It (Eso)

Stephen King

Fragmento

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Índice

It (Eso)

Primera parte. La montaña de cristal
I. Después de la inundación (1957)
II. Después del festival (1984)
III. Seis llamadas telefónicas (1985)
Derry: El primer interludio
Segunda parte. Junio de 1958
IV.Ben Hanscom sufre una caída
V.Bill Denbrough sale pitando (I)
VI.Uno de los desaparecidos: Relato del verano de 1958
VII.El dique en los Barrens
VIII.La habitación de Georgie y la casa de Neibolt Street
IX.La limpieza
Derry: El segundo interludio
Tercera parte. Adultos
X.La reunión
XI.Paseos
XII.Tres huéspedes sin invitación
Derry: El tercer interludio
Cuarta parte. Julio de 1958
XIII.La apocalíptica batalla a pedradas
XIV.El álbum
XV.El pozo de humo
XVI.La fractura de Eddie
XVII. Otro de los desaparecidos: La muerte de Patrick Hockstetter
XVIII.El tirachinas
Derry: El cuarto interludio
Quinta parte. El rito de Chüd
XIX. En las vigilias de la noche
XX. El círculo se cierra
XXI.Debajo de la ciudad
XXII.El rito de Chüd
XXIII.La salida
Derry: El último interludio

Epílogo. Bill Denbrough sale pitando (II)

Notas

Biografía

Créditos

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Esta vieja ciudad ha sido hogar desde que yo recuerde

y aquí estará después que me haya ido.

A un lado y al otro, échale una mirada.

Aunque venida a menos, te llevo hasta en los huesos.

The Michael Stanley Band

¿Qué buscas, viejo amigo?

Después de tantos años, a qué vienes

con sueños que albergaste

bajo cielos ajenos

muy lejos de tu tierra.

GEORGE SEFERIS

Del azul del cielo al negro de la nada.

NEIL YOUNG

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PRIMERA PARTE

LA SOMBRA, ANTES

¡Empiezan!

Las perfecciones se acentúan.

La flor extiende sus coloridos pétalos

amplios al sol.

Pero la lengua de la abeja

no les acierta.

Se hunden de nuevo en el lodo

dando un grito

—puede decirse que es un grito

que repta sobre ellos, un estremecimiento

mientras se marchitan y se esfuman…

WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson

     Nacido en una ciudad de muertos.

BRUCE SPRINGSTEEN

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I. DESPUÉS DE LA
INUNDACIÓN (1957)

1

El terror, que no terminaría por otros veintiocho años —si es que terminó alguna vez—, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un barco de papel que flotaba a lo largo del arroyo de una calle anegada de lluvia.

El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a enderezarse en medio de traicioneros remolinos y continuó su marcha por Witcham Street hacia el cruce de ésta y Jackson. El semáforo de la esquina estaba a oscuras y también todas las casas, en aquella tarde de otoño de 1957. Llovía sin cesar desde hacía una semana y dos días atrás habían llegado los vientos. Desde entonces, la mayor parte de Derry había quedado sin corriente eléctrica y aún seguía así.

Un chiquillo de impermeable amarillo y botas rojas seguía alegremente al barco de papel. La lluvia no había cesado, pero al fin estaba amainando. Caía sobre la capucha amarilla del impermeable y a oídos del niño sonaba como lluvia sobre el tejado de un cobertizo … un sonido reconfortante, casi acogedor. El niño se llamaba George Denbrough. Tenía seis años. William, su hermano, a quien los niños de la escuela primaria de Derry conocían como Bill el Tartaja, estaba en su casa recuperándose de una aguda gripe. En ese otoño de 1957, ocho meses antes de que comenzasen realmente los horrores y veintiocho años antes del desenlace final, Bill el Tartaja tenía diez años.

El barquito junto al cual corría George era obra de Bill. Lo había hecho sentado en su cama, con la espalda apoyada en un montón de almohadas, mientras la madre tocaba Para Elisa en el piano de la sala y la lluvia batía monótonamente la ventana de su habitación.

A un tercio de manzana, camino del semáforo apagado, Witcham Street estaba cerrada al tráfico por varios toneles de brea y cuatro caballetes color naranja en los que se leía: AYUNTAMIENTO DE DERRY DEPARTAMENTO DE OBRAS PÚBLICAS. Tras ellos, la lluvia había desbordado alcantarillas atascadas con ramas, piedras y cúmulos de pegajosas hojas otoñales. El agua había horadado el pavimento al principio y arrancado luego grandes trozos. Hacia el mediodía del cuarto día de lluvia, algunos trozos de pavimento eran arrastrados por la intersección de Jackson y Witcham como témpanos de hielo en miniatura. Muchos habitantes de Derry habían empezado por entonces a hacer chistes nerviosos sobre el Arca. El Departamento de Obras Públicas se las había arreglado para mantener abierta Jackson Street, pero Witcham estaba intransitable desde las barreras hasta el centro mismo de la ciudad.

Todos estaban de acuerdo, sin embargo, en que lo peor había pasado. El río Kenduskeag había crecido casi hasta sus márgenes en los eriales y pocos centímetros por debajo de los muros de cemento del canal que le conducía por el centro de la ciudad. En esos momentos, un grupo de hombres —entre ellos Zack Denbrough, el padre de George y Bill— estaba retirando los sacos de arena que habían lanzado el día anterior con aterrorizada prisa. Un día antes, la inundación y los costosos daños parecían casi inevitables. Bien sabía Dios que ya había ocurrido anteriormente —la inundación de 1931 había sido un desastre con un costo de millones de dólares y de más de veinte vidas—. De aquello hacía ya mucho tiempo, pero aún quedaba gente por ahí que lo recordaba para asustar al resto. Una de las víctimas de la inundación había sido hallada en Bucksport, a unos cuarenta kilómetros de distancia. Los peces le habían comido los ojos, tres dedos, el pene y la mayor parte del pie izquierdo. Agarrado por lo que restaba de sus manos, había aparecido el volante de un Ford.

Ahora, sin embargo, el río estaba retrocediendo y cuando se elevara la nueva presa hidráulica de Bangor, corriente arriba, dejaría de ser una amenaza. Al menos eso decía Zack Denbrough, que trabajaba en Hidroeléctrica Bangor. En cuanto a los demás … bueno, las inundaciones futuras esperarían. Lo importante era salir de ésta, devolver la corriente eléctrica y después olvidarla. En Derry, olvidar la tragedia y el desastre era casi un arte, tal como Bill Denbrough llegaría a descubrir con el tiempo.

George se detuvo detrás de las barreras al borde de una profunda grieta abierta en la superficie de alquitrán de Witcham Street. La grieta discurría casi exactamente en diagonal. Terminaba al otro extremo de la calle, a unos doce metros de donde él se encontraba, colina abajo hacia la derecha. Rió en voz alta, mientras el agua desbordada llevaba su barco de papel hasta unas diminutas cataratas formadas por otra grieta en el pavimento. El agua había abierto un canal que corría paralelo a la grieta y el barco iba de un lado a otro de la calle arrastrado tan deprisa por la corriente que George tuvo que correr para seguirlo. El agua formaba láminas de lodo bajo sus botas. Sus hebillas sonaban con un jubiloso tintineo mientras George Denbrough corría hacia su extraña muerte. Y el sentimiento que le colmaba en ese momento era, simplemente, amor hacia su hermano … amor y también cierta tristeza porque Bill no podía estar allí para ver aquello. Claro que él trataría de contárselo cuando volviese a casa, pero sabía que jamás conseguiría que Bill lo viese tal como éste sí lo hubiese conseguido. Bill destacaba en lectura y redacción, pero aun a su edad George tenía capacidad suficiente para comprender que no sólo por eso obtenía Bill las mejores notas; tampoco era el único motivo de que a los maestros les gustaran tanto sus composiciones. La forma de contar era sólo una parte del asunto. Bill sabía ver.

El barquito sólo era una página arrancada de la sección de anuncios clasificados del News de Derry, pero George lo imaginaba como una torpedera en una película de guerra de las que él y Bill solían ver en el cine Derry, en las matinées de los sábados. Una película de guerra en la que John Wayne luchaba contra los japoneses. La proa del barco levantaba olas a cada lado mientras seguía su precipitado curso hacia la cuneta del lado izquierdo de la calle. En ese punto, un nuevo arroyuelo corría sobre la grieta abierta en el pavimento creando un remolino bastante grande. George pensó que el barco se iría a pique. Escoró de modo alarmante pero luego se enderezó, giró y navegó rápidamente hacia la intersección. George lanzó gritos de júbilo y corrió para alcanzarlo. Sobre su cabeza, una torva ráfaga de viento otoñal hizo silbar los árboles, casi completamente liberados de sus hojas a causa de la tormenta, que ese año había sido un segador implacable.

2

Incorporado en la cama, con las mejillas aún sonrojadas (pero con la fiebre retirándose finalmente), Bill había terminado el bote, pero cuando George intentó cogerlo, Bill lo puso fuera de su alcance.

—Ahora t-t-tráeme la p-p-parafina.

—¿Qué es eso? ¿Dónde está?

—Está en el es-t-t-tante del s-s-sótano, al bajar —dijo Bill—. En una caja que dice G-gu-Gulf. Tráeme eso, junto con un cuchillo y un c-c-cuenco. Y una c-c-caja de f-fósforos.

George fue en busca de esas cosas. Oyó que su madre seguía tocando el piano, pero ya no era Para Elisa, sino algo que no le gustaba tanto, algo que sonaba seco y alborotado; oyó la lluvia azotando las ventanas de la cocina. Ese sonido era reconfortante, pero no así la idea de bajar al sótano. No le gustaba el sótano ni le gustaba bajar por sus escaleras porque siempre imaginaba que allí abajo, en la oscuridad, había algo. Era una tontería, por supuesto, lo decía su padre, lo decía su madre, y, aún más importante, lo decía Bill, pero aun así…

No le gustaba siquiera abrir la puerta para encender la luz, porque temía (era algo tan estúpido que no se atrevía a contárselo a nadie) que, mientras tanteaba en busca del interruptor, una garra espantosa se posara sobre su muñeca … y lo arrebatara hacia esa, oscuridad que olía a suciedad, humedad y hortalizas podridas.

¡Qué estupidez! No existían monstruos con garras peludas y llenos de furia asesina. De vez en cuando, alguien se volvía loco y mataba a mucha gente —a veces, Chet Huthley contaba cosas de ésas, en el informativo de la noche—, y también estaban los comunistas, por supuesto, pero ningún monstruo horripilante vivía en el sótano. No obstante, la idea persistía. En aquellos momentos interminables, mientras buscaba a tientas la llave de la luz con la mano derecha (el brazo izquierdo se cogía con fuerza a la jamba de la puerta), el olor a sótano parecía intensificarse hasta llenar el mundo entero. Los olores a suciedad, humedad y hortalizas podridas se mezclaban en un olor inconfundible e ineludible; el del monstruo, la apoteosis de todos los monstruos. Era el olor de algo que él no sabía nombrar; el olor de Eso1 agazapado al acecho y listo para saltar. Una criatura capaz de comer cualquier cosa, pero especialmente hambrienta de carne de niño.

Aquella mañana abrió la puerta para tantear interminablemente en busca del interruptor, sujetando el marco de la puerta con la fuerza de siempre, los ojos apretados, la punta de la lengua asomando por la comisura de los labios como una raicilla agonizante buscando agua en un sitio de sequía. ¿Gracioso? ¡Claro! «Mira a Georgie. ¡Georgie le tiene miedo a la oscuridad! ¡Vaya tonto!»

El sonido del piano llegaba desde lo que su padre llamaba sala de estar y su madre sala de visitas. Sonaba a música de otro mundo, lejana, como deben de sonar las conversaciones y risas de una playa abarrotada al nadador exhausto que lucha contra la corriente.

¡Sus dedos encontraron el interruptor!

Lo accionaron … y nada. No había luz.

«¡Maldita sea! ¡La corriente eléctrica!»

George retiró el brazo como de un cesto lleno de serpientes. Retrocedió desde la puerta abierta, el corazón palpitante. No había corriente, por supuesto; había olvidado que la corriente estaba cortada. ¿Y ahora qué? ¿Decirle a Bill que no podía llevarle la caja de parafina porque no había luz y tenía miedo de que algo lo cogiese en las escaleras del sótano, algo que no era comunista ni un asesino loco, sino una criatura mucho peor? ¿Algo que simplemente deslizaría una parte de su maligno ser entre los peldaños para cogerle por el tobillo? Sonaría ridículo. Otros podrían reírse de esas fantasías, pero Bill no se reiría. Bill se pondría furioso. Bill diría: «A ver si creces, Georgie… ¿Quieres este barquito o no?»

Como si le leyera el pensamiento, Bill gritó desde el dormitorio:

—¿Te has muerto allí abajo, G-Georgie?

—No, ya lo llevo, Bill —respondió George, y se frotó los brazos para que desapareciese la delatora carne de gallina—. Sólo me he entretenido en tomar un poco de agua.

—Bueno, pues date prisa.

Apenas George bajó los cuatro escalones que faltaban para llegar al estante del sótano, el corazón martilleándole en su garganta, el vello de la nuca erizado, los ojos ardiendo, las manos heladas y la seguridad de que, en cualquier momento, la puerta del sótano se cerraría dejándole a oscuras y entonces oiría a Eso, algo peor que todos los comunistas y los asesinos del mundo, peor que los japoneses, peor que Atila el huno, peor que los seres de cien películas de terror. Eso, gruñendo profundamente —George oiría el gruñido en esos segundos demenciales antes de que Eso se abalanzase sobre él y le despanzurrara las entrañas—. A causa de la inundación, el hedor del sótano estaba peor que nunca. La casa se había salvado por encontrarse en la parte alta de Witcham Street, cerca de la cima de la colina, pero abajo aún seguía el agua estancada que se había filtrado por los cimientos de piedra. El olor era terroso y desagradable.

George examinó los chismes del estante tan rápidamente como pudo: latas viejas de betún Kiwi y trapos para limpiar zapatos, una lámpara de queroseno rota, dos botellas de limpiacristales Windex casi vacías, una vieja lata de cera Turtle. Por alguna razón, esa lata le impresionó y contempló la tortuga de la tapa con perplejidad hipnótica. La apartó luego hacia atrás … y allí estaba, por fin, una caja cuadrada con la inscripción GULF.

George corrió escaleras arriba tan rápido como pudo, dándose cuenta de que llevaba salidos los faldones de la camisa y de que esos faldones serían su perdición: la cosa del sótano le permitiría llegar casi hasta arriba y entonces le cogería por el faldón de la camisa y tiraría hacia atrás y…

Llegó a la cocina y cerró la puerta de un portazo. George se apoyó contra ella con los ojos cerrados, la frente y los brazos cubiertos de sudor, sosteniendo la caja de parafina en una mano.

Oyó la voz de su madre:

—Georgie, ¿podrías golpear la puerta un poco más, la próxima vez? Incluso podrías romper los platos del aparador.

—Disculpa, mamá.

—Georgie, so inútil —llamó Bill, desde su dormitorio, con entonación grave para que la madre no le oyese.

George rió. El miedo había desaparecido, se había desprendido de él tan fácilmente como una pesadilla se desprende del hombre que despierta con la piel fría y el aliento agitado palpándose el cuerpo y mirando alrededor para asegurarse de que nada ha ocurrido en realidad: olvida la mitad cuando sus pies tocan el suelo; las tres cuartas partes, cuando sale de la ducha y comienza a secarse con la toalla; y la totalidad cuando termina el desayuno. Desaparecida por completo … hasta la próxima vez, cuando en el puño de la pesadilla todos los miedos volverán a recordarse.

«Esa tortuga —pensó George, acercándose al cajón donde se guardaban los fósforos—. ¿Dónde he visto una tortuga así?»

Pero no lo recordó.

Sacó una caja de cerillas del cajón, un cuchillo del escurridor (sosteniendo el filo lejos de su cuerpo, como le había enseñado su padre) y un pequeño bol del aparador. Luego volvió al cuarto de Bill.

—Eres un inepto, G-georgie —dijo Bill cordialmente mientras apartaba las cosas que había en su mesilla de noche: un vaso vacío, una jarra de agua, kleenex, libros, y un frasco de Vicks VapoRub (cuyo olor Bill asociaría toda su vida a pechos flemosos y narices tapadas). También estaba allí la vieja radio Philco, pero no emitía ni a Chopin ni a Bach, sino una canción de Little Richard … aunque muy bajito, tan bajito que Little Richard perdía toda su cruda y elemental potencia. La madre, que había estudiado piano en Juilliard, detestaba el rock and roll. Más que detestarlo, lo abominaba.

—No soy ningún inepto —dijo George, sentándose en el borde de la cama y poniendo en la mesa las cosas que había traído.

—Sí lo eres —dijo Bill—. No eres otra cosa que un inepto de culo gordo, negro y asqueroso.

George trató de imaginar a un chico que sólo fuese un culo con piernas y comenzó a reírse.

—Tienes un culo más grande que Augusta —dijo Bill, también riendo.

—Tu culo es más grande que todo el estado —replicó George, lo que les hizo desternillarse de risa durante casi dos minutos.

Siguió una conversación en susurros, de las que tienen muy poco significado para quien no sea un niño pequeño: acusaciones sobre quién tenía el culo más grande, quién tenía el orificio más negro, etcétera. Finalmente, Bill soltó una de las palabras prohibidas: acusó a George de ser un culo gordo, grande y lleno de mierda, con lo cual rieron a carcajadas. La risa de Bill se convirtió en un ataque de tos. Cuando por fin empezó a ceder (la cara de Bill había tomado un color de ciruela que George contemplaba con cierta alarma), el sonido del piano se interrumpió. Los dos miraron en dirección a la sala, esperando el ruido del taburete y los pasos impacientes de la madre. Bill hundió la boca en el hueco del codo, sofocando las últimas toses mientras señalaba la jarra. George le sirvió un vaso de agua y él se lo bebió entero.

El piano reinició Para Elisa. Bill el Tartaja no olvidaría jamás esa pieza, y aún muchos años después no podría escucharla sin que se le pusiera carne de gallina; el corazón le daba un vuelco y recordaba: «Mi madre estaba tocando eso el día en que murió Georgie.»

—¿Vas a seguir tosiendo, Bill?

—No.

Bill sacó un kleenex de la caja, carraspeó ruidosamente el pecho y escupió en el papel, al que arrugó y arrojó al cesto que tenía junto a la cama lleno de bollos similares. Por fin abrió la caja de parafina y dejó caer un cubo ceroso en la palma de su mano. George lo observaba en silencio. A Bill no le gustaba que le hablase mientras hacía cosas, pero él sabía que si mantenía el pico cerrado, su hermano acabaría por explicar lo que estaba haciendo.

Bill cortó con el cuchillo un trocito del cubo de parafina. Luego lo puso en el cuenco, encendió una cerilla y la apoyó contra la parafina. Los dos niños observaron la llamita amarilla, mientras el viento agonizante impulsaba la lluvia contra la ventana en golpeteos ocasionales.

