Maldita Roma (Campaña Navidad Grandes Éxitos edición limitada) (Serie Julio César 2)

Santiago Posteguillo

Fragmento

Dramatis personae

Dramatis personae

Julio César (Cayo Julio César): abogado, tribuno militar y senador

Familia de Julio César

Acia: hija de Julia la Menor y Acio Balbo

Aurelia: madre de Julio César

Calpurnia: tercera esposa de César, hija de Lucio Calpurnio Pisón

Cornelia: primera esposa de Julio César

Cota (Aurelio Cota): tío de Julio César por línea materna

Julia: hija de Julio César y Cornelia

Julia la Mayor: hermana de Julio César

Julia la Menor: hermana de Julio César

Pompeya: segunda esposa de César, nieta de Sila

Líderes y senadores optimates

Bíbulo (Marco Calpurnio Bíbulo): senador, yerno de Catón

Catón (Marco Porcio Catón): senador, descendiente de Catón el Viejo, próximo a Cicerón, hermanastro de Servilia

Catulo (Quinto Lutacio Catulo): excónsul, prestigioso senador

Céler (Quinto Cecilio Metelo Céler): pretor

Cicerón (Marco Tulio Cicerón): abogado y senador, líder de los optimates

Gabinio (Aulo Gabinio): tribuno de la plebe, propulsor de la lex Gabinia

Lucio Calpurnio Pisón: hombre de confianza de Pompeyo, padre de Calpurnia

Manilio (Cayo Manilio): tribuno de la plebe, propulsor de la lex Manilia

Metelo Pío (Quinto Cecilio Metelo Pío): antiguo líder de los optimates

Pompeyo (Cneo Pompeyo): senador y líder emergente de los optimates

Rabirio: senador encausado por la muerte de Saturnino

Silano (Décimo Junio Silano): segundo marido de Servilia, padrastro de Bruto

Líderes y senadores populares

Craso (Marco Licinio Craso): senador veterano, el hombre más rico de Roma

Labieno (Tito Labieno): amigo personal de César, tribuno militar

Sertorio (Quinto Sertorio): líder de los populares, hombre de confianza de Cayo Mario

Otros líderes y senadores romanos

Autronio Peto (Publio Autronio Peto): senador y cónsul del círculo de Catilina

Catilina (Lucio Sergio Catilina): senador, antiguo aliado de Sila

Cornelio Sila (Publio Cornelio Sila): sobrino del dictador Sila, senador y cónsul del círculo de Catilina

Híbrida (Cayo Antonio Híbrida): conflictivo exgobernador de Grecia

Isáurico (Publio Servilio Isáurico): excónsul, veterano conservador pero independiente

Léntulo Sura (Publio Cornelio Léntulo Sura): senador y cónsul, partidario de Catilina

Manlio (Cayo Manlio): antiguo centurión de Sila, jefe de las tropas de Catilina

Líderes militares en Hispania

Afranio (Lucio Afranio): oficial de Pompeyo en Valentia

Balbo (Lucio Cornelio Balbo): hispano, intermediario ante Roma

Cayo Antistio Veto: propretor en Hispania Ulterior

Herennio: oficial de Sertorio

Hirtuleyo: oficial de Sertorio

Marco Perpenna: oficial de Sertorio

Líderes militares en las Galias

Aurunculeyo Cota (Lucio Aurunculeyo Cota): legatus

Divicón: líder de los helvecios

Nameyo: uno de los hombres de confianza de Divicón

Publio Licinio Craso: hijo de Craso y Tértula, al frente de los turmae

Sabino: legatus

Veruclecio: uno de los hombres de confianza de Divicón

De la guerra servil

Cánico: gladiador celta

Casto: gladiador celta

Cayo Claudio Glabro: pretor

Crixo: gladiador galo

Enomao: gladiador galo

Espartaco: líder de los gladiadores

Idalia: esclava de Batiato

Léntulo Batiato: lanista, preparador de gladiadores del colegio de lucha de Capua

De Egipto

Aristarco: anciano bibliotecario de la biblioteca de Alejandría

Arsínoe: hija de Tolomeo XII, hermanastra de Cleopatra

Berenice: hija de Tolomeo XII, hermanastra de Cleopatra

Cleopatra: hija de Tolomeo XII y Nefertari, su favorita

Filóstrato: tutor de Cleopatra

Nefertari: madre de Cleopatra

Potino: eunuco y principal consejero de la corte de Tolomeo XII

Tolomeo XII: faraón, rey del Alto y Bajo Egipto, padre de Cleopatra

Otros personajes

Apolonio: maestro griego de oratoria, de la isla de Rodas

Artag: rey de la Iberia Caucásica

Bruto (Marco Junio Bruto): sobrino de Catón, hijo de Servilia y su primer marido, Marco Junio Bruto

Burebista: líder dacio

Catulo (Cayo Valerio Catulo): poeta

Cayo Volcacio Tulo: centurión

Clodio (Publio Clodio Pulcro): exsoldado

Demetrio: líder pirata

Fidias: médico de la familia Julia

Fraates III: rey del Imperio parto

Geminio: amigo y sicario de Pompeyo

Habra: esclava de la casa Julia

Hircano: rey de Judea

Mitrídates VI: rey del Ponto, enemigo acérrimo de Roma en Oriente

Mucia Tercia: tercera esposa de Pompeyo

Oroeses: rey de la Albania Caucásica

Servilia: hermanastra de Catón, madre de Bruto, amante de César

Y otros senadores, tribunos, cónsules, esclavas, esclavos, atrienses, legionarios, oficiales romanos, oficiales pónticos, médicos, ciudadanos romanos anónimos, etcétera.

Principium

Principium

La batalla de Bibracte

Centro de la Galia

Una colina en las proximidades de la fortaleza de Bibracte[1]

58 a. C.

Retaguardia del ejército romano

—¡Hay que retirarse, procónsul! —vociferó el joven Publio Licinio Craso—. ¡Por todos los dioses, el enemigo va a rodearnos!

César escuchaba al hijo de Craso gritándole exactamente lo que él mismo ya sabía que debía hacerse y, sin embargo, se resistía a dar la orden de retirada. Había dos batallas: la que todos veían y la que él sentía en su interior. Las convulsiones se acercaban, podía percibirlo y sabía que sólo manteniendo la calma más absoluta, tal y como le habían dicho los médicos, podría dominar su cuerpo.

La batalla de fuera, la que todos veían, había empezado bien, con las dos primeras líneas de veteranos empujando a los helvecios y sus aliados hacia su campamento, pero, de pronto, un contingente con guerreros de otras tribus, de boyos y tulingos, procedentes de la retaguardia enemiga, había rodeado todo el frente de combate y había desbordado a las legiones por el flanco derecho por donde se lanzaban contra ellos para embolsarlos, tal y como decía el joven Craso.

César vio a Tito Labieno, su segundo en el mando, ascendiendo por la colina en busca de instrucciones. Esto es, para confirmar de qué forma replegarse y alejarse de un campo de combate que se había transformado en una ratonera.

Publio Licinio Craso se hizo a un lado de inmediato al advertir que se aproximaba Labieno. El joven Craso tenía la esperanza de que el veterano legatus, que era además el mejor amigo del procónsul, lo hiciera entrar en razón.

Sin duda, para Tito Labieno la opción más lógica era también un repliegue ordenado, pero llevaba ya demasiados años con César y había compartido muchos momentos críticos, muchas situaciones imposibles con él como para dar por sentado lo que su amigo pudiera estar pergeñando. César mandaba, y Labieno no consideraba otra opción que la de estar con él, siempre, hasta el final. Sólo que, en aquella ocasión, si no se replegaban, el final parecía inminente.

—Esos malditos nos están desbordando —comentó Labieno—. Hay que retirarse. No podemos combatir en dos frentes a la vez.

César sentía que había conseguido serenarse pese a aquella situación límite, estaba evitando que su cuerpo convulsionara. Miraba alternativamente hacia delante, hacia el corazón de la batalla, y hacia el flanco derecho. Se pasaba la mano por el mentón y seguía sin decir nada. Tenía seis legiones. Las cuatro de veteranos —VII, VIII, IX y X— eran las que habían contenido el avance de los helvecios en el centro de la llanura, y tenía otras dos más, recién reclutadas, la XI y la XII, sin experiencia alguna en combate, en reserva. Una posibilidad sería recurrir a estas tropas para intentar detener el ataque de los boyos y los tulingos que se abalanzaban contra ellos por el flanco derecho. Pero César no confiaba en esas tropas. Aún no. No contra unos galos feroces a los que llevaba días persiguiendo, acosándolos sin descanso, y que ahora se habían revuelto contra él con furia desbocada y, al hallar un punto débil en su estrategia, veían la victoria en su mano. Contra unos celtas tan motivados y expertos en la guerra, dos legiones recién reclutadas serían como ovejas ante una manada de lobos. No, de momento, XI y XII sólo servían para simular más fuerza de la que realmente tenía o para custodiar bagajes y proteger a los aguadores, pero no para la batalla campal. Quizá más adelante, pero… ¿habría un «más adelante» si no se retiraban ahora?

Labieno intuyó lo que César rumiaba y respaldó sus pensamientos:

—No, yo no creo que las legiones de reserva nos valgan para frenar a los boyos y los tulingos. —Aquí calló y no se aventuró a repetir la propuesta de retirada que ya había hecho el joven Craso y que él mismo había sugerido.

—La tercera línea de veteranos aún no ha entrado en combate —rompió César su largo silencio.

Labieno y Craso se miraron: las legiones combatían en tres líneas; la tercera la formaban los hombres más experimentados y, normalmente, se reservaban para el final. Las dos primeras líneas habían trabado lucha directa con los helvecios en el frontal de la batalla. La tercera no había luchado por ahora, cierto.

—No, aún no han entrado en combate —confirmó Labieno, sin entender qué podía estar pensando su amigo.

—¿Y si, en lugar de retirarnos, mantenemos la primera y la segunda línea de las legiones de veteranos en lucha con los helvecios, para contenerlos, y hacemos que la tercera línea maniobre para cubrir el flanco derecho y enfrentarse ellos a los boyos y los tulingos? —preguntó César.

Al joven Craso aquello le pareció una locura.

Labieno comprendió que César buscaba su opinión, su valoración a aquella posibilidad:

—Eso nos obligaría a luchar en dos frentes sin triple línea de combate —analizó la propuesta con detenimiento—. Dos líneas contra los helvecios y sólo una contra los boyos y los tulingos… sin posibilidad de establecer turnos en el combate.

—Pero es una línea de veteranos —apostilló César mientras dejaba la punta de la lengua visible junto a su labio superior—. Lucharon conmigo en Hispania contra los lusitanos y los llevé a la victoria. Tienen fe en mí —añadió, aludiendo a la campaña que, sobre todo los legionarios de la X, habían compartido en el pasado reciente con César.

Labieno hizo amago de responder, una vez, dos… pero parpadeaba y callaba.

—Las legiones nunca han combatido en dos frentes a un tiempo —dijo al fin, cejas levantadas, boca entreabierta, espada en mano, gotas de sangre enemiga deslizándose por el filo plateado del metal—. Quiero decir: ningún ejército romano ha combatido nunca en dos frentes a un tiempo. Ni siquiera tú lo hiciste en Lusitania. Ante una situación como ésta, el cónsul o el procónsul al mando siempre ordenó el repliegue. —Se pasó la mano por la frente mientras miraba el campo de batalla—. Tu tío Cayo Mario nunca lo hizo. En Aquae Sextiae, cuando luchó contra los teutones y los ambrones, se preocupó mucho de presentar un único frente… —Inspiró aire, miró a su alrededor, volvió a hablar—: Las legiones romanas nunca han combatido en dos frentes de batalla a un tiempo —repitió a modo de conclusión.

—Que algo no se haya hecho nunca no quiere decir que no pueda hacerse —replicó César.

Publio Licinio Craso fue a hablar, pero Labieno levantó la mano izquierda y el joven oficial se contuvo.

César aprovechó para explicarse con vehemencia, con pasión:

—Los helvecios, los boyos, los tulingos y todos sus aliados combaten ahora enardecidos, con nuevo vigor, porque al habernos desbordado por el flanco derecho piensan que vamos a hacer lo que las legiones romanas han hecho siempre en esta situación: retirarse. Pero si les demostramos que no vamos a retirarnos, veremos cuánto mantienen ese ánimo renovado en la lucha. Si resistimos, combatiendo en dos frentes a la vez, sus energías flaquearán y… venceremos.

Labieno envainó su espada y se llevó la mano a la nuca. El joven Craso negaba con la cabeza mientras miraba al suelo.

—¿Estás conmigo, Tito? —preguntó César a su segundo en el mando, a su mejor amigo.

Labieno lo miró fijamente a los ojos:

—Estás loco —le dijo.

César sonrió: su amigo no decía que no; se quejaba, pero no decía que no.

—¿Que estoy loco…? —le respondió—. Eso ya lo sabías desde hace tiempo.

Labieno bajó los brazos.

—Si la tercera línea de veteranos no resiste, los galos nos masacrarán —objetó.

—Yo creo que resistirán —proclamó César con fe ciega en sus legionarios, y miró hacia el campo de batalla mientras repetía—: Resistirán… Sobre todo, si los comandas tú, Tito. Llévate contigo a todos los de la X. Son los mejores.

Labieno se quedó inmóvil con la mirada fija en César. Éste se volvió hacia él y retomó la palabra:

—¿Resistirás en el flanco derecho con la tercera línea de veteranos, Tito?

Labieno inspiró hondo, miró al suelo, dejó escapar un largo suspiro y respondió categórico:

—Si ésas son tus órdenes… resistiré.

