1
Mars, Melvin.
Ahí dentro, en cualquier lugar, en cualquier momento, te llamaban por tu nombre y él respondía inmediatamente en cuanto oía el suyo.
Incluso en el baño. Como si estuviera en el Ejército, aunque nunca se hubiera alistado. Lo habían llevado allí contra su voluntad.
—¿Mars, Melvin?
—Sí, señor. Aquí, señor. Cagando, señor.
«Porque ¿en qué otro lugar podría estar sino aquí, señor?»
No sabía por qué lo hacían así y nunca se había atrevido a preguntarlo. La respuesta, al fin y al cabo, no le habría importado, y podría haberle acarreado un bastonazo de un guardia contra la sien.
Tenía otras cosas de las que preocuparse allí, en la Penitenciaría del estado de Texas, en Huntsville. La llamaban la Unidad Paredes por los muros de ladrillo rojo de la prisión. Inaugurada en 1849, era la cárcel más antigua del estado.
También albergaba la cámara de ejecución.
Mars era oficialmente el prisionero 7-4-7, como el avión. Los guardias del corredor de la muerte de donde lo habían traído lo llamaban Jumbo por eso. No era un tipo enorme, pero tampoco un alfeñique. La mayoría lo respetaban, aunque fuera porque no les quedaba más remedio. Un metro sesenta y pico por si acaso.
Sabía su estatura exacta porque lo habían medido precisamente en la NFL. Allí se lo habían medido casi todo. Mientras pasaba por el proceso había establecido paralelismos con los esclavos en la plaza del mercado mientras los potenciales dueños examinaban la mercancía. Bueno, a diferencia de sus antepasados esclavos, al menos él iba a tener un montón de pasta para afrontar la ruina de su cuerpo cuando sus días de jugador se acabaran.
Todavía pesaba ciento cuatro kilos. No estaba gordo, era una roca.
Toda una hazaña teniendo en cuenta la comida que servían allí, procesada en grandes fábricas, cargada de grasas, sal y químicos que seguramente usaban para fabricar cualquier cosa, desde cemento hasta alfombras.
«Matándome suavemente con vuestra comida de porquería.»
Llevaba en aquel sitio casi tanto como había estado fuera de él.
Y el tiempo no había pasado rápido. No parecían veinte años sino doscientos.
Sin embargo, ya daba igual. Pronto acabaría. Había llegado el día.
Su última, última apelación.
Denegada.
Estaba muerto.
Lo habían trasladado a la cárcel de Huntsville desde el corredor de la muerte de la Unidad Allan B. Polunsky de Livingston, Texas, situada a poco más de noventa y seis kilómetros más al este, en previsión de esta ocasión, en la que el estado conseguiría a su hombre después de dos largas décadas de espera. En la cara pálida de su abogado había una expresión de desolación cuando le había dado la noticia. Y eso que él se despertaría al día siguiente.
«Yo no.»
No tardaría en oír un repiqueteo de tacones acercándose.
El ruido de los fornidos guardias llevando los brillantes grilletes.
El solemne alcaide que al día siguiente habría olvidado cómo se llamaba.
El piadoso hombre de Dios con la Biblia, leyendo en voz alta los versículos porque se supone que debes tener algo espiritual a lo que agarrarte cuando sales. No de la cárcel. De la vida.
Texas ha ejecutado más reclusos que ningún otro estado, más de quinientos solo en los últimos treinta años. Durante casi un siglo, desde 1819, por ahorcamiento. Luego usaron la silla eléctrica, conocida como la Vieja Chispas, y trescientos sesenta y un reclusos fueron electrocutados a lo largo de cuatro décadas. Ahora en Texas usan la inyección letal para mandarte al más allá.
En cualquier caso estabas muerto.
Legalmente, las ejecuciones no podían empezar antes de las seis de la mañana. Le habían dicho a Mars que irían a buscarlo a medianoche. Bueno, nada de salir arrastrándose, pensó. Estaba preparado para un día de mierda muy largo.
El Muerto Andante, lo habían llamado.
—Adiós muy buenas —les había oído decir a los guardias tantas veces que había perdido la cuenta.
No quería mirar atrás. No hacia el epicentro de todo aquello.
Pero ¿cómo no iba a hacerlo?
Así que, mientras el final se acercaba, empezó a pensar en ellos.
En los asesinatos de Roy y Lucinda Mars, su padre blanco y su madre negra.
Entonces esa mezcla era rara, diferente, incluso exótica, desde luego en el oeste de Texas. Ahora era de lo más común. Todos los chicos que entraban parecían hechos de trocitos de cincuenta tipos distintos de humanidad.
Un gamberro al que acababan de encerrar era hijo de padres birraciales, hijos a su vez de parejas no tradicionales. De modo que el nuevo, un idiota que se había cargado al dependiente de una tienda por una bolsa de Twizzlers, era una mezcolanza de negro, marrón y blanco con un poco de chino añadido. Además, era musulmán, aunque Mars nunca lo había visto arrodillarse para rezar cinco veces al día como a algunos de allí dentro. Se llamaba Anwar y era originario de Colorado.
Y había empezado a decir a todos que quería convertirse en Alexis.
Mars se sentó en el banco de la celda y miró la hora. Había llegado la hora de hacerlo. Sería la última vez que lo haría, de hecho.
Llevaba un mono blanco con las letras «C» y «M» impresas en negro en la espalda. «Corredor de la muerte.» Mars lo comparaba con el cascabeleo de una serpiente que advertía a la gente para que no se acercara.
Se tumbó en el suelo fresco de cemento e hizo doscientas flexiones, primero con los puños cerrados, luego apoyándose en las yemas de los dedos y por último desde la posición del perro boca abajo, tocando ligeramente con la coronilla de la calva el hormigón cada vez. Después realizó trescientas sentadillas en series de seis, «cargas de repetición», las llamaba. A continuación practicó yoga y Pilates para la fuerza, el equilibrio, la amplitud de movimientos y, lo más importante, la flexibilidad. Podía llevarse los dedos de los pies a la frente con las piernas estiradas, una verdadera proeza para un hombre tan musculoso como él.
Lo siguiente fueron las mil repeticiones para la musculatura del torso y del vientre, hasta que los abdominales le ardieron como si le hubieran echado ácido en ellos. Por eso tenía los oblicuos duros como la piedra y el ombligo tan tirante que parecía más un lunar que el punto donde le habían anudado el cordón umbilical al nacer. Continuó con plyomania, empujando las cuatro paredes y el suelo en una serie de maniobras, muchas de ellas de su invención.
