El camino del perdón

David Baldacci

Fragmento

Capítulo 1

1

«Pito, pito, colorito.»

La agente especial del FBI Atlee Pine alzó la mirada para contemplar la lúgubre fachada del complejo penitenciario que albergaba a algunos de los depredadores humanos más peligrosos del planeta.

Había venido hasta allí esa noche para visitar a uno de ellos.

La cárcel de Florence estaba a unos ciento sesenta kilómetros al sur de Denver y era la única prisión de máxima seguridad reforzada del sistema federal. El módulo de máxima seguridad era uno de los cuatro edificios independientes que formaban este complejo correccional federal. Había un total de novecientos internos encarcelados en este polvoriento lugar.

Desde el cielo, con las luces de la prisión encendidas, Florence podía parecer un puñado de diamantes sobre fieltro negro. Los hombres que se encontraban allí, tanto los guardias como los internos, eran tan duros como esa piedra preciosa. No era un lugar para los débiles de espíritu o para quienes se dejaban intimidar con facilidad; sin embargo, los muy perturbados eran bienvenidos.

En ese momento, en esta prisión de máxima seguridad cumplían condena, entre otros, el Unabomber, el terrorista de la maratón de Boston, varios terroristas del 11-S, algunos asesinos en serie, uno de los cómplices del atentado de Oklahoma City, diversos espías, líderes supremacistas blancos y un variado repertorio de jefes de los cárteles de la droga y de la mafia. Buena parte de los internos morirían en esa prisión federal, mientras cumplían múltiples cadenas perpetuas.

La cárcel estaba en mitad de la nada. Nadie había logrado jamás escapar, pero si alguien lo hiciera algún día, no tenía donde esconderse. La topografía alrededor de la prisión era llana y de campo abierto. En el entorno del complejo no crecía ni una brizna de hierba, ni un solo árbol o arbusto. Todo el perímetro estaba rodeado por muros de tres metros y medio de alto coronados con alambre de espino, con detectores de movimiento intercalados. A su alrededor circulaban patrullas armadas con perros de ataque las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Cualquier preso que llegase hasta allí acabaría falleciendo casi con toda seguridad víctima de los colmillos o las balas. Y a muy poca gente le importaría que un asesino en serie, un terrorista o un espía terminara muerto con la cara contra la tierra de Colorado.

En el interior del recinto, las ventanas de las celdas, incrustadas en los gruesos muros de cemento, eran de diez centímetros de ancho por un metro de largo, y desde ellas solo se podía ver el cielo y los tejados del complejo. La prisión de Florence estaba diseñada para que ningún recluso pudiera saber en qué parte del edificio estaba encerrado. Las celdas eran de 2 x 3,5 metros y en ellas prácticamente todo, excepto los reclusos, era de cemento. El agua de las duchas se cortaba de forma automática, las puertas de los lavabos no se podían cerrar con pestillo, las paredes estaban insonorizadas para que los reclusos no pudieran comunicarse entre sí, las puertas dobles de acero se abrían y cerraban mediante un mecanismo hidráulico y la comida se introducía en las celdas a través de una pequeña abertura en el metal. La comunicación con el exterior estaba prohibida salvo en la sala de visitas. Para los presos más indisciplinados, o en caso de una crisis, había un módulo de castigo conocido como «el Agujero Negro». Las celdas de esa zona permanecían siempre a oscuras y las camas de cemento tenían correas de sujeción.

De hecho, aquí el confinamiento solitario no era algo excepcional, sino más bien la norma. La prisión de máxima seguridad reforzada no estaba pensada para que los reos hicieran nuevas amistades.

Para permitirle acceder al complejo, los guardias habían parado y revisado el todoterreno ligero de Atlee Pine y habían comprobado su nombre y su documento de identidad en el listado de visitantes. Superados estos trámites, la escoltaron hasta la entrada principal, donde tuvo que enseñar a los guardias que custodiaban la puerta sus credenciales de agente especial del FBI. Tenía treinta y cinco años y los últimos doce los había pasado con una reluciente placa en el bolsillo. El escudo dorado estaba coronado por un águila con las alas desplegadas, bajo la cual aparecía la Justicia sosteniendo una balanza y una espada. Pine consideraba muy apropiado que en la insignia del organismo de seguridad más relevante del mundo apareciera una figura femenina.

Tuvo que entregar la Glock 23 a los guardias. Había dejado en el coche la Beretta Nano que solía llevar en una pistolera en el tobillo. Era la primera ocasión en que recordaba haber entregado de forma voluntaria el arma. Pero la única prisión de máxima seguridad reforzada de Estados Unidos tenía sus propias reglas, a las que debía amoldarse si quería entrar allí, y lo cierto es que deseaba esto último con todas sus fuerzas.

Era alta: descalza medía casi un metro ochenta. La altura le venía de su madre, que pasaba del metro ochenta. Pese a su estatura, Pine no era ni ágil ni esbelta. Jamás habría podido trabajar como modelo de pasarela ni aparecer en la portada de una revista. Era corpulenta y musculosa, debido a que levantaba pesas a diario. Sus muslos, pantorrillas y glúteos eran roca pura, tenía los hombros y los deltoides esculpidos, los brazos fibrosos y con la musculatura marcada, y sus abdominales eran de hierro. Había participado en competiciones de artes marciales mixtas y de kickboxing, y conocía prácticamente todas las técnicas mediante las cuales una persona de menor tamaño podía dominar y bloquear a otra más fornida.

Todas estas habilidades las había aprendido y pulido con una única motivación en la cabeza: la supervivencia en un mundo mayoritariamente masculino. La fuerza física, la dureza y la confianza que le aportaban eran una necesidad. Tenía un rostro anguloso que resultaba muy atractivo, casi hechizante. Llevaba el cabello negro hasta la altura de los hombros y los ojos de un azul turbio transmitían una impresión de gran profundidad.

