Antonia Scott nunca se ha enfrentado a una decisión tan difícil.
Para otras personas, el dilema ante el que ella se encuentra podría ser algo insignificante.
No para Antonia. Diríamos que su mente es capaz de trabajar a muchos niveles de distancia en el futuro, pero la cabeza de Antonia no es una bola de cristal. Diríamos que es capaz de visualizar frente a ella decenas de unidades de información al mismo tiempo, pero la mente de Antonia no funciona como en esas películas donde ves un montón de letras sobre la cara del protagonista mientras éste piensa.
La mente de Antonia Scott es más bien como una jungla, una jungla llena de monos que saltan a toda velocidad de liana en liana llevando cosas. Muchos monos y muchas cosas, cruzándose en el aire y enseñándose los colmillos.
Hoy, los monos llevan cosas terribles, y Antonia siente miedo.
No es una sensación a la que Antonia esté acostumbrada en absoluto. Al fin y al cabo Antonia se ha visto en situaciones como:
– Una persecución a gran velocidad con lanchas motoras de noche en el Estrecho.
– Un túnel lleno de explosivos en el que una secuestradora apuntaba a un rehén particularmente valioso a la cabeza.
– Lo de Valencia.
Su astucia le salvó el día de las motoras (dejó que los de delante se estrellaran) y su conocimiento (de aves en inglés) en el túnel. Sobre lo de Valencia, se desconoce cómo salió con vida (la única) de aquella carnicería. Se ha negado siempre a contarlo. Pero salió. Y no sintió miedo.
No, Antonia no siente miedo de casi nada, salvo de sí misma. De la vida, quizá. Su pasatiempo es imaginar durante tres minutos al día cómo matarse, al fin y al cabo.
Son sus tres minutos.
Son sagrados.
Son lo que la mantiene cuerda.
Es, de hecho, la hora. Pero en lugar de estar sumida en la paz de su ritual, Antonia está sentada frente a un tablero de ajedrez. Las fichas, blancas y rojas, al estilo inglés. Un alfil de Antonia tiene a su alcance el jaque mate.
Rojas juegan y ganan.
Una decisión sencilla.
No para Antonia.
Porque al otro lado del tablero está Jorge, mirándola muy fijo, con los ojos entornados. A través de esas medias lunas verdes se intuye todo el desafío y mala baba que caben en un metro diez.
—Mueve de una vez, mamá —dice Jorge, dando un ligero puntapié bajo la mesa de mármol—. Me aburro.
Está mintiendo. Puede que Antonia no sepa qué hacer. Pero reconoce la mentira.
Jorge espera, ansioso, para saber si moverá el alfil y le ganará, para poder iniciar una rabieta por haber perdido. O, por el contrario, que Antonia mueva otra pieza, para poder iniciar una rabieta por haberle dejado ganar.
De la parálisis la arranca una interrupción. Sobre la mesa, el teléfono muestra una cara rubicunda. Muy pelirroja y muy vasca. La vibración del aparato agita las piezas, furiosas, en los escaques.
Jon sabe que está con Jorge. Su tercera visita desde que el juez consideró darle una segunda oportunidad, en contra de la opinión del abuelo del niño. Está a prueba. Jon no llamaría si no fuera importante.
Antonia se excusa con un leve encogimiento de hombros, y se pone de pie para contestar la llamada. Dando la espalda a la frustración de su hijo y a la trabajadora social que no deja de tomar notas con cara inexpresiva en una esquina de la habitación.
Por poco que le guste escaparse con un subterfugio, Antonia ya ha decidido que ése era un juego al que no podía ganar.
Y eso le gusta aún menos.
PRIMERA PARTE
ANTONIA
Puedes hacerte amigo de un lobo.
Puedes romper al lobo.
Pero nadie puede domesticar a un lobo.
GEORGE R. R. MARTIN

A Jon Gutiérrez no le gustan los cadáveres en el río Manzanares.
No es una cuestión de estética. Este cadáver es muy desagradable (parece que lleva un tiempo en el agua), con la piel cerúlea repleta de manchas violáceas, las manos casi separadas de las muñecas. Pero no es cuestión de ponerse exquisitos.
La noche es particularmente oscura, y las farolas que iluminan el mundo de los vivos, a seis metros por encima de ellos, sólo sirven para hacer las sombras más densas. El viento arranca extraños murmullos de los carrizos, y los ochenta centímetros de agua están tirando a fresquitos. Al fin y al cabo, estamos en el Manzanares, son las once de la noche y febrero ya asoma su grisácea pata por debajo de la puerta.
Nada de todo esto molesta a Jon de los cadáveres en el Manzanares, porque está acostumbrado a las aguas gélidas (es de Bilbao), a los murmullos en la oscuridad (es gay) y a los cuerpos sin vida (es inspector de policía).
