La teoría imperfecta del amor

Julie Buxbaum

Fragmento

la_teoria_imperfecta_del_amor-3

1

David

Un acontecimiento sin precedentes: Kit Lowell se acaba de sentar a mi lado en la cafetería. Yo siempre me siento solo y cuando digo siempre no lo digo en esa lengua vernácula exagerada que hablan mis compañeros de clase. En los 622 días que he asistido a este instituto, nadie se ha sentado jamás a mi lado a la hora de comer, por eso llamo «acontecimiento» al hecho de que ella esté ahora a mi lado; tan cerca de mí que su codo casi roza el mío. Mi primer instinto es sacar mi libreta y buscar las páginas que he escrito sobre ella. Están en la «K» de «Kit» y no en la «L» de «Lowell» porque, aunque se me dan bien los hechos demostrables y las actividades académicas, soy un negado para los nombres. Por un lado, se debe a que los nombres propios son palabras providenciales totalmente desprovistas de contexto y, por el otro, a que creo que casi nunca encajan con las personas a quienes pertenecen. Si lo piensas bien, tiene mucho sentido. Los padres eligen el nombre de sus hijos en el momento en el que menos información tienen sobre la persona a la que se lo van a dar. Es una costumbre ilógica, la mires por donde la mires.

Pongamos a Kit como ejemplo. En realidad no se llama Kit, sino Katherine, pero nunca he oído a nadie llamarla Katherine, ni siquiera cuando íbamos a primaria. Kit no tiene cara de Kit de ninguna manera, ya que es un nombre adecuado para alguien cuadriculado, rígido y fácil de comprender con unas instrucciones paso a paso. El nombre de la chica que está sentada a mi lado debería contener una zeta, porque me desconcierta, es zigzagueada y siempre aparece en los lugares más insospechados —como en mi mesa a la hora de comer—, y quizá también el número ocho, porque tiene cintura de avispa, y la letra «s», porque es mi preferida. Kit me cae bien porque nunca ha sido mala conmigo, que no es algo que pueda decir de la gran mayoría de mis compañeros de clase. Es una pena que sus padres se equivocasen tanto con su nombre.

Yo me llamo David, un nombre que tampoco me queda bien, porque hay muchos Davides en el mundo (la última vez que lo comprobé, 3.786.417 solo en Estados Unidos) y, a juzgar por la frecuencia, se diría que soy como mucha otra gente. O al menos, relativamente neurotípico, que es una forma científica y menos ofensiva de decir «normal». Debo decir que no es mi caso. En el instituto nadie me llama de ninguna manera, excepto por el ocasional «marica» o «idiota», ninguno de los cuales son apelativos precisos. Mi coeficiente intelectual es de 168 y me atraen las chicas, no los chicos. Además, «marica» es un término peyorativo para referirse a una persona homosexual y, aunque mis compañeros tuvieran razón respecto a mi orientación sexual, tampoco deberían usar esa palabra. En casa mi madre me llama «hijo», y no tengo ningún problema con ello porque es cierto, mi padre me llama «David», que es como llevar un jersey que pica con el cuello demasiado cerrado, y mi hermana me llama Pequeño D, que, por alguna razón inexplicable, parece encajar conmigo, aunque de pequeño no tengo ni pizca. Mido 1,89 y peso 75 kilos. Mi hermana mide 1,61 y pesa 48 kilos. Soy yo quien debería llamarla a ella Pequeña L, por Pequeña Lauren, pero no la llamo así. La llamo Esmía, que es como la he llamado desde que yo era un bebé, porque siempre he sentido que, en este mundo tan confuso, ella era lo único que me pertenecía.

Esmía se ha ido a la universidad y la echo de menos. Es mi mejor amiga. Técnicamente, es la única que tengo, pero creo que si tuviese más amigos ella seguiría siendo la mejor. A día de hoy, es la única persona que conozco que me ha ayudado a ser un poco menos rígido.

Llegados a este punto, probablemente ya te habrás dado cuenta de que soy distinto. La gente no suele tardar mucho en verlo. Un médico nos dijo una vez que quizá estuviese «rozando el síndrome de Asperger», lo que es absurdo, no puedes estar rozando el síndrome de Asperger. En realidad, ya no puedes tener síndrome de Asperger y punto, porque en 2013 lo eliminaron del DSM-V (la edición en vídeo del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales). Ahora se considera que las personas que cumplen con ese grupo de características tienen autismo de alto funcionamiento (o AAF), algo que también es engañoso. El espectro del autismo es multidimensional, no lineal. Obviamente, aquel médico era un idiota.

Por curiosidad, yo mismo he leído sobre el tema (me compré un DSM-IV de segunda mano en eBay, porque el V era demasiado caro) y, aunque carezco de los conocimientos de medicina necesarios para hacer un diagnóstico completo, no creo que esa etiqueta pueda aplicarse en mi caso.

Sí, tengo problemas en situaciones sociales; me gustan el orden y la rutina; cuando me interesa algo puedo experimentar hiperconcentración, hasta el punto de excluir el resto de actividades; y sí, vale, soy torpe. Pero soy capaz de establecer contacto visual cuando tengo que hacerlo. No me aparto si me tocan. Reconozco la mayoría de modismos y frases hechas, aunque tengo una lista que voy actualizando en mi libreta por si acaso. Me gusta pensar que tengo empatía, pero no sé si es verdad.

De todos modos, no creo que en realidad importe si tengo síndrome de Asperger o no, sobre todo porque ya no existe. Solo es una etiqueta más. Pongamos como ejemplo la palabra «deportista». Si así lo quisiera un número suficiente de psiquiatras, podrían añadirla al DSM y diagnosticar a todos los jugadores del equipo de fútbol americano de Mapleview. Sus características comprenderían al menos dos de las siguientes: 1. condición física atlética, sobre todo con prendas de licra; 2. una comodidad antinatural ante el hecho de ponerse una coquilla en el pene; y 3. ser un cabrón. Puedes llamarme «aspi», «rarito» o incluso «idiota», da igual cuál elijas; la verdad sigue siendo que me gustaría mucho parecerme más a los demás. No necesariamente a los deportistas de mi instituto; no quiero ser de ese tipo de personas que se lo hacen pasar mal a chicos como yo. Pero si tuviese la oportunidad de sufrir una mejora de niveles estratosféricos (de cambiar al David 1.0 a una versión 2.0 que supiera qué decir en las típicas conversaciones del día a día), lo haría sin pensármelo dos veces.

Quizá cuando los padres eligen el nombre de sus hijos lo hacen según sus deseos y expectativas. Como cuando vas a un restaurante y pides un bistec poco hecho y, aunque no existe ninguna definición universal para «poco hecho», esperas que te traigan exactamente lo que quieres.

Mi madre y mi padre pidieron un David y les salí yo.

En mi libreta pone:

KIT LOWELL: altura: 1,62 metros. Peso: aproximadamente 57 kilos. Pelo castaño ondulado. Lo lleva recogido en una coleta los días que hay examen, los días de lluvia y casi todos los lunes. La piel es amarronada, porque su padre —que es dentista— es blanco y su madre es india (del sudeste asiático, no nativa americana). Puesto en la clasificación de notas de alumnos del curso: 14. Actividades extraescolares: periódico del instituto, club de francés, organización de eventos del consejo de alumnos.

Encuentros relevantes

1. Tercero: evitó que Justin Cho me tirase de los calzoncillos.

2. Sexto: me hizo una tarjeta de San Valentín. (Nota: KL hizo tarjetas de San Valentín para todos los chicos, no solo para mí. Pero cuenta. Era bonita, excepto por la purpurina. Porque la purpurina es incontenible y tiene propiedades pegajosas; no suelen gustarme las cosas incontenibles y pegajosas.)

3. Octavo: después de clase de matemáticas me preguntó qué había sacado en el examen. Contesté: «100». Ella dijo: «Ostras, sí que has estudiado». Yo contesté: «No, las ecuaciones de segundo grado son fáciles». Ella dijo: «Ah, vale». (Más tarde, cuando recreé la conversación para Esmía, me dijo que debería haber dicho que sí había estudiado, aunque fuese mentira. Mentir no se me da muy bien.)

4. Décimo: Kit me sonrió cuando anunciaron nuestros nombres por el altavoz como únicos semifinalistas para la beca al Mérito Nacional. Iba a decir: «Enhorabuena», pero Justin Cho se me adelantó. Le dijo: «¡Joder, tía!» y le dio un abrazo. Y luego ella ya no me estaba mirando.

Características importantes

1. Cuando hace frío, se tira de las mangas para taparse las manos en lugar de ponerse guantes.

2. No tiene el pelo rizado, pero tampoco liso. Le cuelga como unas comas repetitivas que se alternan.

3. Es la chica más guapa del instituto.

4. Se sienta con las piernas cruzadas en casi todas las sillas, incluso las más estrechas.

5. Tiene una cicatriz junto a la ceja izquierda que tiene forma de zeta, pero ya casi no se aprecia. Una vez le pregunté a Esmía si podría tocársela algún día porque tengo curiosidad por saber cómo es al tacto, y ella me dijo: «Lo siento, Pequeño D, pero como dice la bola mágica... “No va a poder ser”».

6. Conduce un Toyota Corolla rojo con matrícula XHD893.

Amigos

Casi todo el mundo, pero suele estar con Annie y Violet, y a veces con Dylan (Dylan chica, no Dylan chico). La característica común del grupo, con la excepción de Kit, es el pelo planchado, un ligero acné y pechos más grandes de la media. El año pasado, durante cinco días, Kit fue por los pasillos de la mano de Gabriel. De vez en cuando se paraban para enrollarse, pero ahora ya no lo hacen. Gabriel no me cae bien.

Notas adicionales: es maja. Esmía la pone en la lista de «Personas Dignas de Confianza». Yo estoy de acuerdo.

Por supuesto, no abro la libreta delante de ella. Ni a mí se me ocurriría hacer eso. Pero le acaricio el lomo porque, si la tengo cerca, estoy menos nervioso. Lo de la libreta fue idea de Esmía. Hace unos años, después del Incidente de los Vestuarios, que es irrelevante para lo que ahora nos ocupa, Esmía decidió que yo confiaba demasiado en los demás. Al parecer, a diferencia de mí, la mayoría de la gente no siempre dice la verdad. Tomemos como ejemplo la mentira sobre el examen planteada anteriormente. ¿Por qué debería mentir respecto a si he estudiado o no para un examen? Es absurdo. Las ecuaciones de segundo grado son fáciles. Eso es un hecho.

—Así que tu padre está muerto —digo, porque es lo primero que se me ocurre cuando se sienta. Es una información nueva que todavía no he añadido a su entrada de la libreta, pero solo porque me acabo de enterar. Suelo ser la última persona en saber las novedades sobre mis compañeros de clase, si es que llega a mis oídos en algún momento. Pero esta mañana Annie y Violet estaban hablando de Kit junto a la taquilla de la segunda, que, casualmente, está encima de la mía. Según Annie, Kit «es un desastre desde lo de su padre, y ya sé que es duro y todo eso, pero está como, no sé... borde». No suelo escuchar a los demás chicos del instituto (la mayoría de las cosas que dicen son aburridas; suenan a mala música de fondo, algo metálico y duro, quizá como el heavy metal), pero por alguna razón esto sí lo he oído. Luego han empezado a hablar sobre el entierro, sobre lo raro que fue que ellas llorasen más que Kit y que no es sano que se guarde dentro las cosas (los cual es absurdo porque los sentimientos no tienen masa y, además, ellas no son médicas).

Me hubiese gustado ir al funeral del padre de Kit, aunque solo fuese porque estaba en mi lista de «Personas Agradables», y creo que cuando muere alguien de tu lista de «Personas Agradables» debes ir a su entierro. El padre de Kit, el doctor Lowell, es —era— mi dentista y nunca se quejó de que mis auriculares de reducción de ruido le molestasen cuando usaba el torno. Siempre me daba una piruleta roja después de hacerme una limpieza, un gesto contraproducente que de todos modos yo siempre le agradecía.

Miro a Kit. No me parece un desastre. De hecho, va más arreglada que de costumbre y lleva una camisa blanca de hombre que parece recién planchada. Tiene las mejillas sonrosadas y los ojos un poco húmedos, y aparto la vista porque es tan guapa que me deja sin respiración y, por lo tanto, es muy difícil de mirar.

—Ojalá me hubiesen avisado, porque habría ido a su entierro. Siempre me daba piruletas —continúo. Kit sigue mirando fijamente al frente y no me contesta. Doy por sentado que esto significa que debería seguir hablando—. Yo no creo en el cielo. En eso estoy de acuerdo con Richard Dawkins. Creo que es algo que la gente se dice para no temer tanto a la finalidad de la muerte. Al menos a mí me parece muy poco probable que exista, por lo menos en esa versión con ángeles y nubes blancas de la que se habla por ahí. ¿Tú crees en el cielo? —pregunto. Kit le da un mordisco a su sándwich, pero no se vuelve hacia mí—. Lo dudo, porque eres una persona muy inteligente.

—Sin ánimo de ofender, pero ¿te importaría que no hablásemos? —pregunta.

Estoy bastante seguro de que no es una pregunta que requiera una respuesta, pero decido responder de todos modos. Esmía ha puesto la expresión «sin ánimo de ofender» en la lista de «Cuidado». Al parecer suele ir seguida de algo malo.

—En realidad lo preferiría, pero me gustaría decir una última cosa. Tu padre no debería haber muerto. Es muy injusto.

Kit asiente y se le mueve el flequillo.

—Pues sí —contesta.

Después nos acabamos los sándwiches (el mío es de mantequilla de cacahuete y mermelada porque es lunes) en silencio.

Pero un silencio cómodo.

Creo.

la_teoria_imperfecta_del_amor-4

2

Kit

En realidad no sé por qué decido no sentarme con Annie y Violet a la hora de comer. Siento sus ojos sobre mí al pasar junto a nuestra mesa habitual en la cafetería, que está delante del todo y es perfecta porque desde allí se puede ver absolutamente a todo el mundo. Siempre me siento con ellas. Siempre. Somos mejores amigas, formamos un grupito de tres desde hace años, así que soy consciente de que no saludarlas ni siquiera con la mano es toda una declaración de intenciones. Pero en cuanto he entrado y las he visto charlando y riendo en un corrillo y comportándose con normalidad, como si nada hubiese cambiado (y sí, sé que para ellas todo sigue igual, que en sus familias no hay ni más ni menos problemas que antes de que mi vida implosionara), me he dado cuenta de que no era capaz. No podía sentarme allí, sacar mi sándwich de pavo y comportarme como si fuese la misma Kit de siempre. La que haría alguna broma sobre la camisa que me he puesto como una especie de extraño homenaje a mi padre; es un intento estúpido de sentirme más cerca de él, aunque me hace sentir todavía más marginada y confundida que antes de ponérmela. Es justo la clase de recordatorio que no necesito. Como si pudiera olvidarlo ni aunque fuese solo durante un minuto.

Me siento estúpida. ¿Es eso lo que te hace la tristeza? Me siento como si me estuviese paseando por el instituto con un casco de astronauta en la cabeza. Una cúpula opaca y tan impenetrable como el cristal. Nadie de aquí entiende por lo que estoy pasando. ¿Cómo lo van a entender? Ni siquiera yo lo comprendo.

Por alguna razón, me ha parecido más seguro sentarme aquí, en el fondo, lejos de mis amigas, que es evidente que se han puesto a discutir sobre temas más importantes, como si los nuevos vaqueros de cintura alta te hacen las piernas gordas; y lejos de todas las personas que me han parado en el pasillo durante las dos últimas semanas con una expresión de falsa preocupación para decirme: «Kit, siento taaanto lo de tu padre...». Todo el mundo parece dejar esa palabra en el aire, como si les diera miedo continuar la frase, experimentar la caída libre que inevitablemente viene después en la conversación, cuando ya no sabes qué más decir. Mi madre afirma que hacer que los demás se sientan cómodos no es cosa nuestra: antes del entierro me dijo que se trataba de nosotras, no de ellos. Pero su manera de actuar, que es llorar y abrazarse a empáticos desconocidos, no es la mía. Todavía no sé cuál es la mía.

En realidad, empiezo a darme cuenta de que no es ninguna.

Lo que no voy a hacer es llorar: me parece demasiado fácil, demasiado desdeñoso. He llorado por sacar malas notas y por castigos y una vez, aunque me dé vergüenza admitirlo, por un mal corte de pelo (en mi defensa, diré que aquel flequillo tardó en crecer tres largos e incómodos años). Pero ¿esto? Esto es demasiado gordo para soltar lagrimitas de niña tonta y para actuar en plan «¡pobre de mí!». Es demasiado gordo para cualquier reacción.

Las lágrimas serían un privilegio.

Llego a la conclusión de que sentarme con David Drucker es la mejor opción, ya que es tan callado que hasta te olvidas de que está. Es un tipo raro (se sienta con su cuaderno de bocetos y dibuja peces con muchos detalles) y cuando habla se te queda mirando a la boca, como si tuvieses algo entre los dientes. No me malinterpretéis: yo me siento incómoda y fuera de lugar la mayor parte del tiempo, pero he aprendido a fingir. David, en cambio, parece decidido a no intentar siquiera comportarse como los demás.

Nunca lo he visto en ninguna fiesta ni en un partido de fútbol americano, ni siquiera en ninguna de las actividades extraescolares para empollones que quizá le gusten, como el club de matemáticas o el de programación. Que conste que yo soy muy fan de las actividades extraescolares para empollones porque quedan muy bien en las solicitudes para la universidad, aunque suelo decantarme por las más literarias y, por lo tanto, ligeramente más guais. La verdad es que yo también soy bastante empollona.

¿Quién sabe? Quizá no vaya muy desencaminado con su decisión de aislarse de los demás. No es una mala estrategia para sobrevivir al instituto. Viene todos los días, hace los deberes y se pasea con esos auriculares reductores de ruido. Básicamente espera a que termine.

Puede que yo sea un poco torpe socialmente y que a veces esté un poco desesperada por caer bien, pero, hasta lo de mi padre, nunca había sido callada. Es raro estar sentada en una mesa con solo otra persona, que el ruido de la cafetería sea algo de lo que me apetezca aislarme. Es lo opuesto a mi estrategia de supervivencia anterior, que consistía en tirarme de cabeza en todo el meollo.

Por extraño que parezca, la hermana mayor de David, Lauren, era la chica más popular del instituto hasta que se graduó el año pasado. Son polos opuestos en todos los sentidos: ella fue presidenta de su clase y reina del instituto. De algún modo, hasta se las arregló para hacer que ese cliché volviese a parecer guay gracias a su actitud irónica y hípster. Salió con Peter Malvern, al que todas las chicas, yo incluida, adorábamos desde la distancia porque tocaba el bajo y tenía esa barba que a la mayoría de chicos de nuestra edad no les crecería ni en sueños. Lauren Drucker es una leyenda viva: inteligente, popular y guapa. Si pudiera reencarnarme en otra persona, empezar otra vez esta película con un papel distinto, la elegiría a ella, aunque nunca hemos llegado a cruzar una palabra. Seguro que el flequillo le queda de lujo.

Estoy convencida de que, de no haber sido por Lauren y la amenaza implícita de que haría pedacitos a cualquiera que se riese de su hermano pequeño, a David se lo habrían comido con patatas en Mapleview. Pero lo han dejado en paz. Y lo digo en sentido literal: siempre está solo, siempre. Sin nadie que perturbe su tranquilidad.

Espero no haber sido maleducada cuando le he dicho que no me apetecía hablar; por suerte, no parece ofendido. Puede que él sea raro, pero el mundo ya es una mierda sin que seamos unos capullos los unos con los otros y, además, tiene razón con todo eso del cielo. No es que tenga ganas de hablar con David Drucker sobre lo que le ha pasado a mi padre (no se me ocurre nada sobre lo que me apetezca menos hablar, excepto, quizá, el grosor de las piernas de Violet, porque ¡¿a quién le importan sus dichosos vaqueros?!), pero la verdad es que estoy de acuerdo con él. El cielo es como Papá Noel, un cuento para engañar a niños pequeños e inocentes. En el entierro, cuatro personas diferentes tuvieron la osadía de decirme que mi padre estaba en «un lugar mejor», como si estar enterrado a dos metros bajo tierra fuese como irse de vacaciones al Caribe. Los compañeros de trabajo de mi padre fueron todavía peores: se atrevieron a decir que él «era demasiado bueno para este mundo». Si te paras a pensarlo, aunque solo sea un segundo, ni siquiera tiene sentido. ¿Acaso se les permite vivir solo a las malas personas o qué? ¿Por eso yo sigo aquí?

Mi padre era la mejor persona que conocía, pero no, no era «demasiado bueno» para este mundo. No está en «un lugar mejor». Y ni de coña creo que «todo sucede por una razón», que esto fuese «el plan de Dios» o que «fuese su hora», como si tuviese una cita a la que no podía faltar.

Ni hablar. No me trago nada de todo eso. Todos sabemos la verdad. Lo de mi padre ha sido una putada.

Al rato, David se pone los auriculares y saca un libro enorme de tapa dura. En el lomo se lee: Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales IV. Coincidimos en casi todas las clases (ambos tenemos toda la sobrecarga de trabajo de los alumnos avanzados del penúltimo curso), así que sé que no es una lectura del instituto. Si quiere pasar su tiempo libre estudiando los «trastornos mentales», bien por él, pero le sugeriría que se comprase un iPad o algo así para que nadie más lo viera. Es evidente que en su estrategia de supervivencia falta la regla número uno de Mapleview: no ondees tu bandera de friki demasiado alto. Es mejor tenerla enterrada, que pase desapercibida, esconderla bajo un metafórico casco de astronauta si es necesario. Quizá sea la única forma de salir vivo de aquí.

Paso el resto de la comida comiéndome el triste sándwich sin pensar. El teléfono suena de vez en cuando con los mensajes que me llegan de mis amigas, pero intento no mirar hacia su mesa.

Violet: ¿Hemos hecho algo para herir tus sentimientos? ¿Qué haces ahí sentada?

Annie: WTF?!?!?!?!

Violet: Al menos contéstanos. Dinos qué pasa.

Annie: ¡K! ¡Tierra llamando a K!

Violet: Va, dime la verdad. Los vaqueros: sí o no?

Cuando tienes dos mejores amigas, siempre hay una que está enfadada con otra. Hoy, al no contestar a sus mensajes, me he prestado voluntaria a ser la desplazada. Pero simplemente no sé cómo explicarles que hoy no soy capaz de sentarme con ellas. Que estar en su mesa, ahí, delante de todos, y charlar sobre tonterías me parece una traición. Valoro la posibilidad de dar mi veredicto acerca de los pantalones de Violet, pero la muerte de mi padre ha tenido el desgraciado efecto secundario de eliminar mi filtro. No hay necesidad de decirle que, aunque sus piernas se ven bien, la cintura alta la hace parecer un poco estreñida.

Esta mañana le he rogado a mi madre que me dejase quedarme en casa, pero se ha negado. No quería tener que entrar otra vez en esta cafetería ni ir de una clase a otra buscando la fortaleza para enfrentarme a otra sucesión de conversaciones incómodas. Aunque la verdad es que la gente ha sido muy amable. Me han hablado incluso con sinceridad, algo que casi nunca sucede por aquí. No tienen la culpa de que, de repente, todo (es decir, el instituto) me parezca increíblemente estúpido e inútil.

Cuando me he despertado esta mañana, no tenía la maravillosa amnesia de treinta segundos que me ha ayudado a seguir adelante las últimas semanas, ese precioso medio minuto en el que tengo la mente en blanco, vacía, sin nada que la torture. Pero hoy, al abrir los ojos, he sentido una ira nítida y poderosa. Ha pasado un mes desde el accidente. Treinta días imposibles. Para ser justa, me doy cuenta de que mis amigas no tienen las de ganar, se comporten como se comporten. Si lo hubieran mencionado, si hubieran dicho algo compasivo, como: «Kit, ya sé que hoy hace un mes de la muerte de tu padre, así que debe de ser un día muy duro para ti», también me habría molestado, porque es probable que me hubiese derrumbado y, aunque es inevitable que eso suceda en algún momento, no quiero estar en el instituto cuando pase. Por otra parte, estoy bastante convencida de que Annie y Violet no lo han mencionado porque no se acuerdan. Estaban charlando mientras bebían sus cafés idénticos del Starbucks; hablaban sobre qué chicos esperan que les pidan que vayan con ellos al baile y han dado por hecho que yo solo tenía un mal lunes. Lo que se esperaba de mí era que participase en la conversación.

Por alguna razón, se supone que yo ya debería haber vuelto a ser la de siempre.

No debería seguir como un alma en pena, con la vieja camisa de mi padre.

Hoy se cumple un mes.

Es extraño que, de entre todo el mundo, haya sido David Drucker quien pronunciara las únicas palabras correctas: «Tu padre no debería haber muerto. Es muy injusto».

—Ya hace dos semanas que volviste al instituto —ha dicho mi madre mientras desayunábamos como respuesta a mi último ruego para saltarme las clases—. Es algo a lo que ya te has enfrentado. Es como si te hubieses arrancado una tirita.

Pero no tenía ninguna tirita. Preferiría tener dos ojos morados, huesos rotos, una hemorragia interna y cicatrices visibles. O no estar aquí, sin más. Pero, en cambio, no tengo ni un rasguño. El peor de todos los milagros.

—¿Vas a ir al trabajo? —le he preguntado porque, si yo tenía problemas para enfrentarme al instituto, para ella también debería haber sido difícil vestirse, ponerse unos tacones y conducir hasta la estación de tren para ir a trabajar.

Por supuesto, mi madre también era consciente de la relevancia de la fecha de hoy. Al principio, cuando volvimos a casa del hospital, lloraba todo el rato mientras yo me mostraba insensible, sin derramar ni una sola lágrima. Durante los primeros días, mientras ella sollozaba, yo me quedaba sentada en silencio con las rodillas contra el pecho y unos escalofríos que me recorrían el cuerpo una y otra vez, pese a llevar un montón de capas de ropa. Ahora, un mes después, todavía no he conseguido entrar en calor.

Sin embargo, mi madre parece estar volviendo a ser la persona que yo conocía. Nadie lo diría durante los fines de semana, cuando se pone unas mallas de yoga y unas zapatillas deportivas y se recoge el pelo en una coleta, ni por la pinta que tenía justo después del accidente, hecha pedazos, gris y empequeñecida. Sin embargo, en su vida laboral es una jefa de armas tomar. Es la consejera delegada de una empresa de publicidad online llamada Comunicaciones Disruptivas. A veces la oigo gritar a sus empleados y utilizar la clase de palabras con las que yo me ganaría un castigo. De vez en cuando, su foto aparece en la portada de revistas del gremio junto a titulares como: «La diversidad, el futuro de los medios virales». Fue ella quien estuvo detrás de aquel vídeo con los perros y los gatos cantando, que la última vez que miré había llegado a los dieciséis millones de visualizaciones, y de ese anuncio pop-up tan genial de cereales para el desayuno con los dos padres gais de dos razas diferentes. Antes de adentrarse en la agonía de la viudedad, nadie podía con ella.

—Pues claro que voy a ir al trabajo. ¿Por qué no iba a hacerlo? —ha preguntado ella. Y, tras eso, ha recogido mi cuenco de cereales, aunque todavía no me lo había terminado, y lo ha dejado caer en el fregadero con tanta fuerza que se ha roto.

Luego se ha ido vestida con su «uniforme de trabajo»: un jersey negro de cachemira, una falda de tubo y unos zapatos de tacón de aguja. He pensado en limpiar los pedazos de cristal del fregadero. Quizá incluso en cortarme con uno, por accidente pero a propósito. Solo un poquito. Tenía curiosidad por descubrir si sentiría dolor o no. Pero entonces me he dado cuenta de que, pese a este estado que he adquirido tras la muerte de mi padre, en el que imbuyo de grandes significados cada pequeña cosa (como ponerme esta camisa de hombre para ir al instituto), era un acto demasiado metafórico. Incluso para mí. Así que he dejado allí los pedazos para que mi madre los limpiase después.

la_teoria_imperfecta_del_amor-5

3

David

Después de comer con Kit Lowell me quito los auriculares. Normalmente los llevo puestos entre clase y clase para que, cuando recorro los pasillos, el sonido ambiente se oiga amortiguado e ininteligible. La cháchara y el movimiento me sobrexcitan y me distraen, y así es mucho más probable que tropiece. La distancia más corta entre dos puntos es una línea recta, pero los chicos del instituto corren de un lado a otro con una agresividad injustificada. Se dan puñetazos en la espalda, se agarran del cuello con una sonrisa y chocan los cinco con fuerza. ¿Por qué querrán tocarse todo el rato? Y las chicas, aunque no zigzaguean tanto como ellos, también se detienen en medio todo el tiempo, a menudo sin razón aparente, y se abrazan de vez en cuando, aunque se hayan visto antes de la última clase.

Me los quito porque quiero ver si alguien habla del padre de Kit. He buscado su nombre en Google y he encontrado su obituario, que publicaron en el Daily Courier en la sección A16, hace tres semanas y cuatro días. Solo tenía tres frases cortas y, aunque valoro la concisión, se olvidaron algunos detalles relevantes, como el de las piruletas y que era un hombre agradable.

Robert Lowell, cirujano dental, falleció el viernes 15 de enero en un accidente de tráfico. Nació el 21 de septiembre de 1971 en Princeton, Nueva Jersey, y trabajó como dentista en Mapleview durante los últimos doce años. Deja una esposa, Mandip, y una hija, Katherine.

Los datos que he aprendido hasta ahora gracias a mi rápida búsqueda son los siguientes: 1. El padre de Kit se llamaba Robert, algo que de algún modo tiene sentido, una palabra corriente y un número de letras par. Yo siempre había pensado en él como Dentista, lo cual, ahora que lo pienso, es demasiado restrictivo. 2. El padre de Kit murió en un accidente de tráfico, una definición que no suele ser exacta porque, en la gran mayoría de los accidentes automovilísticos con víctimas mortales, los accidentados no mueren en el coche, sino después, en la ambulancia o en el hospital. Tendré que averiguar las particularidades de este caso.

Me encuentro a Gabriel en el pasillo.

GABRIEL FORSYTH: pelo rizado, ojos como canicas y boca de payaso.

Encuentros relevantes

1. Séptimo: me quitó las Oreo sin preguntar. Las sacó de mi bolsa térmica para el almuerzo y se fue.

2. Décimo: fue de la mano con Kit L. (No es un encuentro conmigo, pero sigue siendo relevante.)

3. Undécimo: se sentó a mi lado en física porque el profesor nos asignó esos asientos el primer día. Cuando vio que estaba lejos de Justin Cho, dijo: «Oh, mierda, ¿en serio, señor Schmidt?», con lo que se ganó una primera amonestación. No señalé que era un asiento relativamente bueno en términos de acústica y visión de la pizarra. Esmía dijo que fue buena idea que me lo guardase para mí.

Amigos

El equipo de lacrosse, el equipo de tenis (que, por supuesto, se solapan de forma considerable debido a los calendarios de la temporada).

Su mejor amigo desde los siete años es Justin Cho.

Información adicional: Esmía lo clasifica en la lista de «Personas No Dignas de Confianza».

No lo miro, sino que mantengo la cabeza gacha y me concentro en la gente que se detiene y echa a andar delante de mí.

—Eh, tío, después del entrenamiento en el Pizza Palace —dice Gabriel.

Por las zapatillas deportivas y el contexto, estoy seguro al 99 por ciento de que se dirige a Justin. No voy a incluir aquí las páginas de la libreta dedicadas a Justin, porque estoy cansado de leer y releer mis anotaciones sobre él y de preguntarme por qué me odi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos