Hannibal (Hannibal Lecter 3)

Thomas Harris

Fragmento

1

Hannibal el Macabro (1365-1428) construyó el castillo Lecter en cinco años y utilizó como mano de obra a los soldados que había hecho prisioneros durante la batalla dě

Zalgiris. El primer día que su banderín ondeó en las torres, ya terminadas, reunió a los prisioneros en la huerta situada justo detrás de las cocinas y, dirigiéndose a ellos desde lo alto del patíbulo, les concedió la libertad para que regresaran a sus hogares, tal como había prometido. Muchos decidieron quedarse en el castillo y permanecer al servicio de su señor, debido a la calidad de sus prebendas.

Cinco siglos más tarde, Hannibal Lecter, de ocho años de edad y el octavo Hannibal de su linaje, se encontraba en la huerta situada justo detrás de las cocinas, en compañía de su pequeña hermana Mischa, tirando pedazos de pan a los cisnes negros que nadaban en las negras aguas del foso. Mischa permanecía agarrada a la mano de su hermano para mantener el equilibrio y ni una sola vez acertó en el interior del foso, pese a los numerosos intentos. Una enorme carpa agitaba las hojas flotantes de los nenúfares y provocaba el revuelo de las libélulas.

En un momento dado, el cisne que lideraba la manada salió del agua y avanzó con sus cortas patas hacia los niños, graznando al enemigo. El ánade conocía bien a Hannibal, pero seguía acercándose a él con las negras alas desplegadas, eclipsando parte del cielo.

—¡Ayyy, Anniba! —gritó Mischa, y fue a esconderse tras la pierna de su hermano.

Hannibal extendió los brazos a ambos lados y a la altura de los hombros, como su padre le había enseñado, y aumentó su alcance con unas ramas de sauce que sostenía en las manos. El cisne se detuvo, consideró la superior envergadura de las alas del niño y regresó al agua para comer.

—Todos los días la misma historia —le dijo Hannibal al cisne.

No obstante, ese día no era como los demás, y el niño se preguntó dónde podrían ir a refugiarse los cisnes.

Mischa, emocionada, tiró el pan al húmedo suelo. Cuando su hermano se agachó para ayudarla, la pequeña tuvo la alegre ocurrencia de embadurnarle de barro la nariz con una manita en forma de estrella. Él le puso una gota de fango en la punta de la nariz, y ambos rieron al verse reflejados en el foso.

Los niños notaron tres fuertes golpes en la tierra y un temblor en el agua, y sus rasgos infantiles se desdibujaron. El estruendo de las explosiones lejanas atravesó los campos. Hannibal levantó en brazos a su hermana y echó a correr hacia el castillo.

El carro usado en las cacerías estaba en el patio, enjaezado a César, el corpulento percherón. Berndt, con su delantal de palafrenero, y el mayordomo, Lothar, cargaban tres pequeños baúles en la parte trasera del carro. El cocinero sacó el almuerzo.

—Señorito Lecter, la señora lo reclama en sus aposentos —informó el cocinero.

Hannibal dejó a Mischa a cargo de la niñera y subió los gastados escalones a todo correr.

El niño adoraba la habitación materna, con sus múltiples aromas, los rostros tallados en los muebles de madera, las pinturas del techo… La señora Lecter pertenecía a la familia de los Sforza por una parte y a la de los Visconti por otra, y había hecho traer al castillo la habitación que tenía en Milán.

La embargaba la emoción, y la luz se reflejaba en sus ojos de color granate con destellos rojizos. Hannibal sostenía el joyero mientras su madre encajaba los labios de un querubín en la moldura para abrir un compartimiento secreto. Sacó las joyas del cofre y un legajo de cartas; no había sitio para todo.

El niño pensó que su madre se parecía al rostro del camafeo de su bisabuela materna que cayó al interior del joyero.

Nubes pintadas en el techo. Cuando era un niño de pecho abría los ojos y veía el busto de su madre fundido con las nubes. El roce de su blusa en la cara. Lo mismo que con el ama de cría: su crucifijo de oro relucía como el sol entre las prodigiosas nubes y se le pegaba a la mejilla cuando ella lo tenía en brazos. Luego le frotaba el moflete para borrar la marca antes de que la señora pudiera verla.

