Las dos después de medianoche

Stephen King

Fragmento

UNO

Malas noticias para el capitán Engle. La niña ciega. El perfume de la dama. La banda de los Dalton llega a Tombstone. El extraño caso del vuelo 29.

1

Exactamente a las diez y catorce minutos de la noche, Brian Engle detuvo el American Pride L1011 ante la puerta 22 y apagó el letrero luminoso de abróchense el cinturón. Luego, dejó escapar un silbante suspiro entre los dientes y se desprendió del arnés de seguridad que le sujetaba los hombros.

No recordaba la última vez que se había sentido tan aliviado, y tan cansado, al término de un vuelo. Tenía un intenso y desagradable dolor de cabeza, y ya había decidido qué haría por la noche. Nada de tragos en el salón de oficiales ni de cena; ni siquiera de un baño cuando regresara a Westwood. Tenía intención de echarse en la cama y dormir catorce horas seguidas.

El vuelo 7 de American Pride —Servicio Flagship de Tokio a Los Ángeles— se había demorado por la aparición de fuertes vientos contrarios y por la típica congestión del LAX, que era, según Engle, el peor aeropuerto de Estados Unidos sin contar el de Logan, en Boston. Para colmo, durante la última parte del viaje había surgido un problema en el sistema de presurización, al principio sin importancia, pero que fue empeorando gradualmente hasta convertirse en algo preocupante. De hecho, había estado a punto de producirse una descompresión explosiva, aunque por suerte se había detenido a tiempo. A veces, esos problemas se estabilizan repentina y misteriosamente, y eso era lo que había sucedido en esa ocasión. Los pasajeros que estaban desembarcando ahora desde el otro lado de la cabina de control no tenían ni la más remota idea de lo cerca que habían estado de convertirse en paté humano durante el vuelo de esa noche desde Tokio, pero Brian sí, y eso le había provocado una jaqueca espantosa.

—Este cabrón va a ir derecho a que le hagan un diagnóstico —dijo a su copiloto—. Saben que va y saben cuál es el problema, ¿correcto?

El copiloto asintió.
—No les gusta, pero lo saben.
—Me importa una mierda lo que les guste o deje de gustarles, Danny. Esta noche hemos estado a punto.

Danny Keene asintió. Sabía que era cierto.

Brian suspiró y se frotó la nuca. La cabeza le dolía como una muela cariada.

—Tal vez me esté haciendo viejo para este negocio. Naturalmente, era el tipo de comentario que todos los de la profesión hacían de vez en cuando, sobre todo al terminar un turno malo. Brian sabía perfectamente que no era demasiado viejo para el trabajo, que a los cuarenta y tres años apenas había entrado en la mejor edad para un piloto de aviación. Sin embargo, esa noche casi lo creía. ¡Dios! Estaba muy cansado.

Se oyó un golpe en la puerta de la cabina. Steve Searles, el navegante, se volvió y abrió sin ponerse de pie. Al otro lado de la puerta había un hombre con el uniforme verde de American Pride. Parecía un funcionario del control de pasajeros, pero

Brian sabía que no lo era. Era John (o quizá James) Deegan, subdelegado de operaciones de American Pride en el LAX.

—¿Capitán Engle?
—¿Sí?

De pronto, las alarmas internas se pusieron en funcionamiento y la jaqueca empeoró. Su primera idea, no producto de la lógica sino de la tensión y la fatiga, fue que iban a intentar hacerlo responsable de la nave averiada. Era una idea paranoica, por supuesto, pero es que él estaba paranoico.

—Me temo que tengo malas noticias para usted, capitán. —¿Se trata de la fuga de presión? —preguntó Brian, elevando el tono de voz en exceso, por lo que resultó inevitable que algunos de los pasajeros miraran a su alrededor.

Deegan meneaba la cabeza.
—Se trata de su esposa, capitán Engle.

Por un instante, Brian no tuvo ni la menor idea de acerca de qué hablaba el hombre. Se quedó inmóvil, mirándolo con la boca abierta y sintiéndose exquisitamente estúpido. Después comprendió. Por supuesto, se refería a Anne.

—Mi ex esposa. Nos divorciamos hace dieciocho meses. ¿Qué le pasa?

—Ha habido un accidente —dijo Deegan—. Será mejor que suba a mi oficina.

