El reverso de la utopía: América Latina y Oriente Medio (Obra periodística Vargas Llosa III)

Mario Vargas Llosa

Fragmento

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La utopía y sus descontentos
Prólogo

I

A pesar de que América Latina, Israel e Irak son lugares distantes, con historias culturales y políticas difícilmente equiparables, no es tan difícil encontrar un hilo invisible que los une, o al menos que permite aventurar la razón por la cual Mario Vargas Llosa ha sentido un particular interés por estos tres lugares del mundo. El caso de Latinoamérica, y en especial el de Cuba y Nicaragua, parece más obvio. Toda una generación de escritores y de intelectuales —una generación de la que Vargas Llosa fue un representante ilustre: el Boom— depositó allí sus ilusiones. En juego estaba la posibilidad de la utopía, ese esfuerzo de la voluntad y del idealismo por moldear una sociedad donde valores contradictorios —la justicia, la igualdad, la libertad— encajaran sin fricciones para satisfacer todos los anhelos humanos. Cuba y Nicaragua alimentaron la fantasía de un socialismo distinto, latinoamericano, vacunado contra los males del comunismo soviético. Un socialismo libertario y antidogmático, no sólo con pachanga, como se dijo en su momento, sino flexible y humanitario, más interesado en resolver las inocultables injusticias que lastraban el desarrollo del continente que en fijar líneas ideológicas y liderazgos inmutables.

América Latina, qué duda cabe, ha sido por excelencia la tierra de la utopía, pero Oriente Medio no se ha quedado atrás. La fundación de Israel en 1948 también fue un proyecto con tintes heroicos, en el que muchos, incluyendo a Vargas Llosa, vieron la envidiable concreción del idealismo, de la generosidad y de la voluntad humana. En esa franja desértica, sin recursos naturales y rodeado de países que se oponían a la implantación de una nación judía, Israel había logrado crear un Estado libre y democrático, capaz de integrar a personas de todo el mundo, hablantes de mil lenguas, y que además en tiempo récord se había incorporado a lo que entonces se llamaba Primer Mundo. Allí, pensó Vargas Llosa, había una valiosa lección para América Latina. ¿Cómo, teniéndolo todo en contra, una antigua provincia colonial había esquivado el trágico destino de los países tercermundistas, convirtiéndose en una nación igualitaria y próspera?

Vargas Llosa viajó por primera vez a Jerusalén en 1976, justo cuando atravesaba una crisis ideológica, resultado de su ruptura con la Revolución cubana. La fe que había profesado en el socialismo durante su juventud se desmoronaba por esos días. Las razones, aunque bien conocidas, bien vale la pena recordarlas. En 1971, cuando el régimen de Castro ya daba muestras de haber traicionado su espíritu inicial —perseguía a los homosexuales, apoyaba la invasión soviética de Checoslovaquia, espiaba a los escritores—, el poeta Heberto Padilla fue encarcelado arbitrariamente y luego sometido al humillante espectáculo de su autoinmolación pública. Desde ese momento, muchos escritores latinoamericanos, europeos y estadounidenses que habían acompañado la Revolución se distanciaron, entre ellos Vargas Llosa. El escritor peruano siguió defendiendo las ideas de izquierda, pero su fe en los procesos revolucionarios y en el socialismo castrista se había esfumado. Atravesó un periodo de crisis personal que lo obligó a buscar nuevas ideas, nuevos referentes intelectuales, y en medio de esta búsqueda recibió una invitación para visitar Israel. Había sido nombrado Miembro Honorario de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y le brindaban la oportunidad de conocer un proyecto social que también tenía rasgos utópicos, aunque muy distintos. Lo que amalgamaba a tantas personas distintas era la fe religiosa, no el credo ideológico. Igual resultaba fascinante, y había que ir a verlo con los propios ojos.

El efecto que produjo en él esa experiencia puede calibrarse por las impresiones que volcó en «Tres notas sobre Israel». Esa joven nación, que sólo antecedía a la Cuba revolucionaria en una década, era un país moderno, desarrollado e igualitario, y sobre todo libre y democrático: todo lo que la isla no había logrado ser. Una esfera pública robusta toleraba el debate de ideas y de proyectos políticos muy diversos, y la crítica, incluso la más feroz, podía ventilarse sin miedo a represalias. La utopía generosa e integradora que había inspirado ese proyecto de nación sólo tenía una mácula, un punto negro o una grieta que alejaba a Israel de sus nobles ideales: el conflicto con la población palestina.

Vargas Llosa lo percibió con claridad en su visita de 1976. La sensatez y el pragmatismo con los que los israelíes afrontaban los asuntos domésticos contrastaban con los fracasos sistemáticos a la hora de encarar los roces con los palestinos. La forma más civilizada de solucionar el conflicto, dijo entonces, era mediante la creación de dos Estados, uno palestino y otro israelí. Y la intuición que tuvo en ese primer viaje pronto se convirtió en una idea sólida, apuntalada en muchas lecturas, y en un compromiso que lo ha animado a viajar reiteradamente a Israel, a hablar con intelectuales, a escribir reportajes —recogidos en la séptima parte de este volumen— y a expresar todas sus desavenencias con el radicalismo político que ha envilecido el proyecto inicial que alumbró el Estado de Israel. Ése ha sido el reverso de la utopía israelí: el enquistamiento del conflicto con Palestina.

Después del asesinato de Isaac Rabin en 1995 y del rechazo de Yasir Arafat a los acuerdos de 2000 en Camp David, el nacionalismo, el fanatismo y la prepotencia han ganado terreno en la política israelí. Los ataques terroristas de Hamás no han ayudado en nada, desde luego, y por el contrario han propiciado la avanzada de líderes cada vez más radicales. Durante las últimas dos décadas se han sucedido las acciones punitivas desproporcionadas, la construcción de asentamientos en territorios palestinos, el levantamiento de muros y el encarcelamiento de niños; una serie de acciones que han socavado la razón moral que antes alumbraba la causa israelí. Aquella utopía generosa que pretendía reunir a personas de todos los lugares del mundo para que vivieran en libertad se quedó a medias. Por eso, ha insistido Vargas Llosa, quien se considera amigo de Israel debe ser crítico con estos desafueros, porque son ellos los que han alejado a ese pueblo de aquellos altos ideales que inspiraron la difícil empresa de construir un país nuevo de la nada.

Hoy, más que nunca, después de los sangrientos ataques que perpetró Hamás el 7 de octubre de 2023 en territorio judío, y tras la respuesta israelí, que no tardó en salir de toda proporción y convertirse en un conflicto regional lastrado por terribles crímenes de guerra, todo lo que dijo Vargas Llosa cobra mayor relevancia. Benjamin Netanyahu arrastra ahora una orden de captura impartida por la Corte Penal Internacional, y cerca de cien rehenes siguen en Gaza secuestrados por Hamás. El conflicto mutó en una guerra con varios frentes en el Líbano, Irán, Yemen y Siria, además de Palestina, que ponen entre paréntesis esa causa que defendió Vargas Llosa en sus artículos, el fin de las ocupaciones y la solución de los dos Estados. La grieta se convirtió en una zanja: Israel está cada vez más lejos de la utopía.

II

No sólo Israel despertó las ilusiones democráticas de Vargas Llosa. En 2001 los terroristas suicidas enviados por Osama Bin Laden volaron las Torres Gemelas de Nueva York, y el mundo entero, quizás con la ensimismada excepción de América Latina, cambió de la noche a la mañana. Un nuevo personaje asomó en las pesadillas de Occidente, el terrorista suicida, y los viejos demonios ideológicos que acechaban a Estados Unidos y a Europa fueron desplazados por la amenaza del islamismo radical. Poco después de los atentados de Nueva York, George W. Bush invadió Afganistán para destronar al Gobierno talibán que había auspiciado a los conspiradores, y dos años más tarde puso la diana sobre Irak. Aseguró, de forma temeraria, que el dictador Sadam Husein apoyaba el terrorismo de Al Qaeda y almacenaba armas de destrucción masiva. Convertido en una amenaza para Estados Unidos y para Occidente en general, Bush convenció a un puñado de naciones, España entre ellas, de que no había más remedio que sacarlo del poder por la fuerza y fundar una democracia entre sus ruinas.

En un primer momento, cuando se anunció la guerra de Irak, Vargas Llosa se opuso a la intervención armada. Había muchas razones para desconfiar de aquel operativo, empezando por la negativa de las Naciones Unidas a ampararlo y por el posible interés petrolero que podría ocultar Bush tras su retórica emancipadora. Vargas Llosa las expuso en «Los desastres de la guerra», un artículo en el que aclaraba que rechazar la invasión no era combatir a los Estados Unidos, sino defender la legalidad. Poco a poco, sin embargo, empezó a dudar de su pálpito inicial. La apasionada defensa que hizo Tony Blair de la acción militar lo dejó pensando. Para fijar un criterio propio al respecto, y aprovechando que su hija Morgana había viajado a Irak como parte de una comitiva de la Fundación Iberoamérica-Europa, decidió hacer un reportaje sobre el terreno. Su intención era ver con sus propios ojos lo que estaba pasando en Bagdad después de la intervención estadounidense, y comprobar si su postura inicial había estado justificada o no. Al igual que había hecho en Cuba, Nicaragua, El Salvador e Israel, se calzó los zapatos del periodista y partió a entrevistar a todos los personajes cuya visión de las cosas pudiera ser relevante para entender la encrucijada en que se encontraba Irak.

Fue a lo largo de este viaje que empezó a cambiar de opinión. No con respecto a las armas de destrucción masiva ni a las complicidades de Bin Laden con Sadam Husein, que siempre le parecieron pretextos que soslayaban el asunto crucial, pero sí sobre otro asunto. Lo que estaba en juego en Irak, la pregunta verdaderamente importante que asomaba detrás de las mentiras y de los rifirrafes ideológicos, era si la democracia liberal estaba legitimada para defenestrar regímenes autoritarios y sangrientos. En otras palabras, ¿había llegado el momento de promover un intervencionismo liberal que evitara crímenes como los ya ocurridos en la antigua Yugoslavia o en Ruanda, o para castigar la arbitrariedad asesina de dictadores que, como Husein, habían aniquilado a decenas de miles de compatriotas? O, en términos morales, ¿debía Occidente enfrentarse activamente a las tiranías que violaban los derechos humanos e incurrían en todo tipo de barbaridades? ¿Lograría exportar la legalidad después de una intervención bélica? ¿Sería Irak un nuevo experimento en el cual depositar las ilusiones democráticas?

Después de su viaje a ese país (ver «Diario de Irak», en la octava parte), Vargas Llosa se mostró favorable a este tipo de intervenciones. Reconoció que había importantes motivos para oponerse a la acción militar de Estados Unidos, como la unilateralidad del mandato, pero no compartió los malos augurios que vislumbraban un fracaso en la empresa estadounidense. En sus artículos se esforzó por desmontar todos los argumentos que negaban la posibilidad de que una democracia pudiera surgir de entre las ruinas de una dictadura. La libertad y la legalidad no eran un monopolio europeo o estadounidense, dijo, sino anhelos universales. Considerar que los iraquíes serían incapaces de construir una democracia era caer en los prejuicios que señalaban a los árabes, también a los latinoamericanos, como incivilizados que debían resignarse a la mano dura del caudillo. Se entiende que Vargas Llosa hubiera peleado contra estas ideas, porque buena parte de sus críticas habían tenido como blanco a los extranjeros que celebran la dictadura de Castro o el populismo de Chávez como las formas de gobierno idóneas para América Latina.

Las cosas, sin embargo, se enredaron más de lo que pudo preverse. Como reconocía Vargas Llosa en el último artículo de esta recopilación, «Las guerras del fin del mundo», el propósito democratizador se vio truncado por infinidad de contingencias. El fanatismo islamista se extendió y se tradujo en atentados terroristas en Madrid y en Londres, y una facción aún más radical del islamismo, el Estado Islámico, emprendió una ofensiva violenta para fundar un nuevo califato. Después de veinte años de presencia militar en la zona, Estados Unidos sacó sus tropas, primero de Irak, luego de Afganistán, dejando al segundo país en manos de los talibanes y al primero intentando fraguar una democracia en medio de los atentados y las bombas. El fracaso de las fuerzas occidentales debilitó de forma notable el intervencionismo liberal, pero esto no significó que hubiera concluido el debate. A Estados Unidos se le critica su intervencionismo y su aislacionismo, los dos por igual: mal cuando se inmiscuye en los asuntos de los otros, mal cuando se ensimisma en sus problemas domésticos. Es evidente que como representante de la democracia liberal y del libre comercio, su voz tiene que sonar con fuerza en el horizonte internacional. Pero también es cierto que la retirada de Afganistán llenará de dudas a los próximos ocupantes de la Casa Blanca que se sientan concernidos por alguna carnicería o injusticia lejos de sus fronteras nacionales. En los próximos años, ése será uno de los temas de debate: ¿qué hacer frente a la violación de los derechos humanos? ¿Cómo afrontar el terrorismo y la opresión? ¿Cuál será el lugar de Occidente en el mundo, y cuál su postura frente a los sistemas autoritarios? La segunda victoria electoral de Trump lanza un mensaje claro: ése no es un problema de los Estados Unidos. La política internacional de Trump tiende al proteccionismo económico, al aislacionismo político y a evitar el intervencionismo en ninguna guerra. A lo largo de su nuevo periodo en la Casa Blanca veremos las consecuencias de estas medidas, y el tiempo dirá, más ahora con la amenaza de una guerra abierta en el Medio Oriente y con la invasión rusa en Ucrania, si al mundo le va mejor con unos Estados Unidos concernidos sólo por sus problemas internos, indiferentes a todo lo que ocurra lejos de sus fronteras.