Lo que a Jon Gutiérrez le jode de los cadáveres del Manzanares es tener que sacarlos a pulso.
Si es que soy imbécil, piensa Jon. Esto es trabajo de novatos. Claro que estos tres madrileños tirillas no pueden ni con sus propias.
No es que Jon esté gordo. Pero media vida siendo el tipo más grande de la habitación va generando unos hábitos, quieras que no. El defecto de ayudar. Que se vuelve necesidad cuando ves a tres memos recién salidos de la academia hacer el pato entre los juncos, intentando sacar el cuerpo. Consiguiendo, casi, ahogarse a cambio.
Así que Jon se enfunda el traje de plástico blanco, se calza las botas de goma y se tira al agua con un mecagüenvuestraputamadre que deja las mejillas de los novatos color rojo bofetada.
El inspector Gutiérrez se acerca, a grandes zancadas, desplazando por igual el agua y a los polis primerizos, y llega hasta la isleta de vegetación donde ha embarrancado el cadáver. El cuerpo se ha enredado en unas raíces, y está sumergido en la corriente. Sólo asoman el rostro desvaído y uno de los brazos. Agitada por el río, parece que la víctima intente nadar para escapar al destino inevitable.
Jon se santigua mentalmente y hunde los brazos por debajo del cadáver. Está blando al tacto y la grasa subcutánea se menea bajo la piel como un globo relleno de pasta de dientes. El inspector jala. Con todas sus fuerzas de harrijasotzaile, de levantador de piedras. Hasta con trescientos kilos puede, en un día bueno. Afianza las piernas.
Se van a enterar estos novatos.
Sus enormes brazos se tensan, y ocurren dos cosas al mismo tiempo.
La segunda, que el cuerpo no se mueve ni un centímetro.
La primera, que el fondo arenoso del río se traga el pie derecho del inspector, que cae de culo en mitad de la corriente.
Jon no es un fulano con la lágrima fácil, de esos que se quejan sólo por vicio. Pero las risas de los novatos no las atenúan ni el ruido de la corriente, ni los murmullos del viento entre los carrizos, ni sus propias blasfemias. Así que Jon, con el agua hasta los hombros y el orgullo raspado, se permite un instante para eso tan humano de compadecerse de sí mismo y echarle las culpas de sus males a otro.
¿Dónde coño estás, Antonia?
—Así no va a salir, inspector —dice una voz femenina junto a su oreja.
Jon se agarra del antebrazo de la doctora Aguado, que le ayuda a incorporarse. Las manos de los forenses le dan repelús, pero cuando tienes el culo hundido en el lecho arenoso te aferras a lo que te ofrecen.
—Creía que los cadáveres flotaban. Pero éste parece empeñado en hundirse.
Aguado sonríe. Rondará los cuarenta. Pestañas largas, maquillaje desvaído, piercing en la nariz, una pícara languidez en la mirada. Ahora con una chispa de alegría. Se ha echado novia, dicen las malas lenguas.
—El cuerpo humano es agua en más del sesenta por ciento. El agua no flota, así que primero se va al fondo. En las condiciones adecuadas de temperatura, las bacterias comienzan a descomponer el cuerpo en cuestión de horas. Estamos a cuatro grados, y el agua a unos seis, así que... más bien días. Los gases llenan el estómago e intestinos y pop. Arriba otra vez.
Aguado se arrodilla, sujeta con una mano el cuerpo e introduce la otra debajo, y va palpando.
—¿Quiere que la ayude, doctora?
—No se preocupe. Sólo necesito encontrar qué es lo que la está reteniendo.
Jon echa una mirada a la masa informe e hinchada. Flota bocabajo, semihundida, desnuda. El pelo, de un color indefinido, lo lleva muy corto. Jon se pregunta cómo narices ha sabido que era una mujer.
—¿Cómo narices ha sabido que era una mujer?
—Por muchos motivos, inspector —responde Aguado—. Por el ángulo clavicular, por la ausencia de protuberancia occipital, y porque, aunque usted no lo vea, ahora mismo estoy sosteniendo bajo el agua lo que, con total seguridad, es el pecho izquierdo de la víctima.
La forense se pone en pie y le pasa su linterna. Pequeña, pero potente. Jon la ayuda a orientarse mientras Aguado extrae unas tijeras redondeadas de la bolsa impermeable que lleva colgando del cuello. Vuelve a agacharse, y forcejea debajo del cadáver. De pronto, con un movimiento brusco, éste se libera y asciende por completo a la superficie.
—El asesino le ató un cable al muslo —dice Aguado, señalando una línea fina y hundida en la parte de atrás de la pierna—. Seguramente con un peso. Ayúdeme a darle la vuelta.