Brian lo miró con curiosidad. Después de las tres largas y tensas últimas horas, todo aquello parecía extrañamente irreal. Reprimió el impulso de decirle a Deegan que si era una especie de Objetivo indiscreto, podía irse a joder a otro. Pero, por supuesto, no lo era. Los jefazos de las compañías aéreas no eran gente dada a las bromas, y menos a expensas de los pilotos que habían estado a punto de tener desagradables problemas en pleno vuelo.

—¿Qué le pasa a Anne? —se oyó preguntar Brian, esta vez en voz más baja. Era consciente de que su copiloto lo miraba con cautelosa compasión—. ¿Se encuentra bien?

Deegan bajó la mirada hacia sus brillantes zapatos. Entonces, Brian supo que las noticias eran muy malas y que Anne se hallaba muy lejos de estar bien. Lo supo, pero le resultó imposible creerlo. Anne solo tenía treinta y cuatro años, estaba sana y era una mujer de hábitos moderados. Por otra parte, en más de una ocasión Brian había pensado que era la única conductora completamente cuerda de la ciudad de Boston, e incluso tal vez de todo el estado de Massachusetts.

Ahora se oyó preguntar otra cosa. Realmente era como si un extraño se le hubiera metido en el cerebro y usara su boca a modo de micrófono:

—¿Está muerta?

John o James Deegan miró a su alrededor como si buscara ayuda, pero junto a la puerta solo había un auxiliar de vuelo deseando a los pasajeros una agradable noche en Los Ángeles y lanzando de vez en cuando miradas ansiosas hacia la cabina, probablemente preocupado por lo mismo que se le había ocurrido a Brian, es decir, que por alguna razón iban a culpar a la tripulación de la lenta fuga de presión que había convertido en una pesadilla las últimas horas del vuelo. Deegan estaba solo. Volvió a mirar a Brian y asintió.

—Sí. Me temo que sí. ¿Tendrá la amabilidad de acompañarme, capitán Engle?

2

Quince minutos después de la medianoche, el capitán Engle se acomodaba en el asiento 5A correspondiente al vuelo 29 de American Pride, el Buque Insignia de la ruta Los Ángeles-Boston. Unos quince minutos más tarde, aquel vuelo nocturno conocido por los viajeros transcontinentales como el «ojo rojo» estaría en el aire. Recordaba haber pensado hacía un rato que, si el LAX no era el aeropuerto comercial más peligroso de Estados Unidos, entonces lo era Logan. A causa de la más desagradable de las coincidencias, ahora tendría la oportunidad de experimentar ambos lugares en cuarenta y ocho horas: el LAX como piloto y Logan como viajero con pase.

Su jaqueca, que había ido de mal en peor desde el aterrizaje con el vuelo 7, se hizo más intensa.

Un incendio —pensó—. Un maldito incendio. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasó con los detectores de humo? ¡Era un edificio nuevo!

Se le ocurrió que en los últimos cuatro o cinco meses apenas había pensado en Anne. Al parecer, durante el primer año posterior al divorcio, Anne era lo único en lo que había pensado: qué hacía, qué ropa llevaba y, naturalmente, con quién salía. Cuando por fin se puso en marcha el proceso de curación, todo sucedió muy rápido, como si le hubieran inyectado un antibiótico revitalizador del espíritu. Había leído lo suficiente sobre el divorcio para saber cuál solía ser ese agente revitalizador: no un antibiótico, sino otra mujer. En otras palabras, el efecto reactivo.

Pero, en el caso de Brian, no había otra mujer, al menos por el momento. Tan solo algunas citas y un cauteloso encuentro sexual (había llegado a convencerse de que en la era del SIDA todos los encuentros sexuales extramatrimoniales eran cautelosos), pero ninguna otra mujer en serio. Simplemente, se había curado.

Brian observó la llegada de los demás pasajeros. Una mujer joven, de cabello rubio, caminaba junto a una niña con gafas oscuras. La mano de la niña se apoyaba en el codo de la rubia. La mujer murmuró algo y la niña miró inmediatamente hacia donde sonaba la voz. Brian comprendió que era ciega por el peculiar gesto de la cabeza. Le hizo gracia pensar en la cantidad de cosas que revelaban los pequeños gestos.

Anne —pensó—. ¿No tendrías que estar pensando en Anne? Pero su cansado cerebro insistía en apartarse del tema. Anne había sido su esposa. Anne era la única mujer a quien había pegado. Anne, ahora, estaba muerta.

Se le ocurrió que podía organizar una gira de conferencias para hablar a grupos de divorciados. O de divorciadas, le daba igual. El tema sería el divorcio y el arte del olvido.