Era la primera vez que accedía a la prisión de Florence y mientras dos corpulentos guardias que no se habían dignado a dirigirle la palabra la escoltaban por el pasillo, lo primero que le llamó la atención fueron el silencio y la tranquilidad casi inquietantes que reinaban en el lugar. Como agente federal, había visitado muchas cárceles a lo largo de su vida. Lo habitual era que fuesen una cacofonía de ruidos, gritos, silbidos, maldiciones, obscenidades, insultos y amenazas, con manos agarradas a los barrotes y miradas amenazantes emergiendo de la oscuridad de las celdas. Si no eras un animal al entrar en una prisión de máxima seguridad, te habrías convertido en uno al salir. De lo contrario, eras hombre muerto.

Era El señor de las moscas.

Con puertas de acero y lavabos.

Y, sin embargo, aquí parecía que estuviera en una biblioteca. Pine estaba impresionada. Era toda una proeza para unas instalaciones que albergaban a un grupo de hombres que, en su conjunto, habían asesinado a miles de sus semejantes mediante bombas, pistolas, cuchillos, venenos o sus puños desnudos. O, en el caso de los espías, a través de sus actos de traición.

«Dónde vas tú, tan bonito.»

Pine había venido en coche desde St. George, Utah, donde había vivido y trabajado hacía años. Esto le había supuesto atravesar todo el estado de Utah y la mitad del de Colorado. Su GPS le indicó que le llevaría algo más de once horas recorrer los mil kilómetros. Lo había hecho en menos de diez gracias a su determinación como conductora, al potente motor de su todoterreno y al detector de radares para esquivar los controles de velocidad.

Había hecho una única parada para ir al lavabo y comprar comida para el resto del trayecto. Por lo demás, no había levantado el pie del acelerador.

Podría haber tomado un avión hasta Denver y haber hecho el resto del camino por carretera, pero disponía de tiempo y quería pensarse bien qué iba a hacer al llegar a su destino. Y un largo viaje en coche por las vastas y desiertas planicies de América era el escenario idóneo para eso.

Pine había nacido en el Este, pero se había pasado la mayor parte de su vida profesional en las llanuras infinitas del Suroeste americano. Y confiaba en poder seguir allí el resto de su existencia, porque adoraba la vida al aire libre y los espacios abiertos.

Después de unos cuantos años en el FBI, había podido elegir destino. Y ello se había debido a un único motivo: quería ir a donde ningún otro agente deseaba poner los pies. La mayoría de sus colegas ansiaban un destino en una de las cincuenta y seis sedes del FBI. A algunos les gustaba el calor, de modo que aspiraban a las de Miami, Houston o Phoenix. Otros querían trasladarse a las más relevantes dentro de la administración del FBI, de modo que luchaban por conseguir un puesto en Nueva York o Washington. La de Los Ángeles era popular por un montón de motivos, lo mismo que la de Boston. Sin embargo, a Pine no le interesaba ninguno de esos sitios. Le gustaba el relativo aislamiento de una delegación en mitad de la nada. Y mientras obtuviera resultados y mostrase compromiso con su trabajo, nadie la iba a molestar allí.

A menudo, en esas llanuras inmensas, ella era la única agente federal en cientos de kilómetros a la redonda. Y eso también le gustaba. Algunos podrían llamarla solitaria, obsesiva o antisocial, pero no era ninguna de esas cosas. De hecho, se llevaba bien con la gente. Y es que no se podía ser un buen agente del FBI sin poseer unas notables habilidades sociales. Pero sí le gustaba preservar su intimidad.

Pine había obtenido un puesto en la delegación de St. George, Utah. Era una oficina que ocupaba a dos personas y donde ella permaneció dos años. En cuanto se le presentó la oportunidad, pidió que la transfirieran a una delegación que llevaba un solo agente en una pequeña ciudad llamada Shattered Rock. Era una oficina recién abierta al oeste de Tuba City y lo más cerca posible del parque nacional del Gran Cañón sin llegar a estar en su interior. Contaba con el apoyo de una secretaria, Carol Blum, una mujer sesentona que llevaba décadas en el FBI. Blum aseguraba que su héroe era J. Edgar Hoover, pese a que este había muerto muchos años antes de que ella empezase a trabajar allí.

Pine no sabía si creerse lo que decía esa mujer.

El horario de visitas en Florence había terminado hacía ya rato, pero Instituciones Penitenciarias había admitido de forma especial la petición de una colega federal. De hecho, eran las doce de la noche en punto, un momento idóneo a juicio de Pine, ya que ¿acaso los monstruos no salen de sus guaridas solo a medianoche?

La acompañaron hasta la sala de visitas y se sentó en un taburete metálico a un lado del grueso cristal de policarbonato. En lugar de telefonillo, un conducto metálico redondo en el cristal proveía el único modo de comunicarse verbalmente. Al otro lado del cristal, el recluso se sentaría en un taburete metálico similar clavado en el suelo. El asiento era incómodo, porque precisamente estaba diseñado para serlo.

«A la acera verdadera.»

Esperó sentada, con las manos entrelazadas sobre la lisa superficie plastificada que tenía delante. Se había colocado la placa del FBI en la solapa porque quería que él la viera. No quitaba ojo a la puerta por la que lo harían entrar. Él era consciente de que ella iba a verlo, pues había aceptado la visita, uno de los escasos derechos con los que contaba aquí dentro.

Pine se puso un poco tensa cuando oyó pasos de varias personas acercándose. Sonó un zumbido, la puerta se abrió y la primera persona a la que vio fue un corpulento guardia sin apenas cuello y con unos hombros tan anchos que casi abarcaban la totalidad del hueco de la puerta. Detrás de él entró otro guardia y después un tercero; ambos igualmente fornidos e imponentes.