Era como Spiderman o Fred Astaire bailando por el techo. Tenía un montón de horas para idear tales cosas en la cárcel. Llevaba una vida muy estructurada, pero que también le proporcionaba bastante tiempo libre. Muchos reclusos se quedaban sentados sin hacer nada. No había clases, ni rehabilitación de ningún tipo.
El lema extraoficial de la cárcel era claro:
La rehabilitación es de cobardes.
Por último, Mars corrió sin moverse del sitio hasta que perdió la noción del tiempo, levantando mucho las rodillas todo el rato. Era una locura que hiciera aquello precisamente aquel día. Pero lo había estado haciendo prácticamente a diario desde que había entrado, y en parte lo consideraba su último acto de desafío. Eso no se lo robarían. Al menos no tuvo que rechazar la tradicional última comida, porque en Texas ya no la ofrecían a nadie. No quería estar lleno de mierda al final. Prefería morir con el estómago vacío.
Nadie lo había visitado, porque no tenía a nadie que quisiera hacerlo. Estaba solo, como lo había estado durante los últimos veinte años. Se preguntó qué dirían los periódicos al día siguiente. Seguramente sería un artículo breve. Otro negro recibiendo el tratamiento de spa letal del estado de Texas no era ninguna novedad. Casi ni merecía una foto, joder. Pero volverían a contar los crímenes por los que había sido condenado. Seguramente lo harían. Y sería lo único que mucha gente recordaría de él.
Melvin Mars, el asesino.
Bajó las pulsaciones; las gotas de sudor caían a un suelo ya muy sucio de cosas mucho peores que la transpiración. Sabido es que los condenados defecan en el suelo cuando se encaminan hacia la muerte. Cuando dejó de tener la respiración agitada se sentó en el catre y apoyó la cabeza en la pared. Había puesto nombre a los muros de su antigua celda: Reed, Sue, Johnny y Ben, por el equipo de superhéroes luchadores: los cuatro fantásticos.
Mars solía fantasear con la atractiva Sue Storm, pero tenía más que ver con Ben Grimm, la Cosa. Aunque podía ser considerado como el sesudo Reed. También se parecía a la bola de fuego, Johnny Storm, hermano de Sue, porque estaba encendido cada segundo de cada día. Sobre todo porque ahí dentro cada día era igual que todos los demás. Un infierno en vida, pero sin llamas.
Aquel era su Día 7.342. Su último día.
Volvió a mirar la hora.
Cinco tictacs para el Día del Juicio Final.
Se había pasado un año en aislamiento poco después de su ingreso en prisión. Por una razón muy sencilla: su vida estaba acabada, sus sueños rotos, el duro esfuerzo había sido en vano y estaba tremendamente cabreado. El castigo por dar una paliza a tres reclusos y luego emprenderla con media docena de guardias hasta que lo neutralizaron con una pistola eléctrica y casi lo mataron a porrazos. Veinticuatro horas al día en una celda de dieciocho metros cuadrados con una rendija por ventana durante un año entero. Sin ver otras caras. Sin notar el contacto de alguien en la piel.
Por la abertura de la puerta le pasaban la comida y el papel higiénico, de vez en cuando toallas y jabón y, con menos frecuencia todavía, ropa limpia de la cárcel.
Se duchaba en un rincón donde el agua a veces estaba helada y otras quemaba. Dormía en el suelo y murmuraba, gritaba, soltaba maldiciones y acababa llorando. Había sido entonces cuando se había dado cuenta de que los seres humanos, para bien o para mal, son indiscutiblemente seres sociales. Si no interactúan se vuelven locos.
Mars había estado a punto de enloquecer en aquella celda. Eso había sido el Día 169. Lo recordaba perfectamente. Incluso había grabado los números en la pared rascando con las uñas ensangrentadas. No había perdido la cabeza por muy poco, y se había aferrado a ese poco como a un chaleco salvavidas en un tsunami, como a su puerto durante una tormenta. Se había concentrado en una novia imaginaria, Tatiana. Imaginaba que ya estaría casada y con seis hijos, gorda, con las caderas anchas, que sería hosca y desgraciada, y que lo echaría mucho de menos. Pero entonces su novia imaginaria era perfecta. Su cara, su cuerpo, su ilimitado amor por él le habían permitido superar el Día 169 y otros 196 más.
Cuando le habían abierto la puerta, la primera cara que había visto había sido la de Tatiana, sobreimpresa al cuerpo de una pesadilla racista de 136 kilos: un joven guardia llamado, acertadamente, Big Dick, que le dijo que levantara su culo mulato o comería con una pajita el resto de su vida.
Cuando se acabó aquello, Malvin Mars era otro hombre. No había vuelto a hacer nada que pudiera devolverlo a la celda de castigo. De haber vuelto a ella, estaba seguro de que se habría quitado la vida. Sin esperar a la cámara de ejecución.
«La cámara de ejecución.»
Estaba al fondo del pasillo. La última milla, lo llamaban, aunque no medía una milla. Solo medía nueve metros, por suerte, porque muchos se venían abajo antes de llegar al final. Aunque en la cárcel había guardias grandullones que te levantaban del suelo y recorrías en volandas el resto del trayecto.
Te pusieras como te pusieras, Texas te mataba.
El Tribunal Supremo había debatido la crueldad de la muerte por inyección letal, porque en más de una ocasión el recluso sufría una terrible agonía, y se había decantado por permitir que se continuara usando y a la porra con la espantosa agonía. ¿Acaso las víctimas de los condenados no habían sufrido un dolor y un miedo atroces? Así que, ¿quién iba a decir que se equivocaban? Mars no. Solo esperaba que, en su caso, funcionara bien.
La cámara de ejecución no era grande. De poco más de dos metros y medio por poco más de tres y medio, tenía las paredes de ladrillo visto pintadas de color turquesa y una puerta metálica que, dado el propósito de la habitación, resultaban incongruentes. No estabas de vacaciones en el Caribe; allí te ejecutaban.
La camilla, con una cómoda almohada y recias correas de cuero, estaba en el centro de la cámara. Las ventanas de dos habitaciones adyacentes daban a ella: una para la familia de la víctima y la otra para la del reo.
Mars sabía que, en su caso, ambos grupos eran el mismo. También sabía que ambas habitaciones estarían vacías.
Volvió a sentarse en el catre oliendo a sudor, rememorando los únicos recuerdos buenos que le quedaban. No era precisamente un jumbo en el mundo del fútbol universitario, pero había sido un gran corredor. Y, lo que era más importante, le sobraba talento. La NFL era cosa segura para alguien como él. Había sido finalista del premio Heisman el último año, el único defensa entre quarterbacks. Era capaz de correr saltando por encima, rodeando o simplemente pasando por encima de cualquiera. Podía bloquear y atrapar con suavidad el balón que llegaba del fondo del campo. Casi siempre, además, conseguía que el primero fallara con instintivo movimiento lateral: un infrecuente talento que los gurús de la NFL acogían con entusiasmo. Y si necesitaba el turbo lo activaba y a correr. Lo único que quedaba por hacer era entregar el balón al árbitro después de marcar y dejar que el entrenador le palmeara el trasero.