Ahora el cuerpo no pesa, y girarlo no les lleva más esfuerzo que pasar una página, la última. Los ojos han desaparecido, comidos por los peces. El rostro parece una máscara que quiso Carnavales y encontró fatalidad.
Antes de venirse a Madrid, cuando todavía pateaba las calles malas del botxo, Jon se creía más duro. En Otxarkoaga todo era ruido de cristales, nidos de manzanas que se acaban por pudrir. Allí, cuando veía un muerto, Jon no sentía una punzada de desánimo, ni un apretar de dientes, ni un qué te ha pasado, quién te ha hecho esto.
Allí se sentía funcionario.
Aquí se siente responsable.
Maldita Antonia.
Arrastrándolo por debajo de los hombros, Jon se abre paso entre los carrizos y lleva el cadáver hasta el terreno seco de la isleta.
—Sin causa de la muerte aún —dice Aguado, como hablando para sí misma. Hace una pausa, parece escuchar algo—. El nivel de adipocira es muy elevado. Al menos una semana sumergida, quizá más.
—En cristiano, doctora.
La forense señala los bultos y protuberancias bajo la piel azulada del cuerpo. El estómago, amorfo e hinchado, cuelga sobre el hueco del pubis hasta hacer desaparecer el vello.
—La adipocira se produce cuando un cadáver permanece sumergido en agua. Los microorganismos convierten la grasa subcutánea en jabón, para entendernos. Les diré más mañana, ahora tengo que ponerme a trabajar antes de que el contacto con el aire ponga en peligro las pruebas, inspector —dice Aguado, señalando la orilla.
Jon sabe cuándo lo echan. Hace un gesto, y los novatos se acercan a la isleta, provistos de una camilla y grandes plásticos transparentes. El cadáver está demasiado deteriorado como para meterlo en una bolsa estándar. El inspector les deja —ahora sí, ahora ya podrán— el trabajo sucio. Vadea a grandes zancadas de vuelta al murete que canaliza el río. En esa zona no hay escaleras ni modo habitual de subir, pero los policías han instalado una escala de cuerda, por la que Jon eleva sus ciento diez kilos de regreso al nivel de la calle.
Desierta, salvo por un hombre apoyado en un coche patrulla. Moreno, de entradas pronunciadas, bigote recortado fino y ojos de muñeca, que parecen más pintados que reales. Abrigo corto, color camel. Caro.
—Parece que refresca —dice Mentor, exhalando una bocanada.
El orgullo raspado de Jon cicatriza un poco. No hay nada que cure más la propia ignominia que ver a otro ser humano caer en una mayor. Y Mentor está vapeando.
—¿Y eso? —dice Jon, señalando al cacharro.
Mentor se introduce la boquilla entre los labios —finos, casi invisibles—, aspira y exhala de nuevo. El viento arrastra hasta Jon una nube con olor a mandarina.
—Ya estaba en tres paquetes al día. La semana pasada me encendí un cigarro en la ducha. Así que pensé que por qué no probar.
—¿Y funciona?
—Qué quiere que le diga. Me meto el doble de nicotina que antes, y tengo el triple de ganas de fumar. ¿Ha dicho algo Aguado ya?
—Que la víctima es mujer. Asesinada. Una semana en el agua, o más. Y que la deje en paz.
—Bastante comunicativa, para lo que suele ser. ¿No la ha notado más alegre estos días?
—Yo creo que se ha echado novia —dice Jon (él es las malas lenguas).
El inspector comienza a despojarse del traje de plástico, aunque rechaza la manta que le tiende Mentor.
—Espero que no se haya mojado, inspector. Esta zona del río no es demasiado recomendable para la salud.
—¿Y eso?
Mentor aguarda a que el inspector recupere su abrigo y sus zapatos de vestir, y le conduce hasta la orilla.
—En 1970 se rompió una tubería de un centro experimental secreto no lejos de aquí. Resulta que el Caudillo estaba empeñado en tener la bomba atómica como fuera, y tenía a unos cuantos científicos haciendo pruebas con plutonio. No fue público hasta 1994, pero más de cien litros de material radiactivo acabaron vertiéndose en el Manzanares por ese desagüe de ahí. —Mentor señala a un punto de la oscuridad—. Unos cientos de casos de cáncer aquí y allá, nada serio. Pero no es un sitio que yo elegiría para bañarme.
Jon no reacciona. Siente, por supuesto, que le pica la piel de todo el cuerpo, y que el pelo rojizo de la barba está empezando a caerse. Pero no piensa abrir la boca. No sea que, al hacerlo, se le desprendan los dientes.
Mentor, muy serio, mira el reloj.
—¿Dónde está Scott?
—La llamé hace más de tres horas —contesta Jon, cuando comprueba que, después de todo, el envenenamiento por radiación no ha hecho aún acto de presencia.
