1
El lugar estaba habitado por cuatrocientos hombres, la mayoría de los cuales pasaría allí lo que le quedaba de vida.
Luego el infierno los acogería para el resto de la eternidad.
Los muros eran de cemento grueso y el interior estaba revestido de grafitis obscenos que constituían un catálogo de todas las depravaciones imaginables. Cada año se añadían más obscenidades a las paredes como el lodo que se acumula en una alcantarilla. Los barrotes de acero tenían melladuras y estaban rayados, pero seguía siendo imposible romperlos con las manos. Se habían producido algunas fugas, pero la última había sido hacía más de treinta años; una vez fuera de allí, no había adónde ir. La gente que vivía en el exterior era tan poco amable como la del interior.
Y lo cierto es que tenían más armas.
El viejo tuvo otro ataque de tos y escupió sangre, lo cual constituía una prueba tan irrefutable de su estado terminal que no hacía falta diagnóstico médico. Sabía que se estaba muriendo; la única duda era cuándo. Sin embargo, tenía que seguir resistiendo. Le quedaba algo por hacer y no dispondría de una segunda oportunidad.
Earl Fontaine era fornido pero lo había sido más en tiempos. Su cuerpo se había ido desintegrando a medida que el cáncer lo corroía por dentro. Tenía el rostro muy arrugado, ajado por los años, los cuatro paquetes de mentolados al día, la mala alimentación y, sobre todo, un amargo sentido de la injusticia. Tenía la piel fina y pálida después de llevar tanto tiempo recluido en ese lugar al que nunca llegaba el sol.
Hizo un esfuerzo para incorporarse en la cama y miró alrededor, a los demás ocupantes de la sala. Solo había siete, ninguno en estado tan grave como él. Podían salir de allí por su propio pie. Él seguro que no. Sin embargo, sonrió a pesar de todo.
En el extremo opuesto de la estancia, otro interno vio la expresión de satisfacción de Earl y le dijo:
—¿De qué coño te ríes, Earl? Cuéntanos el chiste, venga.
Earl dejó que la sonrisa se extendiera por su ancho rostro, y ello a pesar del dolor de huesos, que era como si alguien se los cortase con una sierra dentada.
—Me largo de aquí, Junior —repuso Earl.
—Eso no te lo crees ni tú —replicó el otro, al que llamaban Junior por algún motivo que se desconocía. Había violado y matado a cinco mujeres en tres condados distintos por la sencilla razón de que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino. Las autoridades trabajaban como locas para tratarle su enfermedad actual a fin de que durase hasta la fecha de su ejecución, para la que faltaban dos meses.
Earl asintió.
—Fuera de aquí.
—¿Cómo?
—En un ataúd, Junior, igual que tu culo raquítico. —Earl soltó una carcajada mientras Junior negaba con la cabeza y con aire sombrío desviaba la mirada hacia las vías venosas. Se parecían a las que servirían para inyectarle las sustancias que acabarían con su vida en la sala de ejecuciones de Alabama. Por fin, cerró los ojos y se dispuso a dormir como si ensayara para el más profundo de los sueños, en el que se sumiría en exactamente sesenta días.
Earl se tumbó e hizo tintinear la cadena que llevaba sujeta a la esposa de la muñeca derecha, la cual, a su vez, estaba sujeta a un aro grueso pero oxidado empotrado en la pared.
—Me largo —bramó—. Más vale que envíen a los negratas a buscarme. —Le entró otro ataque de tos que duró hasta que vino un enfermero y le dio un poco de agua, una pastilla y una fuerte palmada en la espalda. Acto seguido, ayudó a Earl a incorporarse.
Lo más probable era que el enfermero no supiera por qué Earl había acabado en la cárcel y, de saberlo, probablemente tampoco le habría importado. Todos los reclusos de esa prisión de alta seguridad habían hecho algo tan abominable que todos los guardias y trabajadores estaban totalmente insensibilizados al respecto.
—Venga, tranquilo, Earl —dijo el enfermero—. No haces más que empeorar la situación.
Earl se tranquilizó, se recostó contra la almohada y miró fijamente al enfermero.
—¿Puede ser? Me refiero a peor.
El enfermero se encogió de hombros.
—Supongo que todo puede empeorar. Y quizá tendrías que haberlo pensado antes de llegar aquí.
Earl hizo acopio de una inyección de energía y dijo:
—Oye, chico, ¿puedes conseguirme un pitillo? Basta con que me lo pongas entre los dedos y me lo enciendas. No se lo diré a nadie. Lo juro por Dios y todas esas gilipolleces aunque no sea creyente.
El enfermero palideció ante la mera idea de hacer tal cosa.
—Bueno, ejem, a lo mejor si estuviéramos en 1970... Por el amor de Dios, si estás conectado a una bomba de oxígeno. Es un explosivo, Earl, hace bum.
Earl sonrió y dejó al descubierto los dientes y muchos huecos entre ellos.
—Joder, prefiero saltar en pedazos a que esa mierda que tengo dentro me coma vivo.
—¿Ah sí? Pero los demás no. ¿Sabes? Ese es el problema de la mayoría de las personas, que solo piensan en sí mismas.
—Solo un cigarrito, chico. El Winston me gusta. ¿Tienes Winston? Es mi último deseo antes de morir. Tienes que concedérmelo. Igual que mi última cena. Lo dice la puta ley. —Hizo tintinear la cadena—. La última calada. Tienes que dejarme.
—Te estás muriendo de cáncer de pulmón, Earl —dijo el enfermero—, ¿cómo te crees que lo contrajiste? Voy a darte una pista. Lo llaman «palitos de cáncer» por algún motivo. ¡Jesús, María y José! Teniendo en cuenta lo burro que llegas a ser, puedes dar gracias a Dios por haber vivido tanto.
—Dame un cigarrillo, gilipollas.
Era obvio que el enfermero había zanjado el asunto.
—Mira, tengo muchos pacientes que cuidar. Vamos a pasar un día tranquilo, ¿qué me dices, viejo? No me apetece tener que llamar a un guardia. Hoy Albert está haciendo guardia y no se caracteriza precisamente por su amabilidad y cariño. Te dará un porrazo en la cabeza, por muy enfermo y moribundo que estés, y luego mentirá en el informe y nadie se lo discutirá. El tío da miedo pero a él se la suda. Ya lo sabes.