—Aunque crees que estoy en un error.

—Aunque crea que lo sensato es retirarnos, obedeceré tus órdenes y resistiré en el flanco derecho —se reafirmó Labieno—. Pero si nos matan, te esperaré en el Hades para sacudirte bien fuerte.

—¡Si os matan, pronto te seguiré yo hasta el inframundo y allí continuaremos esta conversación! —proclamó César con una sonora carcajada en la que liberaba nervios, al tiempo que transmitía una inusitada fuerza.

Pero… ¿era la fuerza de la inteligencia o de la locura?

—Mientras tú detienes a los tulingos y los boyos —retornó César a las instrucciones de combate—, yo contendré a los helvecios en el centro de la batalla con las primeras dos líneas de veteranos. Tú no vas a vacilar en la lucha y yo tampoco. Es un buen plan. ¿Qué puede fallar?

Labieno asintió y, seguido de cerca por el joven Craso, sin decir ya nada más, partió para dar las instrucciones al resto de los legati y a las decenas de tribunos militares que esperaban órdenes sobre cómo organizar lo que ellos creían que iba a ser una veloz retirada.

—Es una locura —dijo Craso en voz baja a Labieno.

—Es una locura —aceptó él—, pero son las órdenes del procónsul de Roma.

—Vamos todos hacia el infierno.

—En eso tienes razón —admitió Labieno, siempre a buen paso y sin detenerse—: Hacia allí vamos: hacia el infierno, o como dijo César un día, hace años, en Éfeso: «Todos caminamos hacia la muerte». —Se echó a reír y, aun en medio de aquella intensa carcajada, Craso acertó a entender que el segundo en el mando del ejército proconsular romano desplazado al corazón de la Galia iba a dar cumplimiento a aquellas palabras—: ¡Todos caminamos hacia la muerte!

Alejado de ellos, rodeado de tribunos, César se afanaba en dar órdenes para seguir conteniendo a los helvecios, al grueso de las tropas enemigas, con sólo dos líneas de veteranos. «¿Qué puede fallar?», le había dicho a Labieno. Fue en ese instante cuando volvió a sentir que las convulsiones regresaban. Con más fuerza, brutales, descarnadas, incontrolables…

Prooemium

Prooemium

Roma[2]

76 a. C., dieciocho años antes de la batalla de Bibracte

Roma estaba dividida en dos bandos irreconciliables: los populares, defensores del pueblo, en donde estaba alineado Julio César, y los senadores optimates, quienes, instalados en la comodidad de su riqueza y sus privilegios, se negaban a cualquier reparto de derechos, dinero o tierras de forma más equitativa.

Pese a su juventud, con apenas veintitrés años, César se había hecho conocido para el pueblo como un incansable luchador por una Roma más justa: se había atrevido a llevar a juicio nada más y nada menos que a Dolabela, uno de los senadores optimates más corruptos, pero el juicio había terminado en disturbios por toda la ciudad.

Tras los desórdenes y las reyertas, César se comprometió con el senador Cneo Pompeyo —emergente líder de la facción conservadora en Roma— y con el Senado a exiliarse de Roma, aunque antes de eso aún tomaría las riendas de un juicio decisivo.

Pompeyo, por su parte, la abandonaba para unirse a Metelo, nuevo cabeza de los optimates, y combatir con él en Hispania Citerior contra Quinto Sertorio, quien fuera segundo en el mando de los ejércitos del legendario líder popular Cayo Mario.

Mientras la Roma senatorial se disponía a hacer frente a un desafío hispánico que los optimates no podían dejar sin respuesta, el año siguiente al juicio a Dolabela, César embarcaba al fin en una nave que lo conduciría hacia el remoto Oriente, hacia la isla de Rodas, en un destierro forzado para el que no veía solución alguna. Se alejaba de Roma con enorme pesar, dejando a sus seres queridos en la ciudad que lo vio nacer, y adentrándose en las peligrosas aguas de un mar que los romanos, por aquel tiempo, estaban aún lejos de controlar.

Liber primus. UN MAR SIN LEY

Liber primus

UN MAR SIN LEY

I. El exilio de César

I

El exilio de César

Costa de Cilicia, Mare Internum[3]
75 a. C.

El barco mercante había cargado más género en Atenas y surcaba ya las costas de Cilicia con intención de detenerse en algún otro puerto, en Éfeso o Mileto, antes de dejar a César y a Labieno en Rodas y proseguir rumbo a Alejandría.

Todo marchaba bien.

Demasiado bien.

César sentía la brisa del mar en su rostro mientras repasaba en su cabeza los últimos acontecimientos vividos en Roma antes de su partida: Pompeyo había marchado hacia Hispania poco después de finalizar el juicio a Dolabela, y aquella ausencia lo había animado a atreverse a actuar como abogado en una nueva causa. En este caso fue contra Cayo Antonio, conocido por todos como Hybrida —mitad hombre y mitad bestia salvaje— por su brutalidad. Antonio Híbrida había sido otro de los más fieles oficiales del dictador Sila, como Dolabela, y contra él cargó César, esta vez en representación de los habitantes de Grecia que lo habían sufrido como gobernador.

Basílica Sempronia, Roma
Unos meses antes, 76 a. C.

—Mutilaciones —dijo César. Sin levantar la voz, sin aspavientos, sin marcarlo con ningún gesto terrible en el rostro. No era necesario enfatizar más las aberraciones que relataba—. Cayo Antonio ordenó cortar brazos y piernas, trocear a unos y otros, simplemente por oponerse a su brutalidad. Y no contento con eso, añadió a estos crímenes el saqueo constante de templos y lugares sagrados sin ni siquiera ampararse en recaudar dinero en nombre del Estado romano para la campaña contra Mitrídates, enemigo acérrimo de Roma en Oriente. Se trataba de un puro afán del reus Cayo Antonio… Híbrida —se recreó al pronunciar el sobrenombre del encausado— de atesorar una inmensa fortuna sin importarle que esa hacienda tuviese por cimientos la ilegalidad, el dolor ajeno o los crímenes.

Híbrida miraba a César como lo había mirado Dolabela apenas un año antes en aquella misma sala. Con el mismo odio.

Marco Terencio Varrón Lúculo era el presidente de un tribunal, una vez más, controlado por unos optimates que no pensaban permitir que ningún afín a la causa popular, viniera de donde viniera, encarcelase a uno de los suyos. Y menos aún un joven abogado que ya debería estar camino del exilio pactado con Pompeyo, en lugar de involucrado como acusador en un nuevo juicio. Los crímenes no importaban, las atrocidades daban igual. Si eran de ellos, de los optimates, a sus ojos todo lo que hubiera sucedido tenía justificación. De hecho, los abogados de Híbrida habían argumentado que la violencia ejercida por éste era ineludible para controlar una Grecia inestable en una retaguardia, la de Sila frente a Mitrídates, que precisaba de ley y orden para no debilitar la campaña de Roma contra el rey del Ponto.

—Pero ¿hasta dónde hay que ejercer la violencia para controlar un territorio? —contraargumentó César en su alegato final—. ¿Acaso no hay límite alguno a la crueldad?

Iba a seguir aportando ideas en defensa de los ciudadanos griegos mutilados, asesinados y robados por Cayo Antonio Híbrida cuando vio que los tribunos de la plebe entraban en la basílica y cruzaban, a paso rápido, la gigantesca sala hasta llegar junto al presidente del tribunal.

César miró hacia Labieno, que se encogió de hombros en un gesto claro de sorpresa. Segundos después, Marco Terencio Varrón Lúculo se levantó de su cathedra y se dirigió a la sala:

—El encausado —el presidente evitaba a sabiendas usar el término reus a la hora de referirse al acusado— ha apelado a los tribunos de la plebe y éstos, aquí presentes, aceptan su apelación e impugnan este juicio.

César miró de nuevo hacia Labieno, trasladándole la pregunta que el propio Labieno entendió sin necesidad de palabras: «Pero Sila, el dictador y líder de los optimates, ¿no había eliminado el derecho de veto de los tribunos de la plebe en cualquier caso?».

Y así era. Sila eliminó el derecho de veto de unos tribunos de la plebe de una asamblea del pueblo controlada por los populares, pero tras años de auténtica limpieza «étnica» política, la Asamblea estaba ahora asimismo bajo el control férreo del bando optimas, con tribunos ya proclives a la causa de los senadores más conservadores, olvidando que la Asamblea, en su origen, debía representar los intereses del pueblo de Roma. Eran estos tribunos de la plebe, dirigidos por los propios optimates, los que impugnaban el juicio.

—Esta misma mañana, mientras estábamos en la basílica —explicó el presidente del tribunal al advertir la confusión del abogado acusador y de todos los ciudadanos asistentes al juicio—, el Senado ha levantado el bloqueo al derecho de veto de los tribunos de la plebe; no plenamente, pues no pueden vetar una ley senatorial, pero se admite que impugnen un juicio… como éste. Y como lo impugnan y el Senado reconoce esa capacidad a fecha de hoy, este juicio queda, en consecuencia, suspendido.

Cayo Antonio Híbrida se puso en pie como impulsado por un resorte invisible y se echó a reír mientras los miembros del tribunal, todos senadores optimates, lo rodeaban para felicitarlo efusivamente.

César se sentó en su solium, despacio, junto a Labieno.

—No te permiten ni terminar tu alegato final —le dijo su amigo—. Es un mensaje claro: no te van a dejar intervenir en los tribunales contra ninguno de ellos. En esta república no hay justicia. Al menos, no ahora.

César asintió.

—He de salir de Roma —admitió—. Ya no tengo otra alternativa. Mañana, al amanecer, fletaré un barco y me iré.

Costas del sur de Cilicia, Mare Internum
75 a. C.

De pronto, algo en el horizonte devolvió a César a su presente y al mar que los rodeaba y se olvidó de aquel último juicio en la basílica Sempronia.

Aparecieron justo a la altura de la pequeña isla de Farmacusa,[4] rayando el alba.

Labieno estaba aún en la bodega del barco, descansando.

César vio que el capitán del mercante escrutaba el mar con gesto inquieto y, al seguir la dirección de su mirada, vislumbró en el horizonte de la isla que estaban rodeando el perfil de varios barcos de poco calado, liburnas quizá, o algún otro tipo de buque ligero, y enseguida comprendió a qué se debía el nerviosismo del capitán y de la tripulación, que andaba agitada de un lado a otro.

—¿Qué ocurre?

Era Labieno: aquella algarabía de los marineros lo había despertado y había subido a cubierta.

César fue directo en su respuesta. Una sola palabra lo resumía todo:

—Piratas.

II. El avance de Pompeyo

II

El avance de Pompeyo

Emporiae,[5] costa nororiental de Hispania Citerior
76 a. C.

Por fin, Pompeyo había llegado a Emporiae,[6] en el noreste de Hispania. Había marchado con su ejército en busca de Sertorio poco después del juicio de Dolabela, pero había necesitado más tiempo del previsto por el Senado. Una vez más, la Galia estaba en armas contra Roma y cruzar aquel territorio hostil había sido muy costoso: para empezar, había tenido que construir una calzada nueva para cruzar los Alpes y, de ese modo, sorprender a los salvios por la retaguardia y así masacrarlos. Los salvios, un pueblo celta próximo a la región de Massalia, era la más reciente tribu gala en rebelión y lucha contra Roma.

—Este territorio —comentó Pompeyo mientras caminaba sobre los cadáveres de los guerreros galos tras la batalla— nunca será conquistado. —¿El procónsul se refiere a la Galia? —había preguntado entonces Geminio, un íntimo amigo de Pompeyo, de oscuro origen y más oscuras aptitudes para el espionaje y, cuando se precisaba, el asesinato. De hecho, las calles de Roma murmuraban que fue él quien dio muerte al tribuno de la plebe Junio Bruto en los momentos más duros de la lucha entre optimates y populares, siguiendo órdenes del propio Pompeyo.

—Sí, a la Galia me refiero —confirmó el procónsul—. Es demasiado grande, demasiado hostil y demasiado rebelde. Cayo Mario, a quien, más allá de sus veleidades populares y de su odio al Senado, reconozco su capacidad militar, apenas pudo contener las invasiones que venían del norte. Entonces fueron los teutones y los cimbrios y los ambrones. Ahora son los salvios. Mañana puede ser cualquier otra tribu guerrera: los helvecios o los boyos, o cualquier otra. Controlar este territorio es una locura. Quien lo intente está abocado al fracaso.

Geminio asintió.

—Los tulingos también parecen muy hostiles —apuntó.

—También —certificó Pompeyo—. Ha sido una suerte salir de esa ratonera de la Galia lo más rápido posible. Si uno se queda allí mucho tiempo, termina rodeado por todas esas tribus enemigas de Roma y masacrado. A algún idiota le pasará, ya lo verás —zanjó premonitorio.

El ejército de Pompeyo había seguido camino hasta alcanzar Hispania y llegar a Emporiae, lejos de las tribus hostiles de la Galia. Allí, en aquella vieja colonia griega ya muy romanizada, el procónsul con imperium —con mando militar— para terminar con la rebeldía de Sertorio esperaba noticias de Roma y datos sobre su colega en el mando militar en la región, Metelo Pío, y, por supuesto, noticias también sobre las tropas rebeldes.

Y Geminio, su espía personal, había llegado con información sobre todos ellos.

Pompeyo lo había recibido sentado en una terraza de la mansión que había tomado prestada de un noble local de Emporiae. El lugar era agradable; el día, soleado; el vino, bueno.

—¿Por dónde empiezo, procónsul? —preguntó el recién llegado mientras tomaba la copa de vino que le ofrecía un esclavo, quien, raudo, se retiró para respetar la privacidad absoluta de aquella conversación.

