Sherlock Holmes. Relatos 1

Sir Arthur Conan Doyle

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

La era victoriana fue uno de los períodos históricos europeos más fértiles en el alumbramiento de mitos artísticos y literarios, evidente en la universalidad alcanzada por algunos personajes de Dickens, por la Alicia de Lewis Carroll o en la incansable fascinación que siguen ejerciendo los Jekyll y Hyde de Stevenson, el Drácula de Bram Stoker o el joven Dorian Gray, ese Fausto doméstico con el que Oscar Wilde supo dramatizar la enfermedad esteticista de su época. Ninguno de ellos, de todos modos —con la excepción del vagabundo de Chaplin, tal vez el último icono victoriano, surgido de la bruma del siglo XIX para proyectarse en el mundo entero merced a la misma eclosión técnica que terminaría por matarle, imponiéndole la maldición de la voz—, acertó a levantar el fervor popular de Sherlock Holmes, un personaje cuyo principal misterio, como dijo T. S. Eliot, asiduo lector de las aventuras del detective, reside en que cada vez que hablamos de él caemos en la fantasía de su existencia. Hace ya mucho tiempo que Holmes y Watson dejaron de habitar el mundo imaginativo de la literatura y, casi desde su mismo nacimiento, empezaron a operar en un proteico imaginario común que aún les permite presentarse en cualquier momento histórico y a instancias incluso del más ridículo de los profesionales del espectáculo, a pesar de lo cual nadie consigue nunca destruir o banalizar su intempestivo encanto.

Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) pertenece a esa familia de escritores —la que va de Daniel Defoe a Ian Fleming— que tuvieron que resignarse a la fortuita emancipación de sus personajes, condenados a servirles y a ser eclipsados por su sombra, reducidos casi al anonimato. Durante toda su vida se esforzó por reivindicar otras obras suyas, como las novelas históricas, sin que nadie le hiciera el menor caso. Ni siquiera le fue aceptada —tampoco tuvo el coraje de permitírselo— su última potestad como autor, la de matar a su detective, y se vio obligado en cambio a librarle de la muerte, ya para siempre y por orden de los lectores, preparando así su ingreso en el limbo que todavía habita.

Conan Doyle nació en Edimburgo, aunque descendía de irlandeses católicos. El severo alcoholismo de su padre propició que fuera educado por unos tíos acaudalados que le costearon una buena formación, primero en la escuela de Stonyhurst y luego en la facultad de medicina de su ciudad natal, donde conoció al doctor Joseph Bell, un cirujano experto en psicología criminal que de vez en cuando impartía seminarios a los estudiantes y cuyo método deductivo fue motivo de inspiración para dibujar los principales rasgos intelectuales de Sherlock Holmes. Durante sus años universitarios sufrió una crisis espiritual que culminó en la ruptura con el catolicismo familiar, cambiado de pronto por el espiritismo y las ciencias ocultas, también por la masonería, algo muy habitual en Inglaterra. Parece increíble que el creador de la mente más lógica y empírica del mundo victoriano tuviera esa debilidad por la parapsicología y las séance, por mucho que fueran muy habituales en su época, pero lo cierto es que el esoterismo se convirtió, desde la muerte de su padre, en el único consuelo que supo encontrar para soportar las pérdidas que sufrió a lo largo de su vida. En sus últimos años llegó incluso a dar crédito a la farsa inventada por una niñas que se fotografiaron con unas hadas de papel.

En 1874 tuvo la suerte de ver a Henry Irving en el papel de Hamlet, en Londres, una interpretación que le impactó tanto como el descubrimiento de la capital británica, cuya atmósfera, ya arquetípica, de calles adoquinadas con retumbar de cascos de caballo y luz de farola atenuada por niebla húmeda es prácticamente un invento suyo, consecuencia de ese primer y contagioso deslumbramiento. Entre 1880 y 1881 tuvo la oportunidad de viajar por mar, en calidad ya de médico, primero a bordo de un ballenero que faenaba en Groenlandia y luego en un carguero con el que conoció la Costa de Oro africana. Tras hacer prácticas en Plymouth, decidió cursar la especialidad de oftalmología en Viena, para instalarse luego como oculista en Londres. Pero como nadie acudía a la consulta, se vio obligado a cultivar su vocación literaria e inventar a Holmes para mantener a su familia, que era numerosa puesto que se casó dos veces. Con su primera esposa, Mary Louise, tuvo dos hijos. Y cuando enviudó consiguió contraer matrimonio con un antiguo amor, Jean Elizabeth Leckie, con quien tuvo tres hijos más. Kingsley, el mayor de los varones, murió en 1918, malherido en la batalla del Somme. Como tantos padres victorianos —Kipling, por ejemplo, o el ilustrador Cecil Aldin—, Conan Doyle vio cómo el mundo de ensueño y policromía que su generación había inventado para sus hijos se convertía en un campo de horror durante la guerra que inauguró el siglo XX. Sherlock Holmes es, de alguna manera, uno de los frutos de esa ingenuidad, al que ahora volvemos para hacernos la ilusión de que no ocurrió lo que vino después.

Sherlock Holmes es fruto de unas influencias literarias muy concretas. Para empezar, es hijo, inevitablemente, de Edgar Allan Poe, en particular del Auguste Dupin de Los crímenes de la calle Morgue, por mucho que el propio Holmes se muestre displicente con su colega en Estudio en escarlata. Conan Doyle también leyó muy provechosamente a Wilkie Collins, fijándose sobre todo en su sargento Cuff —modelado a su vez a partir de Jack Whicher, el detective de Scotland Yard que investigó uno de los casos más truculentos de la época, el asesinato de un niño de tres años, el pequeño de la familia Kent, siendo la principal sospechosa su hermana Constance— y por supuesto a Robert Louis Stevenson —buen amigo tanto de Doyle como del doctor Bell—, de quien admiró sus New Arabian Nights, en especial «The Adventure of the Hansom Cab», que le sirvió como patrón para los relatos de Holmes así como para la caracterización de algunos rasgos de Watson. Asimismo, Conan Doyle importó, de una manera muy deliberada, a pesar de su disimulo, muchas de las innovaciones que en el campo de la literatura policíaca había llevado a cabo el escritor francés Émile Gaboriau, principalmente en Monsieur Lecoq. Y además de Dickens, a quien veneraba, leyó con reverencia a Henry James, tratando de emular su contención estilística y su hondura psicológica. A este respecto, tuvo la honestidad de admitir que la admiración no bastaba para transmitir el talento.

