Mis primeros recuerdos están relacionados con el fuego.
Vi arder Watts, Detroit y Atlanta en el telediario de la noche, vi océanos de manglares y frondas de palmera en llamas de napalm mientras Walter Cronkite hablaba de desarme lateral y de una guerra que había perdido el rumbo.
Mi padre era bombero y no pocas noches me sacaba de la cama para que viera las últimas coberturas informativas de los incendios que había combatido durante la jornada. Todavía olía a humo y a hollín, aún emanaba de él ese denso hedor a grasa y gasolina, pero no me importaba, esos olores me resultaban agradables sentado en su rezago, en nuestro viejo sillón. Cuando aparecía en el televisor, corriendo delante de la cámara, se señalaba con el dedo: una sombra difusa recortada contra rojos furiosos y amarillos resplandecientes.
Me fui haciendo mayor, pero siempre tuve la sensación de que los incendios crecían conmigo, y así ha sido hasta hace poco, con el de Los Ángeles, cuando el niño que llevo dentro se preguntó si al final las cenizas y el humo se desviarían hacia el noreste y llegarían hasta Boston y nos contaminarían el aire.
El verano pasado ocurrió eso. Estalló una vorágine de odio a la que pusimos distintos nombres —racismo, pedofilia, justicia, rectitud—, pero esas palabras no eran más que lacitos y envoltorios de un regalo envenenado que nadie quería abrir.
Murió mucha gente el verano pasado. La mayoría, inocentes. Algunos más culpables que otros.
Y hubo gente que mató. Ninguna de esas personas era inocente. Lo sé. Yo fui una de ellas. Seguí el delgado cañón de una pistola y me encontré con unos ojos llenos de miedo y odio, y en ellos vi mi propio reflejo. Apreté el gatillo para hacerlo desaparecer.
Oí el eco de mis disparos y me llegó el olor de la pólvora, pero en la nube de humo seguí viendo mi reflejo, y supe que siempre lo vería.
El bar del Ritz-Carlton da a los Jardines Públicos y se requiere corbata para entrar. He contemplado los Jardines desde otros lugares privilegiados sin llevar corbata y nunca he sentido que me faltase nada, pero tal vez los del Ritz sepan algo que ignoro.
Por lo general voy con unos vaqueros y alguna camiseta estampada, pero estaba allí por trabajo, de modo que el tiempo era suyo, no mío. Además, últimamente voy un poco retrasado con la colada, con lo que mis vaqueros podrían haber echado a andar solos hacia el metro antes de llegar a ponérmelos. Así pues, saqué del armario un traje cruzado de Armani azul marino —uno de los muchos con que me había pagado un cliente sin fondos—, encontré zapatos, camisa y corbata a juego, y en menos que canta un gallo estaba listo para salir en la portada de GQ.
Examiné mi reflejo en el ventanal de cristal ahumado del bar mientras cruzaba Arlington Street. Tenía un porte elegante, brillo en la mirada y ni un pelo fuera de sitio. El mundo era un lugar maravilloso.
Un portero joven, con las mejillas tan lisas que parecía haberse saltado la pubertad, abrió la pesada puerta de bronce y dijo: «Bienvenido al Ritz-Carlton, señor.» Y lo decía en serio: su temblorosa voz delataba el orgullo que sentía ante el hecho de que yo hubiera escogido su pintoresco hotelito. Hizo una floritura con el brazo para indicarme el camino, por si yo no podía deducirlo, y antes de que pudiera darle las gracias cerró la puerta y salió corriendo a parar el mejor taxi del mundo para algún otro afortunado.
Mis zapatos resonaban con nitidez militar en el suelo de mármol y las elegantes rayas de mis pantalones se reflejaban en los ceniceros de bronce. Siempre que cruzo el vestíbulo del Ritz espero encontrarme con George Reeves haciendo de Clark Kent, o tal vez con Bogey y Raymond Massey fumándose un pitillo. El Ritz es uno de esos hoteles que han conseguido preservar un halo de antigua opulencia. Moquetas mullidas con intricados estampados orientales, mostradores de recepción y conserjería de roble reluciente y un vestíbulo inmenso por el que desfilan, como en una bulliciosa estación de paso, atribulados corredores de bolsa con maletines de suave cuero llenos de acciones, duquesas brahmanas con abrigos de piel, actitud impaciente y cita diaria con el servicio de manicura y una legión de botones uniformados de azul marino empujando robustos carritos de latón cargados de equipaje que exhalan suavemente al deslizarse sus ruedas por la gruesa moqueta. Da igual lo que ocurra fuera, si entras en este vestíbulo y te quedas un rato mirando a la gente, acabas creyendo que Londres sigue asolada por los bombardeos del Blitz.