—Hay que impermeabilizar el barco para que no se hunda al mojarse —dijo Bill.

Cuando estaba con George tartamudeaba poco, a veces nada en absoluto. En la escuela, en cambio, tartamudeaba tanto que hablar le resultaba imposible. Los maestros miraban hacia otra parte mientras Bill se aferraba a los lados de su pupitre con la cara casi tan roja como el pelo y los ojos entrecerrados, tratando de arrancarle alguna palabra a su terca garganta. Casi siempre, la palabra surgía. Pero a veces simplemente se negaba. A los tres años había sido atropellado por un coche y arrojado contra la pared de un edificio; había estado inconsciente durante siete horas. Su madre decía que ese accidente le había provocado la tartamudez. A veces, George tenía la sensación de que su padre —y el propio Bill— no estaba tan seguro.

El trozo de parafina se había derretido casi completamente en el cuenco. La llama de la cerilla se apagó. Bill hundió el dedo en el líquido y lo sacó bruscamente con un leve silbido. Luego miró a George con una sonrisa de disculpa.

—Quema —dijo.

Pocos segundos después, hundió otra vez el dedo y comenzó a untar de cera el barco de papel. El material se secó rápidamente formando una película lechosa.

—¿Puedo poner un poco? —preguntó George.

—De acuerdo, pero no manches las mantas si no quieres que mamá te mate.

George hundió un dedo en la parafina, que aún estaba muy caliente pero ya no quemaba, y comenzó a untar el otro lado del barco.

—¡No pongas tanto, culo sucio! —dijo Bill—. ¿Quieres que se hunda en el v-v-viaje inaugural?

—Perdona.

George terminó de untar la parafina y luego sostuvo el barco en las manos. Estaba un poco más pesado, pero no mucho.

—¡Guau! —exclamó—. Voy a salir para hacerlo navegar.

—Sí, ve —dijo Bill. De pronto parecía cansado … cansado y no muy bien.

—Me gustaría que vinieras —dijo George. Le hubiese gustado de veras. Bill a veces se ponía mandón al cabo de un rato, pero siempre tenía ideas estupendas—. En realidad, el barco es tuyo.

—A mí también me gustaría ir —dijo Bill, sombrío.

—Ya… —George cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, con el barco en la mano.

—Ponte el impermeable y las botas —advirtió el mayor—, si no quieres pescar una gripe como la mía. Casi seguro que la pescas de todos modos por mis g-g-gérmenes.

—Gracias, Bill. Es un barco muy bonito.

Y entonces hizo algo que no había hecho hacía tiempo, algo que Bill jamás olvidaría: besó a su hermano en la mejilla.

—Ahora sí la vas a pescar, culo sucio —dijo Bill, más animado. Sonrió—. Y guarda estas cosas. Si no, a mamá le dará un ataque.

—Está bien. —George lo recogió todo y cruzó la habitación con el bote precariamente encaramado a la caja de parafina, que iba dentro del bol.

—G-g-georgie…

George se volvió para mirar a su hermano.

—Ten cuidado.

—Descuida. —Frunció el entrecejo. Eso era algo que decían las madres, no los hermanos mayores. Resultaba tan extraño como haberle dado un beso a Bill.

Y salió. Bill jamás volvió a verlo.

3

Y allí estaba, persiguiendo su barco de papel por el lado izquierdo de Witcham Street. Corría deprisa, pero el agua le ganaba y el barquito estaba sacando ventaja. Oyó un rugido y vio cómo cincuenta metros más adelante, colina abajo, el agua de la cuneta se precipitaba en una boca de tormenta que aún continuaba abierta. Era un largo semicírculo abierto en el bordillo de la acera y mientras George miraba, una rama desgarrada, con la corteza oscura y reluciente se hundió en aquellas fauces. Pendió por un momento y luego se deslizó hacia el interior. Hacia allí se encaminaba su barco.

—¡Mierda! —chilló horrorizado.

Forzó el paso y, por un momento, pareció que iba a alcanzarlo. Pero George resbaló y cayó despatarrado con un grito de dolor. Desde su nueva perspectiva, a la altura del pavimento, vio que el barco giraba en redondo dos veces, atrapado en otro remolino, antes de desaparecer.

—¡Mierda y mierda! —volvió a chillar, golpeando el pavimento con el puño.

Eso también le dolió, y se echó a sollozar. ¡Qué manera tan estúpida de perder el barco!

Se dirigió hacia la boca de tormenta y allí se dejó caer de rodillas, para mirar el interior. El agua hacía un ruido hueco al caer en la oscuridad. Ese sonido le dio escalofríos. Hacía pensar en…

—¡Eh! —exclamó de pronto, y retrocedió.

Allí adentro había unos ojos amarillos. Ese tipo de ojos que él siempre imaginaba, sin verlos nunca, en la oscuridad del sótano. «Es un animal —pensó—; eso es todo: un animal; a lo mejor un gato que quedó atrapado…»

De todos modos, estaba por echar a correr a causa del espanto que le produjeron aquellos ojos amarillos y brillantes. Sintió la áspera superficie del pavimento bajo los dedos y el agua fría que corría alrededor. Se vio a sí mismo levantándose y retrocediendo. Y fue entonces cuando una voz, una voz razonable y bastante simpática, le habló desde dentro de la boca de tormenta:

—Hola, George.

George parpadeó y volvió a mirar. Apenas daba crédito a lo que veía; era algo sacado de un cuento o de una película donde uno sabe que los animales hablan y bailan. Si hubiera tenido diez años más, no habría creído en lo que estaba viendo, pero no tenía dieciséis años sino seis.

En la boca de tormenta había un payaso. La luz era suficiente para que George Denbrough estuviese seguro de lo que veía. Era un payaso, como en el circo o en la tele. Parecía una mezcla de Bozo y Clarabell, el que hablaba haciendo sonar su bocina en Howdy Doody, los sábados por la mañana. Búfalo Bob era el único que entendía a Clarabell, y eso siempre hacía reír a George. La cara del payaso metido en la boca de tormenta era blanca; tenía cómicos mechones de pelo rojo a cada lado de la calva y una gran sonrisa de payaso pintada alrededor de la boca. Si George hubiese vivido años después, habría pensado en Ronald McDonal antes que en Bozo o en Clarabell.

El payaso sostenía en una mano un manojo de globos de colores, como tentadora fruta madura. En la otra, el barquito de papel de George.

—¿Quieres tu barquito, Georgie? —El payaso sonreía.

George también sonrió, sin poder evitarlo.

—Sí, lo quiero.

El payaso se echó a reír.

—¡Así me gusta! ¿Y un globo? ¿Quieres un globo?

—Bueno … sí, por supuesto. —Alargó la mano pero de inmediato la retiró—. No debo coger nada que me ofrezca un desconocido. Lo dice mi papá.

—Y tu papá tiene mucha razón —replicó el payaso sonriendo. George se preguntó cómo podía haber creído que sus ojos eran amarillos, si eran de un azul brillante como los de su mamá y de Bill—. Muchísima razón, ya lo creo. Por lo tanto, voy a presentarme. George, soy el señor Bob Gray, también conocido como Pennywise el Payaso. Pennywise, te presento a George Denbrough. George, te presento a Pennywise. Ahora ya nos conocemos. Yo no soy un desconocido y tú tampoco. ¿Correcto?

George soltó una risita.

—Correcto. —Volvió a estirar la mano … y a retirarla—. ¿Cómo te has metido ahí adentro?

—La tormenta me trajo volaaaando —dijo Pennywise el Payaso—. Se llevó todo el circo. ¿No sientes olor a circo, George?

George se inclinó hacia adelante. ¡De pronto olía a cacahuetes! ¡Cacahuetes tostados! ¡Y vinagre blanco, del que se pone en las patatas fritas! Y olía a algodón de azúcar, a buñuelos, y también a estiércol de animales salvajes. Olía el aroma regocijante del aserrín. Y sin embargo…

Sin embargo, bajo todo eso olía a inundación, a hojas deshechas y a oscuras sombras en bocas de tormenta. Era un olor húmedo y pútrido. El olor del sótano.

Pero los otros olores eran más fuertes.

—Sí, lo huelo —dijo.

—¿Quieres tu barquito, George? Te lo pregunto otra vez porque no pareces desearlo mucho.

Y se lo enseñó, sonriendo. Llevaba un traje de seda abolsado con grandes botones color naranja. Una corbata brillante, de color azul eléctrico, le caía por la pechera. En las manos llevaba grandes guantes blancos, como Mickey y Donald.

—Sí, claro —dijo George, mirando el interior de la boca de tormenta.

—¿Y un globo? Los tengo rojos, verdes, amarillos, azules…

—¿Flotan?

—¿Que si flotan? —La sonrisa del payaso se acentuó—. Oh, sí, claro que sí. ¡Flotan! También tengo algodón de azúcar…

George estiró la mano.

El payaso le sujetó el brazo.

Y entonces George vio cómo la cara del payaso se convertía en algo tan horripilante que lo peor que había imaginado sobre la cosa del sótano parecía un dulce sueño. Lo que vio destruyó su cordura de un zarpazo.

—Flotan —croó la cosa de la alcantarilla con una voz que reía como entre coágulos.

Sujetaba el brazo de George con su puño grueso y agusanado. Tiró de él hacia aquella horrible oscuridad por donde el agua corría y rugía y aullaba llevando hacia el mar los desechos de la tormenta. George intentó apartarse de esa negrura definitiva y empezó a gritar como un loco hacia el gris cielo otoñal de aquel día de otoño de 1957. Sus gritos eran agudos y penetrantes y a lo largo de toda la calle, la gente se asomó a las ventanas y salió a los porches.

—Flotan —gruñó la cosa—, flotan, Georgie. Y cuando estés aquí abajo, conmigo, tú también flotarás.

El hombro de George chocó contra el bordillo. Dave Gardener, que ese día no había ido a trabajar al Shoeboat debido a la inundación, vio sólo a un niño de impermeable amarillo, un niño que gritaba y se retorcía en el arroyo mientras el agua lodosa le corría sobre la cara haciendo que sus alaridos sonaran burbujeantes.

—Aquí abajo todo flota —susurró aquella voz nauseabunda, riendo, y de pronto sonó un desgarro y hubo un destello de agonía y George Denbrough dejó de existir.

Dave Gardener fue el primero en llegar. Aunque llegó sólo cuarenta y cinco segundos después del primer grito, George Denbrough ya había muerto. Gardener lo agarró por el impermeable, tiró de él hacia la calle … y al girar el cuerpo de George, también él empezó a gritar. El lado izquierdo del impermeable del niño estaba de un rojo intenso. La sangre fluía hacia la alcantarilla desde el agujero donde había estado el brazo izquierdo. Un trozo de hueso, horriblemente brillante, asomaba por la tela rota.

Los ojos del niño miraban fijamente el cielo y mientras Dave retrocedía a tropezones hacia los otros que ya corrían por la calle, empezaron a llenarse de lluvia.

4

En alguna parte del interior de la boca de tormenta, que ya estaba casi colmada por el agua («No podía haber nadie allí dentro», declararía más tarde el comisario del condado a un periodista del News de Derry con frustración indescriptible; nadie habría resistido aquella corriente brutal), el barquito de George siguió su veloz marcha por aquellas cámaras tenebrosas y por los largos corredores de cemento en los que el agua rugía y repicaba. Durante un rato corrió paralelo a un pollo muerto que flotaba con sus amarillentas patas apuntadas hacia el techo chorreante; luego, en alguna confluencia al este de la ciudad, el pollo fue arrastrado hacia la izquierda mientras el barquito de George seguía en línea recta.

Una hora después, mientras a la madre de George le administraban una dosis de sedantes en la sala de guardia del hospital y mientras Bill el Tartaja —aturdido, pálido y silencioso en su cama— escuchaba los ásperos sollozos de su padre en la sala donde la madre había estado tocando Para Elisa, el barquito salió por un tubo de cemento como una bala por la boca de un revólver y navegó a toda velocidad por una zanja hasta un arroyuelo. Cuando se incorporó al hirviente y henchido río Penobscot, veinte minutos después, en el cielo empezaban a asomar los primeros claros de azul. La tormenta había pasado.

El barquito se tambaleaba y se sumergía y a veces se llenaba de agua, pero no se hundió; los dos hermanos lo habían impermeabilizado bien. No sé dónde acabó por naufragar, si alguna vez lo hizo. Tal vez llegó al mar y allí navega eternamente como los barcos mágicos de los cuentos. Sólo sé que aún estaba a flote en el seno de la inundación cuando franqueó los límites de Derry, Maine. Y allí abandonó esta historia para siempre.

It(Eso)

II. DESPUÉS DEL FESTIVAL (1984)

1

Si Adrian llevaba puesto ese sombrero, diría más tarde su sollozante amigo a la policía, era porque lo había ganado en una caseta de tiro al blanco en la feria de Bassey Park, sólo seis días antes de su muerte. Estaba orgulloso de él.

—Lo llevaba puesto porque él amaba a este pueblucho del demonio —dijo Don Hagarty, el amigo, a los policías.

—Bueno, tranquilícese —indicó a Hagarty el oficial Harold Gardener.

Harold Gardener era uno de los cuatro hijos varones de Dave Gardener. El día en que su padre había descubierto el cuerpo mutilado y sin vida de George Denbrough, Harold Gardener tenía cinco años. En la actualidad, casi veintisiete años después, contaba treinta y dos y se estaba quedando calvo. Harold Gardener aceptaba como reales el dolor y el luto de Don Hagarty, pero al mismo tiempo le resultaba imposible tomarlos en serio. Ese hombre, si hombre podía llamársele, tenía los ojos pintados y llevaba unos pantalones de satén tan ajustados que casi se le notaban las arrugas de la polla. Con luto o sin él, con dolor o sin dolor, era un simple marica. Igual que su amigo, el difunto Adrian Mellon.

—Empecemos otra vez —dijo Jeffrey Reeves, el compañero de Harold—. Salisteis del Falcon y caminasteis hacia el canal. ¿Qué ocurrió entonces?

—¿Cuántas veces tengo que repetirlo, so idiotas? —exclamó Hagarty—. ¡Lo mataron! ¡Lo empujaron al canal! ¡Para ellos sólo ha sido otra aventura en Macholandia!

Don Hagarty se echó a llorar.

—Una vez más —repitió Reeves, pacientemente—. Salisteis del Falcon. ¿Y entonces?

2

En la sala de interrogatorios, en el mismo vestíbulo, dos policías de Derry hablaban con Steve Dubay, de diecisiete años; en el departamento de pruebas, primer piso, otros dos interrogaban a John Telaraña Garton, de dieciocho, y en el despacho del jefe de policía, quinto piso, el jefe Andrew Rademacher y el ayudante del fiscal de distrito, Tom Boutillier, interrogaban a Christopher Unwin, de quince años. Unwin, vestido con pantalones vaqueros desteñidos, una remera grasienta y pesadas botas de ingeniero, estaba sollozando. Rademacher y Boutillier se ocupaban de él porque lo consideraban, bastante acertadamente, el eslabón más débil de la cadena.

—Empecemos otra vez —dijo Boutillier, en el preciso momento en que Jeffrey Reeves decía lo mismo dos pisos más abajo.

—No queríamos matarlo —balbuceó Unwin—. Fue por el sombrero. No podíamos creer que aún lo llevase, ya me entiende, después de lo que Telaraña le dijo la primera vez. Creo que sólo quisimos asustarlo.

—Por lo que dijo —interpuso el jefe Rademacher.

—Sí.

—A John Garton, en la tarde del día diecisiete.

—Sí, a Telaraña. —Unwin volvió a romper en sollozos—. Pero cuando lo vimos en dificultades, tratamos de salvarlo. Al menos, yo y Stevie Dubay… ¡No queríamos matarlo!

—Vamos, Chris, admítelo —dijo Boutillier—. Arrojasteis al canal a ese mariquita.

—Sí, pero…

—Y los tres habéis venido aquí para aclarar las cosas. El jefe Rademacher y yo les estamos agradecidos, ¿verdad, Andy?

—Claro. Hay que ser muy hombre para reconocer lo que se ha hecho, Chris.

—Entonces no lo estropees mintiéndonos ahora. Tuvisteis la intención de arrojarlo en cuanto lo visteis salir del Falcon con su amiguito, ¿no?

—“¡No! —protestó Chris Unwin con vehemencia.

Boutillier sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa y cogió uno. Luego tendió el paquete a Unwin.

—¿Un cigarrillo?

Unwin aceptó el ofrecimiento. Boutillier tuvo que perseguir el extremo con la cerilla para encendérselo debido a que al muchacho le temblaba la boca.

—Pero sí cuando vieron que llevaba el sombrero, ¿no? —preguntó Rademacher.

Unwin dio una calada profunda bajando la cabeza —el pelo grasiento le cayó sobre los ojos— y exhaló el humo por la nariz.

—Sí —reconoció, en voz casi inaudible.

Boutillier se inclinó hacia adelante con un destello en sus ojos marrones. Aunque su cara era la de un ave de rapiña, su voz sonó amable.

—¿Qué has dicho, Chris?

—He dicho que sí. Queríamos arrojarlo al canal, pero no matarlo. —Levantó la mirada con expresión angustiada, incapaz de comprender los extraordinarios cambios que se habían producido en su vida desde que saliera de su casa para participar en la última noche del Festival del Canal, con dos amigos, a las siete y media de la noche—. ¡Matarlo, no! —repitió—. Y ese tío que estaba bajo el puente … no sé quién era.

—¿De qué tío hablas? —preguntó Rademacher.

Ya habían oído esa parte y ninguno de los dos la creía. Tarde o temprano, los acusados de asesinato sacaban a relucir algún misterioso «tío». Boutillier había llegado a darle un nombre al asunto. Lo llamaba «síndrome del Manco», por el personaje de El fugitivo, aquella vieja serie de la televisión.

—El tipo vestido de payaso —dijo Chris Unwin estremeciéndose—. El tío de los globos.

3

Los habitantes de Derry consideraban que el Festival del Canal, que se desarrolló entre el 15 y el 21 de julio, había sido un gran éxito, algo bueno para la moral, la imagen de la ciudad … y el bolsillo. Los festejos de esa semana celebraban el centenario de la inauguración del canal que corría por el centro de la ciudad. Había sido ese canal el que abriera plenamente a Derry al comercio de la madera, entre 1884 y 1910, dando origen a los años de bonanza de Derry.

La ciudad fue acicalada de este a oeste y de norte a sur. Ciertos baches, de los que algunos decían que llevaban más de diez años sin ser reparados, fueron debidamente rellenados con alquitrán hasta que las calles quedaron parejas. Los edificios municipales fueron arreglados por dentro y pintados por fuera. Desaparecieron las peores leyendas inscritas en Bassey Park —muchas de ellas, manifestaciones contra los homosexuales, tales como MATAD A TODOS LOS MARICAS Y EL SIDA ES CASTIGO DE DIOS, MARICAS DEL INFIERNO—, borradas de los bancos y las paredes de madera que cerraban el pequeño puente cubierto sobre el canal, conocido como Puente de los Besos.