El momento ideal para el divorcio es poco después del cuarto aniversario —les diría—. Vean mi caso. Pasé el año siguiente en el purgatorio, preguntándome cuál era mi parte de culpa y cuál la de ella, preguntándome si había sido correcto o incorrecto presionarla con el tema de los hijos. Ese era el problema entre nosotros: nada dramático, como las drogas o el adulterio, sino el eterno dilema entre hijos y carrera. Después fue como si tuviera un ascensor dentro de la cabeza y Anne estuviera dentro, y el ascensor se precipitara al vacío…

Sí, se había derrumbado. Y durante los últimos meses Brian había conseguido no pensar en Anne, ni siquiera cuando tenía que enviarle el cheque de la pensión. Era una cantidad muy razonable, muy civilizada, sobre todo considerando que Anne ganaba ochenta mil al año sin impuestos. La pagaba su abogado, y era un gasto más del presupuesto mensual que este le enviaba a Brian, un pequeño gasto de dos mil dólares perdido entre la cuenta de la luz y el pago de la hipoteca de su apartamento.

Vio acercarse por el pasillo a un adolescente con aire desgarbado, un estuche de violín bajo el brazo y un yarmulke en la cabeza. El chico parecía nervioso y excitado, y tenía los ojos llenos de futuro. Brian lo envidió.

Durante el último año de matrimonio había habido mucha amargura y cólera entre ellos, hasta que por último, unos cuatro meses antes del fin, sucedió: su mano dijo «ve», antes de que su cerebro pudiera decir «no». No le gustaba recordarlo. Ella había bebido demasiado en una fiesta y cuando regresaron a casa empezó a fastidiarlo.

«Brian, no sigas dándome la lata con eso. Simplemente, déjame tranquila. No hablemos más de niños. Si quieres una prueba de esperma, ve al médico. Mi trabajo es la publicidad, no hacer niños. Estoy harta de tus tonterías machist…»

Entonces fue cuando la abofeteó, con violencia y en la boca. El golpe había interrumpido con brutal limpieza la última palabra. Se quedaron mirándose uno a otro en el apartamento donde ella moriría más tarde, ambos más escandalizados y asustados de lo que estaban dispuestos a admitir (aunque quizá ahora, sentado en el asiento 5A y mirando subir a los pasajeros del vuelo 29, Brian estaba admitiéndolo finalmente). Ella se tocó la boca, que había empezado a sangrar, y le mostró los dedos.

«Me has pegado», dijo. En su voz no había ira, sino perplejidad. A él se le ocurrió que tal vez fuera la primera vez que alguien ponía una mano airada sobre una parte del cuerpo de Anne Quinlan Engle.

«Sí —contestó—. Puedes apostar a que lo hice. Y volveré a hacerlo si no te callas. No vas a volver a fustigarme con esa lengua, encanto. Será mejor que te pongas un candado, te lo digo por tu bien. Se acabó. Si lo que quieres es tener a alguien dando vueltas por la casa, cómprate un perro.»

El matrimonio siguió funcionando a duras penas unos meses más, pero en realidad había terminado en el instante en que la palma de la mano de Brian tocó violentamente la comisura de la boca de Anne. Lo había provocado, Dios sabía que lo había provocado, pero de todos modos habría dado cualquier cosa por borrar ese desdichado segundo.

Mientras los últimos pasajeros subían a bordo, pensaba de un modo casi obsesivo en el perfume de Anne. Recordaba exactamente su fragancia, pero no su nombre. ¿Cómo se llamaba? ¿Lissome? ¿Lithsome? ¿Lithium? ¡Por el amor de Dios! El nombre danzaba apenas a unos milímetros de su alcance. Era enloquecedor.

La echo de menos —pensó estúpidamente—. Ahora que se ha ido para siempre, la echo de menos. ¿No es sorprendente?

¿Lawnboy? ¿Algún nombre estúpido como ese? ¡Basta! —ordenó a su fatigado cerebro—. Olvídalo. Vale —aceptó su cerebro—. No hay ningún problema, puedo dejarlo. Puedo dejarlo en el momento que quiera. ¿No sería Lifebuoy? No, eso es un jabón. Lo siento. ¿Lovebite? ¿Lovelorn?

Brian se ajustó el cinturón, se reclinó, cerró los ojos y aspiró un perfume al que no podía dar nombre.

Entonces, la azafata le habló. Por supuesto. Brian Engle tenía la teoría de que a las azafatas las adiestraban en un curso para posgraduados que podría llamarse «Aprenda a fastidiar al ganso», para que no ofrecieran ningún servicio a los pasajeros mientras estos no hubieran cerrado los ojos. Y, por supuesto, debían esperar hasta estar razonablemente seguras de que el pasajero dormía, antes de despertarlo para preguntarle si quería una manta o una almohada.