—Tampoco es que sea imprescindible que venga. Sólo hemos apartado a las autoridades competentes y movilizado a la unidad Reina Roja en plena noche por ella.
—Eso es injusto —protesta Jon, con energía—. Podría...
La vehemencia es de puertas para fuera. Por dentro, Jon tiene la duda asomando tras las cortinas.
Han pasado siete meses desde que Antonia y Jon rescataron a Carla Ortiz. El caso había dado la vuelta al mundo, tanto por la misteriosa desaparición de la heredera como por lo que sucedió después entre ella y su padre. De Antonia Scott y del proyecto Reina Roja, ni una línea en los medios. De Jon, poco. Al salir de la alcantarilla junto a Carla se protegió la cara de los flashes de los fotógrafos. Una foto borrosa, una flor sin olor.
No hay premios en el proyecto Reina Roja, sólo anonimato. Una vida sin nombre, un montón de ilusión. Y eso ya fue bastante premio.
El odioso Bruno Lejarreta, que pretendía hacer carrera televisiva en Madrid a costa del escándalo, se encontró con un problema. Ya no se podía hablar del inspector Gutiérrez. Cuando ya no te sacan ni en Trece TV, ha llegado la hora de volverte a casa con el rabo entre las piernas. Uy, qué pena, pensó Jon cuando se enteró. Y se abrió otra cerveza.
Los contenedores de basura matinales escarbaron durante unos días en el caso Ortiz. El cadáver de uno de los secuestradores había aparecido, pero el otro seguía presuntamente bajo los escombros del túnel de Goya Bis. Se preguntaron por su identidad. Esto. Y lo otro. Y lo de más allá. Todólogos y tuiteros hablaron sin saber del tema antes de pasar a hablar sin saber de otro distinto. La vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.
El mundo pasó página.
Antonia no.
Antonia Scott nunca pasa página.
—Podría ser ella... —concluye Jon, señalando al cadáver, tendido sobre el plástico en mitad de la isleta. Los novatos han colocado seis focos halógenos potentes, con su pie naranja clavado en el suelo entre la vegetación. La oscura intimidad de la muerte se ha transformado en una deforme lección de anatomía.
Mentor sacude la cabeza con desagrado.
—Sólo es otro cadáver sin identificar aún. El sexto, si no recuerdo mal. Otro más que acabará siendo obra de un mal viaje o de un maltratador. Nada de nuestra competencia. Estamos perdiendo el tiempo.
Antonia no ha dejado de buscarla. Tirando de cada hilo. Analizando cada retazo de información. Insistiendo en que investiguen cada cadáver sin identificar que aparezca en Madrid o alrededores. Pero por más tiempo y recursos que ha dedicado, la mujer anteriormente conocida como Sandra Fajardo no aparece.
Antonia se ha negado a aceptar más casos hasta que no aparezca. Y eso es un grave problema. Por mucha manga ancha y crédito extraoficial que les diera el asunto Ortiz, han pasado siete meses.
El problema del crédito extraoficial es que es tan volátil como la memoria de los políticos. Que son los que le dan cuerda a Mentor.
—Tampoco es que haya habido otros casos —insiste Jon.
—Y usted qué coño sabrá, inspector —dice Mentor. Que entre la falta de cuerda, el frío y el mono de fumar, está umore txarra. Muy mala uva. Ni una sola de esas sonrisas suyas, fáciles y vacías—. Usted qué sabrá de las órdenes de arriba que he tenido que parar. O las amenazas oscuras en las que ella podría haber ayudado.
Jon se rasca el pelo —ondulado tirando a pelirrojo, habíamos dicho— y respira hondo. Llenar ese torso enorme lleva unos cuantos segundos y bastantes litros de oxígeno. Que son los que necesita para calmarse y no calzarle a su jefe una galleta que le mande dando vueltas al fondo del río.
—Hablaré con ella. Pero...
Jon se detiene a mitad de la frase. Mentor se vuelve hacia él, extrañado, y sigue la dirección de su mirada hacia el centro del Manzanares. Una luz flota corriente abajo. Fantasmagórica, si los fantasmas brillaran en rosa fosforito. La luz se va alejando de la isleta, pegada al talud de la orilla opuesta. Otra le sigue, flotando más hacia el centro. Y otra más se intuye río arriba.
A cincuenta metros de ellos, una cuarta luz parece saltar desde el murete que protege el río un poco más arriba, antes de impactar en la superficie con un lejano plof.
—Scott —masculla Mentor. Más enfadado que nunca. Se gira hacia Jon, y su mirada dice: «Vaya a buscarla y hágala entrar en razón».
La mano apretada en un puño de Jon dice: «Qué ganas tengo de cruzarte la cara». Pero como la lleva metida en el bolsillo del abrigo, no transmite el mensaje. Y al inspector Gutiérrez no le queda otra que obedecer e ir en busca de Antonia Scott.