Su padre apareció en la puerta con los libros de contabilidad en las manos.

—Simonetta, debemos irnos.

La ropa de cama de Mischa estaba dentro de su tina de cobre, y la señora ocultó el cofre entre sus pliegues. Echó un vistazo a la habitación. Retiró un pequeño cuadro de Venecia de un trípode situado sobre la cómoda, se quedó pensativa durante un instante y se lo pasó a Hannibal.

—Llévale esto al cocinero. Agárralo por el marco. —Le sonrió—. No manches la parte de atrás.

Lothar sacó la tina para cargarla en el carro del patio, donde Mischa empezaba a inquietarse, incómoda por el ajetreo que la rodeaba.

Hannibal levantó a su hermanita para que le acariciase el hocico a César. La pequeña dio un par de apretones al morro del caballo para ver si sonaba como un claxon. Hannibal cogió un puñado de grano y esparció las simientes sobre el suelo del patio hasta darles forma de «M». Las palomas se abalanzaron sobre ella y formaron una letra viviente. El niño dibujó la letra con el dedo en la palma de la mano de su hermana, ella ya tenía tres años y él estaba impaciente por que aprendiera a leer.

—¡Eme de Mischa! —exclamó Hannibal.

La pequeña correteaba entre los pájaros riendo, y las palomas levantaron el vuelo a su alrededor, rodearon las torres y ascendieron hasta el campanario.

El cocinero, un hombre corpulento ataviado con un delantal blanco, salió con el almuerzo. El caballo lo miró de reojo y siguió sus pasos moviendo una oreja; cuando César era un potrillo, el cocinero lo había echado de la huerta en numerosas ocasiones profiriendo insultos y golpeándolo en la grupa con una escoba.

—Me quedaré para ayudarle a cargar lo que queda en la cocina —le dijo el señor Jakov al cocinero.

—Vaya con el chico —respondió el cocinero.

El conde Lecter agarró a su hijo por la cara con una mano. Sorprendido por el temblor que notó en su padre, el niño lo miró directamente a la cara.

—Tres aviones han bombardeado las vías. El coronel Timka dice que nos queda al menos una semana, si es que llegan hasta aquí. Más adelante, la contienda llegará a las principales carreteras. En el refugio del bosque estaremos bien.

Era el segundo día de la Operación Barbarossa, el rápido avance de Hitler a través de Europa del Este en dirección a Rusia.

2

Berndt caminaba delante del carro por el sendero del bosque, atento a la cabeza del caballo, y apartaba con una media pica suiza las ramas demasiado largas que se interponían en el camino.

El señor Jakov iba a la zaga, montado a lomos de una yegua con las alforjas repletas de libros. No estaba acostumbrado a la monta y se abrazaba al cuello del caballo al pasar por debajo de las ramas. Cuando el sendero era demasiado escarpado, desmontaba para caminar junto a Lothar, Berndt y el mismísimo conde Lecter. Las ramas restallaban tras ellos y volvían a cerrar el paso.

Hannibal olía la crujiente vegetación que aplastaban las ruedas y, bajo su barbilla, el cálido cabello de Mischa, que viajaba sentada en su regazo. Observó con atención el paso de los bombarderos alemanes que surcaban el cielo. Sus estelas formaron una especie de pentagrama, y Hannibal canturreó para su hermana las notas que las volutas negras del fuego antiaéreo habían dibujado en el éter. No resultó una melodía satisfactoria.

—No —replicó Mischa—. Anniba ¡canta Das Mannlein! Juntos cantaron la historia del misterioso hombrecillo del bosque. La niñera se unió al coro del carro traqueteante, y el señor Jakov los acompañó desde la grupa de su caballo, aunque hubiera preferido no cantar en alemán.

Ein Mannlein steht im Walde ganz still und stumm, Es hat von lauter Purpur ein Mantlein um,
Sagt, wer mag das Mannlein sein
Das da steht im Walde allein
Mit dem purporroten Mantelein…

Luego de dos horas de penoso recorrido llegaron a un claro situado bajo la bóveda de árboles majestuosos.