Se instaló un Museo del Canal en tres locales del centro, con material de Michael Hanlon, bibliotecario e historiador aficionado de la ciudad. Las familias más antiguas de la población prestaron gratuitamente sus tesoros y durante la semana del festival, casi cuarenta mil visitantes pagaron veinticinco centavos por cabeza para ver menús de 1890, herramientas de leñadores originarias de 1880, juguetes de los años veinte y más de dos mil fotografías, así como nueve rollos de película sobre la vida en el Derry del siglo pasado.

El museo estaba patrocinado por la Sociedad de Damas de Derry, la cual vetó algunos de los objetos que Hanlon proponía exponer (la notable silla-trampa, que databa de 1930) y fotografías (la de la banda de Bradley después del famoso tiroteo). Pero todos reconocieron que era un verdadero éxito y, en realidad, nadie quería ver esas antiguallas macabras. Era mejor acentuar lo positivo y eliminar lo negativo, como decía la vieja canción.

En el parque había una carpa enorme de lona a rayas donde se vendían refrescos; todas las noches, una banda daba un concierto. En el parque Bassey se instaló una feria con atracciones y juegos administrados por los vecinos. Un tranvía especial recorría las zonas históricas de la ciudad, de hora en hora, terminando el recorrido en la feria.

Fue allí donde Adrian Mellon ganó el sombrero a causa del que lo matarían, un sombrero de copa hecho de papel con una flor y una banda que rezaba: ¡I DERRY!

4

—Estoy cansado —dijo John Telaraña Garton.

Como sus dos amigos, vestía imitando a Bruce Springsteen, aunque probablemente habría dicho que Springsteen era un chulo o un maricón y que él prefería a los tíos duros del heavy-metal, como Deff Leppard, Twisted Sister o Judas Priest. Había arrancado las mangas de su camiseta azul para exhibir sus musculosos brazos. El pelo, castaño y espeso, le caía sobre un ojo; ese toque era más al estilo de John Cougar Mellencamp que de Springsteen. En los brazos tenía tatuajes azules, símbolos arcanos que parecían dibujados por un niño.

—No diré nada más.

—Cuéntanos sólo lo del martes por la tarde en la feria —dijo Paul Hughes.

Ese sórdido asunto preocupaba a Hughes. Una y otra vez, tenía la impresión de que el Festival había finalizado con un último número que todos, de algún modo, estaban esperando, aunque nadie se hubiera atrevido a anotarlo en el programa diario. Si lo hubiesen hecho, se habría leído lo siguiente:

Sábado, 21 horas: Concierto de la Banda de la Escuela Secundaria de Derry y los Melómanos de la Barbería.

Sábado, 22 horas: Espectáculo de fuegos artificiales.

Sábado, 22.35 horas: Sacrificio ritual de Adrian Mellon, cerrando oficialmente el Festival del Canal.

—Al infierno con la feria —replicó Telaraña.

—Sólo lo que tú le dijiste a Mellon y lo que él te dijo a ti.

—¡Maldita sea…! —Telaraña puso los ojos en blanco.

—Vamos, inténtalo —insistió el compañero de Hughes.

Telaraña gruñó y luego volvió a empezar.

5

Garton vio a Mellon y a Hagarty contoneándose cogidos de la cintura y soltando risitas como un par de chicas. Al principio pensó que eran dos chicas. Luego reconoció a Mellon, pues ya se lo habían señalado antes. Y en ese momento vio que Mellon se volvía hacia Hagarty … y que los dos se besaban brevemente.

—¡Voy a vomitar, macho! —exclamó Telaraña, asqueado.

Le acompañaban Chris Unwin y Steve Dubay. Cuando Telaraña señaló a Mellon, Steve Dubay creyó reconocer al otro marica; se llamaba Don y había recogido en su coche a un chico de la secundaria, sólo para meterle mano.

Mellon y Hagarty volvieron a caminar hacia los tres muchachos, alejándose del tiro al blanco, rumbo a la salida de la feria. Telaraña Garton diría más tarde a los oficiales Hughes y Conley que se había sentido «herido en su orgullo cívico» al ver que un marica de mierda llevaba un sombrero con la leyenda I DERRY. Ese sombrero de copa con su flor meneándose en todas direcciones era una ridiculez. Lo que, al parecer, hirió aún más el orgullo cívico de Telaraña.

Cuando pasaron Mellon y Hagarty, siempre abrazados por la cintura, Telaraña gritó:

—¡Tendría que hacerte tragar ese sombrero, marica asqueroso!

Mellon se volvió hacia Garton y respondió parpadeando con coquetería:

—Si tienes hambre, tesoro, puedo conseguirte algo más sabroso que mi sombrero.

Telaraña Garton decidió arreglarle el rostro al marica. En la geografía de esa cara se alzarían montañas y los, continentes cambiarían de sitio. No iba a tolerar que nadie se mofara de él. Nadie.

Cuando echó a andar hacia Mellon, Hagarty, alarmado, trató de llevarse a su amigo, pero éste se mantuvo firme, sonriendo. Más tarde, Garton diría a los oficiales Hughes y Conley que Mellon debía de estar drogado. Sí, en efecto, reconocería Hagarty, al serle sugerida la idea por los oficiales Gardener y Reeves, se había drogado con dos bollos fritos untados de miel y con la feria. No había podido reconocer, por tanto, la amenaza real que representaba Telaraña Garton.

—Pero así era Adrian —dijo Don, enjugándose los ojos con un pañuelo de papel y estropeándose la sombra brillante de los párpados—. Era uno de esos tontos convencidos de que todo saldrá bien.

Mellon habría podido resultar seriamente herido si en ese momento Garton no hubiera sentido un golpecito en el codo. Era un bastón de goma. Al girar la cabeza, se encontró con el oficial Frank Machen, de la policía de Derry.

—Será mejor que te largues —le dijo Machen— y dejes a esas locas en paz. Venga, muévete.

—Pero me han insultado —replicó Telaraña.

Unwin y Dubay, olfateando problemas, trataron de que Garton siguiera caminando con ellos, pero él se zafó violentamente. Su hombría acababa de sufrir un insulto que debía ser vengado.

—Olvídalo —repuso Machen—. Anda, sigue caminando. No quiero tener que llevarte a comisaría.

—¡Pero me ha tratado de maricón!

—¿Y te preocupa? —preguntó Machen con sarcasmo. Garton se ruborizó intensamente.

Durante ese diálogo, Hagarty trataba, con creciente desesperación, de alejar a Adrian Mellon de la escena.

—¡Adiós, cariño! —se despidió Adrian con descaro.

—Cierra el pico —le dijo Machen—. Vete de aquí.

Garton se abalanzó contra Mellon, pero el oficial lo sujetó.

—Basta ya —advirtió—. ¿O quieres acabar en el calabozo?

—¡La próxima vez me la vas a pagar! —aulló Garton a la pareja que se marchaba, haciendo girar muchas cabezas en su dirección—. ¡Y si te veo con ese sombrero te voy a matar! ¡En esta ciudad no necesitamos maricas como tú!

Mellon, sin volverse, agitó los dedos de la mano izquierda —llevaba las uñas pintadas de rojo cereza— y se alejó contoneándose provocativamente. Garton intentó ir tras el.

—Una palabra o un movimiento más y te arresto —advirtió Machen suavemente—. Hablo en serio.

—Vamos, Telaraña —dijo Chris Unwin—. Tranquilo.

—¿A usted le gustan esos tipos? —preguntó Telaraña a Machen, ignorando a Chris y a Steve—. Diga, ¿le gustan?

—Los margaritas no me preocupan —aseguró Machen—. Mi trabajo consiste en mantener el orden y tú estás perturbándolo. Ahora bien, ¿quieres dar una vuelta conmigo o no?

—Vámonos, Telaraña —dijo Steve Dubay en voz baja.

Telaraña se avino a razones y, arreglándose la camisa con movimientos exagerados y apartándose el pelo de los ojos, siguió a sus amigos. Machen, quien también prestó declaración a la mañana siguiente a la muerte de Adrian Mellon, dijo: «Lo último que le oí decir cuando se alejaba con sus compañeros, fue: “La próxima vez me la pagará caro.”»

6

—Por favor, tengo que hablar con mi madre —dijo Steve Dubay por tercera vez—. Si ella no ablanda a mi padrastro, cuando yo vuelva a casa se organizará una batalla de mil demonios.

—No seas impaciente —le dijo el oficial Charles Avarino.

Tanto Avarino como su compañero, Barney Morrison, sabían que Steve Dubay no volvería a casa esa noche, ni las siguientes. El muchacho no parecía darse cuenta del apuro en que estaba. Avarino no se sorprendió al comprobar que Dubay había dejado la escuela a los dieciséis años, antes de obtener el graduado escolar. Su coeficiente intelectual era de 68, según el test Weschler al que lo habían sometido durante una de sus tres repeticiones del séptimo curso.

—Dinos qué pasó cuando visteis a Mellon salir del Falcon.

—Mejor dejémoslo.

—Vaya, ¿y eso? —preguntó Avarino.

—Me parece que ya he hablado demasiado.

—Viniste para eso, ¿no? —repuso Avarino.

—Bueno, sí, pero…

—Escucha —dijo Morrison con suavidad sentándose junto a él y ofreciéndole un cigarrillo—. ¿Crees que a mí y a Chick nos gustan los maricas?

—No sé…

—¿Tenemos pinta de que nos gusten los maricas?

—No, pero…

—Somos tus amigos, Steve —dijo Morrison—. Y créeme: tú, Chris y Telaraña necesitáis amigos en estos momentos porque mañana los ciudadanos de Derry estarán pidiendo vuestras cabezas.

Steve Dubay pareció alarmarse. Avarino, que casi podía leer la confusa mente de aquel gamberro, sospechó que estaba pensando otra vez en su padrastro. Y aunque Avarino no sentía ningún aprecio por la pequeña comunidad gay de Derry (como cualquier otro miembro de la policía, le habría gustado cerrar el Falcon para siempre), habría sentido un gran placer en llevar personalmente a Dubay a su casa. Más aún, le habría encantado sujetarlo mientras el padrastro se ensañaba. A Avarino no le gustaban los homosexuales, pero no por eso pensaba que se los debía torturar y asesinar. A Mellon lo habían destrozado. Cuando lo sacaron a la superficie, bajo el puente del canal, tenía los ojos abiertos y dilatados por el terror. Y ese joven no tenía la menor idea de lo que había ayudado a hacer.

—No queríamos hacerle daño —repitió Steve.

Era la posición a la cual retrocedía cada vez que se sentía ligeramente confuso.

—Por eso te conviene estar a buenas con nosotros —dijo Avarino, con gravedad—. Si dices toda la verdad ahora, a lo mejor esto no pasa de un incidente nimio. ¿Verdad, Barney?

—Muy cierto —concordó Morrison.

—Y bien, ¿qué me dices? —insistió Avarino.

—Bueno…

Y Steve, lentamente, empezó a hablar.

7

Cuando Elmer Curtie inauguró el Falcon, en 1973, pensaba que su clientela estaría compuesta, principalmente, por los pasajeros del autobús; la terminal vecina recibía a tres líneas diferentes. Pero no se le ocurrió que muchos de los pasajeros eran mujeres o familias con niños pequeños. Y otros llevaban sus propias botellas y no bajaban del autobús. Quienes lo hacían eran, habitualmente, soldados o marinos que sólo consumían cerveza; después de todo, nadie suele emborracharse en una parada de diez minutos.

Curtie empezó a descubrir alguna de esas verdades hacia 1977, pero por entonces ya era demasiado tarde; estaba endeudado hasta las cejas y no podía salir del saldo en rojo. Se le ocurrió incendiar el negocio para cobrar el seguro, pero tendría que contratar a un profesional … y no tenía ni idea de dónde podría contratarse un incendiario profesional.

En febrero de ese año decidió esperar hasta el 4 de julio; si por entonces las cosas no mejoraban, cogería un autobús y vería qué se podía hacer en Florida.

Pero en los cinco meses siguientes llegó una asombrosa prosperidad al bar, que estaba pintado en negro y oro, con decoración de pájaros embalsamados (el hermano de Elmer Curtie había sido un aficionado a la taxidermia, especializado en aves, y él había heredado sus cosas después de su muerte). De pronto, en vez de servir sesenta cervezas y veinte copas por noche, Elmer se encontró sirviendo ochenta cervezas y cien copas … ciento veinte … A veces, hasta ciento sesenta.

Su clientela era joven, cortés y casi exclusivamente masculina. Muchos de sus parroquianos vestían de modo extravagante, pero en esos años la vestimenta extravagante era casi reglamentaria. Hasta 1981 Elmer Curtie no se dio cuenta de que la mayoría de sus clientes eran homosexuales. Si los habitantes de Derry le hubieran oído decir eso, habrían pensado que Elmer Curtie los tomaba por tontos … pero era verdad. Como en el caso del marido engañado, fue prácticamente el último en enterarse. Y por entonces ya no le importaba. El bar daba dinero, y aunque había otros cuatro en Derry que daban ganancia, sólo en el Falcon no había parroquianos revoltosos que destrozaban periódicamente el local. Para empezar, no había mujeres por las que pelearse. Y esos hombres, maricas o no, parecían haber descubierto algún secreto para llevarse bien que sus equivalentes heterosexuales desconocían.

Una vez consciente de las preferencias sexuales de sus parroquianos, Elmer comenzó a oír rumores escalofriantes sobre el Falcon por todas partes; circulaban desde hacía años, pero hasta entonces Curtie no había tenido noticia de ello. Los narradores más entusiastas de esas anécdotas, según llegó a notar, eran hombres que no se habrían dejado llevar al Falcon ni a punta de pistola. Sin embargo, parecían sumamente enterados.

Según esos rumores, en una noche cualquiera se veía allí a hombres que bailaban abrazados, frotándose las pollas en la pista de baile; a hombres que se besaban en la boca, sentados a la barra; a hombres que hacían porquerías en los aseos. Supuestamente, en la trastienda se podía pasar un rato agradable: allí había un tipo fornido, con uniforme nazi, que tenía el brazo engrasado casi hasta el hombro y se ocupaba de uno con mucho gusto.

Ninguna de esas cosas era cierta. Si alguien iba allí para aplacar la sed con una cerveza o una copa, no veía nada fuera de lo común. Había muchos hombres, eso sí, pero lo mismo pasaba en miles de bares de obreros de todo el país. La clientela podía ser gay, pero gay no quiere decir estúpido. Si querían hacer locuras, iban a Portland. Y si querían hacer locuras gordas, como en las películas, iban a Nueva York o a Boston. Derry era una ciudad pequeña y provinciana; su pequeña comunidad homosexual conocía bien sus limitaciones.

Don Hagarty llevaba dos o tres años concurriendo al Falcon cuando, aquella noche de marzo de 1984, apareció por primera vez con Adrian Mellon. Hasta entonces había sido de los que gustan variar; rara vez se presentaba con el mismo acompañante más de cinco o seis veces. Pero hacia fines de abril, hasta el propio Elmer Curtie, a quien le importaban muy poco esas cosas, notó que Hagarty y Mellon se estaban tomando la relación en serio.

Hagarty trabajaba como dibujante para una empresa de ingenieros, en Bangor. Adrian Mellon era escritor independiente; publicaba cuando y donde podía: en revistas de compañías aéreas, en publicaciones restringidas, en diarios provincianos, suplementos dominicales o revistas de sexo. Estaba escribiendo una novela en la que llevaba trabajando desde su tercer año de universidad, hacía ya doce.

Había ido a Derry para escribir un artículo sobre el canal para el New England Byways, una publicación quincenal que aparecía en Concord. Adrian Mellon había aceptado el encargo porque así podía sacarle al Byways dinero para tres semanas, incluyendo una bonita habitación en el Derry Town House, y reunir todo el material necesario en cinco días. Dedicaría las otras dos semanas a reunir material para tres o cuatro artículos regionales más.

Pero en ese período conoció a Don Hagarty y en vez de volver a Portland al terminar las tres semanas, buscó un pequeño apartamento en una calle discreta. Sólo residió allí seis semanas antes de irse a vivir con Don Hagarty.

8

Ese verano, dijo Hagarty a Harold Gardener y a Jeff Reeves, fue para Adrian el más feliz de su vida. Habría debido saberlo, dijo, habría debido saber que, si Dios tiende una alfombra a personas como él, es sólo para quitársela repentinamente de bajo los pies.

La única sombra, dijo, era el extraño apego que Adrian sentía por Derry. Tenía una camiseta con la leyenda MAINE ES BONITO. DERRY, ¡GENIAL! Y una chaqueta del equipo los Tigres de Derry, del instituto local. Y el sombrero, por supuesto. Hagarty aseguraba que esa atmósfera le resultaba vital y vigorizantemente creativa. Tal vez había algo de cierto en eso, pues Adrian había sacado la novela, que languidecía en un baúl, por primera vez en casi un año.

—Entonces, ¿era cierto que estaba trabajando en ella? —preguntó Gardener a Hagarty; en realidad no le importaba pero quería que siguiera hablando.

—Sí. Escribió página tras página. Tal vez fuera una novela horrible, pero al menos no sería horrible e inconclusa. Esperaba terminarla para el cumpleaños de Adrian, en octubre. Él no sabía, por supuesto, cómo es Derry. Creía saberlo, pero no había vivido aquí el tiempo suficiente para verle la verdadera cara. Yo trataba de advertirle, pero él no me prestaba atención.

—¿Y cuál es la verdadera cara de Derry, Don? —preguntó Reeves.

—Se parece a una ramera muerta con el culo lleno de gusanos —dijo Don Hagarty.

Los dos policías lo miraron sorprendidos.

—Es un lugar malo —prosiguió Hagarty—. Una cloaca. ¿Van a decirme que ustedes no lo saben? ¿Han pasado aquí toda la vida y no lo saben?

Ninguno de ellos respondió. Luego, Hagarty siguió hablando.

9

Hasta la aparición de Adrian Mellon en su vida, Don siempre había pensado en marcharse de Derry. Llevaba tres años allí. Había alquilado un apartamento con una estupenda vista al río, pero el contrato estaba por vencer y Don se alegraba. Se acabarían los largos viajes de ida y vuelta a Bangor. Y las vibraciones extrañas. Una vez le dijo a Adrian que en Derry siempre se sentía como si fueran las veinticinco horas. A Adrian podía parecerle una ciudad estupenda, pero a Don le daba miedo. No sólo por la cerrada fobia contra los homosexuales, actitud expresada tanto en los sermones del predicador como en las leyendas pintarrajeadas en Bassey Park. Adrian se había echado a reír.

—En toda ciudad norteamericana, Don, hay personas que odian a los gays —dijo—. No me digas que lo ignoras. Después de todo, estamos en la era de Ronnie Haron y Phyllis Housefly.

—Acompáñame a Bassey Park —respondió Don, al ver que Adrian creía que Derry era como cualquier otra ciudad del país—. Quiero mostrarte algo.

Fueron en el coche a Bassey Park. Eran los últimos días de la primavera, un mes antes de que asesinaran a Adrian, dijo Hagarty a los policías. Llevó a su amigo hasta las sombras oscuras y de un olor vagamente desagradable del Puente de los Besos. Señaló una de las pintadas. Adrian tuvo que encender una cerilla y arrimarse para leerla.

