INTRODUCCIÓN
Espera… es solo un instante. Necesito hablar contigo… Y luego me propongo besarte. Espera…
1
Os presento un pequeño grupo de relatos, por si os apetecen. Mis cuentos abarcan un largo período de mi vida. El primero lo escribí un verano, a mis dieciocho años, antes de ingresar en la universidad. A decir verdad, la idea se me ocurrió en el jardín de nuestra casa de Old Durham, en el estado de Maine, mientras mi hermano y yo hacíamos prácticas de baloncesto, y releer hoy sus páginas me causa un poco de nostalgia de aquellos viejos tiempos. El último lo terminé en noviembre de 1983. O sea, un lapso de diecisiete años, que no significa gran cosa, me imagino, si lo compara uno con las largas y fructíferas carreras de autores tan diferentes como Graham Green, Somerset Maugham, Mark Twain y Eudora Welty, pero que supone más tiempo del que pudo dedicar a la literatura Stephen Crane, y más o menos el mismo de que dispuso para su actividad creadora H. P. Lovecraft.
Hace cosa de un par de años un amigo me preguntó por qué insistía en escribir cuentos, si a diferencia de mis novelas, que me estaban procurando muy buenos ingresos, los cuentos no me producían, en realidad, más que pérdidas.
—¿Y de dónde has sacado eso? —quise saber.
Mi amigo me señaló un ejemplar de Playboy que yo le había entregado con un orgullo que considero justificable: la revista traía un relato mío —al que me gustaría referirme aunque no aparezca en el presente volumen—, causa de la discusión que ahora expongo.
—Si no te importa decirme cuánto te han pagado por este trabajo —repuso—, te demostraré que los cuentos solo te dan pérdidas.
—No me importa decírtelo. Me pagaron dos mil dólares. Que tampoco es moco de pavo, Wyatt.
(La verdad es que el amigo en cuestión no se llama Wyatt. Le presento con ese nombre para —espero que me comprendan— no ponerle en evidencia.)
—No, no te pagaron dos mil —replicó Wyatt.
—¿Cómo que no? ¿Acaso has visto el extracto de mi cuenta bancaria?
—Nada de eso. Pero como sé que tu agente percibe el diez por ciento de tus ingresos, resulta que cobraste mil ochocientos dólares.
—Eso es muy cierto —reconocí—. Pero mi agente se ganó esa comisión. Yo siempre había querido que Playboy me publicase un cuento, y él lo consiguió. De modo que no fueron dos mil dólares, sino mil ochocientos. ¿Y qué más?
—Que no fueron dos mil, sino mil setecientos diez.
—¿Y eso?
—Bueno, ¿no me dijiste que tu asesor comercial se lleva el cinco por ciento de tus ingresos netos?
—Bien, de acuerdo: mil ochocientos dólares menos noventa. Quedan mil setecientos diez, lo cual, bien mirado, no está mal para tratarse de…
—Es que no fueron mil setecientos diez —me interrumpió aquel sádico—, sino unos tristes ochocientos cincuenta y cinco dólares.
—Pero ¡qué dices!
—Vamos, Stivo, ¿pretendes hacerme creer que no estás en la categoría tributaria del cincuenta por ciento?
Me callé. Él sabía que esa era la verdad.
—Aunque, bien mirado —añadió amable—, el total neto se reduce a 769,50, ¿no es así?
Asentí de mala gana. Wyatt se refería al impuesto estatal, del diez por ciento sobre los federales, que Maine nos exige a los que aquí residimos. Diez por ciento de 855 dólares: 85,50.
—¿Cuánto te llevó escribir ese relato? —continuó Wyatt.
—Alrededor de una semana —dije a regañadientes, por más que, contando las dos revisiones que tuve que hacer del original, serían más bien dos; pero por nada del mundo pensaba confesarle eso a Wyatt.
—O sea que en esa semana ganaste 769,50 —recalcó—. ¿Sabes cuánto gana un fontanero en Nueva York, Stivo?
—No lo sé —respondí. No soporto a la gente que me llama Stivo—. Y tú tampoco.
—Claro que lo sé —replicó—. Deducidos impuestos, se saca unos 769,50. De modo que, o mucho me equivoco o te pillaste los dedos con tu cuento.
Se echó a reír como un maldito y luego me preguntó si me quedaba cerveza en la nevera. Le dije que no.