Su marca oficial en la carrera de las cuarenta yardas era de 4,31 segundos. Veinte años antes esa era una velocidad considerable incluso para un receptor, ya no digamos para un monstruo con los hombros tan anchos como el horizonte que se desvivía por abrirse paso entre los defensores. Incluso en la actualidad seguía considerándose un empuje excepcional.
Un don de Dios. Lo tenía todo. Un monstruo de la naturaleza, lo llamaban.
Se le dibujó una sonrisa en la cara sudada.
Sí, cosa segura. Segura y con una buena paga. Eso había sido mucho antes de que se impusieran las restricciones salariales a los novatos. Podría haber ganado un dineral desde el primer día, millones y millones, y haber tenido una mansión, coches, mujeres, respeto.
Estaba garantizado que sería una figura importante, lo decían todos. Seguramente uno de los cinco mejores jugadores. Probablemente, habría superado a varios de los quarterbacks contra los que había competido para el Heisman. Se rumoreaba que a los New York Giants, que habían tenido un par de años desastrosos, y a los Tampa Bay Bucs, que habían tenido muchos años desastrosos, ambos con una plantilla escogida, les habría encantado contratarlo y abrir el banco de sus ricos propietarios para conseguirlo. Diablos, incluso podría haber levantado un trofeo de la Super Bowl algún día. Todo estaba a su favor. Había trabajado como un burro para conseguir todo aquello. Nadie le había regalado nada. Los obstáculos habían sido enormes, pero los había superado todos.
Y entonces el jurado había dicho: «Encontramos al acusado culpable...», y a nadie del mundo del fútbol profesional le había importado ya un comino los 4,31 de Mars, Melvin.
El jumbo se había estrellado.
No había supervivientes.
Y dentro de unos minutos no quedaría nada de él. Lo enterrarían en una fosa común porque no le quedaba nadie para enterrarlo como era debido.
Al cabo de dos meses habría cumplido cuarenta y dos años. El de los cuarenta y uno había sido su último cumpleaños, por lo visto.
Volvió a consultar la hora. El tiempo se había terminado. Su reloj de pulsera se lo indicaba, al igual que el sonido de los pasos que se acercaban por el pasillo.
Hacía mucho que se había hecho a la idea. Moriría como un hombre, con la espalda erguida y la cabeza bien alta.
De repente se le hizo un nudo en la garganta y se le humedecieron los ojos. Trató de respirar con normalidad, de no desmoronarse. Había llegado el momento. Echó un vistazo a su alrededor y vio las paredes de su celda del corredor de la muerte de la Unidad Polunsky.
«Hasta la vista, Sue, guapa. Adiós, Johnny. Buena suerte, Ben. Cuídate, Reed.»
Se levantó y apoyó la espalda en la pared, tal vez para enderezar la columna.
«Será como dormirse, tío. Solo que no volverás a despertar. Como dormirse.»
La puerta de la celda se abrió y vio a los hombres de pie al otro lado. Tres iban con traje y cuatro de uniforme. Los trajeados parecían aterrorizados, los de uniforme, cabreados.
Mars lo notó y notó también que no había ningún clérigo con la Biblia.
Algo no encajaba.
Un hombre de gafas delgadas a juego con su flaca persona entró en la celda con cautela, como si temiera que la puerta se cerrara, encerrándolo dentro para siempre.
Mars lo entendía perfectamente.
Por su expresión recelosa, parecía que los otros trajeados supieran que allí dentro había una bomba, en alguna parte, pero que no tuvieran ni idea de cuándo iba a estallar.
Gafas Delgadas carraspeó. Miró el suelo y luego la pared, el techo, la única luz cenital, lo miró todo menos a Mars. Era como si el sudoroso mulato que estaba a un metro y medio de él fuera invisible.
Volvió a carraspear. A Mars le sonó como si toda la porquería se precipitara en la alcantarilla más grande del mundo.
—Se ha producido un acontecimiento inesperado en su caso —dijo, otra vez mirando al suelo, Gafas Delgadas—. Su ejecución ha sido anulada.
Mars, Melvin no respondió nada.
2
Seguía llevando el mono blanco con la advertencia en la espalda, pero faltaba algo. Lo habían llevado desde su celda hasta aquella habitación sin ponerle los grilletes, por primera vez desde su entrada en prisión. Aunque había media docena de guardias en fila junto a la pared, por si se ponía rebelde.
Había cuatro hombres sentados frente a él. No conocía a ninguno. Todos eran blancos y todos vestían traje holgado. El más joven era aproximadamente de su misma edad. Tenían pinta de querer estar en cualquier sitio menos allí.
Miraban fijamente a Mars y él los miraba a ellos con la misma firmeza.
No pensaba decir nada. Ellos lo habían traído a la fiesta. Tendrían que ser ellos quienes pusieran la música.
El del centro le acercó unos documentos.
—Seguro que se pregunta qué está pasando, señor Mars.
Mars inclinó levemente la cabeza pero siguió en silencio. No había oído a un blanco llamarlo «señor» desde... Dios, no recordaba que jamás un blanco lo hubiera llamado así. En la NFL lo llamaban Cabronazo. En la cárcel lo llamaban como les daba la gana.
—El hecho es que otra persona ha confesado que cometió los asesinatos por los que lo condenaron a usted —prosiguió el otro.
Mars parpadeó un par de veces y se irguió en el asiento. Puso las manazas que habían convertido a muchos quarterbarcks en un blanco fácil sobre la mesa.
—¿Quién? —Su voz le sonó extraña, como si fuera otro quien hablara en su nombre.
El otro miró a otro de sus colegas, mayor y con más autocontrol que el resto. Aquel hombre le hizo un gesto de asentimiento al más joven.
—Se llama Charles Montgomery —dijo el primero.
—¿Dónde está?
—En la prisión estatal de Alabama. Está esperando su ejecución por otros crímenes sin relación con estos.
—¿Cree que lo hizo? —preguntó Mars.
—Lo estamos investigando.
—¿Qué sabe él de los crímenes?
El del traje miró otra vez al mayor. Esta vez el colega parecía indeciso.
Mars lo notó y se volvió hacia él.
—¿Por qué si no habrían detenido mi ejecución? ¿Solamente porque algún tipo de Alabama ha dicho que lo hizo? No lo creo. Tiene que saber algo. Algo que solo el verdadero asesino puede saber.
El de más edad asintió como si viera a Mars de un modo distinto, más favorable.
—Sabe algo. Cosas que solo el asesino podría saber, tiene usted toda la razón.
—Vale, eso tiene sentido —dijo Mars, inspirando profundamente. A pesar de lo que decía, no acababa de asimilar lo que le estaban contando.
—¿Conoce al señor Montgomery? —le preguntó el primer hombre.
Mars se volvió de nuevo hacia él.
—Nunca había oído hablar de él hasta que me lo ha nombrado. ¿Por qué?
—Intento comprobar algunos hechos, solo eso.
Mars volvió a asentir. Sabía exactamente a qué «hecho» se refería. ¿Había contratado Mars a Montgomery para que matara a sus padres?
—No lo conozco —dijo, rotundamente. Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Y ahora qué?
—Seguirá en prisión hasta que podamos... verificar unas cuantas cosas.
—¿Y si no pueden verificarlas?
—Ha sido condenado por asesinato, señor Mars —terció el más viejo—. Su condena se ha mantenido a pesar de las apelaciones presentadas a lo largo de muchos años. Estaba previsto ejecutarlo esta noche. Todo eso no puede revertirse en unas cuantas horas. Hay que dar al proceso la oportunidad de funcionar.
—¿Y cuánto tiempo va a tardar el proceso en obrar su magia?
El otro cabeceó.
—No puedo darle un calendario fidedigno ahora mismo. Ojalá pudiera, pero es imposible. Lo que puedo decirle es que hemos mandado gente a Alabama para entrevistarse con el señor Montgomery más a fondo. Y aquí, en Texas, las autoridades han reabierto la investigación. Estamos haciendo todo lo posible para que se haga justicia, se lo aseguro.
—Bueno, si él dijo que mató a mis padres y yo sigo en la cárcel esperando la muerte diría que no se está haciendo justicia.
—Debe tener paciencia, señor Mars.
—Bueno, llevo veinte años siendo paciente.
—Entonces un poco más de tiempo no será para usted ninguna molestia.
—¿Lo sabe mi abogada?
—Ha sido debidamente informada y viene de camino mientras mantenemos esta conversación.
—Tiene que participar en esta investigación.
—Lo hará. Queremos completa transparencia. Ni más ni menos. Se lo repito, nuestro objetivo es la verdad.
—Tengo casi cuarenta y dos años. ¿Qué hay de todos esos años de mi vida? ¿Quién pagará por ellos?
—Debemos ocuparnos de cada cosa a su tiempo, con profesionalidad —repuso el tipo, con el rostro pétreo y en un tono menos cordial—. Así tiene que ser.
Mars apartó la cara y parpadeó rápidamente. Si aquellos tipos hubieran estado en su piel, dudaba que se lo hubieran tomado con tanta tranquilidad y profesionalidad. Habrían gritado y amenazado con demandar a cualquiera remotamente implicado en todo aquello. Él, en cambio, tenía que ocuparse de cada cosa a su tiempo. Tenía que ser paciente. No sería ninguna molestia.
«¡A la mierda todos!»
Quería volver a su celda, el único sitio donde se sentía realmente seguro. Se levantó.
Los otros parecieron sorprendidos.
—Háganmelo saber cuando lo hayan aclarado todo, ¿vale? —les dijo—. Ya saben dónde encontrarme.
—En realidad tenemos algunas preguntas más que hacerle, señor Mars —dijo el primero.
—Hágamelas llegar por medio de mi abogada. Se acabó la charla. La pelota está en su campo. Lo saben todo de mí y del caso contra mí. Lo que necesitan ahora es hacerle lo mismo a ese tal Montgomery. Si mató a mis padres, quiero salir de aquí. Cuanto antes mejor.
Los guardias lo devolvieron a la celda. Esa misma mañana, más tarde, lo trasladaron de nuevo en un furgón de la cárcel al corredor de la muerte de la Unidad Polunsky.
—¿Crees que vas a salir de aquí, chico? —le susurró uno de los guardias mientras lo escoltaban hasta su antigua celda—. Yo no lo creo. Da igual lo que digan los trajeados. Eres un asesino, Jumbo, y vas a morir por tus crímenes.
Mars siguió andando. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar al tipo, un pelirrojo con una prominente nuez de Adan. Era el que siempre le propinaba un golpe fuerte con la porra en la espalda, sin ningún motivo. También le escupía en la cara cuando nadie miraba. Pero si Mars le daba un puñetazo iba a pudrirse allí dentro para siempre, independientemente de lo que pasara con el tal Montgomery en Alabama.
La puerta de la celda se cerró con un chasquido metálico y Mars, con las rodillas extrañamente flojas, más que sentarse se cayó en el catre.
Inmediatamente se incorporó y por costumbre apoyó la espalda en la pared de cemento, de cara a la puerta. Nadie podía atacarlo a través del cemento. La puerta era harina de otro costal.
Repasó mentalmente todo lo sucedido durante las últimas diez horas.
Iban a ejecutarlo. Estaba preparado para eso, todo lo posible al menos.
Y luego se había suspendido la ejecución. Sin embargo, si aquel tipo de Alabama no los convencía, ¿seguirían adelante con su ejecución? La respuesta a esa pregunta era, bien lo sabía él, que sí.
«No os metáis con Texas.»
Cerró los ojos. No estaba seguro de cómo debería haberse sentido. ¿Feliz, nervioso, aliviado, ansioso?
Bueno, sentía todas esas emociones a la vez. Sobre todo, sentía que de algún modo, por algún motivo, no iba a salir nunca de allí. Independientemente de lo que la «investigación» demostrara.
No era fatalista. Era realista.
Empezó a entonar una canción en voz muy baja, para que los guardias no lo oyeran. Dadas las circunstancias, quizás era una estupidez, pero le gustaba.
«Oh, when the saints, oh when the saints, oh when the saints go marching in, oh Lord I want to be in that number, when the saints go marching in.»
3
El último día del año, Amos Decker estaba al volante de su coche de alquiler, haciendo cola en un Burger King próximo a la frontera entre Ohio y Pennsylvania, decidiendo qué pedir.
Casi todo cuanto poseía estaba en el asiento trasero o en el maletero de aquel coche. Seguía teniendo unas cuantas cosas en un trastero de Burlington. No podía abandonarlas, pero tampoco tenía sitio para llevárselas.
Era un hombre alto, llegaba casi a los dos metros, y pesaba entre 130 y 180 kilos dependiendo de lo mucho que comiera. Había sido jugador de fútbol americano de la liga universitaria con un periodo truncado en la NFL a causa de un mal golpe que le había cambiado el cerebro dándole memoria fotográfica. El nombre técnico era hipertimesia.