Antes de que el enfermero se volviera, Earl habló de nuevo.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
El enfermero sonrió complacido.
—¿Porque te estás muriendo y el estado de Alabama no soltará a alguien como tú para proteger el hospital de enfermos terminales aunque les cuestes una fortuna en facturas médicas?
—No, no me refiero a esta sala de hospital. Me refiero a la cárcel —puntualizó Earl, con voz baja y cavernosa—. Dame un poco más de agua, ¿vale? En este puto sitio yo no puedo coger agua, ¿verdad?
El enfermero le sirvió un vaso y Earl se lo bebió con avidez, se secó la cara y habló con energía renovada.
—Entré en la cárcel hace más de veinte años. Al comienzo, con cadena perpetua en una jaula federal. Pero luego me condenaron a pena de muerte. Qué cabrones los abogados. Y el estado pasó a ser el dueño de mi puto culo. Los federales les dejaron. Como si nada. ¿Tengo derechos? Pues nada de nada si resulta que hacen eso. ¿Me entiendes? Solo porque la maté. Tenía una buena cama con los federales. Y ahora fíjate. Seguro que he pillado el puto cáncer por estar aquí. Seguro que sí. Por el aire. Menos mal que nunca he pillado la mierda esa del sida. —Enarcó las cejas y bajó la voz—. Ya sabes que aquí hay de eso.
—Ajá —respondió el enfermero, que estaba comprobando el historial de otro paciente en el portátil. Estaba colocado en un carrito con ruedas con unos compartimentos para los fármacos que se cerraban con llave.
—De eso hace dos décadas más casi dos años ya. Muchísimo tiempo.
—Sí, sabes contar bien, Earl —dijo el enfermero con aire distraído.
—El primer Bush todavía era presidente, pero ese chico de Arkansas le ganó en las elecciones. Lo vi en la tele cuando entré aquí. Era 1992. ¿Cómo se llamaba? Dicen que tenía sangre negra.
—Bill Clinton. Y no tiene nada de negro. Lo que pasa es que tocaba el saxofón y a veces iba a las iglesias afroamericanas.
—Eso. Ese es. Estoy aquí desde entonces.
—Yo tenía siete años.
—¿Cómo? —vociferó Earl, entrecerrando los ojos para ver mejor. Se frotó la zona dolorida del vientre con aire distraído.
—Yo tenía siete años cuando Clinton fue elegido —dijo el enfermero—. Mi madre y mi padre tuvieron un conflicto personal. Eran republicanos, por supuesto, pero Clinton era del Sur. Creo que le votaron pero no querían reconocerlo. Daba igual. Al fin y al cabo estamos en Alabama, ¿no? Si aquí gana un liberal, hiela en el infierno. ¿Verdad que sí?
—Sweet home Alabama —dijo Earl, asintiendo—. He vivido aquí mucho tiempo. Tuve familia aquí. Pero soy de Georgia, hijo. Soy un melocotón de Georgia, ¿no lo ves? No un chico de Alabama.
—Vale.
—Pero me enviaron a esta prisión por lo que hice en Alabama.
—Ya. Pero no hay mucha diferencia. Georgia, Alabama. Primos hermanos. No es como si te hubieran llevado a Nueva York o Massachusetts. Esos sí que son como países extranjeros.
—Por lo que hice —dijo Earl sin aliento, sin dejar de frotarse el vientre—. No soporto a los judíos, ni a los negros ni a los católicos. Y lo mismo puedo decir de los presbiterianos.
El enfermero le miró y dijo en tono jocoso:
—¿Presbiterianos? ¿Qué demonios te han hecho, Earl? Es como odiar a los amish.
—Chillaban como cerdos en el matadero, te juro por Dios que sí. Sobre todo los judíos y los negros. —Se encogió de hombros y se secó el sudor de la frente con aire distraído con ayuda de la sábana—. Joder, lo cierto es que nunca maté a ningún presbiteriano. Es que no destacan, ¿sabes?, pero los mataría si tuviera ocasión. —Amplió la sonrisa y le llegó hasta los ojos. Con esa expresión quedaba claro que a pesar de la edad y la enfermedad Earl Fontaine era un asesino. Seguía siendo un asesino. Siempre sería un asesino hasta el día de su muerte, que más valía que llegara pronto por el bien de los ciudadanos honrados.
El enfermero abrió con la llave un cajón del carrito y extrajo unos cuantos fármacos.
—Vamos a ver, ¿y por qué ibas a querer hacer tal cosa? Seguro que esa gente no te ha hecho nada.
Earl tosió algo de flema y la escupió en la taza.
—Respiraban. Con eso me bastaba.
—Supongo que por eso estás aquí. Pero tienes que hacer las paces con Dios, Earl. Todos son hijos de Dios. Tienes que hacer las paces. Pronto le verás.
Earl rio hasta que le entró la tos. Entonces se tranquilizó y suavizó la expresión.
—Hoy tengo visita.
—Qué bien, Earl —dijo el enfermero mientras administraba un analgésico al recluso de la cama contigua—. ¿Familia?
—No, ya maté a mi familia.
—¿Por qué hiciste tal cosa? ¿Eran judíos, presbiterianos o negros?
—Tengo visitas —dijo Earl—. Todavía no he terminado, ¿sabes?
—Ajá. —El enfermero comprobó el monitor del otro recluso—. Tienes que aprovechar el tiempo que te queda, viejo. El tiempo pasa, para todos nosotros.
—Vienen a verme hoy —dijo Earl—. Lo he marcado en la pared, mira.
Señaló el muro de cemento en el que había desprendido la pintura con la uña del dedo.
—Dijeron que tardarían seis días en venir, y aquí hay seis marcas. Se me dan bien las cuentas. La cabeza todavía me funciona.
—Pues salúdales de mi parte —dijo el enfermero mientras se alejaba con el carrito.
Más tarde, Earl miró el umbral de la puerta de la sala por donde habían aparecido dos hombres. Iban vestidos con traje oscuro y camisa blanca y llevaban los zapatos bien brillantes. Uno llevaba unas gafas con montura negra, el otro parecía recién salido del instituto de secundaria. Ambos llevaban una Biblia y lucían una expresión amable y reverente. Parecían respetables, pacíficos y respetuosos de la ley. En realidad, no eran nada de todo eso.
Earl los miró a los ojos.
—Venís a verme —masculló, con los sentidos más aguzados que nunca, de repente. Volvía a tener un objetivo en la vida. Sería justo antes de morir, pero eso no quitaba que fuera un objetivo.
—Maté a mi familia —dijo, pero no era del todo exacto. Había asesinado a su mujer y la había enterrado en el sótano de su casa. No habían encontrado el cadáver hasta al cabo de varios años. Por eso estaba en prisión y lo habían condenado a muerte. Supuso que podría haber encontrado un escondrijo mejor, pero no había sido su prioridad. Estaba ocupado matando a otros.
El gobierno federal había dejado que el estado de Alabama lo juzgara, lo declarara culpable y lo condenara a muerte por haberla matado. Le habían dado cita para la cámara de la muerte de Alabama en el centro penitenciario Holman de Atmore. Desde 2002, el estado de Alabama mataba oficialmente con una inyección letal. Pero algunos partidarios de la pena capital proponían el regreso de la «vieja chispa» para administrar la justicia final electrocutando a los inquilinos del corredor de la muerte.
Nada de todo aquello preocupaba a Earl. Su recurso de apelación se había demorado tanto que ya no sería ejecutado. Todo a causa del cáncer. Por una de esas ironías del destino, la ley decía que un preso debía gozar de buena salud para ser ejecutado. No obstante, solo le habían evitado un final rápido e indoloro para que la naturaleza pudiera sustituirlo por uno más largo y doloroso en forma de cáncer de pulmón que se le había extendido por todo el cuerpo. Algunos lo habrían llamado justicia dulce. Él lo llamaba suerte de mierda.
Hizo un gesto hacia los dos hombres trajeados.
No había duda de que había matado a su mujer. Y había matado a muchas otras personas, aunque no recordaba exactamente cuántas. Judíos, negros, tal vez algunos católicos. A lo mejor también había matado a algún presbiteriano. Joder, no lo sabía. No es que fueran por ahí proclamando su fe como en un carnet de identidad. Cualquiera que se interpusiera en su camino tenía que ser liquidado. Y él había permitido al máximo de gente posible que se interpusiera en su camino.
Ahora estaba encadenado a una pared y se estaba muriendo. Pero seguía teniendo algo por hacer.
Para ser exactos, tenía una persona más a quien matar.
2
Los hombres no podían haber presentado un aspecto más tenso. Era como si llevaran el peso del mundo sobre cada uno de sus hombros.
En realidad, así era.
El presidente de Estados Unidos ocupaba la silla del extremo de la pequeña mesa. Estaban en el complejo de la sala de Crisis del sótano del Ala Oeste de la Casa Blanca. El complejo, que a veces recibía el nombre de «leñera», se había construido durante el mandato del presidente Kennedy después del fiasco de bahía de Cochinos. Kennedy empezó a desconfiar de los militares y quería que sus propios supervisores de inteligencia analizaran a fondo los informes procedentes del Pentágono. La bolera de Truman fue sacrificada para construir el complejo, que con posterioridad había sido objeto de importantes reformas en 2006.
Durante la época de Kennedy un único analista gestionaba la sala de Crisis en un turno seguido de 24 horas ininterrumpidas, durmiendo allí también. Más adelante, el lugar se había ampliado para incluir el departamento de Seguridad Nacional y la oficina del jefe de Gabinete de la Casa Blanca. Sin embargo, la gestión del complejo corría a cargo del personal del Consejo de Seguridad Nacional. Cinco «Equipos de Vigilancia» formados por treinta o más personas de confianza contrastada trabajaban en la sala de Crisis las 24 horas de todos los días de la semana. Su objetivo principal era mantener al presidente y al personal de alto rango informados a diario de los temas importantes y permitir la comunicación instantánea y segura en cualquier lugar del mundo. Incluso tenía un enlace seguro con el Air Force One por si el presidente estaba de viaje.
La sala de Crisis era grande y tenía capacidad para más de treinta personas y una gran pantalla de vídeo en la pared. Antes de la reforma, se había elegido madera de caoba para las superficies. Ahora los materiales eran sobre todo «aislantes» que protegían de la vigilancia electrónica.
Pero esta noche los hombres no se habían reunido en la sala principal. Ni en la sala para informar al presidente, sino en una pequeña sala provista de dos pantallas de vídeo en la pared, encima de las cuales había una hilera de relojes que marcaban la hora de distintos lugares del mundo. Había sillas para seis personas.
Solo tres estaban ocupadas.
Desde su asiento, el presidente miraba directamente las pantallas de vídeo. A su derecha estaba Josh Potter, el asesor de Seguridad Nacional. A su izquierda se encontraba Evan Tucker, el director de la CIA.
Eso era todo. El círculo de quienes debían estar al corriente era muy reducido. Pero habría una cuarta persona que se uniría a ellos a través de una conexión de vídeo segura. El personal que solía trabajar en la sala de Crisis se mantenía al margen de esta reunión y de la comunicación que estaba por llegar. Solo había una persona a cargo de la transmisión. Y ni siquiera ella estaría al corriente de lo que se decía.
En circunstancias normales, el vicepresidente habría estado presente en la reunión. Sin embargo, si lo que planeaban salía mal, quizás ocupara el máximo cargo porque era probable que el presidente fuera sometido a un impeachment. Así pues, había que mantenerlo fuera de todo aquello. Para el país sería terrible que el presidente tuviera que dejar el puesto. Una catástrofe si el vicepresidente también se veía obligado a dejarlo. La Constitución establecía que el cargo de máxima responsabilidad pasaría entonces al presidente de la Cámara de Representantes. Y nadie quería que, de repente, el presidente del, probablemente, grupo más disfuncional de Washington gobernara el país.
El presidente carraspeó antes de hablar.
—Esto podría ser trascendental o desatar el apocalipsis.
Potter asintió, igual que Tucker.
El presidente miró al jefe de la CIA.
—¿Esto está verificado, Evan?
—Totalmente, señor. De hecho, no es que queramos pasarnos de listos, pero este es el precio que hay que pagar por casi tres años de labores de inteligencia bajo las peores condiciones imaginables. Lo cierto es que no se ha hecho nunca antes.
El presidente asintió y miró los relojes situados encima de las pantallas. Comparó su reloj con ellos e hizo un pequeño ajuste. Dio la impresión de haber envejecido cinco años en los últimos cinco minutos. Todos los presidentes americanos tenían que tomar decisiones capaces de hacer tambalear el mundo. En muchos sentidos, las exigencias del cargo superaban la capacidad de un pobre mortal. Pero la Constitución exigía que el cargo lo ocupara una sola persona.
Exhaló un largo suspiro y dijo:
—Más vale que esto funcione.
—De acuerdo, señor —dijo Potter.
—Funcionará —insistió Tucker—. Y el mundo será mucho mejor si así es —añadió—. Tengo una lista de cosas por hacer antes de morir en el ámbito profesional y esta es la número dos justo después de Irán. En ciertos sentidos debería ser la número uno.
—Debido a las armas nucleares.
—Por supuesto —dijo Tucker—. Irán quiere armas nucleares. Estos cabrones ya las tienen. Con una capacidad de alcance que se acerca cada vez más a nuestro territorio. Si lo conseguimos, créeme que Teherán se dará cuenta. Tal vez matemos dos pájaros de un tiro.
El presidente alzó una mano.
—Conozco la historia, Evan. He leído todos los informes. Sé lo que está en juego.
La pantalla parpadeó y se oyó una voz por el sistema de altavoces empotrado en la pared.
—Señor Presidente, la transmisión está lista.
El presidente destapó una botella de agua que tenía delante y dio un sorbo largo. Volvió a dejar la botella.
—Adelante —dijo con sequedad.
La pantalla volvió a parpadear y entonces se encendió por completo. Vieron a un hombre bajito, de unos setenta años, y de rostro muy bronceado y arrugado. Tenía una franja de piel blanca cerca del nacimiento del pelo, donde solía llevar la gorra que le ayudaba a bloquear el sol. En ese momento no iba uniformado. Llevaba una túnica gris con el cuello alto y rígido.
Les miraba directamente.
—Gracias por aceptar comunicarse con nosotros, general Pak —dijo Evan Tucker.
Pak asintió y habló en inglés con cierta dificultad pero con buena pronunciación.
—Está bien vernos cara a cara, por así decirlo. —Sonrió y mostró unas carillas dentales impolutas.
El presidente intentó devolverle la sonrisa pero no lo sentía de corazón. Sabía que Pak moriría si quedaba al descubierto. Pero el presidente también tenía mucho que perder.
—Agradecemos el nivel de cooperación recibido —dijo.
Pak asintió.
—Nuestros objetivos son los mismos, señor Presidente. Hemos estado aislados demasiado tiempo. Ha llegado el momento de que ocupemos nuestro lugar en la mesa del mundo. Se lo debemos a nuestro pueblo.
—Compartimos totalmente esa valoración, general Pak.
—Las misiones avanzan a buen ritmo —dijo Pak—. Entonces podrán empezar su parte en esto. Tienen que enviar a sus mejores agentes. Incluso con mi ayuda, el objetivo es muy difícil. —Pak levantó un solo dedo—. Estas serán todas las oportunidades que tendremos. Ni más, ni menos.
El presidente lanzó una mirada a Tucker y luego volvió a mirar a Pak.
—Vamos a enviar a nuestra flor y nata para algo de esta magnitud.
—¿Y estamos seguros tanto de la inteligencia como del apoyo?
—Totalmente seguros —asintió Pak—. Lo hemos compartido con nuestra gente y han confirmado lo mismo.
Potter lanzó una mirada a Tucker, que asintió.
—Si esto se descubre... —dijo Pak. Todos clavaron la mirada en él—. Si se descubre, yo perderé la vida. Y para ustedes los americanos, la pérdida será mucho mayor.
Miró al presidente de hito en hito y dio la impresión de que dedicaba unos momentos a preparar sus palabras.
—Por eso he pedido esta videoconferencia, señor Presidente. No sacrificaré solo mi vida sino también la de mi familia. Así son las cosas aquí. Por tanto necesito su garantía total y absoluta de que si seguimos adelante, lo hagamos juntos y unidos, independientemente de lo que pudiera pasar. Tiene que mirarme a los ojos y decirme que así será.
El presidente se quedó pálido. Había tomado infinidad de decisiones importantes durante su mandato pero ninguna tan estresante o potencialmente trascendental como aquella.
Respondió sin mirar a Potter ni a Tucker sino que mantuvo la vista fija en Pak.
—Tiene mi palabra —declaró con voz clara y contundente.
Pak sonrió y volvió a enseñar su dentadura perfecta.
—Esto es lo que necesitaba oír. Juntos, entonces. —Saludó al presidente, que le devolvió el saludo con sequedad.
Tucker pulsó un botón de la consola que tenía delante y la pantalla volvió a ennegrecerse de nuevo.
El presidente exhaló un suspiro audible y se recostó en el sillón de cuero. Estaba sudando, aunque la estancia era fresca. Se secó una gota de humedad de la frente. Lo que proponían hacer era claramente ilegal. Un delito por el que podían someterle a un impeachment. Y, a diferencia de los presidentes anteriores que se habían visto en esa situación, no le cabía la menor duda de que el Senado le condenaría.
—Hacia la boca del infierno cabalgaron los seiscientos[1] —dijo el presidente en un débil susurro, aunque tanto Potter como Tucker le oyeron y asintieron para mostrar su acuerdo.
El presidente se inclinó hacia delante y miró a Tucker de hito en hito.
—No hay margen de error. Ni el más mínimo. Y si existe ni siquiera una ínfima posibilidad de que esto salga a la luz...
—Señor, eso no pasará. Es la primera vez que tenemos un activo en un cargo tan alto. Como ya sabe, el año pasado el líder sufrió un intento de atentado mientras recorría una de las calles de la capital. Pero fue una chapuza. Provenía de fuentes internas de poco nivel y no tenía nada que ver con nosotros. Nuestro golpe será rápido y limpio. Y funcionará.
—¿Tenéis el equipo formado?
—Estamos en ello. Luego los validaremos.
El presidente lo miró con severidad.
—¿Los validaréis? ¿A quién demonios pensáis usar?
—A Will Robie y a Jessica Reel.
—¿Robie y Reel? —barbotó Potter.
—Son lo mejor de lo mejor —declaró Tucker—. Fíjate en lo que hicieron con Ahmadi en Siria.
Potter miró a Tucker de cerca. Conocía los detalles de esa misión al dedillo. Por consiguiente, sabía que la intención no era que Reel ni Robie sobrevivieran.
—Pero con los antecedentes de Reel... —objetó el presidente—. Lo que alegas que hizo. La posibilidad de que se vuelva...
Tucker le interrumpió. En circunstancias normales, aquello era inaudito pues al presidente se le dejaba hablar. Pero esa noche daba la impresión de que Evan Tucker solo veía y oía lo que quería.
—Son los mejores, señor, y eso es precisamente lo que necesitamos. Como he dicho, con su permiso, serán validados para asegurarnos de que rinden al más alto nivel. Sin embargo, si no pasan la criba, tengo otro equipo, casi igual de bueno y sin duda capacitado para llevar a cabo la misión. Pero que quede claro que la primera opción no es el equipo B.
—Pero ¿por qué no desplegar al equipo de refuerzo? En ese caso, no necesitaríamos el proceso de validación.
Tucker miró al presidente.
—Lo cierto es que necesitamos hacerlo de este modo, señor, por varios motivos. Motivos que seguro que enseguida entenderá.
Tucker llevaba semanas preparándose para ese preciso momento. Había analizado la historia del presidente, su mandato como comandante en jefe, e incluso accedido a un viejo perfil psicológico de la época en que se había presentado como candidato al Congreso. El presidente era listo y talentoso, pero no tanto, lo cual implicaba que tenía complejo. Por consiguiente, era reacio a reconocer que no siempre era el más listo, ni la persona mejor informada de la sala. Para algunos, eso era un punto fuerte. Tucker sabía que era una vulnerabilidad grave perfecta para explotar.
Que es lo que estaba haciendo ahora.
El presidente asintió.
—Sí, sí, ya lo entiendo.
La expresión de Tucker seguía siendo impasible, si bien exhaló un suspiro de alivio en su interior.
El presidente se inclinó hacia delante.
—Respeto a Robie y a Reel, pero insisto en que no hay margen de error, Evan. Así que valídales y asegúrate por todos los medios de que están absolutamente preparados para la misión. Si no, recurrimos al equipo B, ¿queda claro?
—Clarísimo —respondió Tucker.
3
Como Will Robie no lograba conciliar el sueño, contemplaba el techo de su dormitorio mientras la lluvia martilleaba en el exterior. En la cabeza notaba un martilleo incluso más intenso, que no pararía aunque dejara de llover. Al final se levantó, se vistió, se enfundó un impermeable largo con capucha y salió de su apartamento, situado en Dupont Circle, Washington D.C.
Caminó a oscuras durante treinta minutos. A esa hora de la mañana había poca gente. A diferencia de otras ciudades importantes, Washington D.C. sí que dormía. Por lo menos a primera vista. El lado del gobierno, el que vivía bajo tierra y detrás de búnkeres de hormigón y en discretos edificios bajos, no echaba ni una cabezadita. Esa gente funcionaba ahora a pleno rendimiento igual que durante el día.
Desde el otro lado de la calle se le acercaron tres jóvenes de poco más de veinte años. Robie ya les había visto, los había calado y sabía qué le pedirían. No había policías por ahí, ni testigos. No tenía ni tiempo ni ganas para esas cosas. Se volvió y se encaminó directo a ellos.
—Si os doy algo de dinero, ¿os marcharéis? —preguntó al más alto de los tres. Aquel tenía una envergadura similar a la de él, casi 1,90 y 90 kilos ganados en la dureza de la calle.
El hombre se abrió el cortavientos para que se viera una Sig negra de nueve milímetros en el cinturón, que le colgaba holgado sobre las caderas.
—Depende de cuánto.
—¿Cien?
El hombre miró a sus dos colegas.
—Dejémoslo en doscientos y te puedes ir, tío.
—No tengo doscientos.
—Eso es lo que tú dices. Te vamos a atracar aquí mismo.
Se dispuso a sacar la pistola pero Robie ya se la había quitado de la cintura y, de paso, le había bajado los pantalones. El joven tropezó con los pantalones caídos.
El joven de la derecha sacó una navaja y observó sorprendido cómo Robie primero lo desarmaba y luego lo dejaba fuera de combate con tres puñetazos rápidos, dos en el riñón derecho y otro en la mandíbula. Robie añadió un golpe en la cabeza después de que el hombre se desplomara contra el suelo.
El tercer hombre ni se movió.
El hombre alto exclamó.
—Mierda, ¿eres un ninja?
Robie bajó la mirada hacia la Sig que empuñaba.
—No está bien equilibrada y está oxidada. Tienes que cuidar mejor las armas o no funcionarán cuando las necesites. Apuntó el arma hacia ellos.
—¿Cuántas pistolas más tenéis?
El tercer hombre se llevó la mano al bolsillo.
—Suelta la chaqueta —ordenó Robie.
—Llueve y hace frío —protestó el hombre.
Robie le puso la boca de la Sig directamente contra la frente.
—No voy a repetírtelo.
Dejó caer la chaqueta, que cayó en un charco. Robie la recogió y encontró la Glock.
—Te veo la munición en los tobillos —dijo—. Fuera.
Le tendió la munición. Robie la envolvió con la chaqueta.
Miró al hombre alto.
—¿Has visto adónde te lleva la avaricia? Tenías que haber aceptado los cien pavos.
—¡Necesitamos las armas!
—A mí me hacen más falta. —Robie salpicó la cara del hombre inconsciente con el agua del charco y se despertó sobresaltado antes de levantarse con piernas temblorosas. Daba la impresión de no ser consciente de lo que estaba pasando y probablemente tuviera una conmoción cerebral.
Robie volvió a blandir la pistola.
—Andando. Los tres. Girad a la derecha en el callejón.
De repente el chico alto se puso nervioso.
—Oye, tío, mira, lo sentimos, ¿vale? Pero este es nuestro territorio. Lo patrullamos. Es nuestro sustento.
—¿Queréis sustento? Buscaos un trabajo de verdad que no implique apuntar a la gente con una pistola y quitarles lo que no es vuestro. Ahora, largo. No os lo volveré a decir.
Dieron media vuelta y fueron calle abajo. Cuando uno de los jóvenes se volvió para mirar atrás, Robie le dio una colleja con el extremo de la Sig.
—Mirada recta. Si vuelves a girarte, te haré un tercer ojo en la nuca.
Robie oyó cómo los jóvenes aceleraban la respiración. Les temblaban las piernas. Tenían la impresión de ir camino de su ejecución.
—Caminad más rápido —bramó Robie.
Aceleraron el paso.
—Más rápido pero sin correr.
Los tres jóvenes parecían idiotas intentando ir más rápido sin correr.
—¡Ahora a correr!
Los jóvenes esprintaron. Giraron a la izquierda en la siguiente intersección y desaparecieron.
Robie se volvió y se encaminó en la dirección contraria. Se internó por un callejón, encontró un contenedor y tiró la chaqueta y las pistolas en su interior después de quitar la munición. Arrojó las balas por la rejilla de una alcantarilla.
No tenía muchas oportunidades para estar tranquilo y no le gustaba que le importunaran.
Robie siguió su camino y llegó al río Potomac. No había salido a caminar sin rumbo sino que tenía un objetivo en mente.
Extrajo un objeto del bolsillo del impermeable y lo observó. Recorrió con el dedo la superficie pulimentada.
Era una medalla, la condecoración más alta que la CIA concedía por heroísmo sobre el terreno. Robie se la había ganado, junto con otra agente, por una misión realizada en Siria en la que habían corrido un peligro extremo. Se habían salvado por los pelos.
De hecho, el deseo de ciertas personas de la agencia era que no volvieran vivos. Evan Tucker era una de ellas y era difícil que se marchara porque resultaba ser el director de la CIA.
La otra agente condecorada era Jessica Reel. Ella era el motivo principal por el que Evan Tucker no deseaba que sobrevivieran a la misión. Reel había matado a miembros de su propia agencia. Había sido por un muy buen motivo, pero a ciertas personas, como Evan Tucker, eso les daba igual.
Robie se preguntó dónde estaba Reel entonces. Se habían despedido en un momento delicado. Robie le había dado lo que consideraba era su apoyo incondicional. No obstante, Reel no parecía ser capaz de reconocer tal gesto, de ahí la despedida convulsa.
Sujetó la cadena como si fuera un tirachinas e hizo girar la medalla una y otra vez. Observó la superficie oscura del Potomac. Hacía viento y había unas cuantas olas espumosas. Se planteó cuán lejos podía lanzar la medalla que representaba el mayor reconocimiento de la CIA a las profundidades del río que formaba una de las fronteras de la capital de la nación y que la separaba del estado de Virginia.
La cadena giró varias veces en el aire, pero al final Robie no la arrojó al río. Volvió a guardarse la medalla en el bolsillo. No sabía a ciencia cierta por qué.
Acababa de disponerse a volver cuando le sonó el móvil. Lo sacó, miró la pantalla e hizo una mueca.
—Robie —respondió con sequedad.
Oyó una voz que no reconoció.
—Espere un momento para hablar con la directora adjunta Amanda Marks.
«¿Que espere un momento? ¿Desde cuándo la agencia de élite más clandestina del mundo hace que el personal diga “espere un momento”?»
—¿Robie?
La voz era seca, afilada como una cuchilla nueva y, en el tono, Robie detectó una inmensa seguridad y el deseo de demostrar su valía. Para él, se trataba de una combinación potencialmente mortífera porque Robie sería quien ejecutaría la orden de esta mujer sobre el terreno mientras ella observaba sin correr peligro alguno desde la pantalla de un ordenador a miles de kilómetros de distancia.
—¿Sí?
—Necesitamos que vengas lo antes posible.
—¿Eres la nueva DA?
—Eso es lo que pone en mi puerta.
—¿Una misión?
—Ya hablaremos cuando llegues aquí. Langley —añadió, lo cual era necesario dado que la CIA tenía distintos emplazamientos.
—¿Sabes cómo acabaron los dos últimos directores adjuntos? —preguntó Robie.
—Mueve el culo y ven enseguida, Robie.
4
Jessica Reel tampoco podía dormir. En Eastern Shore el tiempo era tan inclemente como en Washington D.C. Contempló el lugar que había ocupado su casa antes de ser destruida. De hecho ella misma había sido la artífice de ello. Bueno, había colocado unas cuantas bombas-trampa y Will Robie había desencadenado la explosión que a punto había estado de costarle la vida. Costaba creer que de aquellas circunstancias siniestras hubiera surgido una alianza.
Se ajustó mejor la capucha para protegerse de la lluvia y el viento y siguió pisoteando el terreno embarrado mientras las aguas de la bahía de Chesapeake en el oeste seguían azotando la pequeña lengua de tierra.
Se había despedido de Robie sintiéndose esperanzada y perdida a partes iguales, con una sensación tan desasosegante que era incapaz de decidir por dónde empezar; si es que había alguna manera de hacer algo. Durante buena parte de su vida adulta, el trabajo había sido el centro de su mundo. Ahora Reel no estaba segura de si seguía teniendo trabajo o mundo. Su agencia la despreciaba. Sus superiores no solo querían quitársela de en medio sino verla muerta.
Si dejaba su empleo ahí, tenía la sensación de darles vía libre para prescindir de sus servicios del modo más radical posible, pero, si se quedaba, ¿qué futuro le esperaba? ¿Cuánto tiempo podía aspirar a sobrevivir? ¿Cuál era su estrategia de salida?
Todos aquellos interrogantes perturbadores no tenían respuesta evidente. En los últimos tres meses había perdido todo lo que tenía. Sus tres mejores amigos. Su buen nombre en la agencia. Su estilo de vida, tal vez.
Pero había ganado algo, o alguien.
Will Robie, que había empezado siendo su enemigo, se había convertido en su amigo, en su aliado, en la única persona con la que podía contar, cuando Reel nunca había sido capaz de hacer eso de forma fácil o convincente.
Pero Robie conocía su forma de vida tan bien como ella. Su vida era como la de ella. Compartirían esa experiencia para siempre. Él le había ofrecido su amistad, un hombro en el que llorar llegado el momento.
No obstante, una parte de ella seguía queriéndose alejar de tal ofrecimiento, seguir yendo sola por la vida. Todavía no sabía qué responder ante aquella oferta ni ante él. Tal vez nunca lo supiera.
Alzó la vista hacia el cielo y dejó que las gotas de lluvia torrencial le cayeran en la cara. Cerró los ojos y una gran cantidad de imágenes se le agolparon en la mente. Todas eran de personas y todas estaban muertas. Algunas eran inocentes, otras no. Dos habían muerto a manos de otros. Al resto los había matado ella. Una, su mentora y amiga, yacía en estado vegetativo, del que nunca se recuperaría.
Todo era un sinsentido. Y todo era verdad. Y Reel se sentía impotente para cambiar algo de aquello.
Se sacó la medalla de la cadena que llevaba en el bolsillo y la observó. Era idéntica a la que le habían concedido a Robie. Se la habían entregado por la misma misión. Ella había disparado el tiro mortal, por indicación de la agencia. Robie la había ayudado a escapar de una muerte prácticamente segura. Habían conseguido regresar a Estados Unidos para disgusto de unos cuantos poderosos.
Aquella medalla era un gesto sin sentido.
Lo que realmente querían hacerle era pegarle un tiro en la sien.
Caminó hasta donde terminaba la tierra firme y contempló cómo las aguas de la bahía salpicaban el terreno.
Reel lanzó la medalla a la bahía lo más lejos posible. Se volvió antes de que golpeara contra la superficie del agua. El metal no flotaba. Desaparecería en cuestión de segundos.
Pero entonces se volvió y levantó el dedo corazón en un gesto obsceno para despedirse de la medalla que se hundía, de la CIA en general y de Evan Tucker en particular.
Era el motivo principal por el que había ido allí, para arrojar la medalla a la bahía. Y ese sitio había sido su hogar, teniendo en cuenta lo que eso significaba en su caso. No tenía intención de regresar allí. Había ido a echar un último vistazo, a encontrar algún tipo de desenlace. Sin embargo, no lo encontraba.
Al cabo de un instante, sacó la pistola y se agachó.
Por encima del sonido del agua había percibido una nueva intrusión.
Un vehículo estaba a punto de parar cerca de los escombros de su casita en la costa.
No había motivo para recibir visitas. Si había alguna razón, seguro que era violenta.
Corrió hacia el único lugar en el que podía resguardarse: una pila de madera podrida situada junto a la orilla. Se arrodilló y utilizó el último tronco para apoyar la pistola. Aunque no veía nada con claridad, los visitantes quizás estuvieran provistos de lentes de visión nocturna que lo revelarían todo, incluida su ubicación.
Consiguió seguirles sustrayendo la silueta oscurecida de la oscuridad que los rodeaba. Se centró en un punto y esperó a ver su movimiento al cruzar ese punto. Con este método contó cuatro personas. Supuso que iban todas armadas, todas intercomunicadas, y que su presencia ahí obedecía a un solo objetivo: eliminarla.
Intentarían superarla por la espalda, lo cual era imposible a no ser que quisieran lanzarse al agua fría y embravecida por la tormenta de la bahía. Se centró en otros puntos y esperó que los cruzaran. Lo hizo una y otra vez hasta que estuvieron a veinte metros de ella.
Se preguntó por qué iban todos juntos. Separarse durante el ataque era una táctica estándar. No podía seguir con tanta facilidad a múltiples grupos que se le acercaran desde distintas direcciones de la brújula. Pero mientras se mantuvieran juntos no tendría que dividir su atención.
Estaba decidiendo si disparar o no cuando le sonó el móvil.
No tenía intención de responder, no mientras cuatro individuos que la superaban en potencia de fuego iban a por ella.
Pero quizá fuera Robie. Por cursi que sonara, quizá tuviera la oportunidad de despedirse de él del modo que todavía no había podido hacer. Y tal vez pudiera ir a por los asesinos y cargárselos por ella.
—¿Sí? —dijo por el teléfono con la mano en la Glock y la vista clavada en quienes iban a por ella.
—Espere un momento para hablar con la directora adjunta Amanda Marks —dijo la eficiente voz.
—Pero qué... —empezó a decir Reel.
—Agente Reel, Amanda Marks al habla, la nueva directora adjunta de Inteligencia Central. Necesitamos que vengas a Langley de inmediato.
—Ahora mismo estoy un poco liada, DA Marks —repuso Reel con sarcasmo—. Pero eso quizá ya lo sepas —añadió en tono más duro.
—Ahora mismo hay cuatro agentes en tu casa de Eastern Shore, rectifico, donde estaba tu casa. Están ahí para acompañarte a Langley. Por favor, que no se te ocurra enfrentarte a ellos y causarles algún daño.
—¿Y ellos piensan hacerme algún daño a mí? —espetó Reel—. Porque son las tantas de la noche. No tengo ni idea de cómo sabían que estaba aquí y se comportan de un modo furtivo.
—Tu fama te precede. Por eso actúan con cautela. Por lo que respecta a tu ubicación, llegamos a la conclusión de que no podías estar en otro lugar.
—¿Y por qué necesitáis que venga lo antes posible?
—Cuando llegues aquí te lo explicaremos todo.
—¿Se trata de una nueva misión?
—Cuando llegues, agente Reel. No puedo confiar en que esta línea sea segura.
—¿Y si decido no venir?
—Tal como le he dicho al agente Robie...
—¿También has convocado a Robie?
—Sí. Forma parte de todo esto, agente Reel.
—¿Y de verdad eres la nueva directora adjunta?
—Sí.
—¿Sabes lo que les pasó a los dos anteriores?
—Robie me ha hecho exactamente la misma pregunta.
Reel sonrió a pesar de todo.
—¿Y la respuesta?
—La misma que voy a darte a ti. Mueve el culo y ven para aquí.
La línea enmudeció.
5
Jessica Reel llegó a Langley al cabo de varias horas. Había salido el sol, había dejado de llover, pero su estado de ánimo no había mejorado. Pasó el control de seguridad y entró en un edificio que conocía bien.
Demasiado bien, en ciertos sentidos.
La acompañaron a una sala donde encontró un rostro conocido que ya esperaba.
—Robie —dijo con sequedad antes de sentarse a su lado.
—Jessica —dijo Robie, inclinando la cabeza ligeramente—. Entiendo que has recibido la misma invitación.
—No fue una invitación. Fue una orden. ¿Enviaron a unos matones a buscarte?
Robie negó con la cabeza.
—Entonces supongo que confían más en ti que en mí.
—Confiamos igual en los dos —dijo una voz cuando se abrió la puerta y apareció una mujer de poco más de cuarenta años de melena castaña hasta los hombros y armada con una tableta electrónica. Era menuda, de apenas un metro sesenta y unos cincuenta y cinco kilos de peso, pero esbelta y en forma. Su cuerpo fibroso era indicador de una fuerza que enmascaraba su pequeño tamaño.
La directora adjunta Amanda Marks. Les estrechó la mano mientras Robie y Reel intercambiaban una mirada de desconcierto.
—Gracias a los dos por venir tan rápido.
—Si hubiera pensado que tenía otra opción, no habría venido. Los cuatro tíos que enviaste a buscarme no me dieron otra opción.
—De todos modos, agradezco vuestra cooperación —dijo Marks con tono enérgico.
—Yo pensaba que después de la última misión teníamos un poco de tiempo de retirada.
—Así es, pero ahora ya ha terminado.
—¿O sea que hay una nueva misión? —preguntó Reel con aire de cansancio.
—Todavía no —repuso Marks—. Lo primero es lo primero.
—¿A qué te refieres? —preguntó Reel.
—Me refiero a que tendréis que ser lo que yo denomino «recalibrados».
Robie y Reel intercambiaron otra mirada.
—Lo que se recalibran son los instrumentos.
—Vosotros sois instrumentos. De esta agencia.
—¿Y por qué necesitamos recalibrarnos, exactamente? —preguntó Reel.
Marks todavía no les había mirado a los ojos, ni siquiera cuando les había estrechado la mano. Tampoco había bajado la mirada ni mirado por encima de su hombro. Resultaba desconcertante, pero la táctica no era inaudita ni para Robie ni para Reel.
Entonces Marks los miró de hito en hito. Y para Robie tenía los ojos de alguien que había pasado bastante tiempo detrás de una mira de largo alcance en algún momento de su carrera.
—¿De verdad queréis que tanto yo como vosotros perdamos el tiempo con estas preguntas estúpidas? —dijo en voz baja y tranquila. Antes de que tuvieran tiempo de responder, Marks continuó—: Los dos os volvisteis contra nosotros. —Se volvió para mirar a Reel—. Mataste a uno de nuestros analistas y a mi predecesor.
Acto seguido, dirigió la mirada hacia Robie.
—Y tú la ayudaste y te convertiste en su cómplice después de que te enviáramos a liquidarla. Como consecuencia de esa situación, tomamos la decisión de liquidar o rehabilitar. Se optó por esta última opción. No digo que esté de acuerdo con ella, pero estoy aquí para ponerla en práctica.
—Supongo que ya ves de qué sirve recibir la mayor condecoración de la CIA —dijo Robie.
—Felicidades —dijo Marks—. Yo también la tengo en el armario. Pero eso es agua pasada. Ahora solo me preocupa el presente y el futuro. El vuestro. Habéis recibido una oferta increíble. Aquí hay algunas personas que desean desesperadamente que la caguéis para poner en práctica otros planes.
—Me imagino quién es una de ellas —dijo Reel—. Tu jefe, Evan Tucker.
—Y hay otras que esperan que tengáis éxito y volváis a convertiros en miembros productivos de esta organización.
—¿Y tú en qué bando estás? —preguntó Robie.
—En ninguno. Yo soy como Suiza. Dirigiré vuestra rehabilitación, pero el resultado depende exclusivamente de vosotros. Me da bastante igual hacia qué lado se incline la balanza. Derecha o izquierda. Me importa un bledo.
Reel asintió.
—Reconfortante. Pero tú rindes cuentas directamente a Evan Tucker.
—En cierto sentido, aquí todo el mundo le rinde cuentas a él. Pero os aseguro que tendréis una oportunidad plena y justa de ser rehabilitados. Si lo conseguís o no depende de vosotros.
—¿Y de quién ha sido esta idea? —preguntó Robie—. Si fue de Tucker, no veo cómo va a ser justo el proceso.
—Sin entrar en detalles, puedo deciros que se ha llegado a un compromiso al más alto nivel. Tienes amigos poderosos, señor Robie. Ya sabes exactamente de quién hablo. Pero también hay fuerzas poderosas alineadas contra vosotros. —Miró a Reel—. Algunos solo quieren dejaros fuera de la circulación por vuestros actos pasados. Si no tenéis claro lo que os estoy diciendo, interrumpidme.
Ni Robie ni Reel hablaron.
—Esas fuerzas colisionaron y el resultado fue este compromiso —continuó—. Rehabilitaros. O esto o morir. Lo cierto es que, en mi opinión, es muy generoso.
—No pensaba que hubiera alguien cuya opinión pesara más que la del presidente —opinó Robie.
—La política es un terreno sucio y despiadado, agente Robie. Hace que el sector de la inteligencia parezca más bien honorable en comparación. Si bien es cierto que el presidente es el gorila de 500 kilos, hay muchas bestias sobre el terreno de juego. Y el presidente tiene un programa que quiere tramitar y eso implica que tiene que hacer concesiones. En un plano global, tú y la agente Reel no sois tan importantes como para no ser susceptibles de ser intercambiados como fichas para llevar adelante el programa del presidente. Por mucho que hayáis recibido una medalla. ¿Me entendéis?
—¿Qué significa exactamente eso de la rehabilitación en este contexto? —preguntó Robie.
—Empezamos desde cero. Los dos tenéis que ser evaluados en todos los aspectos posibles. A nivel físico, psicológico e intelectual. Vamos a analizaros hasta el fondo. Vamos a comprobar si tenéis lo que hace falta para estar sobre el terreno.
—Pensaba que ya lo habíamos demostrado en Siria —interpuso Reel.
—No formaba parte del compromiso. Eso fue una misión aislada y ni siquiera entonces obedecisteis las órdenes.
—Bueno, si las hubiéramos obedecido, ahora estaríamos muertos —señaló Robie.