III

Si el Medio Oriente ha sido un telón donde proyectar utopías de todo tipo, qué decir de América Latina. En esta región del mundo, aquella inclinación empezó con los primeros conquistadores. Deslumbrados por la novedad de cuanto asomaba a sus ojos, no tuvieron más remedio que recurrir a las fuentes mitológicas o literarias que recordaban, cuando no directamente a sus quimeras y deseos, para dar sentido a lo que veían. Varios de esos primeros visitantes creyeron haber llegado al paraíso terrenal, la forma ideal de la utopía; otros juraron haber visto las criaturas y los referentes fantásticos que poblaban las novelas de caballería (véase la cuarta parte de este tomo, «Bajo la mirada de Occidente»).

América Latina no fue descubierta, fue inventada por los aventureros europeos. En adelante sería la tierra prometida donde se materializarían las utopías de los visitantes. Primero se llenó de misioneros que quisieron preservar la pureza del indio y salvar su alma; luego, muchos años más tarde, de peregrinos de la política que llegarían encandilados con otra imagen seudorreligiosa: la de una guerrilla de barbudos que vislumbraban la tierra prodigiosa desde las mirillas de sus fusiles.

La Revolución cubana entusiasmó al planeta entero. América Latina volvía a entrar en la historia de Occidente, y los rumores de cuanto ocurría en la Sierra Maestra atrajeron una vez más a los periodistas, buscavidas y utopistas fantasiosos de medio mundo. Luego, cuando la imagen de Castro declinó, el mismo entusiasmo se desplazó hacia la revolución de los sandinistas —«Nicaragua, Nicaragüita…»— y después a El Salvador y a Guatemala, y más adelante a Chiapas y a Venezuela, y después a Bolivia y a Ecuador. Poco importaba que aquel rastro revolucionario dejara un tufo autoritario, y que de cada uno de estos chispazos emancipadores la democracia latinoamericana, a veces también la economía, saliera un poco más golpeada. Vacunado contra la desilusión, el utopista extranjero veía la proximidad de un nuevo reino de justicia, autenticidad y armonía en cada soflama revolucionaria.

Pero a veces, detrás de esas imágenes idealizadas, en el reverso de la utopía, se incuban demonios que contradicen los buenos augurios, alejan del paraíso y encaminan a las sociedades hacia la debacle. El más evidente y el que más ha criticado Vargas Llosa es la pulsión autoritaria, esa dependencia psicológica que establece una población con un hombre providencial que se ve a sí mismo como la encarnación de la patria, el «gendarme necesario» o el redentor que liberará a la nación de sus opresores. Incrustados en la historia latinoamericana, todos estos personajes han sido un serio obstáculo para que la democracia liberal eche raíces en el continente.

Los caudillos y redentores afloraron muy pronto, después de las independencias; proliferaron a partir de los años treinta del siglo XX, resurgieron en los sesenta y setenta como consecuencia de la acción revolucionaria de las guerrillas procubanas, y hoy, unos con rostro izquierdista, otros, derechista, están en el poder en varios países del continente. La tercera parte de este volumen —«La historia latinoamericana y sus demonios»— está compuesta por artículos en los que Vargas Llosa rastrea y disecciona el autoritarismo latinoamericano, los intentos revolucionarios, la corrupción y el narcotráfico, algunos de los más serios obstáculos para la modernización y la democratización de América Latina.

Al populismo, la más actual de todas estas amenazas, se le reserva la quinta parte, «De la revolución al populismo». El título responde a los cambios políticos que trajo en América Latina la caída del Muro de Berlín. A partir de 1990, excepto por el levantamiento del subcomandante Marcos en México y la acción sonámbula de las guerrillas colombianas, la aventura revolucionaria se desactivó casi por completo en todo el continente. Los conflictos que estaban vivos, el de Guatemala y El Salvador, aceleraron el paso hacia las mesas de negociación. Las armas, tanto las de la guerrilla como las del Ejército, habían quedado por completo desacreditadas como mecanismo para acceder al poder. En toda América Latina se expandía una nueva ola democratizadora. Quien quisiera llegar a los palacios de gobierno tenía que seguir las reglas del juego democrático, creyera o no en ellas. Se acababan los alzamientos armados y los golpes militares. Eso, sin embargo, no significaba que todos los actores políticos se hubieran transformado en demócratas liberales. En absoluto. Sólo que en adelante, como ocurrió después de 1945, cuando el fin de la Segunda Guerra Mundial se llevó por delante longevas dictaduras, quien quisiera acceder al poder en América Latina tenía que hacerlo mediante unas elecciones legítimas. En los años cuarenta ese nuevo requisito forzó a antiguos fascistas a ponerse el traje de demócratas. Medio siglo más tarde, en los noventa y en los dos mil, serían los filocastristas y los nacionalistas de izquierda quienes recurrirían al mismo sastre. Ideas y anhelos antidemocráticos se apertrecharían en un nuevo caballo de Troya que llegaría a las instituciones liberales legítimamente, después de ganar unas elecciones, para corroer luego la democracia desde dentro.

El asunto tenía una larga historia, y casi una fórmula preestablecida. Se empezaba dejando a un lado los discursos ideológicos, el marxismo o el militarismo, porque de lo que se trataba ahora era de seducir a la masa con una retórica nacionalista, un discurso que dividiera a la sociedad en amigos y enemigos, en patria y antipatria, en pueblo y élite explotadora. La finalidad última era construir un «nosotros» que integrara al mayor número de personas, las suficientes para forjar una mayoría electoral que permitiera arrasar en unas elecciones. Una vez en el poder se aprovecharían las mayorías y la popularidad para acaparar más espacios de influencia, hasta acabar desmontando el entramado legal e institucional que conformaba la columna vertebral del sistema democrático.

La Venezuela de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro, la Argentina de Ernesto y Cristina Kirchner, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa y el México de Andrés Manuel López Obrador son los casos que Vargas Llosa analiza en esta quinta parte. Sus artículos señalan cómo estos regímenes amedrentan a la prensa independiente, persiguen a los opositores, modifican Constituciones, se perpetúan en el poder, incurren en fraudes electorales y degradan la conversación pública hasta el punto de fracturar las sociedades. Ha sido la constante latinoamericana de las últimas dos décadas, pero no solamente.

IV

La crisis económica mundial de 2008 también incubó tormentas nacionalistas y populistas en Europa y en Estados Unidos. Y unos años más tarde estas fuerzas arremeterían contra la Unión Europea, los medios de comunicación tradicionales, las élites culturales, los expertos, los tecnócratas y hasta la comunidad científica. En 2016 esto se hizo evidente. Aquel año ocurrió lo inesperado: países que parecían vacunados contra cualquier farsa populista empezaron a somatizar las peores prácticas de la política latinoamericana. En medio de campañas iracundas, de polarizaciones detonadas por las fake news, salidas de tono y una política del gesto y de la estridencia performática, Donald Trump subió a la presidencia de Estados Unidos e Inglaterra selló su salida de la Unión Europea. El populismo ganaba terreno en Europa y en Estados Unidos, una deriva preocupante sobre la que Vargas Llosa escribió los artículos que aparecen en la sexta parte, «El contagio populista y la decadencia de Occidente». Sin una cabeza sensata al frente de la Casa Blanca, era evidente que los conflictos que se analizan en este volumen se agravarían aún más. La orden de Trump de trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, por ejemplo, empeoró las relaciones con los palestinos, y su desinterés por la política exterior no era conciliable con los grandes desafíos que Estados Unidos tenía en Irak y en Afganistán. Como si fuera poco, él mismo se convirtió en una amenaza para la democracia estadounidense, negando la derrota en las urnas y animando a sus simpatizantes a tomarse el Capitolio.

Aquel periodo de tranquilidad ideológica que parecía haber llegado con la caída del comunismo demostró ser una ilusión, quizás otra utopía. La historia seguía viva, más que nunca, y no sólo en América Latina. El radicalismo islámico, el nacionalismo y el populismo no han dejado en estos años de ser amenazas serias para la libertad y la democracia, las dos ideas que Vargas Llosa ha defendido durante el último medio siglo. Estos ideales se han alejado un poco más, lamentablemente. América Latina no ha acabado pareciéndose a las fantasías que los extranjeros proyectaron sobre ella, ni se convirtió en un oasis purgado de todos los vicios modernos, ni en la región donde surgiría un socialismo humanista y libertario. Al contrario, ha sido la política del resto de Occidente la que ha terminado pareciéndose a la latinoamericana: los demonios incubados en el reverso de la utopía —el fanatismo, el nacionalismo, el odio sectario, el populismo— andan sueltos, y ahora acechan a la humanidad entera.

CARLOS GRANÉS

Bogotá, noviembre de 2024

PRIMERA PARTE
Sueño y realidad de América Latina

1. Cuba: de la ilusión a la dictadura

Crónica de la Revolución

Acabo de pasar dos semanas en Cuba, en momentos que parecían críticos para la isla, y vuelvo convencido de dos hechos que me parecen fundamentales: la revolución está sólidamente establecida y su liquidación sólo podría llevarse a cabo mediante una invasión directa y masiva de Estados Unidos, operación que tendría consecuencias incalculables; y, en segundo lugar, el socialismo cubano es singular, muestra diferencias flagrantes con el resto de los países del bloque soviético y este fenómeno puede tener repercusiones de primer orden en el porvenir del socialismo mundial.

A los pocos días de llegar a La Habana fui testigo de un espectáculo poco común: una función de cine debió interrumpirse para calmar al público que aplaudía y vitoreaba a Fidel Castro, cuyo rostro había asomado en la pantalla. «No confundas esto con el culto a la personalidad —me decía un amigo cubano, a quien contaba yo esta escena—; ese culto viene de arriba como una imposición; el cariño a Fidel nace de abajo y se manifiesta de manera espectacular cada vez que la revolución está en peligro. La noche en que Kennedy anunció el bloqueo, toda la gente salió a la calle gritando “Fidel, Fidel”; es su manera de demostrar su adhesión a la revolución». Pocos días después, asistí a una actuación en el teatro García Lorca. Los oradores, cada vez que querían enardecer al auditorio, nombraban a Castro; en el acto, brotaban aplausos atronadores. Otro día, en una «granja del pueblo» situada a diez kilómetros de La Habana, pregunté al administrador —un barbudo de la Sierra Maestra, con un escapulario en el cuello—: «¿Y si Fidel muriera, quién podría reemplazarlo a la cabeza de la revolución?». «Nadie —me contestó de inmediato, pero se apresuró a añadir—: Es decir, la revolución continuaría, pero no sería lo mismo, le faltaría un no sé qué».

Ese «no sé qué» tiene, por lo menos en estos momentos, una importancia capital. Todas las diferencias de opinión que pueden existir dentro de la revolución desaparecen cuando se trata de Fidel Castro; es el más sólido aglutinante con que cuenta el pueblo cubano, el factor que mantiene la cohesión y el entusiasmo popular, los dos pilares de la revolución.

Este sentimiento «fidelista» no se debe sólo a la leyenda. Por cierto que influye mucho en la imaginación popular la odisea del joven abogado que asaltó el cuartel Moncada, desembarcó con un puñado de hombres del Granma y libró una batalla desigual contra un ejército regular desde la Sierra Maestra. Pero lo que ha cimentado esa adhesión es sin duda la relación establecida por Fidel entre él y el pueblo desde que es gobernante. Esta relación se aparta de toda fórmula, de toda etiqueta, tiene un carácter personal, amistoso. Se vio en los momentos críticos del bloqueo. Súbitamente, el primer ministro apareció en la avenida 23, una de las calles céntricas de La Habana, a la hora de mayor afluencia. Congregó a los transeúntes en torno suyo y comenzó a interrogarlos. «A ver, tú —decía a uno—, ¿qué opinas del bloqueo?; según tú ¿los cohetes rusos deben salir o deben quedarse en Cuba?». Y al día siguiente, se presentó de la misma manera sorpresiva en los patios de la universidad, para dialogar con los universitarios sobre los problemas del momento. De este modo, el hombre de la calle se siente directamente vinculado a las responsabilidades del Estado, consultado de manera personal por Fidel en cada paso importante de la revolución. Un periodista que asistió a la conversación de Fidel con los transeúntes me contaba que muchos de éstos opinaban que los cohetes no debían salir de Cuba, censuraron abiertamente la oferta de Nikita Jruschov de retirarlos y cantaban ante Fidel: «Nikita, Nikita, lo que se da no se quita».

No pretendo negar con todo esto el carácter marxista-leninista de la revolución. Por el contrario, es evidente en la prensa, la radio, los cursos de capacitación y las publicaciones, que existe actualmente en Cuba un empeño oficial para adoctrinar a las masas; las Ediciones Sociales en español de Moscú y de las democracias populares circulan profusamente; en los discursos, todos los dirigentes se proclaman marxistas ortodoxos. Pero esta campaña no ha originado, como en las democracias populares, un «dirigismo ideológico» excluyente. He visto en las librerías de La Habana publicaciones trotskistas y anarquistas expuestas en las vitrinas. Y no existe una censura destinada a preservar la pureza ideológica de las publicaciones. Así, hace poco apareció en Cuba un ensayo pintoresco e inverosímil titulado: El espiritismo y la santería a la luz del marxismo. Una vendedora de tienda me recomendó el libro con las siguientes palabras: «Es un ensayo muy interesante, compañero, de materialismo esotérico».