En un principio, el detective tenía que llamarse Sherringford Hope, pero, afortunadamente (¿cuál hubiera sido su fortuna con semejante nombre?), Conan Doyle lo fue transformando poco a poco, primero robándole el apellido a Oliver Wendell Holmes, un médico y criminólogo experto en tabacos al que admiraba mucho, y luego dando con el nombre gracias, quizá, al violinista Alfred Sherlock, entonces de cierta fama. Su primera aparición tuvo lugar en la novela Estudio en escarlata, publicada en 1887, pocos meses antes de que los periódicos informaran de los primeros asesinatos de Jack el destripador en Whitechapel, una sincronización casi inverosímil. Ahí se fundaron las bases del mito: el encuentro entre Watson y Holmes y la común decisión de compartir piso en el 221 B de Baker Street, el papel de Watson como particular Boswell de Holmes, las excentricidades del detective, como su extraña y caprichosa cultura —aunque su pretendida ignorancia es muchas veces una pose calculada para desconcertar a su amigo y biógrafo—, rica en conocimientos de química, de cenizas de tabaco, de literatura sensacionalista, notable en cuestiones de anatomía y bastante profunda en música, donde destaca como intérprete aficionado del violín. A partir de entonces, Holmes y Watson van a formar una pareja ideal de amigos y colaboradores, una relación sólo interrumpida durante unos años por el matrimonio de Watson. Con el tiempo, nos vamos enterando de algunos aspectos oscuros de la personalidad de Holmes, como su tendencia a la depresión —sobre todo cuando no hay casos intrigantes que resolver— y su adicción, duramente reprobada por Watson, a la cocaína, que se inyecta con la célebre solución del siete por ciento.

Tras el considerable éxito de Estudio en escarlata, Conan Doyle publicó en febrero de 1890 El signo de los cuatro, una segunda novela con el mismo protagonista, en la revista Lippincott’s —la misma donde aparecería El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde—, pero el verdadero salto a la fama de Sherlock Holmes tuvo lugar con «Escándalo en Bohemia», el primer relato que la revista Strand lanzó en julio de 1891 y que convirtió al detective en inmensamente popular de la noche a la mañana. El Strand, una revista mensual, sería pionera en muchos aspectos. Fue, por ejemplo, la primera en llevar ilustraciones, algo decisivo a la hora de consolidar el mito de Holmes. La imagen estereotipada del detective —con su pipa de yeso, su gorra de doble visera y su abrigo Ulster— es obra tanto de Doyle como de Sidney Paget, el ilustrador de la revista, que además se basó en su hermano Walter, también dibujante, para dar rostro a Holmes, otorgándole una prestancia y un atractivo que no están tan claros en el texto. Pero da igual, lo excepcional de las historias de Sherlock Holmes es que trascendieron inmediatamente el campo de la literatura para ingresar en un imaginario popular que le ha seguido dando vida en el cine, la animación y las series televisivas. Aunque quizá el género que más se le ajusta sea el relato, lo cierto es que cuando uno lee el canon de Holmes se olvida, si es un lector exigente, de las habituales demandas formales, deponiendo la atención crítica por obra del encanto instantáneo que ejerce el personaje, que diluye de inmediato las limitaciones de su autor. A diferencia de los relatos y las novelas de Henry James, que pocas veces han resistido la adaptación al cine —hasta tal punto dependen del estilo, de las astucias del punto de vista, de la morosidad de su tempo, así como de la conciencia de sus personajes—, las historias de Conan Doyle utilizan la ficción literaria como espacio dramático constitutivamente arbitrario.

La irreversible emancipación del personaje se puso de manifiesto cuando Conan Doyle quiso darle muerte en «El problema final», donde acaba por precipitarse en las cataratas de Reichenbach, abrazado al profesor Moriarty. Era diciembre de 1893 y la publicación del relato creó una conmoción sin precedentes. Cientos de jóvenes se pusieron crespones negros en el sombrero y más de veinte mil lectores cancelaron su suscripción al Strand. El príncipe de Gales —el incorregible Bertie, futuro Eduardo VII—, que en toda su vida sólo leyó las historias de Holmes, estaba desolado, lo mismo que su madre, la reina Victoria, ya de suyo mortecina. La desaparición de Holmes duró diez años, hasta que regresó, por presiones populares y económicas, en «La aventura de la casa deshabitada», donde se explica su ausencia, el período que entre los devotos de Holmes se conoce como «el gran hiato». Poco antes, en 1901, año de la muerte de Victoria, ya había publicado una nueva novela con el detective, El perro de los Baskerville, la más célebre, aunque estaba todavía ambientada en fechas anteriores a su presunta muerte. La resurrección de Holmes constituyó, de hecho, el necesario rito de paso para su definitiva mitificación, una naturaleza que le ha permitido vivir en la imaginación occidental sin tener que rendir cuentas a ninguna convención biográfica. Conan Doyle ya nunca se atrevió a concretar el deceso de su criatura y se permitió tan sólo retirarlo en una pequeña granja de Sussex, dedicado a la filosofía y la apicultura, pero siempre disponible para una nueva variación de su propia leyenda. En su segunda vida, Sherlock Holmes ya habita un mundo tópicamente holmesiano, entregado sin matices a su leyenda, un poco como don Quijote en la segunda parte de su novela.