Esquivé al botones apostado frente al bar y abrí la puerta yo mismo. Si le pareció divertido, ni se inmutó. Si estaba muerto, tampoco dio muestras de lo contrario. Me detuve sobre la lujosa moqueta mientras la puerta se cerraba suavemente a mi espalda. Los vi en una de las mesas del fondo, las que dan a los Jardines. Tres hombres con suficiente poder político como para arrastrarnos con sus chanchullos hasta bien entrado el siglo XXI.
El más joven, Jim Vurnan, se puso de pie y sonrió al verme. Jim es mi representante local; ése es su trabajo. En tres zancadas se plantó a mi lado, con esa sonrisa suya a lo Jack Kennedy, e inmediatamente me tendió la mano. Se la estreché.
—Hola, Jim.
—¡Patrick! —exclamó él, como si llevara todo el día en una pista de aterrizaje esperando mi regreso de un campo de prisioneros—. ¡Patrick! —repitió—. Me alegro de que hayas podido venir. —Me tocó el hombro y me miró de arriba abajo como si no me hubiera visto el día anterior—. Tienes buen aspecto.
—¿Me estás invitando a salir?
Soltó una carcajada, más estridente de lo que se merecía el comentario, y me guió hasta la mesa.
—Patrick Kenzie, el senador Sterling Mulkern y el senador Brian Paulson.
Jim pronunció «senador» igual que otros dicen «Hugh Hefner»; es decir, con una admiración incomprensible.
Sterling Mulkern era un tipo corpulento y rubicundo, de esos que acarrean su propio peso como un arma, no como un lastre. Tenía una rígida mata de pelo blanco sobre la que podría aterrizar un DC-10 y te estrechaba la mano como si quisiera inducirte una parálisis. Ocupaba el puesto de líder de la mayoría en el Senado del Estado más o menos desde la Guerra Civil y no tenía ninguna intención de jubilarse. Pronunció «Pat, muchacho, qué alegría volver a verte» con ese afectado acento irlandés que, por algún extraño motivo, había adquirido en la zona sur de Boston donde había crecido.
Brian Paulson, en cambio, era flaco como un espárrago, tenía el pelo lacio y canoso y siempre te ofrecía una mano húmeda y fofa. Esperó a que se sentara Mulkern para luego hacerlo él, y yo me pregunté si también le había pedido permiso para dejarme la palma sudada. Su saludo se limitó a un asentimiento y un parpadeo, un gesto muy apropiado para alguien acostumbrado a estar en la sombra. A pesar de todo, se decía de él que tenía una cabeza bien amueblada, lo que justificaba esos años ejerciendo de recadero de Mulkern.
Mulkern levantó ligeramente las cejas y miró a Paulson. Paulson levantó las suyas y miró a Jim. Jim las levantó mirándome a mí. Esperé unos segundos, levanté las mías y los miré a todos.
—¿He sido admitido en el club? —pregunté.
Paulson parecía confundido. Jim sonrió, aunque sólo un poco.
—¿Cómo empezamos? —se limitó a decir Mulkern.
Eché un vistazo a la barra, que estaba a mi espalda.
—¿Con un trago?
Mulkern soltó una carcajada, y Jim y Paulson, obedientes, lo imitaron. Ahora ya sabía de dónde sacaba Jim esos gestos. Al menos no se palmearon las rodillas al unísono.
—Por supuesto —dijo Mulkern—. Por supuesto.
Levantó una mano y apareció a mi lado una chica increíblemente joven y encantadora. Llevaba una chapa dorada con su nombre: Rachel.
—¡Senador! ¿Qué puedo ofrecerle?
—Tráigale algo de beber a este joven. —Su voz sonó entre ladrido y risotada.
La sonrisa de Rachel se acentuó. Se inclinó y me miró.
—Por supuesto. ¿Qué quiere tomar, señor?
—Una cerveza. ¿Tenéis de eso aquí?