Quiero decir que el reconocimiento del marxismo como filosofía oficial de la revolución no impide, al menos por ahora, la existencia de otras corrientes ideológicas y que éstas puedan expresarse libremente. La afirmación de Castro ante el Congreso de Escritores Cubanos: «Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada», se cumple rigurosamente. En el arte y la literatura esto salta a la vista; no hay una estética oficial. Mientras estuve en La Habana, el Consejo Nacional de Cultura (donde se halla uno de los mejores escritores contemporáneos de lengua española, Alejo Carpentier) auspiciaba una retrospectiva del surrealista Wifredo Lam y una exposición colectiva de pintores jóvenes, que eran todos abstractos. En las publicaciones literarias, se rendía homenaje a William Faulkner, se elogiaba a Saint-John Perse (de quien acaba de traducirse en La Habana Lluvias) y se discutía con pasión a los novelistas objetivos. En tres de los mejores escritores jóvenes de Cuba, Ambrosio Fornet, Edmundo Desnoes y Jaime Sarusky, es innegable la influencia de Sartre.

La prudencia con que ha actuado la revolución en lo relativo a la libertad editorial es evidente sobre todo en un hecho. Tuve una gran sorpresa, al llegar a Cuba, al ver en las calles puestos de vendedores ambulantes donde se ofrecían toda clase de libros pornográficos. Era cuando menos insólito ver expuestos, en media calle, libros que en cualquier ciudad del mundo se venden en la semiclandestinidad: el Kama-Sutra, el Ananga Ranga, el Gamiani de Musset, los Diálogos de Aretino, etcétera. Estaba con un técnico búlgaro, quien se mostraba tan sorprendido como yo, y además colérico. «Esto es un escándalo —me decía—; deberían prohibir este tráfico; socialismo y erotismo son incompatibles». Ocurre que, antes de la revolución, Cuba no sólo era una factoría de los norteamericanos; también, el paraíso de la pornografía; muchas editoriales se dedicaban a exportar al mundo de habla hispana literatura de este género. Dichas empresas ya no existen; pero los libros que han quedado en la isla siguen circulando sin cortapisas de ningún género. «Este comercio desaparecerá solo, con el tiempo —me decía un dirigente—; las raíces del mal ya han sido cortadas; las ramas y las hojas se secarán solas. Vea usted lo ocurrido con la prostitución y la mendicidad. La Habana era la ciudad que, proporcionalmente, tenía más prostitutas y mendigos en el mundo. Ambos problemas se están resolviendo sin ninguna medida coercitiva, sin violencia. En vez de prohibir la prostitución el Gobierno hizo una oferta a las mujeres que se dedicaban a esta actividad: les propuso enseñarles un oficio; mientras siguieran los cursos, la revolución se encargaba de dar alimentación y vivienda a sus familias, es decir, padres ancianos, hijos menores. Al principio, sólo un número reducido de prostitutas aceptó; pero luego fue una verdadera avalancha y hubo que crear nuevos centros de instrucción para ellas. Están allí varios meses y salen con un empleo fijo. Hoy en día, prácticamente, la prostitución ha desaparecido en Cuba».

Cuba no sólo es la única revolución socialista en que la creación del partido de la revolución es posterior a la revolución misma. El 26 de Julio no fue en realidad un partido, sino un movimiento de una ideología liberal y humanista bastante vaga. La revolución ha ido precisando su doctrina política y económica en la práctica, en el ejercicio mismo del poder. Esto explica que, en un principio, la revolución contara con el apoyo de una serie de agrupaciones y movimientos de ideología conservadora. A medida que, ante las agresiones abiertas o encubiertas de Estados Unidos, los jóvenes barbudos se radicalizaban y, decididos a salvar la revolución de cualquier modo, para librar a Cuba de la asfixia económica en que pretendía sumirla Washington, se veían más subordinados a la ayuda de la URSS, todos aquellos sectores fueron distanciándose de la revolución. Finalmente ésta quedó defendida sólo por tres movimientos: el 26 de Julio, el Directorio Revolucionario y el Partido Socialista Popular (comunista). Se ha dicho que la constitución de las Organizaciones Revolucionarias Integradas consumaba el control directo de la revolución por el PSP. Es evidente que hubo un intento en ese sentido, por lo menos de un sector del PSP, para poner en manos de un grupo los cargos claves del Estado. Lo reconoció el propio Fidel Castro, en su discurso del 26 de marzo de 1962 contra Aníbal Escalante. Creo que la lucha contra el sectarismo ha sido efectiva. La constitución del partido único de la revolución se lleva a cabo, al menos, de una manera excepcional. Se trata, al parecer, de crear un partido de «hombres ejemplares». Los núcleos de los candidatos al partido se seleccionan por centros de trabajo, en asambleas públicas, en las que participan la totalidad de empleados y obreros de la empresa. Los «obreros ejemplares» —es decir, aquellos que se han distinguido en la producción, y que han sido designados como tales por sus propios compañeros— son candidatos de hecho a miembros del partido, salvo decisión suya en contrario. Pero —y esto es lo excepcional—, en dichas asambleas, los trabajadores pueden hacer críticas e incluso votar la nominación de determinados candidatos. En cierta forma, todo miembro del partido único debe ser oleado y sacramentado por la masa. En su discurso, Fidel Castro había insistido en que el partido de la revolución debía ser «la vanguardia de los trabajadores». La selección se lleva a cabo de manera rigurosa. En la provincia de Camagüey, con 525 centros de trabajo —y un total de 76.439 trabajadores—, se han seleccionado 4.605 candidatos al partido único. De éstos, sólo un veinticinco por cierto eran militantes hasta esa fecha. En cuatro fábricas de La Habana que visité, los núcleos de candidatos al partido único habían sido designados recientemente en asambleas públicas. Es interesante señalar la composición de estos núcleos. En una de ellas, de un total de trescientos cuarenta y cinco obreros, se seleccionaron veintisiete; de ellos, cinco habían sido miembros del PSP, tres del 26 de Julio y los diecinueve restantes no habían militado nunca en política; en otra, de ciento cincuenta obreros, el núcleo era de dieciséis: dos ex PSP, cuatro 26 de Julio y los restantes sin militancia alguna; en otra fábrica, de doscientos diecisiete obreros, el núcleo era de veinticinco: nueve PSP, ningún 26 de Julio y dieciséis sin militancia; finalmente, en la última fábrica, de ciento cuarenta y tres obreros, el núcleo comprendía catorce: ningún PSP, tres 26 de Julio y once sin militancia.

La lentitud con que se llevan a cabo las tareas de selección de candidatos al partido único es otra muestra de la decisión —expresada por Fidel Castro en su discurso del 26 de marzo— de hacer de aquél un organismo profundamente arraigado en las masas, en el que éstas «reconozcan lo mejor de ellas mismas», un partido constituido «sin exclusivismos ni miras sectarias».

París, noviembre de 1962

Crónica de Cuba

I) LOS INTELECTUALES ROMPEN EL BLOQUEO

«¿Usted cree que dentro de veinte años los cubanos estarán así?», dijo mi amigo italiano con un gesto desconsolado, señalando la calle: una muchedumbre había invadido bruscamente la avenida, y los tranvías pasaban ahora, frente a nosotros, repletos de gente. Hombres, mujeres y jóvenes iban bastante bien vestidos, con guantes, abrigos y gorros de piel, muchas adolescentes llevaban botas altas y capas, como en París o Londres, y algunas valientes, pese a la temperatura de diez grados bajo cero, lucían minifaldas. «¿Se da usted cuenta ahora por qué tengo prevenciones contra el socialismo? —dijo mi amigo italiano—. Porque si mañana mi país se hiciera socialista, terminaríamos como los checos, nunca como los cubanos». Unas horas antes de refugiarnos en este café, acosados por el frío, habíamos caminado largamente por el centro de Praga, curioseando las vitrinas de las tiendas, las carteleras de los cinemas, los restaurantes, observando y (secretamente) comparando. Mi amigo italiano exageraba, desde luego, cuando resumía sus fugaces impresiones de Praga en una frase lapidaria —«esto es un mal remedo de una ciudad capitalista»—, pero, sin duda, las imágenes que ambos traíamos de Cuba tenían poco que ver con las que desfilaban ante nosotros. ¿En qué estaba la diferencia? No tanto en el alto nivel de vida de los checos, en su desarrollo industrial, en su saneada y sólida economía (la más próspera entre las democracias populares), que contrastan rudamente con las enormes dificultades materiales a que debe hacer frente Cuba, en razón de su situación de país subdesarrollado y sometido a un rígido bloqueo, como en la visible apatía, teñida de escepticismo político, de las gentes, el nulo fervor revolucionario detectable a simple vista, en la actitud de conformismo e incluso de resignación tranquila con que el hombre de la calle parece asumir su condición de ciudadano de un país socialista, que desconciertan brutalmente a quien acaba de emerger del electrizante clima de entusiasmo y tensión que se vive en Cuba.

Hay que recorrer un largo y complicado camino para llegar a Cuba. El bloqueo que hace años impuso Washington a la isla no tenía sólo como objetivo privarla de las importaciones que, hasta la revolución, la habían hecho sobrevivir, sino también, y sobre todo, ponerla en cuarentena política y cultural, expulsarla de la familia latinoamericana, excluirla como a un leproso para evitar el contagio. El bloqueo, que en el campo material ha afectado, sin duda, seriamente la economía cubana (aunque no ha conseguido asfixiarla, como esperaban los hombres de la OEA), en el dominio cultural ha resultado un clamoroso fracaso: se trata de algo que puede enorgullecer a los intelectuales latinoamericanos. Ni las dificultades que presenta el viaje a Cuba desde el punto de vista material (México es el único país que mantiene vuelos hacia La Habana, pero el latinoamericano que sale por allí, además de ser fotografiado y fichado como un indeseable, está prohibido de retornar a su país por la misma vía), el absurdo periplo que por ejemplo obliga a un venezolano a viajar hasta Praga o Madrid para llegar a La Habana, ni las represalias que muchos Gobiernos latinoamericanos toman contra los ciudadanos que violan la interdicción (que figura en los pasaportes, como en el caso del Perú) de visitar el país apestado, han impedido a los artistas y escritores de este continente llegar a la isla, comprobar con sus propios ojos lo que ocurre allí y dialogar o discutir con sus colegas cubanos. «¿Usted es dramaturgo o poeta?», me había preguntado mi amigo italiano, cuando nos conocimos, en el aeropuerto de La Habana, mientras esperábamos la salida del avión a Praga. «Porque en esta ciudad hay una verdadera invasión de dramaturgos y poetas sudamericanos, me han presentado ya a cincuenta». Exageraba, pero apenas. En los últimos tres meses se han celebrado en Cuba tres eventos culturales: el Festival de Teatro Latinoamericano, el Encuentro Rubén Darío (con motivo del centenario del poeta) y el concurso literario anual de la Casa de las Américas de poesía, cuento, novela y ensayo. Con este motivo, no menos de medio centenar de escritores del continente acudieron a la isla y tuvieron ocasión, no sólo de conocer de cerca la situación de Cuba, sino de trabar relación mutua e intercambiar opiniones. Teniendo en cuenta la secular incomunicación de los escritores latinoamericanos, este hecho adquiere una significación muy especial.

Está bien que los artistas e intelectuales de nuestro continente se rebelen contra el bloqueo y lo rompan. Las razones de los Gobiernos no son, no pueden ni deben ser las de los creadores, y ningún escritor latinoamericano responsable podría admitir, sin deshonrarse, la mutilación de Cuba del territorio cultural americano. De otro lado, los artistas y escritores de todas las tendencias que visitan Cuba (es una tonta calumnia la afirmación de que sólo van a la isla los convencidos) tienen una razón muy poderosa para combatir, en la medida de sus posibilidades, la política de exclusión y asfixia, de cordón sanitario establecida por la OEA. Y es que, en el dominio que les pertenece, el de la cultura, la Revolución cubana ofrece, en sus escasos años de vida, un balance abrumadoramente positivo, un saldo de realizaciones y victorias profundamente conmovedor.

Yo detesto la beatería en cualquiera de sus formas, y la beatería política no me parece menos repulsiva que la religiosa. Pese a mi admiración por la Revolución cubana, siempre he encontrado deplorables esos testimonios reverenciales, hagiográficos, esos actos de fe disfrazados de crónicas o reportajes, que pretenden mostrar a la Cuba actual como un dechado de perfecciones, sin mácula, como una realidad a la que el socialismo, mágicamente, ha liberado de toda deficiencia y problema y convertido en invulnerable a la crítica. No, no es cierto. Cuba tiene todavía un sinnúmero de problemas por resolver, no en todos los campos ha alcanzado los mismos aciertos, y hay, desde luego, muchos aspectos de la revolución discutibles u objetables.