Así que Jon Gutiérrez entra en el puente de la Arganzuela (distrito de Carabanchel, Madrid) de un humor bastante agrio. Por la ignominia de la caída, por las horas, por el hambre, y porque a Antonia no hay quien carajo la entienda.
Ha ido siguiéndola río arriba, atisbándola a lo lejos. Una figura diminuta que, cada pocos pasos, arrojaba al agua una de aquellas luces, se detenía unos instantes y luego seguía su camino.
Jon ha acortado distancias despacio, dándole vueltas en su enorme cabezota pelirroja a cómo abordar la situación. Antonia Scott no es precisamente una persona razonable. Los argumentos resbalan por encima de ella como el agua por las plumas de un pato. Y más cuando lo que está en juego es encontrar al hombre que dejó en coma a su marido. El hombre que, según Antonia sospecha, estaba moviendo los hilos de Sandra Fajardo. Por llamarla de algún modo.
El misterioso, elusivo, mitológico señor White.
Mentor no había querido saber nada de la investigación de Antonia acerca de White. Jon pensó al principio que Mentor no creía en su existencia, que pensaba que el tal White no era sino una leyenda. O, aún peor, una obsesión de Antonia a la que había acabado poniéndole nombre. Pero todo el espacio que le había concedido Mentor durante aquellos siete meses probaba otra cosa.
Y luego estaban los susurros. Las miradas atemorizadas. Y una advertencia enigmática que le había hecho Aguado hacía unos días. En voz baja, apresurada, a mitad de pasillo.
—Sería mejor dejarlo correr.
Aguado desapareció antes de que Jon pudiera preguntarle nada, dejándole mosqueado cual pavo en Nochebuena. Y ninguno de sus ulteriores intentos de sonsacarle qué había querido decirle dieron resultado.
A pesar de todo, Jon se guardó sus reservas y dejó a Antonia actuar.
Ahora, el tiempo se ha acabado.
Jon entra en el puente de la Arganzuela, donde la noche no existe. La gigantesca estructura, ultrametálica, ultramoderna y ultracara tiene forma de canutillo de encuadernar. Está repleta de potentes focos que arrancan destellos metalizados del interior, creando un reflejo casi perfecto en la superficie del agua. Jon no ha sido nunca de apreciar la arquitectura contemporánea. A él le basta con que los puentes le sostengan —no es que esté gordo—. Pero aprecia la cantidad de luz, suficiente para operar a corazón abierto. Sumada al ruido que hacen sus pisadas sobre las lamas de madera del suelo, anunciarán su llegada.
A ver si dejas de escabullirte, neska.
Antonia Scott está en cuclillas en mitad del puente. Treinta y tantos. Vestida con abrigo y pantalón negro. Zapatillas de deporte blancas. Junto a ella, en el suelo, hay una bolsa de plástico verde, de esas que te dan en los chinos sin cobrarte los cinco céntimos de rigor.
Jon se aproxima, haciendo resonar sus pasos enojados en la madera un poco más de la cuenta.
Antonia alza un dedo que dice «no me interrumpas, es de mala educación», y detiene en seco a su compañero a pocos metros.
—Podrías haberme dicho que ya estabas aquí —dice Jon—. O al menos haber mandado un...
En ese momento le vibra el bolsillo. Acaba de recibir un WhatsApp de Antonia. Desde que ha descubierto los stickers, más de la mitad de sus comunicaciones se producen usando una de esas imágenes recortadas. La mitad de ellas son perritos con caras graciosas. Jon se pregunta qué clase de información pretende transmitir con el sticker de un carlino con sombrero.
—¿Se supone que esto es que has llegado?
—Entiendo —dice Antonia.
—Pues menos mal. Porque yo no comprendo nada.
Antonia no responde. Hurga en la bolsa, de la que saca un paquete de varitas de plástico translúcidas y una botella de agua pequeña. Vacía la mitad de la botella sobre las lamas, y el líquido se escurre en los espacios entre ellas, cayendo al río que circula debajo. Coge uno de los cilindros translúcidos y lo dobla entre los dedos. Se escucha un pequeño crujido cuando la cápsula de cristal del interior se rompe, liberando peróxido de hidrógeno. Al mezclarse con el oxalato de difenilo, la varita desprende un intenso resplandor naranja.
¿Esta mujer viene a investigar un asesinato o a una rave?, se pregunta Jon.
—¿Edad aproximada de la víctima?
—Aguado no me lo ha dicho. Estaba comenzando a...
Antonia levanta de nuevo el dedo. Irritante.
Jon es de esos que cuando se irritan pasan al contraataque. Preventivo. Por deporte. Por sus huevos morenos. Pero Antonia está comportándose de un modo extraño esta noche. Y el estándar de extrañeza —el extrandar, como lo llama Jon— con Antonia Scott es muy alto.