ENSÉÑAME LA POLLA, MARICA, Y TE LA CORTARÉ.

—Sé lo que piensa la gente acerca de los homosexuales —dijo Don—. En Dayton, cuando era adolescente, me dieron una paliza en una parada de camioneros. En Portland, unos tipos prendieron fuego a mis zapatos, ante una cafetería, mientras un policía gordo y culón se reía sentado en el coche patrulla. He visto muchas cosas, pero nunca algo tan bestia. Mira aquí, fíjate.

Encendió otra cerilla y leyeron: CLAVOS EN LOS OJOS A TODOS LOS MARICAS (EN EL NOMBRE DE DIOS).

—Quien sea el que escribe estas pequeñas homilías es un caso grave de demencia profunda. No me sentiría tan mal si supiera que se trata de una sola persona, de un enfermo aislado, pero… —Don señaló toda la longitud del puente con un vago ademán del brazo—. Hay muchas cosas como éstas … y no creo que las haya escrito una sola persona. Por eso quiero marcharme de Derry, Adri. Hay demasiados lugares y demasiada gente aquí que parecen afectados de demencia profunda.

—Bueno, espera a que termine mi novela, ¿quieres? Por favor. Hasta octubre, nada más, te lo prometo. Aquí el aire es mejor.

«Adrian no sabía que el peligro estaba en el agua», dijo Don Hagarty, amargamente, a los policías.

10

Tom Boutillier y el jefe Rademacher se inclinaron hacia adelante y aguzaron el oído. Chris Unwin, sentado con la cabeza gacha, hablaba monótonamente a un interlocutor invisible. Ésa era la parte que les interesaba oír, la parte que enviaría a la cárcel a dos de esos salvajes.

—La feria era una mierda —dijo Unwin—. Ya estaban cerrando la montaña rusa, la batidora y los coches locos. Los únicos abiertos eran los juegos para niños. Así que seguimos caminando hasta que Telaraña vio el tiro al blanco y pagó cincuenta centavos y entonces vio un sombrero como el del marica y trató de acertarle, pero fallaba y fallaba y cada vez se ponía peor, ¿sabe? Y Steve es el que se pasa diciendo tranquilo y por qué coño no te tranquilizas, ¿sabe? Pero esa noche estaba insoportable, porque tomó esa píldora, ¿sabe? No sé qué píldora. Una roja; a lo mejor hasta legal. Pero la tenía tomada con Telaraña. Yo pensé que Telaraña le iba a pegar, ¿sabe? Le decía: No sirves ni para ganar ese sombrero de marica, tienes que ser muy malo para no ganar ni ese sombrero de marica. Al final, la señora le dio un premio, aunque no había acertado, creo que para que nos fuéramos. No sé. A lo mejor no. Pero creo que sí. Era una de esas cosas que hacen ruido, ¿sabe? Uno sopla y eso se infla y se desenrolla y hace un ruido como de pedo, ¿sabe? Yo tenía uno que me regalaron por Navidad o por Reyes o algo así y me gustaba mucho, pero lo perdí. O a lo mejor alguien me lo birló en esa mierda de escuela, ¿sabe? Bueno, cuando la feria estaba por cerrar, Steve seguía con el rollo de que Telaraña no era capaz de ganar un sombrero de marica, ¿sabe? Y Telaraña no decía nada y me di cuenta de que era mala señal, pero no sabía qué hacer, ¿sabe? Quería cambiar de conversación, pero no se me ocurría nada. Cuando fuimos al aparcamiento, Steve dijo: ¿Adonde queréis ir, a casa? Y Telaraña: Pasemos primero por el Falcon, a ver si ese marica está por ahí.

Boutillier y Rademacher cambiaron una mirada. Boutillier levantó un dedo y se dio unos golpecitos en la mejilla. Aunque aquel tonto de las botas con flecos no lo sabía, estaba hablando de asesinato en primer grado.

—Y yo que no, que tengo que ir a casa, y Telaraña que si me da miedo pasar por el bar de los maricas. Entonces le digo: ¡No, qué coño! Y Steve, que todavía está con esa píldora, dice: ¡Vamos a hacer puré de marica, vamos a hacer puré de marica!

11

Las cosas se combinaron de manera que todo salió mal para todo el mundo. Adrian Mellon y Don Hagarty salieron del Falcon después de tomar un par de cervezas, pasaron junto a la terminal de autobuses y se cogieron de la mano. Ninguno de los dos reparó en lo que hacía; era, simplemente, una costumbre. Por entonces eran las diez y media. Llegaron a la esquina y giraron a la izquierda.

El Puente de los Besos distaba setecientos u ochocientos metros de allí, río arriba; ellos pensaban cruzar por el puente de Main Street, menos pintoresco. El Kenduskeag estaba bajo, como todos los veranos; no había más de un metro veinte de agua corriendo, inquieta, por entre las columnas de cemento.

Cuando el Duster se les adelantó (Steve Dubay los había visto salir del Falcon), estaban en el borde del vado.

—¡Para! —aulló Telaraña Garton. Los dos hombres acababan de pasar bajo una lámpara y él vio que iban de la mano. Eso lo enfureció… pero no tanto como ese sombrero. La flor de papel se meneaba locamente—. ¡Para, maldición!

Y Steve obedeció.

Chris Unwin negaría su participación activa en lo que siguió, pero Don Hagarty contaba otra cosa. Según dijo, Garton había bajado del automóvil casi antes de que éste se detuviera; los otros dos lo siguieron de inmediato. Esa noche, Adrian no trató de mostrarse descarado ni falsamente coqueto; se daba cuenta de que estaban metidos en un lío.

—Dame ese sombrero —dijo Garton—. ¿No me has oído, marica?

—Si te lo doy, ¿nos dejarás en paz? —Adrian jadeaba de miedo. Casi llorando, paseaba la mirada entre Unwin, Dubay y Garton, aterrorizado.

—¡Dámelo, coño!

Adrian se lo entregó. Garton sacó una navaja del bolsillo y lo cortó en dos. Después de frotarse los trozos contra el fondillo de los vaqueros, los dejó caer y los pisoteó.

Don Hagarty retrocedió un poco, mientras los muchachos repartían su atención entre Adrian y el sombrero, tratando de divisar un policía.

—Bien, ¿nos dejas en …? —comenzó Adrian.

Fue entonces cuando Garton lo golpeó en la cara arrojándolo contra la barandilla del puente, que le llegaba a la cintura. Adrian gritó, llevándose las manos a la boca ensangrentada.

—¡Adri! —gritó Hagarty.

Dubay le puso una zancadilla y Garton le asestó una patada en el estómago, arrojándolo a la calzada. Pasó un automóvil. Hagarty se incorporó sobre las rodillas y gritó pidiendo ayuda. No aminoró la marcha. Según dijo a Gardener y Reeves, el conductor ni siquiera volvió la cabeza.

—¡Cállate, marica! —dijo Dubay y le dio una patada en la cara.

Hagarty cayó de lado contra la alcantarilla, semiinconsciente. Pocos instantes después, oyó la voz de Chris Unwin; le decía que se fuera si no quería recibir lo mismo que su amigo. En su propia declaración, Unwin confirmó haber hecho esa advertencia.

Hagarty oyó golpes sordos y gritos de su amante. Adrian parecía un conejo cogido en una trampa, dijo a la policía. Él se arrastró hacia la esquina, hacia las luces de la terminal de autobuses. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió a mirar.

Adrian Mellon, que medía poco más de metro sesenta y pesaba sesenta kilos, pasaba de Garton a Dubay y de Dubay a Unwin, en una especie de juego a tres bandas. Parecía un muñeco de trapo. Lo estaban moliendo a puñetazos, desgarrándole las ropas. Garton le golpeó en la entrepierna. De la boca le brotaba sangre, empapándole la camisa. Telaraña Garton llevaba dos gruesos anillos en la mano derecha: uno era de la secundaria de Derry; en el otro, que había hecho en la clase de taller, sobresalían las letras D. B. Eran las iniciales de Dead Bugs, un conjunto de heavy-metal que él admiraba. Los anillos habían partido el labio superior de Adrian destrozándole tres dientes.

—¡Socorro! —chilló Hagarty—. ¡Socorro, socorro! ¡Lo están matando!

Los edificios de Main Street permanecían a oscuras. Nadie acudió a ayudarlo, ni siquiera de la única isla de luz blanca que señalaba la terminal de autobuses. Hagarty no lo entendió: allí había gente. Él la había visto al pasar con Adri. ¿Era posible que nadie acudiese en su ayuda? ¿Nadie en absoluto?

—¡Socorro, Socorro! ¡Lo están matando, socorro, por el amor de Dios!

—Socorro —susurró una voz muy baja, a la izquierda de Don Hagarty … y luego oyó una risita.

—¡Al agua! —chillaba Garton en ese momento. Los tres habían estado riendo mientras castigaban a Adrian—. ¡Al agua con este marrano!

—¡Al agua, al agua, al agua! —repitió Dubay, riendo.

—Socorro —volvió a decir la vocecita. Y aunque sonaba grave, se repitió aquella risita aguda. Era como la voz de un niño que no puede contenerse.

Hagarty bajó la vista y vio al payaso. Fue en ese punto cuando Gardener y Reeves comenzaron a dudar de cuanto Hagarty decía, pues el resto fue un delirio de lunático. Más tarde, sin embargo, Harold Gardener vaciló. Al descubrir que el muchacho Unwin también había visto a un payaso (al menos, eso decía), tuvo sus dudas. Su compañero no las tuvo; al menos, jamás las reconoció.

«El payaso —dijo Hagarty—, parecía una mezcla de Ronald McDonald y Bozo, aquel viejo payaso de la tele»; al menos, eso pensó en un principio. Eran los mechones color naranja los que le llevaban a esa comparación. Pero más tarde, al pensarlo mejor, se dijo que el payaso no se parecía a ninguno de aquellos dos. La sonrisa pintada sobre el maquillaje blanco no era color naranja sino rojo, y sus ojos despedían un extraño brillo plateado. Lentes de contacto, quizá… Pero una parte de él había pensado entonces, y seguía pensando, que tal vez aquellos ojos eran realmente color de plata. Llevaba un traje abolsado, con grandes botones color naranja. En las manos llevaba guantes de caricatura.

—Si necesitas ayuda, Don —dijo el payaso—, puedes coger un globo.

Y le ofreció el manojo que tenía en una mano.

—Flotan —dijo—. Aquí abajo todos flotamos. Muy pronto, tu amigo también flotará.

12

—Conque ese payaso lo llamó por su nombre —dijo Jeff Reeves con tono inexpresivo.

Miró a Harold Gardener, por sobre la cabeza inclinada de Hagarty, y guiñó un ojo.

—Sí —confirmó Hagarty sin levantar la vista—. Adelante, pueden pensar que estoy loco.

13

—Entonces lo arrojaste al agua —dijo Boutillier.

—¡Yo no! —replicó Unwin, levantando la vista. Se apartó el pelo de los ojos y los miró con ansiedad—. Cuando vi que lo decían en serio, traté de apartar a Steve. Temí que el marica se hiciese daño. Hasta el agua hay unos tres metros.

Había seis metros noventa. Uno de los hombres de Rademacher ya había tomado la medida.

—Pero Telaraña estaba fuera de sí. Los dos seguían gritando: ¡Al agua, al agua! Y lo levantaron. Telaraña lo sostenía por los brazos y Steve por el culo, y … y…

14

Cuando Hagarty vio lo que intentaban hacer corrió hacia ellos, gritando à todo pulmón:

—¡No, no, no!

Chris Unwin le dio un empujón y Hagarty cayó al suelo.

—¿Quieres ir al agua tú también? —susurró—. ¡Mejor vete de aquí!

A continuación arrojaron a Adrian Mellon por el puente.

—¡Larguémonos! —exclamó Steve Dubay.

Él y Webby ya retrocedían hacia el automóvil. Chris Unwin se acercó a la barandilla para mirar. Vio a Hagarty bajar resbalando por el terraplén de hierbas y sembrado de basura, hacia el agua. Luego vio al payaso. El payaso estaba sacando a Adrian por el otro lado, con un brazo; en la otra mano sostenía los globos. Adrian gemía empapado y sofocado. El payaso volvió la cabeza hacia Chris con una amplia sonrisa. Chris le vio los ojos plateados, brillantes, y los dientes. Dientes grandes, dijo.

—Como los del león del circo —dijo—. Es decir, así de grandes.

Entonces vio al payaso tirar de un brazo de Adrian Mellon, hasta pasárselo por encima de los hombros.

—¿Y entonces, Chris? —dijo Boutillier.

Esa parte lo aburría. Los cuentos de hadas lo aburrían desde los ocho años.

—No sé —dijo Chris—. Porque en ese momento Steve me agarró y me empujó hacia el coche. Pero … creo que le mordió el sobaco. —Volvió a levantar la vista, inseguro—. Creo que le mordió el sobaco. Como si quisiera comérselo … Como si quisiera comerle el corazón.

15

No ocurrió así, dijo Hagarty, cuando le dieron a leer la declaración de Chris Unwin. El payaso no había arrastrado a Adri hasta la ribera contraria; al menos él no lo había visto. Y podía asegurar que a esas alturas había sido algo más que un observador imparcial. A esas alturas estaba fuera de sí, qué demonios.

El payaso, dijo, estaba de pie cerca de la ribera opuesta con el cuerpo chorreante de Adrian entre los brazos. El brazo derecho de Adri asomaba, tieso, por detrás de la cabeza del payaso. Y era cierto que la cara del payaso estaba contra la axila derecha de Adri, pero no lo mordía: estaba sonriendo. Hagarty le vio mirar por debajo del brazo de su amigo y sonreír.

El payaso estrujó los brazos de Adrian y Hagarty oyó un crujir de costillas.

Adri gritó.

—Flota con nosotros, Don —dijo el payaso, con su boca roja y sonriente.

Y entonces señaló con una mano enguantada hacia debajo del puente.

Allí flotaban globos: no diez ni cien sino miles, rojos, azules, verdes, amarillos. Y en cada uno se leía: ¡I DERRY!

16

—Bueno, parece que había muchos globos —dijo Reeves, dedicando otro guiño a Harold Gardener.

—Puede pensar lo que quiera —reiteró Hagarty con la misma voz cansina.

—Y usted vio todos esos globos —dijo Gardener.

Don Hagarty levantó lentamente las manos delante de su cara.

—Los vi con tanta claridad como veo mis dedos en este momento. Miles de globos. Ni siquiera se podían ver los pilares del puente. Ondulaban un poco y parecían saltar. Se oía un ruido. Un ruido extraño, grave y chirriante, que hacían al frotarse entre sí. Y cordeles. Había una selva de cordeles blancos colgando. Parecían blancas hebras de telaraña. El payaso llevó a Adri allí abajo. Vi cómo su traje rozaba aquellos cordeles. Adri emitía unos ruidos horribles, como si se ahogara. Eché a andar hacia él … y el payaso volvió la cabeza. Entonces le vi sus ojos y de inmediato comprendí quién era.

—¿Quién era, Don? —preguntó Harold Gardener suavemente.

—Era Derry —dijo Don Hagarty—. Era esta ciudad.

—¿Y qué hizo usted entonces? —quiso saber Reeves.

—Eché a correr —respondió Hagarty. Y prorrumpió en lágrimas.

17

El 13 de noviembre, un día antes de que John Garton y Steven Dubay fueran juzgados en el tribunal de Derry por el asesinato de Adrian Mellon, Harold Gardener fue a ver a Tom Boutillier, fiscal auxiliar. Quería hablar de ese payaso.

—No había ningún payaso, Harold. Los únicos payasos, esa noche, eran esos tres muchachos. Lo sabes tan bien como yo.

—Pero hay dos testigos…

—Oh, tonterías. Unwin decidió sacar a relucir al Manco, con lo de «nosotros no matamos al marica, fue el manco», cuando advirtió que se había metido en un buen lío. En cuanto a Hagarty, estaba histérico. Había visto morir a su mejor amigo. No me sorprendería que hubiese visto ovnis.

Pero Boutillier tenía otras ideas. Gardener se lo leyó en los ojos. Que el fiscal auxiliar esquivara la responsabilidad lo irritó.

—Vamos —dijo—. Estamos hablando de dos testigos independientes. No me vengas con basura.

—Ah, ¿quieres que hablemos de basura? ¿Vas a decirme que crees en la existencia de un payaso vampiro bajo el puente de Main Street? Eso sí que es basura.

—Bueno, no es eso lo que quiero decir, pero…

—¿O que Hagarty vio un billón de globos, todos con la misma leyenda que llevaba su amante en el sombrero? Porque eso también es basura.

—No, pero…

—Entonces, ¿para qué le das vueltas a todo esto?

—¡Deja de interrogarme a mí! —rugió Gardener—. ¡Los dos describieron lo mismo, y ninguno de ellos sabía lo que el otro estaba diciendo!

Boutillier estaba sentado a su escritorio jugando con un lápiz. En ese momento, dejó el lápiz, se levantó y se acercó a Harold Gardener. Aunque medía doce centímetros menos, Gardener retrocedió un paso.

—¿Quieres perder el caso, Harold?

—No, por sup…

—¿Quieres que esos mierdas salgan en libertad?

—¡No!

—Bien. Ya que estamos de acuerdo en lo básico, te diré exactamente lo que pienso. Sí, probablemente había un hombre bajo el puente aquella noche. Tal vez hasta sea cierto que vestía de payaso, pero creo que era un simple borracho o un vagabundo vestido con harapos. Probablemente estaba allí buscando monedas caídas o restos de comida. Sus ojos hicieron el resto, Harold. ¿No crees que eso sí es posible?

—No lo sé —dijo Harold. Quería dejarse convencer, pero dada la exactitud de las dos descripciones … no. No lo creía posible.

—Y aquí vamos al fondo del asunto. Si introducimos a ese individuo en el caso, el abogado defensor se agarrará a eso con uñas y dientes. Dirá que esos dos inocentes corderitos sólo arrojaron a ese homosexual de Mellon desde el puente para jugar. Y señalará que Mellon todavía estaba con vida después de la caída; para eso cuenta con el testimonio de Hagarty y de Unwin.

»Sus clientes no cometieron asesinato, ¡oh, no! Era un psicópata vestido de payaso. Si introducimos esto, es lo que va a pasar. Y tú lo sabes.

—De todos modos, Unwin hablará de eso.

—Pero Hagarty no —dijo Boutillier—. Porque él sí entiende. Y si Hagarty no lo confirma, ¿quién va a creer a Unwin?

—Bueno, para eso estamos nosotros —repuso Harold Gardener con una amargura de la que él mismo se sorprendió—. Pero supongo que no diremos nada.