Hay uno, sin embargo, en el que aún el espíritu más maniáticamente crítico, el contradictor por temperamento y vocación, se vería en serio aprieto si tuviera que impugnar la política de la revolución: el de la cultura, precisamente. Es sabido ya cómo fue erradicado el analfabetismo en Cuba; también, cómo la educación fue puesta al alcance de todo el mundo, gratuitamente, y cómo todos los estudiantes de la isla, colegiales o universitarios, están becados (es decir alimentados, alojados y vestidos por el Estado, que además les proporciona el material de estudios necesario). Pero es mucho menos conocido, en cambio, el gigantesco esfuerzo editorial y de fomento de la cultura emprendido en la isla en los últimos años y el criterio con que se ha llevado a cabo. Sería apenas revelador decir que ningún Gobierno latinoamericano ha hecho tanto por promover entre su pueblo las letras, las artes plásticas, la música, el cine, la danza, multiplicando los festivales, las exposiciones, los concursos, las campañas. Pero el esfuerzo desplegado estaría viciado si sólo pudiera valorarse numéricamente. Lo notable, en el caso cubano, es que esta política cultural no se ha visto viciada (como ocurrió en los países socialistas y sigue, por desgracia, ocurriendo en muchos de ellos) por el espíritu sectario y el dogma. En Cuba no ha habido «dirigismo estético», los brotes que surgieron de parte de funcionarios ineptos fueron sofocados a tiempo. Ni en la literatura, ni en las artes plásticas, ni en el cine, ni en la música los dirigentes cubanos han tratado de imponer un tipo de modelo oficial. La editorial nacional (a cuyo frente se hallaba, hasta hace poco, Alejo Carpentier) ha hecho ediciones populares de autores como Joyce, Proust, Faulkner, Kafka y Robbe-Grillet, en tanto que en las galerías de toda la isla tenían cabida, por igual, pintores abstractos, surrealistas, «pops» y «ops» y los compositores cubanos experimentaban libremente la música concreta. ¿No es significativo que el libro más importante aparecido en Cuba en los últimos años sea la novela Paradiso, del católico (y poeta hermético) Lezama Lima? Pero tal vez sea más significativo todavía el hecho de haber visto yo, expuesto en un quiosco de libros viejos, montado en La Rampa, la avenida principal de La Habana, ¡un libro de Eudocio Ravines! Cuba ha demostrado que el socialismo no estaba reñido con la libertad de creación, que un escritor y un pintor podían ser revolucionarios sin escribir mamotretos pedagógicos y pintar murales didácticos, sin abdicar o traicionar su vocación.

Pero sería mezquino reducir al campo de la cultura todo lo que puede impresionar y convencer al sudamericano que llega a Cuba. Las diferencias, los contrastes hieren la vista del extranjero a un nivel mucho más cotidiano y primario. George Orwell cuenta que lo que lo decidió a enrolarse en el Ejército republicano español como voluntario fue el espectáculo que le brindaron las calles de Barcelona el día que llegó a la ciudad: por primera vez, escribió, ciertas nociones abstractas como «igualdad» y «fraternidad» se corporizaron ante sus ojos. Los adversarios de la Revolución cubana difícilmente podrían negar que, en sus ocho últimos años de vida, Cuba no sólo ha suprimido en su seno esas imágenes de miseria radical que en nuestros países ambulan por las calles y ofrecen un siniestro telón de fondo a la insolente riqueza de unos cuantos, sino que ha reducido a una proporción humana las diferencias sociales. Desde luego que ello no ha sido realizado sin drama y sin violencia, desde luego que la justicia social se ha implantado, a veces, a costa de injusticias parciales. Pero los resultados están a la vista de todos: el campesino cubano es dueño de la tierra que trabaja, todo cubano es dueño de la casa donde vive, todo niño cubano tiene garantizada su instrucción, todo cubano tiene asegurada atención médica y jubilación. «Podría citarle una docena de países que han liquidado lo que usted llama miseria radical, y reducido al mínimo las diferencias sociales, sin necesidad de liquidar la libertad de prensa y la democracia representativa», me decía mi amigo italiano, en el avión, en la interminable etapa La Habana-Gander. Es cierto, pero resulta inmoral comparar el caso cubano con Francia, Inglaterra o Suecia: los puntos de comparación adecuados son Bolivia, Perú, Paraguay.

El último programa agrícola cubano de gran aliento tiene como escenario las sierras del Escambray, en el centro de la isla, y su objetivo es promover en gran escala el cultivo de frutas y hortalizas que satisfagan las necesidades de Cuba y sirvan más tarde para la exportación. Se llama el «Plan Banao» y está íntegramente en manos de mujeres. Todo un día estuvimos allí, recorriendo el campo, conversando con muchas de las mil quinientas voluntarias que se han instalado en esas serranías, donde a fuerza de coraje y fervor deben superar las condiciones de una vida precaria y dura. Había, entre ellas, de todo: estudiantes, universitarias, amas de casa, hijas y esposas de obreros o de funcionarios. Pero lo que más nos impresionó, tal vez, no fue la alegría y la convicción que era patente en todas ellas, el entusiasmo con que emprendían esa tarea común, sino un breve diálogo que surgió al final de la excursión, cuando nos despedíamos de la directora del Plan Banao, una muchacha joven vestida de miliciana, que nos había escoltado todo el día, explicándonos con detalles técnicos minuciosos los planes de trabajo. Era muy joven y uno de nosotros le preguntó qué hacía ella en 1958, al triunfar la revolución. «Yo era sirvienta entonces —nos dijo—. En Matanzas. Y no sabía leer ni escribir».

Londres, febrero de 1967

II) DE SOL A SOL CON FIDEL CASTRO[1]

«Parece que va a venir Fidel», dijo alguien y todos pensamos que se trataba de una broma. Éramos una veintena de personas (en su mayoría, escritores de distintos países latinoamericanos venidos a La Habana para asistir a una reunión de la Casa de las Américas y al homenaje a Rubén Darío) y acabábamos de cenar en una fastuosa, absurda mansión vagamente versallesca del barrio del Vedado, que había sido la residencia de una condesa extravagante y es ahora un museo. Estaba con nosotros el nuevo ministro de Cultura de la revolución, Llanusa, un hombre joven, robusto, dinámico y cordial al que, de sobremesa, uno de nosotros preguntó bruscamente por qué el periodismo cubano era tan deficiente, por qué no estaba, por ejemplo, a la altura de las publicaciones culturales de la revolución. Y citó la diferencia flagrante que existía entre las revistas Cuba, Casa de las Américas, Unión, en las que, a una excelente presentación, se añade un sentido moderno de la información y de la crítica, un espíritu muy amplio en la selección de las colaboraciones, y los diarios de La Habana, armados sin mucha imaginación, y por lo general estrechamente unilaterales y exageradamente parcos en lo relativo a la difusión de la actualidad internacional. Llanusa comenzaba a responder cuando lo interrumpió un movimiento de personas, la súbita aparición de un grupo en la puerta del patio donde estábamos. Nos pusimos de pie; efectivamente, ahí estaba Fidel. Nos presentaron, trajeron sillas, nos sentamos en torno a una mesa de vidrio abarrotada de tacitas de café, comenzó el extraño, fascinante monólogo.

Eran las diez de la noche, más o menos, y cuando nos despedimos y dejamos el absurdo palacio había amanecido hacía buen rato. Frívolamente, en el trayecto de regreso al hotel, las primeras impresiones que cambiábamos aludían, no a las muchas cosas que se habían dicho a lo largo de esas horas tibias y sin brisa, sino a la abrumadora y casi deprimente sensación de fortaleza física del gran gigante barbudo que, luego de haber hablado sin haber sido interrumpido sino por breves preguntas, al ver apuntar el día en el cielo, había mirado su reloj incrédulamente: ¿cómo, ya eran las siete de la mañana? Estábamos soñolientos, exhaustos, y él parecía ofensivamente fresco. Un periodista cubano contó una anécdota: él había acompañado a Fidel y a Sartre en un viaje por la isla, y la primera noche fue escenario, como esta vez, de un diálogo que sólo cesó al amanecer. Fidel se había empeñado luego en ir a pescar; había costado algún esfuerzo hacerle ver que sus interlocutores estaban borrachos de fatiga y de sueño. Debe ser cierto.

Esta fuerza de la naturaleza —viéndolo uno se explicaba por qué hizo tan buenas migas con el viejo Hemingway, en cuyo honor la revolución realiza un concurso anual de pesca, cuyo primer ganador fue el propio Fidel— vestía su uniforme de comandante (en nada diferente del de un capitán o de un simple soldado: botines negros, pantalón y camisa comando verde olivo) y estaba sentado ante nosotros, en una frágil silla de hierro forjado, de finas patas ovaladas, donde debía sentirse (aunque no lo denotaba sino muy de rato en rato, oscilando el cuerpo de un lado a otro) tan incómodo como el añorado Dumbo de Cairoli cuando, obedeciendo a un gesto del domador, reposaba su corpulenta montaña en el taburetito de madera. Había habido un silencio largo, primero, un silencio un tanto incómodo. Permanecíamos callados, esperando, y él tampoco se decidía a romper el hielo. Sus manos jugueteaban sobre la mesa de vidrio y de pronto atraparon unos restos de queso, y sonriendo, nos los mostró: estos últimos días él se las pasaba probando quesos, dijo. Muy suavemente, con largas pausas, eligiendo las palabras, con el timbre de voz de un niño un poco tímido, sin atreverse a mostrar de golpe todos sus tesoros, fue explicando cómo pronto empezaría Cuba a producir sus propios quesos, que serían tan buenos como los mejores. Habían sido aconsejados por técnicos de muchas partes, dijo. Cada vez con más soltura y naturalidad, dejándose ganar por un entusiasmo todavía prudente, habló de los quesos mexicanos, de los españoles, tan excelentes que producían una especie de Camembert mejor que el de los franceses. «Perdón, comandante, pero ahí sí que no estoy de acuerdo con usted», dijo alguien. Hubo un discreto debate; sin querer dar su brazo a torcer del todo, Fidel acabó por conceder que el Camembert español podía ser obra de técnicos franceses. Ahora sí, después de este pintoresco preludio, el hielo estaba roto del todo.

«Por aquí han estado diciendo que los periódicos son muy malos en Cuba, Fidel», dijo alguien.

«¿Ah, sí? —dijo Fidel—. A ver, veamos, ¿cuántos de ustedes están dispuestos a quedarse aquí, trabajando con nosotros, para mejorar el periodismo cubano?».

Hizo algunas bromas y después se puso serio. Estuvo callado, escuchando lo que uno decía sobre la escasa información en la prensa de La Habana, pasándose una mano reflexivamente sobre la espesa barba de brillos rojizos, y luego asintió: sí, sí, esta mañana mismo había aparecido una absurda noticia en el Granma; sí, sí, a veces todas las informaciones internacionales se reducían a enumerar las victorias militares del Vietcong contra los imperialistas. Se trataba, fundamentalmente, del problema número uno de la revolución: la falta de cuadros. Poco a poco surgirían elementos mejor formados, más capaces, la revolución no podía hacerlo todo a la vez. Por lo demás, el periodismo constituía un problema que el socialismo no había resuelto aún; él estaba dispuesto a reconocer, incluso, que la prensa capitalista estaba mejor hecha. Pero en el periodismo capitalista el sensacionalismo jugaba un papel esencial y eso no podía ser imitado mecánicamente por la prensa socialista. El periodismo debía informar con honestidad, no alienar a la gente, estar abierto a la crítica, ser ágil y de calidad. No se había logrado aún, pero la revolución estaba luchando por llegar a eso.

Todos los presentes, pienso, se sentían solidarios de la Revolución cubana. Nadie aprovechó, sin embargo, esa ocasión para entonar loas y echar incienso sobre las realizaciones de Cuba, y más bien, casi todas las preguntas que se le hicieron a Fidel, las explicaciones que se le pidieron, tenían por objeto esclarecer ciertas dudas sobre algunos aspectos de la realidad actual cubana o hacer algunas críticas. Esto resultó facilitado considerablemente por la actitud de Fidel, absolutamente permeable y accesible. Cuando alguno de sus interlocutores se mostró demasiado vacilante o indirecto en la formulación de sus observaciones, él exigió, o poco menos, que todo fuera dicho sin eufemismos ni reticencias: «Anda, chico, dilo de una vez, qué es lo que te parece mal, qué es lo que te preocupa, anda, no des tantas vueltas, dilo de una vez». A la hora de iniciada la reunión, había desaparecido toda rigidez, y las preguntas se sucedían libremente, osadamente, y las respuestas eran cada vez más sueltas, animadas, acompañadas de esa gesticulación calurosa, de esas interpelaciones familiares y risueñas típicamente cubanas: «¿Qué tú crees, chico?»; «Tú no estás de acuerdo, chico; anda, di por qué no estás de acuerdo».

Cuando se tocó el tema del Che Guevara, el clima cambió un poco: Fidel se refirió con una amargura visible a aquellas publicaciones que propalaron el rumor de que Cuba podía haber asesinado al Che. Provocadores que abusaban de nuestra situación, dijo; los cubanos estábamos obligados a respetar la decisión del Che de que no se conociera su paradero. Hablaba en pasado, como si esta situación no correspondiera ya al presente y como si aquél fuera a reaparecer en un periodo muy próximo. «Estoy seguro de que el Che escuchó por radio la manifestación del 2 de enero —dijo—; estoy seguro que la manera como aplaudió su nombre la gente debe haber sido de gran aliento para él».

Luego, bromeando sobre la curiosidad mundial levantada en torno al paradero del Che, formuló esta declaración enigmática: «En una primera etapa, recién salido el Che de Cuba, fue absolutamente imposible que el imperialismo supiera dónde estaba; luego, hubo una segunda etapa en la que era imposible que no supiera dónde estaba; y la tercera es la actual, en la que es absolutamente imposible que sepan dónde está». Cuando se habló de una divergencia de criterio entre el Che y Fidel se afirmó que la diferencia se debía a que el Che Guevara defendía la tesis de los «estímulos morales» para los trabajadores en contra de Fidel, que habría defendido la necesidad de impulsar la producción mediante «estímulos materiales» (premios en mercancías o viajes para los mejores). Esa noche, sin embargo, resultó muy evidente que Fidel era un fervoroso convencido de los estímulos morales. Dijo que la política de estimular «materialmente» a los trabajadores era reintroducir en una sociedad socialista el fetiche del dinero y la ganancia individual, y que por ese camino se podía caer primero en la «yugoeslavización» y luego en un neocapitalismo. Lo fundamental, dijo, es que prevalezca la noción de responsabilidad social en los trabajadores, que se trabaje pensando en el bienestar de la comunidad y no por afán de lucro personal. Habló con pasión de un programa que se iniciaría en breve, en Pinar del Río, de socialización absoluta. «Dentro de diez años, esos hombres habrán olvidado la noción del dinero».