—Perdone… —empezó a decir. Pero se detuvo.

Brian vio que sus ojos iban de las charreteras de su chaqueta negra a la gorra, con su incomprensible garabato de huevos revueltos, colocada en el asiento vacío que había junto a él.

La muchacha volvió a pensárselo y comenzó de nuevo. —Perdone, capitán, ¿le apetece café o zumo de naranja? A Brian le divirtió ver que la había turbado un poco. Hizo un gesto en dirección a la mesa situada al principio del compartimiento, exactamente debajo del pequeño monitor rectangular. Sobre la mesa había dos cubos de hielo. De cada uno de ellos sobresalía el esbelto cuello verde de una botella de vino.

—Naturalmente, también hay champán.

Engle lo meditó durante un instante, pero muy brevemente. Love Boy casi casi… pero te quedas sin cigarro de la victoria.

—Nada, gracias —dijo—. Y no querré ningún servicio durante el vuelo. Creo que dormiré hasta Boston. ¿Cuál es el informe meteorológico?

—Nubes a seis mil metros desde las Grandes Llanuras hasta Boston, pero sin problemas. Estaremos a once mil. ¡Ah! Hemos recibido informes acerca de la aurora boreal sobre el desierto de Mohave. Tal vez quiera verla.

Brian arqueó las cejas.

—Debe de estar bromeando. ¿La aurora boreal sobre California? ¿Y en esta época del año?

—Es lo que nos han dicho.
—Alguien ha estado tomando droga barata —comentó Brian, y ella rió—. Creo que solo dormiré, gracias.

—Muy bien, capitán —dijo, y vaciló una vez más antes de continuar—. Usted es el capitán que acaba de perder a su esposa, ¿no?

La jaqueca latía y gruñía, pero Brian se obligó a sí mismo a sonreír. La mujer, que en realidad era apenas una niña, no lo hacía con mala intención.

—Era mi ex esposa. Pero sí, lo soy.
—Lamento muchísimo su pérdida.
—Gracias.
—¿He volado antes con usted, señor?

La sonrisa de Brian reapareció.
—No lo creo. Durante los últimos cuatro años más o menos he estado en servicio transatlántico —respondió, y, como parecía necesario, le tendió la mano—. Brian Engle.

Ella la estrechó.
—Melanie Trevor.

Engle sonrió otra vez, después se echó hacia atrás y volvió a cerrar los ojos. Se dejó ir, pero no quiso quedarse dormido. Los anuncios anteriores al vuelo, seguidos del ruido del despegue, volverían a despertarlo. Ya tendría tiempo de dormir cuando estuvieran en el aire.

El vuelo 29, como la mayoría de los vuelos de madrugada, despegó enseguida. Brian pensó que aquella característica debía de figurar en primer lugar en su negra lista de atractivos. El avión era un Boeing 767 con algo más de la mitad de su pasaje máximo. En primera clase había otra media docena de pasajeros. Ninguno de ellos le pareció borracho o pendenciero. Eso era bueno. Tal vez consiguiera realmente dormir durante todo el viaje hasta Boston.

Miró pacientemente a Melanie Trevor mientras ella señalaba las puertas de emergencia, demostraba cómo usar la mascarilla en caso de pérdida de presión (procedimiento que, no hacía mucho, Brian había revivido interiormente con cierta urgencia) y cómo inflar el salvavidas que había debajo de cada asiento. Cuando el avión alcanzó la altitud de crucero, la muchacha se acercó a él y volvió a preguntarle si quería beber algo. Brian meneó la cabeza, le dio las gracias y apretó el botón que reclinaba el asiento. Cerró los ojos e inmediatamente se quedó dormido.

Nunca volvió a ver a Melanie Trevor.

3

Unas tres horas después de que el vuelo 29 despegara, una niña llamada Dinah Bellman se despertó y preguntó a su tía Vicky si podía tomar un vaso de agua.

La tía Vicky no contestó, así que Dinah volvió a preguntar. Al no obtener respuesta, se estiró para tocar el hombro de su tía; pero ya estaba segura de que su mano solo tocaría el respaldo de un asiento vacío, y eso fue lo que ocurrió. El doctor Feldman le había dicho que los niños ciegos de nacimiento solían desarrollar una gran sensibilidad —casi como una especie de radar— con relación a la presencia o ausencia de gente en sus inmediaciones, pero en realidad Dinah no necesitaba esa información. Sabía que era cierto. No funcionaba siempre, pero casi, sobre todo si la persona en cuestión era su lazarillo.