Por un momento Pine se preguntó si para ser guardia en esa prisión se pedía un peso mínimo. Probablemente fuera así. Y también resultase obligatorio ponerse la vacuna del tétanos.

Estas ideas desaparecieron de su cabeza con la misma rapidez con la que le habían venido, porque tras los guardias apareció el metro noventa de Daniel James Tor esposado con grilletes. Y cerrando la comitiva venían otros tres guardias. Entre todos llenaban el pequeño recinto. Pine sabía que en esa prisión la regla de oro era que no se trasladaba de un sitio a otro a ningún preso con menos de tres guardias.

Por lo visto Tor requería el doble de escolta. Ella entendía a la perfección por qué.

Tor no tenía ni un solo pelo en la cabeza. Miró al frente con ojos inexpresivos mientras los guardias lo sentaban en el taburete y lo encadenaban al aro de acero anclado en el suelo. Pine sabía que esta prevención tampoco era aquí la norma.

Pero sí se aplicaba a Tor. Tenía cincuenta y siete años. Llevaba un mono blanco y zapatos negros con suela de goma y sin cordones. Sus gafas de montura negra eran de una sola pieza de caucho flexible, sin ningún tipo de sujeciones metálicas. Los cristales eran de plástico blando. Sería harto difícil poder convertirlos en un arma.

En las cárceles era imperativo ser muy cuidadoso con los pequeños detalles, porque los internos disponen de todo el día y toda la noche para pensar en métodos para autolesionarse y agredir a los demás.

Pine sabía que, bajo el mono, todo el cuerpo de Tor estaba cubierto de tatuajes que se había hecho él mismo. Y aquellos de los que no era autor se los habían hecho algunas de sus víctimas, obligadas a convertirse en artistas tatuadoras antes de que Tor las asesinase. Se decía que cada tatuaje contaba la historia de una de sus víctimas.

Tor pesaba casi ciento treinta kilos y Pine calculaba que tan solo un diez por ciento podría considerarse grasa. Se le marcaban las venas en los antebrazos y el cuello. Pine supuso que aquí dentro poca cosa se podía hacer salvo ejercitarse y dormir. Y ese hombre, durante su paso por el instituto, había sido un atleta, una estrella del deporte, nacido con un físico genéticamente privilegiado. La desgracia era que ese cuerpo espectacular iba acompañado de una mente perturbada, aunque brillante.

Los guardias, una vez que comprobaron que Tor estaba bien encadenado, salieron por donde habían venido, pero no se fueron muy lejos. Pine los oía pegados a la puerta. Y estaba segura de que Tor también.

Se lo imaginó apañándoselas de alguna manera para romper el cristal. ¿Podría ella defenderse? Era una hipótesis intrigante. Y una parte de ella deseaba que el tipo lo intentara.

Por fin él le clavó los ojos y ella le sostuvo la mirada.

Atlee Pine había contemplado a través del cristal de seguridad o de los barrotes de una celda a un montón de monstruos, a muchos de los cuales había enviado ante la justicia.

Sin embargo, Daniel James Tor era diferente. Tal vez se trataba del asesino en serie más sádico y prolífico de su generación, o quizá de toda la historia.

Tor colocó las manos esposadas sobre la superficie plastificada y ladeó el grueso cuello hacia la derecha hasta que se oyó un chasquido. Y volvió a mirarla a los ojos tras echar un vistazo a la placa.

Sus labios esbozaron una sonrisa al ver el símbolo de la ley y el orden.

—¿Y bien? —dijo con un tono de voz bajo y monótono—. Ha sido usted la que ha solicitado esta reunión.

El momento, que había tardado una eternidad en concretarse, por fin había llegado.

Atlee Pine se inclinó hacia delante hasta que sus labios estuvieron a dos centímetros del grueso cristal.

—¿Dónde está mi hermana?

«Pim, pom, fuera.»

Capítulo 2

2

La pregunta de Pine no provocó la más mínima variación en la gélida mirada de Tor. Al otro lado de la puerta, los guardias permanecían al acecho; Pine oía los murmullos, los pies arrastrándose y de tanto en tanto un palmetazo contra una porra metálica. Mera práctica, por si en cualquier momento tenían que bloquear a Tor presionándole el cuello con ella.

Por la expresión de Tor, Pine dedujo que él también los oía. Nada parecía escapar a su atención, aunque si al final lo pillaron fue porque se despistó en algo.

Pine se irguió un poco, cruzó los brazos y esperó la respuesta. Él no podía ir a ningún lado y ella no tenía otra cosa más importante que hacer que estar aquí.

Tor la repasó con la mirada de un modo tal vez similar al que empleaba para evaluar a sus víctimas. Tenía en su haber treinta y cuatro confirmadas. Pero eso no quería decir totales. Se temía que la verdadera cifra pudiese triplicar la oficial. Pine había venido hasta aquí por una víctima no confirmada, una que ni siquiera estaba en la lista de potenciales incorporaciones al cómputo de la esforzada depravación de este individuo.

Tor se había librado de la pena de muerte gracias a su cooperación con las autoridades, a las que facilitó la localización de los restos de tres de los cadáveres que había dejado tras de sí. Las revelaciones habían posibilitado que tres familias pudieran en cierto modo pasar página. Y a Tor le habían permitido seguir con vida, aunque fuera en una celda durante el resto de sus días. Pine se lo imaginaba aceptando, tal vez con aire arrogante, un trato que sabía que era el mejor que podía conseguir.

Sus víctimas estaban muertas. Él no. El mismo que había consagrado su vida a la muerte de sus semejantes.

Lo habían detenido, condenado y encerrado a mediados de los años noventa. En 1998 mató a dos guardias y a otro recluso en una cárcel. De no ser porque el estado en el que se produjeron las muertes no tenía pena capital, Tor se encontraría ahora en el corredor de la muerte o ya lo habrían ejecutado. Lo ocurrido llevó a que lo trasladaran a la prisión de máxima seguridad de Florence, donde estaba cumpliendo casi cuarenta sentencias de cadena perpetua. A menos que se convirtiera en Matusalén, iba a morir allí dentro.