¿Y en cuanto a la libertad de creación? ¿Cuba no reconocía a un escritor el derecho de escribir una novela que impugnara el socialismo, a un poeta publicar un poema contrarrevolucionario? «En este momento tenemos una falta enorme de papel —dijo Fidel— y sería injusto que ese papel que nos hace tanta falta para imprimir textos escolares o universitarios o textos técnicos que nos son indispensables lo empleásemos en publicar novelas o poemas de los enemigos de la Revolución cubana. Pero pienso que el socialismo no debe temer la libertad de creación y de expresión; nosotros, por lo menos, cuando tengamos superado el problema de la escasez de papel, no vacilaremos en publicar incluso novelas contrarrevolucionarias».

Fidel, a lo largo de su charla, se refirió muchas veces a Marx, a Lenin, al materialismo histórico, a la dialéctica. Sin embargo, no he visto nunca un marxista menos apegado al empleo de fórmulas y esquemas cristalizados para explicar la realidad. Yo tuve muchas veces la sensación contraria: de que apelaba constantemente a la realidad en apoyo de afirmaciones teóricas. Pocas veces he visto, también, a un marxista hablar con tanta independencia de criterio respecto a Moscú o Pekín. «Se habla de si estamos en la línea soviética o en la línea china. ¿Por qué no se dice de una vez que nosotros estamos en la línea cubana hacia el socialismo?». No, desde luego, que Fidel insinuara alguna posibilidad de ruptura de Cuba con el mundo socialista; pero parecía muy empeñado en mostrar que la Revolución cubana entiende trazar su camino de acuerdo a sus propios criterios, coincidan o diverjan con los de los otros países socialistas. Entre las críticas que se han hecho a Fidel, probablemente la que debe haberlo afectado más es aquella que lo acusa de ser «un instrumento en manos de Moscú (o de China)». La pasión por Cuba y lo cubano transpira en casi todo lo que dice, y el orgullo con que se refirió a las victorias de la revolución en los dominios de la enseñanza, de la agricultura, iba siempre realzado con exclamaciones espontáneas de admiración a lo que «es capaz de hacer el pueblo cubano». Si de una cosa quedé absolutamente convencido en esa noche blanca fue del amor de Fidel por su país y de la sinceridad de su convicción de estar actuando en beneficio de su pueblo.

¿Por qué entonces esos millares de refugiados en Miami, por qué hay gente que sigue pidiendo visas para salir de Cuba? El exilio cubano, según Fidel, puede descomponerse en varias capas sociales. Están, en primer lugar, todos aquellos que de un modo o de otro participaron en la dictadura de Batista: políticos que medraron, militares que torturaron, funcionarios corruptos con cuentas ante la justicia. De otro lado, hay un sector grande de la población, que antes gozaba de una serie de privilegios, para el que las reformas operadas y las dificultades cotidianas creadas por el bloqueo (el racionamiento, por ejemplo) resultan insoportables. ¿Cuántas familias de la burguesía cubana se marchan del país porque no pueden tolerar la desaparición de la enseñanza privada y se resisten a que sus hijos vayan a las mismas escuelas que los hijos de los negros y de los guajiros? Muchos liberales que se creían partidarios de la igualdad social descubrieron inesperadamente, al triunfo de la revolución, que eran racistas. Pero es un hecho que no sólo se exilian gentes que estuvieron vinculadas a la dictadura o familias afectadas económicamente por las reformas agraria y urbana; también hay gente humilde y sin antecedentes políticos entre los exiliados de Miami. En la sociedad pasada, Estados Unidos era un mito enraizado en varios sectores del pueblo: el cine, la radio, la televisión, cierto periodismo esnob, presentaban el coloso del norte como una Arcadia, una especie de paraíso terrenal. Esos mitos no se erradican fácilmente. Para muchos, lo que era antes un vago deseo imposible de realización se ha hecho posible después de la revolución: las emisiones de la Voz de las Américas lo dicen a diario, en sus exhortaciones sistemáticas a los cubanos para que deserten y vayan a instalarse al paraíso tecnicolor de la libertad.

Esta explicación me parece válida, aunque tal vez incompleta. Ninguna revolución puede preciarse de haber conquistado la justicia sin haber cometido en el trayecto hacia ese fin equivocaciones y errores, y desde luego que Cuba no es una excepción. ¿La revolución inglesa de 1640 y la llamada Revolución Industrial no dieron lugar acaso a horrores sin nombres? ¿Y las orgías de sangre de la Revolución francesa? Comparativamente con esos excesos, y con los que las revoluciones soviética y china vieron surgir en su seno antes de consolidarse, la Revolución cubana ha sido excepcionalmente flexible, comprensiva y humana. Ni los deplorables fusilamientos de la primera hora de torturadores y asesinos, ni los abusos que cometieron ciertos elementos sectarios en la época de Aníbal Escalante, podrán compararse jamás con las purgas o exterminaciones del periodo estaliniano. De otro lado, los dirigentes cubanos han sido siempre hombres capaces de admitir errores y rectificar medidas equivocadas. No es un secreto que en los últimos dos años, la campaña emprendida contra los llamados elementos «antisociales» —vagos, homosexuales, drogadictos— había dado origen, por parte de funcionarios demasiado rígidos o demasiado torpes, a algunas exageraciones abusivas o a francos atropellos. Burócratas ingenuos pretendieron combatir policialmente a aquellos elementos, hubo casos en los que se trató a homosexuales como delincuentes comunes. Uno de nosotros planteó el asunto a Fidel esa noche, en términos inequívocamente críticos. Y su respuesta fue también inequívoca: «Se ha seguido una política equivocada en ese asunto; se cometió errores y estamos rectificándolos». De otro lado, recibimos testimonios de otras fuentes, según los cuales el propio jefe de la revolución en persona, al ser alertado sobre aquellos excesos, había impartido órdenes estrictas a fin de que cesaran. ¿Cuántos dirigentes —de países socialistas o capitalistas— son suficientemente permeables a la crítica como para admitir y rectificar públicamente el error, tal cual lo ha hecho Fidel en varias ocasiones?

La Revolución cubana puede ser objeto de muchas críticas, pero lo que resulta inmoral e intolerable es que los discrepantes o adversarios de la revolución suelen omitir al señalar las deficiencias de la revolución, sus innúmeros, aplastantes aciertos. ¿Por qué decir sólo que con la revolución desapareció la libertad de prensa en Cuba y no hablar de la alfabetización que ha puesto la cultura al alcance de todos los cubanos? ¿Por qué lamentar la desaparición de los partidos políticos de oposición y no hablar de la reforma agraria, que ha entregado la tierra a los campesinos? ¿Por qué quienes deploran que haya desaparecido la propiedad privada olvidan que la revolución ha hecho propietarios de las casas donde viven a todos los cubanos?

Yo soy un ambicioso y a mí me gustaría que la justicia social —justicia social que existe en Cuba hoy día, que habría que ser ciego o perverso para no ver después de echar una simple ojeada a las ciudades o al campo cubano— conservara la libertad de prensa y admitiera la oposición política organizada, derechos que pueden ser de origen burgués, pero que irrebatiblemente constituyen las mejores armas con que cuenta un pueblo para fiscalizar a sus gobernantes e impedir los abusos de poder. A mí no me cabe la menor duda que si Fidel llamara hoy a elecciones, una abrumadora mayoría de cubanos votaría por él. Pero desde luego que Fidel no es eterno, como no lo era Lenin, y que nada nos asegura que quien o quienes lo sucedan serán igualmente honestos, patriotas o lúcidos (recordemos a Stalin). El régimen de partido único entraña siempre un peligro a corto o largo plazo.

Pero la elección, en América Latina, no está desdichadamente entre la justicia con libertad y la justicia sin libertad, sino entre regímenes que suprimen la libertad para perpetuar la injusticia, o regímenes que respetando una muy relativa libertad política demuestran una trágica impotencia para remediar los problemas más elementales de justicia social y tratan de llenar con cuentagotas el abismo creciente entre la fortuna de unos cuantos y la miseria de los más, y un régimen como el cubano que recorta la libertad política pero impone la justicia. Si la alternativa se plantea así, ¿cómo dudar en la elección?

Londres, febrero de 1967

El Diario del Che

El Diario de campaña del Che en Bolivia quedará como uno de los libros fascinantes de nuestro tiempo. Si la revolución latinoamericana se lleva a cabo según el método concebido por el Che y pasando por las etapas que él previó, el Diario será un documento extraordinario, la relación histórica del momento más difícil y heroico de la liberación continental. Si la revolución no se realiza, o demora, o se concreta por vías distintas a la que el Che imaginó, el Diario perdurará como testimonio de la más generosa y osada aventura individual intentada en América Latina.

Pero, ante todo, el Diario es la revelación de una personalidad. Comienza el día que el Che llega a la selva cruceña para tomar el mando del grupo de hombres que va a iniciar la insurrección (aunque la cifra total no aparece, se deduce que la guerrilla no pasó de cincuenta hombres) y se interrumpe la noche anterior al combate en que el Che fue herido y capturado. Incluso si el Che no hubiera tenido actuación política antes de llegar a Bolivia, lo vivido allí por él, en los meses finales de su existencia, bastaría para colocarlo en nuestra historia a la altura de un Bolívar o de un Martí. No sólo porque, como ellos, fue un intelectual y un hombre de acción, sino porque sus ambiciones y convicciones políticas tienen coincidencias muy grandes con las del venezolano y el cubano. Hay una idea clave en la vida y en el pensamiento del Che: la unidad latinoamericana. Esta idea, que acosó a Bolívar, que tuvo en Martí a un lúcido teorizador, aparece en el Diario como el supuesto primordial sobre el que ha sido construido el proyecto revolucionario del Che. Los combatientes constituyen un haz de nacionalidades —cubanos, argentinos, peruanos, bolivianos—, heterogeneidad premeditada para dar a la guerrilla desde su inicio un carácter continental. Todo el tiempo, el Che se mantiene alerta contra cualquier brote de chauvinismo y varias veces debe salir al encuentro de rivalidades que se originan en sentimientos regionalistas. Esa unidad que aparece en el origen de la guerrilla debía ser, también, la consecuencia final de su acción. Hay indicaciones en el Diario de que el estallido revolucionario en Bolivia debía ser seguido por acciones similares en Argentina y en el Perú. Estaba previsto que los combatientes de los focos futuros se foguearan en la guerrilla boliviana. El Che aspiraba a que los dirigentes revolucionarios se convirtieran de este modo en lo que fue él toda su vida: un ciudadano de América. Esa idea de que América es una sola, de que la unidad se forjará a través de una acción revolucionaria, nació durante la emancipación. Ella sola sería suficiente para mostrar la entraña profundamente americanista del pensamiento del Che y la futilidad de la acusación que se ha formulado contra él de ser un «importador de doctrinas extranjeras». La originalidad suya está, precisamente, en conciliar su adhesión a Marx y a Lenin con el ideal de la unificación continental que profesaron los mejores americanos, y, sobre todo, Bolívar y Martí.

Otro punto de coincidencia entre el Che y aquéllos, que el Diario ejemplarmente subraya, es la necesidad de traducir en actos concretos los ideales más atrevidos, la obsesión por convertir el sueño en una acción. Hasta los enemigos del Che reconocen su desinterés personal, la ausencia de todo cálculo egoísta en la empresa final de su vida. Pero muchos tratan de presentarlo como un ser aguijoneado por la necesidad del peligro, como un nihilista enamorado de la muerte. El hombre que aparece en el Diario no corresponde a la imagen del aventurero. Se advierte que el Che no busca la acción por la acción misma, que jamás olvida el fin para el que la guerra en la que está embarcado es sólo un medio. Este temerario, por lo demás, tiene perfecta noción de los riesgos que corre, y una clara conciencia del peligro, que ha elegido como necesario. A veces, pierde el control de sus nervios; un día, hiere con una navaja a su mula en un ataque de cólera; otro, golpea a uno de sus compañeros por no cumplir sus instrucciones. Esas flaquezas parecen afectarlo emocionalmente más que los contratiempos militares; las consigna con un dejo de pesar y de remordimiento. Tal vez esas páginas son las que imprimen al Diario sus momentos más intensos.

¿Puede un hombre en uso de sus facultades concebir que, con una cuarentena de compañeros, desencadenará un proceso en el que derrotará primero a un Ejército nacional bien equipado, luego a previsibles fuerzas de intervención de los países vecinos, y, finalmente, a la potencia militar de los Estados Unidos? Lo que resumido así parece utópico, a medida que uno avanza en la lectura del Diario, se vuelve realidad posible, por la convicción implacable del hombre que guía a través de la selva y los peligros su minúscula tropa, sin dudar una sola vez de la justicia de su causa y de la eficacia de su método. Tal vez la capacidad de convencer sea directamente proporcional a la capacidad de creer. La convicción absoluta del Che, la seguridad ciega de estar procediendo de la manera adecuada para lograr el fin propuesto, llega a imponerse al fin como el único punto de mira de la realidad, y, a lo largo del Diario, se tiene la impresión de que esta realidad está efectivamente siendo domesticada, dominada, por la arrolladora voluntad del hombre que anota cada noche, en estilo telegráfico, los sucesos del día.