Una de las características definitorias del canon protagonizado por Sherlock Holmes es que constituye un universo cerrado y siempre vivo, habitado por una comparsa que uno reencuentra siempre con una felicidad pueril, sin esfuerzo y de un modo inmediato. El apartamento que comparten los dos amigos, con los dormitorios contiguos y la sala de estar que les sirve también de estudio y comedor, siempre llena de humo de tabaco y rumor de chimenea, es uno de los espacios más cálidos, acogedores y seguros que un lector puede encontrarse a lo largo de su vida. Desde allí, Holmes y Watson observan el mundo del crimen y del delito que se oculta bajo el puritanismo de la sociedad victoriana. En casa les acompaña siempre el calor maternal de Mrs. Hudson, la casera y eventual ama de llaves. Y afuera, además de todos los delincuentes que alimentan los enigmas por resolver, hay algunos personajes indisociables del mito, como el profesor Moriarty, la verdadera hipóstasis del mal y contrafigura del propio Holmes, cuya fallida muerte intentó ser una metáfora de esa lucha esquemática y fácil entre lo luminoso y lo oscuro que encarnan las dos inteligencias privilegiadas.

De la vida de Holmes sabemos muy poco, tan sólo que tal vez nació un 6 de enero de 1854, que descendía de country squires, de terratenientes con pruritos aristocráticos, que estudió química y que tiene dos hermanos, de los que sólo conocemos a Mycroft, que según el propio Holmes tiene aún mayores capacidades intelectuales y deductivas, sólo que las ha invertido en tareas oficiales, sirviendo al gobierno como asesor. Mycroft es además fundador del club Diógenes, que reúne a los más severos misántropos de Londres, incapaces de tolerar a sus semejantes pero aficionados a la lectura de periódicos, por eso en el club no se puede hablar, so pena de expulsión fulminante. A Moriarty y a Mycroft habría que añadirles el inspector Lestrade de Scotland Yard, el representante de la ley, siempre incapaz de resolver por sus medios los casos que Holmes dilucida. Y también a los maravillosos Baker Street Irregulars, el grupo de chicos pobres que el detective tiene a su servicio como informantes.

Todo es extraordinariamente amable en el mundo de Holmes, incluso la idea de peligro, concebida precisamente para conjurar y olvidar el verdadero espanto, lo mismo que la noción de bien, que casi nunca es problemática. Aunque pertenecen a la misma época, no podemos imaginarnos a Holmes y Watson enfrentándose a los asesinatos de prostitutas a manos de Jack el destripador, que son demasiado terribles. La pareja tampoco hubiera podido soportar el ambiente de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, cuyo espeluznante final revela, sin que ella misma llegue a percatarse, el perturbado estado mental de la institutriz y narradora. Pero aun así, a pesar de esa cualidad típicamente victoriana de cierto estado inocuo de la imaginación —perceptible también en las historias de Kipling y Stevenson, en la poesía de Robert Browning, en el ingenio de Oscar Wilde, en los diseños y el socialismo de William Morris o en el esteticismo virginal de John Ruskin—, Sherlock Holmes posee una radicalidad que a veces le confiere una humanidad compleja capaz de sacudir la rigidez del mito.

Sherlock Holmes se construye como arquetipo gracias a una serie de dobles que afilan su singularidad. Para empezar está el doctor Watson, su biógrafo, médico de profesión, herido de guerra y en definitiva un tipo normal que llega a casarse. Ya hemos dicho que Moriarty es su contrafigura maligna, del mismo modo que Mycroft es su imagen invertida, incluso desde un punto de vista físico —es como Sherlock pero en gordo— como lo es Lestrade en el campo de la criminología. Frente a todos ellos, Holmes opone su soledad y su independencia, su voluntaria exclusión de la vida burguesa y política que encarnan sus compañeros, hasta el punto de renunciar a cualquier asomo de vida sentimental —sobre todo después del desengaño con Irene Adler en «Escándalo en Bohemia», uno de los mejores relatos del canon—, a cualquier recompensa o reconocimiento, a cualquier concesión que comprometa su libertad mental. Su afición a la cocaína es el síntoma más hondo de esa dualidad que le constituye y que denuncia su incapacidad para soportar su propia lucidez cuando no la distrae con misterios aparentemente irresolubles, lo mismo que su gusto por la música alemana —algo en realidad muy poco inglés—, un arte racionalmente irreductible que le sirve como alivio a su esclavitud empírica. Es precisamente en lo menos aparente y virtuoso de su personalidad, en el vaivén entre el ascetismo y las drogas, entre la matemática del crimen y la fuga de la música, en esa renuncia al mundo que sólo se permite diseccionar para no tener que vivirlo, donde late un dolor nunca explicado que da vida a su máscara.

La cultura inglesa ha producido, en la modernidad, la más sólida alternativa a la mitología cristiana entre todas las que conforman la tradición europea. Desde que en el Renacimiento quedaron desplazados, lentamente y por causas políticas, los asuntos sacros, la literatura anglosajona empezó a generar una imaginería —tensada por un pacto lógico que a su vez desata monstruos en el sótano— que pronto aspiró a la universalidad hasta alcanzar, sobre todo en el siglo XX, una indisputable hegemonía. Fue el resultado de una fuerza que empezó con los tapices verbales de Edmund Spenser, siguió con la revolución de Marlowe y Shakespeare, con la concreción emocional de los poetas metafísicos, la épica de Milton, los viajes de Defoe y Swift, la eclosión de la novela a manos, sobre todo, de Richardson, Fielding y Sterne, se complicó luego con la insurgencia religiosa y estética de Blake, con la incomodidad ante su propio éxito de un lord Byron, hasta llegar así, sin solución de continuidad, a la plenitud del siglo XIX, con los Browning y los prerrafaelitas, Dickens y Thackeray, George Eliot y las Brontë, Henry James y Conrad. A diferencia del resto de países europeos, Inglaterra ha conseguido además mantenerse en un constante equilibrio político, sobre todo después de la restauración carolina, con la revolución gloriosa, cuando se sentaron las bases de su moderna monarquía parlamentaria, evitando todas las convulsiones sufridas en el continente desde la Revolución francesa. Quizá por ello, el incansable revival de la estética victoriana, llevado a veces hasta extremos embarazosos, no sea más que una manera de intentar llenar el vacío que, en tantos ámbitos, se abrió en el siglo XX, cuya expresión literaria y artística es ya intraducible al gusto popular, porque es insoportable. Los casos de Holmes están para nosotros en las parábolas de Kafka. Por la misma razón, el vagabundo de Chaplin, como último icono victoriano, no pudo, después de ser confundido con Hitler en El gran dictador, soportar el siglo y tuvo que ser ejecutado por su autor en Monsieur Verdoux, donde al final de la película camina resignado hacia la guillotina por haber tenido que ganarse la vida matando viudas.