Ella se echó a reír. Los políticos también. Tuve que pellizcarme para no hacerlo. Por Dios, qué sitio tan divertido.
—Sí, señor —anunció la camarera—. Tenemos Heineken, Beck’s, Molson, Sam Adams, St. Pauli Girl, Corona, Löwenbräu, Dos Equis...
La interrumpí para que no se nos hiciera de noche.
—Una Molson me va bien.
—Patrick —dijo Jim, que entrelazó las manos y se inclinó hacia mí: había llegado el momento de hablar en serio—, tenemos un pequeño...
—Un enigma —intervino Mulkern—. Tenemos un pequeño enigma por resolver. Y nos gustaría que se solucionara con discreción y olvidarnos de él.
Nos dejó mudos. Creo que estábamos impresionados: por fin conocíamos a alguien capaz de usar la palabra «enigma» en una conversación.
Fui el primero en salir del asombro.
—¿De qué enigma se trata exactamente?
Mulkern se acomodó en la silla sin dejar de observarme.
En ese momento apareció Rachel y me puso delante un vaso helado en el que sirvió dos tercios de la botella de Molson. Mulkern no me quitaba los ojos de encima. Rachel dijo «Que la disfrute» y se marchó.
El senador seguía mirándome fijamente, sin inmutarse. No habría parpadeado ni que hubiera caído una bomba en la sala.
—Conocí bien a tu padre, muchacho —dijo por fin—. No he conocido mejor persona en toda mi vida. Era un héroe de verdad.
—Él siempre hablaba de usted con mucho afecto, senador.
Mulkern asintió como si eso se diera por sentado.
—Es una pena que nos dejara tan pronto. Parecía la persona más sana del mundo. —Se dio unos golpecitos en el pecho con los nudillos—. Pero nunca sabes cuándo el corazón puede jugarte una mala pasada.
Mi padre estuvo seis meses luchando contra un cáncer de pulmón, pero si Mulkern prefería creer que había muerto de un infarto, ¿para qué contradecirlo?
—Y ahora tenemos aquí a su hijo. Casi convertido en un hombre hecho y derecho —continuó.
—Casi —repetí—. El mes pasado incluso me afeité.
Jim puso cara de haberse tragado un sapo. Paulson entornó los ojos.
Mulkern sonrió.
—De acuerdo, chaval, de acuerdo. Tienes razón. —Suspiró—. Pero te diré una cosa, Pat, a mi edad todo el mundo te parecerá joven.
Asentí con educación, como si supiera de qué estaba hablando.
Mulkern removió su bebida con una cucharilla larga que luego dejó delicadamente sobre una servilleta de papel.
—Tenemos entendido que, cuando se trata de encontrar a alguien, no hay nadie como tú —dijo, y me señaló con la palma hacia arriba.
Me limité a asentir.
—De modo que nada de falsa modestia.
Me encogí de hombros.
—Es mi trabajo. Me conviene hacerlo bien.
Le di un trago a la Molson y su intenso sabor agridulce me inundó la boca. Me entraron ganas de volver a fumar, y no era la primera vez.
—Bueno, chaval, nuestro problema es el siguiente: la semana que viene se presentará en el Senado un importante proyecto de ley. Contamos con una munición bastante potente, pero para reunirla hemos empleado algunos métodos y contratado ciertos servicios que podrían ser... malinterpretados.
—¿Por ejemplo?
Mulkern asintió y sonrió como si yo hubiera dicho «¡Felicidades!».
—Malinterpretados —repitió.
Decidí seguirle el juego.
—¿Quiere decir que hay documentación o algún vídeo de esos métodos y esos servicios?
—Es rápido este chico —declaró mirando a Jim y a Paulson—. Sí señor, muy rápido. —Se dirigió a mí de nuevo—: Documentación —repitió—. Exactamente, Pat.
Me pregunté si había llegado el momento de explicarle lo mucho que me molestaba que me llamaran Pat. Tal vez yo debería empezar a llamarlo Sterl, a ver si le gustaba. Tomé otro sorbo de cerveza.
—Senador, encuentro a personas, no cosas.
—Si puedo interrumpir —interrumpió Jim—... los documentos están en poder de una persona que ha desaparecido hace poco. Se trata de una...