Los primeros meses, cuando las emboscadas que prepara la guerrilla tienen éxito, y los guerrilleros se retiran ilesos dejando tras ellos muchas víctimas, las anotaciones del Diario sorprenden por su serenidad. Sin euforia, sin siquiera entusiasmo, enumeran las bajas infligidas al Ejército, las armas capturadas, y evalúan, como en unas maniobras, el comportamiento de los combatientes en el curso de la acción. Esas victorias, parece decir el Diario, estaban previstas y sólo sirven para confirmar lo correcto de la concepción general que mueve a la guerrilla. Luego, los dos destacamentos de la guerrilla se extravían, el que comanda el Che busca al otro en vano a lo largo de semanas y meses. El Ejército comienza a causar bajas a la guerrilla y se siente a ésta cada vez más debilitada y vulnerable; sus refugios han sido descubiertos, el cerco se estrecha en torno suyo, está sin contactos con el exterior, no ha conseguido ganar la confianza de los campesinos —no ha incorporado un solo combatiente—, y su existencia parece seriamente amenazada. Las anotaciones del Diario siguen siendo imperturbablemente serenas: datos estadísticos de las acciones, enumeración objetiva de las dificultades crecientes, valoración de las conductas individuales. También aquí parece sugerirse que esas derrotas y tropiezos estaban previstos y que corresponden a la lógica de las cosas. Y que esos percances no pueden alterar la culminación victoriosa del proceso. Porque para el Che la idea clave es la siguiente: la supervivencia de la guerrilla es la victoria. Por golpeada y minúscula que sea, mientras exista, su poder devastador seguirá intacto. El grupo de hombres que recorren incesantemente los bosques, soportando padecimientos enormes, constituye un absceso que irá minando el sistema, revelando la violencia y la injusticia que le son congénitas, ganando para la revolución a sectores cada vez mayores de la sociedad. Sólo un accidente o un imponderable puede desbaratar este proceso, sólo la exterminación completa de la guerrilla puede impedir su inexorable victoria. Pero incluso si este accidente se produce —y el Che está siempre consciente de esa contingencia—, tampoco él aprueba la incorrección del método insurreccional: sólo sus riesgos. Si de algo queda perfectamente seguro el lector del Diario, es de que el Che, antes de ser asesinado, no debió haber pensado un solo instante, mientras estaba en manos de sus captores, que su derrota era consecuencia de una concepción equivocada, de una teoría revolucionaria errónea. Su fracaso, debió pensar, fue un episodio lamentable y explicable por hechos corregibles, que en última instancia tampoco modificará (a lo más retardará) ese proceso irreversible que tarde o temprano seguirá la revolución en América Latina. Si es verdad que hay leyes inflexibles que determinan el curso de la historia, es igualmente cierto que en última instancia hay ciertos hombres que, con su voluntad y su genio, aceleran o precipitan el funcionamiento de esas leyes, ya que éstas no son nunca una mera sucesión mecánica de acontecimientos. En América Latina, el Che fue uno de esos voluntariosos visionarios que se empeñó en acelerar la historia. Para lograrlo, desplegó generosidad y heroísmo ilimitados, sin que tanto sacrificio personal le permitiera ver con sus propios ojos el final ambicionado. También igual, en esto, a Bolívar y a Martí.

Londres, agosto de 1968

Carta a Haydée Santamaría

Barcelona, 5 de abril de 1971

Compañera Haydée Santamaría

Directora de la Casa de las Américas

La Habana, Cuba

Estimada compañera:

Le presento mi renuncia al comité de la revista de la Casa de las Américas, al que pertenezco desde 1965, y le comunico mi decisión de no ir a Cuba a dictar un curso, en enero, como le prometí durante mi último viaje a La Habana. Comprenderá que es lo único que puedo hacer luego del discurso de Fidel fustigando a los «escritores latinoamericanos que viven en Europa», a quienes nos ha prohibido la entrada a Cuba «por tiempo indefinido e infinito». ¿Tanto le ha irritado nuestra carta pidiéndole que esclareciera la situación de Heberto Padilla? Cómo han cambiado los tiempos: recuerdo muy bien esa noche que pasamos con él, hace cuatro años, y en la que admitió de buena gana las observaciones y las críticas que le hicimos un grupo de esos «intelectuales extranjeros» a los que ahora llama «canallas».

De todos modos, había decidido renunciar al comité y a dictar ese curso desde que leí la confesión de Heberto Padilla y los despachos de Prensa Latina sobre el acto en la UNEAC en el que los compañeros Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez y César López hicieron su autocrítica. Conozco a todos ellos lo suficiente como para saber que ese lastimoso espectáculo no ha sido espontáneo, sino prefabricado como los juicios estalinistas de los años treinta. Obligar a unos compañeros, con métodos que repugnan a la dignidad humana, a acusarse de traiciones imaginarias y a firmar cartas donde hasta la sintaxis parece policial, es la negación de lo que me hizo abrazar desde el primer día la causa de la Revolución cubana: su decisión de luchar por la justicia sin perder el respeto a los individuos. No es éste el ejemplo del socialismo que quiero para mi país.

Sé que esta carta me puede acarrear invectivas: no serán peores que las que he merecido de la reacción por defender a Cuba.

Atentamente,

MARIO VARGAS LLOSA

Carta a Fidel Castro[2]

París, 20 de mayo de 1971

Comandante Fidel Castro

Primer ministro del gobierno revolucionario de Cuba:

Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido mediante métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. El contenido y la forma de dicha confesión, con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la UNEAC en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerda los momentos más sórdidos de la época del estalinismo, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas. Con la misma vehemencia con que hemos defendido desde el primer día la Revolución cubana, que nos parecía ejemplar en su respeto al ser humano y en su lucha por su liberación, lo exhortamos a evitar a Cuba el oscurantismo dogmático, la xenofobia cultural y el sistema represivo que impuso el estalinismo en los países socialistas, y del que fueron manifestaciones flagrantes sucesos similares a los que están ocurriendo en Cuba. El desprecio a la dignidad humana que supone forzar a un hombre a acusarse ridículamente de las peores traiciones y vilezas no nos alarma por tratarse de un escritor, sino porque cualquier compañero cubano —campesino, obrero, técnico o intelectual— pueda ser también víctima de una violencia y una humillación parecidas. Quisiéramos que la Revolución cubana volviera a ser lo que en un momento nos hizo considerarla un modelo dentro del socialismo.

Atentamente,

Claribel Alegría, Simone de Beauvoir, Fernando Benítez, Jacques-Laurent Bost, Italo Calvino, José María Castellet, Fernando Claudín, Tamara Deutscher, Roger Dosse, Marguerite Duras, Giulio Einaudi, Hans Magnus Enzensberger, Francisco Fernández Santos, Darwin J. Flakoll, Jean-Michel Fossey, Carlos Franqui, Carlos Fuentes, Jaime Gil de Biedma, Ángel González, Adriano González León, André Gorz, José Agustín Goytisolo, Juan Goytisolo, Luis Goytisolo, Rodolfo Hinostroza, Monty Johnstone, Mervyn Jones, Monique Lange, Michel Leiris, Lucio Magri, Joyce Mansour, Dacia Maraini, Juan Marsé, Dionys Mascolo, Plinio Mendoza, István Mészáros, Ray Milibac, Carlos Monsiváis, Marco Antonio Montes de Oca, Alberto Moravia, Maurice Nadeau, José Emilio Pacheco, Pier Paolo Pasolini, Ricardo Porro, Jean Pronteau, Paul Rebeyrolle, Alain Resnais, José Revueltas, Vicente Rojo, Rossana Rossanda, Claude Roy, Juan Rulfo, Nathalie Sarraute, Jean-Paul Sartre, Jean Schuster, Jorge Semprún, Susan Sontag, Lorenzo Tornabuoni, José Miguel Ullán, José Ángel Valente, Mario Vargas Llosa

Los diez mil cubanos

El Gobierno cubano decide retirar la fuerza policial que custodiaba la embajada del Perú en La Habana y en menos de tres días el local es invadido por diez mil personas que quieren asilarse. El caso debe ser único en la historia de la diplomacia latinoamericana, pues ni siquiera en los momentos peores de la persecución política en Nicaragua, Chile o Argentina —regímenes que, sin embargo, establecieron récords en lo que se refiere a represión— se vio algo parecido.

¿Hará reflexionar este hecho a los estudiantes e intelectuales que tienen a Cuba por el modelo revolucionario que quisieran ver aplicado en sus países? Ciertamente no. La reflexión está ausente de nuestra vida política, donde tanto la derecha como la izquierda actúan casi exclusivamente por reflejos condicionados. Para esta última, ya el periódico Granma, del 7 de abril, ha dado la explicación canónica, que ahora será repetida ad nauseam por los progresistas. Las personas que atestan la embajada son «delincuentes, lumpens, antisociales, vagos y parásitos» y «homosexuales, aficionados al juego y a las drogas que no encuentran en Cuba fácil oportunidad para sus vicios». (Se advierte aquí una variedad mayor de especímenes que la que García Márquez encontró entre los refugiados de Vietnam y Camboya, quienes al parecer eran sólo drogadictos y algunos millonarios).

Y, sin embargo, aun cuando no sirva de mucho, vale la pena tratar de entender el mensaje que encierra, a nivel moral e intelectual, el espectáculo, dramático y grotesco, de esa muchedumbre apiñada —¡a razón de cuatro personas por metro cuadrado, según la agencia Reuters!— en la embajada del Perú en La Habana.

En términos cuantitativos, nadie —mejor dicho, nadie que no sea un sectario— puede negar que Cuba, gracias a la revolución, es la sociedad más igualitaria de toda América Latina, aquella en la que es menor la diferencia entre los que tienen más y los que tienen menos, donde la pobreza y la riqueza están más repartidas, y, también, aquella donde se ha hecho más por garantizar la educación, la salud y el trabajo de los humildes. Ningún otro país latinoamericano ha hecho lo que Cuba, en estos veinte años, para erradicar el analfabetismo, difundir los deportes y poner la medicina, los libros, las artes al alcance de todos.

Y sin embargo, pese a ello, miles, o cientos de miles y acaso hasta millones de cubanos preferirían marcharse a vivir en una sociedad distinta de la suya. ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que prefieran incluso irse al Perú, y a los otros países latinoamericanos, con terribles problemas de desocupación y de pobreza, donde las diferencias económicas son enormes y donde los pobres, la inmensa mayoría, tienen la vida realmente dura? Una afirmación de Granma, en ese mismo editorial —«las fronteras entre el delincuente común y el contrarrevolucionario se confunden»—, nos da una pista para comprender eso que, a simple vista, resulta extraordinaria paradoja.

El ideal igualitario es incompatible con el libertario. Puede haber una sociedad de hombres libres y una de hombres iguales pero no puede haber una que compagine ambos ideales en dosis idénticas. Ésta es una realidad que cuesta aceptar porque se trata de una realidad trágica, que desbarata una tradición de utopías generosas en la que aún nos movemos, y, sobre todo, porque coloca al hombre en la difícil disyuntiva de tener que elegir entre dos aspiraciones que tienen la misma fuerza moral y que parecen ser inseparables, el anverso y reverso de la idea de justicia. Pero no, no lo son: la libertad y la igualdad sólo pueden hacer un corto trecho juntas; luego, fatalmente, los caminos de ambas se cruzan y divergen.

Cuba ha optado por el ideal igualitario y no hay duda que ha dado pasos considerables, e incluso admirables, en esa dirección. Simultáneamente ha ido apartándose del otro ideal y convirtiéndose en un Estado donde toda la vida, individual, familiar, profesional, cultural se halla regulada, orientada y cautelada por un mecanismo casi impersonal y anónimo donde se han ido concentrando todos los poderes. Los intelectuales progresistas explican que «la verdadera libertad» consiste en tener educación, empleo, protección social, etcétera, y preguntan si la «libertad abstracta» de los reaccionarios les sirve de algo al campesino analfabeto de los Andes, al pobre diablo de las barriadas o al negro discriminado de los guetos.

La respuesta está en los diez mil cubanos apretados en esa casa y ese jardín de La Habana. La libertad no se puede medir sólo en términos cuantitativos, a diferencia de la igualdad social. Ella es la posibilidad de elegir entre opciones distintas, y no sólo «positivas» —decretadas así por la filosofía y la moral reinantes o, simplemente, por el capricho de quien detenta el poder—, sino también por las «negativas». En una sociedad como la cubana esta posibilidad se ha reducido al mínimo, como muestra, luminosamente, la frase de Granma: quien elige algo distinto de lo que ha programado para él la revolución es contrarrevolucionario, es decir, antisocial y delincuente. La sociedad igualitaria no permite al hombre elegir la infelicidad: ello es delito.

¿Significa esto que en las otras sociedades los hombres son de veras «libres», que en ellas eligen realmente lo que quieren ser y hacer? En la práctica no, claro está, pues ese poder de elección está mediatizado por las posibilidades económicas, culturales, sociales, y las aptitudes de cada individuo. Pero el hecho de que en ellas haya muchas más opciones que elegir —es decir, de pensar distinto a los demás, de cambiar de trabajo o domicilio, de opinar y de criticar y aun de combatir el sistema— las hace, al menos potencialmente, más próximas de aquel utópico paraíso de la libertad donde cada cual tendría la vida que querría. La libertad es siempre mayor en estas sociedades (aun cuando sean dictaduras políticas), que en las igualitarias, porque en ellas el poder no está concentrado en una sola estructura sino dispersado en varias, que compiten entre sí y recíprocamente se neutralizan. Esa dispersión es la que garantiza un margen —mayor o menor— de autonomía e independencia a las personas y, al mismo tiempo, es una continua fuente de desigualdad a todos los niveles. El presidente Carter aunque se lo propusiera sería incapaz de abolir la libertad de prensa en Estados Unidos, pues esta libertad no depende de él sino de la libertad de empresa que permite a cada cual tener su periódico y opinar en él como le plazca. Esa misma libertad de empresa es la que determina que en Estados Unidos haya, inevitablemente, pobres y ricos. Fidel Castro no puede establecer la libertad de prensa en Cuba porque allá todos los órganos de información, al ser estatales, no pueden opinar ni informar en contra de este ente omnímodo y sofocante que, sin embargo, a la vez que regimentaba ideológicamente a los cubanos y les planificaba las vidas, les enseñaba a leer, les daba trabajo y los redimía de muchas de esas ignominias que aún pesan sobre la mayoría de los latinoamericanos.