Pero nada de esto parecía perturbarle lo más mínimo.

—¿Nombre? —preguntó Tor, como si fuera un dependiente revisando un pedido tras un mostrador.

—Mercy Pine.

—¿Lugar y fecha de nacimiento?

Estaba jugando con ella, pero Pine no tenía otro remedio que seguirle la corriente.

—Andersonville, Georgia, 7 de junio de 1989.

Él volvió a ladear la cabeza, esta vez en dirección opuesta. Se estiró los largos dedos e hizo chasquear las articulaciones. Su fornido cuerpo parecía un amasijo de tensiones musculares.

—Andersonville, Georgia —repitió meditabundo—. Allí hubo montones de muertos. En la prisión confederada, durante la guerra. Al comandante, Henry Wirz, lo ejecutaron por crímenes de guerra. ¿Lo sabía? Lo ejecutaron por hacer su trabajo. —Sonrió—. Era suizo. Completamente neutral. Y lo ahorcaron. Un concepto de justicia muy raro.

La sonrisa se desvaneció con la misma rapidez con la que había aparecido, como una cerilla consumida.

—Mercy Pine —insistió ella—. Tenía seis años. Desapareció el 7 de junio de 1989. En Andersonville, en el suroeste del condado de Macon, Georgia. ¿Necesita que le describa la casa? He oído decir que posee usted una memoria fotográfica para recordar a sus víctimas, pero tal vez necesite ayuda. Hace mucho de eso.

—¿De qué color tenía el pelo? —preguntó Tor separando los labios, que dejaron a la vista unos dientes grandes y bien alineados.

A modo de respuesta, Pine se señaló el cabello.

—Del mismo color que el mío. Éramos gemelas.

Este detalle pareció despertar en Tor un interés que hasta ahora había brillado por su ausencia. Algo que ella ya se esperaba. Lo sabía todo sobre este tipo, salvo una cosa.

Y esa cosa era el motivo por el que ella estaba allí esa noche.

Él se inclinó hacia delante y los grilletes tintinearon por su agitación.

Volvió a mirar la placa de Pine.

Y dijo con impaciencia:

—Gemelas. FBI. Esto empieza a cobrar sentido. Siga.

—Está probado que en 1989 se movió usted por esa zona. Atlanta, Columbus, Albany, el centro de Macon. —Con un lápiz de labios rojo rubí que se sacó del bolsillo, Pine fue marcando en el cristal un punto por cada una de las localidades mencionadas. Y a continuación los conectó hasta formar una figura reconocible—. Era usted un genio de las matemáticas. Y le gustan las formas geométricas. —Señaló lo que acababa de dibujar—. La silueta de un diamante. Gracias a eso acabaron pillándolo.

Ese era el «algo» en que se había despistado. La forma que él mismo había creado.

Tor frunció los labios. Pine sabía que ningún asesino en serie admitiría haberse visto superado en inteligencia. Y este hombre era sin duda un psicópata y un narcisista. En ocasiones la gente considera el narcisismo como algo inocuo, porque a menudo el término se asocia con el cliché de un tipo vanidoso que no puede dejar de mirar su propio reflejo en el agua de un estanque o en un espejo.

Sin embargo, Pine sabía que este era probablemente uno de los rasgos de personalidad más peligrosos por un motivo crucial: el narcisista es incapaz de sentir empatía hacia los demás. Esto significa que las vidas de las otras personas carecen de valor para él. Asesinar puede incluso convertirse en algo similar a un chute de fentanilo: euforia instantánea gracias a la dominación y destrucción de un semejante.

Este era el motivo por el cual la práctica totalidad de los asesinos en serie eran además narcisistas.

—Pero Andersonville no formaba parte del trazo del dibujo —dijo Pine—. ¿Fue algo excepcional? ¿Estaba usted actuando fuera del patrón? ¿Por qué motivo vino hasta mi casa?

—Era un rombo, no un diamante —aclaró Tor.

Pine no hizo ningún comentario.

—El dibujo que estaba trazando era un rombo —continuó él, como si estuviera impartiendo una clase—. Una tableta si lo prefiere; un cuadrilátero, una figura geométrica con cuatro lados de la misma longitud y diagonales de longitud irregular. Por ejemplo, una cometa es un paralelogramo solo si es un rombo. —Miró con condescendencia lo que ella había dibujado—. Un diamante no es un término matemático preciso. De modo que no vuelva a cometer este error. Resulta patético. Y poco profesional. ¿Se ha tomado acaso la molestia de prepararse para esta reunión? —Hizo un gesto desdeñoso con las manos esposadas y miró con desprecio lo que Pine había dibujado en el cristal, como si se tratase de un puro disparate.

—Gracias, ahora ya me ha quedado claro —dijo Pine, a la que le importaban una mierda los paralelogramos en concreto y las matemáticas en general—. Y entonces, ¿por qué la excepción? Nunca antes había roto un patrón.

—Usted da por supuesto que lo hice. Da por supuesto que estuve en Andersonville la noche del 7 de junio de 1989.

—No he dicho en ningún momento que fuese de noche.

La sonrisa de Tor volvió a asomar.

—¿Es que el hombre del saco no se presenta siempre por la noche?

Pine recordó su reflexión de hacía un rato sobre que los monstruos solo atacaban de noche. Para atrapar a estos asesinos, debía pensar como ellos. Una idea que le resultaba —y desde siempre había pensado así— muy perturbadora.

Antes de que ella pudiera responderle algo, él añadió:

—¿Tenía seis años? ¿Gemela? ¿Dónde sucedió exactamente?

—En nuestro dormitorio. Usted entró por la ventana. Nos tapó la boca con cinta aislante para que no pudiéramos gritar. Nos retuvo con las manos.