—¡No la tomes conmigo! —replicó Boutillier levantando las manos—. ¡Ellos lo mataron! No se limitaron a arrojarlo desde el puente. Garton llevaba una navaja. Mellon recibió siete puñaladas, una de ellas en el pulmón izquierdo y dos en los testículos. Las heridas coinciden con el arma. Tenía cuatro costillas rotas; eso lo hizo Dubay con un abrazo de oso. Tenía mordeduras en los brazos, en la mejilla izquierda y en el cuello; creo que eso fue obra de Unwin y Garton, aunque sólo coincide y probablemente no sirva como prueba. Y sí, faltaba un gran trozo de carne en la axila derecha. ¿Y qué? A alguno de ellos le gustaba morder de veras. Probablemente se excitó al hacerlo. Apostaría a que fue Garton, aunque jamás podremos probarlo. Y faltaba el lóbulo de una oreja.

Boutillier se interrumpió fulminando a Harold con la mirada.

—Si dejamos que aparezca esa historia del payaso, será imposible encarcelarlos. ¿Eso es lo que deseas?

—…

—El tipo era un marica, pero no hacía daño a nadie —agregó Boutillier—. Y esas tres lacras sociales, con sus botas militares, le quitaron la vida. Los quiero en la cárcel, amigo. Y si me entero de que les dan por el culo en Thomaston, les enviaré una tarjeta diciéndoles que ojalá les hayan contagiado el sida.

«Muy impresionante —pensó Gardener—. Y esas condenas quedarán muy bien en tu currículum cuando te presentes para fiscal de distrito dentro de dos años.»

Pero se marchó sin decir más, porque él también quería verlos entre rejas.

18

John Webber Garton fue declarado culpable de homicidio en primer grado y sentenciado a una pena de diez a veinte años en el presidio de Thomaston.

Steven Bishoff Dubay, convicto de homicidio en primer grado, recibió una condena de quince años en la cárcel de Shawshank.

Christopher Philip Unwin fue juzgado aparte, como delincuente juvenil y declarado culpable de homicidio en segundo grado. Fue sentenciado a seis meses en el correccional de South Windham, y quedó en libertad provisional.

Las tres sentencias fueron recurridas. A Garton y a Dubay se les puede ver, en un día cualquiera, mirando a las chicas o paseando por Bassey Park, no lejos del sitio donde apareció el cadáver desgarrado de Mellon, flotando contra uno de los pilares, bajo el puente de Main Street.

Don Hagarty y Chris Unwin abandonaron la ciudad.

En el juicio principal, el de Garton y Dubay, nadie mencionó la existencia de un payaso.

It(Eso)

III. SEIS LLAMADAS
TELEFÓNICAS (1985)

1

Stanley Uris toma un baño

Patricia Uris diría más tarde a su madre que algo iba mal y ella debía haberlo sabido. Debía haberlo sabido, dijo, porque Stanley nunca se bañaba al anochecer. Tomaba una ducha por la mañana temprano y, a veces, un largo baño de inmersión por la noche con una revista en una mano y una cerveza fría en la otra. Pero los baños a las siete de la tarde no eran su estilo.

Además, estaba aquello de los libros. Stanley tendría que haber quedado encantado con eso; sin embargo, por algún motivo que ella no llegaba a comprender, parecía preocupado y deprimido. Unos tres meses antes de aquella noche terrible, Stanley había descubierto que un amigo de su infancia era escritor, pero no escritor de verdad, dijo Patricia a su madre, sino novelista. El nombre escrito en los libros era William Denbrough, pero Stanley solía referirse a él con el apodo de Bill el Tartaja. Había leído casi todos los libros de ese hombre. Aquella noche, la noche del baño, estaba leyendo el último. Era el 28 de mayo de 1985. También Patty había cogido uno de esos libros, por pura curiosidad, sólo para dejarlo después de tres capítulos.

No era simplemente una novela, dijo a su madre más adelante, era deterror. Lo dijo exactamente así, en una sola palabra, como habría dicho desexo. Patty era una mujer dulce y bondadosa pero no se expresaba demasiado bien; habría querido contar lo mucho que el libro la había asustado y por qué la inquietaba tanto, pero no pudo. «Estaba lleno de monstruos —dijo—. Lleno de monstruos que perseguían a los niños. Había asesinatos y … no sé… sentimientos desagradables, sufrimientos. Cosas así.» En realidad, le había parecido casi pornográfico. Esa palabra se le escapaba, probablemente porque no sabía lo que significaba. «Pero Stan tenía la sensación de haber redescubierto a un amigo de la infancia … Habló de escribirle, pero yo sabía que no lo haría jamás … Sabía que esas novelas lo habían puesto mal a él también … y… y.…»

Y entonces Patty Uris se echó a llorar.

Esa noche, cuando apenas faltaban seis meses para cumplirse veintiocho años desde aquel día de 1957 en que George Denbrough había conocido al payaso Pennywise, Stanley y Patty estaban sentados en la salita de su casa, en un suburbio de Atlanta, con el televisor encendido. Patty, sentada en el sofá frente al aparato, repartía su atención entre un montón de ropa para repasar y Family Feud, el programa de juegos que tanto le gustaba. Adoraba a Richard Dawson, el presentador. La cadena de su reloj le parecía sumamente sexy, aunque no lo habría admitido ni en el potro de tortura. También le gustaba el programa porque casi siempre adivinaba las respuestas más populares. (En Family Feud1 no había respuestas acertadas, había que adivinar las más frecuentes.) Una vez había preguntado a Stan por qué a las familias del programa les resultaba tan difícil adivinar las respuestas cuando a ella le resultaba tan fácil. «Ha de ser más difícil cuando estás allí, bajo los reflectores —sugirió Stanley, y ella tuvo la sensación de que le cruzaba una sombra por la cara—. Todo es mucho más difícil cuando es real. Es entonces cuando te ahogas. Cuando es real.»

Patty decidió que él debía de tener razón. A veces, Stanley era muy agudo en cuanto a la naturaleza humana. Mucho más que su viejo amigo, William Denbrough, que se había hecho rico escribiendo un montón de libros deterror, que apelaban a lo más bajo de la naturaleza humana.

¡Pero a los Uris no les iba nada mal, por cierto! El barrio donde vivían era de los elegantes. La casa que había comprado en 1979 por 87.000 dólares se podía vender rápidamente por 165.000. Ella no tenía ningún interés en vender, pero siempre convenía saber ese tipo de cosas. A veces, cuando volvía del supermercado en su Volvo (Stanley tenía un Mercedes diesel) y veía su casa, elegantemente retirada tras el seto de tejos, pensaba: «¿Quién vive aquí? ¡Vaya, si soy yo, la señora Uris!»

Pero la idea no la hacía del todo feliz; a ella se mezclaba un orgullo tan feroz que a veces la inquietaba. En otros tiempos, después de todo, había existido una muchacha de dieciocho años llamada Patricia Blum, a quien se le había negado la admisión a la fiesta de graduación en un club campestre de Glointon, Nueva York. Se le había negado la admisión, naturalmente, porque su apellido era judío. Y eso era ella en 1967: sólo una pequeña judía delgaducha. Claro que esas discriminaciones eran ilegales, jajajá, y todo eso era cosa pasada.

Pero, para una parte de ella, jamás sería cosa pasada. Una parte de ella caminaría siempre de regreso hacia el automóvil, con Michael Rosenblatt, oyendo el crujir de la grava bajo sus zapatos rumbo al coche que Michael había pedido prestado al padre por esa noche y que había abrillantado durante toda la tarde. Una parte de ella caminaría siempre junto a Michael, que llevaba esmoquin blanco alquilado; ¡cómo brillaba en la suave noche de primavera! Ella lucía un vestido largo verde pálido con el que, según su madre, parecía una sirena. Y la idea de ser una sirena judía era bastante divertida, jajajá. Caminaban con la cabeza en alto y ella no había llorado. Pero comprendía que no caminaban, no, nada de eso; iban escurriéndose como seres sórdidos, sintiéndose más judíos que nunca, sintiéndose prestamistas, viajeros en coches de ganado, aceitosos, narigones, cetrinos, sintiéndose la caricatura de un judío. Querían sentir rabia y no podían. La rabia sólo vino después, cuando ya no importaba. En ese momento, ella sólo sintió vergüenza y dolor. Y alguien rió. Fue una risa aguda, penetrante, como un veloz correr de notas en un piano. En el automóvil sí pudo llorar, claro que sí: la sirena judía llorando como una loca. Mike Rosenblatt había apoyado una mano torpe y consoladora en su nuca, pero ella lo había apartado sintiéndose avergonzada, sucia, judía.

La casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, mejoraba un poco aquello … pero no del todo. Aún estaban allí el dolor y la vergüenza. Ni siquiera la aceptación de ese vecindario elegante y adinerado borraba aquella interminable caminata, con el crujir de la gravilla bajo sus zapatos. Ni siquiera el hecho de ser miembros de ese club campestre, donde el jefe de camareros los saludaba siempre con sereno respeto: «Buenas noches, señor Uris, señora.» Llegaba a su casa, acunada por su Volvo 1984, y la contemplaba en medio de los prados verdes. Y con frecuencia (tal vez con demasiada frecuencia) recordaba aquella risa aguda. Ojalá la muchacha que había reído así estuviera viviendo en una casita miserable, con un esposo goyimz que le pegara, que hubiera abortado tres veces, que su marido la engañara con mujeres enfermas, que tuviera hernia de disco, pies planos y quistes en su puerca lengua simuladora.

Se odiaba a sí misma por esos pensamientos tan poco caritativos y prometía corregirse, dejar de beber esos amargos cócteles de hiel. Pasaba meses enteros sin pensar en esas cosas. Entonces se decía: «Tal vez todo eso ha quedado atrás, finalmente. Ya no soy aquella muchacha de dieciocho años. Soy una mujer de treinta y seis. La muchacha que oía el interminable crujir de la gravilla en ese camino, la que se apartó de Mike Rosenblatt cuando él trató de consolarla porque lo hacía con mano de judío, existió hace media vida. Esa sirenita tonta ha muerto. Ahora puedo olvidarla y ser simplemente yo misma.» Muy bien, perfecto. Magnífico. Pero entonces, estando en cualquier parte (en el supermercado, por ejemplo), oía una risa súbita en el otro pasillo y la piel se le erizaba, los pezones se le ponían duros, dolorosos, y apretaba las manos a la barra del carrito o se las retorcía pensado: «Alguien acaba de decirle a alguien que soy judía, que no soy sino una judía narigona, que Stanley no es sino un judío narigón. Es contable, claro, los judíos tienen cabeza para los números. Tuvimos que dejarlos entrar en el club campestre en 1981, cuando ese ginecólogo narigón nos ganó el juicio, pero nos reímos de ello; oh, cómo reímos.» Oía entonces el crepitar de la gravilla fantasmal y pensaba: «¡Sirena, sirena!»

Entonces el odio y la vergüenza volvían en tropel como una migraña y ella desesperaba, no sólo de ella misma sino de toda la raza humana. Hombres-lobo. El libro de Denbrough, el que ella había dejado sin leer, trataba de hombres-lobo. ¿Qué podía saber de hombres-lobo un hombre como ése?

Sin embargo, casi siempre se sentía mejor. Sentía que ella era mejor. Amaba a su marido, amaba su casa y, habitualmente, podía amarse a sí misma y a su vida. Les iba bien. No siempre había sido así, por supuesto. Ante su compromiso con Stanley, sus padres se habían sentido a un tiempo enfadados y tristes. Lo había conocido en una fiesta del club universitario. Stanley había llegado desde la Universidad de Nueva York, en la que era becario. Los había presentado un amigo común y al final de la velada ella tuvo la sospecha de que se había enamorado de él. Hacia las vacaciones de invierno, ya estaba segura. Cuando llegó la primavera y Stanley le ofreció un pequeño anillo de brillantes al que había ensartado una margarita, ella lo aceptó.

Al final, a pesar de sus reparos, los padres también habían acabado por aceptarlo. No les quedaba otro remedio, aunque Stanley Uris pronto entraría en un mercado laboral atestado de jóvenes contables … sin respaldo financiero familiar y con la única hija de los Blum como rehén. Pero Patty tenía veintidós años, ya era una mujer y pronto acabaría la carrera.

—Me pasaré la vida manteniendo a ese maldito cuatro ojos —oyó decir a su padre una noche en que volvía achispado después de haber ido a cenar con la madre.

—Chist, te oirá —dijo Ruth Blum.

Esa noche, Patty permaneció despierta hasta mucho después de medianoche, con los ojos secos, sintiendo frío y calor alternativamente, odiándolos a los dos. Los dos años siguientes intentó liberarse de ese odio; ya tenía demasiado odio dentro de sí. A veces; al mirarse en el espejo, descubría lo que todo eso estaba haciendo en su cara, las arrugas que dibujaba allí. Fue una batalla de la que salió vencedora con la ayuda de Stanley.

Los padres de él también estaban preocupados por la boda. Naturalmente, no creían que Stanley estuviera destinado a vivir en la pobreza y la miseria, pero pensaban que los chicos se estaban precipitando. Donald Uris y Andrea Bertoly también se habían casado con veinte o veintidós años, pero parecían haberlo olvidado.

Sólo Stanley parecía seguro de sí, lleno de fe en el futuro y libre de preocupaciones por las trampas mortales que los padres veían sembradas en torno a «los chicos». Al final, esa confianza resultó más justificada que el miedo de ellos. En julio de 1972, cuando apenas se había secado la tinta en el diploma de Patty, ella consiguió un empleo como profesora de taquigrafía e inglés comercial en Traynor, una pequeña ciudad sesenta kilómetros al sur de Atlanta. Al pensar en el modo en que había obtenido el puesto, siempre le parecía un poco … bueno, misterioso. Había hecho una lista de cuarenta posibilidades sacadas de los avisos en los periódicos decentes. Luego escribió cuarenta cartas en cinco noches pidiendo más información y formularios para solicitar empleo. Recibió veintidós respuestas indicando que el cargo ya estaba cubierto. En otros casos, la explicación más detallada de los requisitos indicaba que presentar una solicitud sería sólo una pérdida de tiempo. Al final se encontró con doce posibilidades, bastante parecidas entre sí. Mientras las estudiaba, preguntándose si podría rellenar doce solicitudes sin volverse loca, entró Stanley. Miró los papeles sembrados en la mesa y dio un golpecito sobre la carta de «Academias Traynor», respuesta que ella no había considerado más prometedora que las otras.

—Aquí—dijo.

Ella levantó los ojos, sobresaltada por la certeza de su voz.

—¿Sabes de Georgia algo que yo ignore?

—No. Nunca estuve allí como no fuera a través del cine.

Patty lo miró arqueando una ceja.

—Lo que el viento se llevó. Vivien Leigh, Clark Gable. «Lo pensaré mañana, porque mañana será otro día» —dijo, en una mala imitación de acento sureño—. ¿No parezco recién llegado del Sur, Patty?

—Sí, del sur del Bronx. Si no sabes nada de Georgia y nunca has estado allí, ¿por qué…?

—Porque está bien.

—No es posible que lo sepas, Stanley.

—Claro que es posible —dijo él con naturalidad—. Lo sé.

Al mirarlo, ella comprendió que no era broma. Stan hablaba en serio. Y Patty sintió un estremecimiento en la espalda.

—Pero ¿cómo lo sabes?

Él estaba sonriendo, pero en ese momento vaciló como perplejo. Sus ojos se habían oscurecido; parecía mirar hacia dentro consultando algún artefacto interior que funcionaba correctamente pero que él comprendía tan poco como el funcionamiento de su reloj.

—La tortuga no pudo ayudarnos —dijo, de pronto.

Lo dijo con toda claridad. Ella lo oyó. Esa mirada hacia dentro, esa expresión cavilosa y sorprendida, todavía estaban en su cara. Y comenzaban a asustarla.

—Stanley, ¿de qué estás hablando? ¿Stanley?

Él dio un respingo. Su mano golpeó el plato de melocotones que ella había comido mientras revisaba las solicitudes. El plato se rompió contra el suelo. Los ojos de Stan parecieron despejarse.

—¡Mierda! Perdona.

—No importa, Stanley. ¿De qué hablabas?

—Lo he olvidado —dijo él—. Pero creo que debemos pensar en Georgia, cariño.

—Pero…

—Confía en mí.

Y ella confió.

La entrevista fue un éxito. Al tomar el tren de regreso a Nueva York, Patty estaba segura de haber conseguido el empleo. El director de personal le había cobrado una simpatía instantánea y ella a él. Una semana después llegó la carta de confirmación. Academias Traynor le ofrecía nueve mil doscientos dólares y un contrato a prueba.

—Te vas a morir de hambre —dijo Herbert Blum cuando su hija le informó que pensaba aceptar el trabajo—. Y mientras te mueras de hambre, te morirás de calor.

—No te preocupes, Scarlett —dijo Stan, al enterarse de lo que había opinado el padre. Aunque Patty estaba furiosa, al borde de las lágrimas, empezó a reír como una chiquilla y él la estrechó en sus brazos.

Calor pasaron, sí, pero hambre no. Se casaron el 19 de agosto de 1972. Patty Uris llegó virgen al matrimonio. En un hotel de Poconos se deslizó, desnuda, entre las sábanas frescas, turbulenta y tormentosa, con relámpagos de deseo y deliciosa lujuria entre oscuras nubes de miedo. Cuando Stanley se metió en la cama, junto a ella, fibroso de músculos, el pene ardiendo entre el rojizo vello púbico, ella susurró:

—No me hagas daño, amor.

—Jamás te haré daño —dijo él, tomándola en sus brazos.

Fue una promesa que respetó fielmente hasta el 28 de mayo de 1985, la noche del baño.

A Patty le fue bien en su trabajo de profesora. Stanley consiguió trabajo de chófer en una panadería por cien dólares a la semana. Y en noviembre de ese año, cuando se inauguró el Centro Comercial Traynor, consiguió trabajo en las oficinas por ciento cincuenta. Entre los dos ganaban diecisiete mil dólares al año. Les parecía un ingreso de reyes por aquellos tiempos en que la vida era tan barata.

En marzo de 1973, Patty Uris dejó de tomar anticonceptivos. En 1975, Stanley renunció a su empleo para instalarse por cuenta propia. Los cuatro consuegros coincidieron en que era un error. No porque Stanley hiciera mal en querer trabajar por cuenta propia, sino porque era demasiado prematuro y echaba demasiada carga financiera sobre Patty. («Al menos, hasta que ese tonto la deje embarazada —dijo Herbert Blum a su hermano después de pasar la noche bebiendo en la cocina—, y entonces me tocará a mí mantenerlos».) La opinión de los consuegros era que el hombre no debe pensar en independizarse profesionalmente hasta que haya llegado a una edad más serena y madura: setenta y ocho años, más o menos.

Una vez más, Stanley parecía casi sobrenaturalmente confiado. Era joven, simpático, inteligente y capaz. En su trabajo anterior había hecho buenos contactos. Todas esas cosas eran premisas básicas. Lo que él no podía haber previsto era que Corridor Video, una empresa pionera en el ramo, estaba a punto de establecerse en un enorme solar, a menos de quince kilómetros del suburbio donde vivían los Uris. Tampoco podía saber que Corridor buscaría un investigador de mercado independiente, a menos de un año de haberse establecido en Traynor. Y aun menos que darían el trabajo a un joven judío de anteojos, sonrisa fácil, andar bamboleante, aficionado a los vaqueros en sus días libres y con los últimos fantasmas de acné juvenil en la cara. Sin embargo, así fue. Como si Stan lo hubiese sabido desde el principio.