Mulkern terminó la frase por él otra vez:
—Una empleada de la Casa del Estado de Massachusetts, que no nos había dado ningún motivo para desconfiar de ella.
El senador había convertido en un arte la premisa de dirigir con mano de hierro en guante de seda. No había un atisbo de reproche en sus modales, su tono o su actitud, pero Jim se había quedado igual que si lo hubieran pillado dándole una patada al gato. Bebió un largo trago de su whisky escocés y los cubitos de hielo repiquetearon en el vaso. Pensé que no se atrevería a interrumpirlo de nuevo.
Mulkern miró a Paulson y éste se inclinó hacia su maletín, de donde extrajo un delgado fajo de papeles y me lo entregó.
En la primera página había una imagen un poco borrosa. Era una ampliación de una fotografía de identificación de un miembro del personal de la Casa del Estado, es decir, del capitolio del estado de Massachusetts. Se veía a una mujer negra de mediana edad, con ojos cansados y expresión de agotamiento. Tenía los labios ligeramente abiertos y torcidos, como si estuviera a punto de manifestarle su impaciencia al fotógrafo. En la segunda página había una fotocopia de su carnet de conducir. Se llamaba Jenna Angeline. Tenía cuarenta y un años, pero aparentaba cincuenta. Su permiso de conducir era de clase tres, sin restricciones, y había sido emitido por el estado de Massachusetts. Tenía los ojos castaños y medía un metro sesenta y cinco. Su domicilio estaba en el 412 de Kenneth Street, en Dorchester. Su número de la seguridad social era el 042-51-6543.
Miré a los tres hombres que tenía delante y al final me concentré en el centro del grupo, en la negra mirada de Mulkern.
—¿Y entonces? —dije.
—Jenna era la mujer de la limpieza de mi despacho. Y también del de Brian. —El senador se encogió de hombros—. Para ser oscurita no lo hacía mal.
Mulkern era de esa clase de hombres que usan la palabra «oscurito» cuando no están seguros de cómo les va a sentar a los presentes que diga «negrata».
—Hasta que —dije.
—Hasta que desapareció hace nueve días.
—¿Se tomó unas vacaciones sin avisar?
Mulkern me miró como si yo acabara de sugerir que el baloncesto universitario no estaba amañado.
—Cuando se tomó esas «vacaciones», Pat, también se llevó esos documentos.
—¿Para leer algo ligero en la playa? —dije.
Paulson dio un golpe en la mesa. Con fuerza. Paulson, quién lo hubiera dicho.
—Esto no es ninguna broma, Kenzie. ¿Lo entiende?
Le miré la mano con ojos soñolientos.
—Brian —susurró Mulkern.
Paulson retiró la mano para palparse el tirón que le había dado en la espalda.
Seguí mirando a Paulson, todavía con ojos soñolientos —ojos muertos, como los llama Angie—, y me dirigí a Mulkern.
—¿Cómo sabe que fue ella quien se llevó esos... documentos?
Paulson esquivó mi mirada y se concentró en su Martini. Todavía estaba intacto, y probablemente así se quedaría hasta el final. Quizá tenía que pedir permiso para beber.
—Lo hemos comprobado —contestó Mulkern—. Créeme. No hay ningún otro sospechoso lógico.
—¿Y por qué lo es ella?
—¿Cómo?
—¿Por qué ella es una sospechosa lógica?
Mulkern esbozó una pequeña sonrisa.
—Porque desapareció el mismo día que los documentos. Con esta gente nunca se sabe, ¿verdad?
—Ajá —me limité a decir.
—¿Podrás encontrarla, Pat?
Miré por la ventana. El animoso portero empujaba a alguien hacia un taxi. En los Jardines Públicos, una pareja de mediana edad vestida con la misma camiseta de Cheers hacía fotos sin parar a la estatua de George Washington. La gente de su pueblo gritará de emoción cuando las vean. En la acera, un vagabundo borracho se esforzaba por mantenerse en pie, con una botella en una mano y pidiendo limosna con la otra, firme como una roca. Había muchas chicas guapas paseando por allí. Montones.
—Soy caro —contesté.
—Lo sabemos —dijo Mulkern—. Y entonces, ¿por qué sigues viviendo en tu viejo barrio?
Me hizo aquella pregunta como si quisiera hacerme creer que su corazón también seguía allí, como si aquella zona fuera para él algo más que una ruta alternativa cuando había mucho tráfico en la autopista.