Pine sacó un papel del bolsillo y lo aplastó contra el cristal para que Tor pudiera leer lo que había escrito.

Recorrió la hoja con la mirada, manteniendo una expresión indescifrable, incluso para un agente con muchas horas de vuelo como Pine.

—¿Una canción infantil de cuatro versos? —preguntó y bostezó de forma ostensible—. ¿Qué viene a continuación? ¿Se va a poner a cantar?

—Nos iba golpeando con el dedo en la frente mientras lo recitaba —recordó Pine y se inclinó hacia delante—. Cada palabra, la frente de una de nosotras. Empezó conmigo y acabó con Mercy. A ella se la llevó y a mí me hizo esto.

Se echó hacia atrás el cabello para mostrar una cicatriz detrás de la sien izquierda.

—No sé muy bien qué utilizó. Mi recuerdo es borroso. Tal vez fuera el puño sin más. Me fracturó el cráneo. —Y añadió—: Pero entonces era usted un grandullón y yo una niñita pequeña. —Hizo una pausa—. Ahora he dejado de serlo.

—No, no lo es. ¿Cuánto mide, uno ochenta?

—Con seis años, mi hermana también era alta, pero muy delgada. Un grandullón como usted la podría haber cargado sin ningún problema. ¿Adónde la llevó?

—Vuelve a dar cosas por supuestas. Como acaba de decir, nunca he roto un patrón. ¿Por qué cree que lo hice entonces?

Pine se acercó más al cristal.

—Porque recuerdo haberle visto. —Lo repasó con la mirada—. Es usted inolvidable.

Los labios de Tor volvieron a curvarse, como si fueran la cuerda de un arco que alguien tensa. Para lanzar una flecha mortal.

—¿Dice que recuerda haberme visto? ¿Y se presenta ahora? ¿Veintinueve años después?

—Tenía la completa seguridad de que no iba a marcharse usted a ninguna parte.

—Una respuesta tonta, y evasiva. —Volvió a mirar la placa—. FBI. ¿Dónde está destinada? ¿Por aquí cerca? —añadió con cierta exaltación.

—¿Adónde se la llevó? ¿Cómo murió mi hermana? ¿En qué lugar están sus restos?

Disparó las preguntas una tras otra, porque Pine las había estado practicando durante el largo trayecto en coche hasta allí.

Tor se limitó a seguir con sus deducciones:

—Diría que no forma parte de la oficina de una delegación. No me parece del tipo burócrata. Viste de manera informal, se presenta aquí fuera del horario de visitas y no sigue las normas de la Agencia. Y viene sola. A los de su gremio les gusta viajar en parejas cuando se trata de un asunto oficial. Y añadamos a esto el elemento personal.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella, mirándole a los ojos.

—Perdió a su gemela y se convirtió en una solitaria, como si hubiera desaparecido la mitad de su ser. Una vez que se ha roto ese vínculo emocional, no puede confiar ni apoyarse en nadie. No se ha casado —añadió, mirando el desnudo dedo anular—. De modo que nadie puede quebrar esa sensación de pérdida que la acompañará de por vida, hasta que un día la palme, solitaria, frustrada e infeliz. —Hizo una pausa y en su expresión se atisbaba cierto interés—. Y, sin embargo, ha sucedido algo que la ha arrastrado hasta aquí casi tres décadas después. ¿Le ha llevado tanto tiempo reunir el coraje necesario para enfrentarse a mí? ¿A una agente del FBI? Eso da que pensar.

—No tiene ningún motivo para no contármelo. Le da lo mismo una cadena perpetua más o menos. Morirá usted en Florence.

La respuesta de Tor resultó sorprendente, aunque tal vez no debería serlo tanto.

—Ha perseguido y detenido a al menos media docena de tipos como yo. El menos talentoso de ellos mató a cuatro personas; el más dotado, a diez.

—¿Talentosos, dotados? Yo no los describiría así.

—Pero es obvio que el talento desempeña un papel. Más allá de lo que la sociedad piense sobre nuestro gremio, lo que hacemos no es fácil. Está claro que sus detenidos no jugaban en mi liga, pero por algún lado hay que empezar. Parece que se ha especializado en el tema. En acercarse a la gente como yo. Es digno de elogio apuntar alto, pero se puede pecar de exceso de ambición o confiarse demasiado. Digamos que si se vuela muy cerca del sol con alas de cera, estas se derriten. Y el resultado a menudo es la muerte. Eso sí, la vista puede ser espléndida, pero no sé si está dispuesta a asumir las consecuencias. A mí me encantaría probarlo.

Pine se encogió de hombros ante aquel desquiciado soliloquio que había terminado con una amenaza dirigida a ella. Si estaba pensando en matarla, eso significaba que había logrado atraer su atención.

—Todos ellos operaban en el Oeste —dijo Pine—. Aquí se dispone de espacios abiertos, sin un policía en cada esquina. Gente que viene y va, montones de personas que se han largado de casa, personas que buscan algo nuevo, calles interminables y carreteras desiertas. Un billón de lugares donde lanzar los restos. Todo eso sin duda estimula la puesta en práctica de... talentos como el suyo.

Él separó las manos todo lo que pudo con las esposas.

—Vaya, eso ya está mejor.

—Y mejoraría aún más si respondiera a mi pregunta.

—Tengo entendido que, cuando estaba en la universidad, se quedó a un libra de entrar en el equipo olímpico americano de halterofilia. —Al no responder Pine, Tor continuó—: Agente especial Atlee Pine, de Andersonville, Georgia, debe saber que Google llega incluso a Florence. Pedí alguna información sobre usted como requisito para mantener esta entrevista. Tiene hasta su propia página en la Wikipedia. No es ni de lejos tan larga como la mía, pero está usted empezando en esto. Aunque en este oficio las carreras prolongadas en el tiempo no están garantizadas.