Su excelente trabajo para Corridor Video mereció un ofrecimiento: un cargo con dedicación completa en la empresa y un sueldo inicial de treinta mil dólares anuales.

—Y éste es sólo el comienzo —dijo Stanley a Patty, esa noche, en la cama—. Van a crecer como el maíz en verano, querida. Si nadie hace estallar el mundo de aquí a diez años, estarán arriba junto a Kodak, Sony y RCA.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella, aunque ya lo sabían.

—Les diré que es un placer trabajar para ellos.

Stan, riendo, la estrechó y la besó. Momentos más tarde estaba sobre ella y hubo orgasmos, como cohetes brillantes que ascendieran por el cielo de medianoche. Pero no hubo hijo.

En su trabajo para Corridor Video estableció contactos con algunos de los hombres más ricos y poderosos de Atlanta. Les sorprendió a los dos descubrir que la mayoría de esos hombres eran buenas personas. Entre ellos encontraron un grado de aceptación y amabilidad casi desconocido en el Norte. Patty recordaba que Stanley, cierta vez, había escrito a sus padres: «Los mejores ricos de Norteamérica viven en Atlanta, Georgia. Voy a colaborar para que algunos de ellos se hagan más ricos todavía, y ellos me harán rico a su vez y nadie será mi dueño, salvo Patricia, mi mujer. Y como yo soy su dueño, creo que no corro peligro.»

Cuando dejaron Traynor, Stanley se había convertido en sociedad anónima y tenía a seis personas bajo sus órdenes. En 1983, sus ingresos alcanzaron territorios de los que Patty había oído sólo vagos rumores: era la fabulosa tierra de las SEIS CIFRAS. Y todo había ocurrido con tanta tranquilidad como la del pie al deslizarse en las zapatillas un sábado por la mañana. Pero, a veces, la asustaba. Una vez Stanley había hecho un chiste inquietante sobre tratos con el diablo, pero a ella no le parecía muy divertido. Probablemente no lo sería jamás.

«La tortuga no pudo ayudarnos.»

A veces, sin motivo alguno, Patty despertaba con ese pensamiento como si fuera el último fragmento de un sueño por lo demás olvidado. Entonces se volvía hacia Stanley y lo tocaba para asegurarse de que aún estaba allí.

Vivían bien, no abusaban del alcohol, no buscaban sexo extramatrimonial, ni drogas; no se aburrían ni discutían sobre lo que debían hacer. Sólo había una nube. Fue Ruth, la madre de Patty, quien la mencionó por primera vez, bajo la forma de una pregunta en una carta a su hija. Ruth le escribía una vez por semana y esa carta había llegado a principios del otoño de 1979, poco después de que marcharan de Traynor.

En su mayor parte era una típica carta de Ruth Blum: cuatro hojas cubiertas de apretada escritura, cada una con el encabezamiento «Una simple nota de Ruth». Su letra era casi ilegible. Una vez, Stanley se había quejado de no poder descifrar ni una sola palabra escrita por su suegra. «¿Y para qué quieres leerlas?», había sido la respuesta de Patty.

La carta estaba llena de las noticias acostumbradas, ya que los recuerdos de Ruth Blum se extendían desde el presente en un abanico cada vez más amplio de relaciones entrecruzadas. Muchas de las personas que ella mencionaba comenzaban a desdibujarse en la memoria de Patty, como fotografías de un viejo álbum, pero para Ruth todas permanecían frescas. Al parecer, jamás perdía el interés por la salud y las andanzas de sus conocidos. Sus pronósticos eran, además, invariablemente sombríos. El padre de Patty seguía teniendo dolores de estómago. Él estaba seguro de que era sólo dispepsia; la idea de que podía tratarse de una úlcera ni siquiera le pasaría por la cabeza, escribía su esposa, hasta el día en que empezara a escupir sangre y probablemente ni siquiera entonces. «Ya conoces a tu padre, querida. Trabaja como un mulo y a veces también piensa como si lo fuera, Dios me perdone por decir esto.» Randi Harlengen se había hecho una ligadura de trompas, le habían sacado unos quistes de los ovarios grandes como pelotas de golf, pero nada maligno, gracias a Dios; era el agua de Nueva York, sin duda. El aire de la ciudad también estaba sucio, pero ella tenía la convicción de que era el agua lo que, tarde o temprano, acababa con uno. Iba formando residuos dentro de la gente. Patty no imaginaba cuántas veces ella daba gracias a Dios de que «los chicos» estuvieran en el campo, donde tanto el aire como el agua, pero especialmente el agua, eran saludables (para Ruth, todo el Sur, incluidos Atlanta y Birmingham, era el campo). Tía Margaret estaba librando otra batalla contra la compañía de electricidad. Stella Flanagan había vuelto a casarse, algunos no aprenden nunca. Richie Huber había sido despedido otra vez.

Y en medio de esa cháchara, a veces chismosa, en medio de un párrafo y sin nada que ver con el resto, Ruth Blum había formulado al vuelo la temida pregunta: «¿Y cuándo pensáis hacernos abuelos, tú y Stanley? Ya estamos listos para empezar a malcriar al bebé. Por si no te has dado cuenta, Patty, nos estamos volviendo viejos.» Y luego pasaba a la chica de los Brucker, calle abajo, a quien habían hecho volver desde la escuela porque llevaba, sin sostén, una blusa casi transparente.

Deprimida, nostálgica por el hogar de Traynor, insegura y bastante asustada por lo que podía depararles el futuro, Patty fue a su nuevo dormitorio conyugal para dejarse caer en el colchón (el somier todavía estaba en el garaje y el colchón, solitario en el suelo sin alfombrar, parecía un objeto arrojado por las aguas en una extraña playa amarilla). Apoyó la cabeza en los brazos y se echó a llorar. Probablemente, ese llanto se había estado preparando. La carta de su madre no había hecho sino precipitarlo, así como el polvo hace que un cosquilleo en la nariz se convierta en estornudo.

Stanley quería tener hijos. Ella quería tener hijos. Estaban tan de acuerdo en ese tema como en la afición a la películas de Woody Allen, en la asistencia más o menos regular a la sinagoga, en las inclinaciones políticas, en la aversión por la marihuana y en muchas otras cosas. En la casa de Traynor había existido siempre una habitación extra, dividida en dos partes. A la izquierda, Stanley tenía un escritorio para trabajar y un sillón para leer; a la derecha, estaba la máquina de coser de Patty y el tablero donde armaba rompecabezas. Entre ellos existía un acuerdo tácito con respecto a esa habitación: algún día sería el cuarto de Andy o de Jenny. Pero ¿dónde estaba ese hijo? La máquina de coser, los cestos de tela, el tablero, el escritorio y el sillón se mantenían en sus respectivos sitios; mes a mes parecían solidificar sus posiciones, estableciendo su legitimidad con más firmeza. Eso pensaba ella, aunque nunca llegaba a cristalizar la idea. Pero sí recordaba que cierta vez, al iniciarse un período menstrual, había tenido la sensación de que la caja de compresas parecía muy satisfecha, como si las toallitas acolchadas le estuvieran diciendo: «¡Hola, Patty! Somos tus hijos. Los únicos hijos que tendrás, y tenemos hambre. Amamántanos. Amamántanos con tu sangre.»

En 1976, tres años después de descartar los anticonceptivos, consultaron con un médico de Atlanta llamado Harkavay.

—Queremos saber si hay alguna deficiencia —dijo Stanley— y, en ese caso, si se puede hacer algo para solucionarla.

Se sometieron a las pruebas. Se demostró que el esperma de Stanley y los óvulos de Patty eran normales y que todos los canales necesarios estaban abiertos.

Harkavay, que no lucía alianza matrimonial pero sí el rostro agradable y rubicundo de un universitario tras las vacaciones de invierno, les dijo que quizá sólo fueran nervios. Que ese problema era bastante común. Que, en esos casos, solía producirse un correlativo psicológico semejante a la impotencia sexual: cuando más se deseaba, menos se podía. Era preciso que se relajaran y se olvidaran de la procreación cuando hacían el amor.

En el trayecto de regreso a casa, Stan iba ceñudo. Patty le preguntó qué le pasaba.

—Yo nunca hago eso —dijo él.

—¿Qué cosa?

—Pensar en la procreación durante…

Patty se echó a reír, aunque se sentía algo asustada. Esa noche, en la cama, cuando creía que Stanley dormía desde hacía rato, éste empezó a hablar en la oscuridad. Aunque su voz era inexpresiva, sonaba ahogada por las lágrimas.

—Soy yo —dijo—. Es culpa mía.

Patty se volvió hacia él, lo buscó a tientas y lo abrazó.

—No seas tonto —dijo.

Pero su corazón palpitaba deprisa, demasiado deprisa. Era como si Stan hubiera descubierto una convicción secreta que ella guardaba sin saberlo. Sin razón alguna, sintió, supo, que él tenía razón. Algo iba mal y no en ella. Era él. Algo iba mal en él.

—No seas cenizo —susurró contra su hombro.

Él sudaba un poco y Patty comprendió que tenía miedo. El miedo surgía de él en oleadas frías. Estar desnuda a su lado era, de pronto, como estar desnuda frente a una nevera abierta.

—No soy cenizo y no soy tonto —dijo él con voz áspera y ahogada de emoción—, y tú lo sabes. Es por mi culpa. Pero no sé por qué.

—No se puede saber una cosa así. —La voz de Patty sonaba regañona, como la de su madre cuando estaba asustada. Y aunque estaba riñéndole, sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.

Stanley, la estrechó entre sus brazos.

—A veces creo saber la causa —dijo—. A veces sueño algo desagradable. Entonces despierto y pienso: «Ya sé. Ya sé qué va mal.» No sólo el hecho de que tú no quedes embarazada, sino todo. Todo lo que va mal en mi vida.

—¡Stanley! ¡En tu vida no hay nada que vaya mal!

—Por adentro no —dijo él—. Por adentro todo está bien. Hablo de fuera. Algo que debería haber terminado y que no terminó. Cuando despierto de esos sueños, pienso: «Toda mi vida no ha sido sino el ojo de una tormenta que no comprendo.» Tengo miedo, pero entonces … se desvanece. Como los sueños.

Ella sabía que a veces Stan tenía sueños agitados. En cinco o seis oportunidades la había despertado gimiendo. Cuando tendía la mano hacia él, interrogándolo, él decía siempre lo mismo: «No me acuerdo.» Luego buscaba los cigarrillos y fumaba sentado en la cama, esperando que el residuo del sueño rezumara por sus poros, como un sudor enfermizo.

No hubo hijos. En la noche del 23 de mayo de 1985 (la noche del baño), los consuegros todavía esperaban que les convirtieran en abuelos. El otro dormitorio seguía siendo «el otro dormitorio»; las compresas seguían ocupando su sitio acostumbrado en el armario, bajo el lavabo; la regla aún hacía su visita mensual. La madre de Patty, ocupada con sus propios asuntos pero no del todo ajena al sufrimiento de su hija, había dejado de preguntar en sus cartas y cuando la pareja viajaba a Nueva York dos veces al año. Ya no había comentarios humorísticos sobre la vitamina E que debían tomar. También Stanley había dejado de mencionar el asunto, pero a veces, cuando Patty lo observaba sin que él lo supiera, le descubría en la cara una gran sombra. Como si tratara, desesperadamente, de recordar algo.

Descontando esa única nube, la vida era bastante agradable para los dos hasta que sonó el teléfono en medio de Family Feud, en la noche del 28 de mayo. Patty tenía en el regazo dos camisas de Stan, dos blusas suyas, el costurero y la caja de botones; Stan, la última novela de William Denbrough. La portada del libro mostraba una bestia rugiente; la contraportada, un hombre calvo, de anteojos.

Stan, que estaba más cerca, contestó la llamada.

—¿Sí? —Una línea profunda se le formó entre las cejas—. ¿Quién es usted?

Por un instante Patty sintió miedo. Más tarde, la vergüenza la haría mentir, decir a sus padres que había presentido algo cuando sonó el teléfono; en realidad, sólo hubo ese instante, ese único levantar rápidamente la vista de su costura. Pero tal vez era cierto. Tal vez ambos sospechaban que se avecinaba algo desde mucho antes de esa llamada telefónica, algo que no concordaba con su confortable casa, tan elegantemente retirada tras los setos, algo tan asumido que no hacía falta reconocerlo … ese breve instante de miedo, como el fugaz pinchazo de un punzón de hielo, fue suficiente.

«¿Es mamá?», preguntó sin voz moviendo los labios. Temía que su padre, con diez kilos de sobrepeso y propenso a lo que él llamaba «dolores de barriga» desde los cuarenta años, hubiera sufrido un ataque al corazón.

Stan meneó la cabeza y sonrió levemente.

—¿Tú? ¡Vaya, qué sorpresa, Mike! ¿Cómo es que …?

Volvió a guardar silencio, escuchando. Mientras su sonrisa se desvanecía, Patty reconoció su expresión analítica, la que revelaba que alguien estaba planteando un problema explicando un súbito cambio en determinada situación, explicando algo extraño e interesante. Probablemente se trataba de eso último, pensó ella. ¿Un cliente nuevo? ¿Un viejo amigo? Tal vez. Volvió su atención a la pantalla del televisor donde una mujer abrazaba a Richard Dawson para besarlo apasionadamente. Richard Dawson debía de recibir más besos que el anillo del Papa. A ella no le habría disgustado besarlo.

Mientras rebuscaba un botón negro igual a los de la camisa de Stanley, Patty notó que la conversación discurría con normalidad. En cierto momento, Stanley preguntó:

—¿Estás seguro, Mike? —Y luego, tras una larga pausa—: Está bien, comprendo. Sí, voy a … Sí, todo. Entiendo. Yo… ¿Qué…? No, no puedo prometerte exactamente eso, pero lo pensaré. Ya sabes que… ¿eh? ¿De veras …? ¡Por supuesto! Sí, claro que sí. Sí… claro … gracias … sí. Adiós.

Y colgó.

Patty lo miró y vio que estaba con la vista perdida en el vacío, sobre el televisor. En la pantalla, el público aplaudía a la familia Ryan que acababa de anotarse doscientos ochenta puntos, la mayoría de ellos por adivinar que el público respondería «Matemáticas» a la pregunta «¿Qué asignatura le gusta menos al niño de la familia?». Los Ryan saltaban y daban gritos de júbilo.

Stanley, en cambio, tenía el entrecejo fruncido. Más tarde, Patty diría a sus padres que lo había visto palidecer y era cierto, pero no agregó que en ese momento le había parecido sólo un efecto de la lámpara que tenía pantalla de vidrio verde.

—¿Quién era, Stan?

—¿Qué…?

Se volvió y la miró. A Patty le pareció que estaba abstraído, ligeramente fastidiado. Sólo más tarde, al evocar la escena una y otra vez, empezó a comprender que Stan se estaba desconectando lentamente de la realidad. Su cara era la de un hombre saliendo del azul del cielo hacia el negro de la nada.

—¿Quién llamó por teléfono?

—Nadie … Nadie, de veras. Creo que voy a darme un baño.

Y se levantó.

—¿A las siete?

Él, sin contestar, se limitó a salir del cuarto. Patty habría podido preguntarle si le pasaba algo, incluso seguirlo para averiguar si se sentía mal del estómago; Stan no tenía inhibiciones sexuales, pero solía mostrarse extrañamente recatado con respecto a ciertas cosas. No habría sido nada extraño que hablara de darse un baño cuando en realidad tenía ganas de vomitar algo que le había sentado mal. Pero en ese momento estaban presentando a la familia Piscapo, y Patty sabía que Richard Dawson no dejaría de decir algo divertido sobre ese apellido; además no conseguía encontrar un botón negro, aunque estaba segura de que en la caja había montones. Se escondían, por supuesto. No cabía otra explicación.

Así pues, no volvió a pensar en él hasta que terminó el programa. Cuando aparecieron los créditos, levantó la vista y vio su silla vacía. Había oído correr el agua en la bañera durante cinco o diez minutos después … Pero no había oído el ruido de la nevera al abrirse. Eso significaba que Stan estaba arriba sin su lata de cerveza. Alguien le había echado un problema sobre las espaldas con esa llamada telefónica. Y ella, ¿había intentado ayudarlo? No. ¿Había tratado de sonsacarle algo? No. ¿Había reparado en que algo iba mal? Tampoco. Todo por ese estúpido programa de la tele. Ni siquiera podía achacar la culpa a los botones, eso era sólo una excusa.

Bueno, le llevaría una lata de cerveza y se sentaría a su lado, en el borde de la bañera, para frotarle la espalda e incluso lavarle la cabeza. Así descubriría qué problema lo preocupaba.

Sacó de la nevera una lata de cerveza y subió por la escalera. La primera señal de alarma se disparó al ver que la puerta del baño estaba cerrada, no entornada. Stanley nunca cerraba la puerta cuando se bañaba. Era una especie de chiste privado: cuando la puerta estaba cerrada significaba que él se estaba comportando como un buen chico; y si estaba abierta, significaba que no se opondría a hacer algo cuyo adiestramiento la madre había dejado, muy correctamente, en manos de otros.

Patty llamó a la puerta suavemente. Cobró conciencia de que llamar a la puerta del baño como si fuera un invitado era algo que no había hecho nunca en su vida matrimonial.

De pronto, la alarma se intensificó en ella. Pensó en el lago Carson, donde había nadado con frecuencia cuando niña. En los últimos días del verano, el lago estaba caliente como una bañera … hasta que dabas con una parte fría que te hacía estremecer de sorpresa y delicia. Sentías calor y al segundo siguiente era como si la temperatura hubiera descendido veinte grados bajo las caderas. Descontando el placer, así se sentía en esos momentos, como si hubiera dado con una parte fría. Sólo que esa parte no estaba por debajo de las caderas, enfriando sus largas piernas de adolescente en las negras aguas del lago Carson.

Estaba alrededor de su corazón.

—¿Stanley? ¡Stan!

Golpeó con los nudillos. Como no obtuvo respuesta, descargó el puño contra la puerta.

—¡Stanley! —El corazón ya no estaba en su pecho. Le latía en la garganta dificultándole la respiración—. ¡Stanley!

En el silencio que siguió a su grito (y el sonido de su grito allí, a menos de nueve metros de la cama donde apoyaba la cabeza para dormir todas las noches, la asustó más aún) oyó un ruido que hizo ascender el pánico a su conciencia. Un ruido insignificante, en realidad. Era sólo el ruido de una gota de agua. Plink … plink … plink…

Imaginaba las gotas formándose en la boca del grifo, engordando, cada vez más preñadas, para caer luego: plink.