Me pregunté qué debía responderle. Algo relacionado con mis raíces, con el sentido de pertenencia. Finalmente opté por decirle la verdad.
—Tengo un apartamento de renta antigua.
Eso pareció gustarle.
El «viejo barrio» está en el distrito de Dorchester, en la zona de Edward Everett Square. Se encuentra a poco más de ocho kilómetros del centro de Boston, lo que significa que, en un día normal, se tarda sólo media hora en llegar en coche hasta allí.
Mi despacho está en el campanario de la iglesia de San Bartolomé. Aún no he averiguado qué ocurrió con la campana y las monjas que dan clase en la escuela parroquial contigua se niegan a explicármelo. Las más viejas directamente ni me contestan y a las más jóvenes parece divertirles mi curiosidad. En una ocasión la hermana Helen me dijo que «había desaparecido como por ensalmo». Palabras textuales. La hermana Joyce, que ha crecido conmigo en el barrio, siempre me dice que «se traspapeló», y lo suelta con una de esas sonrisas traviesas que supuestamente las monjas no deberían mostrar. Yo soy un simple detective privado, pero las tácticas evasivas de las monjas volverían loco al mismísimo Sam Spade.
El día después de obtener mi licencia de detective privado el padre Drummond, párroco de la iglesia, me preguntó si me importaría encargarme de velar por la seguridad del templo. Una pandilla de infieles había robado cálices y candelabros de la sacristía, algo que ya había pasado otras veces, y, en palabras del párroco, «era preciso acabar de una vez por todas con esa mierda». Me ofreció tres comidas al día en la rectoría y la gratitud divina si me instalaba en el campanario a esperar el próximo allanamiento. Era oficialmente mi primer caso, pero le dije que yo no era tan barato y que al menos me dejara usar el campanario hasta encontrar mi propio despacho. Para ser un cura aceptó con bastante facilidad. Cuando vi en qué condiciones estaba el lugar —que nadie había usado en nueve años—, entendí por qué.
Angie y yo nos las arreglamos para meter dos mesas. Y también un par de sillas. Pero nos dimos cuenta tarde de que no había espacio para un archivador, así que me llevé a casa todos los informes antiguos. Nos permitimos el lujo de comprar un ordenador, luego pasamos todo lo que pudimos a disquetes y apilamos unos cuantos expedientes actuales encima de las mesas. Eso casi siempre impresiona a los clientes y hace que no presten tanta atención a lo que hay alrededor. Casi siempre.
Vi a Angie sentada a su mesa cuando llegué al último escalón. Estaba absorta leyendo la última columna de Ann Landers, así que entré sigilosamente y no le dije nada. Al principio ni siquiera reparó en mí —el artículo de Ann debía de ser de lo más interesante—, por lo que aproveché para observarla en uno de sus infrecuentes momentos de reposo.
Tenía los pies encima de la mesa. Llevaba unas botas negras estilo Peter Pan por encima de sus vaqueros color carbón. Seguí la línea de sus largas piernas que terminaba en una holgada camiseta blanca de algodón. El periódico le tapaba el resto del cuerpo, salvo la espesa y larga melena —del color del alquitrán mojado por la lluvia—, que le caía en cascada sobre los hombros aceitunados. Detrás del papel de periódico había un cuello estilizado —que temblaba cuando se esforzaba por no reírse de uno de mis chistes—, una mandíbula inquebrantable con un lunar casi microscópico en el lado izquierdo, una nariz aristocrática que no se correspondía en absoluto con su personalidad y unos ojos color caramelo derretido. Unos ojos en los que uno se zambulliría sin pensárselo un segundo.
Aquella mañana, sin embargo, no tendría oportunidad de verlos. Ella bajó el periódico y me miró con unas Wayfarer negras. Claramente no pensaba quitárselas por el momento.
—Hola, Skid —dijo, y sacó un cigarrillo del paquete que tenía encima de la mesa.
Angie es la única persona que me llama «Skid». Tal vez porque es la única que estaba conmigo en el coche de mi padre cuando derrapé y lo estrellé contra una farola de Lower Mills hace trece años.