—Fue por un kilo, no por una libra. Mi mala arrancada me eliminó, nunca fue mi fuerte. Se me da mejor cargar en dos tiempos.

—Kilo, es cierto. Fallo mío. Así que resulta que es un poco más débil de lo que yo creía. Además de una fracasada, claro.

—No hay ningún motivo para que no me lo diga —insistió ella—. Ninguno.

—¿Quiere cerrar el tema, como todos los demás? —dijo él con tono cansino.

Pine asintió con la cabeza, pero solo porque temía las palabras que podían salir de su boca en ese momento. Al contrario de lo que afirmaba Tor, sí que se había preparado el encuentro. Solo que era imposible estar del todo a punto para enfrentarse con este individuo.

—¿Sabe qué es lo que me encanta? —dijo Tor.

Pine siguió mirándolo, pero no mostró reacción alguna.

—Me encanta haber determinado toda su patética vida.

De pronto, Tor se inclinó hacia delante. Sus anchos hombros y la enorme cabeza calva parecieron cubrir todo el cristal, como un hombre que penetra en el dormitorio de una niña por la ventana. Durante un aterrador instante, Pine tenía otra vez seis años y este demonio le golpeaba la frente con el dedo mientras recitaba la cancioncilla infantil y la última a la que tocase moriría.

Mercy. No ella.

MERCY.

No ella.

Pine soltó un suspiro apenas audible y con un gesto involuntario tocó la insignia que colgaba de su chaqueta.

Su piedra de toque. Su imán. No, su rosario.

El gesto no pasó inadvertido a Tor. No sonrió triunfante; su mirada no era de enojo, sino de decepción. Y un instante después, de desinterés. La mirada perdió intensidad, las facciones del rostro se relajaron y echó hacia atrás el cuerpo. Relajó los hombros, desapareció el vigor y, con él, el entusiasmo.

Pine sintió como todas las células de su cuerpo se detenían. La había cagado por completo. Él la había puesto a prueba y ella no había estado a la altura. El hombre del saco había aparecido a medianoche y ella le había resultado decepcionante.

—Guardias —bramó él—. Estoy listo. Ya hemos terminado.

En cuanto acabó de hablar, en sus labios se dibujó una sonrisa maliciosa, de la cual Pine sabía sin atisbo de duda el motivo.

Era el único momento en que él podía darles órdenes a los guardias.

Entraron, lo desencadenaron de la anilla del suelo y procedieron a sacarlo de allí; Pine se levantó.

—No hay ningún motivo para que no me lo diga.

Él no se dignó a mirarla.

—Los débiles jamás heredarán la Tierra, Atlee Pine de Andersonville, Georgia, gemela de Mercy. Asimílalo. Pero si quieres desahogarte alguna otra vez, ya sabes dónde estoy. Y ahora que nos hemos conocido... —de pronto se volvió para mirarla, con un aluvión de feroz deseo emanando de todas las facciones de su rostro, probablemente lo último que veían sus víctimas—, nunca te olvidaré.

La puerta metálica se cerró y la bloquearon tras él. Pine oyó el ruido de pasos que llevaban a Tor de vuelta a su jaula de cemento de dos por tres y medio.

Pine se quedó un momento mirando la puerta, borró del cristal el lápiz de labios, que le dejó la mano manchada de rojo sangre, volvió sobre sus pasos, recuperó la pistola, salió de la prisión de máxima seguridad de Florence e inhaló el aire fresco que se respiraba a una altura de kilómetro y medio por encima del nivel del mar.

No iba a llorar. No había derramado una lágrima desde la desaparición de Mercy. Y, sin embargo, le gustaría sentir algo. Pero su ser no estaba allí. Se sentía liviana, como si caminase por la superficie lunar, inexistente, vacía. Ese hombre había drenado cualquier emoción que pudiera quedar en ella. No, «drenado» no era la palabra.

Las había succionado.

Y lo peor de todo era que seguía sin saber qué le había sucedido a su hermana.

Condujo ciento cincuenta kilómetros en dirección oeste hasta el pueblo de Salida y buscó el motel más barato que pudo encontrar, dado que se estaba costeando el desplazamiento de su propio bolsillo.

Justo antes de quedarse dormida, volvió a rondarle por la cabeza la pregunta que le había hecho Tor.

«¿Y se presenta ahora? ¿Veintinueve años después?»

Había un buen motivo que explicaba esto, al menos para Pine. Pero tal vez fuese poco sólido.

Esa noche no soñó con Tor. Ni tampoco con su hermana, desaparecida hacía casi tres décadas. Las únicas imágenes que proyectó su subconsciente fueron de ella misma con seis años, caminando desolada hacia el colegio por primera vez sin Mercy de la mano. Una niña afligida con coletas que había perdido a su otra mitad, como el propio Tor había dado a entender.

Su mejor mitad, pensaba Pine, porque ella siempre se metía en problemas, mientras que su hermana «mayor», nacida diez minutos antes, estaba siempre a su lado para apoyarla o cubrirla. Con una lealtad y un cariño a prueba de bomba.

Pine no había vuelto a sentir nada igual en toda su vida.

Tal vez Tor estuviera en lo cierto sobre su futuro.

Tal vez.

Y después había venido el otro directo de Tor, que la había pillado con la guardia baja y había ido directo al estómago.

«¿Tú determinas mi vida?»

Cuando notó que los labios empezaban a temblarle, se levantó, fue dando tumbos hasta el lavabo y metió la cabeza bajo la ducha. Permaneció así hasta que el frío resultó tan insoportable que estuvo a punto de gritar de dolor. Sin embargo, ni una sola lágrima se mezcló con la gélida agua del grifo.

Se despertó al amanecer, se duchó, se vistió y se encaminó de vuelta a casa. Hizo una parada a mitad de camino para comprar algo de comer. Cuando volvió a subirse al todoterreno, había recibido un mensaje de texto.