Sólo ese ruido. Nada más. Y de pronto tuvo la terrible certeza de que esa noche había sido Stanley, no su padre, el que había sufrido un ataque al corazón. Con un gemido, accionó el pomo de vidrio tallado. La puerta no se movió. Estaba cerrada con llave. Súbitamente, a Patty Uris se le ocurrieron tres nuncas: Stanley nunca se daba un baño al anochecer, Stanley nunca cerraba la puerta a menos que estuviera usando el inodoro y Stanley nunca había cerrado la puerta con llave, en ninguna ocasión.

¿Sería posible, se preguntó, prepararse para un ataque al corazón?

Patty se pasó la lengua por los labios. Lo llamó otra vez por su nombre. No hubo respuesta, salvo el persistente goteo del grifo. Al bajar la vista, vio que aún sostenía la lata de cerveza. Se quedó mirándola estúpidamente, con el corazón latiéndole en la garganta, como si nunca hubiera visto una lata de cerveza. Y cuando parpadeó, la lata se convirtió en un teléfono, negro y amenazante como una serpiente.

«¿Puedo ayudarla, señora? ¿Tiene algún problema?», le espetó la serpiente.

Patty colgó el auricular bruscamente y se apartó, frotándose la mano que lo había sujetado. Al mirar alrededor, vio que estaba otra vez en el cuarto del televisor. Comprendió entonces que el pánico, surgido en su mente como un ratero que sube sigilosamente por una escalera, se había apoderado de ella. Recordó que había dejado caer la lata junto a la puerta del baño para correr a la planta mientras pensaba: «Todo esto es un error. Más tarde nos reiremos de esto. Stanley llenó la bañera, recordó entonces que no tenía cigarrillos y salió a comprarlos antes de desnudarse.» Sí. Sólo que había cerrado la puerta del baño desde dentro y había preferido abrir la ventana sobre la bañera para descolgarse por la pared de la casa. Claro, por supuesto, sin duda…

El pánico volvió a embargarla. Era como café negro y cargado. Patty cerró los ojos para luchar contra él. Permaneció inmóvil, como una estatua pálida, con el pulso latiendo en sus sienes.

Recordaba haber bajado a toda carrera hacia el teléfono, pero ¿a quién quería llamar?

Frenética, pensó «Llamaría a la tortuga, pero la tortuga no pudo ayudarnos.»

De cualquier modo, ya no importaba. Había marcado el O y debía de haber dicho algo, puesto que la operadora acababa de preguntarle si tenía algún problema. Sí lo tenía, pero ¿cómo explicar a aquella voz que Stanley se había encerrado con llave en el baño y no respondía, que el goteo del grifo en la bañera la aterrorizaba? Alguien tenía que ayudarla. Alguien…

Se llevó el dorso de la mano contra la boca y mordió. Trató de pensar, trató de obligarse a pensar.

Los duplicados de las llaves. Los duplicados de las llaves estaban en el armario de la cocina.

Se dirigió hacia allí y uno de sus pies chocó contra la caja de los botones, que se hallaba junto a una silla. Algunos botones cayeron centelleando como ojos de vidrio a la luz de la lámpara. Entre ellos había cinco o seis de los negros.

En la cara interior de la puerta del armario, sobre el fregadero doble, había un gran tablero de madera barnizada con forma de llave. Dos años atrás uno de los clientes de Stan se lo había regalado por Navidad. El tablero estaba lleno de pequeños ganchos de los cuales pendían todas las llaves de la casa; dos duplicados por gancho. Bajo cada uno se veía una tirita de cinta adhesiva con la pulcra letra de Stan: COCHERA, DESVÁN, BAÑO P. BAJA, BAÑO P. ALTA, PUERTA CALLE, PUERTA TRASERA. A un lado, las llaves de los coches, rotuladas M. B. y VOLVO.

Patty cogió la llave marcada BAÑO P. ALTA y echó a correr hacia la escalera pero se obligó a caminar. Si corría, el pánico la dominaría. Además, si caminaba aparentando serenidad, Dios podía pensar: «Bueno, me he pasado un poco, pero tengo tiempo de arreglarlo todo.»

Al paso tranquilo de una mujer que va a una reunión del Club del Libro, Patty subió la escalera y caminó hasta la puerta del baño.

—¿Stanley? —llamó, y trató de abrir.

De pronto sintió mucho miedo. No quería usar la llave. De algún modo, usar la llave le parecía algo definitivo. Si Dios no había corregido las cosas para cuando ella hubiera abierto, ya no lo haría. Después de todo, la época de los milagros había pasado.

Pero la puerta todavía estaba cerrada. El constante plink del grifo goteante era su única respuesta.

Le temblaba la mano. Encajó la llave en la cerradura, y la hizo girar. Intento asir el pomo de vidrio tallado, pero se le escurría porque la palma de la mano estaba empapada de sudor. Finalmente, consiguió hacerlo girar. Abrió la puerta.

—¿Stanley? Stanley…

Miró hacia la bañera, con su cortina azul recogida en un extremo y olvidó el nombre de su marido. Simplemente siguió mirando la bañera con gesto solemne, como el de un niño en su primer día de colegio. Luego comenzaría a gritar a todo pulmón. Entonces la oiría Anita McKenzie, la vecina, y sería Anita MacKenzie quien llamaría a la policía convencida de que un delincuente había entrado en casa de los Uris.

Pero de momento Patty Uris permanecía en silencio, con las manos recogidas sobre su pecho, solemne. Y entonces, esa solemnidad casi sagrada comenzó a transformarse. Los ojos, enormes, comenzaron a sobresalir y su boca compuso una horrible mueca de horror. Quiso gritar y no pudo. Los gritos eran demasiado estridentes para salir.

El baño, iluminado por tubos fluorescentes, tenía mucha luz y no había sombras. Se veía todo, aunque una no quisiera verlo. El agua de la bañera tenía un tono rosado intenso. Stanley yacía con la espalda apoyada contra la parte posterior de la bañera. La cabeza caía tan hacia atrás que algunos mechones de corto pelo negro le rozaban la piel entre los omoplatos. Si sus ojos fijos hubieran podido ver, habría visto a Patty con la boca abierta y desencajada. Su expresión era de abismal, petrificado horror. En el borde de la bañera había una caja de hojas de afeitar Gillette Platinum Plus. Se había provocado dos cortes en la cara interior del brazo, desde la muñeca, hasta el codo, y cruzado después cada uno de esos tajos con un corte transversal en la muñeca formando dos sangrientas T mayúsculas.Las heridas relumbraban, rojo purpúrea, bajo la hiriente luz blanca. Patty pensó que los tendones y los ligamentos expuestos parecían trozos de carne barata.

En el borde del grifo reluciente se formó una gota de agua. Engordó, como si estuviera preñada. Centelleó. Cayó. Plink.

Stan había hundido el índice derecho en su propia sangre para escribir una sola palabra en los azulejos celestes arriba de la bañera. Eran dos letras enormes, vacilantes:

Una huella sangrienta, zigzagueante, caía desde la segunda letra de la palabra: el dedo había hecho esa marca al caer la mano en la bañera donde ahora flotaba. Patty pensó que Stanley había hecho esa marca —su última impresión sobre el mundo— mientras perdía la conciencia.

Otra gota cayó en la bañera.

Plink.

Eso la hizo reaccionar. Patty Uris recobró la voz. Con la vista fija en los ojos muertos y centelleantes de su marido, empezó a gritar.

2

Richard Tozier se lanza a la carretera

Rich pensaba que se las estaba arreglando muy bien hasta que comenzaron los vómitos.

Había escuchado todo lo que le había dicho Mike Hanlon, había respondido a sus preguntas y hasta formulado algunas. Tenía vaga conciencia de estar empleando una de sus voces, ninguna de las ridículas que solía emplear en la radio (Kinki Briefcase, contable sexual1, era su favorita, y la respuesta de la audiencia era casi tan fervorosa como la que mostraba ante su clásico coronel Buford Kissdrivel),2 sino una voz cálida, sonora, llena de confianza. Una voz de estoy-bien. Sonaba estupenda, pero era falsa, igual que las otras.

—¿Hasta dónde recuerdas, Rich? —preguntó Mike.

—Muy poco —dijo Rich. Hizo una pausa—. Lo suficiente, supongo.

—¿Vendrás?

—Iré —dijo Rich, y colgó.

Permaneció sentado en su estudio, reclinado en la silla de su escritorio, contemplando el océano Pacífico. Un par de chicos estaban retozando con sus tablas de surf. No había mucho oleaje para el surf.

El reloj de su escritorio, un costoso reloj de cuarzo regalo del representante de una casa discográfica, marcaba las 17.09 del 28 de mayo de 1985. Naturalmente, donde estaba Mike eran tres horas más tarde. Ya habría oscurecido. Eso le puso la piel de gallina. Entonces decidió moverse, hacer cosas. Lo primero, por supuesto, fue poner un disco. No lo buscó, se limitó a tomar uno cualquiera entre los miles apilados en los estantes. El rock and roll era parte de su vida, casi tanto como las voces, y le costaba hacer cualquier cosa sin música a todo volumen. El disco sacado resultó ser una recopilación de la Motown. Marvin Gaye, uno de los miembros más recientes de ese sello discográfico, que Rich solía llamar «de los muertos», cantó I Heard It through the Grapevine.

—No está mal —dijo Rich.

En realidad, su situación estaba mal y lo cierto era que lo había dejado en la miseria, pero tenía la sensación de que podría arreglárselas. No había problemas.

Comenzó a prepararse para volver a su casa. En algún momento de la hora siguiente se le ocurrió que era como si hubiese muerto y se le permitiese tomar sus últimas medidas y disponer su propio funeral. Y lo estaba haciendo bastante bien.

Llamó a su agente de viajes pensando que a esa hora debía estar de camino hacia su casa, pero lo intentó por si acaso. Milagrosamente, dio con ella. Le dijo lo que necesitaba y ella le pidió quince minutos.

—Estoy en deuda contigo, Carol —dijo.

En los últimos tres años habían dejado de llamarse «señor Tozier» y «señorita Feeny»; ahora eran Rich y Carol; muy familiar, considerando que nunca se habían visto cara a cara.

—Muy bien, paga —dijo ella—. ¿Por qué no me haces un Kinki Briefcase?

Sin siquiera hacer una pausa (cuando uno tenía que hacer una pausa para buscar su voz, no había, por lo regular, ninguna voz que encontrar) Rich dijo:

—Aquí Kinki Briefcase, contable sexual. El otro día me consultó un tío que quería saber qué era lo peor de coger el sida.

Bajó un poco la voz; mientras su ritmo se iba acelerando y tornando agitado. Era, claramente, una voz norteamericana, pero se las componía para conjurar imágenes de un adinerado colono británico, tan encantador, en su confusión, como huero. Rich no tenía la menor idea de quién era Kinki Briefcase, pero estaba seguro de que usaba trajes blancos, leía revistas caras, bebía tragos largos y olía a champú de coco.

—Se lo dije enseguida: es tratar de explicarle a tu madre que te lo contagió una haitiana. Hasta la próxima vez, éste ha sido Kinki Briefcase, contable sexual, diciéndote, como siempre: «Si no entras en calor, me necesitas de asesor.»

Carol Feeny aullaba de risa.

—¡Es perfecto! ¡Perfecto! Mi novio no cree que tú puedas hacer esas voces. Dice que ha de ser un filtro de sonido o algo así.

—Puro talento, querida —dijo Rich. Kinki Briefcase había desaparecido. Allí estaba W. C. Fields, sombrero de copa, nariz roja, palos de golf y todo—. Estoy tan lleno de talento que debo taponarme todos los orificios del cuerpo para que no se me escape como … bueno, para que no se me escape.

Ella estalló en carcajadas. Rich cerró los ojos. Sentía un principio de dolor de cabeza.

—Sé buena y haz todo lo que puedas, ¿quieres? —pidió, siempre con la voz de W. C. Fields.

Y cortó la comunicación en medio de la carcajada.

Ahora tenía que volver a ser él mismo, y eso resultaba difícil. Resultaba más difícil con cada año que pasaba.

Cuando estaba tratando de elegir un buen par de mocasines, sonó otra vez el teléfono. Era Carol Feeny en tiempo récord. Él sintió la necesidad de adoptar la voz de Buford Kissdrivel, pero se contuvo. Carol le había conseguido un pasaje de primera clase en el vuelo sin escalas de la American Airlines desde Los Ángeles hasta Boston. Saldría de Los Ángeles a las 21.03, para llegar a Logan a eso de las cinco de la mañana. Desde Logan, Delta lo llevaría a Bangor, Maine, saliendo a las 7.30 y aterrizando a las 8.20. Ya le habían conseguido un sedán grande por medio de Avis. Había sólo cuarenta kilómetros desde el local de Avis, en el aeropuerto de Bangor, hasta el límite municipal de Derry.

«¿Sólo cuarenta kilómetros? —pensó Rich—. ¿Eso es todo, Carol? Bueno, tal vez sea cierto … al menos en kilómetros. Pero no tienes la menor idea de lo lejos que está Derry y yo tampoco. Pero, Dios mío, lo voy a descubrir.»

—No traté de reservarte alojamiento porque no me dijiste cuánto tiempo vas a pasar allí —dijo ella—. ¿Quieres …?

—No, ya me encargaré yo —respondió Rich. Y entonces entró en escena Buford Kissdrivel con su voz engolada y sus vocales despatarradas.

—Te has portado como un ángel, corazón mío, como un ángel de verdad.

Colgó con suavidad (siempre hay que dejarlas riendo) y marcó 207-555-1212, Información del estado de Maine. Quería el número de Town House de Derry. Cielos, ése sí era un nombre del pasado. ¡No había pensado en el Town House de Derry por… ¿Cuánto tiempo? ¿Diez, veinte, veinticinco años, tal vez? Aunque pareciera descabellado, calculaba que habían sido veinticinco años. Y si Mike no hubiera llamado, bien habría podido pasar el resto de su vida sin acordarse de ese hotel. Sin embargo, en otros tiempos pasaba junto a esa gran mole de ladrillo todos los días. Y en más de una ocasión había pasado corriendo con Henry Bowers, Belch Huggins y aquel otro grandullón, Victor no-sé-qué, persiguiéndole y gritándole fiorituras como «¡Ya vas a ver, caraculo! ¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Nos las vas a pagar, mariquita!» ¿Alguna vez habían llegado a cogerle?

Antes de que Rich pudiera acordarse de eso, una telefonista le preguntó de qué ciudad, por favor.

—Derry, señorita…

¡Derry, por Dios! Hasta el nombre parecía extraño y olvidado. Pronunciarlo era como besar una antigüedad.

—¿Tiene el número del Town House de Derry?

—Un momento, señor.

«Imposible, Debe de haber desaparecido, derribado en algún programa de renovación urbana. Convertido en el Club de los Elks, en una bolera o en un salón de videojuegos. O tal vez incendiado hasta los cimientos, una noche, cuando la ley de las probabilidades hizo que algún viajante borracho se quedara dormido con el cigarrillo en la mano. Desaparecido, Richie, igual que los anteojos por los que te fastidiaba Henry Bowers. ¿Cómo dice la canción de Springsteen? “Días de gloria, perdidos en el guiño de una chica.” ¿Qué chica? Pues Bev, por supuesto…»

Podía ser que el Town House estuviera cambiado, pero no había desaparecido, pues una inexpresiva voz de robot surgió en la línea:

—El número es 9-4-1-8-2-8-2. Repito: el número es…

Pero Rich lo había anotado la primera vez. Fue un placer colgarle a esa voz monótona; resultaba fácil imaginar a un gran monstruo globular, de la sección de información, sepultado en algún punto de la Tierra, sudando riachuelos y sosteniendo miles de teléfonos en miles de tentáculos articulados. Versión telefónica del doctor Pulpo, némesis de Spidey. Año tras año, el mundo en que Rich vivía se parecía cada vez más a una enorme casa electrónica hechizada donde fantasmas digitales y asustados seres humanos habitaban en intranquila coexistencia.

«Aún de pie. Parafraseando a Paul Simon, aún de pie, después de tantos años.»

Marcó el número del hotel que había visto a través de los anteojos de su infancia. Marcarlos, 1-207-941-8282, era fatalmente fácil. Sostuvo el auricular contra el oído mientras miraba por el amplio ventanal de su estudio. Los surfistas se habían ido, una pareja caminaba lentamente por la playa, cogidos de la mano, por el mismo lugar. Esa pareja parecía uno de los pósters de la agencia donde trabajaba Carol Feeny, perfectos. Exceptuando, claro está, el hecho de que ambos usaban gafas.

«¡Te vamos a coger, caraculo! ¡Te vamos a romper las gafas!»

«Criss», transmitió su mente de pronto. El apellido era Criss. Victor Criss.

¡Cristo! No tenía ningún interés en recordar eso a esas alturas, pero lo mismo daba. Algo estaba pasando allá en las bóvedas, allí donde Rich Tozier conservaba su colección personal de Viejos Éxitos Dorados. Las puertas se estaban abriendo.

«Sólo que allá abajo no hay discos, ¿verdad? Allá abajo no eras Rich Discos Tozier, el gran disc-jockey de KLAD, el Hombre de las Mil Voces, ¿eh? Y esas cosas que se están abriendo … no son exactamente puertas, ¿verdad?»

Trató de desechar esos pensamientos.

«Lo que debo recordar es que estoy bien. Yo estoy bien, tú estás bien, Rich Tozier está bien. Pero de todos modos, me vendría bien un cigarrillo.»

Había dejado de fumar hacía cuatro años, pero sí, le habría sentado bien un cigarrillo.

«No son discos, sino cadáveres. Los sepultaste, pero ahora se ha producido una especie de descabellado terremoto y la Tierra está escupiendo a la superficie. Allá abajo no eres Rich Discos Tozier; allá abajo eres Richie Cuatro Ojos, nada más, y estás con tus compañeros, tan asustado que sientes las pelotas volviéndose mermelada de ciruelas. Ésas son puertas y no se están abriendo. Son criptas, Richie. Se están resquebrajando y los vampiros que habías dado por muertos vuelven a alzar el vuelo, todos.»

Un cigarrillo, sólo uno. Hasta uno light podría servir, por Dios.

«¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Te vas a tragar esa maldita cartera de libros!»

—Town House —dijo una voz masculina con acento del Norte; había viajado desde Nueva Inglaterra por el Medio Oeste y bajo los casinos de Las Vegas hasta alcanzar llegar a sus oídos.

Rich preguntó a la voz si podía reservar una suite en el Town House a partir del día siguiente. La voz le dijo que podía y le preguntó por cuánto tiempo.

—No lo sé. Tengo…

Hizo una pausa breve. ¿Qué tenía, en realidad? Con los ojos de la mente vio a un muchachito con una cartera de tartán llena de libros, que huía de los gamberros. Vio a un chiquillo con gafas, flaco, pálido, que parecía gritar a todos los gamberros que pasaban: «¡Péguenme! ¡Adelante, péguenme! ¡Tengan mis labios: háganlos puré contra mis dientes! ¡Tengan mi nariz; háganla sangrar, rómpanla, si pueden! ¡Denme un puñetazo en la oreja para que se me hinche como una coliflor! ¡Pártanme una ceja! ¡Aquí está mi barbilla: busquen el punto del knock-out! Y mis ojos, tan azules, tan aumentados por estas odiosas gafas, con una patilla remendada con celo. ¡Rompan los cristales! ¡Hundan un fragmento de vidrio en uno de estos ojos y ciérrenlo para siempre, mierda!»

