La paciente silenciosa (Campaña edición limitada)

Alex Michaelides

Fragmento

libro-4

Prólogo

Diario de Alicia Berenson

14 de julio

No sé por qué escribo esto.

No, eso no es verdad. A lo mejor sí lo sé, lo que pasa es que no quiero admitirlo ni ante mí misma.

Ni siquiera sé qué nombre dar a… esto que estoy escribiendo. Llamarlo «diario» me resulta un tanto pretencioso. No es que tenga nada que contar. Ana Frank sí que llevaba un diario…, pero no alguien como yo. Llamarlo «acta» hace que suene demasiado oficial, en cierto sentido. Como si tuviera que escribir algo todos los días, y no quiero hacerlo. Si se convierte en una obligación, lo dejaré.

Tal vez no lo llame de ninguna manera. Será un algo sin nombre que escribo de vez en cuando. Eso me gusta más. En cuanto le pones nombre a una cosa, te impide verla en su totalidad, o ver por qué es importante. Te centras en la palabra, que en realidad es la parte más minúscula, como la punta de un iceberg. Nunca me he sentido muy cómoda con las palabras; siempre pienso en imágenes, me expreso con imágenes, así que jamás habría empezado a escribir esto de no ser por Gabriel.

Últimamente he estado algo deprimida por una serie de cosas. Creía que estaba consiguiendo ocultarlo, pero él se ha dado cuenta. Por supuesto que sí, se da cuenta de todo. Me preguntó cómo iba el cuadro…, y le contesté que no iba. Entonces me sirvió una copa de vino; yo me senté a la mesa de la cocina y él se puso a guisar.

Me gusta mirar a Gabriel mientras se mueve por la cocina. Es un cocinero gentil: elegante, grácil, ordenado. Al contrario que yo, que solo organizo desastres.

—Cuéntame qué te pasa —dijo.

—No hay nada que contar. Es solo que a veces se me atasca la cabeza. Me siento como si intentara avanzar por un barrizal.

—¿Por qué no pruebas a escribir las cosas? ¿A llevar una especie de registro? Quizá eso te ayude.

—Sí, supongo que sí. Lo intentaré.

—No te limites a decirlo, cariño. Hazlo.

—Que sí…

Siguió pinchándome, pero yo no hacía nada de nada. Y entonces, unos días después, me regaló este pequeño cuaderno para que escribiera en él. Tiene las tapas de cuero negro y unas páginas blancas y gruesas, todas por llenar. He pasado la mano por la primera y he sentido su suavidad, luego le he sacado punta al lápiz y me he puesto a ello.

Y él tenía razón, por supuesto. Ya me encuentro mejor; poner esto por escrito me genera una sensación de liberación, una válvula de escape, un espacio para expresarme. Es un poco como una terapia, supongo.

Gabriel no lo ha dicho, pero me doy cuenta de que está preocupado por mí. Si tengo que ser sincera —y más vale que lo sea—, el verdadero motivo por el que he accedido a escribir este diario ha sido tranquilizarlo, demostrarle que estoy bien. No soporto pensar que le preocupo. No quiero darle ningún disgusto ni causarle tristeza ni provocarle dolor, nunca. Amo muchísimo a Gabriel. Es, sin lugar a dudas, el amor de mi vida. Lo quiero de una forma tan completa, tan absoluta, que a veces ese sentimiento amenaza con superarme. A veces creo…

No. No escribiré sobre eso.

Esto tiene que ser un registro alegre de ideas e imágenes que me inspiren artísticamente, cosas que tengan un impacto creativo en mí. Solo voy a escribir pensamientos positivos, felices, normales.

No se permiten pensamientos de loca.

libro-5

Primera parte

Todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír se convencerá de que ningún mortal es capaz de guardar un secreto. Si sus labios callan, habla por las puntas de los dedos; hasta el último de sus poros lo delata.

SIGMUND FREUD,

Introducción al psicoanálisis

libro-6

1.

Alicia Berenson tenía treinta y tres años cuando mató a su marido.

Llevaban siete casados. Ambos eran artistas: Alicia era pintora, y Gabriel, un fotógrafo de moda muy conocido. Él tenía un estilo característico, fotografiaba a mujeres medio anoréxicas y medio desnudas desde ángulos extraños y nada favorecedores. Desde su muerte, el precio de sus fotografías ha aumentado astronómicamente. A mí su obra me parece ingeniosa pero insustancial, para ser sincero. Carece por completo de la calidad visceral del mejor trabajo de Alicia. Desde luego, no entiendo lo suficiente de arte para decir si Alicia Berenson superará la prueba del tiempo como pintora. Su talento siempre quedará ensombrecido por su leyenda negra, así que es difícil mostrarse objetivo. Y bien podrías acusarme de no ser imparcial. Lo único que puedo ofrecerte es mi opinión, por si sirve de algo, y para mí Alicia era una especie de genio. Más allá de su habilidad técnica, sus cuadros poseen una capacidad asombrosa para atrapar tu atención —casi como si la agarraran de la garganta— y mantenerla atenazada.

Gabriel Berenson fue asesinado hace seis años. Tenía cuarenta y cuatro. Lo mataron un 25 de agosto. Fue un verano de un calor excepcional, tal vez lo recuerdes, con algunas de las temperaturas más altas jamás registradas. El día en que murió fue el más caluroso del año.

Su último día de vida, Gabriel se levantó temprano. Un coche fue a recogerlo a las cinco y cuarto de la mañana a la casa que compartía con Alicia en el noroeste de Londres, junto al gran parque de Hampstead Heath, y lo llevó a una sesión fotográfica en Shoreditch. Pasó el día fotografiando a modelos en una azotea para Vogue.

No se sabe mucho acerca de los movimientos de Alicia. Tenía próxima una exposición e iba algo retrasada con el trabajo. Es probable que pasara el día pintando en el cenador que tenían al fondo del jardín y que ella había reconvertido en estudio hacía poco. Al final, la sesión de Gabriel se alargó y no lo llevaron de vuelta a casa hasta las once de la noche.

Media hora después, su vecina, Barbie Hellmann, oyó varios disparos. Barbie llamó a la policía, y desde la comisaría de Haverstock Hill enviaron un coche a las 23.35. Llegó a casa de los Berenson en poco menos de tres minutos.

La puerta de entrada estaba abierta. La casa se encontraba sumida en una oscuridad total; ninguno de los interruptores de la luz funcionaba. Los agentes avanzaron por el pasillo y llegaron al salón. Iluminaron la habitación con sus linternas, de modo que la vieron con haces intermitentes y descubrieron a Alicia junto a la chimenea. Su vestido blanco relucía con un brillo fantasmagórico a la débil luz. No parecía advertir la presencia de la policía. Estaba inmovilizada, paralizada; una estatua esculpida en hielo con una extraña expresión de espanto en el rostro, como si se enfrentara a un terror oculto.

En el suelo había un arma. Junto a ella, en la penumbra, estaba sentado Gabriel, inmóvil, atado a una silla con un alambre que le rodeaba los tobillos y las muñecas. Al principio los agentes creyeron que estaba vivo. La cabeza le caía un poco ladeada, como si estuviera inconsciente, pero entonces la luz de una linterna reveló que había recibido varios disparos en la cara. Sus apuestos rasgos habían desaparecido para siempre y no habían dejado más que un amasijo calcinado, ennegrecido y sanguinolento. La pared de detrás había quedado rociada de fragmentos de cráneo, cerebro, pelo… y sangre.

Había sangre por todas partes: salpicaba las paredes, corría por el suelo en oscuros regueros que seguían las vetas de los tablones de madera. Los agentes dieron por hecho que era sangre de Gabriel. Pero había demasiada. Y entonces algo destelló a la luz de la linterna: un cuchillo, en el suelo, a los pies de Alicia. Otro haz de luz mostró la sangre que manchaba su vestido blanco. Un agente le tomó las manos y se las levantó para iluminarlas. Tenía cortes profundos que le cruzaban las venas en las muñecas, cortes recientes que sangraban copiosamente.

Alicia se resistió a los esfuerzos por salvarle la vida; hicieron falta tres agentes para dominarla. La llevaron al Royal Free Hospital, que estaba a solo unos minutos de allí. Por el camino sufrió un colapso y quedó inconsciente; había perdido mucha sangre, pero sobrevivió.

Al día siguiente despertó en la cama de una habitación individual del hospital, donde la policía la interrogó en presencia de su abogado. Ella guardó silencio durante toda la entrevista. Tenía los labios pálidos, exangües; se estremecían de vez en cuando, pero no formaban palabras, no emitían sonidos. La mujer no respondió a ninguna pregunta. No podía hablar, no quería. Ni siquiera dijo nada cuando la acusaron del asesinato de Gabriel. Tampoco habló cuando la detuvieron, no quiso negar ni confesar su culpabilidad.

Alicia no volvió a hablar.

Su silencio perpetuo hizo que esta historia pasara de ser una tragedia familiar corriente a convertirse en algo mucho más grandioso: un misterio, un enigma que copó titulares y cautivó la imaginación del público durante los meses siguientes.

Alicia no hablaba, pero sí ofreció una declaración. Un cuadro. Lo comenzó cuando le dieron el alta del hospital y le impusieron arresto domiciliario antes del juicio. Según la enfermera psiquiátrica designada por el tribunal, Alicia apenas comía y dormía; lo único que hacía era pintar.

Normalmente trabajaba semanas, meses incluso, antes de embarcarse en un cuadro nuevo: realizaba innumerables bocetos, organizaba y reorganizaba la composición, experimentaba con el color y la forma. Una larga gestación seguida de un parto prolongado mientras aplicaba cada pincelada con meticulosidad. Esta vez, sin embargo, alteró de manera drástica su proceso creativo y terminó el cuadro pocos días después del asesinato de su marido.

En opinión de la mayoría de la gente, aquello bastaba para condenarla; su inmediato regreso al estudio después de la muerte de Gabriel delataba una insensibilidad extraordinaria. La monstruosa falta de remordimientos de una asesina a sangre fría.

Es posible. Pero no olvidemos que aunque Alicia Berenson quizá fuera una asesina, también era una artista. Al menos para mí, tiene todo el sentido del mundo que recurriera a sus pinceles y sus pinturas para expresar sobre un lienzo las complicadas emociones que sentía. No me parece extraño que, por una vez, su pintura fluyera con tanta facilidad…, si es que el duelo puede considerarse algo fácil.

El cuadro era un autorretrato. Lo tituló en la esquina inferior izquierda de la tela, con letras griegas de color azul claro.

Una sola palabra.

Alcestis.

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2.

Alcestis es la heroína de un mito griego, una historia de amor de las tristes. Alcestis ofrece su vida para salvar la de su marido, Admeto, y muere en su lugar cuando nadie más está dispuesto a hacerlo. Se trata de un inquietante mito de sacrificio personal, y no quedaba claro cuál era su relación con la situación de Alicia. El verdadero significado de esa alusión siguió oculto para mí durante un tiempo. Hasta que un día la verdad salió a la luz…

Pero estoy yendo demasiado deprisa. Me estoy adelantando. Debo empezar por el principio y dejar que los hechos hablen por sí solos. No debo colorearlos ni retorcerlos, tampoco contar ninguna mentira. Avanzaré paso a paso, despacio y con cautela. Pero ¿por dónde empezar? Tendría que presentarme, aunque quizá todavía no; a fin de cuentas, no soy yo el protagonista de este relato. Esta es la historia de Alicia Berenson, de manera que comenzaré por ella… y por el Alcestis.

El cuadro es un autorretrato en el que se ve a Alicia en el estudio de su casa los días posteriores al asesinato, de pie delante de un caballete y un lienzo, con un pincel en la mano. Está desnuda. Su cuerpo está representado con todo lujo de detalles: los mechones de cabello pelirrojo que caen por encima de sus hombros huesudos, las venas azules visibles bajo la piel translúcida, las cicatrices recientes en ambas muñecas. Sus dedos sostienen un pincel. De él gotea pintura roja, ¿o es sangre? La vemos inmortalizada en el acto de pintar, y sin embargo, el lienzo está completamente en blanco, igual que su expresión. Tiene la cabeza vuelta por encima del hombro y mira directamente al espectador. La boca entreabierta, los labios separados. Muda.

Durante el juicio, Jean-Felix Martin, que dirigía la pequeña galería del Soho donde Alicia exponía su obra, tomó la controvertida decisión, calificada por muchos de sensacionalista y macabra, de exponer el Alcestis. El hecho de que la artista se encontrase en esos momentos en el banquillo, acusada del asesinato de su marido, hizo que por primera vez en la larga historia de la galería se formaran colas frente a la entrada.

Yo esperé mi turno como los demás amantes obscenos del arte, haciendo cola junto a las luces rojas de neón del sex-shop que había al lado. Uno a uno fuimos entrando, arrastrando los pies. Ya dentro de la galería, la corriente nos llevó hacia el cuadro, éramos como una muchedumbre nerviosa que recorre la casa encantada de una feria. Por fin fui el primero de la fila… y me vi cara a cara con el Alcestis.

Me quedé mirando el cuadro, examiné el rostro de Alicia e intenté interpretar la expresión de sus ojos, intenté comprender…, pero el retrato me desafiaba. Alicia me devolvía la mirada con una máscara inexpresiva: ilegible, impenetrable. En su gesto no podía entreverse ni inocencia ni culpa.

A otros les resultó más fácil de desentrañar.

—Pura maldad —susurró la mujer que tenía detrás.

—¿Verdad que sí? —coincidió con ella su compañera—. Una bruja despiadada.

Un poco injusto, pensé, teniendo en cuenta que aún no se había demostrado la culpabilidad de Alicia. Aunque, en realidad, estaba cantado que pasaría algo así. Los periódicos sensacionalistas la habían presentado como la mala de la película desde el principio: una femme fatale, una viuda negra. Un monstruo.

Los escasos hechos de que se disponía eran simples: encontraron a Alicia sola junto al cadáver de Gabriel, el arma únicamente tenía sus huellas dactilares. Nunca existió duda alguna de que a Gabriel lo había matado ella. Por qué lo había hecho, no obstante, continuaba siendo un misterio.

El asesinato fue muy debatido en los medios de comunicación, se propugnaron diferentes teorías en la prensa escrita y en la radio, también en los magazines televisivos de las mañanas, donde invitaron a expertos para que explicaran, condenaran o justificaran los actos de Alicia. Debía de haber sido víctima de violencia de género, sin duda. ¿La habían llevado al límite hasta que, finalmente, había explotado? Otra teoría hablaba de un juego sexual que había acabado mal; al marido lo encontraron maniatado, ¿verdad? Algunos sospechaban que habían sido los clásicos celos los que indujeron a Alicia al asesinato; ¿otra mujer, quizá? Pero en el juicio Gabriel fue descrito por su hermano como un marido abnegado y muy enamorado de su mujer. Bueno, ¿el dinero, entonces? Alicia no parecía ganar mucho con la muerte de él; era ella quien poseía una fortuna, heredada de su padre.

Y así seguían y seguían, en una especulación infinita —sin ninguna respuesta, solo más preguntas— sobre los motivos de Alicia y su posterior silencio. ¿Por qué se negaba a hablar? ¿Qué significaba esa actitud? ¿Estaba ocultando algo? ¿Protegía a alguien? En tal caso, ¿a quién? ¿Y por qué?

En aquel momento recuerdo haber pensado que mientras todo el mundo hablaba, escribía y discutía sobre Alicia, en el centro mismo de toda esa ruidosa y frenética actividad había un vacío, un silencio. Una esfinge.

Durante el proceso, el juez vio con malos ojos la insistente negativa de Alicia a hablar. Las personas inocentes, señaló su señoría el juez Alverstone, tendían a proclamar su inocencia a los cuatro vientos… y con mucha frecuencia. Alicia no solo seguía callada, sino que, además, no mostraba ningún signo visible de arrepentimiento. No lloró ni una sola vez en todo el juicio —un hecho que la prensa se encargó de enfatizar—; su rostro permaneció impertérrito, frío. Helado.

La defensa no tuvo mucha más opción que presentar una alegación de responsabilidad disminuida por parte de la acusada: Alicia contaba con un largo historial de problemas de salud mental, afirmaron, que se remontaban a su infancia. En un principio, el juez la desestimó en su mayor parte por considerar que no se trataba más que de rumores, pero al final él mismo se dejó influir por el profesor Lazarus Diomedes, catedrático de Psiquiatría Forense del Imperial College y director clínico de The Grove, una unidad forense de seguridad del norte de Londres. El profesor Diomedes argumentó que la negación de Alicia a hablar era en sí misma una prueba de un profundo trastorno psicológico, y que su sentencia debía tenerlo en consideración.

Esto era una forma bastante indirecta de expresar algo que a los psiquiatras no les gusta soltar a las claras: lo que Diomedes decía era que Alicia estaba loca.

Era la única explicación que tenía sentido: ¿por qué, si no, atar a una silla al hombre que amaba y dispararle a bocajarro en la cara? ¿Por qué no expresar luego ninguna muestra de arrepentimiento, no dar ninguna explicación, no hablar siquiera? Debía de estar loca.

Tenía que estarlo.

Al final, el juez Alverstone aceptó la alegación de responsabilidad disminuida y aconsejó al jurado que siguiera su ejemplo. Alicia, por consiguiente, fue ingresada en The Grove bajo la supervisión del mismo profesor Diomedes cuyo testimonio había ejercido tanta influencia en el magistrado.

Lo cierto es que si Alicia no estaba loca —es decir, si su silencio era puro teatro, una representación dirigida al jurado—, al menos había surtido efecto. Se libró de una elevada sentencia a prisión, y en caso de que más adelante consiguiera recuperarse por completo, era posible que incluso la dejaran en libertad al cabo de unos años. Sin duda llegaría el momento de empezar a fingir esa recuperación, ¿verdad? ¿De pronunciar alguna palabra aquí y allá, y después unas cuantas seguidas? ¿De comunicar poco a poco algún tipo de remordimiento? Pero no. Una semana siguió a otra semana, un mes siguió a otro mes, y luego pasaron los años…, y Alicia seguía sin hablar.

Lo único que había era silencio.

Y así, sin ningún otro bombazo a la vista, los decepcionados medios de comunicación acabaron por perder el interés en Alicia Berenson. Alicia fue a engrosar las filas de otros asesinos de breve fama; rostros que recordamos, pero cuyos nombres hemos olvidado.

Bueno, no todos. Algunos —yo entre ellos— siguieron fascinados por el mito de Alicia Berenson y su persistente silencio. Como psicoterapeuta, para mí era evidente que había sufrido un trauma grave en relación con la muerte de Gabriel, y que su silencio era la manifestación de ese trauma. Incapaz de aceptar lo que había hecho, Alicia se encerró en sí misma y empezó a fallar hasta que dejó de funcionar, igual que un coche averiado. Yo quería contribuir a que se pusiera en marcha otra vez, ayudar a Alicia a contar su historia, a sanar y a recuperarse. Quería repararla.

Sin intención de parecer jactancioso, sentía que era el único cualificado para ayudarla. Soy psicoterapeuta forense y estoy acostumbrado a trabajar con algunos de los miembros más trastornados y vulnerables de la sociedad. La historia de Alicia, además, tenía algo que me llegaba personalmente. Desde el principio sentí una profunda empatía hacia ella.

Por desgracia, en aquella época todavía trabajaba en el prestigioso hospital psiquiátrico de Broadmoor, así que tratar a Alicia Berenson habría seguido siendo una mera fantasía de no haber intervenido el destino de manera inesperada.

Casi seis años después de que Alicia fuera internada en The Grove, la plaza de psicoterapeuta forense quedó libre. En cuanto vi el anuncio, supe que no tenía otra opción. Seguí un impulso… y solicité el trabajo.

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3.

Me llamo Theo Faber. Tengo cuarenta y dos años y me hice psicoterapeuta porque yo mismo estaba jodido. Esa es la verdad, aunque no fue lo que dije durante la entrevista de trabajo, cuando me plantearon la pregunta.

«¿Qué cree que lo llevó a la psicoterapia?», preguntó Indira Sharma, escudriñándome por encima de la montura de sus gafas de intelectual.

Indira era psicoterapeuta especialista en The Grove. Debía de estar cerca de los sesenta años, tenía un rostro redondeado y atractivo, y una larga melena negro azabache entreverada de canas. Esbozó una sonrisa como para tranquilizarme, dándome a entender que era una pregunta fácil, una volea de calentamiento, precursora de los saques más complicados que vendrían después.

Dudé. Podía notar cómo me observaban los demás miembros del equipo. Mantuve el contacto visual de forma consciente mientras recitaba de memoria una respuesta ensayada, un relato amable sobre un trabajo a tiempo parcial en una residencia de ancianos cuando era adolescente, y sobre cuánto había inspirado eso mi interés en la psicología, lo cual, a su vez, me había llevado a estudiar un posgrado de psicoterapia y etcétera, etcétera.

«Quería ayudar a la gente, supongo —dije, y me encogí de hombros—. Sí, eso era.»

Y una mierda.

Bueno, claro que quería ayudar a la gente. Pero ese era el objetivo secundario, sobre todo en la época en que empecé los estudios. Mi verdadera motivación fue puramente egoísta. Lo que buscaba era ayudarme a mí mismo. Creo que eso nos ocurre a la mayoría de los que nos dedicamos a la salud mental. Nos atrae esta profesión porque estamos heridos; estudiamos psicología para sanarnos. Que estemos dispuestos a admitirlo o no es otra cuestión.

Como seres humanos, los primeros años de nuestra vida residimos en un territorio anterior a la memoria. Nos gusta pensar en nosotros mismos como si saliéramos de esa bruma primigenia con el carácter completamente formado, igual que Afrodita surgiendo perfecta de la espuma del mar. Sin embargo, gracias a la creciente investigación en el desarrollo del cerebro, sabemos que eso no es así. Nacemos con un cerebro a medio formar, más parecido a un trozo de arcilla fangosa que a un dios del Olimpo. En palabras del psicoanalista Donald Winnicott: «No existe eso que llamamos “bebé”». El desarrollo de nuestra personalidad no tiene lugar de forma aislada, sino en relación con otras personas; somos formados y completados por fuerzas que ni se ven ni se recuerdan. En concreto, nuestros padres.

Esto es aterrador por motivos evidentes. ¿Quién sabe qué vejaciones habremos sufrido, qué tormentos y malos tratos, en ese territorio anterior a la memoria? Nuestro carácter se formó sin que nosotros lo supiéramos siquiera. En mi caso, crecí rodeado de una tensión constante, temeroso, angustiado. Esa angustia parecía preceder a mi existencia misma y existir con independencia de mí. Sin embargo, sospecho que se originó a causa de la relación con mi padre, porque nunca me sentí seguro cuando lo tenía cerca.

Sus ataques de ira impredecibles y arbitrarios hacían que cualquier situación, por propicia que fuera, resultase un campo de minas en potencia. Un comentario inocuo o una opinión disidente desencadenaban su furia y provocaban una serie de estallidos ante los que no había refugio posible. La casa temblaba cada vez que me gritaba y me perseguía escalera arriba hasta mi habitación. Yo me metía a toda prisa bajo la cama y me apretaba contra la pared. Allí respiraba el aire liviano, rezaba por que los ladrillos se me tragaran y me hicieran desaparecer, pero su mano siempre me agarraba y tiraba de mí para enfrentarme a mi destino. Se quitaba el cinturón y lo hacía silbar en el aire antes de golpearme; cada golpe sucesivo me hacía saltar a un lado, me quemaba la carne. Y entonces, de repente, los azotes acababan de forma tan repentina como habían empezado. Mi padre me lanzaba al suelo, donde yo aterrizaba hecho un guiñapo. Un muñeco de trapo abandonado por un niño enfadado.

Nunca estaba seguro de qué había hecho para desencadenar esa ira, ni si la merecía. Preguntaba a mi madre por qué mi padre estaba siempre tan enfadado conmigo…, y ella se encogía de hombros, desesperada, y contestaba: «¿Cómo quieres que lo sepa? Tu padre está loco de atar».

Cuando decía que estaba loco, no bromeaba. Si hoy en día lo hubiera examinado un psiquiatra, sospecho que a mi padre le habrían diagnosticado un trastorno de la personalidad, una enfermedad de la que no se trató en toda su vida. De resultas de ello, tuve una infancia y una adolescencia dominadas por la histeria y la violencia física: amenazas, lágrimas y cristales rotos.

También hubo momentos de felicidad, normalmente cuando mi padre no estaba en casa. Recuerdo un invierno que se fue a Estados Unidos en viaje de negocios y pasó allí un mes. Durante treinta días, mi madre y yo disfrutamos con total libertad de la casa y el jardín sin su vigilante mirada. Ese diciembre nevó mucho en Londres y nuestro jardín quedó enterrado bajo un manto grueso, blanco y prístino. Mi madre y yo hicimos un muñeco de nieve. Sin ser conscientes de ello, o sí, le dimos la forma de nuestro amo ausente: yo lo bauticé como «Papá», y con su enorme barriga, dos piedras negras por ojos y dos ramitas inclinadas como severas cejas, lo cierto es que el parecido resultaba asombroso. Completamos la ilusión colocándole los guantes, el sombrero y el paraguas de mi padre, y acto seguido nos pusimos a acribillarlo con bolas de nieve mientras reíamos igual que dos niños traviesos.

Esa noche cayó una fuerte tormenta de nieve. Mi madre se acostó y yo fingí que dormía, pero luego salí a hurtadillas al jardín y me quedé de pie bajo la nevada. Levanté las manos extendidas para atrapar los copos de nieve y vi cómo se derretían en la yema de mis dedos. Era una sensación de dicha y frustración simultáneas, y hablaba de una suerte de verdad que yo no era capaz de expresar. Mi vocabulario era demasiado limitado; mis palabras, una red demasiado holgada para capturarla. Intentar atrapar copos de nieve que desaparecen es de alguna manera como intentar atrapar la felicidad: un acto de posesión que al instante deja paso a la nada. Eso me hizo pensar que existía un mundo fuera de esa casa, un mundo vasto y de una belleza inimaginable; un mundo que, por el momento, quedaba fuera de mi alcance. Ese recuerdo ha regresado a mí en repetidas ocasiones a lo largo de los años. Es como si la desgracia que envolvía ese breve momento de libertad lo hiciese arder con más brillo aún, como una luz minúscula rodeada de oscuridad.

Mi única esperanza de sobrevivir, comprendí entonces, consistía en distanciarme, tanto física como psicológicamente. Tenía que irme lejos, muy lejos. Solo así estaría a salvo. Y por fin, con dieciocho años, saqué las notas que necesitaba para asegurarme una plaza en la universidad. Escapé de esa cárcel semiadosada de Surrey…, y creí que era libre.

Me equivocaba.

Entonces no lo sabía, pero ya era demasiado tarde; había interiorizado a mi padre, lo había asimilado y enterrado en lo más hondo de mi inconsciente. Por muy lejos que corriera, lo llevaba conmigo allá adonde iba. Siempre me perseguía un coro de furias infernal e implacable, todas ellas con la voz de mi padre, que me chillaban lo inútil que era yo, una vergüenza, un fracasado.

Durante mi primer trimestre en la universidad, ese primer invierno frío, las voces fueron tan terribles, tan paralizantes, que me controlaban. Inmovilizado por el miedo, era incapaz de salir, relacionarme o hacer amigos. Para el caso, era como si nunca me hubiese ido de casa. No había nada que hacer. Estaba derrotado, atrapado. Acorralado en un rincón. Sin salida.

Ante mí solo veía una solución.

Fui de farmacia en farmacia comprando cajas de paracetamol. Pedía unas pocas cada vez para no levantar sospechas, aunque no tendría por qué haberme molestado. Nadie me prestaba la menor atención; estaba claro que era tan invisible como me sentía.

En mi habitación hacía frío, mis dedos entumecidos se movían con torpeza al abrir las cajas. Me costó un esfuerzo inmenso tomarme todas las pastillas, pero me obligué a tragarlas una tras otra. Después me arrastré hasta mi cama, incómoda y estrecha, cerré los ojos y esperé la muerte.

Solo que la muerte no acudió.

En lugar de eso, un dolor punzante y desgarrador tiró de mis entrañas. Me doblé por la mitad y devolví, me vomité encima bilis y pastillas a medio digerir. Tumbado a oscuras, sentí que me ardía un fuego en el estómago durante lo que me pareció una eternidad. Y entonces, poco a poco, todavía en la oscuridad, me di cuenta de algo.

No quería morir. Todavía no; no cuando aún no había vivido.

Eso me transmitió una especie de esperanza, por turbia y poco definida que fuera. Por lo menos me llevó a reconocer que no podía hacer aquello solo: necesitaba ayuda.

Y la encontré, encarnada en Ruth, una psicoterapeuta a la que me remitieron a través del servicio de orientación de la universidad. Ruth tenía el pelo blanco y era regordeta, lo cual le daba cierto aire de abuela. Tenía una sonrisa compasiva, una sonrisa en la que yo quería creer. Al principio no me decía demasiado, solo escuchaba mientras yo contaba. Le hablé de mi infancia, de mi casa, de mis padres. Y a medida que hablaba, descubrí que, por muy angustiantes que fueran los detalles que relataba, no sentía nada. Estaba desconectado de mis emociones, como una mano amputada de una muñeca. Hablaba de recuerdos dolorosos e impulsos suicidas…, pero no podía sentirlos.

Sin embargo, de vez en cuando alzaba la mirada hacia el rostro de Ruth y, para mi sorpresa, veía que en sus ojos se acumulaban las lágrimas mientras me escuchaba. Puede que esto sea difícil de comprender, pero esas lágrimas no eran de ella.

Eran mías.

En aquel momento no lo entendía, pero es así como funciona la terapia. El paciente delega sus sentimientos inaceptables en el psicoterapeuta, quien recibe todo aquello que a él le da miedo sentir, y lo siente por él. Y entonces, muy pero que muy despacio, le va administrando sus propios sentimientos hasta que se los devuelve. Tal como Ruth me devolvió los míos.

Continuamos viéndonos durante varios años, Ruth y yo. Ella fue la única constante en mi vida. Por medio de ella interioricé una nueva clase de relación con otro ser humano: una relación basada en el respeto mutuo, la sinceridad y la amabilidad, y no en recriminaciones, miedo y violencia. Poco a poco empecé a notarme diferente por dentro con respecto a mí, menos vacío, más capaz de sentir, menos asustado. El coro interior de odio nunca me abandonó por completo, pero de pronto tenía la voz de Ruth para hacerle frente, así que le prestaba menos atención. Como consecuencia, las voces se fueron acallando en mi cabeza e incluso desaparecieron por temporadas. Me sentía en paz…, hasta feliz, a veces.

Era evidente que la psicoterapia me había salvado la vida, literalmente. Y lo que era más importante, había transformado la calidad de esa vida. La «cura del habla» se convirtió en un aspecto central de la persona en la que me convertí; en un sentido muy profundo, me definía.

Supe que era mi vocación.

Al acabar la universidad, me formé como psicoterapeuta en Londres. Durante todo mi aprendizaje seguí viendo a Ruth. Ella siempre me ofreció su apoyo y me animó, aunque me advirtió que fuese realista en cuanto al camino que estaba enfilando. «No es ningún paseo», así lo expresó. Tenía razón. Trabajar con pacientes, ensuciarme las manos… Bueno, resultó ser de todo menos plácido.

Recuerdo mi primera visita a una unidad psiquiátrica de seguridad. A los pocos minutos de llegar yo, un paciente se bajó los pantalones, se agachó y defecó delante de mí. Un enorme zurullo apestoso. Incidentes posteriores, menos escatológicos pero igual de impactantes —chapuceros intentos de suicidio, tentativas de autolesión, episodios de histeria descontrolada y sufrimiento extremo—, me hicieron sentir que era más de lo que podría soportar. Cada una de esas veces, sin embargo, conseguí sacar una resistencia interior que no había explotado hasta la fecha. Empezó a resultarme más sencillo.

Es extraño lo deprisa que se adapta uno al nuevo y extraño mundo de una unidad psiquiátrica. Cada vez te sientes más cómodo con la locura; y no solo con la locura de los demás, sino también con la tuya. Todos estamos locos, creo yo, solo que en diferente grado.

Ahí tenemos el porqué —y el cómo— de mi identificación con Alicia Berenson. Yo era uno de los afortunados. Gracias a una exitosa intervención terapéutica a una edad temprana, fui capaz de alejarme del borde del oscuro abismo de la psique. Aun así, el otro relato siguió siendo también una posibilidad en mi mente: podría haberme vuelto loco y terminar mis días encerrado en una institución, igual que Alicia. Podía pasarle a cualquiera…

Desde luego, no pensaba decirle nada de eso a Indira Sharma cuando me preguntó por qué me había hecho psicoterapeuta. No olvidemos que estaba en una entrevista ante un equipo de profesionales, y ese era un juego al que sí sabía jugar.

«Al final —dije—, me parece que es la propia formación lo que te convierte en psicoterapeuta. Fueran cuales fuesen tus intenciones iniciales.»

Indira asintió sabiamente.

«Sí, es verdad. Muy cierto.»

La entrevista fue bien. Mi experiencia trabajando en Broadmoor me daba cierta ventaja, dijo Indira, porque demostraba que podía enfrentarme a una angustia psicológica extrema. Me ofrecieron el trabajo allí mismo, y lo acepté.

Un mes después iba de camino a The Grove.

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4.

Llegué a The Grove perseguido por un gélido viento de enero. Los árboles desnudos hacían guardia como esqueletos a lo largo de la carretera. El cielo estaba blanco, cargado de nieve todavía por caer.

Me detuve frente a la entrada y saqué el paquete de tabaco del bolsillo. Llevaba más de una semana sin fumar; me había prometido que esta vez lo haría de verdad, que iba a dejarlo para siempre. Y sin embargo, ahí estaba, rindiéndome ya. Me encendí uno, medio enfadado conmigo mismo. Los psicoterapeutas suelen ver el hábito de fumar como una adicción no resuelta, algo que cualquier terapeuta decente debería tener trabajado y superado. No quería entrar oliendo a tabaco, así que me metí un par de caramelitos de menta en la boca y los mastiqué mientras fumaba, dando saltitos sobre uno y otro pies.

Estaba temblando; aunque, si soy sincero, era más por los nervios que por el frío. Empezaba a sentir dudas. Mi superior en Broadmoor no había tenido ningún reparo en decirme que cometía un error. Me insinuó que con mi partida estaba truncando una carrera prometedora, y que The Grove le daba mala espina, sobre todo el profesor Diomedes.

—Un hombre poco ortodoxo. Trabaja mucho con relaciones de grupo, colaboró con Foulkes una temporada. En los ochent

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