—Hola, preciosa —dije deslizándome en la silla. Seguro que no soy el único que la llama «preciosa», pero es la fuerza de la costumbre. O la verdad, simple y llanamente. En fin, que cada uno piense lo que quiera. Señalé con la barbilla las gafas de sol—. ¿Qué, hubo juerga anoche?
Ella se encogió de hombros y miró por la ventana.
—Phil se pasó con la bebida.
Phil es el marido de Angie, un auténtico gilipollas.
Se lo dije con esas mismas palabras.
—Sí, bueno... —Había levantado un extremo de la cortina y jugueteaba con él—. Qué le vamos a hacer, ¿verdad?
—Yo puedo hacer lo que ya hice en su momento. Y nada me gustaría más en realidad —contesté.
Angie inclinó la cabeza y las gafas de sol le resbalaron por la nariz dejando al descubierto un morado que se extendía por el rabillo del ojo hasta la sien.
—Y cuando hayas acabado, volverá a casa y hará que esto parezca una carantoña. —Se subió las gafas—. Dime que me equivoco.
Su voz sonaba clara, pero dura como la luz de invierno. Odio esa voz.
—Entonces, hazlo a tu manera —le dije.
—Eso haré.
Angie, Phil y yo crecimos juntos en el barrio. Angie y yo, como amigos. Angie y Phil, como amantes. A veces las cosas van así. No a menudo, gracias a Dios, al menos en mi caso, pero otras sí. Hace años Angie entró un día en el despacho con gafas de sol y los ojos como dos bolas de billar. También lucía un bonito surtido de moretones por los brazos y el cuello y un chichón de casi tres centímetros en la coronilla. Imagino que adivinó mis intenciones nada más verme la cara, porque las primeras palabras que salieron de su boca fueron: «Patrick, tranquilo.» No era la primera vez que pasaba, ni mucho menos, pero sí la peor de todas. De modo que el día que me encontré a Phil en el Jimmy’s Pub de Uphams Corner, nos tomamos un trago la mar de tranquilos, jugamos un par de partidas de billar tranquilamente, y cuando saqué el tema a colación y él me contestó «¡Métete en tus putos asuntos, Patrick!» lo molí a palos con el taco de billar y me quedé tan tranquilo.
Eso me hizo sentir bastante bien unos días. Es posible, aunque no lo recuerdo con claridad, que incluso fantaseara con compartir una feliz vida doméstica con Angie. Pero luego Phil salió del hospital y ella estuvo una semana sin aparecer por el despacho. Cuando por fin se presentó se movía con dificultad y gemía cada vez que se sentaba o se levantaba. No le había tocado la cara, pero tenía el cuerpo magullado.
Angie no me dirigió la palabra durante dos semanas. Y dos semanas es mucho tiempo.
La observaba mientras ella seguía mirando por la ventana. Y como tantas otras veces me pregunté por qué una mujer como ella —una mujer que no se dejaba pisotear por nadie, una mujer que no había dudado en pegarle dos tiros a un pieza como Bobby Royce cuando éste, a pesar de nuestros amables ruegos, se negó a entregarse al tipo que le había pagado la fianza— permitía que su marido la usara como un saco de boxeo... Bobby Royce no volvió a levantarse y a menudo pensaba en cuándo le llegaría el turno a Phil, aunque por ahora todo seguía igual.
Pero la respuesta se encontraba en ese tono de voz meloso y cansino que adoptaba siempre que hablaba de él. Lo quería, sin más. Debe de tener una virtud oculta, una parte que yo, desde luego, nunca he visto, algo que sólo muestra en la intimidad, una virtud que a sus ojos brilla más que el Santo Grial... Ha de ser eso, porque si no, no entiendo su relación, ni yo ni nadie que la conozca a ella.
Angie abrió la ventana y tiró el cigarrillo. Toda una chica de ciudad. Esperé a oír los gritos de algún estudiante de los cursos de verano o los pasos de una monja corriendo por las escaleras con los ojos inyectados de la ira de Dios y una colilla encendida en la mano, pero no ocurrió nada de eso. Angie se apartó de la ventana abierta y entró una fresca brisa de verano que llenó la habitación de gases de tubo de escape y aires de libertad. Y también del aroma de los pétalos de lila que alfombraban el patio de la escuela.
—Y bien, ¿hemos conseguido el trabajo? —dijo ella reclinándose en la silla.
—Hemos conseguido el trabajo.