Cerró los ojos y dijo:

—Tengo que ocuparme de asuntos de negocios en Derry, ¿comprende? No sé cuánto me llevará. ¿Qué tal tres días con posibilidad de prórroga?

—¿Con posibilidad de prórroga? —repitió el empleado, dubitativo. Rich esperó, paciente, a que el tipo procesara aquello en su mente—. ¡Ah, comprendo! ¡Me parece muy bien!

«Gracias; y … espero que pueda votar por nosotros en noviembre —dijo John F. Kennedy—. Jackie quiere … redecorar el Despacho Oval y yo tengo un puesto preparado para mi … hermano Bobby.»

—¿Señor Tozier?

—Sí.

—Creo que la línea se cruzó por unos segundos.

«Sólo un antiguo camarada del DOP1 —pensó Rich—. Del Dead Old Party, por si quieres saberlo. No te preocupes por eso. —Le recorrió un escalofrío y volvió a decirse, casi con desesperación—: Estás bien, Rieh.»

—Yo también lo oí —dijo—. Líneas cruzadas, seguro. ¿Y bien?

—No hay problema —dijo el empleado—. Aquí en Derry no nos visitan demasiados hombres de negocios.

—¿De veras?

—Oh, ayuh —asintió el empleado.

Rich volvió a estremecerse. Había olvidado eso, también: ese simple modismo de Nueva Inglaterra que reemplaza al sí. Oh, ayuh.

«¡Te voy a coger, basura!», aulló la voz fantasmal de Henry Bowers. Y él sintió que otras criptas se resquebrajaban dentro de él. El hedor que percibía no era el de los cadáveres putrefactos, sino el de los recuerdos podridos y eso era, de algún modo, peor.

Dio al empleado del Town House su número de la American Express y colgó. Luego llamó a Steve Covali, director de programación de la KLAD.

—¿Qué pasa, Rich? —preguntó Steve.

El último sondeo de audiencia había demostrado que la KLAD ocupaba el primer puesto en el canibalístico mercado del rock-FM en Los Ángeles. Desde entonces, Steve estaba de excelente humor.

—Bueno, tal vez lamentes haberlo preguntado —dijo a Steve—. Voy a lanzarme a la carretera.

—A lanzarte … Creo que no te entiendo, Rich.

—Que tengo que ponerme las botas de leguas. Que me largo.

—¡Cómo! Según el programa que tengo delante de mis ojos, sales al aire mañana desde las dos a las seis de la tarde, como siempre. Más aún, a las cuatro entrevistas a Clarence Clemons en los estudios. ¿Conoces a Clarence Clemons, Rich?

—Clemons puede hablar perfectamente con Mike O’Hara en vez de hacerlo conmigo.

—Clarence no quiere hablar con Mike, Rich. No quiere conversar con Bobby Russel. Ni conmigo. Clarence es un fanático de Buford Kissdrivel y de Wyatt el Homicida de la Bolsa. Quiere hablar contigo, amigo. Y no tengo ningún interés en encontrarme con un furioso saxofonista de ciento veinte kilos que estuvo a punto de ser fichado por un equipo profesional de rugby, poniéndose frenético en mi estudio.

—No tiene fama de frenético —dijo Rich—. Y estamos hablando de Clarence Clemons, no de Keith Moon.

Hubo un silencio en la línea. Rich esperó, con paciencia.

—Estás bromeando, ¿verdad? —preguntó Steve al fin. Sonaba quejumbroso—. Porque, a menos que haya muerto tu madre, que te hayan descubierto un tumor cerebral o algo por el estilo, esto es una putada.

—Tengo que irme, Steve.

—Entonces, ¿está enferma tu madre? ¿O ha muerto?

—Murió hace diez años.

—¿Tienes un tumor cerebral?

—Ni siquiera un pólipo rectal.

—No le veo la gracia, Rich.

—Ya.

—Te estás portando como un maldito tramposo y eso no me gusta.

—A mí tampoco, pero tengo que irme.

—¿Adonde? ¿Por qué? ¿De qué se trata? Dímelo.

—Me ha llamado alguien. Alguien a quien conocí hace mucho tiempo. En otro lugar. En aquella época sucedió algo. Hice una promesa. Todos prometimos que volveríamos si ese algo volvía a empezar. Y parece que ha empezado.

—¿De qué algo estás hablando, Rich?

—Preferiría no decírtelo. —«Además, si te dijera la verdad me tomarías por loco: no recuerdo nada.»

—¿Cuándo hiciste esa famosa promesa?

—Hace mucho tiempo. En el verano de 1958.

Hubo una larga pausa. Sin duda Steve Covali estaba tratando de decidir si Rich Discos Tozier, alias Buford Kissdrivel, alias Wyatt el Homicida de la Bolsa, etc., le estaba tomando el pelo o estaba sufriendo una especie de colapso mental.

—Eras apenas un niño —dijo Steve.

—De once años.

Otra larga pausa. Rich esperaba, paciente.

—Está bien —dijo Steve—. Cambiaré los turnos. Haré que Mike te reemplace. Puedo llamar a Chuck Foster para que haga algunos turnos, supongo, si descubro en qué restaurante chino se ha refugiado últimamente. Voy a hacerlo porque hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero no olvidaré que me has dejado plantado, Rich.

—Corta el rollo —dijo Rich. Pero su dolor de cabeza iba de mal en peor. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. ¿O Steve lo tomaba por un irresponsable? —. Necesito unos días de licencia. Eso es todo. Y tú te portas como si te hubiera fastidiado todos los planes.

—Unos días de licencia ¿para qué? ¿Para la reunión de ex boys scouts en las Cataratas de Letrina, Dakota del Norte, o en Villa Fregona, Virginia?

—En realidad, creo que es en las Cataratas de Letrina, Arkansas —dijo Buford Kissdrivel con su gran voz de barril vacío.

Pero Steve no se dejó distraer.

—¿Todo porque hiciste una promesa cuando tenías once años? ¡A los once años no se hacen promesas en serio, por el amor de Dios! Y aunque así fuera, Rich, esto no es una compañía de seguros ni un despacho de abogados, sino el mundo del espectáculo, por Dios, y ya sabes de qué se trata, coño. Si me hubieras avisado una semana atrás lo habría arreglado. Me estás poniendo entre la espada y la pared y lo sabes, así que no insultes mi inteligencia.

Steve estaba hablando casi a gritos. Rich cerró los ojos. «No lo olvidaré», había dicho Steve y Rich suponía que era cierto. Pero Steve también había dicho que los chicos de once años no hacen promesas en serio y eso no tenía nada de cierto. Rich no recordaba la promesa y ni siquiera estaba seguro de querer recordarlo, pero había sido muy en serio.

—Tengo que irme, Steve.

—De acuerdo. Vete y déjame plantado, maldita sea.

—Steve, estás llev…

Pero Steve ya había colgado. Rich hizo lo propio. En el momento en que se alejaba, el teléfono volvió a sonar. Aun antes de atender, supo que era otra vez Steve, más furioso que nunca. A esas alturas no serviría de nada hablar con él, no conseguiría más que empeorar las cosas. Deslizó hacia la derecha la llave que el aparato tenía a un lado y la llamada enmudeció en medio de un timbrazo.

Subió la escalera, sacó dos maletas del armario y las llenó echando apenas una mirada al montón de ropa: vaqueros, camisas, ropa interior, calcetines. Sólo después descubriría que había llevado sólo ropa de niño. Transportó las maletas a la planta baja.

En la pared del comedor había una fotografía del Gran Sur, en blanco y negro, tomada por Ansel Adams. Rich la hizo girar sobre los goznes ocultos poniendo al descubierto una gran caja de hierro. Después de abrirla, rebuscó entre los papeles de la casa, cómodamente instalada en diez hectáreas de bosque en Idaho y un manojo de acciones. Había comprado las acciones aparentemente al azar (su corredor de Bolsa se agarraba la cabeza cuando lo veía llegar), pero todas habían subido con el correr de los años. A veces le sorprendía que fuera casi rico. Todo por cortesía del rock and roll … y de su voz, por supuesto.

Una casa, bosque, acciones, póliza de seguro y hasta una copia de su último testamento. «Las ligaduras que te sujetan al mapa de tu vida», pensó.

Sintió un impulso, súbito y salvaje, de coger el encendedor y prender fuego a toda esa basura de por-la-presente y por-lo-tanto y el portador-de-este-certificado … Y bien podía hacerlo: los papeles de su caja fuerte habían perdido, de pronto, todo significado.

En ese momento le embargó el primer terror auténtico, y no tenía nada de sobrenatural. Era sólo la súbita conciencia de que resultaba muy fácil acabar con la propia vida. Eso no daba tanto miedo. Simplemente, se acercaba el ventilador a lo que se había recolectado durante años y se lo encendía. Fácil. Era cuestión de quemarla o aventarla y luego lanzarse a la carretera.

Detrás de los papeles, que eran sólo primos segundos del efectivo, estaba el efectivo de verdad. Cuatro mil dólares en billetes de a diez, veinte y cincuenta.

Al cogerlo se preguntó si acaso había sabido lo que estaba haciendo al poner allí el dinero: cincuenta un mes, ciento veinte el siguiente, a lo mejor sólo diez el próximo. Dinero de viejo escondido en los agujeros de las ratas.

«Increíble, tío», se dijo, notando apenas su propia voz. Tenía los ojos perdidos en la playa que se veía por el ventanal. Estaba desierta, los chicos del surfing se habían marchado; la pareja supuestamente de luna de miel, también.

«Pues sí, doctor, ahora lo recuerdo todo. ¿Recuerda a Stanley Uris, por ejemplo? Puede apostar su pellejo… ¿Recuerda cómo solíamos decir eso creyendo que era el gran chiste? Los gamberros le llamaban Stanley Urina. “¡Eh, Urina! ¡Eh, maldito asesino de Cristo! ¿Adonde vas? ¿A que uno de tus amigos maricones te la chupe?”»

Cerró la caja fuerte con violencia y volvió a dejar el cuadro en su sitio de un manotazo. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en Stanley Uris? Rich se había marchado de Derry con su familia en la primavera de 1960 y qué pronto se habían desvanecido todas aquellas caras, su pandilla, ese triste puñado de perdedores con su caseta en lo que se llamaba entonces Los Barrens,1 gracioso nombre para un lugar de tan lujuriosa vegetación. Fingiéndose exploradores en la selva o marines luchando en los archipiélagos del Pacífico tomados por los japoneses, fingiéndose constructores de presas, vaqueros, hombres del espacio en un mundo selvático, fingiéndose todo lo que a uno se le puede ocurrir, pero no olvidemos de qué se trataba en realidad: se trataba de esconderse. Esconderse de los matones. Esconderse de Henry Bowers y de Victor Criss y de Belch Huggins y de todos los demás. Qué hatajo de perdedores habían sido: Stanley Uris con su narizota de chico judío; Bill Denbrough, que no podía decir otra cosa que «Hai-io, Silver!» sin tartamudear; Beverly Marsh, con sus moretones y sus cigarrillos ocultos en las mangas de la blusa; Ben Hascom, tan enorme que parecía la versión humana de Moby Dick y Richie Tozier, con sus gafas gruesas y sus excelentes calificaciones y su boca sabihonda y su cara pidiendo que la transformasen a golpes en formas nuevas y estimulantes. ¿Había una palabra que resumiese lo que habían sido? Oh, sí. Siempre la hubo. Le mot juste. En este caso, le mot juste era desastres.

Cómo volvía … cómo volvía todo … y allí estaba, en su madriguera, temblando con el desamparo de un pájaro sin nido en medio de una tormenta, temblando porque recordaba mucho más que a aquellos chicos de la infancia. Había otras cosas, cosas que en años no habían vuelto a su cabeza, cosas que ahora temblaban rozando la superficie.

Cosas sangrientas.

Una oscuridad terrible.

La casa de la calle Neibolt y Bill gritando: «¡Tú, m-m-mataste a mi hermano, hijo de p-p-puta!»

¿Lo recordaba ahora? Lo justo para no querer recordar nada más.

Un olor a basura, un olor a mierda y un olor a algo más. Algo peor que la mierda y la basura. Era el olor de la bestia, el olor de Eso, allá en la oscuridad, bajo Derry, donde las máquinas atronaban incesantemente. Se acordó, de George…

Pero eso fue demasiado. Corrió al baño, tropezando en el trayecto. Llegó… pero apenas. Patinó por los lustrosos mosaicos hasta el inodoro, de rodillas, como un loco bailarín de break-dance; agarrándose a los bordes, vomitó cuanto tenía en las entrañas. Pero ni siquiera así se le pasó. De pronto vio a Georgie Denbrough como si hubiera estado con él el día anterior. George, que había sido el comienzo de todo; Georgie, asesinado en el otoño de 1957. Georgie había muerto justo después de la inundación, con uno de los brazos arrancado de su articulación, y Rich había bloqueado todo en su memoria. Pero a veces esas cosas vuelven, claro que sí. Vuelven, a veces vuelven.

Pasó el espasmo y Rich tiró de la cadena. Hubo un rugir de agua. La cena que había comido temprano, regurgitada en trozos calientes, desapareció por las tuberías.

Hacia las cloacas.

Hacia el palpitar, el hedor y la oscuridad de las cloacas.

Bajó la tapa, apoyó en ella la frente y empezó a llorar. Era la primera vez que lloraba desde la muerte de su madre, en 1975. Sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo, ahuecó las manos bajo los ojos; las lentillas de contacto se deslizaron hacia fuera y quedaron en la palma de su mano, centelleando.

Cuarenta minutos después, sintiéndose como si hubiera salido de un encierro, purificado, de algún modo, arrojó sus maletas al maletero de su MG y sacó el coche del garaje. La luz ya menguaba. Miró su casa, con sus nuevas plantas y miró la playa, el agua que había tomado el brillo de la esmeralda clara, partido por una estrecha senda de oro batido. Y sintió la convicción de que jamás volvería a ver nada de todo eso, que era un muerto ambulante.

—Ahora vuelvo al hogar —susurró Rich Tozier para sí—. Vuelvo al hogar, que Dios me ampare, vuelvo al hogar.

Arrancó sintiendo, una vez más, lo fácilmente que había caído en una grieta insospechada de una vida aparentemente sólida, la facilidad con que se volvía al lado oscuro, pasando del azul del cielo al negro de la nada.

Del azul al negro, sí, eso era. Allí donde cualquier cosa podía estar esperando.

It(Eso)

3

Ben Hanscom toma una copa

Si uno hubiera querido, en esa noche del 28 de mayo de 1985, encontrarse con el hombre al que la revista Time consideraba «tal vez la mayor promesa entre los jóvenes arquitectos norteamericanos», tendría que haber tomado hacia oeste al salir de Omaha, por la interestatal 80, girando por la salida de Swedholm hasta el centro de la ciudad. Allí tendría que salir por la 92 a la altura de Bucky’s (especialidad de la casa: escalopa de pollo). Y luego girar a la derecha para tomar la 63 que cruza como un hilo el desierto pueblito de Gatlin, y entrar finalmente a Hemingford Home.

El centro de Hemingford Home hace que el de Swedholm parezca la ciudad de Nueva York. El distrito comercial consiste en ocho edificios, cinco de un lado y tres del otro. Allí está la peluquería Buen Korte (en el escaparate, un letrero escrito a mano, reza: si ERES HIPPY VE A CORTARTE EL PELO A OTRA PARTE), el cine de reestreno, la tienda de baratijas. Hay una sucursal del Banco de Propietarios de Vivienda de Nebraska, una estación de servicio, una farmacia y la ferretería Nacional-Artículos para Granja, único negocio de la ciudad que prospera medianamente.

Además, cerca del extremo de la calle principal, algo apartado de los otros edificios, como un paria y apoyado en el borde de la gran nada, está el clásico bar de carretera: La Rueda Roja. Si uno hubiera llegado tan lejos, habría visto en el aparcamiento de tierra salpicado de baches un viejo Cadillac 1968, descapotable, con dos antenas en la parte trasera. La placa de identificación decía, simplemente: EL CADDY DE BEN. Y dentro, caminando hacia el mostrador, uno habría encontrado al hombre: flaco, quemado por el sol, vestido con una camisa de cambray, vaqueros desteñidos y polvorientas botas de ingeniero. Tenía leves patas de gallo alrededor de los ojos. Tenía treinta y ocho años, pero aparentaba diez menos.

—Hola, señor Hanscom —dijo Ricky Lee, poniendo una servilleta de papel en el mostrador mientras Ben se sentaba.

Ricky Lee parecía algo sorprendido. Hasta entonces, nunca había visto a Hanscom en La Rueda un día de semana. Acudía regularmente todos los viernes por la noche y tomaba dos cervezas. Los sábados por la noche tomaba cuatro o cinco. Siempre preguntaba por los tres hijos varones de Ricky Lee. Siempre dejaba una propina de cinco dólares bajo la jarra de cerveza. Tanto en la conversación profesional como en el aprecio personal, era holgadamente el cliente favorito de Ricky Lee. Los diez dólares semanales (y los cincuenta que dejaba bajo la jarra en cada Navidad, desde hacía cinco años) eran más que suficientes, pero mucho más valía la compañía de ese hombre. Una compañía digna siempre era una rareza, pero en un antro de mala muerte como ése, donde lo más común es la cháchara barata, escaseaba más que los dientes en mandíbula de gallina.

Aunque Hanscom tenía sus raíces en Nueva Inglaterra y había hecho sus estudios en California, poseía algo más que un toque de tejano extravagante. Ricky Lee esperaba siempre la llegada de Ben Hanscom los viernes y sábados por la noche, porque con el correr de los años había aprendido que podía contar con su presencia allí. El señor Hanscom podía estar construyendo un rascacielos en Nueva York (donde ya tenía tres edificios que habían dado mucho que hablar), una galería de arte en Redondo Beach o una galería comercial en Salt Lake City. Pero llegado el viernes por la noche, la puerta que daba al aparcamiento se abriría, entre las ocho y las nueve y media, para darle paso, como si viviera apenas al otro lado de la ciudad y hubiera decidido pasar por allí porque no había nada en la tele. Tenía avión propio y un aeródromo particular en su granja de Junkins.

Dos años antes, había estado en Londres diseñando y dirigiendo la construcción del nuevo centro de comunicaciones de la BBC, edificio que aún provocaba acaloradas discusiones en la prensa británica. (The Guardian: «El más bello, quizá, entre los edificios construidos en Londres en los últimos veinte años»; el Mirror: «Descontando la cara de mi suegra, lo más desagradable que he visto en mi vida.») Cuando el señor Hanscom aceptó ese trabajo, Ricky Lee había pensado: «Bueno, algún día volveré a verlo. O tal vez se olvide completamente de nosotros.» Y ciertamente, el viernes siguiente a su partida hacia Inglaterra había pasado sin noticias de él, aunque Ricky Lee levantaba involuntariamente la mirada

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