Antonia introduce la varita luminosa en el interior de la botella semivacía. Enrosca el tapón, se pone de pie. Duda un instante, alzando la nariz, pendiente del viento. Cuando éste amaina un momento, Antonia arroja la botella al agua, y observa el recorrido que hace el resplandor naranja río abajo. Sus ojos parpadean varias veces, como el diafragma de una cámara de fotos.
Jon ya ha presenciado eso antes. Sabe que Antonia está haciendo un dibujo mental. Y ahora comprende por qué ha ido tirando botellas al agua desde distintos puntos.
—¿No había un método más ecológico?
Antonia, la mirada fija, le ignora.
La corriente parece dar un bandazo hacia la mitad de la distancia que les separa de la isleta, como si quisiera llevarse la botella hacia la orilla norte. Pero el minúsculo trozo de plástico acaba encallando entre los carrizos.
—Confirmado, doctora. La arrojaron desde el puente. La corriente cambia a mitad del recorrido. El peso que le ataron a la pierna no fue suficiente para mantenerla bajo el agua. A medida que se iba hinchando por los gases e iba ganando flotabilidad, tuvo que arrastrar el peso por el fondo hasta encallar en la isleta.
Guarda silencio unos instantes. Luego dice:
—Sugiero que suba aquí con el Luminol. Y pídale a Mentor que ordene apagar las luces del puente, si es tan amable.
Antonia se aparta el pelo de la oreja —negro y lacio, media melena—, dejando ver unos AirPods inalámbricos. Golpea uno de ellos con la yema del índice un par de veces para cortar la comunicación, antes de volverse a Jon.
—Así que por eso ninguna de las dos me hacía caso —protesta el inspector, dolido—. Al menos podrías haberme dicho que estabais hablando por teléfono. Me he frito las pelotas intentando sacar tu cadáver del agua.
Antonia enarca una ceja, sorprendida.
—Mentor me ha dicho que ese desagüe fue escenario de un vertido radiactivo —explica Jon, señalando frente a él.
—Eso es completamente falso —dice Antonia.
—Menos mal —suspira Jon.
—El desagüe del vertido radiactivo fue ese otro —dice Antonia, señalando al siguiente, aún más cercano al lugar donde se sumergió Jon.
Jon vuelve a suspirar. Es un suspiro distinto.
—Adiós a mi fertilidad.
—No exageres. La cantidad que habrás absorbido será el equivalente a siete u ocho radiografías. Tu esperma está bien. Además, creía que no querías tener hijos.
—Me gusta tener las opciones abiertas.
—Los niños no traen más que miseria.
En ese momento se apagan las luces del puente, y de pronto son dos figuras en la oscuridad. Una, inmensa, se agita inquieta. La otra, minúscula, saca el móvil del bolsillo y enciende la linterna.
—Veo que la visita a tu hijo ha ido muy bien —dice Jon, sacando a su vez una linterna del bolsillo. Una de verdad—. ¿Qué estamos buscando?
—Manchas de sangre. Especialmente en los bordes metálicos.
Paradójicamente, a veces es más fácil ver las manchas de sangre a oscuras. El Luminol ayuda mucho, una sustancia milagrosa que esparcida sobre la escena del crimen es capaz de hacer brillar la sangre y otros materiales orgánicos bajo una luz ultravioleta. A falta de Luminol, cuando la sangre es ya vieja puede adoptar tonalidades caprichosas que van desde el marrón al negro, dependiendo de la superficie donde haya caído, el tiempo transcurrido y la oxidación a la que se haya visto sometida. En estos casos Antonia y Jon prefieren trabajar a oscuras, centrándose sólo en el pequeño círculo de luz que está frente a ellos, peinando la zona poco a poco.
Ver menos para ver más.
—¿Por qué no has bajado? Te estábamos esperando —reprocha Jon, sin dejar de pasar la linterna por las superficies cercanas. Está intentando comprender el comportamiento de Antonia. Lo cual nunca es sencillo.
—No sé nadar.
—Hay ochenta centímetros de agua. Incluso tú haces pie.
—Suficiente para ahogarte. Incluso tú te has caído.
Jon aprieta los labios. Desearía que la Reina Roja no hubiera visto caer de culo a su Escudero, al hombre que se supone que tiene que protegerla. También desearía estar en casa frente a unos callos a la vizcaína. Y que el veinteañero con el que ha estado tonteando por Grindr se decida a quedar con él de una vez. Y la paz mundial.
Como dice amatxo, te jodes y bailas.
Y eso es lo que toca con Antonia. Sacarla a bailar. Aunque sólo ella oiga la música.
—No es propio de ti quedarte tan lejos de la escena del crimen.