Envió una respuesta, cerró la puerta, encendió el motor y pisó el acelerador.

Capítulo 3

3

El Gran Cañón era una de las siete maravillas naturales del mundo y la única de ellas ubicada en Estados Unidos. Era el segundo cañón más grande de la Tierra, por detrás del cañón Tsangpo en el Tíbet, que era solo un poco más largo, pero mucho más profundo. Cada año, cinco millones de personas provenientes de todas partes del mundo visitaban el Gran Cañón. Sin embargo, tan solo un uno por ciento de esa gente llegaba al punto en el que ahora estaba Atlee Pine: la ribera del río Colorado, en el fondo del cañón.

El Rancho Fantasma, situado allí abajo, no solo era el alojamiento más popular de la ribera, sino también el único. Los que decidían bajar hasta ahí podían hacerlo de tres modos: por el río, en mula o sirviéndose de sus dos piernas.

Pine había ido en coche hasta el aeropuerto del parque nacional del Gran Cañón. Allí se había subido a un helicóptero del Servicio de Parques Nacionales y había descendido en él hasta el fondo del cañón. En cuanto aterrizaron, Pine y su acompañante, el guardabosques del Servicio de Parques Nacionales Colson Lambert, se pusieron en marcha de inmediato.

Ella mantuvo el ritmo, avanzando con sus largas piernas, con la mirada atenta y los oídos alerta ante cualquier posible sonido de una serpiente de cascabel. Ese era el motivo por el que la naturaleza las había dotado de un cascabel, para que la gente las dejara en paz.

«¿Dónde tengo yo el mío?», pensó Pine.

—¿Cuándo la han encontrado? —preguntó.

—Esta mañana —respondió Lambert.

Dejaron atrás una curva en la roca y Pine vio aparecer una lona azul que habían alzado alrededor del cadáver. Allí había dos hombres. Uno parecía un vaquero. El otro iba vestido, como Lambert, con el uniforme del Servicio de Parques Nacionales: camisa gris y un sombrero claro y de ala plana con una cinta negra en la que iban impresas las siglas USNPS, United States National Park Service. Pine lo conocía. Se llamaba Harry Rice y, físicamente, era un calco de Lambert.

El otro hombre era alto y delgado, con el rostro curtido por la vida al aire libre que llevaba en aquel entorno impresionante. Su cabello abundante y canoso le había quedado moldeado por el sombrero de ala ancha que ahora sostenía en la mano.

Pine le enseñó la placa y preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Mark Brennan. Soy uno de los jinetes de mulas.

—¿La descubrió usted?

—Antes de desayunar —asintió Brennan—. Vi los buitres volando en círculos.

—Podría ser más preciso en la hora.

—Humm..., las siete y media.

Pine entró bajo la lona que protegía el cadáver de las miradas de los curiosos, se acuclilló y le echó un vistazo mientras los demás se apelotonaban a su alrededor.

Supuso que la mula debía de pesar más de media tonelada y medir más o menos un metro sesenta de alto. Una yegua cruzada con un burro producía una mula. Eran más lentas que los caballos, pero más estables, vivían más años y, comparativamente, tenían la misma fuerza que cualquier animal de cuatro patas, además de ser muy resistentes.

Pine se puso unos guantes de látex que sacó de la riñonera. Cogió un látigo que había en el suelo junto al desafortunado animal. Los jinetes de mulas lo llamaban «motivador» y lo usaban para convencer a los animales de que ignoraran la tentación de la hierba que asomaba entre las piedras del camino o de que no cayesen en la tentación de echarse una siesta de pie.

Pine tocó la ya muy endurecida pata delantera de la mula.

—Es rigor mortis. Sin duda lleva aquí bastante tiempo —le dijo Pine al jinete—. Cuando la encontró a las siete y media, ¿ya estaba tan rígida?

Brennan negó con la cabeza.

—No. Pero tuve que apartar algunos bichos. Estaban empezando a devorarla. Puede ver las marcas aquí y aquí —añadió, señalando varios puntos en que la carne había sido mordisqueada.

Pine consultó el reloj. Las seis y media de la tarde. Habían pasado once horas desde el hallazgo de la mula. Ahora tenía que establecer un parámetro para aclarar la hora de la muerte.

Cambió de posición y observó el vientre del animal.

—La destriparon —comentó—. Una cuchillada de arriba abajo y después rasgaron todo el vientre. —Pine alzó la mirada hacia Brennan—: Supongo que es una de las suyas.

Brennan asintió con la cabeza y se acuclilló. Contempló con pesar el cadáver del animal.

—Sallie Belle. Firme como una roca. Una pena.

Pine observó la sangre seca.

—Su muerte debió de ser dolorosa. ¿Nadie oyó nada? Las mulas pueden armar mucho jaleo y este cañón es un enorme altavoz.

—Esto está a varios kilómetros del rancho —comentó Rice.

—Hay un puesto de los guardabosques del parque ahí abajo —le recordó Pine.

—Sigue estando muy lejos, y el guardabosques que estaba de servicio no oyó ni vio nada.

—De acuerdo, pero debía de haber un montón de senderistas y gente de excursión en canoas en el campamento de Bright Angel, cerca del Rancho Fantasma. Allí no caben todos y la mayoría de los que no encuentran sitio se instalan en Bright Angel. Y por muy lejos que esté esto, la mula tuvo que llegar hasta aquí desde el corral del rancho.

—Allí había mucha gente —dijo Lambert—. Pero ninguna de las personas con las que hemos hablado ha oído nada.

—Vayamos al grano —dijo Pine—: ¿quién tiene los cojones de tumbarse bajo una mula y abrirle en canal la tripa?

—Exacto —dijo Brennan—. Y después está lo que yo decía. Si despanzurras a una mula, el estruendo se va a oír hasta en el condado de al lado.