El regreso al canon de Sherlock Holmes tiene muchas implicaciones de diverso orden, muy elocuentes con respecto al estado del imaginario colectivo. La más aceptable y bella es que procura el mismo consuelo que la música religiosa, crea una ilusión de comunión y totalidad —el crepitar del fuego en la sala llena de humo, el frío afuera lamiendo los cristales, Watson emborronando cuartillas y Holmes tocando el violín—, restaura una idea del mundo, aquieta nuestro universo moral y nos devuelve el paraíso de la inocencia.

ANDREU JAUME

cap-2

SOBRE ESTA EDICIÓN

Esta edición en tres volúmenes de toda la obra protagonizada por Sherlock Holmes incluye sólo lo que se conoce como el canon, es decir, las cuatro novelas y los cincuenta y seis relatos cuya autoría se puede atribuir sin duda a Sir Arthur Conan Doyle. Para la fijación y la traducción de los textos nos hemos basado en The Penguin Complete Sherlock Holmes, Londres, Penguin, 2009.

A lo largo de los años han ido saliendo posibles textos adicionales —el último en 2015— sin que hayan podido ser autorizados con seguridad, por lo que hemos decidido excluirlos. Al fin y al cabo, como decía Marianne Moore, «las omisiones no son olvidos».

El presente volumen reúne los dos libros de relatos de la primera época de Holmes, es decir, la anterior a su falsa muerte en las cataratas de Reichenbach. Las aventuras de Sherlock Holmes fue publicado por primera vez en 1892, aunque las historias habían aparecido antes en la revista Strand, entre 1891 y 1892, con ilustraciones de Sidney Paget. El libro supuso la consagración inmediata del detective. Dos años más tarde, en 1894, se publicó Memorias de Sherlock Holmes, que reunía los relatos aparecidos en el Strand entre 1892 y 1893, también con ilustraciones de Sidney Paget.

Esther Tusquets (1936-2012), inolvidable escritora y editora, empezó a traducir todo el canon en 2004 para la desaparecida editorial RqueR, donde primero se publicaron las versiones de los dos títulos incluidos en este volumen. Su espléndido trabajo fue una de las últimas manifestaciones de su rigor y de su buen gusto, tan afín a la atmósfera que se respira en estos relatos. Quede también esta edición como homenaje a su memoria.

A. J.

cap-3

SHERLOCK HOLMES

RELATOS 1

cap-4

Las aventuras
de Sherlock Holmes

cap-5

ESCÁNDALO EN BOHEMIA

Para Sherlock Holmes ella es siempre «la mujer». Rara vez le he oído mencionarla con otro nombre. A sus ojos eclipsa a la totalidad de su sexo y la supera. Y no es que sintiera hacia Irene Adler un sentimiento semejante al amor. Todos los sentimientos, y este en particular, parecían abominables a su mente fría, precisa, admirablemente equilibrada. Le considero la máquina razonadora y observadora más perfecta que ha conocido el mundo, pero como amante no hubiera sabido desenvolverse. Nunca hablaba de las pasiones más tiernas, salvo con sarcasmo y desprecio. Eran elementos valiosísimos para el observador, excelentes para descorrer el velo que cubre las motivaciones y acciones humanas. Pero para el avezado pensador admitir semejantes intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento suponía introducir un factor de distracción capaz de generar dudas en todas las conclusiones de su mente. Un grano de arena en un instrumento de precisión, o una grieta en una de sus potentes lupas, no serían más perturbadores que una emoción intensa en un carácter como el suyo. Y, sin embargo, solo existía una mujer para él, y esa mujer era la difunta Irene Adler, de dudosa y cuestionable memoria.

Últimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había distanciado. Mi completa felicidad, y los intereses centrados en el hogar que envuelven al hombre que se ve por primera vez dueño y señor de su propia casa, absorbían toda mi atención, mientras Holmes, cuya misantropía le alejaba de cualquier forma de sociabilidad, seguía en nuestras dependencias de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros, y oscilando, semana tras semana, entre la cocaína y la ambición, entre la somnolencia de la droga y la fiera energía de su ardiente naturaleza. Le seguía atrayendo profundamente, como siempre, el estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de observación a seguir unas pistas y desvelar unos misterios que la policía había abandonado como imposibles. De vez en cuando me llegaba una vaga noticia de sus actividades: que lo habían llamado desde Odessa en el caso del asesinato de Trepoff; que había esclarecido la peculiar tragedia de los hermanos Atkinson en Tricomalee, y por último que había resuelto con delicadeza y eficacia la misión relacionada con la familia real de Holanda. Salvo estos indicios de su actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la prensa, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.

Una noche —era el 20 de marzo de 1888—, regresaba yo de visitar a un paciente, pues había vuelto a ejercer la medicina civil, cuando mi trayecto me llevó a Baker Street. Al pasar ante la puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente a mi noviazgo y a los siniestros incidentes de Estudio en escarlata, me embargó un vivo deseo de volver a ver a Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarias dotes. Sus habitaciones estaban intensamente iluminadas y, al mirar hacia arriba, vi cruzar dos veces la oscura silueta de su figura alta y enjuta tras la persiana. Andaba a paso vivo por la habitación, impaciente, con la cabeza hundida en el pecho y las manos entrelazadas a la espalda. A mí, que conozco todas sus costumbres y sus estados de ánimo, esa actitud y ese modo de moverse me lo decían todo. Holmes estaba trabajando de nuevo. Había salido de los ensueños de la droga y husmeaba impaciente el rastro de un nuevo misterio. Tiré de la campanilla, y me condujeron a la estancia que otrora había sido en parte mía.