—A veces veo mejor desde la distancia —responde Antonia.
Por el rabillo del ojo, el inspector Gutiérrez percibe los síntomas de su compañera, síntomas de que su particular cerebro está funcionando a más velocidad de lo aconsejable. Son ya muchos meses en los que ha aprendido a leer la particular rigidez de los hombros y el cuello. La respiración entrecortada. La voz una octava más aguda. Los dedos que se abren y se cierran sin que ella se dé cuenta.
Jon se lleva la mano al bolsillo de la chaqueta, donde aguarda la familiar forma cuadrada de la caja de pastillas. Pero no llega a sacarla. En lugar de eso, se agacha y sigue explorando la barandilla con lentitud. Centímetro a centímetro.
No.
No hasta que ella lo pida.
No tiene más tiempo para pensar en ello, porque ha encontrado algo en el borde de la barandilla. Una mancha marrón, reseca.
—Mira aquí.
Antonia se da la vuelta y se acerca a él. Ahora están agachados, ambos, bajo la barandilla, mirando hacia arriba.
—¿Esto es lo que buscas? —pregunta Jon.
Antonia parpadea varias veces. Otra señal que Jon ha aprendido a leer. Es como cuando escuchas el disco duro de un portátil, zumbando, mientras el cabezal busca la información.
—Podría serlo. La mancha es compatible con que el asesino arrojara a la víctima desde aquí.
Por el extremo del puente llega Aguado, con las herramientas necesarias para continuar el trabajo. Ambos se ponen de pie, para dejarle espacio, y apagan las linternas.
—No quieres comprometerte, ¿verdad? Es eso.
Antonia asiente, en la oscuridad.
—No quiero verla. No quiero, si no es ella.
Jon sabe, porque lo ha vivido, que la mirada acusadora de los muertos a veces te arranca promesas que no se pueden cumplir. Antonia le hizo una a un adolescente desangrado, en una mansión desierta, hace siete meses. Una promesa que colisionaba con la que le había hecho a Marcos, su marido, de que nunca volvería a hacer nada que les pusiera en peligro. Ha roto ambas.
—Yo también sé lo que es mirarles a los ojos, bonita. Pero en este caso no hubieras tenido que preocuparte. Se los han comido los peces.
—No veo cómo eso pudiera hacer que me preocupe menos —dice Antonia, que es al sarcasmo lo que Superman a las balas—. La ausencia de globos oculares reduce las posibilidades de identificación.
Jon tarda en contestar. Porque lo que tiene que decirle a continuación a Antonia, lo que le ha encargado Mentor que le diga, no va a gustarle nada.
Lola Moreno salva la vida por un cúmulo de casualidades. La primera es que el cochecito de bebé que está mirando a través del escaparate de Prenatal es de color azul marino. Si hubiera sido de color claro, el cristal no hubiera reflejado la pistola que ha alzado el hombre a su espalda. Si no fuera la esposa de quien es —y supiera que el asesinato cabe dentro de lo posible en su vida—, es poco probable que su reacción hubiera sido tan adecuada.
En lugar de quedarse clavada, de darse la vuelta o enfrentarse a su agresor, Lola se arroja al suelo justo a tiempo de que las tres primeras balas de la Makarov hagan añicos el cristal y conviertan en harapos la capota del cochecito.
Salva la vida... momentáneamente. Poco dura la alegría en casa del pobre, le dice siempre su madre. Lola Moreno, que viste vaqueros de Balmain, jersey suave de cachemir y bolso de Prada, no es pobre, pobre.
No es pobre de dinero.
Pobre de tiempo, ya es otro tema.
Treinta kilos de vidrio del escaparate se derrumban sobre Lola, que se cubre la nuca con las manos, confiando en que Tole se encargue del asunto. Que para eso le pagan, y muy bien.
(Lola está gritando algo al respecto, pero no se entiende.)
Anatoly Oleg Pastushenko cobra bien. Tan bien que se ha podido permitir volverse adicto al café de Starbucks. Por lo de mantenerse alerta. El problema es que las dieciocho cucharadas de azúcar de cada Frappuccino Venti le han vuelto lento y descuidado. Gordo de reflejos, dice Yuri, que a veces equivoca las palabras en castellano con gran acierto.
Llevar una bebida enorme en la mano en la que tienes que sacar la pistola también es un obstáculo para un guardaespaldas, y sobre todo si en la otra vas mirando en el móvil cómo quedó anoche el Spartak. Por muy rápido que tires al suelo ambas cosas, el asesino armado tarda menos en girarse hacia ti que tú en desenfundar.
A Tole le alcanzan cuatro de las cinco balas.
Una en la pierna, cuando el asesino aprieta por primera vez el gatillo, casi sin apuntar. La que más dolió.