Pine miró la silla de montar.

—Vale, ¿quién era el jinete y dónde está?

—Benjamin Priest —informó Rice—. No hay ni rastro de él.

Brennan aportó más información:

—Llegó ayer. Formaba parte de un grupo de diez personas.

—¿Ese es el número máximo permitido, verdad? —quiso confirmar Pine.

—Sí. Llevamos a dos grupos diarios. Nosotros estábamos en el primero.

—Entonces bajó con la mula hasta aquí, ¿y después qué?

—Pasamos la noche en el Rancho Fantasma. Íbamos a proseguir la excursión esta mañana, después de desayunar. La idea era cruzar por el Puente Negro y volver por el lado sur. La ruta habitual.

—¿Unas cinco horas y media de ida y más o menos lo mismo de vuelta? —preguntó Pine.

—Sí, aproximadamente —le confirmó Brennan.

Pine examinó la zona. La temperatura era de más de veinticinco grados en el fondo del cañón y seis grados menos en el lado sur. Notaba el sudor empapándole la cara, las axilas y la zona lumbar.

—¿Cuándo se dieron cuenta de que Priest había desaparecido?

—Esta mañana —dijo Rice—, al reunirse el grupo en el comedor para desayunar.

—¿Dónde pasó la noche Priest? ¿En uno de los dormitorios de la casa o en una de las cabañas?

—En una cabaña —dijo Brennan.

—Cuénteme qué hicieron anoche.

—Cenaron todos en el comedor —explicó Brennan—. Unos cuantos se pusieron a jugar a cartas y otros a escribir postales. Un grupo se sentó en unas rocas y metieron los pies en el arroyo. Lo típico. Después todos se retiraron a sus habitaciones, incluido Priest.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Por lo que recuerdo —dijo Rice—, sería hacia las nueve de la noche.

—Pero nadie lo vio meterse en su cabaña o salir de ella más tarde, ¿verdad?

—No.

—¿Y cómo llegó hasta aquí Sallie Belle? —preguntó Pine mirando a Brennan.

—En un primer momento pensé que se había escapado no sé cómo. Después vi que la silla de montar y las bridas habían desaparecido. Alguien tuvo que ponérselas.

Pine no le quitaba el ojo de encima a Brennan.

—¿En qué pensó cuando se percató de que la mula había desaparecido?

—Bueno, pues pensé que quizá alguien había decidido dar un paseo antes del desayuno. —Negó con la cabeza—. He visto hacer muchas locuras por aquí.

—Descríbame a Priest.

—Cuarenta y muchos o cincuenta y pocos. Uno setenta, más o menos. Ochenta y pico kilos.

—¿Blanco? ¿Negro?

—Blanco. Con el cabello oscuro.

—¿Estaba en forma?

—Era fornido. Pero sin sobrepeso. Aunque no era del tipo maratoniano.

—¿Impone usted un límite de noventa kilos para poder montar las mulas?

—Así es —asintió Brennan.

—¿Habló con él en algún momento?

—Un poco mientras descendíamos.

—¿Parecía nervioso?

—A ratos se le veía un poco pálido. Las mulas tienen el espinazo muy rígido y caminan por el lado del camino que da al abismo. De modo que sus torsos (y con ellos, los jinetes) a veces se asoman al vacío. Al principio puede resultar inquietante. Pero él aguantó el tipo.

Pine miró a Lambert.

—¿Qué tienes sobre él?

Este sacó su bloc de notas y lo abrió.

—Es de Washington, DC. Empleado de una de esas empresas que trabajan para el Gobierno. Consultoría Capricornio.

—¿Familia?

—No está casado ni tampoco tiene hijos. Tiene un hermano que vive en Maryland. Ambos padres fallecidos.

—¿Habéis avisado al hermano?

—Figuraba como contacto en caso de emergencia en el papeleo que rellenó Priest. Le hemos informado de que su hermano ha desaparecido.

—Necesitaré sus datos para ponerme en contacto con él.

—Te los mandaré por correo electrónico.

—¿Cómo ha reaccionado el hermano?

—Parecía preocupado —dijo Rice—. Quería saber si debía tomar un vuelo hasta aquí. Le he dicho que esperase. La mayoría de la gente que desaparece regresa sana y salva.

—Pero no toda —replicó Pine—. ¿Dónde están sus cosas?

—Han desaparecido —dijo Lambert—. Se las debió de llevar consigo.

—El hermano ha telefoneado a Priest después de que yo hablara con él. También le ha mandado un correo electrónico. Me ha vuelto a llamar luego y me ha dicho que nada, ninguna respuesta.

—¿Alguna actividad en redes sociales?

—No se me ha ocurrido preguntárselo —dijo Rice—. Puedo comprobarlo.

—¿Cómo llegó hasta aquí? ¿En coche? ¿En autocar?

—Le oí decir que había venido en tren —intervino Brennan.

—¿Dónde estaba alojado?

—Hemos comprobado El Tovar, Bright Angel, Thunderbird y el resto de posibles alojamientos. No estaba registrado en ninguno de ellos.

—Pero debía de estar alojado en alguna parte.

—Podría ser en uno de los campings, o bien dentro del parque o en los alrededores —dijo Lambert.

—De acuerdo, llegó aquí en tren. Pero si venía de Washington, probablemente tomó primero un vuelo a Sky Harbor. Tal vez se alojó en algún sitio hasta que llegó a Williams, Arizona. El tren sale de allí, ¿verdad?

Lambert asintió con un gesto.

—Hay un hotel junto a la estación. Pudo alojarse allí.

—¿Habéis buscado por aquí?

—Hemos cubierto todo el terreno que hemos podido. De momento, ni rastro. Y ya empieza a oscurecer.

Pine digirió toda la información. A lo lejos se oyó el agudo ladrido de un coyote seguido del cascabel de una serpiente. Pine pensó que po

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