Parecía algo guay.
No lo era.
Sin embargo, eso no había sido nada en comparación con entrar en su casa una noche y encontrarse con que su mujer, su cuñado y su hija habían sido brutalmente asesinados. Aquel asesino ya no estaba entre los vivos. Decker se había encargado de ello. La conclusión de aquel caso lo había llevado a mudarse de Burlington, Ohio, a Virginia, para aceptar un trabajo único en el FBI.
Todavía no sabía cómo sentirse. Así que pidió dos Whoppers, dos de patatas grandes y una Coca-Cola tan grande que incluso con sus manazas le costó cogerla. Cuando tenía ansiedad, comía.
Cuando estaba realmente ansioso era un triturador de basura.
Ocupó una plaza en el aparcamiento para devorar la comida. La sal de las patatas se le pegaba a los dedos y le caía en el regazo. Fuera caía una ligera nevada. Había empezado el viaje tarde y estaba cansado, así que no seguiría hasta su destino esa noche. Alquilaría una habitación en un motel de Keystone y conduciría hasta allí al día siguiente.
El agente especial Ross Bogart, para el que trabajaría en el FBI, le había dicho que cubrirían todos los gastos de viaje, hasta un límite razonable. De hecho le había ofrecido ir en avión a Virginia, pero Decker había declinado la oferta. Quería conducir. Quería tiempo para estar solo. Trabajaría en el FBI con una mujer a la que había conocido en Burlington, una periodista llamada Alexandra Jamison, que había demostrado su valía durante la investigación del asesinato de su familia y de quien Bogart quería que formara también parte de aquel equipo tan inusual.
Bogart le había expuesto con detalle la idea que tenía de aquel equipo cuando habían vuelto los dos a Burlington. Trabajaría al margen del cuartel del FBI en Quantico, para reabrir y, eso esperaba al menos, cerrar casos sin resolver hasta el momento, y estaría formado tanto por agentes del FBI como por civiles que poseyeran algún don especial.
«A lo mejor seremos un equipo de inadaptados.»
Todavía no sabía cómo se sentía por el hecho de trasladarse a la Costa Este y, básicamente, empezar de nuevo. Pero no le quedaba nada en Burlington, así que, ¿por qué no? Eso pensaba una semana antes, al menos. Ahora no tenía tanta confianza.
Habían llegado las fiestas navideñas y habían pasado. Era Nochevieja. La gente saldría de fiesta para celebrar la llegada del nuevo año. Decker no. No tenía nada que celebrar, a pesar del nuevo trabajo y la nueva vida. Había perdido a su familia. Nada podía reemplazarla, así que nunca tendría nada que celebrar.
Tiró la basura en un contenedor del aparcamiento, volvió al coche y se puso en marcha. Puso la radio. Sintonizó la emisora local, la NPR. Empezaban las noticias. La principal tenía que ver con un recluso del corredor de la muerte al que habían perdonado la vida, de un modo muy melodramático, en el último instante.
Había sido un regalo de Navidad en el último segundo, dijo el locutor.
El recluso se llamaba Melvin Mars y había pasado más de veinte años en la cárcel por el asesinato de sus padres. Todas sus apelaciones habían sido rechazadas y el estado de Texas estaba listo para quitarle la vida como castigo por los crímenes cometidos.
Sin embargo, habían aparecido nuevas pruebas, prosiguió el locutor.
Un recluso de Alabama había confesado los asesinatos y ofrecido detalles que solo podía saber el verdadero asesino. Mars, un antiguo jugador de fútbol americano, finalista del premio Heisman, de quien se esperaba que fuera uno de los mejores de la NFL, seguía entre rejas a la espera de los resultados de la investigación abierta. Si dicha investigación confirmaba la confesión, siguió explicando el locutor, Melvin Mars sería puesto en libertad después de pasar dos décadas entre rejas. Su sueño de estar en la NFL se había terminado, por supuesto, pero tal vez se hiciera finalmente justicia, si bien un poco tarde.
«Maldita sea —pensó Decker, apagando la radio—. Un poco de justicia para Melvin Mars.»
Luego empezó a recordar. Los recuerdos se sucedían en perfecto orden cronológico, aunque Decker no necesitaba su hipertimesia para recuperar aquel.
Melvin Mars era un defensa estrella de la Universidad de Texas. La última semana de la temporada, los Longhorns habían jugado contra su equipo, los Buckeyes de Ohio, un partido televisado para toda la nación. Decker jugaba como defensa. Era alto para ocupar esa posición y un buen jugador, pero no magnífico. Tenía la corpulencia, la fuerza y la resistencia, pero carecía de la velocidad y la constitución atlética de los jugadores verdaderamente sobresalientes.
Mars había convertido su vida y la de los Buckeyes en miserable aquella tarde. Texas había acabado venciendo por cinco touchdowns y acabando con cualquier posibilidad de que Ohio ganara el campeonato nacional.
El propio Mars había marcado cuatro veces. Tres a la carrera y una después de una estupenda recepción del balón en la línea de las treinta y cinco yardas de los Buckeyes. Decker recordaba muy bien esta última jugada. Él había estado marcando a Mars durante el partido cuando salió al campo.
Decker le había dado con todo en cuanto había atrapado el balón, pero Mars se las había arreglado no sabía cómo para no caerse, esquivando al cornerback y luego a un defensa antes de arrollar a otro que entró cerca de la línea de gol mientras Decker yacía en el campo treinta yardas atrás.
Por lo visto Mars lo había dado todo ese día por quinta vez. Cuando después los entrenadores pusieron la filmación, en realidad había sido por décima vez.
Decker se había ido al banquillo después de aquello. Los Longhorns iban ganando por veintiocho puntos cuando quedaban menos de seis minutos de partido.
Sumarían otro punto al recuperar el balón después de una intercepción. Fue otra vez Mars quien placó al defensa central de los Buckeyes, un muro de granito llamado Eddie Keys que después jugó doce años con los Fory-Niners, con tanta fuerza que el hombre salió volando hasta el final del campo mientras Mars anotaba el último tanto del día.
Melvin Mars.
Decker había pensado que el tipo sería también un ganador seguro para la NFL. Por esa época hubo mucho revuelo por el arresto de Mars, pero Decker trabajaba duro para lanzarse a las Grandes Ligas y la detención y la condena de Melvin Mars acabaron siendo cosa del pasado.
Dos décadas en la cárcel. Por un crimen que era posible que no hubiera cometido.
Otro hombre había confesado. Conocía detalles que sólo el verdadero asesino podía conocer.
Aquello tenía tanto en común con el asesinato de la familia de Decker que ni siquiera su mente única era capaz de lidiar con las posibilidades que planteaba.
Atravesó Pensylvania y luego condujo hacia el sur por Maryland y más al sur todavía por Virginia. No paró para dormir. Tenía la mente alerta y despierta y pensando.
Pensaba en Melvin Mars.
Un nombre del pasado.
Decker no creía en el destino, ni siquiera en su prima la casualidad.
Sin embargo, por algún motivo había puesto la radio precisamente en ese momento. Si hubiera tardado un par de minutos más en comer o si hubiera hecho una parada para ir al baño no habría escuchado la noticia.
Pero la había escuchado.
¿Qué significaba aquello, por tanto?
No estaba seguro. Tampoco estaba seguro de si el nombre de Melvin Mars volvería a abandonarlo.
Al cabo de unas horas llegó a la dirección que le habían dado. Era la Base de Quantico, una de las bases navales estadounidenses más grandes del mundo, que albergaba asimismo varios organismos federales relacionados con la defensa de la ley.
Las instalaciones estaban rodeadas por vallas altas con una garita donde hombres de uniforme serios montaban guardia con armas automáticas.
Amos Decker se dirigió hacia la puerta, bajó la ventanilla, inspiró profundamente y se preparó para empezar su nueva vida.
4
Tres habitaciones.
Un dormitorio del tamaño de una celda carcelaria. Un baño que no llegaba a la cuarta parte de eso y una tercera habitación para todo lo demás, incluida la cocina.
Amos Decker llevaba el último año y medio acostumbrado a disponer de mucho menos espacio.
Dejó las maletas y echó un vistazo a su nuevo hogar. Tendría que haber dormido un poco, pero no estaba cansado.
A veces era capaz de dormir un día entero y, otras, como en esa ocasión, su mente no le permitía descansar. Tenía el cerebro a tope.
Encima de una mesa pequeña, enfrente de la cocina, había un ordenador portátil con una nota pegada. Era una nota del agente Bogart. El portátil era para él. Disponía de wifi seguro. Bogart se pasaría por allí más tarde.
Miró la hora. Eran las cinco de la mañana. Seguramente Bogart esperaba que hiciera una parada y había previsto que llegaría más tarde, por la tarde o por la noche.
Se preparó una taza de café solo con un terrón de azúcar y lo llevó a la mesa. Se sentó y abrió el ordenador. Se conectó a la red y buscó el nombre de Melvin Mars.
Había bastantes artículos de los últimos días acerca de él. Los leyó todos y su memoria fotográfica los registró.
Sin embargo, quería saber más acerca del pasado de aquel hombre. Al cabo de poco lo encontró.
Melvin Mars había estado en la cúspide de la selección que hacía la NFL todos los años en abril. Se esperaba que llegara a ser uno de los cinco mejores jugadores cuando lo arrestaron y lo acusaron de los asesinatos de sus padres, Roy y Lucinda Mars.
Decker miró las fotografías granulosas de ambos en la pantalla. Roy era blanco, de rasgos enérgicos; a pesar de lo borrosa que era la foto se notaba que tenía la mirada penetrante. Lucinda era negra y notablemente guapa, con una abundante melena hasta los hombros. Tenía la cara fruncida en una sonrisa contagiosa.
«Como el día y la noche, al menos en apariencia. Interesante.»
Tomó un sorbo de café y siguió mirando la pantalla.
Los asesinatos habían tenido lugar el día 2 de abril. Habían encontrado los cadáveres en el dormitorio del piso de arriba. Les habían disparado a ambos, les habían destrozado la cara y luego quemado los cuerpos. La casa estaba bastante apartada de la carretera. Vivían en una zona rural de Texas. No había nadie cerca que pudiera oírlos morir.
Quienes hallaron los cadáveres fueron los bomberos que respondieron a una llamada al servicio de emergencias. El incendio fue sofocado y la casa pasó a ser la escena del crimen.
La gente de por allí conocía a los Mars. Bueno, conocían a Melvin por su talento en el campo de fútbol. Había sido una leyenda como jugador en el instituto y continuado teniendo esa fama en la universidad como integrante del equipo de los Longhorn.
¿Dónde estaba Melvin cuando sus padres murieron?
Se había graduado el semestre anterior, porque había ido a una escuela de verano durante los últimos tres años para graduarse antes. Tenía planes para su vida, se decía entonces. Y con la selección acercándose, no quería tener obligaciones académicas. Era previsor, decían. No se correspondía con la imagen que tienen algunos de un jugador de fútbol, capaz de pasar por encima de otros pero incapaz de mantener una conversación. Se decía que no tenía agente porque iba a negociar por su cuenta el contrato con el equipo de la NFL. Había recabado información hablando con jugadores y ex jugadores.
Así que, una vez más, ¿dónde estaba Melvin?
La policía lo encontró solo en un motel, durmiendo. Había pagado con tarjeta de crédito. Por eso lo habían localizado.
Les había dado una explicación relativamente sencilla. Había ido a visitar a una amiga. Se había marchado de casa de esa amiga con intención de volver a casa en coche. Había tenido una avería, sin embargo, y había parado a pasar la noche en el único motel de aquella carretera. No se había enterado del asesinato de sus padres hasta que los policías habían llamado a su puerta.
Eso había sido antes de que todo el mundo tuviera teléfono móvil y una dirección de correo electrónico, o una página en Facebook o una cuenta en Twitter. Podías estar en paradero desconocido sin que hubiera modo de ponerse en contacto contigo, algo impensable en la actualidad.
Mars no había sido sospechoso de entrada. Había estado de retiro a pesar de la recompensa ofrecida por cualquier información acerca de los crímenes. Pasó cierto tiempo mientras la policía investigaba.
Decker se centró en un artículo que detallaba cómo había pasado Mars a ser sospechoso.
La amiga a la que había visitado recordó que Mars se había marchado más temprano de lo que le había dicho él a la policía. El motel estaba a menos de una hora de su casa, así que, ¿por qué no había seguido al volante hasta llegar allí esa misma noche? Nuevamente, Mars dijo que el coche se le había averiado y había parado en el motel. Tenía intención de llamar a su padre a la mañana siguiente para que saliera y le echara un vistazo al coche.
El único problema fue que cuando la policía le pidió que intentara poner en marcha el coche, el motor cobró vida a la primera. No supo explicarlo. Lo único que se le ocurrió fue decir que el motor se había puesto a petardear y que se había parado justo cuando llegaba al motel. Dijo que, de hecho, lo había empujado hasta el aparcamiento. Otro hecho inquietante era que habían visto un coche parecido al suyo más tarde aquella noche cerca de la casa de sus padres.
El encargado del motel contó a la policía que Mars se había registrado a la una y cuarto de la madrugada. Según la amiga, Mars se había marchado de su casa a las diez. Desde allí había solo una hora y cuarenta minutos en coche hasta casa de él. Le había dado tiempo a llegar a casa, matar a sus padres y regresar para registrarse en el motel.
El encargado testificó que Mars parecía trastornado. También dijo que llevaba la ropa sucia de algo. Describió las prendas y no eran las mismas que llevaba cuando llegó la policía. Se conjeturó que Mars había tirado la ropa ensangrentada en algún sitio y se había puesto ropa limpia en el motel.
Otro punto problemático: la escopeta era de Mars. La usaba para cazar y de hecho había cazado con ella perdices y pavos. Por eso el arma tenía sus huellas dactilares.
Además, la gasolina usada para quemar los cadáveres de los Mars procedía de su garaje. Por suerte la casa no había ardido hasta los cimientos. Los únicos desperfectos causados por el fuego estaban en el dormitorio donde los habían encontrado.
Por último, habían encontrado sangre de Lucinda Mars en el coche. Era una prueba forense condenadamente sólida.
Decker se levantó para servirse otra taza de café. Fuera clareaba. Ni se fijó. Se sentó otra vez y siguió leyendo.
¿Qué motivo podía tener Mars para matar a sus padres?
Cuando lo arrestaron y lo acusaron de asesinato, la policía dio a conocer su teoría. Con la selección de la NFL a las puertas y Mars esperando firmar un contrato fabuloso, había sido esencialmente por dinero. Los padres querían más del que él estaba dispuesto a compartir. Discutieron. Mars se sentía agobiado. No quería mala publicidad. Cuidaba su imagen porque esperaba conseguir tratos muy lucrativos al margen del contrato futbolístico. Tenía su vida perfectamente planeada. Sus padres eran un impedimento, al menos según la acusación.
Así que, para librarse del problema, planeó y ejecutó los asesinatos. Visitó a la amiga para tener una coartada, volvió a casa, los mató y deshizo el camino hasta el motel. Sin embargo, como muchos asesinos, pasó por alto pequeños detalles. No obstante, la cronología fue lo que dio al traste con todo. Da igual lo mucho que planees las cosas, si estabas en un lugar matando a alguien y dices que estabas en otra parte durmiendo, la secuencia temporal acaba siempre por hacer aguas. Siempre hay fisuras, por pequeñas que sean. Si la policía se centra en ellas y empieza a indagar, esas fisuras se ensanchan y todo se derrumba.
Por lo visto, eso le había pasado a Melvin Mars.
La acusación tenía el motivo y la oportunidad. Además, había sido el arma de Mars, el medio necesario para cometer el crimen, lo definitivo. Por tanto, tenía los tres elementos esenciales para demostrar su culpabilidad. Y se disponía a demostrarla de manera convincente, más allá de toda duda razonable.
Testigo tras testigo se presentó ante el jurado para testificar. El mosaico iba tomando forma. El fiscal, un graduado de Tennessee poco aficionado a los jugadores de fútbol de Texas, por lo visto, hizo un trabajo cojonudo encajando las pruebas.
La defensa intentó desmentir sus argumentos, pero no lo logró del todo, y cuando Mars no subió al estrado la defensa puso punto final.
El jurado se ausentó apenas el tiempo suficiente para que sus integrantes fueran al baño antes de volver con un veredicto de culpabilidad.
Mars había tenido un juicio justo. Las pruebas eran evidentes.
Roy y Lucinda Mars habían sido asesinados por su único hijo, Melvin.
Se le había impuesto la pena de muerte. Su carrera en la NFL se había terminado antes de empezar siquiera. El resto de su vida también.
Fin del asunto.
Habían programado su ejecución y entonces otro había confesado el crimen.
«Charles Montgomery.»
Decker estudió la foto de Montgomery en la pantalla del ordenador.
Blanco, de unos setenta años. Musculoso, fuerte y malcarado. Veterano del Ejército con innumerables antecedentes delictivos. Había pasado de los delitos menores a los mayores y de estos a los más atroces. Estaba en la cárcel de Alabama esperando su ejecución por varios asesinatos más que había cometido hacía años.
Así que, si Montgomery decía la verdad, ¿cómo había podido torcerse tanto el caso de Melvin Mars?
Según los artículos, la policía había ocultado todos esos años detalles del crimen por simple cuestión de procedimiento. Montgomery, por lo visto, estaba al tanto de algunos. Pero ¿por qué delatarse? ¿Porque ya estaba en la cárcel? ¿Porque le remordía la conciencia? ¿Porque iba a morir de todos modos? En opinión de Decker, que tenía muchísima experiencia con delincuentes habituales, Montgomery no parecía de los que tienen remordimientos. Parecía el asesino que era en realidad.
Apuró el café y volvió a sentarse.
Llamaron a la puerta. Consultó la hora. Eran las siete y media.
Abrió.
Era el agente especial Bogart. Llevaba una gabardina larga. Estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta; alto y en forma, tenía el pelo oscuro atractivamente canoso. Daba la sensación de tranquila autoridad que se adquiere dando órdenes a los demás en asuntos difíciles. No tenía hijos, se había separado de su mujer y tramitaba el divorcio.
Detrás de él estaba Alex Jamison, una mujer alta y guapa de pelo castaño y ojos expresivos que se le iluminaron en cuanto vio a Decker. Llevaba una bolsa llena de comida.
—¡Sorpresa! ¡Feliz Año Nuevo! —lo saludó, exultante.
—Me han dicho que habías llegado antes. Bienvenido al FBI —le dijo Bogart, sonriente.
—Tengo un caso que quiero investigar —dijo Amos.
5
Decker masticaba su bocadillo de beicon, huevo y queso. Entretanto, Jamison y Bogart leían los artículos sobre Melvin en el portátil.
Por fin Bogart lo miró.
—Fascinante, pero no está en nuestra jurisdicción, Amos.
Decker terminó de comer, tomó un último sorbo de café, enrolló el envoltorio y lo lanzó al cubo de basura que había junto a la barra de la cocina americana. El tiro habría valido tres puntos.
—Entonces ¿cuál es exactamente nuestra jurisdicción?
En lugar de responderle, Bogart se sacó una carpeta de la gabardina y se la entregó.
—Ya le he dado la suya a Alex. Estos son los casos que estamos valorando. Léetelos. Hablaremos de ellos después, en la reunión.
—Ahora estamos aquí. Estamos reunidos.
—Hay dos personas más en el equipo —dijo Bogart.
—He conocido a una, Amos, y te va a gustar —terció Jamison.
Decker seguía mirando a Bogart.
—¿Conocías a Melvin Mars? —le preguntó el agente especial.
—Jugué contra él en la universidad. Lo único que recuerdo haberle dicho fue: «Hijo de puta, ¿cómo has podido hacer eso?»
—¿Tan bueno era?
—Era el mejor que he visto nunca.
—Bueno, podría salir de la cárcel. Estaría bien —comentó Jamison.
—Si es inocente —la corrigió Decker.
—Bueno, sí, claro.
—Dudo que lo liberen a menos que estén completamente seguros —señaló Bogart.
Amos indicó el portátil.
—¿Sabéis que salen anualmente cientos de personas de prisión porque se descubre su inocencia? —dijo.
—Un pequeño porcentaje, teniendo en cuenta el número de reclusos —repuso Bogart, que parecía un poco impaciente.
—Se estima que entre el dos y medio y el cinco por ciento de todos los reclusos de Estados Unidos son inocentes —dijo Amos—. Eso son más de veinte mil personas. Hasta 1985 no se empezó a usar la prueba de ADN en los juicios. Desde entonces, trescientos treinta prisioneros han sido exculpados por el ADN. Sin embargo, esa prueba solo se puede hacer en el siete por ciento de los casos. Y en el veinticinco por ciento de los casos en que se ha usado, el FBI ha podido excluir al sospechoso, de modo que el porcentaje de reclusos inocentes tiene que ser mayor, puede que mucho mayor.
—Ya veo que has estudiado el tema —comentó con sequedad Bogart.
Hubo un largo silencio.
—Decker —dijo por fin el agente especial—. No es exactamente a eso a lo que nos dedicamos. Investigamos casos sin resolver para intentar encontrar al asesino.
—¿Y si Mars no es el asesino?
—Pues entonces lo es Montgomery.
—¿Y si Montgomery tampoco lo es?
—¿Por qué iba a confesar un hombre un... —Bogart calló, un poco avergonzado—. Vale, ya que eso fue exactamente lo que ocurrió en tu caso, te entiendo. Pero aun así...
—¿Podemos por lo menos valorar su inclusión con el equipo? —preguntó Amos.
Bogart lo meditó un momento.
—Mi plan era permitir que el equipo estudie varios posibles casos y que luego vote por cuáles empezar —dijo luego—. Soy flexible en ese aspecto.
—¿Y podemos abogar a favor de determinados casos? —preguntó Jamison.
—No veo por qué no —dijo Bogart—. Me gusta tanto la democracia como a cualquiera —añadió, con una sonrisa.
—Yo creo que deberíamos aceptar este caso —insistió Decker con tozudez.
—Y podemos presionar a los demás para que lo acepten —se apresuró a añadir Jamison—, tal como ha dicho el agente Bogart.
Decker miraba fijamente el ordenador. Bogart y Jamison lo observaban a él.
Sabían que era cabezota e inflexible cuando se empeñaba en algo. También sabían que no podía evitarlo. Él era así.
—Como has llegado antes, he cambiado la hora de la reunión. Será esta tarde en lugar de mañana. —Echó un vistazo a la ropa arrugada y el pelo revuelto de Amos—. Te dejaremos tiempo para asearte y luego te recogeremos. Iremos en coche. No está lejos.
Decker se miró la ropa desaliñada. Iba a decir algo, pero asintió en silencio y volvió a mirar el portátil.
Bogart se levantó, pero Jamison siguió sentada.
—Yo me quedo hasta que vuelvas —dijo, respondiendo a la mirada inquisitiva del agente.
Bogart se limitó a asentir.
—Amos —dijo luego—, me alegro de tenerte a bordo.
El otro siguió con los ojos fijos en la pantalla.
Bogart se marchó.
Jamison miró a Amos.
—Muchos cambios en poco tiempo —comentó.
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué te fascina realmente el caso de Mars? —le preguntó ella—. ¿Porque jugaste al fútbol contra él?
—No me gustan los que salen de repente a confesar un crimen.
—Como sucedió en el caso de tu familia...
Decker cerró el portátil y se apoyó en el respaldo de la silla.
—Háblame de los otros miembros del equipo.
—Solo he conocido a Lisa Davenport. Es psicóloga clínica, de Chicago. Tiene treinta y muchos y es muy amable. Muy profesional.
—¿Cómo funciona esto? —le preguntó él.
—Como ha dicho Bogart, elegimos por votación los casos de los que nos encargamos.
—Pero alguien tiene que juntar los casos que vamos a votar, así que tiene que haber alguien que los preselecciona.
—Bueno, es verdad. —Indicó su carpeta—. Ahí dentro hay un material fascinante. Pero puedes añadir el caso de Mars. Bogart lo ha dicho.
—No exactamente. Lo que ha dicho es que el caso no pertenece a su jurisdicción. Ha dicho que podemos influir en los demás para que lo acepten, pero si no gano la votación, no lo aceptaremos. —La miró—. ¿Tengo tu voto?
—Por supuesto, Amos.
Él dejó de mirarla.
—Te lo agradezco.
Jamison se sorprendió. Decker no solía agradecer esa clase de cosas.
—¿Quieres asearte? —le preguntó diplomáticamente—. Has hecho un viaje largo y por lo que parece de un tirón.
—Así es. Y sí, debería asearme un poco, pero no tengo mucha ropa.
—Podemos ir de compras, si quieres, antes de la reunión.
—Quizá después.
—Cuando sea, Amos. Quiero ayudarte.
—No tienes por qué ser tan amable conmigo.
Jamison sabía que, a diferencia de otras personas, Decker lo decía en sentido literal.
—Supongo que ha habido grandes cambios en la vida de ambos y necesitamos mantenernos unidos. Es posible que más adelante haya un caso del que yo quiera que nos encarguemos y que necesite tu apoyo, ¿vale?
Decker la miró pensativo y asintió.
—Eres más complicada de lo que pareces.
—Eso espero —dijo ella, con un atisbo de sonrisa.
6
—¿Cómo voy a recuperar veinte años de mi vida? ¿Quieres decírmelo? ¡Cómo!
Melvin Mars estaba sentado delante de su abogada, en la sala de visitas de la cárcel.
Mary Oliver, de unos treinta y cinco años, con el pelo corto castaño rojizo y gafas de montura cuadrada, tenía los ojos verdes de mirada viva y una bonita cara angulosa llena de pecas.
—No puedes, Melvin —le dijo—. Nadie puede. Sin embargo, todavía no han confirmado lo que cuenta Montgomery, así que no adelantemos acontecimientos.
—No conozco a ese tipo. Nunca lo he visto. Ni siquiera sabía que existía hasta que vinieron a decírmelo. Así que no pueden decir que le pagué para que matara a mis padres. Y si no pueden demostrar eso, me sol