La segunda y la tercera abren un par de agujeros en la chaqueta negra, para alojarse en el pulmón izquierdo y en el bazo, que revienta. A Tole le va a resultar mucho más difícil respirar y luchar contra las infecciones en los seis segundos que le quedan de vida. Esas dos balas no duelen nada, no obstante. La adrenalina y el dolor de la primera bala no dejan sitio.
Tole logra sacar el arma entre el tercer y cuarto disparo de su contrincante. Él dispara una vez, consiguiendo sólo rozar el brazo del asesino y haciéndole perder la puntería. La cuarta bala rebota en un letrero de la pared y acaba rodando, inofensiva, cayendo por el hueco bajo la baranda de cristal hasta el piso de abajo. Desde donde suben los gritos y las carreras de la gente que ha escuchado los disparos. Donde un aburrido empleado de la limpieza la barrerá mañana, sin darse cuenta, junto con el resto de los desperdicios.
La quinta bala —la que le mató— abre un agujero perfecto sobre la ceja izquierda de Tole, cavando un surco en su cerebro, perdiendo fuerza a medida que la va frenando la masa encefálica, y deteniéndose sin llegar a alcanzar el hueso parietal.
Cae.
Lola deja de gritar a tiempo de ver el rostro de Tole desplomándose en el suelo, sobre un charco de Frappuccino, a escasos centímetros de ella. Una pompa escarlata asoma de entre sus labios sanguinolentos. La mirada amable y leal de su chófer y guardaespaldas, que cada mañana desde hace seis años ha estado viendo en el espejo, es ahora de asombro e incomprensión. Tole, muerto a los cuarenta y siete sin haber hecho gran cosa en la vida, ni haber cumplido ninguno de sus sueños.
Ese pensamiento no pasa por la mente de Lola ahora, claro. Ni lo hará después, cuando cruce descalza el parking del centro comercial, con los pies sangrando, tratando de sobrevivir. Lo hará esta noche, cuando se acurruque en un cuarto de baño para llorar —tapada con una chaqueta robada, temblando de miedo— y no lo consiga.
La pompa en los labios de Tole revienta, salpicando las mejillas de Lola de minúsculas gotas de sangre y saliva. Y eso —más que los disparos, más que la necesidad de proteger a su hijo no nacido— dispara su respuesta de estrés agudo. Esa pompa, que ha reventado con el último aliento de Tole.
Cuando las envidiosas se cruzan con Lola a la salida de los restaurantes caros y las tiendas de moda, se codean entre ellas. Codazos que significan «mujer florero», cuando las codeantes son españolas. «Esposa trofeo», cuando son inglesas o rusas.
Lo cierto es que Lola tiene más tiempo que otras mujeres en los treinta y tantos (según Lola, veintimuchos) para ir al gimnasio. Y eso vuelve a salvarle la vida cuando:
– Se incorpora haciendo un burpee, apoyando las manos en el suelo, sacudiéndose de encima los cristales, e impulsándose hacia arriba con un movimiento explosivo de glúteos y recto femoral (Zumba, miércoles de 11.00 a 11.45).
– Consigue saltar por encima del cuerpo de Tole de un salto vertical sin perder el equilibrio (Body Balance, martes de 12.15 a 13.00).
– Lanza un doble gancho de codo al pómulo del asesino (Cardio Box, lunes y viernes a las 10, su favorita).
Por pura casualidad —y porque Lola se tropieza un poco—, el doble gancho de codo impacta las dos veces, aunque no con mucha fuerza. Lola es alta. Metro setenta y cinco. Pero no ha pegado un puñetazo de verdad en su vida, y lo del Cardio Box está bien para que un ama de casa endurezca el culo, no para romper pómulos. Aunque el asesino se echa un poco hacia atrás, confundido.
También se le mueve un poco el pañuelo que le tapa la boca.
Lola tarda medio segundo en reconocerle.
Un segundo entero en darse cuenta de que está jodida.
Menudo percal, piensa.
Cuando nuestro cerebro se enfrenta a una amenaza, la médula adrenal nos suministra una descarga inmediata de catecolaminas en el torrente sanguíneo, ofreciéndonos de inmediato energía para luchar o huir. Lola ya ha luchado —esos dos débiles ganchos de codo han sido el pobre resultado—. Ahora el terror le exige la huida.
Al levantarse, perdió una de las sandalias de Miu Miu. Al darse la vuelta despavorida, se resbala sobre los cristales y se cae de bruces al suelo. Vejigazo, que dicen en Marbella. Pierde la otra sandalia cuando intenta incorporarse, clavándose las esquirlas de vidrio en los pies desnudos. Ignora el dolor, porque siente demasiado miedo como para ceder a él, y vuelve a levantarse, ofreciendo a su asesino un blanco perfecto mientras huye hacia la salida de emergencia al final del pasillo. <