… Menos 100
Y CONTANDO…
La mujer observó el termómetro bajo la luz blanquecina que se colaba por la ventana. Más allá de ésta, entre la llovizna, se alzaban los demás rascacielos de viviendas de Co-op City, como las grises torres de vigilancia de un penal. Abajo, en el hueco de ventilación, las cuerdas de tender la ropa se arqueaban bajo el peso de los harapos recién lavados. Entre la basura merodeaban ratas y rollizos gatos callejeros.
La mujer se volvió hacia su marido, que estaba sentado a la mesa, viendo la librevisión en actitud de continua e inexpresiva concentración. No era normal en él. Llevaba semanas sentado ante el aparato, cuando lo odiaba. Siempre lo había odiado. Naturalmente, en cada piso debía haber un librevisor —así lo establecía la Ley—, pero todavía era legal desconectarlo. La Ley de Prestación Obligatoria de 2021 no había conseguido la mayoría necesaria, de dos tercios, por seis votos. Habitualmente nunca veían los programas. Sin embargo, desde que Cathy había enfermado, el hombre no había hecho más que seguir, uno tras otro, todos los concursos con grandes premios en metálico. Y esa actitud llenaba de temor a la mujer.
Por encima de los chillidos apremiantes del locutor que narraba el último boletín de noticias en el intermedio, los gemidos de Cathy, febriles a causa de la gripe, llegaban hasta la pareja continuamente.
—¿Cómo está? —preguntó Richards.
—No muy mal.
—No me vengas con historias, Sheila.
—Tiene cuarenta de fiebre —dijo la mujer.
Richards descargó los puños sobre la mesa. Un plato de plástico saltó de ella y volvió a caer con estrépito.
—Conseguiremos un médico —aseguró su mujer—. Intenta no preocuparte demasiado y escucha…
La mujer empezó a parlotear frenéticamente para distraerle, pero el hombre ya se había concentrado de nuevo en la librevisión. El intermedio había terminado, y el concurso se reanudaba. No era uno de los grandes, naturalmente, sino un jueguecito diurno de premios poco importantes que se titulaba Caminando hacia los billetes. Sólo se admitían enfermos cardíacos, hepáticos o pulmonares crónicos, entre los que se intercalaba a veces un disminuido físico para aliviar la tensión con un poco de comicidad. El concursante debía avanzar por una cinta continua a un ritmo determinado, al tiempo que mantenía una incesante conversación con el presentador y maestro de ceremonias. Por cada minuto que caminaba, conseguía diez dólares. Cada dos minutos, el presentador formulaba una pregunta adicional sobre el tema seleccionado por el concursante (el actual, un tipo de Hackensack aquejado de un soplo cardíaco, era un erudito en historia norteamericana), que valía cincuenta dólares. Si el concursante —mareado, jadeando, con el corazón haciéndole raras cabriolas en el pecho— fallaba la respuesta, se le deducían los cincuenta dólares de sus ganancias y se aceleraba la cinta continua.
—Todo saldrá bien, Ben. Ya lo verás. De verdad. Yo…
—¿Tú qué? —El hombre la miró furioso—. ¿Saldrás a hacer la calle? Eso se acabó, Sheila. Cathy necesita un médico de verdad. Se acabaron las curanderas de escalera con las manos sucias y el aliento apestando a whisky. Necesita un buen tratamiento, y voy a conseguirlo.
Ben cruzó la estancia con la mirada fija, casi hipnotizada, en el aparato, asegurado con tornillos a una de las desconchadas paredes de la sala, encima del fregadero. Asió su chaqueta de algodón barato del colgador y se la puso con movimientos malhumorados.
—¡No! ¡No lo consentiré…! —exclamó ella—. ¡No irás a…!
—¿Por qué no? Al menos así te darán un puñado de dólares antiguos como responsable de una familia sin padre. Sea como fuere, tendrás lo suficiente para que Cathy pueda salir de ésta.
La mujer nunca había sido guapa y, durante los años en que su marido no había trabajado, se había quedado en los huesos; sin embargo en aquel momento ofrecía un aspecto hermoso, arrogante.
—No aceptaré el dinero —replicó—. Si algún tipo del gobierno viene aquí, dejaré que se largue con esos malditos billetes ensangrentados en el bolsillo. ¿Acaso crees que podría aprovecharme de mi hombre?
Ben se volvió hacia ella con gesto hosco y seco, aferrándose a algo que le diferenciaba de los demás, algo invisible que la Cadena de Librevisión había calculado despiadadamente. Ben era un dinosaurio de su tiempo, no uno de los grandes, pero, cuando menos, constituía un atavismo, un estorbo, un peligro, quizá. Las grandes nubes condensan alrededor las partículas más pequeñas.
—¿Acaso quieres verla en una fosa común para indigentes? —inquirió al tiempo que señalaba con la mano el dormitorio de la pequeña—. ¿Te atrae la idea?
A la mujer sólo le quedó el recurso de las lágrimas. Sus facciones adquirieron un aire trágico y doliente.
—Ben —musitó—, precisamente eso pretende de personas como nosotros, como tú…
—Quizá no me aceptarán —replicó él mientras abría la puerta—. Quizá no tengo lo que ellos buscan.
—Si vas, acabarán contigo. Y yo estaré aquí, presenciándolo. ¿De verdad quieres que me siente con Cathy en la habitación para verte?
La mujer hablaba entre sollozos, con frases apenas coherentes.
—Sólo quiero que Cathy siga con vida —afirmó él.
Intentó cerrar la puerta, pero ella interpuso su cuerpo.
—Entonces, dame un beso antes de irte —musitó.
Ben la besó. En el otro extremo del rellano la señora Jenner abrió la puerta y asomó la cabeza. Llegó hasta ellos el apetitoso aroma de un guisado de ternera y col, tentador y exasperante. La señora Jenner se ganaba bien la vida. Trabajaba de dependienta en una farmacia y tenía un ojo casi milagroso para descubrir a los portadores de tarjetas de crédito ilegales.
—¿Aceptarás el dinero? —preguntó Ben Richards—. ¿No harás ninguna estupidez, verdad?
—Lo aceptaré —susurró ella—. Sabes muy bien que lo aceptaré.
El hombre la abrazó con torpeza. Después se volvió rápidamente, con movimientos desgarbados, y desapareció por la escalera, apenas iluminada y terriblemente resbaladiza.
Ella permaneció en el umbral, presa de mudos sollozos, hasta que oyó cerrarse la puerta de la escalera, cinco pisos más abajo. Entonces se llevó el delantal a los ojos, sosteniendo aún en la mano el termómetro que había utilizado para tomar la temperatura a la niña. La señora Jenner se acercó en silencio y trató de apartarle el delantal de la cara.
—Querida —susurró—, yo te pondré en contacto con el mercado negro de penicilina cuando tengas el dinero. Muy barato y de buena calidad…
—¡Lárguese! —espetó ella.
La señora Jenner retrocedió, al tiempo que levantaba instintivamente el labio superior para dejar a la vista los escasos dientes ennegrecidos que le quedaban.
—Sólo pretendía ayudar —murmuró antes de escabullirse de nuevo en su piso.
Los gemidos de Cathy continuaban, apenas amortiguados por el delgado tabique de plastimadera. El aparato de librevisión de la señora Jenner se dejaba oír desde el piso contiguo. El concursante de Caminando hacia los billetes acababa de fallar una pregunta y, simultáneamente, había sufrido un infarto. Su cuerpo era retirado del escenario en una camilla, entre los aplausos del público.
La señora Jenner apuntó el nombre de Sheila en una libreta mientras alzaba y bajaba el labio superior rítmicamente.
—Ya veremos —murmuró para sí—. Ya veremos, señorita perfumada…
Cerró la libreta con gesto rencoroso y se acomodó para ver el siguiente concurso.
… Menos 099
Y CONTANDO…
Cuando Ben Richards llegó a la calle, la llovizna se había convertido en un intenso chaparrón. El gran termómetro del anuncio al otro lado de la calle —FUME DOKES CON PASIÓN PARA UNA DIVERTIDA ALUCINACIÓN— marcaba 10 °C. LA TEMPERATURA IDEAL PARA ENCENDER UN DOKE… HASTA EL ENÉSIMO GRADO. Eso significaba apenas quince en el piso. Y Cathy tenía la gripe.
Una rata merodeaba ociosa y miserable sobre el asfalto agrietado y abombado de la calzada, al otro lado de la cual el esqueleto viejo y oxidado de un Humber modelo 2013 permanecía apoyado sobre sus desvencijados ejes. El coche había sido desmantelado totalmente; le faltaban incluso los cojinetes del volante y los soportes del motor, pero la policía no lo había retirado; apenas se aventuraba ya al sur del Canal. Co-op City se alzaba como una enorme ratonera plagada de aparcamientos, tiendas desiertas, centros comerciales y campos de juego asfaltados. Las bandas motorizadas imponían su ley en las calles, y las noticias de los telediarios sobre las intrépidas Patrullas Ciudadanas de la policía en Ciudad Sur no eran más que un montón de mierda. Las calles, silenciosas ofrecían un aspecto fantasmagórico. Si uno salía de casa, tenía que tomar el neumobús o llevar un rodillo de gas.
Apretó el paso sin mirar alrededor, sin pensar siquiera. El aire era denso y estaba cargado de azufre. Cuatro motos pasaron junto a él con un rugido, y alguien le lanzó un pedazo de asfalto arrancado del pavimento. Richards se apresuró a buscar refugio. Dos neumobuses pasaron a su lado, y notó el torbellino del aire en el rostro como una bofetada. Sin embargo no les hizo ninguna señal de que se detuvieran. Ya no le quedaba nada de los veinte dólares (antiguos) de la asignación semanal por desempleo. No tenía dinero para el billete y supuso que los merodeadores callejeros se darían cuenta de que era más pobre que una rata. Nadie le molestó mientras caminaba.
Rascacielos, urbanizaciones, verjas cerradas con cadenas, aparcamientos vacíos, salvo por los restos de algún coche destripado, palabras obscenas garabateadas con tiza en el asfalto que la lluvia se encargaba de borrar, ventanas con los cristales rotos, ratas, bolsas de basura mojadas esparcidas por las aceras y los bordillos, pintadas escritas aquí y allá sobre las paredes grises y ruinosas: BLANQUITO, NO VENGAS A TOMAR EL SOL AQUÍ. LOS HOMBRES FUMAN DOKES. TU MADRE ES UNA PIOJOSA. TÓCATE EL PITO. TOMMY VENDE DROGA. HITLER ERA COJONUDO. MARY. SID. MUERTE A TODOS LOS JUDÍOS. Las viejas farolas de sodio de la General Atomics, instaladas en los años setenta, habían sido rotas a pedradas mucho tiempo atrás, y ningún técnico acudía a repararlas, pues sólo trabajaban para quienes disponían de nuevos dólares-crédito. Los técnicos no salían del centro de la ciudad. Los barrios altos eran otra cosa.
En Co-op City reinaba el silencio, interrumpido por los suspiros de los neumobuses que circulaban y el eco de las pisadas de Ben Richards. El campo de batalla que constituían las calles sólo se iluminaba por la noche. De día era apenas una extensión gris, desierta y silenciosa que no presentaba más movimiento que el de los gatos, las ratas y los grandes gusanos blancos que se cebaban en las bolsas de basura. No había más olor que el aire fétido y malsano de aquel feliz año 2025. Los cables de librevisión estaban enterrados bajo las calles, a salvo de los vándalos, y sólo a un idiota o un revolucionario se le ocurriría intentar sabotearlos. La librevisión era el pan de cada día, la materia que componía los sueños. Una papelina de scag costaba doce dólares antiguos, y una píldora de push californiano veinte, mientras que la librevisión era una droga gratis. A lo lejos, al otro lado del Canal, la máquina de los sueños funcionaba veinticuatro horas al día…, pero a base de dólares nuevos, que sólo podían conseguir quienes tenían un empleo. En Co-op City, a este lado del Canal, se hacinaban cuatro millones de personas, casi todas desempleadas.
Ben Richards anduvo más de cinco kilómetros, y las tiendas de bebidas alcohólicas y tabacos —esporádicas y provistas de sólidas rejas al principio— comenzaron a menudear. A éstas seguían los locales clasificados X («¡24 perversiones! ¡Cuéntelas: 24!»), las tiendas de empeño y los emporios de la sangre. Las esquinas estaban tomadas por grupos de motoristas con sus máquinas, y todo el barrio aparecía cubierto de colillas de cigarrillos de marihuana. Los ricos fumaban Dokes…
Por fin divisó los rascacielos que se alzaban hasta las nubes, interminables e impresionantes. En el más alto tenía su sede la Cadena de Librevisión, donde se desarrollaban los concursos. Tenía cien pisos de altura, y la mitad superior quedaba oculta por un velo de nubes y contaminación urbana. Ben Richards fijó la vista en el edificio y avanzó otro kilómetro.
En aquella zona los cines de películas porno eran más caros, las tiendas de tabaco y droga carecían de rejas (aunque a la entrada solían apostarse vigilantes de agencias de seguridad privadas provistos de porras eléctricas en los cinturones), y en cada esquina montaba guardia un policía municipal. Llegó frente al parque de la Fuente del Pueblo. La entrada costaba setenta y cinco centavos. Madres bien vestidas vigilaban a sus pequeños, que retozaban en el astrocésped tras la verja cerrada con cadenas a cada lado de la cual había un policía. Richards echó una rápida y patética mirada a la fuente.
A continuación cruzó el Canal.
A medida que se acercaba al edificio de la Cadena, éste se hacía más y más alto, casi inconcebiblemente elevado, con las impersonales hileras de innumerables ventanas, cada una de las cuales pertenecía a un despacho. Los policías le observaron, dispuestos a ahuyentarle o detenerle si intentaba pedir limosna. Allí, en la parte alta de la ciudad, los tipos como él, con gastados pantalones grises, corte de pelo barato y ojos hundidos, sólo tenían un propósito: llegar al edificio de la Cadena para participar en algún concurso.
Los exámenes de selección se iniciaban a mediodía. Ben Richards se situó tras el último hombre de la cola, a la sombra del edificio de la Cadena, cuya entrada, sin embargo, se hallaba todavía a más de un kilómetro, a nueve calles de distancia. La cola se extendía ante él como una serpiente interminable. Pronto otros individuos se unieron a ella detrás de Richards. Los policías les observaban con las manos posadas en las culatas de las pistolas o las porras eléctricas, sonriendo con aire de superioridad y desdén.
—¡Eh, Frank!, ¿no te parece que ese tipo es un bobo? Desde luego tiene toda la pinta de serlo…
—Uno de ahí delante me ha preguntado dónde podía encontrar un retrete. ¿Te imaginas?
—Esos hijos de perra no…
—Matarían a su propia madre por…
—Apestaba como si no se hubiera bañado desde…
—Siempre he dicho que no hay nada como un espectáculo de gente rara…
Al cabo de un rato la cola se puso en movimiento, y todos empezaron a avanzar arrastrando los pies, con la cabeza gacha para protegerse de la lluvia.
… Menos 098
Y CONTANDO…
Eran más de las cuatro cuando Ben Richards llegó hasta el mostrador principal, donde le indicaron que se dirigiera al mostrador número 9 (letras Q-R). La mujer sentada tras él tenía un aspecto cansado, cruel e impersonal. Levantó la mirada hacia Ben y empezó a formularle preguntas sin apenas prestarle atención.
—Nombre completo.
—Richards, Benjamín Stuart.
Los dedos de la mujer recorrieron el teclado, clac, clac, clac, introduciendo los datos en la máquina.
—Edad. Estatura. Peso.
—Veintiocho. Un metro ochenta y siete. Setenta y cinco.
Clac, clac, clac.
—Cociente intelectual certificado por el test de Welschler, si lo sabe, y edad en que realizó el test.
—Ciento veintiséis. A los catorce años.
Clac, clac, clac.
El enorme vestíbulo era una algarabía de voces, ecos y resonancias. Preguntas y respuestas. Algunos candidatos rechazados se alejaban entre sollozos, otros alzaban voces de protesta. Un par de gritos. Y preguntas. Siempre preguntas.
—¿Últimos estudios realizados?
—Oficios manuales.
—¿Los terminó?
—No.
—Cursos aprobados y edad en que abandonó la escuela.
—Dos cursos. A los dieciséis.
—Razones por las que dejó de estudiar.
—Me casé.
Clac, clac, clac.
—Nombre y edad de su esposa, si la tiene.
—Sheila Catherine Richards. Veintiséis.
—Nombre y edad de sus hijos, si los tiene.
—Catherine Sarah Richards. Dieciocho meses.
Clac, clac, clac.
—Una última pregunta, señor Richards. Y no se moleste en mentir, pues si lo hace se descubrirá durante el examen físico y será descalificado. ¿Ha tomado alguna vez heroína o ese alucinógeno de anfetamina sintética que llaman push de San Francisco?
—No.
Clac.
La mujer entregó a Ben una tarjeta de plástico que había escupido la máquina.
—No la pierda, muchacho, ya que de lo contrario tendrá que empezar otra vez los trámites la próxima semana.
La mujer estudió su rostro, sus ojos coléricos y su cuerpo larguirucho. No tenía mal aspecto. Al menos poseía algún rastro de inteligencia.
Con gesto rápido, la mujer tomó de nuevo la tarjeta y efectuó una marca en la esquina superior derecha, dándole un extraño aspecto de gastada.
—¿Por qué ha hecho eso?
—No tiene importancia. Ya se lo explicarán más adelante, quizá.
La mujer señaló un amplio pasillo que conducía hacia la zona de ascensores. Decenas de tipos procedentes de las mesas de recepción se encaminaban hacia allí, donde eran detenidos por los vigilantes, mostraban sus correspondientes tarjetas y continuaban avanzando. Richars observó que un vigilante detenía a un individuo tembloroso, de facciones hundidas; tenía todo el aspecto de un adicto al push. El vigilante le negó el paso, y el sujeto empezó a llorar y gritar, pero tuvo que marcharse.
—Éste es un mundo muy duro, muchacho —murmuró la mujer, sin el menor rastro de compasión en la voz.
Richards se encaminó hacia el pasillo. Detrás de él, la letanía de preguntas y respuestas se iniciaba otra vez.
… Menos 097
Y CONTANDO…
Una mano fuerte y encallecida se posó en su hombro cuando se hallaba al principio del pasillo, más allá de los mostradores.
—La tarjeta, amigo.
Richards la mostró. El vigilante se relajó. Su rostro, astuto, de facciones casi orientales, reflejaba disgusto.
—Te gusta echar a la gente, ¿verdad? —murmuró Richards—. Así te sientes poderoso, ¿no es cierto?
—¿Quieres que te eche a la calle a ti también, gusano?
Richards dejó atrás al vigilante, que no se movió.
Se detuvo en mitad del pasillo y se volvió hacia el tipo uniformado.
—¡Eh, tú! —exclamó.
El vigilante le miró con aire belicoso.
—¿Tienes familia? —preguntó Ben—. La semana que viene podría tocarte a ti.
—¡Sigue adelante! —ordenó el hombre, enfurecido.
Richards obedeció con una sonrisa en los labios.
Había una cola de unos veinte candidatos junto a los ascensores. Richards enseñó la tarjeta a otro vigilante que le observó atentamente.
—¿Tienes la cabeza dura, muchacho?
—Bastante —contestó Richards con una sonrisa.
El otro le devolvió la tarjeta.
—Pues ya te la ablandarán. Veremos si eres tan valiente con un par de agujeros en la cabeza.
—Tanto como tú sin ese arma en la cintura —replicó Richards, sonriendo todavía—. ¿Quieres probarlo?
Por un instante creyó que el tipo se abalanzaría sobre él.
—Ya te arreglarán. Terminarás arrastrándote de rodillas antes de que acaben contigo.
El vigilante dio el alto a tres tipos que se acercaban y les pidió las tarjetas. El hombre situado delante de Richards se volvió hacia éste. Tenía un aire nervioso e infeliz, y el rizado cabello le caía sobre la frente como una visera.
—Escucha, amigo, no se te ocurra pelearte con esa gente. Aquí queda registrado todo lo que haces o dices.
—¿De veras? —replicó Richards, dirigiéndole una mansa mirada.
El tipo se volvió de nuevo hacia adelante.
De pronto se abrieron las puertas del ascensor. Un vigilante negro con una gran barriga protegía el panel de los botones, y al fondo, en un pequeño cubículo blindado del tamaño de una cabina telefónica, había otro sentado en un taburete, hojeando una revista de perversiones en tres dimensiones, con una escopeta de cañones recortados en el regazo y una caja de munición al lado.
—¡Pasen al fondo! —exclamó el gordo con aire de aburrida importancia—. ¡Al fondo!
Los candidatos se apretaron en el interior hasta que a Richards le resultó imposible respirar profundamente, encajado en aquella triste masa de carne. Subieron al segundo piso y las puertas se abrieron. Richards, cuya cabeza sobresalía por encima de las demás, vio una espaciosa sala de espera con muchos asientos, dominada por una enorme pantalla de librevisión. En un rincón había un expendedor automático de tabaco.
—¡Salgan! ¡Vayan saliendo! ¡Muestren sus tarjetas a la izquierda!
Obedientes, cada uno colocó su tarjeta de identificación ante el objetivo impersonal de una cámara, junto a la cual había tres vigilantes. Por alguna razón la cámara emitía un zumbido al identificar algunas tarjetas, y sus poseedores eran apartados de la cola y devueltos a la calle.
Richards enseñó la suya y fue autorizado a seguir. Se acercó a la máquina de tabaco, compró una cajetilla y tomó asiento lo más lejos posible del librevisor. Encendió un cigarrillo y expulsó el humo entre toses. Llevaba casi seis meses sin fumar un solo pitillo.
… Menos 096
Y CONTANDO…
Casi de inmediato, citaron para el examen físico a aquellos cuyo apellido empezaba por la letra A. Un par de docenas de candidatos se pusieron en pie y desaparecieron tras una puerta situada junto al librevisor. Sobre ella había un gran rótulo que rezaba POR AQUÍ, y debajo de estas palabras una flecha señalaba la puerta. El grado medio de alfabetización de los candidatos era notoriamente bajo.
Aproximadamente cada cuarto de hora llamaban una nueva letra. Ben Richards había entrado casi a las cinco, de modo que, calculó, no le llamarían hasta pasadas las ocho. Deseó haberse llevado un libro, pero enseguida consideró que no habría resultado conveniente. Los libros eran, cuando menos, objetos sospechosos, sobre todo si pertenecían a un habitante de la otra parte del Canal. Eran más seguras las revistas de perversiones.
Vio con inquietud el noticiario de las seis (los combates en Ecuador se habían recrudecido, en la India habían estallado nuevos brotes de violencia caníbal, y los Tigres de Detroit habían vencido a los Gatos Monteses de Harding por 6 a 2 en el partido de la tarde). Cuando se inició el primero de los grandes concursos de la noche, se acercó a la ventana con nerviosismo y contempló el exterior. Abajo, en las aceras, una multitud de hombres y mujeres (técnicos o burócratas de la Cadena en su mayoría, naturalmente) deambulaban en busca de diversiones. Al otro lado de la calle, en una esquina, un camello autorizado pregonaba su mercancía. Un hombre pasó con una fulana de cada brazo, ambas envueltas en abrigos de marta cibellina; los tres reían.
Sintió una terrible añoranza de Sheila y Cathy. Deseó llamarlas, pero consideró que no se lo permitirían. Todavía estaba a tiempo de retirarse, desde luego. Varios hombres lo habían hecho ya; se levantaban, cruzaban la sala de espera con una confusa e imprecisa sonrisa y atravesaban la puerta con el rótulo A LA CALLE. ¿Regresar a aquel piso, con la pequeña consumida por la fiebre en la habitación contigua? No, imposible. Imposible.
Permaneció un rato más junto a la ventana y al cabo volvió a sentarse. Un nuevo concurso, Cave su tumba, estaba ya en el aire.
El tipo sentado junto a Richards le dio un golpecito en el brazo con gesto nervioso.
—¿Es cierto que eliminan a más de un treinta por ciento en los exámenes físicos?
—No lo sé —contestó.
—¡Cielo santo! —continuó el hombre—. Yo tengo bronquitis. Quizá en Caminando hacia los billetes…
Richards no sabía qué decir. La respiración de aquel individuo semejaba el ruido de un camión al subir una cuesta pronunciada.
—Tengo familia y… —añadió el tipo, con abatida desesperación.
Richards clavó la mirada en el librevisor como si el programa le interesara. El otro permaneció en silencio largo rato. A las siete y media, cuando se inició el programa siguiente, Richards le oyó preguntar por el examen físico al hombre sentado al otro lado.
En la calle ya había oscurecido. Richards se preguntó si aún seguiría lloviendo. Las horas le parecían muy largas.
… Menos 095
Y CONTANDO…
Pasaban unos minutos de las nueve y media cuando llamaron a los candidatos cuyo apellido comenzaba por la letra R. El grupo, Richards incluido, pasó a la sala de observación. Gran parte del nerviosismo inicial había desaparecido, y la mayoría de los presentes veía el librevisor con avidez y sin el temor reverencial de horas antes, o bien dormitaba en sus asientos. El tipo sentado a su lado había sido convocado una hora antes, pues su apellido empezaba por L. Richards se preguntó si le habían aceptado.
La sala de observación era grande, y de paredes alicatadas que reflejaban la luz de los fluorescentes del techo. Parecía una cadena de montaje, con varios médicos de aspecto aburrido situados en diversos puntos del recorrido.
Richards se preguntó con amargura si alguno accedería a examinar a su hijita.
Los candidatos mostraron sus tarjetas ante otra cámara empotrada en la pared y recibieron la orden de detenerse ante una hilera de percheros. Un doctor con una larga bata blanca de laboratorio se acercó a ellos con una tablilla bajo el brazo.
—Desnúdense —dijo—. Cuelguen la ropa en el perchero. Recuerden el número de su colgador e indíquenlo al ordenanza del fondo. No se preocupen por los objetos de valor. Aquí nadie los quiere.
Objetos de valor. Menuda broma, pensó Richards mientras se desabrochaba la camisa. Llevaba una cartera vacía con algunas fotos de Sheila y Cathy, un recibo de una media suela que le habían colocado seis meses atrás, un llavero sin más llave que la de su casa, un calcetín de niño que no recordaba haber dejado allí y la cajetilla de tabaco que había sacado de la máquina.
Bajo los pantalones llevaba unos calzoncillos deshilachados porque Sheila siempre insistía en que se los pusiera. La mayoría de candidatos, en cambio, no usaba ropa interior. Pronto estuvieron todos desnudos, seres anónimos con los penes colgando entre las piernas como olvidadas mazas de guerra. Cada uno sostenía en la mano su tarjeta. Algunos arrastraban los pies como si el suelo estuviera frío, aunque no era así. En la sala flotaba un suave aroma a alcohol, nostálgico e impersonal.
—Guarden la fila —indicó el médico de la tablilla—. Y muestren siempre la tarjeta. Sigan las instrucciones.
La cola comenzó a avanzar. Richards advirtió que, a lo largo del recorrido, había un vigilante junto a cada médico. Bajó la mirada y aguardó, en actitud pasiva.
—Tarjeta.
La mostró, y el primer médico anotó el número. A continuación añadió:
—Abra la boca.
Richards la abrió, con la lengua recogida.
El siguiente doctor estudió sus pupilas con una pequeña y potente linterna antes de examinarle los oídos. Después otro le colocó en el pecho el frío círculo del estetoscopio.
—Tosa.
Richards tosió. Delante de él, un candidato que había sido eliminado protestaba. Necesitaba el dinero, no podían hacerle eso. Acudiría a un abogado si era preciso. El médico desplazó el estetoscopio y repitió:
—Tosa.
Richards tosió. El doctor le hizo dar media vuelta y le colocó el aparato en la espalda.
—Inspire profundamente y contenga el aire. —Apoyó el estetoscopio contra diversos puntos de la espalda de Ben y agregó—: Exhale.
Richards soltó el aire.
—Pase allí.
Un médico sonriente con un parche en un ojo le tomó la presión. Otro, calvo y con la piel del cráneo moteada de grandes pecas oscuras, como si padeciera del hígado, continuó el examen. Tras posar su fría mano en la ingle de Richards, entre el escroto y el muslo, indicó:
—Tosa.
Richards tosió una vez más.
—Adelante.
Le tomaron la temperatura y le pidieron que escupiera en un recipiente. Había recorrido la mitad de la sala. Dos o tres tipos habían terminado ya y un ordenanza de rostro descolorido y dientes de conejo portaba sus ropas en unos cestos de alambre. Media docena de candidatos habían sido rechazados y conducidos hasta la escalera.
—Inclínese y abra los glúteos.
Richards se inclinó y los abrió. Un dedo envuelto en plástico se introdujo en su recto, lo exploró y se retiró.
—Adelante.
Entró en una cabina cerrada con cortinas por tres lados, como las antiguas casillas de votación, que habían desaparecido al instaurarse las elecciones mediante ordenador, hacía once años. Richards orinó en un recipiente azul. El médico se lo llevó y lo vació en un aparato.
En la siguiente parada le aguardaba una prueba de visión.
—Lea —ordenó el médico.
—E-A, L-D, F-S, P, M, Z-K, L, A, C, D-U, S, G, A…
—Suficiente. Adelante.
Entró en otra cabina como la anterior y se colocó unos audífonos. Le indicaron que pulsara el botón blanco al oír algo, y el rojo cuando dejara de oírlo. El sonido era muy agudo y débil, como un silbato para perros ajustado en el umbral auditivo humano. Richards pulsó los botones hasta que le pidieron que se detuviera.
Le hicieron subir a una báscula antes de examinarle los pies. Le situaron ante un fluoroscopio después de ponerle un traje protector de plomo. Un médico que mascaba chicle mientras tarareaba una melodía con escasa entonación tomó varias placas y anotó su número de tarjeta.
Richards había entrado con un grupo de unos veinte. Doce habían llegado hasta el final de la cadena. Algunos ya estaban vestidos y esperaban el ascensor. Un número similar había sido eliminado. Uno de ellos había intentado agredir al médico que le había sacado de la cola y un policía con la porra eléctrica en alto le había reducido con toda energía. El tipo había caído al suelo en redondo, como si le hubieran dado un hachazo.
Hicieron subir a Richards a una tarima y le preguntaron si había padecido alguna de las cincuenta enfermedades que enumeraron. La mayor parte de ellas era de naturaleza respiratoria. El médico le miró con atención cuando Richards declaró que había un caso de gripe en la familia.
—¿Su esposa?
—No, mi hija.
—¿Edad?
—Dieciocho meses.
—¿Está usted inmunizado? ¡No intente mentir! —exclamó el doctor de pronto, como si Richards ya lo hubiese intentado—. Comprobaremos su historial sanitario.
—Inmunizado en julio de 2023, dosis suplementaria en septiembre de 2023, en el centro sanitario del barrio.
—Adelante.
Richards sintió el súbito impulso de abalanzarse sobre la mesa y estrangular a aquel gusano, pero obedeció y siguió adelante.
En la última parada, una doctora de aire adusto con el cabello cortado al rape le preguntó si era homosexual.
—No.
—¿Le han detenido alguna vez por delitos mayores?
—No.
—¿Tiene alguna fobia intensa? Me refiero a si…
—No.
—Es mejor que escuche la definición —insistió la mujer con leve condescendencia—. Se trata de…
—… si tengo algún miedo inusual o irracional, como la claustrofobia o la agorafobia, ¿no es eso? No.
La doctora apretó los labios y, por un instante, pareció tentada de hacer algún comentario punzante.
—¿Toma o ha tomado alguna droga adictiva o alucinógena?
—No.
—¿Tiene algún pariente que haya sido acusado de crímenes contra el gobierno o la Cadena?
—No.
—Firme este juramento de lealtad y este otro de liberación de responsabilidades para la Comisión de Concursos, señor…, hummm, Richards.
Estampó su firma.
—Muestre al ordenanza la tarjeta y dígale el número…