La actitud de Holmes no fue efusiva, rara vez lo era, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra, mas con mirada afable, me señaló un sillón, me pasó su caja de cigarros y me indicó una licorera y un sifón. Después se plantó ante la chimenea y me examinó de arriba abajo con su peculiar estilo introspectivo.

—Le sienta bien el matrimonio —observó—. Me parece, Watson, que ha engordado siete libras y media desde la última vez que le vi.

—¡Siete! —respondí.

—Vaya, yo habría dicho que un poco más. Solo un poquito más, Watson. Y observo que ejerce de nuevo. No me dijo que tenía intenciones de volver a su trabajo.

—Entonces ¿cómo lo sabe?

—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco se mojó usted mucho, y que tiene una criada torpe y descuidada?

—Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. De haber vivido hace unos siglos, no cabe duda de que le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y que regresé a casa en estado lamentable, pero me he cambiado de ropa y no puedo entender cómo lo ha deducido. En cuanto a Mary Jane, es incorregible, y mi esposa ya la ha despedido, pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado usted.

Holmes rió entre dientes, frotándose las largas y nerviosas manos.

—Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mis ojos me indican que en la parte interior de su zapato izquierdo, justo donde da la luz del fuego de la chimenea, el cuero está marcado con seis rayas casi paralelas. Es obvio que las hizo alguien que rascó con muy poco cuidado el borde de la suela para desprender el barro incrustado. De ahí mi doble deducción de que ha estado a la intemperie con mal tiempo y de que tiene un espécimen particularmente maligno de rajabotas como criada londinense. En cuanto a su actividad profesional, si un caballero entra en mis aposentos oliendo a yodoformo, con una negra mancha de nitrato de plata en el dedo índice de la mano derecha y un bulto en el lado del sombrero de copa donde esconde el estetoscopio, debería ser realmente lerdo para no identificarlo como un miembro activo de la profesión médica.

No pude evitar una sonrisa ante la facilidad con que había expuesto su proceso deductivo.

—Cuando le escucho exponer sus razonamientos —observé—, me parece todo tan ridículamente sencillo como si pudiera hacerlo con facilidad yo mismo, pero, a cada nuevo paso de su discurrir, quedo desconcertado hasta que me explica el proceso. Y, no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted.

—Desde luego —me respondió mientras encendía un cigarrillo y se dejaba caer hacia atrás en su sillón—. Usted ve, pero no observa. La diferencia es clara. Por ejemplo, ha visto un montón de veces los peldaños que llevan desde el vestíbulo hasta esta habitación.

—Un montón de veces.

—¿Cuántas?

—Bueno, cientos.

—En tal caso, ¿cuántos hay?

—¿Cuántos? No lo sé.

—¡Claro! No se ha fijado, no ha observado. Y, sin embargo, lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete peldaños, porque los he visto y los he observado. A propósito, ya que está interesado en estos problemillas y ha tenido la amabilidad de poner por escrito un par de mis insignificantes experiencias, tal vez le interese esto. —Me alargó una hoja de papel grueso y rosado, que yacía abierta sobre la mesa, y añadió—: Ha llegado en el último correo. Léala en voz alta.

La nota no llevaba fecha, ni tampoco firma ni dirección. Y decía:

Esta noche, a las ocho menos cuarto, le visitará un caballero que desea consultarle un asunto de vital importancia. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reales europeas demuestran que es persona a quien se le pueden confiar asuntos cuyo alcance no puede exagerarse. Estas referencias nos han de distintos puntos llegado. Esté, pues, en sus aposentos a dicha hora, y no le ofenda que su visitante lleve antifaz.

—Es realmente misterioso —comenté—. ¿Qué cree que significa?

—Aún no dispongo de datos. Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno empieza a manipular los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de ajustar las teorías a los hechos. Pero, en cuanto a la nota en sí, ¿qué deduce usted de ella?

Examiné con cuidado la escritura y el papel.

—El hombre que la ha escrito es seguramente una persona acomodada —observé, procurando imitar los procedimientos de mi compañero—. Un papel como este no se compra por menos de media corona el paquete. Es peculiarmente fuerte y consistente.

—Peculiar, esa es la palabra adecuada —dijo Holmes—. No es en absoluto un papel inglés. Colóquelo a contraluz.

Así lo hice, y vi una «e» mayúscula con una «g» minúscula, y una «p» y una «g» mayúsculas con una «t» minúscula, grabadas en la textura del papel.

—¿Qué cree que significa? —preguntó Holmes.

—El nombre del fabricante, sin duda. O, mejor dicho, su monograma.

—En absoluto. La «g» con la «t» significa «Gesellschaft», que en alemán quiere decir «compañía». Es una abreviatura habitual, como nuestra «cía». La «p» significa, por supuesto, «papel». Veamos ahora «eg». Echemos un vistazo a nuestro Diccionario geográfico. —Sacó del estante un pesado volumen marrón—. Eglow, Eglonitz..., aquí lo tenemos, Egria. Está en una región de habla alemana, en Bohemia, no lejos de Carlsbad. «Famoso por haber sido escenario de la muerte de Wallenstein, y por poseer numerosas fábricas de cristal y de papel.» Ajá, muchacho, ¿qué conclusión saca de esto?

Sus ojos centelleaban y expelió de su cigarrillo una triunfal nube azul.

—El papel fue fabricado en Bohemia —dije.

—Exactamente. Y el hombre que ha escrito la nota es alemán. Fíjese en la peculiar construcción de la frase: «Estas referencias nos han de distintos puntos llegado». Un francés o un ruso no pueden haber escrito esto. Solo los alemanes son tan desconsiderados con sus verbos. Por lo tanto, únicamente nos resta descubrir qué desea este alemán que escribe en papel de Bohemia y prefiere usar un antifaz a mostrar su rostro. Y aquí lo tenemos, si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas.

Mientras Holmes decía estas palabras, se oyó un nítido golpeteo de cascos de caballo, y el chirriar de las ruedas contra el bordillo de la acera, seguido de un enérgico campanillazo. Holmes soltó un silbido.

—Parece un tiro de dos caballos, por el sonido —dijo—. Sí —prosiguió, echando un vistazo por la ventana—, un bonito carruaje pequeño y un par de bellezas. Ciento cincuenta guineas cada una. De no haber otra cosa, Watson, al menos hay dinero en este caso.

—Será mejor que yo me vaya, Holmes.

—Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Me siento perdido sin mi cronista. Y esto promete ponerse interesante. Sería una pena desaprovecharlo.

—Pero su cliente...

—No se preocupe por él. Yo puedo necesitar su ayuda, y él también. Aquí llega. Siéntese en este sillón, doctor, y préstenos toda su atención.

Unos pasos lentos y pesados, que habían sonado en la escalera y en el pasillo, se detuvieron de inmediato detrás de la puerta. Siguió un golpe fuerte y autoritario.

—¡Adelante! —dijo Holmes.

Entró un hombre que difícilmente mediría menos de seis pies y seis pulgadas, con el torso y las extremidades de un Hércules. Su vestimenta era lujosa, de un lujo que, en Inglaterra, se hubiera considerado rayano en el mal gusto. Gruesas bandas de astracán ornaban las mangas y los bordes delanteros de su abrigo cruzado, mientras la capa azul oscuro que llevaba sobre los hombros estaba forrada de tela color fuego y se sujetaba al cuello con un broche formado por un solo y resplandeciente berilo. Unas botas de cuero que llegaban hasta media pantorrilla, con el borde orlado de una lujosa piel marrón, completaban la impresión de bárbara opulencia que emanaba de todo el conjunto. El visitante llevaba en la mano un sombrero de ala ancha, y le cubría la parte superior del rostro, hasta debajo de los pómulos, un curioso antifaz negro, que al parecer acababa de ponerse, pues aún mantenía la mano alzada junto a él cuando entró. A juzgar por la parte inferior del rostro, parecía un hombre de carácter fuerte, con un grueso labio inferior colgante y una mandíbula recta y alargada que sugería una firmeza que rayaba en la obstinación.

—¿Ha recibido mi nota? —preguntó con voz áspera y profunda y marcado acento alemán—. Le dije que vendría.

Nos miraba alternativamente al uno y al otro, como si no supiera a cuál de ambos dirigirse.

—Por favor, tome asiento —dijo Holmes—. Le presento a mi amigo y colaborador, el doctor Watson, que en ocasiones tiene la gentileza de ayudarme en mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?

—Puede dirigirse a mí como al conde Von Kramm, un aristócrata bohemio. Entiendo que este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, al que puedo confiar un asunto de la más extrema importancia. De no ser así, prefiero comunicarme con usted a solas.

Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me obligó a volver a sentarme en mi sillón.

—O los dos, o ninguno —dijo—. Puede decir delante de este caballero cualquier cosa que desee decirme.

El conde encogió sus anchos hombros.

—En tal caso —dijo—, debo empezar exigiéndoles se comprometan ambos a absoluto secreto para dos años, pasados los cuales el asunto será no importante. En el presente no es exagerado decir que lo es tanto que puede tener influencia en la historia de Europa.

—Lo prometo —dijo Holmes.

—Yo también.

—Ustedes disculparán este antifaz —prosiguió nuestro extraño visitante—. La augusta persona que emplea mis servicios quiere que su agente no sea conocido por usted, y debo confesar enseguida que el título nobiliario con que me he presentado no es exactamente el mío.

—Estaba seguro de ello —replicó Holmes con sequedad.

—Las circunstancias son de gran delicadeza, y toda precaución ha de ser tomada para sofocar lo que podría crecer hasta convertirse en un escándalo inmenso y comprometer a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, la cuestión implica a la Gran Casa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.

—También estaba seguro de ello —murmuró Holmes, arrellanándose en su butaca y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró con evidente sorpresa la lánguida figura recostada del hombre que sin duda le habían descrito como el razonador más incisivo y el agente más enérgico de Europa. Holmes volvió a abrir lentamente los ojos y observó con impaciencia a su gigantesco cliente.

—Si Su Majestad se dignase condescender a exponer su caso —observó—, yo estaría en mejores condiciones para aconsejarle.

El hombre saltó de su silla y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, presa de una agitación incontrolable. Después, con un gesto desesperado, se arrancó el antifaz y lo tiró al suelo.

—Tiene usted razón —exclamó—. Soy el rey. ¿Por qué habría de intentar ocultarlo?

—¿Por qué, en efecto? —murmuró Holmes—. Antes de que Su Majestad hablara, yo ya estaba seguro de que me dirigía a Guillermo Gottsreich Segismundo von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey hereditario de Bohemia.

—Pero usted debe comprender —dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasándose una mano por la frente blanca y ancha— que no estoy habituado a tratar estos asuntos por mí mismo. Sin embargo, la cuestión era tan delicada que no podía confiarla a un agente sin ponerme en su poder. He venido de incógnito desde Praga con el propósito de consultarle.

—Entonces consúlteme, por favor —dijo Holmes, volviendo a cerrar los ojos.

—Los hechos, resumidos, son estos. Hace unos cinco años, durante una prolongada visita a Varsovia, establecí relación con la famosa aventurera Irene Adler. No dudo que el nombre es familiar para usted.

—Hágame el favor de buscarla en mi índice, doctor —murmuró Holmes sin abrir los ojos.

Durante años mi amigo había seguido el sistema de recortar artículos concernientes a personas y cosas, de modo que era difícil mencionar un tema o un individuo sobre el que no pudiera proporcionar información inmediata. En este caso encontré la biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de un comandante que había escrito una monografía sobre los peces de las grandes profundidades marinas.