—Genial. Por cierto, bonito traje.
—Te están dando ganas de echarte en mis brazos, ¿verdad?
Ella negó con un lento movimiento de cabeza.
—Eh... no.
—No sabes dónde he estado. ¿Es eso?
Ella negó de nuevo.
—Sé exactamente dónde has estado, Skid. Por eso lo digo...
—Bruja.
—Putón —dijo, y me sacó la lengua—. ¿De qué va el caso?
Saqué del bolsillo interior de la americana los papeles con la información sobre Jenna Angeline y los deslicé en su escritorio.
—Hay que localizarla y luego llamarlos por teléfono, nada más.
Ella echó un vistazo a los papeles.
—¿A quién le importa la desaparición de una mujer de la limpieza de mediana edad?
—Al parecer también desaparecieron algunos papeles con ella. Documentos de la Casa del Estado, del capitolio.
—¿Relativos a...?
Me encogí de hombros.
—Ya conoces a los políticos. Siempre manejan información nuclear clasificada hasta que alguien se va de la lengua.
—¿Cómo saben que se los llevó ella?
—Mira la foto.
—Ah, claro... Es negra —dijo ella asintiendo.
—Eso es una prueba suficiente para muchos.
—¿Incluso para un liberal del Senado?
—Un liberal del Senado, cuando no está sentado en la Cámara, no es más que otro racista sureño.
Le conté cómo había ido la reunión, le hablé de Mulkern, de su perro faldero, Paulson, y de las robóticas y solícitas empleadas del Ritz.
—Y nuestro representante, James Vurnan, ¿cómo se comporta entre semejantes estadistas?
—¿Has visto alguna vez esos dibujos animados donde sale un perro grande que siempre tiene al lado un perro pequeño jadeando, saltando y preguntándole «¿Adónde vamos, colega? ¿Adónde vamos, colega?»?
—Sí.
—Pues así —dije.
Ella mordisqueaba un lápiz con el que empezó a darse golpecitos en un diente.
—Vale, ésta es la versión cámara oculta, pero ¿qué pasó realmente?
—Eso, más o menos.
—¿Te fías de ellos?
—Claro que no, joder.
—Entonces aquí hay gato encerrado, ¿no es así, detective?
Me encogí de hombros.
—Son funcionarios electos. El día que digan toda la verdad las putas trabajarán gratis.
Ella sonrió.
—Qué bonita analogía, como siempre. Se nota que has ido a colegios de pago. —Me miró sonriendo y volvió a darse golpecitos de lápiz en un diente ligeramente astillado—. Bueno, ¿y por dónde empezamos?
Me aflojé la corbata lo justo para sacármela por la cabeza.
—No tengo la menor idea.
—Menudo detective estás hecho —dijo ella.
Jenna Angeline había nacido y crecido en Dorchester, igual que yo. Un visitante ocasional de la ciudad tal vez pensaría que eso era un bonito punto en común entre Jenna y yo, un vínculo, por pequeño que fuera, forjado a partir del lugar de origen: dos personas que habían salido al campo de juego desde el mismo lado. Pero ese visitante ocasional se equivocaría. El Dorchester de Jenna Angeline y el mío tienen tanto en común como la Georgia estadounidense y la Georgia rusa.
El Dorchester en el que yo crecí era de clase trabajadora tradicional, con barrios, en su mayoría, construidos en torno a las iglesias católicas que los demarcan. Los hombres eran carpinteros, maestros de obra, agentes de la condicional, operarios de telefonía o, como en el caso de mi padre, bomberos. Las mujeres eran amas de casa, aunque a veces tenían empleos de media jornada y algunas incluso se habían graduado en una universidad pública. Todos éramos irlandeses, polacos o algo por el estilo. Todos éramos blancos. Hasta que en 1974, con el principio del fin de la segregación racial en las escuelas, casi todos los hombres empezaron a hacer horas extra y casi todas las mujeres pasaron a trabajar a jornada completa y casi todos los niños entraron en colegios privados y católicos.
Ese Dorchester ha cambiado, por supuesto. El divorcio, algo de lo que apenas se hablaba en la generación de mis padres, es muy habitual hoy en día, y conozco a muchos menos vecinos que antes. Pero todavía podemos acceder a empleos bajo el auspicio de los sindicatos y solemos conoce