—Por Metelo.

Pompeyo tenía ganas de saber sobre aquel líder de los optimates que, tras varios años de guerra contra Sertorio, había sido incapaz de doblegar a quien sólo había sido un segundo en el mando del legendario Cayo Mario. Ni Pompeyo ni el Senado ni nadie en Roma entendía cómo el rebelde popular Sertorio podía resistir tanto tiempo arrinconado en la remota Hispania, sin recursos económicos o humanos que llegaran desde Roma para ayudarlo a mantener la causa popular aún viva en aquella esquina del mundo.

—Metelo está en el sur, en la Hispania Ulterior, aunque, en realidad, lo único que tiene bajo control es una parte de la Bética —se explicó Geminio—. El resto de la Hispania Ulterior, sobre todo la Lusitania, está bajo control directo de Hirtuleyo, uno de los subordinados de Sertorio.

Pompeyo cabeceó afirmativamente. Por eso estaba él allí, para recuperar el control sobre toda Hispania.

—¿Y qué sabemos de Sertorio? —preguntó el procónsul.

—Está en el corazón de la Celtiberia, no conocemos el punto exacto. Parece que evita enfrentamientos directos a gran escala y plantea una guerra de guerrillas que mantiene a las tropas de Metelo desconcertadas e incapaces de hacerse con el control efectivo del resto del territorio.

—Ya, entiendo —aceptó Pompeyo, pero sólo en parte—. Aun así, no comprendo cómo puede resistir con tanta eficacia a los diferentes ejércitos que ha enviado Roma. Además, aunque no parezca un genio militar, Metelo no es un incompetente, en absoluto. Hay algo aquí que se nos escapa, por Júpiter. Y quiero más información, Geminio, no saber sólo lo que ya sabía cuando salimos de Italia.

El interpelado inclinó la cabeza en señal de sumisión.

A Geminio y a Pompeyo los unía una larga amistad, forjada en la connivencia a la hora de usar la violencia contra los populares, y en la cesión, por parte del propio Pompeyo, de Flora a Geminio. Flora era una de las cortesanas más hermosas que se recordaban en Roma. Ella sostenía una relación intensa con Pompeyo, pero era obvio que nunca llegó a su corazón, pues cuando éste supo que Geminio anhelaba poseerla, no dudó en cedérsela, como quien regala un caballo de carreras de cuadrigas, en la certeza de que la pasión que su oscuro amigo sentía por la mujer generaría en él una lealtad difícil de conseguir sólo con dinero. Y así había sido. Desde entonces, se había mostrado siempre muy útil para Pompeyo, aun cuando en ocasiones había que azuzarlo un poco, como a los animales.

—Indagaré y averiguaré más sobre cómo se las ingenia Sertorio para resistir tanto tiempo los ataques de Metelo y sus legiones —respondió Geminio.

—¿Y de Roma qué sabemos? —preguntó Pompeyo.

El Senado había solicitado su intervención como último recurso. Ya lo habían premiado con un triunfo tras derrotar a los populares en Sicilia y en África durante la reciente guerra civil entre Mario y Sila. En Sicilia dio muerte al huido Cneo Papirio, y en África acabó con la vida de Domicio Enobarbo. Allí se le escapó Marco Perpenna, otro de los rebeldes populares que aún quedaban en armas, y que recaló primero en Cerdeña y, finalmente, como Hirtuleyo, terminó en Hispania bajo el mando de Sertorio. Sólo cuando la incapacidad de Metelo para rendirlos a todos quedó patente, el Senado, a regañadientes, torció las leyes una vez más para darle imperium y un ejército con el que sofocar la rebelión de Sertorio. Pero Pompeyo había tomado nota de cómo su brillantez en la represión, su eficacia a la hora de terminar con ejércitos populares, comenzaba a despertar sospechas a los ojos del propio Senado: sospechas de que se quisiera hacer con todo el poder para él, soslayando la autoridad senatorial, o sometiéndolo por completo, como hiciera Sila. Por el momento, Pompeyo aceptó el mando militar y se encaminó a Hispania, mitigando así sus crecientes diferencias con el Senado. Cada cuestión a su debido tiempo. Pero tener noticias actualizadas sobre Roma era crucial.

—Allí todo continúa como lo dejamos, procónsul —respondió Geminio—. Están muy pendientes del desarrollo de los acontecimientos aquí en Hispania. Por lo demás, Mitrídates del Ponto parece estar quieto, por ahora, en Oriente. Ah, y Escribonio Curión, el cónsul de este año, por lo visto quiere gobernar la provincia de Macedonia para el año siguiente. Mis espías me dicen que planea lanzar una campaña contra los mesios y los dardanios al norte. Quiere cruzar Tracia y expandir el domino romano hacia el Danubio.

—¿Hacia el Danubio? —Aquello había llamado la atención de Pompeyo—. Parece una idea inteligente, una región por donde ampliar el dominio de Roma más fácilmente que contra Mitrídates o contra los galos. Puede que le vaya bien a Escribonio.

Hubo un breve silencio.

—Y de César ¿qué sabemos? —preguntó Pompeyo—. Me hizo la promesa de irse de Roma.

—Bueno…

—Bueno ¿qué?

—En realidad, lo que ha hecho es volver a los tribunales. Lleva un caso contra Cayo Antonio Híbrida.

Las noticias tardaban unas semanas en llegar desde Roma, de modo que Geminio aún no conocía que el juicio había sido suspendido y que César, por fin, preparaba su salida. En realidad, su exilio.

Pompeyo ladeó la cabeza antes de comentar nada.

—Híbrida es tan violento como lo era Dolabela. César sigue tentando a la suerte. En todo caso me prometió marcharse y tendrá que cumplir lo que me dijo aquella noche en las calles de la Subura. Si para cuando retornemos no ha abandonado Roma, tendré que recordarle su promesa y… no sólo con palabras.

Lo dijo serio, sin un ápice aparente de odio o rabia, pero con una frialdad y una serenidad que a Geminio le sonaron tan terribles como inapelables.

—Todos en el Senado piensan que Sertorio es el problema —continuó el procónsul, en voz baja, mirando al suelo—, pero a veces me pregunto si Sila no tendría razón y el auténtico problema no sea Sertorio sino César.

—Es muy joven, sin apenas experiencia militar, sin ejército… ¿De qué dispone? Algo de popularidad en los barrios más pobres de Roma. Eso es todo. Y eso y nada es lo mismo.

—Cierto, cierto… —musitó Pompeyo, aún con la mirada gacha, pensativo, aceptando con esas palabras lo que su intuición no aceptaba con tanto sosiego.

En ese momento, un legionario se asomó a la terraza.

—Será uno de mis informadores —explicó Geminio y, ante el asentimiento de Pompeyo, se volvió hacia el legionario—: Que pase.

El mensajero entró y entregó un papiro doblado a Geminio, que lo despidió con un gesto antes de leer. Al instante esbozó una sonrisa.

—El juicio contra Híbrida ha sido vetado y César ha abandonado Roma haciendo efectivo su exilio —anunció Geminio—. Navega hacia Oriente.

Pompeyo se reclinó hacia atrás en su asiento:

—Con un poco de suerte, a lo mejor se lo traga el mar.

III. Despedidas y un código secreto

III

Despedidas y un código secreto

Costa sur de Cilicia, Mare Internum 75 a. C.

—¿Piratas? —Labieno, concentrado en digerir el anuncio de su amigo, no parecía seguro.

—Piratas —insistió César, muy serio, una mano en la frente para cubrirse del sol que los cegaba.

—Pero si se hizo una campaña contra los piratas apenas hace unos meses…

Labieno se refería a los ataques de Publio Servilio Isáurico contra las flotillas piratas de la zona.

—Eso fue hace tres años y, a lo que se ve, los piratas han vuelto —remarcó César.

Labieno iba a seguir discutiendo sobre el asunto, cuando el capitán del barco se dirigió a ellos:

—Son ladrones de los mares —secundó la opinión de César—. Y vienen muy rápido contra nosotros. Llevan esas embarcaciones ligeras. No hay viento y no tengo suficientes remeros para alejarnos de ellos. Es cuestión de tiempo que nos alcancen.

César comprendió que el capitán buscaba consejo. Sabía que él y su amigo habían combatido ya en aquella región, y con éxito. Labieno no tardó ni un día de navegación antes de narrar las hazañas de Lesbos. «Así te respetarán más», le había dicho a César cuando lo encontró relatando la toma de Mitilene al capitán del barco nada más zarpar de Ostia, el gran puerto comercial de Roma.

Pero ahora no se trataba de Lesbos. Estaban en el mar y no tenían ejército alguno, ni siquiera una cohorte o una centuria.

César paseó la mirada por cubierta: una decena de esclavos que había traído consigo, quince o veinte marineros, un par de comerciantes griegos, el capitán, Labieno y él mismo. Eso era de lo que disponía.

Miró, de nuevo, hacia el mar. Los piratas se acercaban a toda velocidad. Al principio eran sólo tres embarcaciones ligeras, pero ahora se les habían unido media docena más que habían salido de detrás de la costa de la isla de Farmacusa, y cada una de ellas traía decenas de marineros. Serían fácilmente más de doscientos piratas.

—El combate no es una opción —dijo César al capitán del barco.

El veterano marino negó con la cabeza en medio de su desesperación:

—No, no es una opción, pero entonces… nos robarán todo lo que tenemos y nos matarán o nos venderán como esclavos.

César miró una vez más hacia los barcos enemigos.

El capitán tenía motivos para su pesimismo.

César era muy consciente de que, con toda probabilidad, nunca más volvería a ver a sus seres queridos, a su esposa Cornelia, a su madre Aurelia o a su pequeña hija Julia.

Los piratas se aproximaban de forma inexorable.

La muerte los envolvía.

Mientras intentaba pensar en alguna solución a lo irresoluble de su situación, César cerró los ojos y recordó las despedidas en Roma.

Domus de la familia Julia, barrio de la Subura
Roma, 76 a. C.

—¿Hacia dónde piensas ir? —había preguntado Cornelia sin asomo de reproche o de duda. Para ella no existía mayor tormento que una nueva separación de César, pero había algo por encima de todo: la seguridad de su marido.

—Rodas —respondió él mirando al lecho sobre el que había extendido ropa, sandalias, papiros con diversos mapas, una daga, un gladio…

Se preguntaba qué estaba olvidando. Llevaría esclavos y muchas más cosas en el barco que había fletado, pero ahora estaba decidiendo sobre lo más esencial, aquello que debía portar él mismo.

Cornelia se sentó en un solium en una de las esquinas de la habitación.

—Eso está muy lejos —comentó—. Se me antoja el fin del mundo.

—Lo sé, pero es necesario. Esta vez, contra Híbrida, ni siquiera me han dejado terminar el juicio. Me quieren fuera. Los optimates, quiero decir. O muerto.

Ella calló y contuvo las lágrimas. No deseaba añadir más preocupaciones a su esposo.

—Estaremos bien —dijo Cornelia al fin, con la boca pequeña, en voz baja, pero con la mayor serenidad posible—. Y me ocuparé muy bien de Julia. Estarás orgulloso de las dos. Tú sólo cuídate. El mundo es tan grande y tan peligroso. En particular, el mar…

Él la miró y asintió antes de girarse de nuevo hacia el lecho y repasar las cosas que había dispuesto sobre la cama.

—¿Irás solo? —preguntó ella.

—No, Labieno me acompaña. Se ha ofrecido a hacerlo.

—Eso me gusta. —De algún modo ella pensaba que en compañía del leal Labieno su esposo estaría algo más seguro, pero, aun así, podían pasar tantas cosas terribles en un largo viaje…

En ese momento, Aurelia asomó por la puerta de la habitación:

—¿Puedo pasar? —preguntó mirando alternativamente a su hijo y a Cornelia.

—Por supuesto, madre —respondió él mientras Cornelia asentía con un marcado gesto de bienvenida en su rostro.

Una vez su marido partiera hacia Oriente, su suegra volvería a ser su gran apoyo en Roma.

—No cuestiono tu marcha —empezó Aurelia dirigiéndose a su hijo—. Es lo más prudente después de lo de Dolabela y con lo que ha ocurrido en el juicio contra ese salvaje de Híbrida, además de que se lo prometiste a Pompeyo y es alguien que no olvida, pero ¿dónde piensas ir?

César, mirando otra vez hacia la cama, tardaba en responder.

—Va a Rodas —aclaró Cornelia.

—Sí, a Rodas —confirmó él, volviendo ahora sí la vista hacia ella.

—¿Por qué Rodas? —inquirió su madre.

—Quiero completar mis estudios en oratoria —comentó César—. Soy bueno, ya lo he demostrado en la basílica en estos juicios, pero he de ser mejor. Y puestos a tener que irme, no quiero darles la impresión de que salgo huyendo. Todos saben que en Rodas está Apolonio, el mejor profesor de retórica.

—Cierto —aceptó su madre—. ¿Vas a fletar un barco?

—Uno de los mercantes que van de Ostia a Alejandría —explicó César—. De los que traen cereal desde Egipto y retornan a Oriente con aceite y vino. Me llevaré a algunos esclavos, víveres, algo de dinero y Labieno me acompañará.

Aurelia asentía cada precisión. Lo de Labieno, al igual que a Cornelia, le parecía una muy buena idea.

—Madre, preferiría estar solo un rato —continuó César—. Temo olvidarme de alguna cosa. Necesito concentración.

—Por supuesto —aceptó ella.

—Voy contigo. —Cornelia se levantó para salir con su suegra de la habitación y dejar que su esposo pudiera hacer sus preparativos para el viaje sin constantes interrupciones de una u otra.