Tras sus tres siglos de existencia, el refugio de caza había pasado de ser un albergue rudimentario a una cómoda vivienda, con una fachada de entramado de madera y un techo de inclinación pronunciada que la protegía de las nevadas. Tenía un pequeño granero equipado con dos casillas y un anexo que hacía las veces de caseta para los jornaleros. Además, detrás del refugio había un retrete de estilo victoriano con filigranas talladas en la madera, cuyo techo asomaba justo por encima del seto que servía de separación.

En los cimientos de la casa todavía podían verse los restos de las piedras de un altar construido por los adoradores de culebras durante la Alta Edad Media.

Hannibal vio que una culebra escapaba de ese lugar ancestral cuando Lothar cortó unas cuantas enredaderas para que la niñera pudiera abrir las ventanas.

El conde Lecter acariciaba al poderoso caballo mientras el animal bebía del cubo del pozo toda el agua que podía.

—El cocinero ya habrá cargado lo que quedaba en la cocina cuando regreses, Berndt. César puede pasar la noche en un establo para él solo. Regresad con la primera luz del alba, no más tarde. Os quiero bien lejos del castillo cuando haya salido el sol.

Vladis Grutas entró en el patio del castillo Lecter con una complacida expresión en el rostro y escrutó con detenimiento todas las ventanas.

—¡Hola! —saludó agitando una mano.

Grutas era un hombre espigado de cabello pajizo, vestía de paisano y sus ojos eran de color azul claro, como dos círculos de cielo despejado.

—¡Ah del castillo! —volvió a gritar. Al no recibir respuesta se dirigió hacia la entrada de la cocina y encontró cajas de víveres amontonadas en el suelo. Metió a toda prisa paquetes de azúcar y café en la bolsa que llevaba. La puerta de la despensa estaba abierta. Miró escalera abajo y vio una luz encendida.

Profanar la guarida de otra criatura es el tabú más antiguo. A ciertos espías, como era el caso, el entrar en un lugar a hurtadillas les provoca excitación.

Grutas descendió por la escalera hasta la gélida y cavernosa atmósfera de las mazmorras abovedadas del castillo. Se asomó por detrás de una arcada y vio que la verja de acero que daba a las cavas estaba abierta.

Se oyó un crujido. Grutas vio los estantes que se alzaban desde el suelo hasta el techo, llenos de botellas de vino, y la corpulenta sombra del cocinero moviéndose por la habitación mientras trabajaba a la luz de dos faroles. En la mesa de catas, situada en el centro de la estancia, había una serie de paquetes cuadrados y, junto a ellos, un pequeño cuadro con un abigarrado marco.

Grutas enseñó los dientes cuando vio al gordo hijo de puta del cocinero. Estaba trabajando sobre la mesa, con la ancha y blanca espalda hacia la puerta. Se oía el crujir del papel.

El intruso se pegó a la pared, oculto a la sombra de la escalera.

El cocinero envolvió el cuadro con papel, lo ató con hilo de bramante e hizo un paquete idéntico a los demás. Sosteniendo un farol con la mano que le quedaba libre, estiró la otra y tiró de una araña de hierro forjado que colgaba justo encima de la mesa de catas. Se oyó un clic y, al fondo de la bodega, un extremo de la estantería llena de botellas se separó unos centímetros de la pared. El cocinero apartó el estante y se oyó el gemido de unas bisagras; detrás había una puerta.

Entró en la habitación oculta detrás de la bodega y colgó uno de los faroles en la pared. A continuación metió los paquetes en su interior.

Estaba empujando la estantería de las botellas de vino para cerrar la entrada secreta, dando la espalda a la puerta, cuando Grutas aprovechó para subir los escalones. Oyó un tiro en el exterior y, luego, la voz del cocinero procedente de abajo.

—¿Quién anda por ahí? —preguntó, y salió a perseguir al intruso, subiendo la escalera a una velocidad increíble para un hombre corpulento.

—¡Alto ahí! ¡Usted no debería estar aquí!

Grutas atravesó la cocina

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