Me propongo enviarle a mi buen amigo Wyatt un ejemplar de este libro, con una nota. La nota dirá: «Aunque no pienso revelarte cuánto me ha producido el libro que tienes entre las manos, sí te diré una cosa, Wyatt. Y es que, aun prescindiendo de los tristes 769,50 dólares que tanto te hicieron reír aquel día en mi casa del lago, el cuento que Playboy me publicó me ha reportado ya, en sucesivas ediciones, más de veintitrés mil dólares NETOS». Firmaré Stivo. Y añadiré una coletilla: «Por cierto que en la nevera quedaba cerveza, pero me la bebí después de que tú te marcharas». A ver si aprende.
2
Pero no es cuestión de dinero. Si bien es cierto que los dos mil dólares de Playboy me dejaron un poco chasqueado, más chasqueado me dejaron los cuarenta que recibí de Starling Mystery Stories cuando esa revista publicó mi primer cuento, y no digamos ya los doce ejemplares de obsequio que Ubris, la revista literaria de la Universidad de Maine, me envió por todo pago de otro relato mío (siendo, como soy, de natural bondadoso, siempre he supuesto que Ubris era una variante vulgar de la palabra inglesa hubris, que, como quizá sepan ustedes, significa «desfachatez»).
Lo que quiero decir es que, si bien a todo el mundo le interesa el dinero (no nos dejemos llevar por fantasías delirantes, al menos en estas primeras páginas), el dinero no lo es todo. Cuando empecé a publicar relatos breves en revistas masculinas tales como Cavalier, Dude y Adam, yo contaba veinticinco años de edad y mi esposa veintitrés. Teníamos ya nuestro primer hijo, y el segundo venía en camino. Yo trabajaba entre cincuenta y sesenta horas por semana en una lavandería, a razón de un dólar y setenta y cinco centavos por hora. Nuestro presupuesto —si se quiere llamar presupuesto a aquello— era de estricta supervivencia. Los cheques que me mandaban como pago por aquellos relatos (a la publicación, nunca a la aceptación) parecían llegar siempre justo a tiempo para comprar los antibióticos de la otitis del niño, o para mantener el teléfono en funcionamiento, en lo que ya empezaba a ser un récord, durante otro mes. El dinero, rindámonos a la evidencia, es muy necesario y muy embriagador. Como dice Lily Cavenaugh en El talismán (y conste que esa parte del diálogo es de Peter Staub, no mía): «Nunca se está demasiado delgado ni se es demasiado rico». Y quien piense lo contrario, nunca ha sido verdaderamente gordo ni verdaderamente pobre.
En fin, a lo que iba: que, a menos que sea un estúpido, uno no escribe por dinero. Ni, a menos que sea un estúpido, cuenta líneas, ni escribe pensando en lo que ganará por hora, por mes, o a lo largo de su vida: eso sería ser un estúpido. En resumidas cuentas, uno ni siquiera escribe por amor, aunque me gustaría creerlo así. Lo hace porque no hacerlo es suicida. Y si bien eso resulta duro, tiene algunas compensaciones de las que nunca le hablaré a Wyatt, porque Wyatt no es persona a la que se pueda hablar de esas cosas.
3
Espero que este libro te guste, Lector Constante. Quizá no te guste tanto como una novela, porque la mayoría de los lectores ha olvidado el placer que encierran los relatos breves. Leer una buena novela larga es, en muchos aspectos, como mantener una larga, grata relación amorosa. Recuerdo que durante la filmación de Creepshow tuve que hacer frecuentes viajes de ida y vuelta entre Pittsburgh y Maine, casi todos ellos en coche, a causa, por una parte, del miedo que me inspiran los aviones y, por la otra, de la huelga de controladores de tráfico aéreo, que redundó en el despido de los huelguistas por el presidente Reagan (parece ser que el presidente solo se muestra ardoroso defensor de los derechos sindicales cuando los sindicatos en cuestión se encuentran en Polonia). En esa época llevaba conmigo, en ocho cintas magnetofónicas, una grabación de El pájaro espino de Colleen McCullough, novela con la que por espacio de cinco semanas estuve unido no ya por una relación amorosa, sino por un verdadero matrimonio (lo que más me gusta del libro es la descripción de cómo, en el transcurso de unas dieciséis horas, la anciana malvada se pudre y se llena de gusanos).
Un cuento corto es algo por completo distinto: podría compararse con un beso dado apresuradamente en la oscuridad a una desconocida. Una cosa así no tiene nada que ver, claro está, ni con una relación amorosa ni con un matrimonio; pero hay besos maravillosos, y su propia brevedad explica su atractivo.
El paso de los años no ha conseguido que el escribir cuentos cortos me resultara más fácil; todo lo contrario: se me ha hecho más difícil. Por un lado, dispongo de menos tiempo que dedicarles. Por el otro, los cuentos se me extienden demasiado (la cuestión de las medidas es un verdadero problema para mí: me pasa lo que a las señoras gordas que se ponen a régimen). Por último, cada vez me cuesta más encontrar el tono adecuado a esos relatos: mi propia persona se ausenta demasiado a menudo.
Supongo que lo correcto, en este caso, es perseverar. Mejor seguir dando besos a riesgo de algún que otro bofetón que suprimirlos por completo.
4
Personalmente, tengo poco más que añadir. Solo, si me lo permiten, dar las gracias a unas cuantas personas (este trozo, si les parece, pueden saltárselo).
Mi agradecimiento a Bill Thompson por poner en marcha el proyecto de este volumen. Juntos compilamos los relatos de Night Shift, mi primer libro de cuentos, y la idea de presentar este fue suya. Aunque Thompson se ha pasado entretanto a otra editorial, en la nueva sigue inspirándome tanto aprecio como en las antiguas. Si en el mundo de la caballerosa profesión editorial queda un solo caballero, ese es Bill Thompson. Dios bendiga tu corazón irlandés, Bill.
Mi agradecimiento a Phyllis Grann, de la editorial Putnam, por organizar todo aquel desbarajuste.
Gracias a Kirby McCauley, mi agente, otro irlandés, que vendió la mayor parte de estos cuentos y me impulsó a escribir el más largo: La niebla.
Ya sé que esto empieza a parecer un discurso de los que se pronuncian cuando se recibe un Oscar, pero no me preocupa.
Gracias, también, a los editores de revistas: Kathy Sagan, de Redbook; Alice Turner, de Playboy; Nye Wilden, de Cavalier; la gente de Yankee, y mi gran amigo Ed Ferman, de Fantasy & Science Fiction.
Tengo deudas de gratitud para con una infinidad de personas, que desde luego podría mencionar, pero no quiero causar más aburrimiento con eso. Solo expresarte mi mayor agradecimiento a ti, Lector Constante —como lo he hecho siempre—, porque a la larga tú eres el receptor de toda la obra. Sin ti, todo esto terminaría en una vía muerta. Si con alguno de estos relatos consigo lo que me propuse —transportarte—, conviértelo en tu compañía durante la pesada hora del almuerzo, los viajes en avión, o el tiempo que pases castigado por arrojar pelotitas de papel; eso me parecerá recompensa suficiente.
5
Bien, fin de la publicidad. Ahora agárrame del brazo. Agárrame fuerte. Vamos hacia lugares tenebrosos, pero creo conocer el camino. De todos modos, no sueltes mi brazo. Y si recibes un beso en la oscuridad, no te alteres: es que te quiero.
Ahora, escucha.
Bangor, Maine, EE.UU.,
15 de abril de 1984
LA NIEBLA
1
La llegada de la tormenta
Esto fue lo que ocurrió. La noche del 19 de julio en que por fin se abatió sobre la zona norte de Nueva Inglaterra la peor ola de calor que recuerda la historia de ese estado, toda la región oeste de Maine fue azotada por las tormentas de mayor violencia que yo haya visto jamás.
Vivíamos en Long Lake, y asistimos, poco antes del anochecer, a la llegada de la primera tormenta, que vimos avanzar hacia nosotros fustigando las aguas del lago. Una hora antes, el aire estaba inmóvil por completo. La bandera nacional que mi padre había colgado en 1936 en nuestro cobertizo del embarcadero, pendía desmayadamente del asta. Ni siquiera su borde oscilaba. El calor se había convertido en un cuerpo sólido, y parecía tan amenazador como esas lagunas a las que no se conoce fondo. Aquella tarde habíamos estado nadando los tres, pero el agua no daba alivio alguno, a menos que uno se sumergiera hasta una profundidad considerable, cosa que ni Steffy ni yo quisimos hacer, porque Billy no sabe bucear. Billy tiene tan solo cinco años.
Cenamos a las cinco y media, en el porche que da al lago, a base de emparedados de jamón y ensaladilla de patatas, que comimos sin gana. A nadie parecía apetecerle otra cosa que la pepsi, que teníamos en un cubo con hielo.
Terminada la cena, Billy se fue a jugar un rato con el mecano de tubos que tiene detrás de la casa. Steff y yo nos quedamos en el porche, fumando, sin decirnos gran cosa, con la mirada puesta en el lago, cuya lisa superficie de espejo se extendía plomiza hasta Harrison, la población del otro extremo. Unas cuantas motoras zumbaban surcando sus aguas de aquí para allá. Los árboles de la otra orilla se veían polvorientos y agostados. Hacia el oeste las nubes de tormenta iban formando morados torreones según se agrupaban, semejantes a un ejército. El rayo relampagueaba en su interior. En la casa de al lado, la radio de Brent Norton, sintonizada con esa emisora de música clásica que tiene sus estudios en la cima del monte Washington, producía un ruidoso estallido de parásitos con cada fucilazo. Norton era un abogado de Nueva Jersey, y lo que tiene en Long Lake es una simple casa de veraneo, sin calefacción ni aislamiento. Dos años atrás habíamos tenido, por cuestión de lindes, una disputa que terminó en los tribunales. Yo gané el caso. Según Norton, por ser él forastero. No era simpatía precisamente lo que sentíamos el uno hacia el otro.
Steff soltó un suspiro y se abanicó la parte alta del pecho con el faldón de la camisola. No sé si eso la refrescaría mucho, pero, desde luego, mejoró sensiblemente la vista.
—No es que quiera asustarte —dije—, pero creo que se avecina una tormenta de cuidado.
Me miró con expresión de duda.
—Anoche tuvimos nubes como esas, David, y también anteanoche, y terminaron por disolverse.
—Hoy no ocurrirá lo mismo.
—¿Tú crees?
—Si la cosa se pone fea de verdad, bajaremos al sótano.
—¿Tan mal lo ves?
Mi padre fue el primero en edificar una casa destinada a residencia permanente en aquel lado del lago. Cuando era poco más que casi un niño, él y mis tíos habían construido, en el lugar que hoy ocupa la casa, un refugio de verano que una tormenta estival derribó en 1938, sin respetar ni las paredes de piedra. Solo se salvó el cobertizo del embarcadero. Un año más tarde, inició los trabajos de la casa grande. El peligro, en caso de una tempestad seria, está en los árboles, que envejecen y son arrancados por el viento. Es la manera que tiene la madre naturaleza de hacer limpieza general de vez en cuando.
—La verdad es que no lo sé —respondí sincero: de la gran tormenta de 1938 no conocía sino lo que de ella se contaba—. Pero el viento cruza a veces el lago como un tren expreso.
Algo más tarde regresó Billy, quejándose de no poder jugar con el mecano de tubos porque estaba «todo sudado». Le revolví el cabello y le di otra pepsi. De algo tienen que vivir los dentistas…
Conforme se acercaban las nubes iban tapando el azul del cielo. No había duda ya de que la tormenta era inminente. Norton había apagado la radio. Billy se sentó entre su madre y yo y se quedó mirando el cielo, fascinado. El estallido de un trueno atravesó el lago retumbando lentamente y, alcanzando nuestra orilla, invirtió la marcha entre nuevas reverberaciones. El nublado se retorcía y rodaba sobre sí mismo, ora negro, ora morado, ora jaspeado, ora negro nuevamente. Poco a poco se fue extendiendo sobre el lago, y vi descender de él un fino velo de lluvia, todavía lejos. En aquel momento debía de encontrarse en Bolster’s Mill, o quizá en Norway.
El aire se puso en movimiento, al principio con sacudidas que levantaban la bandera y la dejaban caer de nuevo. La temperatura bajó rápidamente, refrescando primero el sudor de nuestros cuerpos y luego helándolo.
Fue entonces cuando reparé en la cortina plateada que atravesaba el lago. Arrasó Harrison en unos segundos y avanzó derecho hacia nosotros. Las motoras habían desaparecido de la escena.
Billy se levantó de su silla «de director», copia en miniatura de las nuestras, que tenía hasta su nombre en el respaldo.
—¡Mira, papá! —exclamó.
—Entremos —dije, y le rodeé los hombros con el brazo poniéndome en pie.
—Pero ¿lo has visto, papá? ¿Qué es?
—Una tromba de agua. Entremos.
Tras dirigirme una rápida mirada de sobresalto, Steff ordenó:
—Vamos, Billy. Haz lo que dice tu padre. Corre. No pierdas tiempo.
Entramos por las puertas correderas de cristal que dan al salón. Cerré a nuestra espalda y me volví para echar otra ojeada. La tromba había devorado dos tercios del lago y giraba locamente sobre sí misma entre el cielo, negro y cada vez más bajo, y la superficie del agua, de un gris plomizo con vetas cromadas. Con sus altas olas, que, estrellándose sobre muelles y malecones, levantaban columnas de espuma, el lago adquiría extrañamente el aspecto de un océano. En su parte central, altas crestas blancas danzaban de un lado para otro.
El espectáculo de la tromba era hipnótico. Estaba situada casi encima de nosotros cuando la hendió un rayo, tan brillante que durante treinta segundos todo se me quedó impreso en negativo en las retinas. El teléfono emitió un sobresaltado ¡ring! y, al volverme, vi a mi esposa y a mi hijo ante el ancho v