Una vez en el atrio, manifestó su preocupación a su suegra:

—Rodas está muy lejos. Temo por su seguridad.

—Ya viajó a Lesbos hace unos años y volvió. No te preocupes. Los dioses lo protegen —replicó Aurelia con confianza.

—Sí, pero en aquella ocasión, cuando fue a Oriente, a Bitinia y luego a Lesbos, lo hizo bajo el mando de Lúculo, dentro del engranaje del ejército romano en la región. Y luego, cuando fue a Macedonia, lo hizo en el curso de una investigación para un juicio en Roma. Sin embargo, ahora va solo, acompañado por Labieno, sí, y lo agradezco, los dioses saben en cuánta estima tengo a Tito Labieno por su lealtad constante a mi marido. Pero ambos se desplazarán sin ningún apoyo militar u oficial. Lo harán como privati, como ciudadanos particulares, y el mar y Oriente entero está lleno de peligros y guerras y tormentas y temo que Cayo no regrese esta vez, yendo sin apoyo militar o sin cobertura legal de Roma.

—Ya fue un fugitivo —contrapuso Aurelia— y sobrevivió.

—Lo sé, lo sé —admitió Cornelia, pero aún con tono de desesperación en sus palabras—. Cuando se negó a divorciarse de mí al exigírselo el despreciable de Sila. Pero entonces fue fugitivo solo por Italia y casi muere por las fiebres de los pantanos. En Oriente, con sólo la ayuda de un amigo, está sujeto a mil amenazas.

Aurelia suspiró. Al advertir lo terriblemente angustiada que estaba su nuera, la cogió de la mano y la condujo hacia el impluvium, acomodó a la joven en una sella y ella misma se sentó en la otra.

—César regresará, no lo dudes y no te preocupes —trató de consolar a su nuera, sin soltarle la mano—. No sé ni cómo lo hará ni qué le ocurrirá en este viaje, pero los dioses velan por él. Y, para tu tranquilidad, te diré algo que tengo muy claro en mi corazón: fuera de Roma está a salvo. Fuera de la ciudad son otros los que han de temerle. Es esta ciudad, esta maldita ciudad la que me preocupa. César está mil veces más seguro en medio de la tierra más hostil, rodeado de miles de bárbaros en pie de guerra, que en las calles de esta maldita Roma repleta de traidores.

En el tablinum

César fue de su habitación a su despacho privado. Repasaba un papiro en el que había anotado todo aquello que pensaba que debía llevar consigo en su viaje a Oriente, cuando de pronto, por pura intuición, porque ningún sonido anunció a la intrusa, se giró y la vio: la pequeña Julia, de apenas seis años, estaba tras él mirándolo fijamente.

—¿De verdad te vas a ir, padre? —preguntó con su voz infantil, con los ojos encendidos en lágrimas a punto de estallar.

César suspiró.

Tuvo claro que la niña escuchaba a escondidas las conversaciones de sus mayores, aunque ¿quién era él para reñirla, si él había pasado toda su infancia y su juventud haciendo lo mismo? Así, en lugar de recriminárselo, se inclinó en la silla y le habló con voz suave y con la mejor sonrisa que pudo.

—Sí, he de irme, Julia, pero volveré.

Pero la niña no parecía satisfecha con aquella respuesta y, aunque intentaba no llorar, varias lágrimas brotaron de sus ojos y discurrieron cristalinas, limpias, zigzagueantes, por sus diminutas mejillas sonrosadas.

César siguió mirándola y tuvo una idea: cogió a su hija por la cintura y la sentó sobre su regazo encarando la mesa.

—Mira —le dijo—. Te voy a contar un secreto, pero has de prometer que nunca se lo revelarás a nadie.

Aquello captó su atención y logró el objetivo deseado: la niña dejó de llorar.

—Te voy a enseñar un lenguaje secreto, un idioma que yo me he inventado. Tú ya sabes escribir muy bien, ¿verdad?

—Sí, padre. Muy bien, el tutor griego me ha enseñado y mamá ha insistido mucho en que lo hiciera bien. Mira.

Y la pequeña tomó un cálamo, lo mojó en el frasco lleno de attramentum negro para impregnarlo bien de tinta y escribió, con gran soltura para su corta edad, su nombre, el de su padre y el de su madre de modo perfectamente legible.

—Esto está muy bien, Julia —continuó su padre—. Ahora, escúchame. Has de estar muy atenta. Puede parecer complicado, aunque, en verdad, es muy simple.

—Estoy atenta, padre.

—Observa. —Con cuidado, César tomó el cálamo de la mano de la niña, volvió a humedecerlo en la tinta y empezó a escribir letras en la misma hoja de papiro que había usado la niña para demostrar su escritura—. ¿Lo ves? ¿Qué pone aquí?

Ella estiró el cuello para leer bien las letras, mientras su padre iba, poco a poco pero sin parar, escribiendo en el papiro.

—Es el alfabeto latino, padre, con todas las letras en orden.

—Muy bien —la felicitó César—. Ahora… —prosiguió tras completar la tarea—, ¿cómo nos saludamos, Julia?

—Decimos ave, padre.

—Eso es —confirmó él y, al tiempo, escribió la palabra junto al alfabeto—, pero en mi idioma secreto ave no es ave, sino que se escribiría así —y anotó tres letras.

¿Eai? —se asombró la niña—. Pero eso no tiene sentido, padre.

—Sí, sí lo tiene para quien conoce mi secreto —opuso él, con tono cariñoso—. Observa. La a de ave está aquí —y la rodeó con un círculo—, pero si contamos cuatro hacia abajo… —y contó desde la a saltando hasta la cuarta letra hacia abajo, pues había escrito el alfabeto de forma vertical, hasta llegar a la e—. ¿Ves? —Y repitió la operación con la uve: tres posiciones hacia abajo, hasta llegar a la zeta y una más volviendo al principio del alfabeto y seleccionado la a—. Y por fin, para la e, contamos cuatro posiciones hacia abajo, siempre hacia abajo a no ser que se nos acabe el alfabeto y tengamos que volver al principio como he hecho antes. Desde la e, tenemos la efe, la ge, la hache y la cuarta es la i, de modo que empleo la i para la e. Por eso ave lo he escrito eai.

—Aaaah. —Julia abrió mucho los ojos.

—Veamos si lo has entendido bien, ¿de acuerdo?

—Sí, padre —respondió ella totalmente fascinada.

—Yo he de marcharme un tiempo, pequeña: ¿de qué forma nos despedimos?

—Decimos vale… bueno, vale cuando nos despedimos de una persona —precisó la niña—, y valete si nos despedimos de varias.

—Muy bien. Como te estás despidiendo de mí usaremos vale, pero ¿cómo sería vale en nuestro lenguaje secreto?

La niña arrugó la frente. Dirigió entonces su pequeña mano a la de su padre para tomar el cálamo que él aún sostenía y, una vez en su poder, empezó a contar cuatro posiciones, siempre hacia abajo, en aquel alfabeto latino escrito en vertical para cada letra de vale.

—La uve sería otra vez una a…

—Eso es —confirmó él muy pendiente.

—La a sería otra vez una e… la ele sería… una cu. —Se detuvo y miró a su padre a los ojos; César asintió y ella continuó—: Y la e otra vez una i. Vale es… ¡aeqi! —exclamó victoriosa.

Aeqi, mi pequeña —repitió César y la besó—. Ahora, cuando quieras escribirme un mensaje secreto, tienes una forma en la que sólo yo te entenderé.

—Sí, padre.

—Y recuerda, Julia: volveré.

IV. El asedio de Lauro*

IV

El asedio de Lauro[7]

En las proximidades de Saguntum[8]
Costa este de Hispania

76 a. C.

El avance por la costa hispana del Mare Internum de las tropas de Pompeyo fue cualquier cosa menos un paseo militar. A la hostilidad que había encontrado en las belicosas tierras de la Galia, se unía ahora no sólo una extraña oposición de las ciudades hispanas a alojar a sus legiones o proporcionarles suministros, sino ataques constantes de pequeños grupos de legionarios sertorianos que acechaban a cada milla que los conducía hacia el sur.

El propósito de Pompeyo era alcanzar Tarraco[9] y luego otras ciudades relevantes de la costa como Saguntum o Cartago Nova, para hacerse con el control efectivo de sus puertos y asegurar así una conexión fluida con Roma por mar, pero las reticencias en todas partes a colaborar con su ejército eran inmensas y difíciles de resolver sin usar la violencia.

—No lo entiendo —comentaba Pompeyo un día en su praetorium de campaña frente a Saguntum en su ruta a la ciudad de Lauro, un reducto leal a los optimates en medio de aquella región hostil al Senado de Roma—. Todos estos territorios llevan decenios romanizados. ¿Por qué tanto odio contra nosotros?

Geminio carraspeó.

El procónsul conocía aquel tic y sabía que era un preludio de malas noticias.

—Deja de aclararte la garganta y dime lo que sea que hayas averiguado —le espetó con cierta impaciencia.

—Creo que sé por qué los celtíberos y otros pueblos de Hispania son tan fieles a Sertorio.

Pompeyo tomó asiento e inspiró hondo.

—Te escucho.

—Tengo confirmación de que Sertorio ha creado un Senado alternativo al de Roma. Lejos de aquí, en un lugar bien al interior, en la ciudad de Osca,[10] cerca de las montañas que separan Hispania de la Galia, al norte. En ese cónclave ha admitido a todo tipo de representantes de las aristocracias locales hispanas y respeta las decisiones que allí se toman.

—Así evita que lo vean como un caudillo o como un aspirante a proclamarse rey. —Pompeyo empezaba a entender mejor el porqué del apoyo a Sertorio y de la hostilidad a sus tropas: Roma nunca había atendido las demandas de los provinciales; Sertorio, en cambio, les estaba ofreciendo un mundo donde ellos sí participaban en las decisiones sobre su presente y su futuro.

—Exacto, procónsul —prosiguió Geminio—. Pero hay más: una de las primeras normas que aprobó ese Senado fue una reducción muy sustancial de los impuestos, y Sertorio la ha acatado. Eso le ha hecho muy popular en toda Hispania, en particular entre lusitanos y celtíberos, aunque la medida ha mermado sus recursos económicos. Además, ha creado una Academia, para formar a los hijos de las élites locales, también en Osca. De un modo u otro, el rebelde popular está creando… —No se atrevió a dar nombre exacto a lo que Sertorio estaba haciendo; era demasiado inquietante para Roma.

—Sertorio está creando una nueva república —sentenció Pompeyo. Se levantó y continuó hablando con las manos en la espalda, mientras andaba de un lado a otro de la tienda—. Senado nuevo, una capital nueva, leyes nuevas, formando nuevas generaciones de rebeldes… —Se detuvo y miró a Geminio—. Hay que acabar con él lo antes posible: Metelo está acorralando a Hirtuleyo en el sur. Nosotros no podemos quedarnos atrás. Necesitamos suministros y la ciudad de Lauro nos es leal, hemos de llegar allí y hacernos con todos los pertrechos y los víveres posibles para adentrarnos en la Hispania Citerior, hacia Osca misma, y acabar con ese miserable.

—Deberíamos, sí, procónsul, porque además Sertorio… se nos ha adelantado y está asediando la ciudad de Lauro en estos momentos.

—¿Él mismo o uno de sus legati?

—Él mismo —confirmó Geminio.

La conversación terminó en ese preciso instante. Geminio tenía también noticias sobre César, pero comprendió que lo urgente ahora era Sertorio y asistir a la ciudad de Lauro antes de que ésta cayera en manos del enemigo.

Pompeyo ordenó partir aquella misma tarde en dirección a Lauro. Desde Saguntum no estaba lejos. Al contrario, se hallaban muy cerca. Tenía la oportunidad no sólo de derrotar al líder rebelde, sino de atraparlo, de hacerse con él vivo y de llevarlo cubierto de cadenas a Roma.

Lauro, 76 a. C.

Campamento de Quinto Sertorio

Los legionarios populares abrían paso a su líder sin necesidad de que Sertorio utilizase lictores a tal efecto. Se hacía acompañar por ellos como modo de legitimar su posición en un nuevo estado romano, pero no era preciso que éstos fueran por delante. La sola presencia del líder militar supremo popular en Hispania, la confianza que despertaba en todos sus hombres, bastaba para que éstos se apresuraran a hacerse a un lado y dejarle el camino libre.

Marco Perpenna, uno de sus legati de máxima confianza, lo acompañaba en aquella inspección de los alrededores de la ciudad fortificada de Lauro, una de las pocas en la región que se había mantenido fiel al bando de los optimates que gobernaban Roma y ciudad hacia la que sabían que se aproximaba, magnis itineribus, a marchas forzadas, el mismísimo Pompeyo con su nuevo ejército.

Sertorio y Perpenna se detuvieron en un pequeño promontorio desde donde se divisaba a un lado la ciudad amurallada de Lauro y, al otro, una colina próxima que, desde el punto de vista militar, ofrecía una posición de privilegio para asediar la ciudad. Sertorio tenía decidido rendir Lauro como fuera, para hacer patente que ni la llegada del supuestamente invencible Pompeyo iba a revertir el hecho de que él y sus legiones populares mantenían un férreo control sobre Hispania. Le habían llegado noticias de que Metelo había derrotado a Hirtuleyo: su hombre en el sur andaba en franca retirada, lo que hacía que el enfrentamiento con Pompeyo fuera aún más decisivo; los ojos de todos los celtíberos estaban puestos en aquella pequeña ciudad. Sin quererlo, Lauro se había convertido en un símbolo del pulso que populares y optimates llevaban librando en Hispania desde hacía varios años ya. Y aquél era un pulso que Sertorio pensaba ganar.