Bueno, debe de haber ido al lavabo y volverá enseguida, pensó Dinah. Pero de todos modos sintió una extraña y difusa inquietud. No se había despertado de golpe. Había sido un proceso lento, como el de un buceador emergiendo de un lago. Si la tía Vicky, que tenía el asiento de ventanilla, la hubiese rozado para salir al pasillo en los dos últimos minutos, Dinah lo habría notado.

Así que se fue antes —se dijo—. Tal vez hubiera tenido necesidad de hacer un Número Dos… no pasa nada, Dinah. O tal vez al volver se detuvo a charlar con alguien.

El problema era que Dinah no oía hablar a nadie en la clase turista del gran avión; solo oía el ronroneo regular de los motores del jet. La sensación de intranquilidad aumentó.

La voz de la señorita Lee, su terapeuta (aunque Dinah siempre pensaba en ella como la maestra de ciegos), sonó en el interior de su cabeza: No debes tener miedo del miedo, Dinah. Todos los niños tienen miedo de vez en cuando, sobre todo en situaciones nuevas. Y más los niños ciegos. Créeme, lo sé. Y Dinah la creía porque, al igual que ella, la señorita Lee era ciega de nacimiento. No renuncies a tu miedo, pero tampoco te entregues a él. Conserva la calma e intenta razonar. Te sorprenderá la cantidad de veces que este sistema funciona.

Sobre todo en situaciones nuevas.

Bien, eso coincidía. Aquella era la primera vez que Dinah volaba en algo. Nunca lo había hecho, y menos para realizar un viaje de costa a costa montada en un inmenso jet transcontinental.

Intenta razonar.

Veamos, había despertado en un lugar extraño y su lazarillo se había ido. Desde luego eso resultaba inquietante pese a saber que la ausencia era temporal. Al fin y al cabo, su lazarillo no podía haber decidido irse al Taco Bell más cercano porque tenía hambre, si estaba encerrada en un avión que volaba a once mil metros de altura. En cuanto al extraño silencio que reinaba en la cabina…, bueno, al fin y al cabo, aquel vuelo era nocturno, el «ojo rojo». Tal vez los otros pasajeros estuvieran durmiendo.

¿Todos?, preguntó incrédula la parte preocupada de su cerebro. ¿TODOS están dormidos? ¿Es eso posible?

Y entonces encontró la respuesta: la película. Los que estaban despiertos miraban la película. Por supuesto.

Se sintió invadida por un alivio casi palpable. La tía Vicky le había dicho que la película era Cuando Harry encontró a Sally, con Billy Crystal y Meg Ryan, y que pensaba verla…, si conseguía no dormirse, claro.

Dinah pasó la mano con suavidad por el asiento de su tía, buscando los auriculares, pero no estaban allí. En lugar de eso, sus dedos encontraron un libro de bolsillo. Seguramente era una de esas novelas románticas que le gustaban a la tía Vicky, donde, como ella decía, se hablaba de los tiempos en que los hombres eran hombres, en lugar de serlo las mujeres.

Los dedos de Dinah avanzaron un poco más y encontró otra cosa: piel suave, de grano fino… Un instante después identificó una cremallera y luego la tira de cuero.

Era el bolso de la tía Vicky.

La inquietud de Dinah retornó, esta vez duplicada. Sobre el asiento de la tía Vicky no estaban los auriculares, pero sí su bolso, que contenía todos los cheques de viaje, salvo uno de veinte dólares que estaba en el monedero de Dinah. Lo sabía porque antes de salir de su casa, en Pasadena, había oído a su madre y a la tía Vicky hablando sobre ese asunto.

¿Acaso la tía Vicky se iría al lavabo dejando su bolso sobre el asiento? ¿Lo haría, teniendo en cuenta que su compañera de viaje no solo tenía diez años, sino que estaba dormida y además era ciega?

Dinah no lo creía.

No renuncies a tu miedo, pero tampoco te entregues a él. Conserva la calma e intenta razonar.

Sin embargo, no le gustaba ese asiento vacío, y tampoco el silencio que reinaba en el avión. Le parecía muy sensato que la mayoría de la gente estuviera durmiendo y que los que estaban despiertos guardaran silencio por consideración a ellos, pero seguía sin gustarle. Dentro de su cerebro desp

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