Que, entendidas en términos extremos, la libertad y la igualdad sean opciones alérgicas la una a la otra no puede querer decir que estemos condenados a la injusticia. Sino, más sencillamente, que hay que renunciar a las utopías, a las opciones extremas. Así lo han hecho los países que han alcanzado las formas de vida más civilizadas de nuestro tiempo, aquellos que se han resignado a esa fórmula mediocre que consiste en tolerar en su seno la libertad necesaria como para que sus ciudadanos no estén dispuestos a hacer lo que los diez mil cubanos de la embajada peruana, pero no tanta como para que, a su amparo, surjan tales desigualdades económicas y sociales que las gentes maten o se dejen matar por una revolución que implantaría una sociedad igualitaria en la que, a la larga, esas mismas gentes, o sus hijos, estarían dispuestos a cualquier cosa para huir a los países de la desigualdad.

Washington, abril de 1980

Pájaro tropical

Todo el que haya leído Antes que anochezca, la autobiografía póstuma de Reinaldo Arenas que ha publicado Tusquets Editores, comprende que se trata de uno de los más estremecedores testimonios que se hayan escrito en nuestra lengua sobre la opresión y la rebeldía, pero pocos se atreverán a reconocerlo, pues el libro, aunque se lee con apetito incontenible, tiene la perversa facultad de dejar a sus lectores incómodos y maltratados, como despertando de una pesadilla infernal de la que, por lo demás, no están excluidas la carcajada, la ternura y la ironía. Que muchas de sus páginas, dictadas de prisa por un hombre al que un sida terminal iba pudriendo en vida y abrumaba de terribles dolores, estén escritas con el desmaño y crudeza de un material de trabajo sin elaborar, no empobrece el libro. Al contrario, refuerza su naturaleza transgresora, imprime a sus episodios esa peculiar autenticidad de ciertos libros malditos que deben su grandeza no, como las buenas creaciones literarias, a la pericia formal, a un arte de la palabra capaz de insuflar vida a la ilusión, sino a la inmolación del que escribe, que en ellos se desnuda y entrega en una especie de sacrificio religioso del propio yo. Que, al poner el punto final a este libro, Reinaldo Arenas se matara, para acabar de una manera más digna que aquella que la enfermedad le reservaba, fue un simple trámite. Porque su verdadero y espléndido suicidio es Antes que anochezca.

Los panegiristas del régimen tendrían que preguntarse al cerrar su libro: ¿es esto el hombre nuevo? ¿Ésta es la sociedad sana y purificada por tres décadas de socialismo ortodoxo que reemplazó a ese burdel de Estados Unidos manejado por gánsteres que, según el estereotipo, era Cuba antes de Fidel? He leído la autobiografía de Arenas al mismo tiempo que el libro del periodista Andrés Oppenheimer —Castro's Final Hour—, escrito después de una estancia de varios meses en la isla, y lo más punzante del relato de éste no es la falta de libertades elementales, la asfixiante atmósfera de miedo, censura, delaciones y paranoia en que transcurre la vida diaria del cubano, sino, más bien, la omnipresente y desaforada corrupción, el envilecimiento generalizado que el sistema ha producido, convirtiendo, por ejemplo, al juego, el contrabando, la prostitución de menores, el tráfico de divisas, la compraventa de influencias y el robo poco menos que en deportes nacionales. Dudo que ni en los peores momentos de la dictadura de Batista hubieran podido los capitalistas españoles y mexicanos ir a Cuba, como ahora, a disfrutar de adolescentes del sexo de sus preferencias, y a divertirse en playas, cabarets, hoteles y restaurantes exclusivos para extranjeros, bajo la protección de la policía del régimen.

Todo ello se ve venir, como inevitable corolario del feroz monolitismo y rigidez del sistema, en las páginas donde Reynaldo Arenas narra su juventud de becario y brigadista, primero, y, luego, de contador agrario, bibliotecario, burócrata, escritor disidente y a salto de mata, prófugo, presidiario y lumpen, vagabundo y excrecencia social hasta que, debido a una feliz combinación del azar y los galimatías burocráticos, puede escapar de su país, con la riada de marielitos, en 1980. Antes, había intentado huir un par de veces, lanzándose al mar en una llanta de automóvil, sin brújula ni reino, y ganando la base de Guantánamo, tentativa en la que se salvó de milagro de ser devorado por cocodrilos o borrado por cargas de fusilería. Además, durante cerca de dos meses, vivió como un mono, literalmente, en lo alto de los árboles de un parque público, fue torturado y acosado sin descanso por la policía y por delatores del gremio literario, fracasó en dos intentos de suicidio y, con un grupo de hombres y mujeres tan marginales y apestados como él, sobrevivió muchos meses saqueando y desguazando un convento.

El desenfado y buen humor con que muchas de estas peripecias están narradas es un contraste refrescante, que el lector agradece, con los horribles padecimientos que acarreó a Arenas su rebeldía congénita, su ineptitud para amoldarse a las exigencias políticas y morales de la sociedad y su empeño de vivir a plena luz su acérrimo individualismo, a sabiendas de que ello sólo podía conducirlo a la prisión o a la muerte. Hay algo de novela picaresca moderna en algunas anécdotas que cuenta, como el extravagante matrimonio que lleva a cabo, él que era sólo «pájaro» y «loca de argolla» (según su jocosa nomenclatura), para poder obtener un cuarto donde vivir (que no consigue) y cuya noche de bodas consuman, la flamante esposa, con el testigo de Arenas, y éste, con una conquista playera. O su esperpéntica búsqueda submarina, a lo largo de muchos días, de sus dientes postizos extraviados.

Pero Arenas es un objetor del socialismo en nombre de razones que los opositores a la dictadura cubana no podrían hacer suyas sin verse en aprietos políticos: las de pensar, hablar y hacer lo que le plazca en nombre de sus deseos soberanos. El de escribir sin acatar las disposiciones de censores y comisarios es un derecho que hoy, salvo en un puñado de países retardados —comunistas y fundamentalistas islámicos—, reconoce casi todo el mundo. Reinaldo Arenas ejercitó ese derecho con un coraje ilimitado, sin dejarse arredrar por el feroz hostigamiento a que estuvo sometido. Acaso las páginas más intensas de su libro son aquellas en que lo vemos escribiendo a escondidas, como si la vida le fuera en ello, unas novelas que sabía de antemano nunca podría publicar en Cuba y que serían utilizadas contra él, si caían en manos de la seguridad, para devolverlo a la cárcel o al campo de concentración. Debe ocultar los manuscritos en los tejados, enterrarlos en el campo, y a veces, cuando la paranoia —arma suprema de disuasión de rebeldías en una sociedad totalitaria— llega al límite, llevarlos consigo en bolsas de plástico, porque el mundo entero se ha vuelto un lugar sin escondites seguros y es preferible compartir la suerte de aquellos papeles.

En medio de sus indecibles padecimientos —también antes y después de ellos, aunque, en verdad, éstos no cesaron luego de su exilio—, Reinaldo Arenas es «templado» (según su terminología) por varones de todas las edades, razas, profesiones y religiones. Mientras fue posible, en hotelitos de mala muerte, y después, cuando el Gobierno comenzó a perseguir a los homosexuales, en todos los lugares imaginables: casetas de baño, urinarios, matorrales, cuarteles, copas de los árboles, coches abandonados, dentro y fuera del mar y, por supuesto, en los miserables cuartitos donde vive, a los que, para espanto de los CDR (comités de defensa de la Revolución), termina siempre convirtiendo en putarrales de locas. Un día, haciendo cálculos, concluye que ha tenido ya cinco mil amantes. No parece exagerado, considerando que, en periodos propicios, da cuenta de un batallón revolucionario casi completo y de manzanas enteras de vecinos.

Éste es otro derecho que Arenas pone en práctica, a costa de la prisión: el de ser homosexual, promiscuo y exhibicionista. Sus apetitos sexuales son inseparables del riesgo que implica para él tratar de saciarlos en una sociedad oficialmente machista, donde aquello puede ser penado con años entre rejas. El peligro condimenta sus aventuras de la catacumba cubana con una excitación e intensidad que recordará más tarde con nostalgia en Nueva York, esa Babilonia donde lo peor que le puede pasar a una loca es ser golpeado o acuchillado por un drogadicto de los bajos fondos (a él le ocurre varias veces), mediocre afrodisiaco comparado con el dantesco Gulag. Además, la sociedad abierta y tolerante, al dar a la libertad sexual derecho de ciudad, frustra a quien, como Arenas, la relación homosexual atrae sobre todo por lo que tiene de transgresión de la norma, de ruptura de un tabú: «Aquí […] todo se ha regularizado de tal modo que […] es muy difícil para un homosexual encontrar un hombre, es decir, el verdadero objeto de su deseo».

Ese derecho al placer, que para Arenas fue siempre indisociable del combate por la libertad política, puede ejercerse en las sociedades democráticas modernas con mucha mayor amplitud que en las sometidas a cualquier forma de despotismo, pero incluso en ellas tiene un límite, más allá del cual aguarda el apocalipsis o el retorno a esa barbarie primigenia de la que el hombre partió en su inmemorial recorrido. Porque, como la valerosa franqueza de esta autobiografía revela, para los deseos de un individuo no hay otras bridas que las que la sociedad les impone. Ellos son hijos de la imaginación tanto como del instinto y, librados a sí mismos, autosuficientes, crecen y se multiplican y enrevesan y violentan hasta poner en peligro a quien trata de materializarlos, al resto de la sociedad e, incluso, a la especie. Por eso, para hacer la vida posible, la civilización ha elaborado múltiples formas de amortiguar, sublimar o reprimir aquellos deseos asociados a la pulsión sexual, fuente de felicidad y de vida al mismo tiempo que de las peores agresiones y locuras.

La ficción es una de esas formas, acaso la más privilegiada, mundo alternativo o paralelo donde el hombre puede, aunque sea de manera ilusoria, mirar a sus demonios cara a cara, gozar con ellos y gratificarse con aquellas transgresiones y excesos arriesgados sin los cuales no se resigna a vivir. Que la vocación de un creador de ficciones es un sucedáneo, una manera de transar con una realidad que sería de otro modo invivible, pocas veces se advierte de manera tan evidente como en el caso de Reinaldo Arenas. Ese muchachito guajiro, casi sin educación y sin contacto con la ciudad, que comienza a garabatear historias, y sigue inventándolas y escribiéndolas durante años, en los momentos más atroces de su azarosa existencia, sin esperanzas siquiera de ser leído, arriesgando con ello esa libertad que es lo que más ama, no busca reconocimiento, fama, premios, dinero, sino un refugio, un paraje hospitalario para su rebeldía indómita, un lugar donde poder vivir por fin hasta los tuétanos con la plenitud y exuberancia que su fantasía y su cuerpo reclaman. Ese lugar no es de este mundo y su intuición le enseñó precozmente que, si tanta falta le hacía, debía inventarlo.

Hace tiempo que un libro no me conmovía tanto como Antes que anochezca. Las siluetas de Lezama Lima y de Virgilio Piñera, a quienes conocí por las épocas en que los evoca, enriquecen los recuerdos que tenía de ellos, añadiéndoles, en el caso de Piñera, sobre todo, unos contornos trágicos, y ensombrecen los de otros escritores, alguna vez amigos, a los que el miedo o el oportunismo corrompieron hasta el extremo de volverlos delatores al servicio de la policía. Acaso la más dolorosa sorpresa haya sido ver declinar en sus páginas, prostituyéndose para sobrevivir por las calles de La Habana, a una muchacha revolucionaria que cayó en desgracia y a la que, cuando yo la conocí, parecía sonreírle el mundo.

Pero el más imborrable personaje que emerge de la fauna del libro es el propio Reinaldo Arenas, aventurero de muchas agallas, barroco Tabulador, desvalido muchacho campesino al que ni la ciudad ni los suplicios ideológicos ni la ciudadela del capitalismo pudieron domesticar. Así vivió y murió, pájaro tropical, fuera de la bandada y el tropel, salvaje e inocente en medio del infierno de afuera y del que llevaba dentro, libre hasta la incandescencia.

Berlín, junio de 1992

La muerte del Che

Nada ilustra mejor el extraordinario cambio de la cultura política de nuestro tiempo que la manera casi furtiva con que ha transcurrido el aniversario de la muerte de Ernesto Guevara, asesinado hace veinticinco años —el 9 de octubre de 1967— por un sargento obediente y asustadizo en una aldea perdida del oriente boliviano.

El legendario comandante de largos cabellos y boina azul, con la metralleta al hombro y el habano humeando entre los dedos, cuya imagen dio la vuelta al mundo y fue durante los sesenta símbolo de la rebeldía estudiantil, inspirador de un nuevo radicalismo y modelo para las aspiraciones revolucionarias de los jóvenes de cinco continentes, es ahora una figura semiolvidada que a nadie inspira ni interesa, cuyas ideas se han petrificado en libros sin lectores y al que la historia contemporánea desdibujó hasta confundirlo con esas momias históricas de tercera o de cuarta arrumbadas en un lugar oscuro del panteón.

Ocurre que en estos cinco lustros los acontecimientos sociales y políticos han desmentido con rudeza todo lo que el Che predicó, y empujado a la humanidad por un rumbo exactamente opuesto al que él quería. Del socialismo sólo la versión aburguesada y democrática sobrevive; la que él defendió ha sido borrada del planeta por acción de las masas que la padecían, como en Rusia y Europa central, o ha degenerado y mutado en un extraño híbrido, como en China Popular, donde el Partido Comunista acaba de aprobar, triunfalmente, en su último congreso, la marcha indetenible del país hacia el mercado y el capitalismo bajo la dirección esclarecida —¡y única!— del marxismo-leninismo-maoísmo. En América Latina, en África, los escasos focos revolucionarios se extinguen y los supervivientes negocian la paz y se convierten en partidos políticos dispuestos —por lo menos de boca para afuera— a convivir con los adversarios dentro de sistemas multipartidarios. Es verdad que la democracia liberal no se ha extendido por todo el mundo, pero parece difícil negar que sea, hoy en día, el sistema político más expansivo y pujante, el que gana más adeptos en todos los continentes, aun cuando entre los recién convertidos a la filosofía de la libertad abunden las versiones defectuosas y las caricaturas. Pero quien rivaliza con la democracia como alternativa ya no es el socialismo, por el que el Che fue a combatir a Bolivia con un puñado de compañeros cubanos, sino los regímenes fundamentalistas musulmanes y los rebrotes y forúnculos fascistas en las viejas o nuevas sociedades abiertas.

La figura del «guerrillero» ha perdido su aureola romántica de antaño. Ahora, detrás de las barbas y las melenas al viento de aquel prototipo que hace veinte años parecía un generoso idealista se vislumbra la fanática y cobarde silueta del terrorista que, emboscado en las sombras, vuela coches y asesina inocentes. Encender «dos, tres Vietnam» pareció a muchos, entonces, una consigna apasionada para movilizar a toda la humanidad doliente contra la explotación y la injusticia; ahora, un auténtico delirio psicópata y apocalíptico del que sólo podría resultar más hambre y violencia de las que ya sufren los pobres del mundo.

Su teoría del «foco», esa punta de lanza móvil y heroica cuyos golpes irían creando las condiciones para la revolución, no funcionó en ninguna parte y sirvió, sí, en América Latina, para que millares de jóvenes que la adoptaron y pretendieron materializarla se sacrificaran trágicamente y abrieran la puerta de sus países a despiadadas tiranías militares. Su ejemplo y sus ideas contribuyeron más que nada a desprestigiar la cultura democrática y a arraigar en universidades, sindicatos y partidos políticos del Tercer Mundo el desprecio de las elecciones, del pluralismo, de las libertades formales, de la tolerancia, de los derechos humanos, como incompatibles con la auténtica justicia social. Ello retrasó por lo menos dos decenios la modernización política de los países latinoamericanos.

La Revolución cubana que el Che Guevara ayudó a forjar, luego de una gesta de la que fue el segundo gran protagonista, ofrece ahora un aspecto patético, de pequeño enclave opresivo y retrógrado, cerrado a piedra y lodo a toda forma de cambio, donde la brutal caída de los niveles de vida de la población parece ir en relación directamente proporcional con el aumento de las purgas internas y la represión contra el menor síntoma, ya no de disidencia, sino de mera inquietud del ciudadano común cara al futuro. La sociedad que en su tiempo pareció a muchos faro y espejo de una futura humanidad emancipada del egoísmo, el lucro, la discriminación, la explotación, se ha convertido en un anacronismo histórico al que a corto o medio plazo espera un desplome dramático.

Por todo ello, y mucho más, el balance político y moral de lo que Ernesto Guevara representó —y de la mitología que su gesta y sus ideas generaron— es tremendamente negativo y no debe sorprendernos la declinación acelerada de su figura. Ahora bien, dicho todo esto, hay en su personalidad y en su silueta histórica, como en las de Trotski, algo que siempre resulta atractivo y respetable, no importa cuán hostil sea el juicio que nos merezca la obra. ¿Se debe ello a que fue derrotado, a que murió en su ley, a la rectilínea coherencia de su conducta política? Sin duda. Porque en todos los campos del quehacer humano es difícil encontrar personas que digan lo que creen y hagan lo que dicen, pero ello es, sobre todo, excepcionalmente raro en la vida política donde la duplicidad y el cinismo son moneda corriente, indispensables instrumentos del éxito y, a veces, de la mera supervivencia de los actores.

Pero, además, hubo en su caso un desprendimiento e incluso desprecio hacia el poder —cuando disfrutaba de él— que es todavía más infrecuente en dirigentes políticos de cualquier filiación. Se ha especulado mucho sobre las diferencias que el Che tuvo con Fidel sobre los estímulos «morales» a los trabajadores que él privilegiaba, en contra de los «materiales» que la revolución adoptó en los años inmediatamente anteriores a su salida de Cuba, así como sus críticas públicas a la Unión Soviética durante su gira por el África que pusieron en una situación delicada al Gobierno cubano con un país que había comenzado ya a subsidiarlo con un millón de dólares diarios (1964). Pero aun si todo este contencioso precipitó la partida del Che, es obvio que la forma que ésta adoptó sólo es concebible a partir de un compromiso muy firme con las tesis guerrilleras que había defendido. El ingenuo voluntarismo agazapado detrás de ellas se hizo trizas cuando, en el oriente boliviano, los campesinos ayudaron al Ejército a aniquilar a la guerrilla de internacionalistas que venía a salvarlos. Pero ello no resta audacia y consecuencia al gesto.

A pesar de haber estado un par de veces en Cuba cuando aún él ocupaba allí cargos directivos —ministro de Industria, director del Banco Nacional—, nunca vi ni oí hablar al Che Guevara. Pero el año 1964 tuve una prueba inequívoca de los pocos privilegios que aportaba el poder al hombre número dos de la Revolución cubana. Yo vivía entonces en París, en un apartamento muy modesto, de dos estrechos cuartos (que Carlos Barral, a quien alguna vez alojé allí, degradaba aún más con el calificativo de la pissotière), en la rue de Tournon. Y allí me llegó un día un mensaje desde La Habana, de Hilda Gadea, la primera mujer del Che, pidiéndome que diera hospitalidad en mi casa a una amiga suya que regresaba de Cuba a la Argentina y, debido al bloqueo, estaba obligada a hacerlo por Europa. La señora en cuestión, que no tenía dinero para pagarse un hotel, resultó ser Celia de la Serna, la madre del Che. Estuvo unas semanas en mi casa, antes de regresar a Buenos Aires (mejor dicho, a la cárcel y a morir poco después). Siempre me ha quedado en la memoria el recuerdo de aquel episodio: la progenitora del todopoderoso comandante Guevara, segundo hombre de una revolución que dilapidaba ya entonces mucho dinero financiando partidos, grupos y grupúsculos revolucionarios de medio mundo, no tenía con qué costearse un hotel y debía recurrir a la solidaridad de un polígrafo medio insolvente.

Es bueno que el iluminismo revolucionario y el ejemplo nihilista y dogmático del Che Guevara se hayan desprestigiado y que ya no movilice a los jóvenes de este tiempo la convicción que a él lo animó, según la cual la justicia y el progreso no dependen de los votos y las leyes aprobadas por instituciones representativas sino de la eficacia bélica de una esclarecida y heroica vanguardia. Pero no lo es que el desencanto con el mesianismo y el dogma colectivista haya traído consigo, también, la desaparición del idealismo y aun del mero interés y la curiosidad por la política en las nuevas generaciones, sobre todo en esas sociedades que dan ahora sus primeros pasos en la experiencia de la libertad. Pues no hay nada que deteriore y corrompa tanto a un sistema político como la falta de participación popular, el que la responsabilidad de los asuntos públicos quede confinada —por abandono del resto— en una minoría de profesionales. Si eso ocurre —y está ocurriendo ya, sorprendentemente, en países donde la lucha contra la dictadura de un partido fue tan larga y heroica—, de la democracia queda sólo el nombre, un cascarón vacío, pues en aquella sociedad, como en una dictadura, todos los asuntos principales se urden y ejecutan al arbitrio de una cúpula, a espaldas de las mayorías.

Sólo cuando ha desaparecido o se la añora como un hermoso ideal ha sido capaz el sistema democrático de inspirar el tipo de entrega y sacrificio extremos que no son infrecuentes en las filas de quienes, como el Che, combaten por un dogma mesiánico. En cambio, cuando el ideal democrático se hace realidad, y se vuelve rutina y problema, dificultad y frustración, cunde la desesperanza, la resignación pasiva o indiferencia cívica del grueso de los ciudadanos. Por eso, paradójicamente, ese sistema de legalidad, racionalidad y libertad que es la democracia, pese a haber ganado últimamente tantas batallas, sigue siendo precario y susceptible a mediano y largo plazo de verse enfrentado a nuevos y más peligrosos desafíos.

Cambridge, Massachusetts, octubre de 1992

Eterno crepúsculo

Quienes se maravillan de que, en la era del desplome de los regímenes marxistas bajo presión popular, el de Fidel Castro se mantenga aún en pie y, pese al descalabro de su economía y de las condiciones cada vez peores de vida, los cubanos parezcan resignarse a su suerte —con la excepción, admirable por cierto, de puñados de disidentes reprimidos sin piedad—, olvidan que, a diferencia de lo que ocurre con un individuo, un país siempre puede estar peor, y que no existe ley histórica para que un pueblo se rebele a partir de cierto nivel de despotismo, hambre o abuso.

La rebelión está subordinada a una esperanza, a la ilusión de un cambio social posible para lograr una vida mejor, más que al mero repudio de lo existente, y a márgenes mínimos de libertad para organizarse y actuar. La razón por la que Fidel Castro sobrevive, sin grandes amenazas internas de explosión popular, en medio del gran naufragio de los totalitarismos en el mundo, es que, mediante la censura, la educación y la propaganda, su régimen ha conseguido a lo largo de tres décadas internalizar en grandes sectores sociales el sentimiento fatalista de que «no hay alternativa a la Revolución» y, gracias a un sistema omnipresente de vigilancia, delaciones, escarmientos y represiones de gran ferocidad preventiva, reducir al mínimo, acaso extinguir, las posibilidades inmediatas de una acción colectiva de liberación.

Ésta es la —deprimente— conclusión que el lector extrae de la lectura de los dos testimonios más ambiciosos sobre Cuba publicados recientemente, Castro's Final Hour, de Andrés Oppenheimer, aparecido en Estados Unidos hace algunos meses, y el reciente Fin de siècle à la Havane, de los periodistas franceses Jean-François Fogel y Bertrand Rosenthal.[3] A diferencia del primero, que, aparte de importantes informaciones recogidas sobre el terreno, contenía también sutiles análisis políticos, el segundo interesa sobre todo por la maciza, enciclopédica recolección de datos de todo orden —político, económico, cultural, religioso, e, incluso, chismográfico y frívolo— con la que sus autores trazan un vasto fresco pluridimensional de la realidad cubana en vísperas de conmemorar el trigésimo cuarto aniversario de la Revolución.

Investigación y reportaje hechos sin parti pris, en los que, incluso, se advierte un cierto esfuerzo para no parecer hostiles al régimen y dar todas las ocasiones a sus voceros de exponer sus puntos de vista y refutar a sus críticos, el panorama que resulta de esa oceánica acumulación de informaciones no puede ser más desmoralizador. Luego de tres décadas y media de socialismo a ultranza, la sociedad cubana se empobrece a la carrera, presa de la anarquía productiva, de la asfixia burocrática y de una corrupción vertiginosa, en tanto que el control policial y el opresivo encuadramiento político de la población han creado una sociedad de zombies conformistas, cuyas energías parecen confinarse en la cada día más abrumadora empresa de sobrevivir, de cualquier modo, en medio de la degradación, el aburrimiento y la desesperanza.

Las páginas más dramáticas del libro relatan el caso de un grupo de jóvenes frikis (marginales, inadaptados) que se inocularon ellos mismos una jeringa con sangre infectada de sida para ir a vivir en uno de los sidatorium construidos por el régimen para aislar a los enfermos de ese mal del resto de la población. Preguntado por qué lo hizo, si presentía los alcances de aquel virus, uno de ellos, de veintiún años, responde vaguedades. Finalmente, balbucea que, como habían oído que la esperanza de vida de un seropositivo era de siete años, él y sus amigos pensaban que en ese tiempo se descubriría un remedio. «Y, entretanto, podrían disfrutar de una vida tranquila y obtener un poco de afecto, o al menos, atención de parte del personal médico».

La apatía del ciudadano medio cubano, que se trasluce en estas páginas, resulta, de una parte, de una rutina que es un puro desperdicio de energía, parecido al de aquel cuento fantástico de H. G. Wells donde una colectividad de esclavos es obligada a operar con enorme esfuerzo unas complicadas maquinarias que no fabrican nada, y, de otro, de la intuición de que, en un mundo así, toda iniciativa o incluso fantasía entraña riesgos. Aquel célebre dicho de un príncipe alemán del siglo XVII, según el cual «el entusiasmo es la más seria amenaza para el orden social» parece haber encontrado, en el «hombre nuevo» creado por Fidel Castro, una espeluznante confirmación.

El cubano de a pie está obligado a perder su tiempo activamente, en empleos a los que la inflación burocrática suele restar todo sentido y reducir a mero simulacro, o en proyectos industriales, agrarios o sociales a los

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