—Nos situaremos en lo alto de esa colina con el grueso de las tropas —decidió.

Perpenna asintió, aunque tenía dudas.

—Pero… procónsul…

Se dirigía con este rango a su superior, consciente de que a Sertorio le agradaba, como una estrategia más para dar apariencia de legalidad a su liderazgo, de dotar a su control de Hispania de una sensación de estado romano alternativo al dirigido desde el Senado de Roma.

—Habla, Perpenna.

—Procónsul, si nos situamos en esa colina, Pompeyo nos atrapará entre los lauronitas, que están a su favor, pertrechados con arcos y lanzas en lo alto de las murallas de su ciudad, y el ejército que éste trae consigo.

—Tienes razón —aceptó de inicio Sertorio—, y sé que Pompeyo te derrotó… —Se corrigió y reformuló lo que iba a decir—: Y sé que viste a Pompeyo derrotar a muchas de nuestras cohortes populares en África, pero en Lauro va a ser distinto. Puedes estar seguro de ello.

Perpenna no se opuso más a los planes de su superior, pero, pese a que Sertorio había evitado decir explícitamente que Pompeyo lo había derrotado en África, tuvo claro que eso era lo que pensaba de él. Y le dolió. Le dolió mucho. Y Perpenna se guardó aquel rencor, en silencio.

Ejército de Pompeyo, a cinco millas de Lauro

El ejército de Pompeyo llegó a las proximidades de la ciudad y se encontró las tropas de su enemigo en lo alto de una colina. Era una aparente posición de fuerza, pero algo fallaba en ella.

—No podrán retroceder, si somos capaces de atacarlos y obligarlos a replegarse —comentó Geminio—. Tienen las murallas de los lauronitas a su espalda, armados hasta los dientes y con ganas de arrojarles todo lo que tienen.

Pompeyo escuchaba y valoraba la situación.

—Así es —admitió, pero arrugaba la frente mientras escudriñaba todo el horizonte, como si buscara algo—. No se divisan más tropas enemigas que vengan en ayuda de Sertorio. Sí, yo también creo que podemos lanzarnos sobre la colina: perderemos hombres, pero a poco que podamos embestirlos con la suficiente fuerza como para obligarlos a retroceder, como dices, los lauronitas harán que ese repliegue se convierta en una matanza total de populares. —Pompeyo no usaba la palabra legionario para referirse a aquellos soldados, a los que sólo consideraba rebeldes miserables.

El procónsul del Senado de Roma seguía inspeccionando el horizonte: atrás habían dejado el campamento abandonado de Sertorio, que habían rodeado sin ni siquiera saquearlo porque Pompeyo tenía claro que la rapidez era clave en aquel ataque. Luego, rendidas las tropas sertorianas, apresado su líder, liberada Lauro, ya retornaría sobre aquel campamento enemigo y se haría con todo el armamento o los suministros que pudiera haber dejado allí el líder rebelde al desplazarse a aquella colina.

—Entonces… ¿atacamos, procónsul?

—Manda primero mensajeros a Lauro y que informen de nuestra intención con el fin de que estén preparados para masacrar a Sertorio y los suyos cuando nosotros nos lancemos sobre la colina. En cuanto lo sepan los lauronitas, atacaremos.

Ejército de Sertorio, colina junto a Lauro

—Están enviando mensajeros a Lauro —anunció Perpenna señalando la dirección en la que cabalgaban varios jinetes pompeyanos que rodeaban la colina donde se encontraban—. Podríamos intentar interceptarlos.

—No —opuso Sertorio—. Los dos sabemos lo que dicen esos mensajes. Simplemente, mantenemos nuestra posición. Despliega las tropas en triplex acies.

Perpenna calló y asintió, pero observó que otros oficiales que estaban próximos compartían su inquietud.

Sin embargo, por detrás de ellos, los legionarios populares se mostraban más serenos: Sertorio les había dado algo grande por lo que combatir. Los había hecho partícipes de su proyecto, que no era el simple enfrentamiento contra la élite de los optimates, de los senadores más extremistas que sólo buscaban defender sus privilegios y su riqueza obtenida a partir del muy desigual reparto de las grandes victorias de Roma. Sertorio había creado un nuevo Senado en Hispania, nuevas leyes, y los celtíberos apoyaban esas normas más justas, sin expolios de los recursos locales en beneficio de unos potentados que se refugiaban tras normas dictadas por ellos mismos en su Senado corrupto de Roma. Sí, los legionarios populares de Hispania confiaban ciegamente en Sertorio. Porque lo veían luchar con ellos, comer con ellos, beber con ellos. Y porque con él siempre conseguían la victoria, una tras otra. Y porque, aunque no hubiera pillaje, cobraban su salario con regularidad. Por eso, cuando vieron aproximarse el ejército de Pompeyo, pese a sentir en la nuca el aliento de los lauronitas, conocedores de que no podían ceder terreno o serían masacrados desde las murallas, no dudaron de su líder. No darían un paso atrás. Además, estaban convencidos de que algo tendría pensado Quinto Sertorio. Siempre tenía un plan. No sin motivo llevaba años destrozando a cuantos ejércitos consulares había enviado Roma.

Los legionarios maniobraron y las cohortes se posicionaron a lo largo de la ladera de la colina junto a Lauro en triple línea de combate. Si Pompeyo quería venir contra ellos, que viniera.

Ejército de Pompeyo, en el llano

Pompeyo dispuso sus propias legiones también en triplex acies. Sabía que combatir en aquella ladera, en ascenso, iba a ser duro para sus hombres, pero ya tenía pensado enardecerlos contándoles cómo los lauronitas ya habían respondido a sus mensajeros para confirmar que estaban con todo preparado y que, en cuanto hicieran retroceder lo más mínimo a los sertorianos, arrojarían sobre ellos una lluvia de hierro. Pompeyo estaba muy confiado en que ese argumento daría alas a sus hombres, y a punto estaba de situarse frente a sus tropas para arengarlas cuando Geminio carraspeó a su espalda.

—Procónsul… —dijo.

Pompeyo se volvió hacia él con aire de fastidio. Estaba muy centrado en lo que debía decir a sus hombres y no necesitaba interrupciones, pero vio que su subordinado señalaba hacia la retaguardia de sus tropas. Y lo que vio no le gustó. Nada.

En la retaguardia del ejército de Pompeyo
Unos minutos antes

El viento pasaba por entre las tiendas abandonadas del campamento sertoriano. Por el suelo se veían utensilios de cocina, hogueras apagadas a toda velocidad, aún humeantes, incluso algunos pila olvidados en lo que parecía una rápida salida para hacerse con la colina a la que los legionarios de Sertorio se habían desplazado.

Había un silencio denso, especial, que hacía que hasta el viento se deslizara casi mudo.

De pronto, de una de las tiendas, emergió un hombre armado.

Éste se separó unos pasos del entramado de telas de la puerta de la tienda y miró a su alrededor. A lo lejos, adelantado a la posición de aquel campamento, vio al ejército pompeyano a punto de lanzarse contra los legionarios que ocupaban la colina junto a Lauro. Todo estaba tal cual había presagiado Sertorio.

Octavio Graecino, el hombre que observaba la disposición de unas tropas y otras, dio una voz.

—¡Ahora, por Hércules!

Y, de súbito, de todas las tiendas supuestamente vacías emergieron soldados armados y listos para el combate.

Bajo el mando de Graecino, se aprestaron a formar las cohortes que Sertorio había dejado ocultas en el campamento aparentemente abandonado y se dirigieron, veloces, hacia la retaguardia del ejército pompeyano.

Eran más de seis mil hombres.

Una legión entera.

Una fuerza de ataque potente, decidida y con órdenes precisas.

Ejército de Pompeyo, en el llano

Pompeyo miró hacia su retaguardia.

Y los vio.

Comprendió que tendría que haber revisado el campamento de los sertorianos antes de seguir avanzando hacia la colina, pero no tenía sentido pensar ya sobre lo que debería haber hecho y, sencillamente, no había hecho.

En esa nueva situación no podía atacar. Creía haber atrapado a su enemigo entre dos frentes, entre sus legiones y las murallas de Lauro repletas de arqueros, y ahora era él quien estaba entre dos fuegos. Pero con una diferencia sustantiva: los arqueros de Lauro no podían moverse de la ciudad, mientras que la legión que avanzaba hacia la retaguardia de su ejército era un enemigo móvil.

—¿Qué hacemos? —preguntó Geminio.

Pompeyo pensaba a toda velocidad, pero no tenía ningún plan para aquella aparición inesperada de sertorianos en su retaguardia. Sabía lo que deseaba hacer: atacar; pero también sabía lo que debía hacer: replegarse. Retirarse y esperar la llegada de Metelo, quien, tras haber derrotado a Hirtuleyo en el sur, se dirigía ya hacia el este de Hispania para unir ambos sus fuerzas y, así, superando en número a las tropas sertorianas, no tardarían en aniquilarlas. Con todo, esa unión aún iba a llevar tiempo, lo que dejaba a Lauro desasistida en el ínterin, condenada a su suerte. Y, por otro lado, y lo primordial en la mente de Pompeyo, esa unión con Metelo no le permitiría adjudicarse el éxito de derrotar él solo a Sertorio como había deseado y planeado aquella mañana.

La rabia lo reconcomía por dentro, pero la inteligencia supo gobernar sus actos, aunque fuera una inteligencia que condenaba a una ciudad entera.

—Nos replegamos —dijo Pompeyo. Lo dijo en voz baja, a regañadientes, mordiéndose la lengua casi, pero lo dijo—. No puedo conducir a varias legiones a combatir en una ladera cuesta arriba mientras otra legión enemiga nos embiste por detrás. No se puede combatir en dos frentes a la vez. No se ha hecho nunca.

Y se volvió hacia la colina buscando a Sertorio. Lo encontró, adelantado a sus tropas, con los brazos en jarras, desafiante, rodeado por sus oficiales.

Pompeyo pudo imaginar hasta la sonrisa que aquel maldito tendría dibujada en su rostro.

En lo alto de la colina

Sertorio veía cómo las legiones enemigas se retiraban para evitar combatir en dos frentes a un tiempo. Podía observar a Pompeyo en pie, aún junto a la ladera de la colina que había estado a punto de atacar, mirándolo desde la distancia.

Habló alto y claro para que lo oyeran sus oficiales:

—Hoy le enseñaré al aprendiz de Sila que un legatus debe mirar mucho más a su alrededor y no sólo delante de él.

Sus oficiales, que hasta hacía unos momentos, hasta la aparición de la legión oculta en el campamento, habían estado dudando, rieron y se relajaron. Sólo Perpenna se mantenía muy serio y en silencio.

Sertorio dio varias instrucciones, pues la lección que deseaba darle a Pompeyo no había hecho más que empezar:

—Enviad mensajeros a Graecino y que guarde la distancia con nosotros, siempre en la retaguardia de Pompeyo. Eso mantendrá al enemigo reacio a combatir. Y enviad también emisarios a la ciudad. Decidles que, si se rinden, respetaré sus vidas, pero si deciden alzarse en armas contra nosotros, arrasaremos Lauro y los mataremos a todos, sin excepción.

Ejército de Pompeyo

Pompeyo sufrió humillación tras humillación.

Los lauronitas vieron que el procónsul de los optimates enviado desde Roma para terminar con Sertorio se mantenía inmóvil y no le atacaba por miedo a ser él mismo embestido por dos frentes a la vez. Así las cosas, los de Lauro decidieron aceptar las condiciones de rendición propuestas por Sertorio. Aquél era su enemigo, pero por toda Hispania, en particular desde la creación de su Senado en Osca, había corrido la voz de que ese hombre era fiel a su palabra. Así, Lauro abrió sus puertas y por ellas Sertorio dejó salir a todos los habitantes y ordenó a sus hombres que no tocaran a ninguno: ni a hombre armado o civil, ni a mujeres ni a niños. Pero igual que esto lo cumplía, ordenó que sus legionarios se ensañaran con la ciudad en sí y la abrasaran.

Y Pompeyo tuvo que verlo todo, inmóvil, como un testigo mudo, avergonzado ante su incapacidad para detener la caída de una ciudad aliada a su causa.

Fue testigo de cómo las llamas devoraban las casas, las calles y hasta las murallas.

Únicamente se respetaron los templos.

Sertorio no luchaba contra los dioses, sino contra los senadores optimates de Roma que, sin serlo, se creían dioses.

Pompeyo empezó a comprender que Roma tenía no sólo el problema de César, tal y como insistió Sila una y otra vez, sino también la urgencia de Sertorio, que además de un hábil comandante era un peligroso estratega militar y político: aplicaba la fuerza cuando debía, pero respetaba vidas humanas y templos sagrados, se congraciaba con los celtíberos bajándoles los tributos y evitaba que lo viesen como un rey al implantar un Senado en Osca que daba apariencia de un gobierno consensuado con los hispanos y no impuesto sólo por la fuerza.

—Haz el favor de darme alguna buena noticia —pidió Pompeyo—. Algo que me guste. O simplemente guarda silencio.

—Hay nuevas de Roma.

—¿Sobre?

—Sobre César —precisó Geminio, que se había guardado aquella información antes—. Como nos informaron, ha salido huyendo por temor a que los hombres de Híbrida lo asesinen en las calles de Roma. Ha embarcado en un mercante con destino a Oriente.

—Eso ya lo sabíamos —le espetó Pompeyo con cierto aire de fastidio.

—Ahora sé que navega hacia Rodas —especificó Geminio.

—¿Y eso por qué es relevante? —El procónsul estaba a punto de perder la paciencia. El día no había ido bien y su hombre de confianza no estaba ayudando a terminarlo mejor.

—Se han avistado numerosos barcos piratas en la región. La campaña de Isáurico no terminó con esos forajidos del mar. César navega hacia una trampa mortal.

—Sea. Tal y como va el día, eso lo doy por buenas noticias —aceptó Pompeyo—. A ver si los dioses nos son más propicios en las aguas que en esta tierra maldita de Hispania.

Pompeyo escupió en el suelo.

Pidió copas y vino.

—¡Por los piratas! —brindó y ambos bebieron.

Apuraron las copas en tragos largos.

Al cabo de un rato, Geminio retomó la conversación:

—Entonces… ¿no vamos a atacar a Sertorio mientras mantenga esa legión en nuestra retaguardia? —inquirió, retornando al presente inmediato que los rodeaba, pues se preguntaba cuánto tiempo pensaba estar así Pompeyo, bloqueado, sin actuar.

—No, no atacaremos. Esperaremos.

—Si el procónsul me permite preguntar: ¿esperaremos qué?

—Puedes preguntar y yo te respondo, Geminio: esperaremos la llegada de Metelo. A Sertorio le gusta la guerra lenta. Bien, le mostraremos que yo también puedo ser paciente: esperaremos a Metelo y su ejército, que avanzan desde el sur. Entonces será Sertorio quien estará entre dos frentes, y ambos de varias legiones. Veremos qué es lo que hace el rebelde.

Colina del ejército de Sertorio, junto a Lauro

—Una gran victoria —admitió Marco Perpenna cuando se quedó a solas con el líder de los populares observando la destrucción de la ciudad que se les había resistido hasta hacía muy poco—. Conseguida con una gran estrategia, pero… hay dos cosas que me preocupan.

—¿Qué cosas? —le preguntó Sertorio volviéndose para mirarlo y prestarle toda su atención.

Sabía que Perpenna era un hombre susceptible, poco acostumbrado a recibir órdenes y quizá no tan hábil militarmente como él, pero también era un valiente de la causa popular y él necesitaba a tantos como pudiera tener a su lado. Sin embargo, no quería que estuvieran con él en la desconfianza o la duda, sino en la seguridad de que se hallaban bien liderados. Si los oficiales dudan, esos temores se transmiten al resto de los legionarios y todo tiembla frente al enemigo; pero si los oficiales están en sintonía con el líder, la cadena de mando se mantiene tensa, férrea y sólo transmite fuerza a cada soldado en el frente de batalla. Eso es lo que necesitaban. El conflicto, Sertorio estaba seguro de ello, aún iba para largo. Y más con su estrategia de guerra de guerrillas evitando, siempre que pudiera, grandes batallas, como acababa de hacer con la toma de Lauro: había tomado la ciudad pero sin la gran batalla campal que Pompeyo buscaba. Era un lenta guerra de desgaste con la que esperaba llevar a Roma a la agonía y, por fin, a la negociación y a las concesiones, forzando al Senado de optimates a aceptar muchas de las peticiones de los populares.

—Bueno, si todos hubiéramos sabido lo de la legión de Graecino, oculta en el campamento y con instrucciones de amenazar la retaguardia del enemigo, habríamos vivido toda la situación con más seguridad. No entiendo por qué no has compartido esta información con el resto de los oficiales.

Sertorio asintió varias veces al tiempo que respondía:

—Muy cierto. Yo también he percibido nerviosismo entre los tribunos en lo alto de la colina, nervios que se han disipado cuando ha aparecido la legión de Graecino. Pero, Marco, estamos en una guerra civil, y en las guerras civiles las traiciones y el flujo de información de un ejército a otro es muy frecuente, infinitamente más que al combatir contra bárbaros. No podía arriesgarme.

Marco Perpenna se pasó la mano por la barba y asintió una vez.

—De acuerdo, es un motivo —admitió.

Se hizo el silencio entre ambos. Sertorio se giró hacia la ciudad en llamas y, al cabo de unos instantes, mientras Perpenna ponderaba aún la respuesta recibida, lanzó una pregunta:

—Pero has dicho que te preocupaban dos cosas: ¿cuál es la otra?

—Ah, sí —dijo Perpenna como si volviera de un trance—. Me preocupa y mucho el asunto del dinero: hemos bajado los impuestos para conseguir el apoyo de los celtíberos y se ha logrado ese objetivo, pero estás planteando una guerra larga y un conflicto así, que se dilata en el tiempo, es muy… costoso.

—Sí, de nuevo aciertas en tu diagnóstico. Un asunto serio. Sin dinero no podemos ganar. Hay que pagar a las legiones. Los hombres no viven sólo de ideales, necesitan un salario regularmente. A mí también me preocupa el tema y por eso he tomado medidas para resolverlo.

A Perpenna le parecía que sólo había un camino; impopular, pero el único posible:

—Vas a volver a subir los impuestos, ¿verdad? Ahora que estamos más asentados en el control de Hispania es buen momento. Y se puede justificar por la guerra, por una situación de emergencia…

—No, no, eso sería faltar a mi palabra de acatar las decisiones del Senado de Osca —lo interrumpió Sertorio—. Además, reavivaría el rencor de los celtíberos y los necesitamos con nosotros. —Zanjó así ese camino de recaudación de fondos para la guerra—. He puesto en marcha otro plan. El dinero, de hecho, ya está en camino. Y lo que he vendido también va ya en camino. Nadie da dinero por nada.

—¿Qué has vendido? —Perpenna estaba completamente perdido.

—Legionarios. Bueno, no es una venta, más bien un alquiler. Van a combatir en favor de alguien en la otra punta del Mare Internum. He enviado varias cohortes de legionarios en una flota desde Cartago Nova hacia Oriente para que luchen como mercenarios para el rey Mitrídates del Ponto. A cambio, el rey nos ha enviado tres mil talentos. Llegarán pronto. Por eso hemos de mantener el control de la costa. Por eso estamos aquí.

Marco Perpenna hacía cálculos:

—Eso son unos… —arrugó al frente mientras hacía un cálculo rápido—, dieciocho millones de dracmas.

—Sí —confirmó Sertorio.

—Podremos financiar la guerra durante mucho tiempo.

—Y no sólo eso —continuó Sertorio girándose ahora para encarar al ejército enemigo—. Ya has visto cómo Pompeyo se ha detenido por temor a librar la batalla en dos frentes. Está esperando a que llegue Metelo desde el sur, para atraparnos a nosotros entre sus dos ejércitos.

Perpenna asintió para mostrar que seguía el razonamiento de su superior.

—Pues yo voy a abrir otro frente a los optimates con Mitrídates en Oriente, a la vez que consigo dinero para nuestras legiones. Sila fue un dictador cruel y despiadado para con todos, en especial con nosotros, con los populares, pero nos dejó un regalo: en su afán por hacerse con el control de Roma, no dio término al desafío permanente que supone Mitrídates en Oriente, quedó sin resolver. De hecho, usó aquel conflicto para hacerse con un ejército, para fortalecerse él. Aprendamos de él aquello que puede ser útil a nuestros propósitos: ahora usaremos nosotros la existencia de Mitrídates para debilitar a los optimates y conseguir dinero. Mucho dinero y un segundo frente, no ya de batalla, sino de guerra.

Marco Perpenna parpadeó varias veces mientras miraba a Sertorio. No dijo nada, pero su admiración era patente.

Sertorio sintió que había logrado el objetivo que se había propuesto con aquella conversación: se había ganado el respeto de Perpenna.

V. El precio de una vida

V

El precio de una vida

Costa sur de Cilicia, Mare Internum 75 a. C.

—¡Nos matarán! —repetía una y otra vez el capitán del barco—. ¡Nos matarán a todos!

—No necesariamente —dijo de pronto César, despertando de sus recuerdos—. Hay otra opción.

—¿Otra opción? —preguntó Labieno, incrédulo. Ya había aceptado que se trataba de piratas, pero no veía en qué podía estar pensando su amigo—. ¿Qué otra opción nos queda sino luchar o morir?

—Negociar —dijo César.

—Ésos sólo negocian con gente importante —apuntó el capitán del barco alejándose de ellos. Recorría la cubierta con la mirada gacha, desolado por el desastre que se cernía sobre él, las manos en la cabeza.

—Lleva razón en eso —señaló Labieno.

—Cierto, pero olvidas que yo soy importante —añadió César—. He sido flamen Dialis en Roma, y condecorado militarmente. Tenemos conexiones con Roma.

—Con una Roma que te desea más muerto que vivo —dijo su amigo.

—Cierto también —aceptó César—, pero eso ellos no lo saben. Yo negociaré por todos.

Lo dijo con seguridad, con un aplomo extraño, como si ya tuviera un plan.

Los barcos piratas rodearon el mercante.

El capitán había cogido una espada y repartido algunas más entre sus hombres en lo que, sin duda, era un acto valiente pero inútil. César se le acercó.

—Prefiero morir que ser vendido como esclavo —dijo el capitán.

Sereno, César se adelantó a él, como si fuera a recibir a los primeros piratas que ya escalaban el lateral del mercante.

—Lleva a tus hombres al fondo de la cubierta y déjame hablar por todos. A tiempo de hacerte matar, siempre estás.

El capitán retrocedió con sus marineros al otro extremo del barco.

Labieno se puso junto a César, pero un poco por detrás. No por miedo, sólo por respeto a su amigo, que parecía querer llevar la voz cantante en toda aquella situación.

Al poco, una cincuentena de piratas estaban ya en cubierta, armados con espadas, cuchillos y alguna lanza, mirando con aire amenazante a César, Labieno y a la tripulación. Algunos reían: el miedo de los marineros del mercante era tan evidente que les hacía gracia. Vieron que alguno se orinaba encima y se podía apreciar cómo estaban manchando la poca ropa que llevaban puesta.

A los piratas, no obstante, los incomodaba un tanto la mirada osada de aquel hombre en medio de la cubierta, acompañado por otro, que parecía ser el único que los desafiaba.

De pronto, otro hombre abordó el mercante y, por un segundo, todos los piratas lo miraron.

César tuvo claro que aquél era el líder.

Ese hombre no esgrimía arma alguna. Llevaba un puñal y una espada ceñidos por un cinto a la cadera, pero, escoltado por el resto, no se molestaba en blandir sus propias armas.

—¿Qué tenemos aquí… un valiente o un tonto? —dijo en un griego tosco pero comprensible, encarándose a César.

Sus hombres se echaron a reír ahora con más intensidad que al principio.

—Soy ciudadano romano —respondió César.

—Aaah —replicó el líder pirata de forma exagerada fingiendo estar impresionado—. ¿Pretor, quaestor… quizá? ¿Edil? ¿O hemos apresado el barco de un cónsul romano que, curiosamente, viaja sin su ejército? —Y lanzó una gran carcajada.

—No. No he ejercido aún ninguna magistratura.

—Oooh, el romano no ha ejercido aún ninguna magistratura —se burló el líder de los piratas—. Serás, al menos, ¿senador de Roma?

César suspiró y negó nuevamente con la cabeza:

—No se puede ser senador de Roma sin antes ejercer una magistratura.

El pirata se encogió de hombros: las complejidades del entramado político romano lo aburrían. Lo único que él entendía era que aquel hombre no parecía importante. Miró a su alrededor: los marineros del mercante estaban aterrados. Eso le encantaba.

—Soy aún demasiado joven para esos cargos —añadió César con un tono notablemente sereno para lo difícil de la situación—, pero he sido flamen Dialis, sacerdote de Júpiter. Si pides un rescate por mí, podrás sacar una buena suma de dinero.

En cuanto el pirata oyó la palabra dinero, dejó de mirar en derredor y concentró su atención, de nuevo, en César.

—Sacerdote de Júpiter… —repitió. Aquél era el dios supremo de los romanos; parecía un cargo de cierta relevancia—. Has dicho que has sido sacerdote de ese dios, ¿ya no lo eres?

—No se permanece en ese puesto siempre, sólo un tiempo —mintió César para evitar el espinoso asunto de su destitución del cargo de flamen Dialis por Sila años atrás—. Sólo lo he mencionado como muestra de que estás ante alguien importante, por cuyo rescate podrías obtener buenos réditos, siempre y cuando no se pierda ni una sola vida.

—No sé… —El pirata miraba al suelo mientras hablaba—. Por un magistrado, sé que los romanos pueden dar bastante dinero, pero alguien que sólo es ciudadano… no lo creo. Y un secuestro es dinero lento. Más rápido sería venderos, a ti y a todos, como esclavos en un puerto de la costa, en una de las islas cercanas. Hay muchos sitios donde la gente no pregunta de dónde vienen los esclavos. Y hay mucha necesidad de ellos. El dinero lento no me gusta. —Levantó la mirada para clavar sus ojos en César—. Tendrías que valer, al menos, veinte talentos de plata.

Labieno se quedó boquiabierto. Aquélla era una cantidad absurda por una sola persona. Equivalía a unos ciento veinte mil dracmas.[11] ¿De dónde iban a sacar aquella fortuna estando tan lejos de Roma? Tendrían que enviar mensajeros a Italia, reunir el dinero y luego que éste llegara intacto a manos de los piratas. La operación podía llevar varios meses.

—Yo no valgo veinte talentos de plata —apuntó César.

—Ya sabía que no eras importante —respondió a su vez el pirata—. Pues si no vales veinte talentos, no merece la pena esperar tu rescate…

—Yo valgo mucho más —lo interrumpió él.

—¿Más? —El pirata se le acercó despacio, la avaricia brillando en sus ojos—. ¿Cuánto más?

—Por mí puedes conseguir cincuenta talentos de plata[12] y antes de… —Tenía que dar un plazo corto, pero no imposible.

—¿Antes de…? —inquirió el otro.

—Antes de la segunda luna llena.

César fue categórico.

Labieno asistía a aquella conversación en silencio. César estaba comprando tiempo, su plan debía de ser engañar al líder pirata con falsas promesas de una enorme fortuna y luego buscar una oportunidad para escapar, pero nadie escapaba con vida de los piratas. Los que lo intentaban morían ensartados por los criminales durante la fuga.

—¿Cómo has dicho que te llamas, romano? —preguntó el líder de los piratas.

—No lo he dicho. Mi nombre es Julio César.

El pirata arqueó las cejas y lo miró de lado.

—Ese nombre no me dice nada. Muy famoso no eres… —Y se echó a reír una vez más, antes de añadir—: Pero ese precio es sólo por ti. Al resto los venderé como esclavos.

—No —replicó César con decisión—. Te he subido el rescate de veinte a cincuenta talentos, pero eso nos incluye a todos.

Labieno contenía la respiración.

El capitán del barco y sus marineros miraban a César entre la admiración y el miedo. Sus vidas estaban en sus manos.

El líder pirata rodeó despacio a César. No le gustaba que le discutieran nada.

Se acercó y le escupió en la cara.

—Eso por atreverte a llevarme la contraria delante de mis hombres, romano —le espetó indignado y se apartó un par de pasos—, pero los negocios son los negocios: de acuerdo, romano: cincuenta talentos de plata. Si los recibo antes de la segunda luna desde hoy, saldrás con vida de ésta, tú y tus hombres, y también los marineros que te acompañan en este barco, pero si pasada la segunda luna no ha llegado el dinero, os venderé a todos como esclavos. A todos menos a ti: a ti te crucificaré, por haberme hecho perder el tiempo… Julio César.

—De acuerdo —aceptó el aludido.

El pirata miró fijamente a su interlocutor durante unos segundos, luego se encogió de hombros en clara señal de incredulidad y, por fin, se dirigió a sus hombres:

—Haceos con el gobierno del barco, llevad a todos abajo. Regresamos a puerto.

—Tendré que enviar un mensajero —apuntó César cuando los piratas ya lo rodeaban.

—Ya hablaremos de eso más tarde, romano —le dijo el líder—. Aquí las órdenes las doy yo.

César se limpió el rostro de la saliva del pirata y, guiado del brazo por Labieno, siguió al resto hacia su prisión en las entrañas del barco.

VI. La campaña de Tracia

VI

La campaña de Tracia

Tracia,[13] 75 a. C.

Cayo Escribonio Curión estaba incómodo. Quería marchar hacia el norte, pero necesitaba víveres y suministros de todo tipo, y la provincia que tenía asignada, Macedonia, estaba empobrecida tras el reciente periodo de Dolabela como gobernador. Podía seguir el camino de aumentar los impuestos y, de hecho, había exigido pagos suplementarios, y hasta podía inventar impuestos nuevos, pero el juicio contra Dolabela dos años atrás había agitado demasiado la provincia, y también a Roma, de modo que optó por otra estrategia. No quería verse involucrado en un juicio similar al que se había enfrentado Dolabela.

Su plan era conseguir un triunfo, a costa de lo que fuera, pero sin soliviantar las tumultuosas aguas de la política romana que, además, hasta el momento, le permitían navegar con el viento en las velas: senador optimas, había llegado a ser cónsul y, ahora, gobernador. Sólo le faltaba ese triunfo. Había puesto los ojos en los territorios de los mesios y los dardanios, en dirección norte, cerca de ese gran río Danubio que parecía un lugar inalcanzable para las legiones de Roma. Él estaba dispuesto a llevar la frontera del Estado romano hasta sus orillas.

Descartada la opción de subir impuestos, Escribonio Curión decidió saquear las tierras de los tracios, ya derrotados por Sila en su campaña de Grecia, y hacerse con todo lo que necesitara para su ambiciosa campaña arrebatándoselo a un pueblo rendido y sin derechos claros aún con relación a las leyes romanas. O, lo que es lo mismo: nadie en Roma atendería sus quejas. Curión tampoco hizo distingos entre las tribus que habían colaborado en el pasado con Roma y las que no.

Sin embargo, inesperadamente para los romanos, algunos tracios presentaron una sorprendente resistencia a la hora de entregar ganado y trigo y otros víveres a las tropas de Curión a cambio de apenas nada. En particular, un líder de su denostada vieja nobleza se alzó en armas contra las cohortes de Curión e incomodó al gobernador. Al parecer aquel rebelde, como lo denominaba Curión, había luchado en el pasado a favor de los romanos y daba la sensación de que conocía sus tácticas de combate, lo que hizo que detenerlo fuera algo más costoso de lo previsto. Pero el tracio estaba en clara inferioridad numérica y de recursos militares. Al final fue detenido, su hacienda incendiada, su mujer y sus hijas asesinadas después de ser violadas y torturadas ante el líder rebelde y centenares de otros tracios. Curión quiso dar así ejemplo de fuerza ante el resto de posibles líderes tracios con aquel noble arrestado, vejado y humillado en grado extremo, de modo que la resistencia a entregar suministros a sus tropas desapareciera por completo. Ciertamente, el ensañamiento con aquel rebelde surtió el efecto deseado: las legiones de Curión pronto tuvieron todo lo necesario para marchar hacia el norte. Sólo quedaba una cuestión por decidir.

—¿Y qué hacemos con el tracio? —preguntó uno de los tribunos militares a Curión señalando a aquel aristócrata local que había osado enfrentarse a las tropas del nuevo gobernador de Macedonia.

El tracio estaba encadenado a un poste de madera frente al praetorium de campaña. No tenía hijos varones, y eso le había transmitido la sensación al gobernador de que aquel hombre era un ser débil: quien no es capaz de engendrar un heredero, a sus ojos, no era nadie. Si lo mataba, con él moría su estirpe.

—Lo suyo sería crucificarlo… —empezó a decir Curión, pero se detuvo y arrugó la frente.

Al tribuno que lo había interpelado, todo aquello no le gustaba. Cayo Volcacio Tulo —en constante combate en Oriente, primero contra ejércitos de Mitrídates y ahora al servicio del nuevo gobernador de Macedonia— prefería la lucha contra enemigos reales, contra ejércitos, no aquella campaña de rapiña para aprovisionar las tropas matando y arrasándolo todo a sangre y fuego. Volcacio, además, había observado cómo Curión se cuidaba mucho de mantenerse alejado del combate. ¡Qué diferente a aquel joven tribuno a quien conoció en el asedio de Mitilene! Julio César se llamaba. Roma lo había expulsado. Como todos, Tulo estaba al tanto del enfrentamiento entre los optimates, que lo controlaban todo, y los populares, que querían cambiar las leyes. Sabía también que ese Julio César era del segundo grupo. Pero él, Tulo, no entraba en política y, sin embargo, qué gusto combatir con alguien que pese a tener el mando compartía la primera línea de combate con los legionarios. ¿Qué sería de aquel joven patricio?

—No, no lo crucificaremos —la voz del gobernador interrumpió los pensamientos del tribuno—. Hay que mandar un mensaje aún más duro contra el resto de los tracios.

Tulo enarcó las cejas.

—¿Qué puede haber más duro contra un hombre que lo que le hemos hecho, gobernador? —preguntó el oficial—. Con él por testigo, hemos torturado, violado y matado a su mujer y a sus hijas, hemos incendiado su casa y nos hemos apropiado de cuanto tenía. No sé qué podría ser peor que todo eso.

Curión respondió de forma lapidaria:

—No matarlo. Eso será peor. Para que sufra aún más tiempo.

El tribuno no creía que aquello fuera buena idea: el rencor de aquel tracio debía de ser terrible. A Tulo también le había llegado la información de que ese hombre había combatido a favor de los romanos en el pasado. ¿Era ésa la forma de pagar antiguas lealtades? ¿Era inteligente crear tantísimo rencor en alguien incluso si con ello se intentaba aleccionar al resto?

—Pero si no lo crucificamos… ¿qué hacemos con él, clarissime vir? ¿Lo llevamos prisionero con nosotros hacia el norte?

—Venderlo como esclavo —respondió el gobernador.

Las legiones romanas siempre iban seguidas por tratantes que hacían negocio rápido y muy oneroso con los esclavos que las tropas romanas iban creando en su avance hacia donde fuera, en este caso hacia el Danubio.

El centurión asintió, aunque no le gustaban esas órdenes.

El gobernador regresó al interior del praetorium.

Tulo ordenó desatar al tracio y éste, libre de amarre, cayó de rodillas.

—Dadle agua —ordenó el tribuno.

Un legionario acercó un odre al prisionero, que lo cogió en sus manos, lo elevó y bebió con ansia.

A Tulo le llamó la atención aquella ansia por la vida en alguien que debería estar hundido por completo.

—Traedlo conmigo —dijo el tribuno.

Dos legionarios levantaron al tracio y lo empujaron para que caminara detrás de su superior. Cruzaron así el campamento romano y salieron del mismo hasta, pasando por encima del foso, llegar a las tiendas, en el exterior de la fortificación, donde acampaban los tratantes de esclavos.

Un hombre sucio, alto y encorvado, que apestaba a vino barato, recibió al tribuno.

—¿Qué nos traen las legiones de Roma hoy? —dijo a modo de bienvenida.

—Aquí tienes —le respondió Tulo—. El precio acostumbrado.

—Pero si está destrozado a golpes —se quejó el tratante, más que nada para bajar el precio que tenía que pagar—. Apenas se tiene en pie. No vale para trabajar.

Tulo miró al preso y luego al otro.

—Este hombre es duro, créeme —le dijo, no por no regatear, sino por esa intuición de guerrero que tenía—. Resuelve los detalles con mis hombres. —Se dio la vuelta y echó a andar de regreso al campamento.

El tratante escupió en el suelo de puro fastidio al ver que el militar no iba a admitir rebajas en el precio. Se aclaró la garganta y se dirigió entonces al prisionero:

—¿Cómo te llamas, esclavo?

La voz del tratante llegó a oídos del tribuno mientras se alejaba.

Se oyó un bofetón.

—¡Te he preguntado cómo te llamas, imbécil!

Tulo se detuvo y se giró para contemplar la escena, aunque no fuera a intervenir. Aquel esclavo ya no era asunto suyo ni de las legiones de Roma.

El tracio permanecía callado.

—Igual no entiende latín —apuntó uno de los asistentes del tratante.

Tulo sabía que el prisionero sí entendía latín. Y griego. Lo había oído hablar con otros prisioneros en el campamento en ambos idiomas.

—Verás si responde o no —dijo el tratante encorvado, y asestó varias bofetadas más en el rostro del nuevo esclavo hasta que la sangre le brotó por la nariz.

El tracio, por fin, tragó saliva, se pasó el dorso de una mano para interrumpir el curso de la sangre que brotaba de su nariz y afirmó con voz clara:

—Mi nombre es Espartaco.

VII. Un rescate imposible

VII

Un rescate imposible

Isla de Farmacusa

Mare Internum, en las proximidades de la costa de Cilicia
75 a. C.

—Se hace llamar Demetrio —comentaba Labieno a César en la tienda donde los habían ubicado en una isla desconocida para ellos.

Probablemente se trataba de la misma Farmacusa cerca de donde los capturaron, pero como los habían desembarcado con los ojos vendados de modo que no pudieran ver ni la bahía ni el puerto de la base pirata, no tenían la certeza. Si intuían que se encontraban en la misma Farmacusa era porque la navegación había sido muy breve desde su abordaje, y tanto César como él habían concluido que los piratas se habían limitado a circunnavegar la isla.

—¿Quién? —preguntó César.

—El líder de los piratas. Se hace llamar Demetrio —precisó Labieno—. ¿No has oído que ése es el nombre que todos usan para dirigirse a él?

—No me había fijado en eso.

—Ya veo —replicó Labieno algo irritado.

César estaba actuando de forma errática: primero elevaba su rescate hasta una cantidad absurda, imposible de conseguir y menos en un plazo de tiempo tan corto, y ahora comprobaba que ni siquiera atendía a las cosas relevantes que ocurrían a su alrededor. ¿Se daba cuenta del peligro inminente de ser él ejecutado y los demás vendidos como esclavos?

Estaban solos, en una tienda pequeña pero razonablemente confortable, con dos lechos de paja limpia, un par de mantas y un cántaro con agua fresca. Se hallaban sentados el uno frente al otro, cada uno en su cama.

—Demetrio… —repitió César, pensativo—, como Demetrio de Faros, el monarca ilirio que utilizaba la piratería contra todos. Nuestro pirata es un hombre algo cultivado en historia, o la coincidencia del nombre con ese antiguo rey es puro azar. —Ladeó la cabeza—. Lo tenemos mal —admitió—, pero, por Júpiter, no peor que cuando nos atacaban los soldados de Anaxágoras frente a Mitilene, en Lesbos.

—Pues ahí casi morimos —apostilló Labieno, como si las palabras de su amigo no hicieran sino certificar el hecho de que estaban en una de las peores situaciones posibles.

—No, no vamos a morir ahora. Tengo un plan. La cuestión es…

Pero cuando César iba a explicarse con más detalle, varios piratas irrumpieron en la tienda, los cogieron a ambos de los brazos y los arrastraron fuera.

—Demetrio quiere veros, romanos —les espetaron no de muy buenas maneras.

César se sacudió la mano que lo tenía asido y lo mismo hizo Labieno. Los piratas respondieron desenfundando espadas y esgrimiendo dagas, pero dieron un paso atrás y se limitaron a indicarles el camino que debían tomar.

En su ruta hacia el encuentro con el líder de sus secuestradores, César y Labieno pasaron por entre tabernas repletas de más piratas, que bebían y comían opíparamente, almacenes de cereales y otros víveres vigilados por hombres armados, otros edificios que parecían ser tiendas y herrerías, carpinterías, alfarerías y, cómo no, casas de prostitución con varias meretrices ofreciéndose en la entrada.

Era evidente que los piratas vivían en la opulencia y eran capaces de autogestionarse con cierta organización. Aquello, más que un puerto sin ley ni orden, recordaba a una pequeña ciudad no muy diferente a muchas otras ciudades portuarias que César había visto en sus viajes previos.

Llegaron a una amplia casa con columnas dóricas en el exterior y un gran atrio con plantas en el interior. Un lugar agradable donde estar cobijado del sol y del calor en una región del mundo, Cilicia, donde los veranos eran particularmente insoportables por el bochorno de un calor húmedo que hacía sudar día y noche.

Demetrio los recibió con un par de esclavas encadenadas y arrodilladas a sus pies, y vino servido en una copa de oro. Reía con algunos de sus hombres, que lo acompañaban en lo que sin duda era uno de sus muy frecuentes festines después de haber apresado algún barco mercante como el que acababan de capturar.

—Ah, aquí tenemos a nuestro rico romano. —Hizo una señal para que dejaran a César y Labieno frente a él, de pie—. Bien, romano, Julio César… ¿cómo lo vamos a hacer? Cincuenta talentos de plata antes de la segunda luna. Su equivalente en dracmas, esto es, trescientos mil, o todo en plata, o una parte en dracmas y otra en plata. Cómo me lo entregues no me importa mientras sea en una de esas tres formas. El plazo que te has dado es breve y mi paciencia, muy escasa. La segunda luna llena será en treinta y ocho días, pues la primera está ya cerca. No creo que lo logres si has de recurrir a Roma.

—Tengo amigos más cerca —dijo César.

—¿Ah, sí? —Demetrio dejó la copa de vino en manos de una de las esclavas—. Eso me intriga… —Se quedó mirando fijamente a César, pero éste permaneció callado sin satisfacer la curiosidad de su captor. El pirata no se lo tomó a mal—. Bueno, es tu secreto. Podría sacártelo a base de golpes, pero si vales cincuenta talentos de plata eres mercancía valiosa. A mí me da igual de quién o de dónde saques el dinero, siempre que lo consigas.

—Sólo necesito enviar a un mensajero en un barco y el dinero llegará aquí antes de que se cumpla el plazo acordado —repitió César lo que ya indicó antes de pisar tierra, al negociar su suerte.

—Te escucho, romano —replicó Demetrio con genuino interés.

En su fuero interno pensaba, como Labieno, que su prisionero sólo estaba comprando tiempo para retrasar su ejecución o su venta como esclavo, pero la posibilidad de obtener cincuenta talentos de plata bien merecía una espera de algo más de un mes.

—Deja que mi amigo, aquí presente, zarpe en un barco ligero, con los tripulantes necesarios de nuestro mercante y algunos esclavos de los que me acompañaban —detalló César con una tranquilidad sorprendente para todos, en particular para el propio Labieno—. Él marchará a algunas ciudades portuarias próximas, donde tengo amigos, y le darán el dinero y regresará con él para entregártelo.

—¿Así de sencillo? —inquirió Demetrio con marcado tono de incredulidad.

—Así de sencillo y, lo admito, de complicado —dijo César—. Cincuenta talentos es mucho dinero. Espero que mis amigos sean buenos amigos de verdad.

—Y que tu compañero, aquí presente, vuelva con el dinero —apuntó Demetrio, que no podía dejar de pensar como un pirata—. Escaparse con semejante fortuna es una tentación muy grande para cualquiera.

Labieno se acercó a César y le habló en voz baja:

—No pienso dejarte aquí solo —apuntó, pero César levantó el brazo derecho sin ni siquiera volverse. Labieno calló. Por el momento.

—Mi amigo regresará.

—Más te vale, romano… o no vivirás para contarlo. He de admitir una cosa: tienes arrojo. Me sabría mal tener que matarte. —Y se echó a reír tanto que se le saltaban las lágrimas, pero cuando terminó de mofarse de su rehén, se puso serio—. Treinta y ocho días.

César asintió.

—Treinta y ocho días, ni uno más —repitió Demetrio.

Aquello era una sentencia. Inapelable. Indiscutible. La segunda condena de César a muerte. Primero fue Sila. Ahora los piratas.

César y Labieno regresaron a su tienda conducidos por los hombres que los custodiaban. De camino, aún podían escuchar las carcajadas de Demetrio y los suyos.

—No pienso dejarte solo en esta isla —repitió Labieno en cuanto se encontraron de nuevo a solas.

—No seas absurdo —le replicó César con seriedad—. No es hora de sentimentalismos, sino de ser prácticos. Aquí los dos juntos, desarmados y sin hombres a nuestro mando, no somos nada. Nos matarían. Sólo el dinero, la promesa de obtenerlo, los retiene. Así no me ayudas. Y, además, en una cosa el pirata tenía mucha razón: trescientos mil dracmas es mucho dinero. Suponiendo que se los entregaran a otro que enviáramos en nuestro nombre, por ejemplo, al capitán del barco mercante con el que veníamos desde Roma, aunque parece un hombre honrado, ¿tú crees, sinceramente, que volvería aquí con el dinero del rescate?

Labieno lo meditó unos instantes.

—No, no creo que volviera, y menos con ese dinero en sus manos. E incluso si en su ánimo estuviera retornar, superando la avaricia, podría ser que al final no regresara por puro miedo a que los piratas no cumplan lo pactado y se quedaran el dinero, te mataran a ti y nos vendieran al resto como esclavos.

—Por eso has de ir tú, por todos los dioses, sólo me fío de ti —insistió César.

—Pero ir… ¿dónde?

—A Tesalónica, en Macedonia, y… —lo pensó un momento antes de decirlo, pero lo tenía bien meditado, era la única solución—: a Lesbos. Has de volver a Mitilene.

—Donde casi muero —recordó Labieno.

—Donde casi mueres —corroboró César, y siguió hablando, en parte para alejar la mente de Labieno de los malos augurios y, en parte, porque tenía mucho que explicarle y poco tiempo para hacerlo—. Escúchame bien: he de decirte cómo negociarán en cada una de estas ciudades. Yo no puedo ir, pero tú serás mi voz y hablarás por mí. Sobre todo en Mitilene. En Tesalónica encontrarás amigos, pero en Mitilene no. Aun así, necesitamos el dinero de las dos ciudades.

Labieno asintió y escuchó con atención.

Al final, sólo le quedó una duda:

—¿Y si en Tesalónica o en Mitilene… regatean? —preguntó.

—Tú acepta cualquier condición, la que sea —respondió César inapelable—. Trae el dinero y ya afrontaremos promesas y compromisos después.

VIII. Carnifex

VIII

Carnifex

Costa este de Hispania Citerior

Ejército proconsular de Pompeyo
75 a. C.

Pompeyo estaba rabioso tras su humillación frente a la ciudad de Lauro: ver el incendio de una población aliada a la causa de los optimates y no poder hacer nada para salvarla hirió su orgullo. Y Pompeyo era hombre de devolver cualquier afrenta recibida con creces, de forma brutal y despiadada. No por nada se había ganado el sobrenombre de Adulescentulus carnifex,[14] por lo particularmente bestial que se había mostrado en su ensañamiento con tropas populares derrotadas en sus campañas de África, Sicilia e Italia durante la guerra civil contra Mario, cuando llegó a ejecutar incluso a veteranos líderes populares que habían ejercido el consulado, pese a que él ni siquiera era senador y apenas contaba con veinticinco años.

Ahora, frente a Sertorio, el segundo de Mario, estaba dispuesto a recordarles a los rebeldes populares de Hispania que el carnifex, el Carnicero, estaba de vuelta, con algunos años más pero igual de salvaje, incontenible e inmisericorde. Además, había recibido noticias que lo habían animado: Mucia Tercia, su nueva esposa tras la muerte de Emilia, la que fuera hijastra de Sila, le informaba sobre el nacimiento de otro descendiente. En este caso, un niño, y no una niña como había pasado hacía un par de años. Un niño era fuerza y energía y futuro. Una niña no valía nada. César, por ejemplo, tenía una niña. Pero él, Pompeyo, ahora ya tenía un hijo. Sí, aquello le dio aún más vigor para el contraataque.

Examinó los mapas de la región.

Buscaba un objetivo fácil, de cierta importancia, aunque no demasiado fortificado o bien defendido. Tenía que ser una destrucción llamativa, pero sin que le supusiera un gran desgaste a su ejército.

—Valentia[15] podría servirnos. —Geminio señalaba en uno de los planos desplegados sobre la mesa del praetorium de campaña—. Es un enclave de interés comercial creciente que a punto está de desbancar a Saguntum en pujanza económica, pero está situada en medio de un llano, sin grandes murallas. Es accesible a un ataque.

Pompeyo se inclinó sobre el mapa y, para cuando se irguió de nuevo, la ciudad ya estaba sentenciada.

Ejército sertoriano de los populares en Hispania
Valle del Turia

Perpenna había quedado al mando de las tropas, junto con Herennio y otros oficiales, mientras Sertorio viajaba veloz al sur, a Cartago Nova, con el objetivo de estar en aquel puerto cuando llegaran los barcos de Mitrídates con el dinero acordado en su pacto de intercambio de mercenarios por oro y plata.

—Va a destrozar Valentia —dijo Herennio mientras observaban al ejército pompeyano acechando ya las no muy poderosas murallas de aquella ciudad en la planicie de la desembocadura del río Turia—. Ni están equipados militarmente para resistir, ni tienen la protección natural de una posición elevada como en Saguntum. Si no hacemos nada, Pompeyo pasará por encima de la ciudad como las cuadrigas pasan por encima de los caídos en una carrera del Circo Máximo.

La imagen era dura, pero nada exagerada a los ojos del propio Perpenna, quien, no obstante, permanecía en silencio.

—¿No vamos a hacer nada? —preguntó Herennio con un tinte de desesperación en la voz—. ¿Vamos a hacer lo mismo que hizo Pompeyo con Lauro? ¿Somos acaso como ellos, que abandonamos a nuestros aliados a su suerte sin asistirlos?

—Pompeyo busca un enfrentamiento directo a gran escala, y Sertorio insistió en que lo evitáramos pasara lo que pasara. Y… —le costó decirlo— aunque mantenernos alejados de la batalla que va a librar Valentia contra Pompeyo resulte en la destrucción de una ciudad amiga, comparto con Sertorio que debemos evitar el enfrentamiento directo, al menos hasta que el propio Sertorio vuelva con el resto de las tropas que tenemos en la región. Enfrentarnos a él con las fuerzas de las que disponemos aquí ahora sería desastroso.

Y no se habló más.

Aunque les hirviera la sangre por la inacción, Herennio y los demás oficiales sentían que Perpenna estaba en lo cierto. Debían esperar al regreso de Sertorio.

Ciudad de Valentia, 75 a. C.

Pompeyo avanzó sobre Valentia desde el norte por la Vía Hercúlea.[16] Las defensas eran escasas. Valentia se había fundado cuando Roma ya dominaba aquel territorio y no esperaba grandes ataques. Era un centro diseñado para el comercio, más abierto que cerrado, más proclive a recibir gente que a tener que oponer resistencia. Una ciudad edificada para comprar y vender mercancías, no una fortaleza preparada para la guerra.

Los gobernantes de la ciudad intentaron negociar con el procónsul todopoderoso, intentaron hacer ver que sus acuerdos con Sertorio no los vinculaban a su causa, que estaban dispuestos a reconsiderarlos… prácticamente plantearon abrir de par en par Valentia al temido enviado de los optimates. Le ofrecieron grano para sus tropas, vino, aceite, lo que quisiera.

Pero Pompeyo hizo oídos sordos a todas las propuestas y arremetió contra la puerta norte con todo lo que tenía. Hizo construir incluso algunas armas de asedio que, probablemente, no eran ni necesarias, pero sin duda las rocas lanzadas por las catapultas pompeyanas incrementaron el pánico en los sitiados.

Vista la saña con la que atacaba el procónsul, las autoridades de la ciudad decidieron oponer toda la resistencia posible, pues intuían que de entrar en la población, la ira del líder romano de los optimates sería implacable. Dispusieron arqueros en la muralla norte e intentaron reforzar la puerta que iba a ser embestida, pero de poco sirvió. Los pompeyanos, en formación de testudo, alcanzaron murallas y lanzaron escalas por las que empezaron a trepar a toda velocidad, mientras otros legionarios incendiaban la puerta de la ciudad. Un fuego que anticipaba otro que habría de acontecer pronto, aún más grande y más destructivo.

—La puerta ha caído —dijo Geminio a su superior en la posición cómoda de retaguardia desde la que observaban el ataque.

Pompeyo no respondió, sino que se giró para vislumbrar en la distancia las tropas de Perpenna que, como antes hizo él en Lauro, no se atrevían a atacarlo por falta de recursos y de fuerza, pues Sertorio se había llevado consigo al grueso del ejército rebelde.

—¡Entrad ya, por Júpiter! —ordenó el procónsul sin dejar de mirar hacia los sertorianos inmóviles en el horizonte oeste—. ¡Entrad y arrasadlo todo!

—¿Todo? ¿Sin excepciones? —preguntó Geminio, pues tenía presente que Sertorio preservó los templos de la destrucción a la que sometió Lauro, además de perdonar la vida de sus habitantes.

—Todo —confirmó Pompeyo.

—Y con la gente… ¿qué hacemos? —Quería información precisa que transmitir a legati y tribunos militares.

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