—¡Déjeme ver! —dijo Holmes—. ¡Hum! Nacida en New Jersey el año 1858. Contralto... ¡hum! La Scala, ¡hum! Prima donna de la Ópera Imperial de Varsovia... ¡ya! Retirada de la escena... ¡ajá! Vive en Londres... ¡exacto! Creo entender que usted, Majestad, tuvo una aventura con esa joven, le escribió cartas comprometedoras y ahora está ansioso por recuperarlas.

—Exactamente. Pero ¿cómo lograrlo?

—¿Hubo un matrimonio secreto?

—No.

—¿Ningún papel o certificado legal?

—Ninguno.

—En tal caso, no comprendo a Vuestra Majestad. Si esta joven sacara las cartas para hacerle chantaje o con otros propósitos, ¿cómo iba a probar su autenticidad?

—Está mi letra.

—¡Bah! Falsificada.

—Mi papel de cartas personal.

—Robado.

—Mi propio sello.

—Imitado.

—Mi fotografía.

—Comprada.

—En la fotografía aparecemos los dos.

—¡Santo cielo! ¡Esto está muy mal! ¡Realmente Su Majestad ha cometido una indiscreción!

—Estaba loco... trastornado.

—Se comprometió gravemente.

—Entonces solo era príncipe heredero. Era joven. Incluso ahora tengo únicamente treinta años.

—Hay que recuperar la fotografía.

—Lo hemos intentado y hemos fracasado.

—Su Majestad tiene que pagar. Hay que comprarla.

—Ella no quiere vender.

—Entonces, robarla.

—Cinco intentos han sido hechos. Dos veces unos ladrones pagados por mí han registrado su casa. Una vez sustrajimos su equipaje cuando viajaba. Dos veces ha sido asaltada. No ha dado resultado.

—¿Ni rastro de la foto?

—Absolutamente ninguno.

Holmes sonrió.

—Desde luego es un problemilla precioso —dijo.

—Pero muy serio para mí —le reprochó el rey.

—Mucho, claro está. ¿Y qué se propone hacer ella con la fotografía?

—Arruinar mi vida.

—Pero ¿cómo?

—Estoy a punto de casarme.

—Eso he oído.

—Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá usted conozca los estrictos principios de su familia. Ella misma es una verdadera alma de delicadeza. La sombra de una duda sobre mi conducta traería el asunto a su final.

—¿E Irene Adler?

—Amenaza mandarles a ellos la fotografía. Y lo hará. Yo sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un alma de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de las mujeres, y la mente del más resuelto de los hombres. Antes de que yo pueda casarme con otra mujer, no hay nada que ella no esté dispuesta a hacer... ¡nada!

—¿Está seguro de que no la ha enviado aún?

—Estoy seguro.

—¿Por qué?

—Porque ella dijo que la enviaría el día que el compromiso fuera públicamente proclamado. Será el próximo lunes.

—Oh, entonces todavía nos quedan tres días —dijo Holmes con un bostezo—. Es una suerte, porque antes tengo que ocuparme de uno o dos asuntos importantes. ¿Por supuesto Su Majestad se quedará por el momento en Londres?

—Desde luego. Me encontrará en el hotel Langham, bajo el nombre de conde Von Kramm.

—Le enviaré unas líneas para tenerle al corriente de nuestros progresos.

—Hágalo, por favor. Seré todo ansiedad.

—¿Y en cuanto al dinero?

—Tiene usted carta blanca.

—¿Totalmente?

—Le digo que daría una de las provincias de mi reino por esta fotografía.

—¿Y para los gastos inmediatos?

El rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó encima de la mesa.

—Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes —dijo.

Holmes garabateó un recibo en una hoja de su bloc y se lo entregó.

—¿Y la dirección de mademoiselle? —inquirió.

—Briony Lodge, Serpentine Avenue, Saint John’s Wood.

Holmes lo anotó.

—Una pregunta más —dijo—. ¿Era la fotografía de tamaño grande?

—Sí, lo era.

—Entonces, buenas noches, Majestad, y confío en tener pronto buenas noticias que darle. Y buenas noches, Watson —añadió, cuando las ruedas del carruaje real rodaron calle abajo—. Si tiene la amabilidad de pasar por aquí mañana por la tarde a las tres, me encantará discutir ese problemilla con usted.

2

A las tres en punto de la tarde yo estaba en Baker Street, pero Holmes no había regresado todavía. La casera me informó de que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté junto al fuego, dispuesto a esperarle por mucho que tardara. Estaba ya profundamente interesado en la investigación, pues, aunque el caso no presentaba ninguna de las características macabras y extrañas que envolvían los dos crímenes que ya he relatado, su naturaleza y la elevada posición del cliente le conferían un carácter peculiar. Además, al margen de la naturaleza de la investigación que mi amigo se traía entre manos, había algo en su modo de controlar las situaciones, y en sus perspicaces e incisivos razonamientos, que convertía para mí en un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con que desentrañaba los misterios más inextricables. Estaba tan acostumbrado a sus invariables éxitos que la mera posibilidad de un fracaso ni se me pasaba por la mente.

Eran casi las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo con pinta de borracho, desastrado y patilludo, el rostro congestionado y las ropas impresentables. A pesar de lo acostumbrado que yo estaba a las maravillosas dotes de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarle tres veces antes de tener la certeza de que efectivamente era él. Con un gesto de saludo, desapareció en el dormitorio, de donde emergió a los cinco minutos con un traje de tweed y un aspecto tan respetable como siempre. Metiéndose las manos en los bolsillos, estiró las piernas ante la chimenea y rió con ganas unos segundos.

—¡Realmente, realmente! —exclamó.

Y entonces se atragantó y volvió a reír hasta quedar derrengado y sin aliento en la silla.

—¿Qué pasa?

—La cosa no puede ser más chusca. Estoy seguro de que usted no adivinaría jamás cómo he empleado la mañana ni lo que he estado haciendo.

—No puedo imaginarlo. Supongo que ha estado indagando las costumbres o tal vez vigilando la casa de la señorita Irene Adler.

—En efecto, pero el resultado ha sido insólito. Aun así, voy a contárselo todo. Salí de aquí poco después de las ocho, disfrazado de mozo de establo desempleado. Existe una maravillosa camaradería y solidaridad entre los hombres que trabajan con caballos. Si eres uno de ellos, sabrás todo lo que quepa saber. Encontré enseguida Briony Lodge. Es una joya. Tiene un jardín en la parte trasera, pero por delante llega hasta la calle. Dos pisos. Cerradura Chubb en la puerta. Amplio salón a la derecha, bien amueblado, con amplios ventanales hasta el suelo, y estos absurdos pestillos ingleses que hasta un niño podría abrir. Detrás no había nada especial, salvo que se puede acceder a la ventana del pasillo desde el tejado de la cochera. Di la vuelta a la villa y la examiné atentamente desde todos los ángulos posibles, pero no encontré nada que tuviera interés.

»Entonces anduve calle abajo, y resultó, como esperaba, que había unas caballerizas en un callejón que discurre junto a uno de los muros del jardín. Eché una mano a los mozos que estaban cepillando a los caballos, y recibí a cambio dos peniques, un vaso de cerveza, tabaco para cargar dos veces la pipa y cuanta información sobre la señorita Adler podía desear, por no hablar de la información sobre otra media docena de personas del vecindario por las que no sentía el menor interés, pero cuyas biografías me vi obligado a escuchar.

—¿Y qué hay de Irene Adler?

—Oh, ha hecho perder la cabeza a todos los habitantes del lugar. Es la cosa más bonita que camina bajo el sol. Eso dicen al unísono los hombres del Serpentine. Lleva una vida tranquila, da conciertos, sale todos los días a las cinco y regresa a las siete en punto para la cena. Raramente se ausenta a otras horas, excepto cuando canta. Solo tiene un visitante masculino, pero muy asiduo. Es moreno, guapo y elegante. Ningún día la visita menos de una vez, y en ocasiones dos. Se trata de un tal señor Godfrey Norton, de Inner Temple. Observe las ventajas de tener a un cochero como confidente. Lo han llevado a casa una docena de veces desde el Serpentine y lo saben todo acerca de él. Después de escuchar cuanto tenían que decir, empecé a caminar de nuevo por los alrededores de Briony Lodge, y a diseñar mi plan de batalla.

»Evidentemente el tal Godfrey Norton constituía un elemento importante del caso. Era abogado, lo cual no presagiaba nada bueno. ¿Cuál era la relación entre ellos dos y a qué obedecían sus frecuentes visitas? ¿Era Irene su cliente, su amiga o su amante? De ser lo primero, posiblemente habría puesto la fotografía bajo su custodia. De ser lo último, no era tan probable. Y de la respuesta a esta cuestión dependía que yo siguiera con mi trabajo en Briony Lodge o dirigiera mi atención hacia los aposentos del caballero en el Temple. Se trataba de un punto delicado y ampliaba el campo de mi investigación. Temo que le aburro con estos detalles, pero debo exponerle mis pequeñas dificultades si quiero que se haga cargo de cuál es la situación.

—Le sigo atentamente —respondí.

—Todavía estaba dándole vueltas a la cuestión, cuando llegó un cabriolé a Briony Lodge y se apeó un caballero. Muy bien parecido, moreno, de nariz aguileña, con bigote. Era, evidentemente, el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa. Le gritó al cochero que esperase y cruzó como una exhalación junto a la sirvienta que le abrió la puerta, con la desenvoltura de quien se siente en casa.

»Permaneció dentro una media hora, y pude vislumbrarle a través de las ventanas de la sala, andando de un lado a otro, hablando acaloradamente y gesticulando excitado. A ella no alcancé a verla. Finalmente salió, y parecía todavía más agitado que a su llegada. Al subir al carruaje, sacó un reloj de oro y lo miró con ansiedad. “¡Conduzca como si le persiguieran mil demonios!”, ordenó al cochero. “Primero a Gross and Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Saint Monica, en Edgeware Road. ¡Medio soberano si llegamos en veinte minutos!”

»Allá se fueron, y yo me preguntaba si convendría o no seguirles, cuando apareció por el callejón un pequeño y bonito landó; el cochero llevaba la librea solo abrochada hasta la mitad, y la corbata debajo de la oreja, mientras las correas de los arneses se salían de las hebillas. Aún no se había detenido, cuando Irene Adler salió por la puerta del vestíbulo y se metió en el coche. Solo pude vislumbrarla unos segundos, pero era una mujer encantadora, con un rostro por el que un hombre se dejaría matar. “A la iglesia de Saint Monica”, gritó, “y medio soberano si llegamos en veinte minutos”.

»Aquello era demasiado interesante para perdérselo, Watson. Estaba dudando si debía echar a correr o colgarme del landó, cuando apareció un coche de punto. El cochero miró con recelo a un cliente tan andrajoso, pero yo subí de un salto antes de que pudiera objetar nada. “A la iglesia de Saint Monica”, dije, “y medio soberano si llegamos en veinte minutos”. Eran a la sazón las doce menos veinticinco minutos, y era obvio lo que se estaba tramando.

»Mi cochero condujo rápido como una centella. No creo haber ido tan deprisa en mi vida, pero los otros llegaron antes. El cabriolé y el landó, con los caballos humeantes, estaban ya ante la puerta de la iglesia. Pagué al hombre y me apresuré a entrar. En el interior no había un alma, salvo las dos personas a las que yo había seguido y un clérigo con sobrepelliz, que parecía estar discutiendo con ellas. Los tres formaban un grupito delante del altar. Yo avancé por la nave lateral, como cualquier transeúnte ocioso que se mete en una iglesia. De repente, ante mi asombro, los tres se volvieron hacia mí, y Godfrey Norton se me acercó corriendo a toda prisa.

»—¡Gracias a Dios! —gritó—. ¡Usted serv

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