y aún más teniendo en cuenta que ese Vlašić seguramente desempeñaba un papel importante en el pueblo. Un gran viticultor...

—Pero todo en croata —repitió él.

Ellinor inspiró hondo. Sabía que su esposo tenía inclinación a ponerse celoso, por eso iba a hacer la siguiente revelación de mala gana.

—Llevaré conmigo a Milan Potoćnik. Milan es un estudiante de Dubrovnik que está aquí de intercambio; no solo habla croata, sino también serbio. Conoce incluso los dialectos de la zona. Ya ha estudiado la historia de Dalmacia antes. Así que el idioma no será ningún impedimento.

—¿Te vas con un hombre? —preguntó encolerizado.

Ella puso los ojos en blanco.

—Milan tiene diez años menos que yo. Como mínimo. Es un chico muy amable, pero eso es todo. Gernot, no puedes estar de verdad celoso de un estudiante con el que tengo un trato eventual. Cada día chicos jóvenes vienen a verme a mi despacho o asisten a mis seminarios. ¡Si quisiera tener una historia con alguno de ellos no necesitaría irme con él a Croacia!

—Pero a ese Milan le pagas el vuelo, ¿no? —inquirió—. Y de repente no importa lo que cueste. ¿No íbamos a ahorrar, Elin? Por el bebé... —De repente parecía haberse olvidado de su enfado, y también la rabia de Ellinor se disipó cuando la atrajo hacia él.

—Es un vuelo barato —lo tranquilizó—. Y sí, claro que lamento el gasto. Pero quiero saber, eso es todo. Quiero conocer la historia y deseo poder contársela un día a nuestro hijo. Son sus raíces, Gernot. Así que, por favor, no me lo pongas tan difícil.

Se levantó y se estrechó contra su marido. ¡Tenía que entender cómo se sentía ella! Y, en efecto, la rodeó con sus brazos y la velada transcurrió de una forma inesperadamente armónica. Una vez más la cautivó con un excitante juego amoroso y ella se extasió ante la posibilidad de que su tan ansiado bebé fuera tal vez concebido esa noche. Era uno de sus días fértiles y había temido que Gernot se enfadara a causa de su viaje y desaprovechara esa posible y preciada «noche del bebé». En esos momentos en que la amaba con tanta ternura, ella veía la prueba de que él deseaba ese hijo tanto como ella. Suspiró aliviada y se entregó a la dicha de su amor.

Capítulo 4

4

El sol resplandecía en Dubrovnik mientras que en esa estación del año en Austria hacía un frío considerable. Al bajar del avión, Ellinor casi sintió como si estuviera de vacaciones. Milan, su traductor, resplandecía de alegría ante la inesperada oportunidad de hacer una breve visita a su país. Durante el viaje, el joven de cabello oscuro había demostrado ser un compañero agradable. Había charlado animado de su carrera, su familia y sus planes de futuro. Ellinor admiraba su imbatible optimismo y sus ansias de aventura. Proyectaba pasar más tiempo en el extranjero, tal vez con su novia austríaca. En Dubrovnik él se ocupó diligentemente de recoger el coche de alquiler y se ofreció a conducirlo. Así ella disfrutaría del paisaje.

—Podemos ir directos a Pelješac —sugirió—. El recorrido hasta Pijavičino dura alrededor de una hora. Lo que no sé es si allí hay hotel. Lo mejor es hacer como su tío y buscar uno en la costa. —Ellinor le había hablado en el avión del viaje de Friedrich y Gundula. Aceptó la propuesta y se alegró al ver el mar, que no tardó en aparecer. Gran parte del recorrido transcurría por la costa. Disfrutó de la vista de los rocosos acantilados bajo los cuales bramaba el mar y de las bahías de aguas tranquilas, azul oscuro y playas de arena blanca. El paisaje era mediterráneo, no se diferenciaba demasiado de otros países de veraneo como España o Italia. Algunas zonas daban la impresión de estar abrasadas, últimamente no había llovido mucho. Las poblaciones costeras vivían sobre todo del turismo, pero después atravesaron terrenos de explotación vinícola. Pelješac era montañoso y más verde que los alrededores de Dubrovnik.

—Pelješac tiene una larga historia y muy variada —explicó Milan cuando pusieron rumbo al oeste por la única gran carretera de la península—. Ya estaba poblada antes de Cristo, después cayó bajo el poder de los romanos y perteneció al imperio Bizantino. En el siglo IX inmigraron tribus eslavas. Perteneció a Bosnia y luego a Dubrovnik, un puerto mediterráneo de la importancia de Venecia y Florencia. El comercio prosperaba... Al final, todo terminó con la invasión napoleónica. Después de la Primera Guerra Mundial, Pelješac y toda Croacia pasó a formar parte de Yugoslavia y la historia más reciente usted ya la conoce. Croacia se declaró Estado independiente en 1991.

Ellinor asintió.

—Entonces, hubo un tiempo en que fue un país rico, ¿no es así? —preguntó.

Milan respondió afirmativamente.

—Sí, pero de eso hace mucho tiempo. Y los grandes mercaderes ricos debieron de concentrarse en las urbes. Allí se hablaba italiano, se establecían relaciones con otras ciudades estado del ámbito mediterráneo y se era muy cosmopolita. En el campo seguro que era otra cosa. Es probable que lugares como Pijavičino no hubieran cambiado mucho desde el siglo IX. ¿Y ricos? Seguro que había un par de viticultores con fortuna, pero la media de la población vivía en la miseria. Por eso emigraban. ¡Hacia América o hacia Nueva Zelanda! Leí en su día un poco sobre esos gumdiggers..., un tema fascinante, y que todavía no está agotado. Se podría escribir una tesis o algo similar sobre él, si los viajes de investigación no fueran tan caros. —Milan soltó una risa traviesa y sus ojos color avellana se iluminaron.

—Puedes solicitar un puesto en una universidad neozelandesa —sugirió ella, y Milan pareció tomarlo en consideración.

Se dirigieron en primer lugar a Dingać Borak, una idílica y minúscula población costera. En esa época, cuando ya hacía tiempo que había pasado la temporada alta, encontraron enseguida una pensión a buen precio con unas vistas hermosas al mar. Ellinor volvió a sentirse como si estuviera de vacaciones cuando terminaron el día con una copa de vino tinto. Milan le contó que la uva Dingać ya se cultivaba en la antigüedad.

—Es probable que también en Pijavičino —explicó.

Ellinor saboreó ese vino pesado, de sabor fuerte. Podía disfrutarlo sin reparos. El último intento de tener un bebé de forma natural había fracasado, como tantos otros anteriormente. Le había venido la regla dos días antes y como siempre se había quedado hecha polvo. La perspectiva del viaje era lo único que le había levantado un poco el ánimo. Perseguir el rastro de su antepasado la haría pensar en otros asuntos y estar alerta para no perderse nada. Para cuando ovulara de nuevo, ya haría tiempo que habría regresado a casa.

Antes de que el vino le subiera a la cabeza, envió a toda prisa un par de correos electrónicos a Austria. Karla recibió una foto desde la terraza de la pensión y Gernot, solo un cariñoso saludo y la noticia de que había llegado bien. Habría desaprobado que estuviera tomándose una copa de vino con Milan. Los celos de su marido la hicieron sonreír.

Mientras tanto Milan chateaba con su novia en Viena y con su familia en una pequeña ciudad cerca de Dubrovnik. Alargaría un poco más la estancia en Croacia para visitar a sus padres.

Esa noche se separaron temprano. Habían planeado salir hacia Pijavičino a la mañana siguiente a las nueve.

—El párroco se levantará pronto —señaló Milan. También él era del parecer que en los pueblos encontrarían viejos registros parroquiales en lugar de los archivos municipales modernos—. Seguro que mañana temprano celebra misa.

Ellinor se encogió de hombros. Ni ella ni Gernot eran creyentes. Sin embargo, había leído algo sobre la vida monacal durante la Edad Media y oído hablar sobre la liturgia de las horas. Si eso todavía era válido en la actualidad, el religioso pasaría la mitad de la noche en pie.

—Lo intentamos —respondió, deseándole buenas noches a su joven intérprete.

Permaneció un rato más junto a la ventana de su acogedora habitación mirando el mar, que, a la luz de la luna llena, emitía un resplandor irreal. Era deliciosamente romántico, como si el mundo estuviera encantado. Habría deseado que Gernot estuviera con ella, poder estrecharse contra él y fundirse como la luz de la luna con las olas.

Esa atmósfera melancólica la llevó a pensar en Liliana Vlašić. ¿Había mirado ella también a través de la ventana en una cálida noche de verano recordando a su amado? ¿El amado que la había abandonado o al que había perdido? ¿Se había sentido impotente, desesperada? Había engendrado a un hijo, había tenido lo que tan ardientemente deseaba Ellinor. Pero para Liliana había sido una maldición y al final había tenido que renunciar al bebé.

Se frotó los ojos. De nada servía especular. Tal vez al día siguiente descubriría algo más sobre el destino de sus misteriosos bisabuelos.

Por la mañana el sol brillaba de nuevo y, aunque hacía un poco de frío, profesora y alumno desayunaron en la terraza antes de emprender la ruta de unos veinte kilómetros hasta Pijavičino. En realidad ambas poblaciones estaban muy cerca la una de la otra, pero había un macizo montañoso entre la costa y el valle en el que se encontraba el pueblo donde cultivaban las viñas. Ellinor se preguntó si habría senderos que sus antecesores habían recorrido cien años atrás para llegar deprisa desde su pueblo al mar.

—El valle se llama Pelješka Župa —indicó Milan, cuando vieron los primeros viñedos y campos de cultivo—. Es conocido porque es muy fértil. Aquí la mayoría de los campesinos eran pobres, pero había hacendados ricos. La iglesia es lo que queda de una residencia de verano. Hay una torre que un noble mandó construir en el siglo XVII. Y ahí se acaban las atracciones turísticas. —Sonrió.

Ella se encogió de hombros.

—Tampoco estamos de vacaciones —respondió, aunque después de desayunar con vistas al mar no sentía que estuviera trabajando. Pijavičino le suscitó menos sueños románticos. Aunque el pueblo se hallaba en un hermoso entorno, entre viñedos y cultivos, las casas eran humildes y muy pequeñas, construidas con piedra natural. Unas pocas habían sido renovadas con esmero, probablemente por gente de Dubrovnik, como residencias de verano. Pero los veraneantes preferían la costa; Pijavičino era un lugar más bien aburrido. La mayoría de sus habitantes seguramente seguía trabajando en los viñedos y en ese momento en los campos de cultivo. Las calles estaban como muertas, solo de vez en cuando se veía a algunos ancianos sentados delante de las casas charlando.

La iglesia, Sveta Katarina, se encontraba en un montículo. Era muy sencilla por fuera, una construcción funcional de piedra gris. Ni siquiera tenía una casa parroquial colindante. Ellinor dio una vuelta alrededor del edificio en busca del cementerio. Por lo visto se encontraba en otro lugar. Recordó lo que Milan le había dicho, la iglesia había pertenecido en un principio a una casa de veraneo, había sido una especie de capilla doméstica.

Can me somehow help you? —Una voz afable la arrancó de su ensimismamiento. El joven con sotana que salió en ese momento por la puerta de la iglesia hablaba inglés muy mal, pero parecía muy servicial—. You like guide to church? Visit church? Old, famous! —El sacerdote resplandecía y ponía el mismo énfasis a su invitación como si estuviera proponiendo una visita guiada a la basílica de San Pedro.

Milan, que acababa de fotografiar la vista del pueblo desde la colina, se reunió con ellos.

Dober dan —saludó.

Buenos días... Eso era todo lo que ella entendía en la lengua del país. Su acompañante aceptó de buen grado la visita a la iglesia y enseguida planteó la pregunta que deseaba hacer. Ellinor oyó el nombre de Vlašić.

El sacerdote asintió animoso y les tendió la mano para saludar.

Me Father Vladimir! —se presentó con orgullo—. This my church!

Pijavičino debía de ser el primer destino del padre Vladimir como párroco, todavía era muy joven. El hombre, más bien bajo de estatura y fibroso, tenía el rostro alargado y unos ojos azules cautivadores. Era evidente que estaba encantado con su iglesia, si bien a ella le pasó por la cabeza la insolente idea de que con esa congregación en el último rincón del mundo no le había tocado el mejor trabajo de todos.

—El padre Vladimir nos enseñará la iglesia y luego revisará los libros de la parroquia con nosotros —tradujo Mil

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos