CAJA DE SEGURIDAD
1
El segundo día de diciembre de un año en el que un hombre que se dedicaba al cultivo de cacahuetes en Georgia hacía negocios en la Casa Blanca, uno de los mejores complejos hoteleros de Colorado ardió hasta los cimientos. El Overlook fue declarado siniestro total. Tras una investigación, el jefe de bomberos del condado de Jicarilla dictaminó que la causa había sido una caldera defectuosa. En el hotel, que permanecía cerrado en invierno, solo había cuatro personas cuando ocurrió el accidente. Sobrevivieron tres. El vigilante de invierno, John Torrance, murió en el infructuoso (y heroico) intento de reducir la presión de vapor en la caldera, que había alcanzado niveles desastrosamente altos debido al fallo de una válvula de seguridad.
Dos de los supervivientes fueron la mujer del vigilante y su hijo. El tercero fue el chef del Overlook, Richard Hallorann, que había dejado su trabajo temporal en Florida para ir a ver a los Torrance porque, según sus propias palabras, había sentido «una fuerte corazonada» de que la familia tenía problemas. Los dos supervivientes adultos resultaron gravemente heridos en la explosión. Solo el niño salió ileso.
Físicamente, al menos.
2
Wendy Torrance y su hijo recibieron una compensación económica de la empresa propietaria del Overlook. No fue astronómica, pero les alcanzó para ir tirando durante los tres años que ella estuvo incapacitada para trabajar por culpa de las lesiones en la espalda. Un abogado al que la mujer consultó le informó de que, si estaba dispuesta a resistir y jugar duro, podría conseguir una suma mucho mayor, ya que la empresa quería evitar a toda costa un juicio. Pero Wendy, al igual que la empresa, solo quería olvidar ese desastroso invierno en Colorado. Se recuperaría, dijo ella, y así fue, aunque los dolores en la espalda la atormentaron hasta el final de su vida. Las vértebras destrozadas y las costillas rotas sanaron, pero nunca dejaron de lamentarse.
Winifred y Daniel Torrance vivieron en el centro-sur durante una temporada y luego bajaron a Tampa. A veces Dick Hallorann (el de las fuertes corazonadas) subía desde Cayo Hueso a visitarlos. Sobre todo al joven Danny. Les unía un estrecho vínculo.
Una madrugada, en marzo de 1981, Wendy telefoneó a Dick y le preguntó si podía ir. Danny, dijo ella, la había despertado en mitad de la noche y la había prevenido de que no entrara en el cuarto de baño.
Tras ello, el chico se había negado rotundamente a hablar.
3
Danny se despertó con ganas de hacer pis. Fuera el viento soplaba con fuerza. Era cálido —en Florida casi siempre lo era—, pero a él no le gustaba su sonido, y suponía que jamás le gustaría. Le recordaba al Overlook, donde la caldera defectuosa había sido el menor de los peligros.
Él y su madre vivían en un pequeño apartamento de alquiler en un segundo piso. Danny salió de la pequeña habitación, junto a la de su madre, y cruzó el pasillo. Sopló una ráfaga de viento y una palmera moribunda, al lado del edificio, batió sus ramas con estruendo. El ruido propio de un esqueleto. Cuando nadie estaba usando la ducha o el inodoro siempre dejaban la puerta del baño abierta, porque el pestillo estaba roto; sin embargo, esa noche la encontró cerrada. Pero no porque su madre estuviera dentro. Como consecuencia de las heridas faciales sufridas en el Overlook, ahora ella roncaba —unos débiles quip-quip—, y en ese momento la oía roncar en el dormitorio.
Bueno, simplemente debió de cerrarla por error.
Ya entonces sospechaba (él mismo era un muchacho de fuertes corazonadas e intuiciones), pero a veces uno tenía que saber. A veces uno tenía que ver. Era algo que había descubierto en el Overlook, en una habitación de la segunda planta.
Estirando un brazo que parecía demasiado largo, demasiado elástico, demasiado deshuesado, giró el pomo y abrió la puerta.
La mujer de la habitación 217 estaba allí, como él ya sabía. Estaba sentada en la taza del váter, con las piernas abiertas y unos enormes muslos pálidos. Sus pechos, de un tono verdoso, pendían como globos desinflados. La mata de vello bajo el estómago era gris y también sus ojos, que parecían espejos de acero. La mujer vio al muchacho y sus labios se estiraron en una mueca burlona.
Cierra los ojos, le había aconsejado Dick Hallorann mucho tiempo atrás. Si ves algo malo, cierra los ojos, repítete que no está ahí, y cuando vuelvas a abrirlos, habrá desaparecido.
Sin embargo, en la habitación 217, cuando tenía cinco años, no había funcionado, y tampoco funcionaría ahora. Lo sabía. Percibía el olor de ella. Se estaba descomponiendo.
La mujer —sabía su nombre: era la señora Massey— se levantó pesadamente sobre sus pies de color púrpura, con las manos extendidas hacia él. La carne le colgaba de los brazos, casi goteando. Sonreía como cuando lo hacemos al encontrar a un viejo amigo. O como ante una comida apetitosa.
Con una expresión que podría haberse confundido con la calma, Danny cerró la puerta con suavidad y retrocedió. Observó cómo el pomo giraba a la derecha… a la izquierda… otra vez a la derecha… y por fin dejaba de girar.
A pesar de que tenía ocho años y estaba atemorizado, era capaz de tener algún pensamiento racional. En parte porque, en algún rincón de su cabeza, llevaba tiempo esperándolo. Aunque siempre había pensado que sería Horace Derwent quien se presentaría tarde o temprano. O tal vez el camarero, aquel a quien su padre había llamado Lloyd. No obstante, debería haberse imaginado que sería la señora Massey incluso antes de que sucediera. Porque de todas las cosas no-muertas en el Overlook, ella había sido la peor.
La parte racional de su pensamiento le decía que la mujer no era más que un fragmento de pesadilla no recordada que le había perseguido más allá del sueño y a través del pasillo hasta el cuarto de baño. Esa parte insistía en que si volvía a abrir la puerta, no habría nada ahí dentro. Seguro que no habría nada, ahora que estaba despierto. Sin embargo, otra parte de él, una parte que resplandecía, sabía más. El Overlook no había acabado con él. Al menos uno de sus espíritus vengativos le había seguido la pista hasta Florida. Una vez se había encontrado a esa mujer despatarrada en una bañera. Había salido e intentado estrangularle con sus (terriblemente fuertes) dedos apestosos. Si ahora abría la puerta del cuarto de baño, ella concluiría el trabajo.
Se arriesgó a arrimar una oreja a la puerta. Al principio no oyó nada. Pero entonces oyó un ruido muy débil.
Uñas de dedos muertos arañando la madera.
Danny caminó hasta la cocina con piernas ausentes, se subió a una silla y orinó en el fregadero. A continuación despertó a su madre y le dijo que no utilizara el cuarto de baño porque dentro había una cosa mala. A continuación, regresó a la cama y se hundió bajo las sábanas. Quería quedarse ahí para siempre, levantarse únicamente para hacer pis en el fregadero. Ahora que había avisado a su madre, no tenía ningún interés en hablar con ella.
Para su madre, lo de no hablar no era nuevo. Ya había sucedido antes, después de que Danny se aventurase en la habitación 217 del Overlook.
—¿Hablarás con Dick?
Tendido en la cama, alzando la vista hacia ella, asintió con un movimiento de cabeza. Su madre llamó por teléfono, pese a que eran las cuatro de la madrugada.
Al día siguiente, tarde, llegó Dick. Llevaba algo. Un regalo.
4
Después de que Wendy telefoneara a Dick —se aseguró de que su hijo la oyera—, Danny volvió a dormirse. Aunque ya tenía ocho años e iba a tercer curso, se estaba chupando el pulgar. A ella le dolió ver que hacía eso. Fue al cuarto de baño y se quedó inmóvil mirando la puerta. Tenía miedo —Danny la había asustado—, pero necesitaba entrar y no pensaba orinar en el fregadero como su hijo. Imaginarse a sí misma haciendo equilibrios en el borde de la encimera con el trasero suspendido sobre la porcelana (aunque no hubiera nadie allí para verla) le hizo arrugar la nariz.
En una mano empuñaba el martillo de su pequeña caja de herramientas de viuda. Lo alzó al tiempo que giraba el pomo y abría la puerta del baño. No había nadie, por supuesto, pero la tapa del váter estaba bajada. Nunca la dejaba así antes de irse a la cama porque sabía que si Danny entraba, solo un diez por ciento despierto, era muy fácil que se olvidara de levantarla y que lo pusiera todo perdido de pis. Además, se notaba cierto olor. Un olor malo. Como si una rata se hubiera muerto entre las paredes.
Dio un paso, luego otro. Vislumbró un movimiento y giró sobre sus talones, el martillo en alto, para golpear a quien fuera
(o lo que fuese)
que se escondiera detrás de la puerta. Pero era solo su sombra. Asustada de su propia sombra, a veces la gente se mofaba, pero ¿quién tenía más razones para asustarse que Wendy Torrance? Después de todas las cosas que había visto y por las que había pasado, sabía que las sombras podían ser peligrosas. Podían tener dientes.
No había nadie en el cuarto de baño, pero detectó una mancha descolorida en la taza del váter y otra en la cortina de la ducha. Excrementos, fue lo primero que pensó, pero la mierda no tenía ese color púrpura amarillento. Miró más de cerca y distinguió trozos de carne y piel putrefactos. Había más en la alfombrilla de baño, con forma de pisadas. Pensó que eran demasiado pequeñas —demasiado delicadas— para ser de un hombre.
—Oh, Dios mío —musitó.
Al final terminó usando el fregadero.
5
Wendy logró sacar a su hijo de la cama a mediodía. Consiguió que comiera un poco de sopa y medio sándwich de mantequilla de cacahuete, pero después volvió a acostarse. Seguía sin querer hablar. Hallorann apareció poco después de las cinco, al volante de su ahora antiguo (aunque bien conservado y cegadoramente reluciente) Cadillac rojo. Wendy se había apostado tras la ventana, a la espera y expectante, como en otro tiempo esperara expectante la llegada de su marido, con la esperanza de que Jack volviera a casa de buen humor. Y sobrio.
Corrió escaleras abajo y abrió la puerta justo cuando Dick estaba a punto de tocar el timbre donde ponía TORRANCE 2A. El hombre extendió los brazos y ella se lanzó a ellos de inmediato, deseando permanecer envuelta allí por lo menos una hora. Quizá dos.
Él la soltó y la cogió por los hombros con los brazos estirados del todo.
—Tienes un aspecto estupendo, Wendy. ¿Cómo está el hombrecito? ¿Ha vuelto a hablar?
—No, pero contigo hablará. Aunque al principio no lo haga en voz alta, tú podrás… —En lugar de concluir la frase, amartilló una pistola imaginaria con los dedos y apuntó a su frente.
—No necesariamente —repuso Dick. Su sonrisa mostró una nueva y brillante dentadura postiza. El Overlook se había cobrado la mayoría de sus dientes la noche en que explotó la caldera. Jack Torrance blandía el mazo que se llevó la prótesis dental de Dick y la capacidad de Wendy para andar sin una ligera cojera, pero ambos comprendían que en realidad el culpable había sido el hotel—. Es muy poderoso, Wendy, me bloqueará si quiere. Lo sé por propia experiencia. Además, será mejor que hablemos con la boca. Mejor para él. Ahora cuéntame todo lo que ha pasado.
Después de hacerlo, Wendy le enseñó el cuarto de baño. Había dejado las manchas para que él las viera, como un agente de policía preservaría la escena de un crimen hasta que apareciera el equipo forense. Y allí se había cometido un crimen, sí. Un crimen contra su chico.
Dick examinó los restos durante un buen rato, sin tocarlos, y luego asintió con la cabeza.
—Vamos a ver si Danny ya se ha despertado.
Seguía acostado, pero el corazón de Wendy se iluminó ante la expresión de alegría de su hijo al ver quién estaba sentado a su lado en la cama sacudiéndole el hombro.
(eh Danny te he traído un regalo)
(no es mi cumpleaños)
Wendy los observó, consciente de que estaban hablando pero ignorando de qué.
—Levántate, cariño —dijo Dick—. Vamos a dar un paseo por la playa.
(Dick ella ha vuelto la señora Massey de la habitación 217 ha vuelto)
Dick volvió a sacudirle el hombro.
—Dilo en voz alta, Dan. Estás asustando a tu madre.
—¿Cuál es mi regalo? —preguntó Danny.
—Eso está mejor. —Dick sonrió—. Me gusta oírte, y a Wendy también.
—Sí. —Fue todo lo que ella se atrevió a decir. De lo contrario, habrían oído el temblor de su voz y se habrían preocupado. No quería eso.
—Mientras estemos fuera, a lo mejor quieres limpiar un poco el cuarto de baño —le dijo Dick—. ¿Tienes guantes de cocina?
Ella asintió con la cabeza.
—Bien. Póntelos.
6
La playa estaba a tres kilómetros. Sórdidos chiringuitos playeros —franquicias de pasteles, puestos de perritos calientes, tiendas de regalos— rodeaban el aparcamiento, pero era fin de temporada y ninguno hacía mucho negocio. Tenían la playa casi para ellos solos. En el trayecto desde el apartamento, Danny había llevado su regalo —un paquete rectangular, bastante pesado, envuelto en papel plateado— en el regazo.
—Podrás abrirlo después de que charlemos un rato —dijo Dick.
Caminaron al borde de las olas, donde la arena estaba dura y brillante. Danny andaba despacio, pues Dick era bastante viejo. Algún día moriría. Tal vez incluso pronto.
—Tengo intención de aguantar unos cuantos años más —aseguró Dick—. No te preocupes por eso. Ahora cuéntame lo que pasó anoche. No te dejes nada.
No le llevó demasiado. Lo difícil habría sido hallar las palabras para describir el terror que sentía en ese preciso momento, y cómo se enmarañaba en una sofocante sensación de certidumbre: ahora que la mujer lo había encontrado, nunca se iría. Sin embargo, tratándose de Dick, no necesitó palabras, aunque encontró algunas.
—Ella volverá. Sé que volverá. Volverá y volverá hasta que me atrape.
—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?
Aunque sorprendido por el cambio de rumbo en la conversación, Danny asintió. Hallorann había sido quien les había hecho, a él y a sus padres, la visita guiada en su primer día en el Overlook. Hacía muchísimo de aquello, o eso parecía.
—¿Y te acuerdas de la primera vez que hablé dentro de tu cabeza?
—Claro que sí.
—¿Qué te dije?
—Me preguntaste si quería irme a Florida contigo.
—Exacto. ¿Y cómo te sentiste al saber que ya no estabas solo, que no eras el único?
—Genial —dijo Danny—. Fue genial.
—Sí —asintió Hallorann—. Sí, por supuesto.
Caminaron en silencio durante un rato. Algunos pajarillos —piolines, los llamaba la madre de Danny— revoloteaban entrando y saliendo del oleaje.
—¿Nunca te extrañó que me presentara justo cuando me necesitabas? —Dick miró a Danny y sonrió—. No. Claro que no. ¿Por qué iba a extrañarte? Eras un niño, pero ahora eres un poco mayor. En algunos aspectos, mucho mayor. Escúchame, Danny. El mundo tiene sus mecanismos para mantener las cosas en equilibrio. Eso es lo que creo. Hay un dicho: Cuando el alumno esté preparado, aparecerá el maestro. Yo fui tu maestro.
—Eras mucho más que eso —dijo Danny. Cogió a Dick de la mano—. Eras mi amigo. Nos salvaste.
Dick pasó por alto ese comentario… o eso pareció.
—Mi abuela también tenía el resplandor. ¿Te acuerdas de que te lo conté?
—Sí. Dijiste que tú y ella manteníais largas charlas sin siquiera abrir la boca.
—Exacto. Ella me enseñó. Y su abuela le enseñó a ella, allá en la época de los esclavos. Algún día, Danny, te tocará a ti ser el maestro. El alumno vendrá.
—Si la señora Massey no me atrapa antes —puntualizó Danny con aire taciturno.
Llegaron a un banco y Dick se sentó.
—No me atrevo a ir más lejos; no sea que no pueda volver. Siéntate a mi lado. Quiero contarte una historia.
—No quiero historias —dijo Danny—. Ella volverá, ¿no lo entiendes? Volverá y volverá y volverá.
—Cierra la boca y abre las orejas. Es hora de instruirte. —Entonces Dick le ofreció una amplia sonrisa y exhibió su flamante dentadura nueva—. Creo que captarás la idea. Eres cualquier cosa menos estúpido, pequeño.
7
La madre de la madre de Dick —la que tenía el resplandor— vivía en Clearwater. Era Abuela Blanca. No porque fuese caucásica, claro que no, sino porque era buena. El padre de su padre vivía en Dunbrie, Mississippi, una comunidad rural no muy lejos de Oxford. Su esposa había muerto mucho antes de que Dick naciera. En aquel lugar y en aquella época, ser propietario de una funeraria equivalía a ser rico para un hombre de color. Dick y sus padres iban a verlo cuatro veces al año, pero el jovencito Hallorann odiaba aquellas visitas. Le aterrorizaba Andy Hallorann, al que llamaba —solo en su propia mente, expresarlo en voz alta le habría valido un tortazo en los morros— Abuelo Negro.
—¿Sabes qué es un pederasta? —le preguntó Dick a Danny—. ¿Tipos que quieren niños para practicar sexo?
—Más o menos —respondió Danny con cautela. Desde luego sabía que no debía hablar con desconocidos ni subirse jamás a un vehículo con nadie que se lo pidiera. Porque podrían hacerte cosas.
—Bueno, el viejo Andy era más que un pederasta. Era, además, un maldito sádico.
—¿Qué es eso?
—Alguien que disfruta haciendo daño.
Danny asintió comprendiendo de inmediato.
—Como Frankie Listrone en el colegio. Les estruja el brazo a los niños o les frota los nudillos en la coronilla. Si no puede hacer que llores, para. Pero como te pongas a llorar, nunca te deja en paz.
—Eso está mal, pero esto era peor.
Dick se sumió en lo que cualquiera que pasara por allí habría tomado por silencio, pero la historia avanzó en una serie de imágenes y frases conectoras. Danny vio a Abuelo Negro, un hombre alto con un traje tan oscuro como su piel, que llevaba una clase especial de
( fedora)
sombrero en la cabeza. Vio los brotecillos de saliva que siempre tenía en la comisura de los labios, y sus ojos ribeteados de rojo, como si estuviera cansado o acabara de llorar. Vio cómo sentaba a Dick —más pequeño de lo que era Danny ahora, probablemente de la misma edad que Danny en aquel invierno en el Overlook— en su regazo. Si había gente delante, a lo sumo le hacía cosquillas. Si estaban solos, ponía la mano entre las piernas de Dick y le apretaba las pelotas hasta tal punto que él pensaba que iba a desmayarse de dolor.
«¿Te gusta? —jadeaba Abuelo Negro Andy en su oído. Olía a tabaco y a whisky White Horse—. Claro que sí, a todos los niños les gusta. Pero te guste o no, no vas a decir ni pío. Si lo cuentas, te haré daño. Te quemaré.»
—¡Mierda! —exclamó Danny—. Qué asqueroso.
—Había más cosas —prosiguió Dick—, pero solo te contaré una. Después de que su mujer muriera, el abuelo contrató a una mujer para que le ayudara con las tareas de la casa. Ella limpiaba y cocinaba. A la hora de la cena, servía todos los platos a la vez, desde la ensalada hasta el postre, porque así era como le gustaba al viejo. De postre siempre había tarta o pudin. Lo ponían en una bandejita o en un platito cerca del plato principal, para que lo vieras y te entraran ganas de comerlo cuando todavía estabas escarbando en la otra bazofia. Una regla inflexible del abuelo era que el postre se miraba pero no se tocaba hasta que te hubieras terminado el último bocado de carne frita con verduras cocidas y puré de patatas. Incluso tenías que rebañar la salsa, que estaba llena de grumos y era bastante insípida. Si me dejaba un poco de salsa, Abuelo Negro me tiraba un trozo de pan y me decía: «Úntala con eso, Dickie-Bird, hasta que el plato brille como si el perro lo hubiera limpiado a lengüetazos». Así me llamaba, Dickie-Bird.
»De todas formas, a veces no podía con todo, por mucho que lo intentara, y me quedaba sin tarta o pudin. Entonces él cogía el postre y se lo comía. Y otras veces, cuando sí me terminaba toda la cena, me encontraba con que había aplastado una colilla en mi porción de tarta o en mi pudin de vainilla. Él siempre se sentaba a mi lado, por eso podía hacerlo. Luego fingía que había sido una broma. “Ups, no he acertado en el cenicero”, decía. Mis padres nunca le pararon los pies, pero bien debían de saber que, aunque fuera una broma, no era justo que se la gastara a un niño. Ellos también fingían.
—Qué mal —dijo Danny—. Tus padres tendrían que haberte defendido. Mamá lo hace, y antes también papá.
—Le tenían miedo. Y hacían bien. Andy Hallorann era un mal bicho, de lo peor. Decía: «Vamos, Dickie, cómete lo de alrededor, que no te vas a envenenar». Si le daba un bocado, mandaba a Nonnie, que así se llamaba el ama de llaves, a que me trajera un postre nuevo. Si no, ahí se quedaba. La situación llegaba al extremo de que nunca podía acabarme la comida porque se me revolvía el estómago.
—Tendrías que haber cambiado la tarta o el pudin al otro lado del plato —comentó Danny.
—Ya lo intenté, por supuesto, no nací tonto. Pero él lo volvía a poner ahí diciendo que el postre iba a la derecha. —Dick hizo una pausa, contemplaba el agua, donde una embarcación blanca de gran eslora surcaba despacio la línea divisoria entre el cielo y el golfo de México—. A veces, cuando me pillaba solo, me mordía. Y una vez que le amenacé con contárselo a mi padre si no me dejaba en paz, me apagó un cigarrillo en el pie descalzo. Dijo: «Cuéntale también esto, y ya verás de qué te sirve. Tu papá ya conoce mis costumbres y jamás dirá una palabra, porque es un cagado y porque quiere el dinero que hay en el banco cuando me muera, aunque no tengo planeado hacerlo pronto».
Danny escuchaba con estupefacta fascinación. Siempre había pensado que la historia de Barba Azul era la más aterradora de todos los tiempos, la más aterradora que jamás haya habido, pero esta la superaba. Porque era verdad.
—A veces decía que conocía a un hombre malvado que se llamaba Charlie Manx, y que si no le obedecía, llamaría a ese individuo, que vendría con su lujoso coche y me llevaría a un sitio para niños malos. Después el Abuelo me ponía la mano entre las piernas y comenzaba a apretar. «Así que no vas a decir ni pío, Dickie-Bird. Si hablas, vendrá el viejo Charlie y te meterá con los otros niños que ha robado hasta que te mueras. Y luego irás al infierno y tu cuerpo arderá para siempre. Por haberte chivado. Dará igual que te crean o no, un chivato es un chivato.»
»Durante mucho tiempo creí al viejo cabrón. Ni siquiera se lo conté a Abuela Blanca, la del resplandor, porque tenía miedo de que creyera que yo tenía la culpa. De haber sido mayor, habría sabido que eso no pasaría, pero era un crío. —Hizo una pausa, y luego añadió—: Además, tenía otro motivo. ¿Sabes cuál era, Danny?
Danny estudió el rostro de Dick durante un rato largo, sondeando los pensamientos e imágenes tras su frente. Por fin, respondió:
—Querías que tu padre recibiera el dinero. Pero nunca lo consiguió.
—No. Abuelo Negro lo dejó todo a un orfanato para negros en Alabama, y me figuro por qué. Pero eso ahora no viene al caso.
—¿Y tu abuela buena nunca se enteró? ¿Nunca lo adivinó?
—Sabía que algo ocurría, pero yo lo bloqueaba, y ella no me presionó con el tema. Lo único que me dijo fue que cuando yo estuviera preparado para hablar, ella estaría preparada para escuchar. Danny, cuando Andy Hallorann murió a causa de un derrame cerebral, fui el chaval más feliz de la tierra. Mi madre dijo que no hacía falta que asistiera al funeral, que podía quedarme con la abuela Rose, Abuela Blanca, si quería, pero no pensaba perdérmelo. Por nada del mundo. Quería estar seguro de que el Viejo Abuelo Negro había muerto de verdad.
»Aquel día llovía. Todo el mundo se hallaba alrededor de la tumba, bajo paraguas negros. Observé cómo su ataúd, el más grande y el mejor de su funeraria, no me cabe duda, desaparecía bajo la tierra, y me acordé de todas las veces que me había retorcido las pelotas y de todas las colillas en mi tarta y del cigarrillo que me apagó en el pie y de cómo mandaba en la mesa igual que el viejo rey loco de aquella obra de Shakespeare. Pero, sobre todo, me acordé de Charlie Manx, que sin duda era pura invención del abuelo, y pensé que el Viejo Abuelo Negro ya nunca le llamaría para que viniera en mitad de la noche y me llevara en su lujoso coche a vivir con los demás niños y niñas raptados.
»Me asomé al borde de la tumba (“Deja al chaval que mire”, dijo mi padre cuando mi madre intentó impedírmelo), escruté el ataúd en ese agujero mojado y pensé: “Ahí abajo estás dos metros más cerca del infierno, Abuelo Negro, y muy pronto llegarás, y espero que el diablo te dé mil veces con una mano ardiendo”.
Dick rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y sacó un paquete de Marlboro con un librillo de cerillas encajado en el celofán. Se llevó un cigarrillo a la boca, aunque luego tuvo que perseguirlo con el fósforo porque le temblaba la mano, y también los labios. Danny se quedó atónito al advertir lágrimas en los ojos de Dick.
Sabiendo ahora hacia dónde se encaminaba esa historia, Danny preguntó:
—¿Cuándo volvió?
Dick dio una profunda calada a su pitillo y exhaló el humo a través de una sonrisa.
—No has necesitado atisbar el interior de mi cabeza para captarlo, ¿verdad?
—No.
—Seis meses más tarde. Un día llegué a casa de la escuela y lo encontré tumbado en mi cama, desnudo y con el pito medio podrido empinado. Dijo: «Ven y siéntate aquí encima, Dickie-Bird. Tú dame mil y yo te daré dos mil». Grité, pero no había nadie que pudiera oírme. Mis padres…, los dos estaban trabajando, mi madre en un restaurante y mi padre en una imprenta. Salí corriendo y cerré la puerta de golpe. Y oí que Abuelo Negro se levantaba… pum… y cruzaba la habitación… pum-pum-pum… y lo que oí después…
—Uñas —concluyó Danny con voz apenas audible—. Arañando la puerta.
—Exacto. No volví a entrar hasta la noche, cuando mis padres ya estaban en casa. Se había ido, pero quedaban… restos.
—Ya. Como en nuestro cuarto de baño. Porque se estaba pudriendo.
—Exacto. Cambié las sábanas yo solo, sabía hacerlo porque mi madre me había enseñado dos años antes; decía que ya era demasiado mayor para necesitar una canguro, que las canguros eran para niños y niñas pequeños y blancos como los que cuidaba ella antes de conseguir el trabajo de camarera en Berkin’s Steak House. Una semana más tarde, vi al Viejo Abuelo Negro en el parque, sentado en un columpio. Llevaba puesto su traje, pero estaba todo cubierto de una sustancia gris, el moho que crecía en su ataúd, creo.
—Sí —dijo Danny. Su voz convertida en un vítreo susurro. Fue lo máximo que logró decir.
—Pero tenía la bragueta abierta, con el aparato asomando. Siento contarte todo esto, Danny, eres demasiado joven para oír estas cosas, pero es necesario que lo sepas.
—¿Acudiste entonces a Abuela Blanca?
—Tenía que hacerlo. Porque sabía lo que tú sabes: seguiría volviendo. No como… Danny, ¿has visto gente muerta alguna vez? Me refiero a gente muerta normal. —Se echó a reír porque aquello le pareció gracioso. A Danny también—. Fantasmas.
—Algunas veces. Una vez había tres cerca de un cruce de ferrocarril: dos chicos y una chica. Adolescentes. Creo… es posible que murieran allí.
Dick asintió con la cabeza.
—La mayoría se quedan cerca de donde fallecieron hasta que por fin se acostumbran a estar muertos y siguen adelante. Algunas de las personas que viste en el Overlook eran de ese tipo.
—Lo sé. —El alivio por poder hablar de esas cosas (con alguien que realmente las entendiera) resultaba indescriptible—. Y una vez había una mujer en un restaurante. ¿Sabes esos sitios que tienen las mesas fuera?
Dick volvió a asentir.
—Esta no se transparentaba, pero nadie más la veía, y cuando una camarera empujó para dentro la silla donde estaba sentada, la mujer fantasma desapareció. ¿Tú también los ves a veces?
—Hace años que no, pero tu resplandor es más intenso que el que yo tenía. Se retrae un poco a medida que creces…
—Bien —dijo Danny con fervor.
—… pero a ti te quedará mucho incluso cuando seas adulto, eso creo, porque empezaste con una cantidad enorme. Los fantasmas no son como la mujer que viste en la habitación 217 y en tu cuarto de baño, ¿verdad?
—Sí. La señora Massey es real —afirmó Danny—. Va dejando trozos de sí misma. Tú los viste. Mamá también… y ella no resplandece.
—Volvamos —propuso Dick—. Es hora de que veas lo que te he traído.
8
El regreso al aparcamiento fue aún más lento, porque Dick se quedaba sin resuello.
—El tabaco —explicó—. No empieces nunca, Danny.
—Mamá fuma. Ella cree que no lo sé, pero sí. Dick, ¿qué hizo Abuela Blanca? Algo tuvo que hacer, porque Abuelo Negro no te atrapó.
—Me dio un regalo, el mismo que yo voy a darte a ti. Esa es la misión de un maestro cuando el alumno está preparado. La enseñanza es un regalo en sí misma, ¿sabes? El mejor regalo que cualquiera puede dar o recibir.
»Ella no llamaba al abuelo Andy por su nombre, sino que le decía… —Dick sonrió burlonamente— el previrtido. Le dije lo mismo que tú, que él no era un fantasma, que era real. Y dijo que sí, que era cierto, porque yo lo hacía real. Con el resplandor. Me contó que algunos espíritus, principalmente los espíritus que están enfadados, no abandonan este mundo porque saben que lo que les espera es todavía peor. Con el tiempo, la mayoría se consumen hasta desaparecer, pero algunos encuentran comida. “Eso es el resplandor para ellos, Dick”, me dijo. “Comida. Estás alimentando a ese previrtido. No lo haces adrede, pero es así. Tu abuelo es como un mosquito que no deja de revolotear y picarte en busca de sangre. Yo no puedo hacer nada, pero tú puedes volver en su contra aquello que viene a buscar.”
Habían llegado al Cadillac. Dick abrió el coche y luego se sentó al volante con un suspiro de alivio.
—En otro tiempo habría sido capaz de andar quince kilómetros y correr otros siete u ocho. Ahora, un paseíto por la playa y mi espalda protesta como si un caballo le hubiera pegado una coz. Venga, Danny. Abre tu regalo.
Danny rompió el papel plateado y descubrió una caja de metal pintado de color verde. En la parte delantera, bajo el cierre, había un pequeño teclado.
—¡Eh, qué chula!
—¿Sí? ¿Te gusta? Bien. La compré en Western Auto. Acero cien por cien americano. La que me dio Abuela Blanca Rose tenía un candado, con una llavecita que yo llevaba colgada alrededor del cuello, pero hace mucho tiempo de eso. Estamos en los ochenta, la edad moderna. ¿Ves el teclado numérico? Lo que tienes que hacer es marcar cinco números que estés seguro de que no olvidarás y pulsar el botoncito en el que pone SET. Luego, cada vez que quieras abrir la caja, teclearás tu código.
Danny parecía encantado.
—¡Gracias, Dick! ¡Guardaré aquí mis cosas especiales!
Eso incluiría sus mejores cromos de béisbol, su rosa de los vientos de los Lobatos, su piedra verde de la suerte y una foto de su padre y él tomada en el jardín delantero del edificio de apartamentos donde habían vivido en Boulder, antes del Overlook. Antes de que las cosas se volvieran malas.
—Eso es estupendo, Danny, me gusta la idea, pero además quiero que hagas otra cosa.
—¿Qué?
—Quiero que te familiarices bien con esta caja, por dentro y por fuera. No te limites a mirarla; tócala. Pálpala. Luego mete la nariz y averigua a qué huele. Es necesario que sea tu amiga íntima, al menos durante un tiempo.
—¿Por qué?
—Porque vas a crear una igual en tu mente. Una caja todavía más especial. Y la próxima vez que esa perra de Massey aparezca, estarás preparado. Te explicaré cómo, igual que la vieja Abuela Blanca me lo explicó a mí.
Danny apenas habló en el trayecto de vuelta. Tenía mucho en que pensar. Sujetaba su regalo —una caja de seguridad hecha de resistente metal— en el regazo.
9
La señora Massey regresó una semana después. Volvió a aparecerse en el cuarto de baño, en esta ocasión en la bañera. A Danny no le sorprendió. Al fin y al cabo, había muerto en una bañera. Esta vez él no huyó. Esta vez entró y cerró la puerta. La mujer, sonriendo, le indicó por señas que se acercara. Danny, también sonriendo, avanzó. Desde la habitación contigua le llegaba el sonido de la televisión. Su madre estaba viendo Apartamento para tres.
—Hola, señora Massey —dijo Danny—. Le he traído algo.
En el último momento ella lo entendió y empezó a gritar.
10
Instantes después, su madre llamaba a la puerta del baño.
—¿Danny? ¿Estás bien?
—Perfectamente, mamá. —En la bañera no había nadie. Quedaban restos de alguna sustancia viscosa, pero Danny creyó que podría limpiarlos. Un poco de agua se los llevaría por el desagüe—. ¿Necesitas entrar? Saldré enseguida.
—No, solo es que… me ha parecido que me llamabas.
Danny agarró su cepillo de dientes y abrió la puerta.
—Estoy bien al cien por cien. ¿Ves? —Le brindó una amplia sonrisa. No le resultó difícil ahora que la señora Massey se había esfumado.
La expresión de preocupación abandonó el rostro de Wendy.
—Bien. No olvides cepillarte los de atrás. Ahí es donde la comida va a esconderse.
—Lo haré, mamá.
Dentro de su cabeza, muy dentro, en el estante reservado a guardar la copia gemela de su caja de seguridad especial, Danny oía gritos amortiguados. No les prestó atención. Pensó que cesarían pronto, y no se equivocaba.
11
Dos años más tarde, el día antes de las vacaciones de Acción de Gracias, en mitad de una escalera desierta en la Escuela Primaria de Alafia, Horace Derwent se le apareció a Danny Torrance. Había confeti en los hombros de su traje. Una pequeña máscara negra le colgaba de una mano en descomposición. Hedía a tumba.
—Magnífica fiesta, ¿verdad? —preguntó.
Danny dio media vuelta y se alejó, muy rápido.
Al acabar las clases, telefoneó al restaurante de Cayo Hueso donde trabajaba Dick.
—Otro de la Gente del Overlook me ha encontrado. ¿Cuántas cajas puedo tener, Dick? En mi cabeza, quiero decir.
Dick soltó una risita.
—Tantas como necesites, pequeño. Esa es la belleza del resplandor. ¿Crees que Abuelo Negro es el único al que yo he tenido que encerrar?
—¿Se mueren ahí dentro?
Esta vez no hubo risitas. Esta vez en la voz de Dick había una frialdad que el chico nunca antes le había oído.
—¿Te importa?
A Danny le traía sin cuidado.
Cuando el otrora propietario del Overlook volvió a presentarse poco después de Año Nuevo —esta vez en el armario del dormitorio de Danny—, el chico estaba preparado. Se metió dentro con su visitante y cerró la puerta. Instantes después, una segunda caja de seguridad apareció en la balda superior de su estantería mental, junto a la que confinaba a la señora Massey. Se oyeron más golpes y varias maldiciones ingeniosas que Danny se guardó para poder usarlas más adelante. Cesaron enseguida. De la caja Derwent solo salía silencio, igual que de la caja Massey. Que estuvieran o no vivos (a su manera no-muerta) ya no importaba.
Lo que importaba era que jamás saldrían. Estaba a salvo.
Eso pensó entonces. Por supuesto, también pensaba que jamás probaría la bebida, no después de ver lo que le había hecho a su padre.
A veces sencillamente erramos el tiro.
LA SERPIENTE DE CASCABEL
1
Se llamaba Andrea Steiner y le gustaba el cine, no así los hombres. No había nada de sorprendente en eso, pues su padre abusó de ella por primera vez cuando solo tenía ocho años. Había continuado violándola por igual espacio de tiempo, hasta que ella le puso fin pinchándole las pelotas, primero una, luego la otra, con una de las agujas de tejer de su madre, y acto seguido introduciendo esa misma aguja, roja y goteante, en la cuenca del ojo izquierdo de su progenitor-violador. Lo de las pelotas había sido fácil porque él estaba dormido, pero el dolor había bastado para despertarlo a pesar del talento especial de ella. Era, sin embargo, una chica grande, y él estaba borracho. Había logrado inmovilizarlo con su cuerpo el tiempo justo para administrarle el coup de grâce.
Ahora tenía cuatro veces ocho años, era una vagabunda arando el rostro de América, y un ex actor había relevado al cultivador de cacahuetes en la Casa Blanca. El nuevo inquilino lucía un cabello negro de actor poco creíble y una sonrisa de actor encantadora y falsa. Andi había visto una de sus películas en televisión. En ella, el hombre que llegaría a presidente interpretaba a un tipo que perdía sus piernas cuando un tren le pasaba por encima. Le gustaba la idea de un hombre sin piernas; un hombre sin piernas no podía perseguirte y violarte.
El cine, no existía nada igual. Las películas te transportaban lejos. Podías contar con las palomitas y los finales felices. Podías conseguir que un hombre te acompañara, de ese modo se convertía en una cita y así pagaba él. La película que estaba viendo era de las buenas, con peleas y besos y música alta. Se titulaba En busca del arca perdida. Su cita de ese día estaba metiéndole mano bajo la falda, magreándole el muslo desnudo muy arriba, pero no importaba; una mano no era una polla. Lo había conocido en un bar. A la mayoría de los hombres con los que salía los conocía en bares. El tipo la invitó a una copa, pero una bebida gratis no equivalía a una cita; tan solo era un ligue.
¿Y esto?, le había preguntado él, deslizando la punta del dedo índice por su brazo izquierdo. Ella llevaba una blusa sin mangas, para poder así exhibir el tatuaje. Le gustaba lucirlo cuando salía en busca de una cita. Quería que los hombres lo vieran; les parecía estrafalario. Se lo había hecho en San Diego el año después de matar a su padre.
Es una serpiente, contestó ella. De cascabel. ¿No ves los colmillos?
Claro que los veía. Eran colmillos grandes, desproporcionados en relación con la cabeza. De uno de ellos pendía una gota de veneno.
Él era un hombre tipo ejecutivo, con traje caro, cabello abundante, presidencial, peinado hacia atrás, y era su tarde libre en cualquiera que fuese el trabajo de chupatintas al que se dedicara. Su pelo era más blanco que negro y aparentaba alrededor de sesenta años. Casi le doblaba la edad. Pero eso a los hombres les daba igual. No le habría importado si en lugar de treinta y dos años hubiera tenido dieciséis. U ocho. Recordaba algo que su padre había dicho una vez: Si tienen edad suficiente para hacer pis, tienen edad suficiente para mí.
Claro que los veo, había dicho el hombre que ahora estaba sentado a su lado, pero ¿qué significa?
Puede que lo averigües, replicó Andi. Se pasó la lengua por el labio superior. Tengo otro tatuaje. En otro sitio.
¿Puedo verlo?
A lo mejor. ¿Te gusta el cine?
El hombre había fruncido el ceño. ¿Qué quieres decir?
¿No te gustaría tener una cita conmigo?
El tipo sabía lo que eso significaba, o lo que se suponía que significaba. Había más chicas en el local, y cuando hablaban de citas, se referían a una sola cosa. Pero no era eso a lo que Andi se refería.
Claro. Eres muy guapa.
Entonces invítame a una cita. Una cita de verdad. En el Rialto ponen En busca del arca perdida.
Yo estaba pensando más bien en ese hotelito que está dos manzanas más abajo, cielo. Una habitación con mueble bar y terraza, ¿qué te parece?
Andi había arrimado los labios a su oreja y presionaba los senos contra el brazo del hombre.
A lo mejor después. Llévame primero al cine. Págame la entrada y cómprame palomitas. La oscuridad me pone muy cariñosa.
Y ahí estaban, con Harrison Ford en la pantalla, grande como un rascacielos y restallando un látigo en el polvo del desierto. El viejo del cabello presidencial tenía la mano debajo de la falda, pero ella había plantado con firmeza un cubo de palomitas en su regazo, asegurándose de que pudiera recorrer casi por completo la línea de tercera base pero sin posibilidad de alcanzar nada más. El hombre estaba intentando llegar más arriba, lo cual resultaba irritante porque ella quería ver el final de la película y saber qué había en el arca perdida. Así que…
2
A las dos de la tarde de un día de entre semana la sala de cine se hallaba casi desierta, pero había tres personas sentadas dos filas más atrás de Andi Steiner y su cita. Dos hombres, uno bastante viejo y otro que aparentaba rozar la mediana edad (aunque las apariencias engañan), flanqueaban a una mujer de extraordinaria belleza. Tenía los pómulos altos, los ojos grises, la tez cremosa. Se recogía su mata de pelo con una cinta ancha de terciopelo. Normalmente llevaba sombrero —una vieja y maltratada chistera—, pero ese día se lo había dejado en su autocaravana. Nadie se ponía sombrero de copa para ir al cine. Su nombre era Rose O’Hara, pero la familia nómada con la que viajaba la llamaba Rose la Chistera.
El hombre que rozaba la mediana edad era Barry Smith. Aunque era cien por cien caucásico, se le conocía en la mentada familia como Barry el Chino a causa de sus ojos ligeramente rasgados.
—Eh, mirad eso —indicó—. Se pone interesante.
—La película sí es interesante —gruñó el anciano, Abuelo Flick. Pero no era más que su terquedad habitual. También él observaba a la pareja de dos filas más adelante.
—Mejor que lo sea —dijo Rose—, porque la mujer no es que sea muy vaporera. Un poco, pero…
—Allá va, allá va —anunció Barry cuando Andi se inclinó y pegó los labios a la oreja de su acompañante. El Chino sonreía, olvidada la caja de ositos de goma en su mano—. La he visto hacerlo tres veces y siempre me pone.
3
La oreja de Don Ejecutivo estaba cubierta por una mata de pelo blanco encostrada con cera del color de la mierda, pero Andi no permitió que eso la detuviera; deseaba largarse de esa ciudad lo antes posible y sus finanzas estaban peligrosamente mermadas.
—¿No estás cansado? —susurró al repugnante oído—. ¿No querrías echarte a dormir?
La cabeza del hombre se desplomó de inmediato sobre el pecho y empezó a roncar. Andi forcejeó bajo la falda, sacó la mano relajada del viejo y la apoyó en el reposabrazos. A continuación rebuscó en la chaqueta de aspecto caro de Don Ejecutivo. Encontró la cartera en el bolsillo interior izquierdo. Menos mal. No tendría que levantarlo de su culo gordo. Una vez que se dormían, moverlos podía resultar complicado.
Abrió la cartera, tiró al suelo las tarjetas de crédito y miró durante unos instantes las fotografías: Don Ejecutivo con un grupito de señores Ejecutivos con sobrepeso en el campo de golf; Don Ejecutivo con su esposa; un Don Ejecutivo mucho más joven posando delante de un árbol de Navidad con su hijo y dos hijas. Estas llevaban gorros de Papá Noel y vestidos a juego. Probablemente no las había violado, pero no era algo impensable. Los hombres violaban cuando sabían que podrían irse de rositas, eso era algo que ella había aprendido. En las rodillas de su padre, por así decirlo.
En el compartimento para billetes había doscientos dólares. Ella había abrigado la esperanza de encontrar todavía más —el bar donde lo había conocido atendía a una clase de putas mejor que los de las cercanías del aeropuerto—, pero no estaba mal para la matinal de un martes, y siempre había hombres dispuestos a llevar a una chica guapa al cine, donde un poco de magreo sería solo el aperitivo. O eso pensaban ellos.
4
—Vale —murmuró Rose, y empezó a levantarse—. Me ha convencido. Vamos a darle una oportunidad.
Pero Barry le puso una mano en el brazo, refrenándola.
—No, espera. Mira. Ahora viene la mejor parte.
5
Andi volvió a inclinarse sobre la repugnante oreja y susurró:
—Duérmete más profundo. Todo lo que puedas. El dolor que sientas solo será un sueño. —Abrió su bolso y sacó un cuchillo con el mango nacarado. Era pequeño, pero la hoja estaba afilada como la de una navaja de afeitar—. ¿Qué es el dolor?
—Solo un sueño —musitó Don Ejecutivo al nudo de su corbata.
—Muy bien, cielito.
Le pasó un brazo alrededor y le asestó cuatro tajos en rápida sucesión que abrieron dos VV en la mejilla derecha (una mejilla tan gorda que pronto se convertiría en papada). Se tomó un momento para admirar su obra bajo la luz del ensoñador haz de colores del proyector, y de pronto manó una cortina de sangre. Se despertaría con el rostro ardiendo, el hombro derecho de su caro traje empapado, y necesitando una sala de urgencias.
¿Y cómo se lo explicarás a tu mujer? Ya se te ocurrirá algo, estoy segura. Pero a no ser que te hagas la cirugía plástica, verás mis marcas cada vez que te mires en el espejo. Y cada vez que salgas en busca de una desconocida en algún bar te acordarás de cuando te mordió una serpiente de cascabel. Una serpiente de falda azul y blusa blanca sin mangas.
Metió los dos billetes de cincuenta y los cinco de veinte en su bolso, lo cerró con un chasquido, y se disponía a levantarse cuando una mano se posó en su hombro y una mujer le susurró al oído:
—Hola, querida. Podrás ver el resto de la película en otra ocasión. Ahora mismo vas a acompañarnos.
Andi trató de revolverse, pero unas manos le atenazaban la cabeza. Lo terrible del asunto era que estaban dentro de ella.
Después de eso —hasta que se descubrió en el EarthCruiser de Rose, en un camping lleno de malas hierbas a las afueras de esa ciudad del Medio Oeste— todo fue oscuridad.
6
Cuando despertó, Rose le dio una taza de té y habló con ella largo y tendido. Andi la escuchó, pero casi toda su atención estaba puesta en la mujer que la había raptado. Era impresionante, aunque eso era quedarse corto. Rose la Chistera medía un metro ochenta, llevaba sus largas piernas enfundadas en medias blancas y pudo apreciar sus pechos erguidos bajo una camiseta con el logo de UNICEF y el lema: «Lo que haga falta para salvar a un niño». Su rostro era el de una reina tranquila, serena y carente de preocupaciones. El cabello, ahora suelto, le caía hasta la mitad de la espalda. La gastada chistera que llevaba ladeada en la cabeza desentonaba, pero por lo demás era la mujer más hermosa que Andi Steiner había visto nunca.
—¿Comprendes lo que te he explicado? Te estoy brindando una oportunidad, Andi, y no deberías tomártela a la ligera. Hace veinte años o más que no le ofrecemos a nadie lo que te estoy ofreciendo a ti.
—¿Y si digo que no? ¿Qué pasará entonces? ¿Me mataréis, y cogeréis este…? —¿Cómo lo había llamado?—. ¿Este vapor?
Rose sonrió. Sus labios eran voluptuosos, rosa coral. Andi, que se consideraba a sí misma asexual, se preguntó, no obstante, qué sabor tendría su lápiz de labios.
—No tienes tanto vapor como para que nos molestemos por él, querida, y lo que tienes no es que sea para chuparse los dedos. Sabría como le sabría a un paleto la carne de una vaca vieja y dura.
—¿A un qué?
—Da igual. Escucha. No vamos a matarte. Si dices que no, lo que haremos es borrarte de la memoria esta conversación. Aparecerás en una cuneta en las afueras de alguna ciudad insignificante… Topeka, tal vez, o Fargo…, sin dinero, sin documentos de identidad y sin recordar cómo llegaste allí. Lo último que recordarás es que entraste en ese cine con el hombre al que robaste y desfiguraste.
—¡Se lo merecía! —espetó Andi.
Rose se irguió sobre las puntas de los pies y se estiró, sus dedos tocaban el techo de la caravana.
—Eso es problema tuyo, muñeca, yo no soy tu psiquiatra. —No llevaba sujetador; Andi vio los movedizos signos de puntuación de sus pezones contra la camiseta—. Pero he aquí algo que deberías considerar: nos llevaremos tu talento además de tu dinero y tus documentos de identidad, que sin duda son falsos. La próxima vez que le sugieras a un hombre que se duerma en un cine oscuro, te mirará y te preguntará de qué cojones estás hablando.
Andi experimentó un gélido goteo de miedo.
—No puedes hacer eso.
Sin embargo, recordó las manos terriblemente fuertes que habían penetrado en su cerebro y supo que esa mujer podía. Tal vez necesitara un poco de ayuda de sus amigos, los de las autocaravanas y otros vehículos agrupados en torno a esta como lechones en la teta de una marrana, pero, oh, sí, podía.
—¿Cuántos años tienes, querida? —preguntó Rose, pasando por alto su comentario.
—Veintiocho. —Había ocultado su edad desde que cumplió los temidos treinta.
Rose la miró sonriendo, en silencio. Andi aguantó el escrutinio de sus hermosos ojos grises durante cinco segundos, después tuvo que bajar la mirada. Al hacerlo, sus ojos se posaron en aquellos suaves pechos, desguarnecidos pero sin señal de flacidez. Y cuando volvió a alzar la vista, sus ojos no llegaron más allá de los labios de la mujer. Esos labios rosa coral.
—Tienes treinta y dos años —dijo Rose—. Oh, los aparentas porque has llevado una vida difícil. Una vida a la carrera. Pero todavía eres bonita. Quédate con nosotros, vive con nosotros, y dentro de diez años tendrás realmente veintiocho.
—Eso es imposible.
Rose sonrió.
—Dentro de cien años, parecerás y te sentirás como si tuvieras treinta y cinco. Es decir, hasta que tomes vapor. Entonces volverás a tener veintiocho, con la diferencia de que te sentirás diez años más joven. Y tomarás vapor a menudo. Vivir mucho, permanecer joven, comer bien: esas son las cosas que te ofrezco. ¿Qué tal suena?
—Demasiado bien para ser cierto —dijo Andi—. Como esos anuncios que te ofrecen un seguro de vida por diez dólares.
No se equivocaba del todo. Rose no había dicho ninguna mentira (al menos todavía), pero omitía algunos detalles. Como que a veces el vapor escaseaba. Como que no todo el mundo sobrevivía a la Conversión. Rose juzgaba que esa mujer sobreviviría, y el Nueces, el médico amateur del Nudo, había asentido con cautela, pero nada era seguro.
—¿Y tú y tus amigos os hacéis llamar…?
—No son mis amigos, son mi familia. Somos el Nudo Verdadero. —Rose entrelazó los dedos y los levantó frente al rostro de Andi—.Y lo que se ata jamás podrá ser desatado. Tienes que entenderlo.
Andi, que sabía que una chica violada jamás podrá ser desviolada, lo entendía perfectamente.
—¿Tengo alternativa?
Rose se encogió de hombros.
—Solo malas, querida. Pero es mejor si lo deseas de verdad. Facilitará la Conversión.
—Esa Conversión… ¿duele?
Rose sonrió y pronunció la primera mentira.
—En absoluto.
7
Una noche de verano cualquiera en las afueras de una ciudad del Medio Oeste.
En algún lugar, la gente veía a Harrison Ford restallar su látigo; en algún lugar, el Presidente Actor sin duda esbozaba su sonrisa falsa; aquí, en ese camping, Andi Steiner estaba tendida en una tumbona de jardín barata, bañada por la luz de los faros del EarthCruiser de Rose y la Winnebago de alguna otra persona. Rose le había explicado que, aunque el Nudo Verdadero poseía varios terrenos, ese no era suyo. Sin embargo, su hombre de avanzadilla era capaz de arrendar lugares como aquel, negocios tambaleándose al borde de la insolvencia. Estados Unidos sufría una recesión, pero para el Nudo el dinero no era un problema.
—¿Quién es el hombre de avanzadilla? —había preguntado Andi.
—Ah, es todo un triunfador —había respondido Rose sonriendo—. Es capaz de cautivar a cualquiera. Pronto lo conocerás.
—¿Es tu hombre especial?
Rose se había reído y había acariciado la mejilla de Andi. El contacto de sus dedos le provocó un gusanillo ardiente de excitación en el estómago. Una locura, pero ahí estaba.
—Has tenido un destello, ¿no? Todo saldrá bien.
Quizá, pero ahí tendida, Andi ya no sentía excitación sino miedo. Una sucesión de artículos de periódico cruzó por su mente, noticias sobre cadáveres hallados en una zanja, cadáveres hallados en el claro de un bosque, cadáveres hallados en el fondo de un pozo seco. Mujeres y niñas. Casi siempre mujeres y niñas. No era Rose quien la asustaba —no exactamente— y allí había otras mujeres, pero también hombres.
Rose se arrodilló a su lado. La luz deslumbrante de los faros debería haber convertido su rostro en un crudo y feo paisaje de blancos y negros, pero se demostró lo contrario: solo la hacía más hermosa. Acarició una vez más la mejilla de Andi.
—No temas —la tranquilizó—. No temas.
Se volvió hacia una de las otras mujeres, una criatura de belleza pálida a la que Rose llamaba Sarey la Callada, y asintió con la cabeza. Sarey le devolvió el gesto y entró en el monstruoso vehículo de Rose. Los demás, entretanto, empezaron a formar un círculo en torno a la tumbona. A Andi no le gustó aquello. Poseía cierta cualidad sacrificial.
—No temas. Pronto serás una de nosotros, Andi. Una con nosotros.
A menos que no salgas del ciclo, pensó Rose. En ese caso, quemaremos tus ropas en la incineradora que hay detrás de los servicios y mañana nos iremos. Pero quien nada arriesga, nada gana.
Sin embargo, esperaba que eso no sucediera. Ella le gustaba, y una persona con el talento de dormir a otros les vendría muy bien.
Sarey regresó con un recipiente de acero que parecía un termo. Se lo entregó a Rose, que le quitó la tapa roja. Debajo había un pulverizador y una válvula. A Andi le pareció un bote de insecticida sin etiqueta. Se le pasó por la cabeza saltar de la tumbona y escapar de allí, pero entonces se acordó de lo ocurrido en el cine, de las manos que la habían apresado dentro de su cabeza, impidiendo que se moviera.
—Abuelo Flick, ¿nos guiarás? —preguntó Rose.
—Encantado.
Era el viejo del cine. Esa noche llevaba unas holgadas bermudas de color rosa, sandalias y calcetines blancos que trepaban desde sus huesudos tobillos hasta las rodillas. Andi pensó que se parecía al abuelo de Los Walton tras haber pasado dos años en un campo de concentración. El viejo levantó las manos y los demás le imitaron. Enlazados de esa manera, y recortadas sus siluetas bajo los rayos cruzados de los faros, ofrecían el aspecto de una cadena de extraños monigotes de papel.
—Somos el Nudo Verdadero —dijo. La voz que surgía de aquel pecho hundido ya no temblaba; era la voz profunda y resonante de un hombre mucho más joven y fuerte.
—Somos el Nudo Verdadero —respondieron ellos—. Lo que se ata jamás podrá ser desatado.
—He aquí una mujer —dijo Abuelo Flick—. ¿Se unirá a nosotros? ¿Unirá su vida a nuestra existencia y será una con nosotros?
—Di «sí» —apuntó Rose.
—S-sí —farfulló Andi. Su corazón ya no latía; vibraba como un cable.
Rose giró la válvula del bote. Se oyó un suspiro, corto y compungido, y escapó una bocanada de niebla plateada. En lugar de disiparse en la ligera brisa nocturna, quedó suspendida sobre el recipiente hasta que Rose se inclinó hacia delante, frunció sus fascinantes labios de coral y sopló suavemente. La bocanada de niebla —como un globo de diálogo de un cómic sin ninguna palabra en su interior— se desplazó hasta cernirse sobre el rostro de Andi, que miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos.
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos —proclamó Abuelo Flick.
—Sabbatha hanti —respondieron los demás.
La niebla empezó a descender, muy despacio.
—Somos los elegidos.
—Lodsam hanti —respondieron.
—Respira hondo —dijo Rose, y besó a Andi suavemente en la mejilla—. Te veré en el otro lado.
Quizá.
—Somos los afortunados.
—Cahanna risone hanti.
Después, todos juntos:
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros…
Pero en ese punto Andi perdió el hilo. La sustancia plateada se asentó sobre su rostro y era fría, muy fría. Al inhalarla, cobró una especie de vida tenebrosa y empezó a gritar dentro de ella. Un niño hecho de niebla —chico o chica, no lo sabía— forcejeaba para escapar, pero alguien le cortaba el paso. Rose le cortaba el paso, mientras los demás estrechaban el círculo a su alrededor (un nudo), enfocándola con una docena de linternas, iluminando un asesinato a cámara lenta.
Andi trató de saltar de la tumbona, pero no tenía con qué saltar. Su cuerpo había desaparecido. En su lugar solo quedaba dolor en forma de ser humano. El dolor de la agonía del niño y de la suya propia.
Abrázalo. El pensamiento fue como una gasa fría presionando la herida ardiente en que se había convertido su cuerpo. Es la única manera de pasar.
No puedo, llevo toda mi vida huyendo de este dolor.
Tal vez, pero has agotado los sitios adonde huir. Abrázalo. Trágalo. Toma el vapor o muere.
8
Los Verdaderos continuaban con las manos alzadas entonando palabras ancestrales: sabbatha hanti, lodsam hanti, cahanna risone hanti. Observaban cómo la blusa de Andi Steiner se alisaba en el lugar que ocupaban sus senos, cómo su falda se desinflaba igual que una boca que se cierra. Observaban cómo su rostro se convertía en cristal lechoso. Sus ojos perduraban, sin embargo, flotando cual globos diminutos en vaporosas cuerdas de nervios.
Pero van a desaparecer también, pensó el Nueces. No es lo bastante fuerte. Creí que quizá lo lograría, pero me equivoqué. Puede que vuelva un par de veces, pero no saldrá del ciclo. No quedará nada, solo su ropa. Intentó recordar su propia Conversión, pero solo se acordaba de que había luna llena y de que en vez de faros lo alumbraba una hoguera encendida. Una hoguera, el relincho de caballos… y el dolor. ¿Era posible recordar realmente el dolor? No lo creía. Sabías que existía tal cosa, y que lo habías sufrido, pero no era lo mismo.
La cara de Andi emergió a la existencia flotando como el rostro de un fantasma sobre la mesa de un médium. La pechera de la blusa se infló, dibujó curvas; la falda se hinchó cuando sus caderas y sus muslos retornaron al mundo. Aulló de agonía.
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos —cantaron a la luz de los haces cruzados de las autocaravanas—. Sabbatha hanti. Somos los elegidos, lodsam hanti. Somos los afortunados, cahanna risone hanti. —Continuarían así hasta que terminara. De un modo u otro, ya no tardaría mucho.
Andi empezó a desaparecer de nuevo. Su carne se transformó en un cristal nebuloso a través del cual los Verdaderos pudieron ver el esqueleto y la sonrisa ósea de su calavera. Varios empastes plateados brillaban en aquella mueca. Sus ojos incorpóreos giraban salvajemente en cuencas que ya no estaban allí. Seguía gritando, pero ahora solo se oía un eco débil, como proveniente del fondo de un pasillo lejano.
9
Rose pensó que se había rendido, era lo que hacían cuando el dolor se volvía insoportable, pero esta era fuerte. Retornó a la existencia en un remolino, sin cesar de gritar. Sus manos recién llegadas agarraron a Rose con una fuerza desbocada y la arrastraron. Rose se inclinó hacia delante, apenas notaba el dolor.
—Sé lo que quieres, muñeca. Vuelve y podrás tenerlo. —Pegó su boca a la de Andi y le acarició el labio superior con la lengua hasta que el labio se convirtió en niebla. Sin embargo los ojos seguían ahí, fijos en los de Rose.
—Sabbatha hanti —cantaban—. Losan hanti. Cahanna risone hanti.
Andi regresó, su rostro tomaba forma en torno a la mirada fija de sus ojos, anegados de dolor. Le siguió el cuerpo. Por un instante Rose vio los huesos de los brazos, los huesos de los dedos que aferraban los suyos, y entonces, una vez más, se revistieron de carne.
Rose volvió a besarla. Incluso inmersa en su dolor, Andi respondió, y Rose insufló su propia esencia por la garganta de aquella mujer más joven.
Quiero a esta. Y aquello que quiero lo consigo.
Andi empezó a desvanecerse de nuevo, pero Rose pudo sentir que luchaba contra ello. Que se sobreponía. Que, en vez de rechazarla, se alimentaba con la aullante fuerza vital que ella le había insuflado por su garganta y en sus pulmones.
Que tomaba vapor por primera vez.
10
El miembro más reciente del Nudo Verdadero pasó aquella noche en la cama de Rose O’Hara y por primera vez en su vida halló en el sexo algo distinto al miedo y el dolor. Tenía la garganta irritada por los gritos que había proferido en la tumbona, pero volvió a gritar cuando aquella nueva sensación —placer para contrarrestar el dolor de su Conversión— se apoderó de su cuerpo y una vez más pareció volverlo transparente.
—Grita cuanto quieras —dijo Rose, alzando la vista de entre los muslos de Andi—. Han oído muchos gritos. Tanto de los buenos como de los malos.
—¿El sexo es así para todo el mundo? —En tal caso, ¡lo que se había perdido! ¡Cuánto le había robado el cabrón de su padre! ¿Y la gente creía que la ladrona era ella?
—Es así para nosotros, cuando hemos tomado vapor —dijo Rose—. Eso es todo lo que necesitas saber.
Bajó la cabeza y volvió a empezar.
11
No mucho antes de medianoche, Charlie el Fichas y Baba la Rusa, sentados en el escalón inferior de la autocaravana del primero, compartían un porro y contemplaban la luna. Del EarthCruiser de Rose llegaron más gritos.
Charlie y Baba se miraron y sonrieron.
—A alguien le gusta —observó Baba.
—¿Cómo no iba a gustarle? —dijo Charlie.
12
Andi despertó con la primera luz del alba, con la cabeza descansando sobre los senos de Rose a modo de almohada. Se sentía completamente diferente pero, al mismo tiempo, nada parecía haber cambiado. Alzó la cabeza y vio a Rose mirándola con aquellos extraordinarios ojos grises.
—Me has salvado —dijo Andi—. Me trajiste de vuelta.
—No podría haberlo hecho sola. Tú querías volver. —En más de un sentido, cariño.
—Lo que hicimos después… no podremos repetirlo, ¿verdad?
Rose negó con la cabeza, sonriendo.
—No. Y está bien así. Algunas experiencias son absolutamente insuperables. Además, mi hombre volverá hoy.
—¿Cómo se llama?
—Responde a Henry Rothman, pero eso es solo para los paletos. Para los Verdaderos su nombre es Papá Cuervo.
—¿Le quieres? Sí, ¿verdad?
Rose sonrió, se acercó a Andi y la besó. Pero no respondió.
—¿Rose?
—¿Sí?
—¿Soy…? ¿Sigo siendo humana?
A esta pregunta Rose le dio la misma respuesta que Dick Hallorann había dado una vez al joven Danny Torrance, y con el mismo tono frío de voz.
—¿Te importa?
Andi decidió que no. Decidió que estaba en casa.
MAMÁ
1
Tuvo un enredo de pesadillas —alguien blandiendo un mazo y persiguiéndolo por pasillos interminables, un ascensor que funcionaba solo, setos con forma de animales que cobraban vida y le cercaban— y finalmente un pensamiento nítido: Ojalá estuviera muerto.
Dan Torrance abrió los ojos. La luz del sol penetró a través de ellos en su cabeza dolorida y amenazó con prender fuego a su cerebro. La madre de todas las resacas. Su rostro palpitaba. Sus fosas nasales estaban taponadas excepto por un diminuto agujero de alfiler en la izquierda que permitía la entrada de un hilo de aire. ¿La izquierda? No, era la derecha. Podía respirar por la boca, pero resultaba asqueroso porque le sabía a whisky y cigarrillos. Su estómago era una bola de plomo, lleno de toda clase de porquerías. «La barriga basura de la mañana después», así había llamado algún antiguo compañero de borracheras esa lamentable sensación.
Ronquidos fuertes a su lado. Dan giró la cabeza en esa dirección, aunque su cuello lanzó un grito de protesta y otro rayo de agonía le atravesó la sien. Volvió a abrir los ojos, pero solo un poco; no más de aquel sol cegador, por favor. Todavía no. Estaba tendido en un colchón desnudo en un suelo desnudo. Una mujer desnuda yacía despatarrada a su lado, boca arriba. Dan bajó la vista y vio que él mismo también estaba al fresco.
Esta es… ¿Dolores? No. ¿Debbie? Casi, pero no…
Deenie. Se llamaba Deenie. La había conocido en un bar llamado The Milky Way, y todo había sido bastante divertido hasta que…
No se acordaba, aunque tras echar un vistazo a sus manos —ambas hinchadas, los nudillos de la derecha raspados y con costras— decidió que no quería recordarlo. ¿Y qué importaba? El escenario básico nunca cambiaba. Se emborrachaba, alguien decía lo que no debía, y a continuación el caos y la carnicería se apoderaban del bar. Un perro peligroso habitaba en su cabeza. Sobrio, podía mantenerlo atado. Cuando bebía, la correa desaparecía. Tarde o temprano mataré a alguien. Por cuanto sabía, tal vez lo había hecho la noche anterior.
Eh, Deenie, cógeme el weenie.
¿De verdad había dicho eso? Mucho se temía que sí. Empezaba a recordar un poco, e incluso un poco era demasiado. Jugando al billar. Tratando de darle un poco más de efecto a la bola, y el taco raspaba la mesa, y la hijaputa manchada de tiza se iba botando y rodando hasta la gramola, donde sonaba —¿qué si no?— música country. Joe Diffie, creía recordar. ¿Por qué había fallado tan escandalosamente? Porque estaba borracho, y porque Deenie estaba detrás de él, Deenie había estado cogiéndole el weenie justo por debajo del borde de la mesa y él estaba fardando para impresionarla. Todo en sana diversión. Pero entonces el tipo de la gorra Case y la extravagante camisa de cowboy de seda se había reído, y ese fue su error.
Caos y carnicería en el bar.
Dan se tocó la boca y palpó rollizas salchichas donde había unos labios normales la tarde anterior, cuando salió de aquel sitio de cobro de cheques con algo más de quinientos dólares en el b