1
Una relación abierta
—¿Una relación... abierta?
—Sí, exacto.
Mi novio me miraba con una amplia sonrisa. Yo, en cambio, no sonreía. En absoluto.
—¿Y eso qué es?
—Creo que el nombre lo define bastante bien, Jenny.
Tenía que estar bromeando.
O, mejor dicho, más le valía estar bromeando.
¡Acababa de dejarme delante de mi residencia! ¡Literalmente! ¡Ni siquiera había tenido tiempo para bajar la maleta del coche y ya estaba pensando en cambiar nuestra relación por completo!
—¿Tenemos que hablar de esto ahora, Monty? —murmuré de mal humor—. ¿No has tenido ningún otro momento?
—Eh..., no.
—¿En serio? Hemos estado juntos dos días enteros.
—Bueno, vale. Pero... Eh... No sabía cómo sacar el tema. No sentía que fuera el momento.
—Y este ha resultado ser el momento ideal, ¿no?
—No seas así, Jenny. Es el último que tengo antes de irme. Y no vas a querer hablar de esto por teléfono, ¿verdad?
—Pues no.
Suspiré y decidí relajarme un poco. Después de todo, estaba más alterada que de costumbre por los nervios que me causaba la universidad. No quería pagarlo con Monty. Y mucho menos justo antes de que se fuera. La perspectiva de separarnos estando enfadados me ponía un poco tensa.
Pero ¿qué se suponía que tenía que decirle? Me limité a mirarlo durante unos instantes en los que su sonrisa se hizo todavía más inocente de lo que ya era.
Entonces caí en el hecho de que no había pensado en qué sucedería entre nosotros cuando yo me quedara aquí y él volviera a casa. Él no iba a seguir estudiando. O, al menos, era algo que todavía no estaba en sus planes. En lugar de eso, continuaría jugando con el equipo de baloncesto de nuestro pueblo. Era lo único que le gustaba hacer. Jugar al baloncesto. Todo el día.
Y yo, por mi parte, había estado tan pendiente de la residencia, las clases y todo lo demás... que ni siquiera había pensado en que no nos veríamos en mucho tiempo. Demasiado. Entre sus entrenamientos y mis clases iba a ser difícil mantener el contacto diario. Y tampoco tenía dinero como para estar yendo a verlo constantemente, y, la verdad, dudaba que a él le apeteciera venir hasta aquí solo para verme. Seguro que me ponía la excusa de que estaba cansado por el baloncesto.
Al menos, en diciembre, cuando llegara Navidad, nos veríamos. Pero había tantos meses antes de diciembre... Era una eternidad.
Intenté centrarme de nuevo en la conversación cuando me di cuenta de que él seguía esperando una respuesta.
—No sé qué decirte —admití finalmente—. Ni siquiera estoy segura de entender qué implica eso de... tener una relación abierta. No sé qué es.
—Es muy sencillo. Mira... tú y yo somos pareja, ¿no?
—Eso creo, sí —bromeé, algo tensa.
—Pues eso. Nos queremos, nos apreciamos, nos respetamos, pero... tenemos nuestras necesidades.
—¿Nuestras necesidades?
—Sí.
—¿Qué necesidades? ¿Comer?
—No, Jenny.
—¿Beber?
—Mmm... no...
—¿Dorm...?
—Sexo.
—¿Eh? —Me puse roja al instante, y me aseguré de que nadie nos escuchaba—. ¿Se-sexo...? ¿Qué...?
—¿Puedes dejar de mirar a tu alrededor como si estuviéramos hablando de asesinar a alguien? Solo he hablado de sexo.
—No me gusta hablar de eso.
—Eso ya lo sé. —Puso los ojos en blanco—. Pero, aun así, tenemos nuestras necesidades sexuales, ¿no? Es decir, sé que tú eres un poco más asexual, pero yo...
—¿Sabes lo que significa ser asexual?
—... sí que tengo mis necesidades sexuales —siguió, ignorándome.
—Espera —mi voz subió tres decibelios—, ¿me estás diciendo que vas a acostarte con otras personas?
—¿Eh? ¡No, estoy...!
—Espero que sea una broma.
—Escucha —me sujetó la cara con las manos—, lo que te estoy proponiendo es que, si en algún momento... no lo sé... tenemos la necesidad de hacerlo..., lo hagamos.
—¿Y se puede saber por qué vas a tener la necesidad de acostarte con alguien que no sea yo? —Me aparté con el ceño fruncido.
—No quiero hacerlo —me dijo, casi ofendido.
—Oh, ¿en serio? —ironicé—. ¿Quieres que recapitulemos un poco?
Él entendió lo que quería decir al instante. Había hecho el ademán de sujetarme la cara de nuevo, pero se detuvo en seco y bajó las manos, ahora un poco tenso. Agaché la cabeza.
—Lo siento —murmuré—. Es que estoy nerviosa.
—Lo sé. —Se relajó y suspiró—. Mira, sé que suena raro, pero ahora está de moda todo esto de tener relaciones abiertas. Y está demostrado científicamente que las parejas duran más así.
—¿Demostrado por quién?
—Además, no es que quiera hacerlo ahora mismo, pero... ¿cuánto tiempo vamos a estar sin vernos? ¿Tres meses?
—Casi cuatro. Y no evites la preg...
—No creo que sea bueno para el cuerpo estar tanto tiempo sin hacerlo, Jenny.
Fruncí el ceño al instante.
—Yo me pasé diecisiete años de mi vida sin hacerlo con nadie y estaba muy bien.
—Pero no es lo mismo si eres virgen. Si no sabes lo que te pierdes, no sufres por no tenerlo. —Él me sujetó la mano y tiró suavemente de mí—. Vamos, cariño, sabes que te quiero, ¿no?
—Sí, Monty, pero...
—Sabes que eso no va a cambiar. Da igual lo que pase. O quien pase, mejor dicho. —Se empezó a reír de su propia broma—. Vamos, yo sé que me entiendes. Por eso estoy contigo y te quiero, porque siempre me has entendido perfectamente. Y sabes que tengo mis necesidades, Jenny. Entonces..., ¿qué más da si le doy un poco de amor a otras mientras no estés?
—Haces que ponerme los cuernos suene fantástico. —Me aparté.
—No son cuernos si es consentido.
—Es decir, que me estás pidiendo carta blanca para acostarte con quien te dé la gana.
—Bueno, no solo yo. Tú también puedes hacerlo.
Eso no era un gran consuelo, la verdad.
—¿Y si no quiero hacerlo con nadie más? ¿Lo has pensado?
—Pues... no lo hagas. Pero, al menos, tienes la posibilidad de hacerlo si algún día cambias de opinión. ¿Me entiendes?
—Es decir, que, si ahora entro en la residencia, conozco a un chico, me gusta y quiero acostarme con él, ¿no te importará que lo haga? ¡No te lo crees ni tú!
—Tampoco es así.
—Entonces, ¿cómo es?
—Jenny, no estoy diciendo que sea crucial que nos acostemos con alguien. Mientras tengamos que mantener una relación a distancia, tenemos el derecho a que... no sé, si nos encontramos en la situación de que alguien nos atraiga mucho, podamos hacer lo que queramos. Sin resentimientos, sin celos, sin reproches...
Volvió a sujetarme la mano y no me aparté, aunque tampoco estaba muy conforme con lo que estaba oyendo.
—No sé, Monty..., suena un poco raro.
—Vamos... —Me dio un beso en los labios, sonriendo—. Será divertido. Y podemos poner normas.
—¿Normas?
—Sí, claro. Así te sentirás más cómoda. Por ejemplo..., eh... cada vez que alguno de nosotros haga algo con alguien, tiene que decírselo al otro. Así será mejor.
—Es que no quiero saber los detalles de lo que haces a otras.
—Vale, pues no nos contaremos los detalles. Solo nos informaremos de que ha pasado.
—Monty...
—Vamos, pon tú otra regla.
—No he dicho que quiera seguir adelante con esto.
—Pues imagínate que aceptas. ¿Qué regla pondrías?
Lo consideré un momento mientras él me miraba, expectante.
—Vale... —suspiré—. Nada de amigos. No quiero que te lo montes con una amiga mía. Yo tampoco lo haré con un amigo tuyo.
—Me parece justo.
—¿De verdad me estás diciendo que no te importa que me acueste con otra gente?
—Si es solo sexo, no me importa. —Me sostuvo la cara con las manos otra vez. Lo hacía mucho cuando intentaba convencerme de algo—. De eso se tratan las relaciones abiertas. Aunque te acuestes con otra persona, sabes que quieres a tu pareja. Así de fuerte es nuestra relación. ¿No es genial?
No estaba muy segura de que «genial» fuera la palabra que yo usaría para definir la situación, pero no iba a dejarme en paz hasta que aceptara, así que terminé encogiéndome de hombros.
—Si es lo que quieres...
Él sonrió y me sujetó de la nuca para besarme. Me dejé besar sin muchas ganas. Después sacó mi maleta de su coche y la dejó en el suelo, a mi lado.
—Vale, pues vamos a...
—A partir de aquí, me las arreglaré —le aseguré—. Deberías irte o llegarás a casa muy tarde.
Se detuvo, sorprendido.
—¿Vas a ir tú sola?
—Sí. Quiero hacerlo.
—¿Estás segura, Jenny? Puedo echarte una mano.
—Segurísima. —Le di un último beso y me sonrió—. Llámame cuando llegues, ¿vale?
—Y tú mándame mensajes actualizándome cómo te van las cosas.
La verdad era que me esperaba una despedida un poco más emotiva, pero se limitó a acariciarme la mejilla con los nudillos y después se metió en el coche y me sonrió. Me despedí con la mano mientras él aceleraba, marchándose.
Por un momento, me arrepentí de haberle dicho que se fuera. Pero era lo mejor. Tenía que empezar a concienciarme de que lo más probable era que a partir de ahora fuera a pasar mucho tiempo sola. Habría que acostumbrarse a ello. Mejor empezar cuanto antes.
Me giré hacia el edificio y empecé a arrastrar mi maleta con los nervios revoloteando en mi estómago. Sinceramente, me sentía como un soldado a punto de afrontar su primera batalla.
Mi residencia era la más cercana a mi facultad, la de Filosofía y Letras. Al ver la fachada de ladrillo rojizo bastante desgastado, pensé que, probablemente, hacía mucho tiempo que nadie lo había reformado. Lo que más me llamó la atención fue un enorme cartel colgado de una de las paredes sobre la libertad de las mujeres. Sonreí de lado mientras subía las escaleras de la entrada, resoplando por tener que cargar con la maleta.
El interior estaba abarrotado y también tenía pinta de ser algo antiguo, pero había tanta gente joven que se me olvidó enseguida. Busqué entre todas aquellas personas y localicé el mostrador de recepción. Un chico rubio con unas gafas enormes, no mucho mayor que yo, parecía bastante estresado mientras le vociferaba algo a uno que estaba apoyado en el mostrador con despreocupación. Me extrañó un poco que hubiera un chico teniendo en cuenta que era una residencia femenina. Quizá era un familiar.
De todos modos, no era mi problema. Me acerqué a ellos y me detuve a un lado, dejando, educadamente, que terminaran.
—No puedo dejarte subir, Ross —le dijo el del mostrador. Sonaba cansado, como si lo hubiera dicho unas cuantas veces más—. El primer día está prohibido que entre nadie que no sea un familiar. En especial, un chico. Y lo sabes.
—Y lo sabes —repitió el otro, imitándolo mientras sonreía.
El rubio se ruborizó al instante.
—¿Puedes tomarme en serio por una vez en tu vida?
—¿Puedes tú no discriminarme por una vez en tu vida?
—Ross, es una residencia femenina...
—Gracias, no me había dado cuenta.
—... y tú no me pareces una chica.
—Tú tampoco lo pareces y veo que trabajas aquí.
El chico, muy ofendido, balbuceó algo incomprensible.
—¡Yo soy un trabajador competente y profesional que...!
—Bueno, sí, muy bien, ¿le vas a decir tú a Naya que tiene que subirse la maleta?
Él se detuvo en seco.
—¿Eh? No, no. Díselo tú.
—¿Yo? Ah, no. De eso nada. Yo quería subirla y ser un caballero, pero tú no me dejas. —Suspiró, negando dramáticamente con la cabeza—. Parece que voy a tener que echarte toda la culpa, Chrissy, qué pena. Me caías bien. No te preocupes, iré a tu funeral a despedirme de ti, ¿vale?
El rubio —¿se llamaba Chrissy?— lo miró un momento, considerando sus posibilidades.
—Que lo haga Will. Es su novio. A él sí que podría ponerlo como familiar.
—¿De verdad crees que estaría aquí si Will hubiera podido venir?
—La verdad es que no.
—Eres muy hábil.
—¿Y por qué no ha podido venir?
—Porque nuestro querido Will está muy ocupado y se cree que tengo cara de chico de los recados.
—¿Y es más importante lo que sea que esté haciendo que su novia?
—¿Y a mí qué me importa? Mira, me he despertado hace veinte minutos. He dormido dos horas. O incluso menos. La cosa es que me muero de sueño. Y esta maleta pesa más que mi vida. Y tengo mucha mucha hambre, Chrissy. Lo único que me interesa es irme de aquí para poder comerme la pizza fría que me sobró anoche y dormir hasta dentro de diez años.
Hizo una pausa y se inclinó más en el mostrador, enarcando una ceja.
—¿Me vas a dejar subir la maleta de Naya para que cada uno siga con su vida o vas a seguir insistiendo en que no lo haga?
Chrissy pareció ponerse nervioso, como si le hubieran cortocircuitado. ¿Tan grave era que entrara alguien que no fuera un familiar? Con la cantidad de gente que había por ahí, era difícil darse cuenta.
—Está bien —murmuró finalmente, derrotado—. ¡Pero márchate enseguida, que si te ven...!
—Si yo soy muy discreto, ya me conoces —le dijo Ross con una sonrisa de oreja a oreja.
El rubio del mostrador por fin pareció darse cuenta de mi existencia, porque volvió a adoptar la expresión seria que le había visto cuando había llegado.
—Tengo mucho trabajo, Ross, así que si me disculpas... —Me señaló con la cabeza.
Ross ni siquiera me miró mientras recogía la maleta.
—El hombre ocupado —ironizó en voz baja.
—¿En qué puedo ayudarte? —me preguntó Chrissy, mirándome e ignorando a Ross, quien puso los ojos en blanco y se metió entre la multitud, en dirección a las escaleras. Me centré en el recepcionista y esbocé una pequeña sonrisa.
—Perdón, no quería interrumpir.
—Ojalá lo hubieras hecho, no hay quien lo aguante —murmuró—. En fin, olvídate de eso. ¿Te alojas aquí?
—Sí. —Di un paso al frente y le mostré mi carnet—. Jennifer Michelle Brown.
Él se quedó mirándolo.
—¿Jennifer Michelle? —repitió, mientras miraba en su lista—. Nunca había oído esa combinación.
—Es que mis padres tienen mucha imaginación —murmuré.
Siempre había odiado ese segundo nombre. Mis hermanos solían llamarme Michelle de pequeña para hacerme rabiar, pero dejaron de hacerlo cuando crecí un poco y aprendí a devolverles las bromas molestas.
Pero, claro, seguía siendo mi segundo nombre. Y seguía odiándolo.
—A ver, a ver... —murmuró Chrissy—. Mmm... Sí, aquí estás. Mira, qué casualidad.
—¿El qué? —pregunté.
—Acaban de subirle la maleta a tu compañera de habitación —dijo él, señalando el lugar por el que había desaparecido Ross—. Buena suerte. La necesitarás.
Me quedé mirándolo, un poco asustada.
—¿Suerte? ¿Por qué?
—Era una broma —se apresuró a decirme con una risita nerviosa, lo que me llevó a pensar que no lo era en absoluto—. Es que te ha tocado compartir habitación con Naya Hayes.
—¿La conoces?
—Sí... Es mi hermana pequeña.
Me confundió un poco el tono que usó. Seguía pareciendo nervioso.
—¿Y eso es... malo? —pregunté.
—¿Qué? —Su voz sonó algo más aguda que antes—. No, no... Bueno... Ejem...
Intentó disimular y me puso una llave delante, sonriendo.
—Habitación treinta y tres. Primer piso. No tiene pérdida.
Justo en ese momento, volvió a aparecer el chico de antes, solo que con las manos vacías.
—Déjame la llave —le dijo a Chrissy—. Tu hermana no está.
—¿Y dónde está? —preguntó él.
—Oye, es tu hermana, no la mía. Deberías saberlo mejor que yo.
—No tengo otra copia de la llave, Ross.
—Muy bien, pues sus cosas se quedarán en el pasillo, a merced de ladrones de bragas y cotillas de maletas.
Él suspiró y yo intenté no esbozar una sonrisa divertida.
—Puedes esperar un momento a que termine de hacerle la presentación oficial a Jennifer y luego ella te abrirá la puerta. —Chrissy me miró—. Si no te importa, claro.
Ross me miró por primera vez y me puse un poco nerviosa por ser el foco de atención.
—Eh..., no hay problema.
—Mira, un poco de simpatía, para variar. —Él sonrió ampliamente al recepcionista.
—Tengo que hacer la presentación, Ross.
—¿Y quién te lo impide?
Chrissy lo ignoró por completo y se concentró en mí.
—Bienvenida a la residencia, Jennifer. Si necesitas algo, me llamo Chris y soy...
—El que se encarga de que no entren chicos sin permiso —me dijo Ross—. O, al menos, lo intenta.
—... el encargado de mantener la paz en esta residencia —siguió Chris—. Me alojo en la habitación uno. Es la primera puerta del primer piso. Si necesitas algo pasadas las doce de la noche, me encontrarás ahí.
—Y si no, lo encontrarás jugando al Candy Crush aquí —concluyó Ross.
—¡Yo no juego a nada en mi horario laboral! —Chris respiró hondo, recuperando la compostura—. En todo caso, Jennifer, ven a buscarme a mi habitación solo si es una emergencia de verdad. Y con eso me refiero a que esté ardiendo el edificio, no a que se te haya caído el móvil en el retrete y te dé asco sacarlo.
—¿Llaman mucho a tu puerta? —le pregunté, divertida.
—Más de lo que me gustaría —me aseguró.
Soltó un suspiro cansado y volvió a centrarse.
—Puedes pedir una copia de la llave si la pierdes, pero vas a tener que pagar una pequeña multa de diez dólares. Y las visitas son libres de día, pero de noche están prohibidas a no ser que me hayas avisado con, al menos, un día de antelación. Y con la condición de que tu compañera esté de acuerdo, claro. Los servicios comunitarios están al final del pasillo de cada piso, pero creo que tú tienes una habitación con cuarto de baño propio, ¿no? En todo caso, puedes ir a cualquier hora. ¿Se me olvida algo? Ah, sí..., aquí está.
Se giró y rebuscó algo en un cajón. Después, me enseñó una cesta llena de cuadraditos de plástico.
—La seguridad es lo primero —me dijo, señalando los preservativos—. Regalo de la facultad. Solo uno.
Me quedé mirándolos, roja de vergüenza.
—Yo te recomiendo los de fresa —me dijo en voz baja—. Es el sabor más solicitado.
—¿A ver? —murmuró Ross, y se asomó para empezar a rebuscar.
—¡Solo uno! —le chilló Chris al ver que agarraba un puñado.
Ross le puso mala cara y soltó todos menos uno.
El mío resultó ser de mora. Me lo metí en el bolsillo con una sonrisa incómoda.
—Eh..., gracias.
—Que tengas un buen día —me dijo Chris alegremente—. No dudes en pedirme ayuda si la necesitas en algún momento. Estoy aquí para eso. Ahora, podéis marcharos. ¡Siguiente!
Di un respingo con el grito. Apenas unos segundos más tarde, una chica ya me había adelantado para hablar con Chris.
—Entonces... —me dijo Ross al ver que me quedaba parada—, ¿tienes la llave?
Me aclaré la garganta y se la enseñé.
—A no ser que me haya engañado, la tengo.
Él la miró y me dedicó media sonrisa.
—Genial, vamos, te ayudaré.
Agarró mi maleta alegremente y lo seguí escaleras arriba, sujetando mi pequeña mochila. Mientras cruzábamos el pasillo del primer piso, me quedé mirando a los familiares llorosos que se despedían con abrazos y besos de las chicas que se quedaban. Pensé en mi madre y en la escena que habría montado si hubiera venido. Menos mal que me había traído Monty. Y que ya se había marchado.
Ross se detuvo junto a la maleta púrpura que había visto antes y se apartó para que pudiera meter la llave en la cerradura. Abrir la puerta resultó ser un poquito más complicado de lo que esperaba, de hecho, tuve que darle un empujón, incluso usando la llave. Qué deprimente.
—Bueno —murmuré, entrando—. No está tan mal.
—Al menos, no es un basurero —bromeó Ross, empujando las dos maletas hacia el interior.
Miré a mi alrededor. La habitación era muy sencilla. Quizá demasiado. Tenía las paredes verdes y blancas y una ventana encima de cada una de las dos camas individuales, que estaban cubiertas con sábanas de lunares amarillos. También había una mesa con una silla y una lámpara y, en la pared de enfrente, dos armarios pequeños. Lo que estaba claro era que yo no había llegado la primera, porque en la cama de la izquierda ya había cosas de mi nueva compañera.
—¿Conoces a la chica que dormirá ahí? —le pregunté a Ross, señalando la cama.
Se detuvo un momento, mirándome.
—¿Yo? No. Es que me gusta transportar maletas de desconocidos. Es la pasión de mi vida.
Me puse roja. Obviamente, la conocía. ¿Por qué decía tantas tonterías cuando me ponía nerviosa?
Bueno, igual era porque me había parecido guapo. No estaba mal que un chico que no era mi novio me pareciera guapo, ¿no? Esperaba que no. Pero sí, me había llamado un poco la atención. No estoy segura de si había sido el pelo castaño alborotado —ese chico no se peinaba, seguro—, los ojos claros o la amplia sonrisa. O quizá había sido la vieja sudadera. No lo sé. Ni siquiera sabía que me gustaran los chicos tan alegres. En general, solían parecerme muy pesados.
Y... quizá no debería darle tantas vueltas al tema.
—Es la novia de mi mejor amigo —aclaró Ross al verme la cara para sacarme del apuro—. Se llama Naya.
—¿Y es...? —intenté no sonar muy asustada—. ¿Es simpática?
—Bueno, lo es cuando le interesa serlo. —Se quedó mirando la habitación un momento, pensativo—. También puede llegar a ser muy persuasiva.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo entenderás cuando te veas a ti misma haciendo cosas que no te apetecían hacer porque ella ha conseguido convencerte. —Se encogió de hombros.
Me miró un momento más antes de suspirar y señalar la puerta con una mano.
—Bueno..., si me disculpas, mi trabajo de transportista ha concluido.
—Sí, claro, gracias por ayudarme con la maleta.
—Un placer —dijo sonriendo, antes de darse la vuelta y marcharse tan feliz.
Intenté sentarme en la cama cuando estuve sola, pero me incorporé de un respingo al escuchar un horrible crujido. Bueno, estaba claro que no era una residencia muy cara.
Ya llevaba una hora colocando mis cosas en el armario cuando la puerta volvió a abrirse. Esta vez no fue Ross el que apareció, sino una chica rubia de ojos claros y nariz puntiaguda. Tenía un aspecto bastante distraído. Clavó los ojos en mí al instante, analizándome de arriba abajo.
—Hola —la saludé.
—¿Tú eres Jennifer? —Para mi sorpresa, pareció entusiasmada—. ¡Menos mal! No pareces una rarita. Bueno, no lo eres, ¿no?
Parpadeé, sorprendida.
—La verdad es que suelo considerarme bastante normal.
Incluso aburrida.
—¡Genial! Es que mis padres me habían asustado con eso de los compañeros de habitación —me explicó—. No quería tener que convivir con una desconocida rarita durante los próximos meses. Aunque..., bueno, yo soy un poco rarita. Pero no importa. Soy Naya, por cierto. Un placer conocerte.
Hablaba tan rápido que me resultaba difícil entenderla. La seguí con la mirada cuando suspiró y se dejó caer en su cama, que también crujió, pero eso no pareció preocuparle demasiado.
—Espero que no te importe que haya escogido este lado —añadió—. Podemos cambiarnos, si quieres.
—No te preocupes. Tu cama no parece mucho más cómoda que la mía.
—La verdad es que he intentado echarme una siesta y no he podido. —Puso mala cara—. Tendremos que acostumbrarnos. No nos queda más remedio.
Entonces vio su maleta púrpura y su expresión se iluminó con una gran sonrisa.
—¿Ha venido mi novio?
—Ha venido un chico, pero creo que no era tu novio. Ha dicho que se llamaba Ross.
—¿Ross? ¿Ha mandado a Ross? —sonaba perpleja e indignada a partes iguales—. Espero que no te haya molestado mucho.
¿Molestarme? ¿A mí? Bueno, no es que hubiéramos pasado mucho rato juntos, pero no me había parecido mal chico. De hecho, había sido bastante simpático conmigo. Incluso me había ayudado a subir mis cosas sin conocerme de nada.
—No..., de hecho, me ha ayudado con la maleta.
—¿Ross te ha ayudado? —repitió, confusa—. Sí que le ha dado el sol este verano. Le ha afectado al cerebro.
Se puso de pie y abrió la maleta, empezando a rebuscar entre sus cosas. No tardó en imitarme y comenzar a guardarlas en el armario.
—¿Y qué estás estudiando? —le pregunté, metiendo mis botas favoritas en el mío.
—Trabajo social. —Sonrió, doblando un jersey—. Me gustaría poder ayudar a familias disfuncionales cuando sea mayor. Entre otras cosas, claro.
—Vaya. —Levanté las cejas—. Eso es... muy solidario.
—Bueno, no tan solidario. Voy a cobrar por ello. ¿Y tú?
—Filología.
—¡Oh, letras! ¿Te gusta la poesía?
—Mmm... no.
—¿El teatro?
—Eh..., tampoco.
—¿La... novela?
—No mucho.
—¿Leer algo? ¿Lo que sea?
—No...
Me miró, confusa.
—Sabes lo que se hace en esa carrera, ¿no?
—Es que... no sabía qué elegir.
—Oh. —Pareció no saber qué decir—. Bueno, igual te termina gustando.
—Eso espero. —Sonreí—. O los próximos cuatro años se me van a hacer muy largos.
En realidad, no serían cuatro años. Había conseguido convencer a mis padres para ir a una universidad que estuviera lejos de casa, pero solo por un semestre. Así que, en diciembre, tendría que ver si seguía ahí o me mudaba más cerca de ellos. Por ahora, tenía claro que quería quedarme.
Estuve un rato hablando con Naya, cosa que me tranquilizó muchísimo. Resultó ser una chica encantadora. No entendí muy bien por qué su hermano me había deseado suerte. De hecho, me cayó tan bien que empezamos a hablar de nuestras familias, de cómo habían llorado cuando nos habíamos ido y de cómo las echábamos ya de menos. Ni siquiera nos dimos cuenta de que se hacía de noche hasta que ella miró la hora en su móvil.
—¡Mierda! —soltó de repente, haciendo que diera un respingo—. Llegaré tarde.
No sabía si era muy pronto para preguntarle al respecto. Después de todo, acababa de conocerla.
Pero no pude resistirme.
—¿Dónde?
—Mi novio vive cerca de aquí con sus dos compañeros de piso —me explicó—. Quería enseñarme la casa y va a venir a buscarme en... ¡¡¡Oh, no, cinco minutos!!!
Lo gritó tan fuerte que, por un momento, pensé que vendría alguna vecina a quejarse. Se puso histérica mientras buscaba algo en su armario y se cambiaba de ropa a toda velocidad.
—¡Mierda, como no me dé tiempo a cambiarme...!
—La ropa que llevas está bien —murmuré, confusa.
Llevaba una blusa rosa y unos pantalones azules. Y le quedaban como un guante.
—¿Es una broma? Mírame, parezco un maldito umpa lumpa.
Contuve una sonrisa.
—No sabes cuánto he esperado a volver a verlo —murmuró, dando saltitos para meterse en sus pantalones inhumanamente estrechos—. Bueno, y él a mí, claro.
—Entonces, es una gran noche —comenté, mirando mi móvil para comprobar que Monty, efectivamente, no me había dicho nada.
El primer día y ya había roto la promesa de llamarme. Qué romántico era siempre.
Naya agarró un jersey azul y se lo puso tan rápido que casi lo rompió. Después se acercó al espejo que había en la puerta de mi armario y se retocó la máscara de pestañas con un dedo.
—¿No sería mejor que usaras rímel? —sugerí.
—¡Lo tengo en el fondo de la maleta y ahora no me da tiempo a sacarlo!
—Pues usa el mío.
Me miró, sorprendida.
—¿En serio? ¿Puedo?
—Solo es rímel. —Me encogí de hombros, lanzándoselo.
Ella lo atrapó en el aire y me observó por un momento más. Puse una mueca, confusa.
—¿Qué?
—Nada. Oye, ¿quieres venir con nosotros?
Vale, eso me pilló desprevenida.
—¿Quién? ¿Yo?
—¿Hay alguien más en la habitación?
—No, pero... ¿estás segura? Es decir, no conozco a tu novio.
—¡Claro que estoy segura, tonta! Me has caído genial. Y les encantarás.
—Pero...
—Además, ya conoces a Ross y te ha caído bien, ¿no? Eso que te ahorras.
No sabía qué decirle. No era muy dada a hacer amigos el primer día que llegaba a un lugar nuevo, pero... no conocía a nadie, y quizá podía intentar integrarme.
Además, mi hermano Spencer me había dado una larga y aburrida charla sobre ser más sociable. Su única norma había sido que dijera menos veces que no a la gente.
Y a la primera ya estaba pensando en hacerlo.
—Vamos, son muy simpáticos —insistió Naya—. Y tienen comida china. Gratis.
No podemos decir que no a la comida china, Jenny.
Sí, gracias, conciencia.
—Tienen rollitos de primavera —siguió Naya—. Y arroz tres delicias, y...
—Vale, vale —accedí al ver que iba a seguir—. Cuenta conmigo.
—¡Genial!
Agarré mi chaqueta verde y me la puse viendo cómo ella se retocaba el pelo. Tenía curiosidad por conocer a su novio. Si era como ella, me caería bien. Naya agarró una llave de la habitación y me hizo un gesto entusiasta.
—Vamos, ya debe de estar esperando.
Bajamos las escaleras de la residencia juntas y Naya saludó a Chris con la cabeza, aunque él estaba tan centrado en dar condones a otra chica nueva que no nos vio.
—Pobre Chris —comentó Naya—. Vive estresado.
—¿No tiene ningún compañero?
—No lo creo. Pero se las apaña bien... algunas veces. —Ella sonrió.
—Oh.
—No nos parecemos en nada. Soy consciente de ello.
—No..., la verdad es que no.
—Al principio, parece un poco pesado, pero le acabas cogiendo cariño.
Hizo una pausa al mirar fuera.
—¡Ahí está Will!
Will era un chico alto, de piel oscura y con aspecto de tener mucha paz interior, que esperaba fuera con las manos en los bolsillos. Naya salió chillando como una loca del edificio y escuché que Chris le chistaba, enfadado, pero no le hizo ni caso. Intenté rezagarme un poco mientras ellos se besuqueaban para darles intimidad.
Naya se separó en cuanto me oyó abrir la puerta.
—Mira, cariño, esta es mi compañera de habitación. —Naya le sonrió—. ¿A que no parece que sea rarita?
No supe qué decir. Will me sonrió a modo de disculpa.
—Will —se presentó—. Es un placer.
—Jenna. Igualmente.
—¿Te importa que venga con nosotros? —Naya aumentó su sonrisa.
—Claro que no. —Will señaló su coche—. Vamos, subid antes de que esos dos se lo coman todo.
Subí a la parte trasera de su coche y me puse el cinturón frotándome la punta de la nariz, que estaba helada por culpa del frío. Naya le estaba contando a Will que su hermano se había enfadado con ella esa mañana porque había perdido las llaves de la habitación a los cinco minutos de entrar en ella y había tenido que pedir la copia. Así que por eso no había ninguna copia para Ross... Will negaba con la cabeza con una pequeña sonrisa, por lo que supuse que estaba acostumbrado a escuchar historias similares.
Naya se giró en ese momento y me pilló mirando mi móvil con impaciencia.
—¿Esperas a que tu madre te llame? —preguntó, sonriendo.
—¿Eh? No. Hemos quedado en que solo puede llamarme una vez por semana. Pero las dos sabemos que no me hará ni caso.
—Mi madre ya ni se molesta en llamarme —me dijo Will—. Cuando lleves un año aquí, se acostumbrará.
—Bueno —Naya me dedicó una sonrisa traviesa—, ¿y de quién es la llamada que esperas?
—De mi novio —le expliqué—. Dijo que me llamaría.
—Oh, ¿tienes novio?
—Sí. Uno un poco olvidadizo.
—Se habrá distraído. —Ella le quitó importancia—. Ahora tú también vas a distraerte y no te acordarás de él.
La miré de reojo.
—¿Los del piso tienen nuestra edad? —pregunté. No quería hablar de Monty.
—No. Los tres son de segundo año. —Naya suspiró—. Seremos las enanas de la fiesta.
—En realidad, Sue es de tercero —le recordó Will.
—Ah, sí. Sue. Es verdad. Existe. Se deja ver tan poco que a veces se me olvida.
—No seas cruel. —Will la miró.
—¡Sabes que tengo razón!
—Cariño, Sue no sale mucho de su habitación cuando tú estás porque no tenéis la mejor relación del mundo.
—Porque es insoportable.
—Eso es justo lo que dice Sue de ti.
—¿Lo ves? ¡La insoportable es ella! —Naya se cruzó de brazos.
Pero el enfado repentino se le pasó enseguida. Se volvió a girar hacia mí y cambió de tema abruptamente.
—Este guaperas y yo hemos estado manteniendo una relación a distancia durante casi un año —me explicó—. Hasta hoy. ¡Por fin volveremos a vernos cada día!
Aprovecharon ese momento para besuquearse en un semáforo en rojo.
—Dicen que las relaciones a distancia son difíciles —comenté en medio de la orquesta de besos empalagosos.
—No para nosotros. Llevamos siete años juntos. Tenemos muchísima confianza.
Madre mía. Siete años. Yo solo llevaba con Monty cuatro meses y ya me parecía toda una eternidad.
—Siete años —repetí, sorprendida—. Eso es... casi media vida.
—Lo sé. Es mucho.
—Muchísimo. —Will asintió con la cabeza.
—Pero a mi lado se pasa rápido. —Naya lo miró al instante.
—Claro, claro.
—Empezamos a salir siendo unos críos. Ni siquiera nos besamos hasta que pasaron unos meses.
—Y casi me diste una bofetada —le recordó Will.
—¡Porque no sabía que para besar a alguien se usaba la lengua, me pilló desprevenida!
Empecé a reírme mientras seguían discutiendo juguetonamente.
Will giró entonces por una calle poco concurrida de pisos y supermercados cerrados. Al llegar a la mitad, entró en uno de los garajes y aparcó el coche en el único sitio libre. Cuando bajé, me quedé mirando el de al lado, un todoterreno negro con pegatinas en la parte trasera con referencias de música y películas. Pasé el pulgar por una de ellas, curiosa.
—¿Vamos? —me preguntó Naya al ver que me distraía.
—¿Eh? Sí, perdón.
Los seguí por la rampa del garaje y llegamos al interior de un edificio bastante bonito. Will nos condujo al ascensor y pulsó el botón del tercer piso.
—¿No les importará a tus amigos que haya venido? —le pregunté, jugueteando con mis manos.
Podrías ocultar un poquito más tu inseguridad.
—Claro que no —me aseguró él—. Seguro que a Ross le alegra verte otra vez. Le has caído bien.
No pude evitar parecer sorprendida.
—¿Te ha hablado de mí? Pero... si solo hemos estado juntos cinco minutos.
—Me ha dicho que parecías una chica muy simpática. Y que Naya te quitaría las ganas de vivir muy pronto.
Sonreí mientras ella ponía los ojos en blanco.
—Ross es un encanto —ironizó.
Subimos los tres hasta el tercer piso, donde había solo dos puertas y una ventana cerrada. Will sacó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta de la derecha.
Al instante, el olor a comida china hizo que me rugieran las tripas. Entramos en un descansillo pequeño que daba a un salón. Después, Will señaló un perchero.
—Podéis dejar las chaquetas ahí.
Naya, que tampoco había estado nunca en ese piso, parecía casi tan nerviosa como yo.
Los seguí a través del marco de madera hacia un sencillo salón con dos sofás, dos sillones, una mesa de café llena de bolsas de comida, una televisión grande con varias consolas, una estantería hecha un desastre junto a un ventanal, un pasillo grande que parecía llevar a las habitaciones y una barra americana que lo separaba de una pequeña cocina.
Ah, y también había dos personas sentadas en el sofá. Detalle importante.
—¡Por fin! —gritó Ross, a quien identifiqué enseguida—. Me estaba muriendo de hambre.
—Yo también me alegro de verte de nuevo —le dijo Naya.
Los dos se giraron hacia nosotros. La chica que no conocía —supuse que sería Sue— hizo una mueca y volvió a lo suyo. Ross, en cambio, sonrió malévolamente hacia Naya.
—Genial, hemos pasado de la tranquilidad absoluta a tener que escuchar gritos en estéreo todo el día.
—Si yo nunca me enfado —protestó ella.
—¿Y quién ha hablado de enfadarse?
Will le lanzó la chaqueta a la cara. Ross se rio y la tiró a uno de los sillones. Sue, que estaba sentada ahí, los miró a los dos con mala cara y se centró en abrir su bolsa de comida.
Era la que más se parecía a mí. Las dos teníamos la piel ligeramente bronceada, el pelo castaño, los ojos del mismo color..., pero ella estaba bastante más delgada que yo y tenía los ojos un poco más rasgados. Era una chica preciosa. Aunque la mueca de asco camuflaba un poco su belleza.
—Veo que aún no has salido corriendo —me dijo Ross al acercarme.
—No la asustes. —Naya lo señaló—. Es mi compañera de habitación. Y quiero que siga siéndolo.
—¿Qué insinúas? —Él frunció el ceño.
—Que eres un pesado —dijo ella, y me agarró de la mano—. Ven, siéntate con nosotros.
Will me había hecho sitio junto a él en el sofá. Naya se sentó a su otro lado.
—Acaba de llegar y ya me está insultando —le dijo Ross a Will.
—No la asustes —le repitió Naya.
—¡Yo no asusto a nadie! Además, si quiere vivir contigo, tendrá que saber que tú y Will sois como un combo. Aguantar a uno implica aguantar al otro.
—¿Qué? —pregunté, confusa.
Ross me miró.
—Cuando no puedas dormir ninguna noche de la maldita semana por el ruido que hacen, ya volveremos a tener esta conversación.
—Déjalo, Jenna. Todos hemos aprendido a ignorarlo —me aseguró Will, sonriendo.
Hubo un momento de silencio incómodo solo interrumpido por el ruido de la chica callada desenvolviendo sus palillos. Cuando vio que la estaba mirando, frunció el ceño y yo aparté la mirada, enrojeciendo.
—Ellos son Ross y Sue —añadió Naya, sonriéndome, aunque yo ya conocía al primero.
—Nunca había oído ese nombre —murmuré, mirándolo—. ¿Ross es el diminutivo de algo?
—Es mi apellido —me dijo, desenvolviendo unos palillos—. Me llamo Jack Ross, pero todo el mundo me llama Ross.
—Su padre también se llama Jack —explicó Will, dejando dos bandejas grandes de comida china en la mesa auxiliar.
—Y yo dije que, como me llamaran Jack Ross Junior, me cortaría las venas —finalizó Ross.
Sonreí y me adelanté para agarrar unos palillos y robar un rollito de primavera.
—¿Y eres de por aquí, Jenna? —me preguntó Will amablemente.
Me apresuré a tragarme lo que tenía en la boca para poder responder.
—No. —Casi me atraganté por hacer el idiota—. Mi familia vive un poco lejos de aquí. A unas... cinco horas, más o menos.
—¿Y has venido en coche? —Naya se quedó mirándome.
—Sí. —Sonreí—. Pero me he pasado casi todo el viaje durmiendo.
—¿Y por qué has venido aquí? —preguntó Ross, mirándome—. ¿Te ha maravillado nuestra increíblemente alta contaminación? ¿O te han convencido todas las fábricas grises y deprimentes de la gran ciudad?
—Tenéis mejores universidades —le dije—. Pero la verdad es que quería alejarme de mi casa un tiempo.
—El pequeño polluelo quería abandonar el nido —murmuró Ross distraídamente.
—No podía ser tan malo vivir allí —me dijo Will.
—No es que fuera malo. Bueno, yo estaba bien en casa. Pero mi pueblo es pequeño; siempre con la misma gente, los mismos sitios... Todo es muy repetitivo. Quería intentar algo nuevo.
Me estuvieron preguntando durante un buen rato cosas de mi casa y otras relacionadas con lo que estaba estudiando. Todo iba bien hasta que Naya me preguntó por mi novio y les conté lo que había pasado cuando me había dejado esa tarde.
Sí, a veces me costaba controlar que le decía a la gente que conocía desde hacía solo unas horas.
—¿Una relación abierta? —preguntó Naya, confusa—. ¿Eso qué es?
—No sé si se lo ha inventado él, pero dice que es cuando dos personas se quieren, pero pueden acostarse con otras.
—Nunca entenderé la vida en pareja —murmuró Ross, mirando mi plato—. ¿Te vas a comer todo eso?
Me habían movido a su lado para dejar los mandos de la consola junto a Will. Le ofrecí el plato.
—Todo tuyo.
—Me gusta esta chica —dijo él, sonriente.
Will miró a Naya.
—Igual deberíamos intentarlo nosotros, cariño. Ya sabes, eso de acostarnos con otros.
—Como lo hagas, te voy a matar mientras duermes —le advirtió ella—. Yo no podría seguir con mi vida tan tranquila sabiendo que Will podría estar acostándose con alguien.
—Pero sería sin amor —señaló Ross, y luego me miró con el ceño fruncido—. ¿No?
—Sí, supongo. —Me encogí de hombros.
—Aun así. ¿Y si un día te gusta más la otra persona? Es una posibilidad. —Naya negó con la cabeza—. Yo no podría.
La verdad era que no me había detenido a pensarlo durante mucho tiempo, pero Naya tenía razón. ¿Y si le gustaba más otra chica que yo? ¿Qué haría entonces?
Mejor no pensar en ello. Al menos, no en ese momento. No quería agobiarme con algo que todavía no había sucedido.
Mientras pensaba en ello, hice un ademán de apoyarme en uno de los cojines del sofá de una forma bastante distraída. Sin embargo, me detuve en seco cuando escuché lo que parecía un bufido de gato furioso a mi lado. Pero no era un gato, era Sue, que me crucificaba con la mirada.
—Es mío —me dijo secamente.
Me aparté, asustada. Era lo primero que había dicho desde que había llegado.
—Eh..., perdón..., no lo sabía —murmuré, devolviéndoselo.
Ella me miró con los ojos entornados mientras lo abrazaba, como si le hubiera dado una patada a un cachorrito.
—Pedir perdón no soluciona nada —masculló.
No supe qué decirle. Ross, a mi lado, contuvo una risotada.
—No te lo tomes como algo personal —me dijo—. Está así de loca con todo el mundo.
—No estoy loca, idiota.
—Vale, vale. Entonces no estás loca. Solo estás mal de la azotea.
Sue le sacó el dedo corazón y se quedó abrazada a su cojín. Mientras, Will y Naya estaban ocupados dándose besitos e ignorándonos.
Así que eran una de esas parejas.
Pero lo peor no era que se besaran, sino que lo hacían de forma muy ruidosa. De hecho, se formaba un silencio bastante incómodo cada vez que se oía a alguno de ellos. Miré de reojo a Ross, que los estaba observando con una mueca casi de asco, y él sonrió al captar mi mirada.
—¿Y si vamos arriba y pasamos de estos dos?
—Yo también existo —le recordó Sue, molesta.
—¿Y quieres venirte arriba?
—Antes prefiero la muerte.
—Pues eso. —Ross volvió a girarse hacia mí—. ¿Te vienes?
Me quedé mirando a Naya, que se estaba besando descaradamente con su novio en el sofá.
—Sí, vamos.
Era mejor alternativa que quedarme ahí a mirarlos.
—Menos mal que hay alguien no-aburrido —dijo, poniéndose de pie.
Lo seguí hacia la entrada y fruncí el ceño cuando abrió la ventana del pasillo.
—¿Qué haces? Hace frío.
—Tenemos que pasar por aquí. Vamos, te ayudaré.
—¿Ayudarme? ¿A qué?
—A saltarla. Mira.
Me hizo un gesto para que me asomara y vi que, al otro lado, había una escalera de incendios que conducía al tejado.
—¿Vamos a subir por ahí? —Miré hacia arriba con la nariz arrugada.
—Es seguro. —Sonrió ampliamente—. O, al menos, nadie se ha matado en lo que llevamos viviendo aquí.
—Con mi suerte, seguro que yo soy la primera.
Me quedé mirando un momento la distancia hasta el suelo y después acepté su mano para saltar el marco de la ventana y agarrarme a la barandilla de la escalera. Mientras empezaba a subir, escuché que me seguía y empujaba la ventana para que no se cerrara.
Dos pisos hacia arriba, la escalera terminaba en una azotea de un tamaño considerable cubierta de grava y con dos tubos grandes que supuse que serían de la ventilación del edificio. Desde ahí se veía la universidad y el parque que había justo al lado. Bueno, y gran parte de la ciudad. Me hubiera gustado más de no haber hecho tanto frío. Me froté las manos y me las metí en los bolsillos.
—No está mal, ¿eh? —me dijo Ross, pasando por mi lado.
Se estaba dirigiendo directamente a las sillas de camping que había al final de la terraza. Eran cuatro, y tenían mantas gruesas y una nevera portátil. Sonreí de medio lado. No estaba mal pensado.
—¿Qué hacéis cuando llueve? —pregunté, sentándome en una de las sillas junto a él.
—Correr a esconderlo todo. —Abrió la nevera.
—¿Y si no llegáis a tiempo?
—Entonces esperamos a que se seque. ¿Tienes sed?
Asentí con la cabeza y me lanzó una cerveza. Hacía mucho que no bebía una. Monty detestaba el sabor a cerveza y decía que no me besaría si la bebía. Después del primer sorbo, me acordé de lo mucho que me gustaba y me relamí los labios, cubriéndome con la manta gruesa que me pasó Ross.
—¿A vuestros vecinos no les importa que tengáis esto aquí? —pregunté, mirándolo de reojo.
—Nunca sube nadie.
—Lo que significa que no lo saben.
—Lo que significa que no les importa —me corrigió, sonriendo.
—¿Y cuál es el plan si alguna vez suben?
—El plan A es invitarlos a una cerveza y que se unan a nosotros.
—¿Y el plan B?
—Tirarlos abajo. —Levantó la cerveza—. No puede haber testigos del crimen.
—Pues es un sitio precioso —dije, riendo—. Quitando las fábricas abandonadas del fondo.
—Si imaginas que son bosques, parece más bonito.
Vi que buscaba algo en su bolsillo. Un paquete de tabaco. Por algún motivo, me quedé mirándolo como una idiota cuando se encendió un cigarrillo en los labios y me imaginé la cara de asco que tendría Monty si...
Maldita sea, ¿podía dejar ya de pensar en él? Ni siquiera me había llamado.
—¿Hace mucho que conoces a Naya? —le pregunté, escondiendo media cara bajo la mantita.
—La conozco desde el instituto; empezó a salir con Will hace... —Lo pensó un momento—. No sé ni cuánto hace ya. Llevan como... toda la vida juntos. Son muy pesados.
—Siete años, según lo que me ha dicho ella.
—¿Siete años ya? —Levantó las cejas—. Cómo pasa el tiempo. De repente, me siento viejo.
Hizo una pausa para beber cerveza.
—¿Cuándo la has conocido? —me preguntó.
—Hace como... dos o tres horas.
—¿Y ya estás aquí? Sí que se te da bien integrarte.
—Qué más quisiera yo. En mi instituto no tenía muchos amigos.
Enhorabuena, acabas de arruinar la oportunidad que tenías de parecer un poco guay.
—¿No? —Parecía sinceramente sorprendido.
—No... —Vaya, ya no sabía cómo arreglarlo para parecer genial. Tocaba ser sincera—. Era un lugar muy... peculiar. No había mucha gente entre la que elegir.
Él me miró, esta vez divertido.
—¿Por qué?
—A ver, porque estaban los populares, los pringados, los invisibles...
—No, espera, déjame adivinarlo. Se me dan bien estas cosas. —Lo pensó un momento—. Había una chica muy mala, pero muy guapa que se metía con las chicas que consideraba inferiores a ella.
—Bingo. —Sonreí—. Aunque a mí nunca me dijo nada. No existía ni para ella.
—Y un chico malo que se saltaba todas las clases y hablaba mal a los profesores, pero que, sorprendentemente, siempre gustaba a todas las chicas.
—A mí nunca me gustó —puntualicé.
—Y había un club de teatro, una banda de música..., y todos sus integrantes eran considerados unos pringados.
—De hecho, fui miembro de la banda de música por un tiempo.
—No puede ser. —Se rio—. ¿Y qué hacías? ¿Tocar la flauta?
—Mmm..., no exactamente.
—¿La guitarra?
No lo digas.
—¿El piano...?
—Je, je..., no...
Por favor, no lo digas.
—¿Entonces?
—Tocaba el... bueno... el... mmm... triángulo.
Él se quedó callado unos instantes, mirándome fijamente, y me pareció que contenía una risotada.
—El triángulo —repitió.
—¡Es más difícil de lo que parece! ¡Guiaba a toda la banda!
—Sí, claro. El triángulo es un instrumento muy complejo.
—Oh, cállate.
—Bueno, me imagino que no duraste mucho tocando el complejo triángulo.
—No. Lo dejé a las dos semanas. Y empecé con otra cosa.
—Como... ¿cantar?
—Si me oyeras cantar, utilizarías el plan B contra ti mismo.
Sonrió y se quedó mirándome un momento antes de añadir:
—¿Bailar?
—Sí. —Le di un sorbo a mi cerveza.
—No te imagino bailando hip-hop.
—Ni yo, la verdad.
—Por favor..., dime que no bailabas ballet.
Lo miré, enfurruñada.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—¿Eso es un sí?
—Durante un tiempo, sí. —Me crucé de brazos—. Y era muy buena, por cierto. Pero tuve que dejarlo.
—¿Por qué?
—Mi profesora me dijo que, si quería seguir, tenía que adelgazar cinco kilos. —Me puse de mal humor solo al recordarlo.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? —Él frunció el ceño.
—No lo sé. Creo que tenía algo que ver con la estética de la clase, no me acuerdo mucho.
—Espero que no los perdieras por ella.
—Lo pensé, aunque al final no lo hice. Pero la historia no termina ahí.
—Tienes toda mi atención —me aseguró.
—Mi madre se enteró y se enfadó tanto que se plantó en la academia, discutió con la profesora y terminó tirándole café a la cara.
Él empezó a reírse a carcajadas. Casi se le cayó la cerveza al suelo y yo también sonreí, divertida.
—Me cae bien tu madre —dijo, asintiendo con la cabeza—. Si hubieras sido mi hija, habría hecho lo mismo.
Pensar en ella hizo que me acordara de que tenía que llamarla al día siguiente para que no le diera un ataque de nervios.
—¿También la habrías atacado con café?
—Bueno, quizá la habría invitado a una cerveza y habría utilizado mi plan B contra ella.
—Vaya, eres malvado.
—Lo sé. No se lo cuentes a nadie. Tengo una reputación que mantener.
Sonreí, negando con la cabeza.
—¿Ya has terminado de adivinar?
—Oh, no. —Dio un trago a su cerveza, pensativo—. A ver, a ver... ¿Eras parte del grupo de los invisibles?
—Se podría decir que sí.
—¿Tu novio iba a tu instituto?
—Sí.
—Y él no era invisible —terminó, mirándome.
—No lo era, no.
—Seguro que era el típico chico popular que jamás habrías pensado que se fijaría en ti, ¿no?
—Eres bueno —le concedí.
—Y cuando lo hizo, el instituto entero estuvo una semana hablando de vuestra relación.
—Casi. Dos semanas.
—He estado cerca.
—Pero no has acertado.
—Qué negatividad.
Lo miré de reojo.
—¿Lo estás adivinando porque tu instituto también era así o qué?
—No. Era un aburrimiento. Nunca pasaba nada interesante. Pero he visto demasiadas películas con el mismo argumento.
—A veces, los clichés están bien —le dije, acomodándome.
—No he dicho que no lo estuvieran. —Tiró la ceniza al suelo—. Tu vida parece una versión moderna de una novela de Jane Austen.
—¿Quién es esa?
Se quedó mirándome.
—¿Estás estudiando literatura y no sabes quién es Jane Austen?
—Es que no me gusta leer —murmuré.
—Espera, ¿estás estudiando literatura y no te gusta leer?
—Es que no sabía qué estudiar, ¿vale? —dije a la defensiva.
—¿Y no te has leído ninguno de sus libros? —Parecía horrorizado—. ¿Ni siquiera has visto alguna adaptación? ¿En serio? ¡Si hay mil!
—¿Cuáles son?
—Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad, La abadía de Northanger, Mansfield Park...
—¿A ti te gusta? Conoces muchos títulos suyos.
—A mi madre le encanta —me explicó—. Tiene todos sus libros y se ha comprado todas las películas que se han hecho de ellos. Ya me las sé de memoria. Pero... ¿me estás diciendo que no te suena ninguna de esas novelas? ¿Ni siquiera has visto las películas? ¿En serio?
Negué con la cabeza.
—No me gusta mucho el cine.
Por su expresión, deduje que eso había sido como si le hubiera dado una bofetada. Abrió la boca de par en par.
—¿Y qué haces para vivir? —Se había inclinado hacia delante, intrigado—. ¿Escuchar música? ¿Jugar al dominó? ¿Mirar paredes?
—No me gusta el dominó, las paredes no son mi punto fuerte y la música no está mal, pero soy muy selectiva, así que no escucho demasiada.
Eso pareció descolocarlo por completo.
—¿Y se puede saber qué te gusta?
—¡Muchas cosas! —Enrojecí un poco.
—¿Por ejemplo...?
—Pues... me gustaba bailar ballet. Hasta que mi madre bañó en café a mi profesora.
—¿Y ahora?
Pensé en atletismo. Lo solía practicar antes de empezar a salir con Monty, pero él estaba obsesionado con que no estaba bien que una chica saliera sola de casa —y menos con ropa tan ajustada—, así que con el tiempo me había ido olvidando de ello y ahora solo me quedaban las alternativas que podía hacer en casa.
—Me gusta ver los realities de la tele —dije finalmente—. Sobre todo, si se pelean mucho.
Él pareció querer matarme, pero no dijo nada. Sonreí, divertida.
—Vale, volvamos al tema de las películas —me dijo, intentando recomponerse—. ¿No has visto ninguna película? Eso es imposible.
—Claro que he visto alguna.
—Menos mal. Ya te daba por perdida. ¿Cuántas?
—He visto Buscando a Nemo.
Enarcó una ceja.
—La cumbre del cine de cultura.
—Es que a mi novio no le gusta el cine.
—No te estoy preguntando lo que le gusta a tu novio, te estoy preguntando lo que te gusta a ti.
Hice una mueca.
—¡Es que me aburren las películas! Son tan largas, con todos esos diálogos larguísimos y esos planos interminables...
—Será porque no las ves bien.
—¿Se pueden ver mal?
—Pues claro que sí. A ver, ¿no has visto nada de Disney?
—Sí.
—¿Cuál?
—Buscando a Nemo.
Me miró con mala cara.
—Ni siquiera estoy seguro de que eso sea de Disney.
—Entonces, no.
—Madre mía.
—¿Qué?
—Madre mía, pequeño saltamontes...
Sonreí, divertida.
—¡Deja de decir «madre mía» y respóndeme! ¿Qué tiene de malo?
—No has tenido infancia.
—Claro que la he tenido. Solo que... en casa poníamos deportes por mis hermanos, no veía muchas películas.
—¡No veías ninguna!
—¡Vi la de Nemo!
—Es que no entiendo cómo has podido pasar por la vida sin ver películas como... yo qué sé... ¿El rey León?
—No me suena.
—¿No te...? ¿Y qué hay de los clásicos? ¿La vida es Bella? ¿Forrest Gump? ¿Gladiator? ¿El pianista? ¿Regreso al futuro?
—No, no, no y no.
—Y yo que creía que tenía una vida desgraciada...
—Soy muy feliz así —le aseguré.
—No, no lo eres. Lo serás en una hora y media, cuando terminemos de ver El rey león.
Ya se estaba poniendo de pie. Dejé la manta en mi silla y lo seguí trotando apresuradamente hacia las escaleras.
—¿Por qué es tan importante ver una estúpida película?
—Para empezar, no la llames estúpida.
—Vaya, perdón, no quería ofender a la película.
—Y para terminar..., ¡porque es un clásico, por Dios! —Sacudió la cabeza con dramatismo mientras pasábamos de nuevo por la ventana—. No me puedo creer que no sepas ni qué película es. Es como si vinieras de otro planeta.
Abrió la puerta de casa y casi choqué con su espalda cuando se detuvo en medio del salón.
—Tenéis una habitación para hacer guarradas —le dijo a Naya y a Will, que seguían besuqueándose en el sofá—. O el callejón de abajo. Eso ya depende de vuestros gustos.
—¿Dónde vais? —preguntó Naya, asomando la cabeza por encima del respaldo.
—No ha visto El rey león —le dijo Ross con el mismo tono que habría usado para insinuar que lo había intentado tirar desde la azotea.
—¡¿No has visto El rey león?! —exclamó Will.
Suspiré y Ross me sonrió.
—¿Lo ves? Eres un poco rarita.
—Y tú un poco pesadito.
No pareció muy afectado. De hecho, pareció divertido. Se acercó a la última puerta a la izquierda y me dejó pasar a la que era su habitación.
Lo primero que vi fue un enorme y llamativo póster de lo que supuse que sería una película famosa. Seguido de muchos de otras películas que tampoco conocía. Tenía un escritorio sorprendentemente ordenado, con un portátil lleno de pegatinas y una cama bastante grande con un cuaderno encima en el que había estado escribiendo algo. Lo lanzó al otro lado de la habitación de un manotazo —todo delicadeza— y agarró el portátil.
—Prepárate para que cambie tu vida —me dijo, sentándose en la cama.
Miré a mi alrededor. Vi una cristalera que conducía a un balcón. En ese momento, estaba cerrada por el frío. Qué suerte. Yo solo tenía una pequeña ventana. Y ni siquiera podía abrirse porque estaba atascada.
—Puedes quitarte las botas —me dijo distraídamente.
Hice lo que me decía y me paseé por la habitación, curioseando. Me quedé mirando el primer póster que había visto, el de una chica con el pelo rubio y una de esas espadas alargadas en la mano. Él siguió buscando la película, centrado en su labor de instruirme.
—¿Cuál es esta de la espadita china? —pregunté.
Ross levantó la cabeza y me puso mala cara.
—No es una espadita china, lista. Es una katana. Y las katanas son japonesas.
—Oh, perdóneme usted. —Le puse mala cara—. ¿Y qué película es?
—Kill Bill. De Tarantino. Un clásico. Y una de mis favoritas.
—Tampoco la he visto.
—Me lo imaginaba.
—¿Y si la vemos? Ahora tengo curiosidad.
—Te recomiendo empezar tu inmersión cinéfila por Disney, que es más suave —me aseguró—. No creo que estés psicológicamente preparada para Tarantino.
Seguí husmeando por su habitación y me topé con su cómoda, en la que tenía un montón de fotos con su familia. Su madre parecía muy joven, y su padre se parecía mucho a él, solo que con el pelo más corto y unas gafas. En una foto, una versión más joven de Ross estaba sujetando un trofeo de baloncesto con una sonrisa de oreja a oreja. De hecho, había algunos trofeos más en la estantería. Pasé el dedo por uno de ellos, curiosa.
—¿Te gusta el baloncesto? —pregunté.
Lo que daría Monty por conseguir un trofeo de estos...
—Me gustaba. Ahora me aburre.
—Parece que eras bueno.
—Sigo siéndolo —recalcó, sonriendo.
—¿Y humilde?
—Eso no lo he sido nunca. Ven. Ya tengo la película.
Una hora y media más tarde, estaba sentada en su cama viendo cómo Simba subía la roca del rey con música emotiva de fondo. Ross me miró al instante en que la película terminó, esperando una reacción. Casi parecía un niño pequeño esperando un dulce.
—¿Y bien? —preguntó, impaciente.
—Mmm..., no ha estado mal.
—¡¿Que no ha estado mal?!
Di un salto del susto e intenté no sonreír cuando vi su cara indignación.
—Acabas de ver mi infancia en una hora y media, ¡¿y tu conclusión es que no ha estado mal?!
—A ver... Sí, vale, me ha gustado. La música está bien. Los personajes son divertidos... Sí, me ha gustado.
Eso pareció mejor.
—Sabía que no podrías resistirte a los encantos de Simba.
—Pues el que más me ha gustado ha sido Pumba.
—¿Pumba? ¿Por qué?
—No lo sé. Me ha parecido muy tierno.
—¿Tierno en el sentido de que te lo comerías o en el sentido de ternura?
—Dios mío, en el sentido de ternura —dije, alarmada—. Comerse a Pumba sería como... pisar una flor en peligro de extinción.
—Qué profunda. Quizá sí tengas espíritu poeta, después de todo.
—Lo dudo mucho.
—Bueno. —Me miró—. Ahora mismo tienes dos magníficas opciones ante ti: puedes ir a ver si Naya y Will han terminado de hacerlo en el sofá o puedes quedarte a ver otra película. Tú eliges.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Sea la hora que sea, seguro que tienes tiempo para ver la película.
Lo consideré un momento y luego sacudí la cabeza, divertida.
—Bueno, vale —dije—. Pon otra del Disney ese.
—Sabes que Disney es una compañía y no una persona, ¿no?
—¿Eh? Sí, sí..., claro que lo sabía...
A las tres de la mañana, apoyada en la pared de la cama, estaba viendo el final de La Bella y la Bestia. También habíamos intentado ver Cenicienta, aunque la había quitado al ver que no me gustaba.
Cuando terminó la primera, Ross me miró de la misma forma que lo había hecho la otra vez.
—¿Y bien? —repitió—. ¿Puntuación? ¿Pensamientos? ¿Reflexiones?
—Ocho sobre diez —opiné.
—¿Más que Cenicienta?
—Cenicienta tira por los suelos todos mis principios morales de feminismo, lo siento.
—En el momento en que se hizo, apenas existía el feminismo —me dijo él, divertido—. Hay que mirar las cosas desde su punto de vista cultural.
—Deberías estar estudiando literatura en mi lugar —mascullé—. Hablas como un filólogo hecho y derecho.
—Quizá en otra vida. Me gusta demasiado lo que estoy estudiando.
—¿Y qué es?
Me dedicó una sonrisa misteriosa.
—¿No puedes adivinarlo?
—Te he conocido a la hora de cenar —le recuerdo.
—Vale. Te lo concedo. Dirección audiovisual.
—Ah, claro, claro.
Empezó a reírse.
—No tienes ni idea de lo que es, ¿verdad?
—Claro que no, ¿qué demonios es eso?
—Quiero ser director de cine —me explicó.
—Oh. —Levanté las cejas—. Ahora entiendo tu indignación al saber que solo había visto una película. Y lo de las paredes. Supongo que el coche de las pegatinas es tuyo.
—¿Te has fijado en mi bebé?
—Es difícil no hacerlo.
—¿No te gusta?
—Es original. Lo original siempre me gusta —opiné—. Mi habitación no tiene ni uno de esos cartelitos. Aunque tampoco es que me gusten muchas cosas.
—Ahora puedes poner uno de Pumba.
—Seguro que a Naya no le extraña nada entrar y ver la foto de un cerdo rojo en mi pared.
Justo en ese momento, como si la hubiera invocado, Naya llamó a la puerta y se asomó sin esperar una respuesta.
—¿Estáis haciendo algo que no pueda presenciarse? —preguntó, tapándose los ojos, aunque echó una ojeada y sonrió—. Genial, Ross, veo que te estás portando bien.
—Gracias por el tono de sorpresa —murmuró él.
—¿Te importa que nos vayamos ya, Jenna?
—¿Ya habéis terminado? —le preguntó Ross con una sonrisita malvada.
—Cállate. —Naya le puso mala cara—. Vamos, Jenna, he llamado a un taxi y debe de estar abajo.
Me puse las botas rápidamente mientras Ross bostezaba con ganas.
—Buenas noches, Ross —le dije yendo a la puerta.
—Buenas noches, pequeño saltamontes.
—Gracias por la inmersión en el mundo cinéfilo.
—El próximo día empezaremos con las películas sangrientas y macabras —bromeó.
Sacudí la cabeza y me apresuré a seguir a Naya hacia la puerta de la entrada.
2
La chica sin hobbies
—He llegado tarde a mi primera clase —me soltó Naya, malhumorada, dejando la mochila en el suelo para sentarse delante de mí.
Yo, por mi parte, estaba probando las hamburguesas de la cafetería. No estaban mal si las comparabas con el sabor del resto de la comida que preparaban.
—¿Por qué? —pregunté con la boca llena.
—¡Qué asco! No me hables con la boca llena de comida.
—Ups... —Tragué—. Perdón.
—Bueno, no importa. He llegado tarde porque ayer estuvimos en casa de Will hasta las tantas de la noche y esta mañana me he dormido. —Suspiró y me robó una patata—. Bueno, valió la pena. Hacía mucho que no lo veía y eso. Pero el profesor me ha mirado con una cara...
—Tampoco habrá sido para tanto —dije—. En mi clase hay tanta gente que podrías irte sin que nadie se enterara.
—Y en la mía, pero me molesta no llegar puntual. —Suspiró y agarró el cuenco de sopa que había comprado—. Huele raro.
—Huele raro y sabe a gato muerto.
—¿Cómo sabes a qué sabe un gato muerto? ¿Lo has probado?
—Pruébalo y me cuentas.
Ella se tomó un momento para darle un sorbo a la sopa.
—Vale. Sabe a gato muerto y podrido.
—¿Lo ves?
Dejó la sopa a un lado con mala cara y agarró el sándwich de pavo. Eso pareció una mejor opción.
—¿Ya has hablado con tu novio? —me preguntó, curiosa.
—Esta mañana me ha mandado un mensaje preguntándome qué tal todo, pero poco más.
—Podríais hacer algo por Skype —sugirió—. Will y yo lo hacíamos cuando no podíamos vernos muy a menudo.
—¿Hacer algo? —pregunté, confusa.
—Algo sexual, mujer. —Se rio—. No pongas esa cara, no es para tanto.
—¿Por qué siempre terminamos hablando de eso?
—Porque es interesante. Otra opción es comprarte un vibrador en Amazon.
—Será mi plan B.
Eso me recordó a alguien con un plan de lanzar vecinos cotillas y profesoras de ballet por la azotea de su edificio. Esbocé media sonrisa al imaginármelo y seguí comiendo mientras Naya me hablaba de sus clases.
Cuando volví a la residencia, vi a Chris sentado tras el mostrador. Estaba jugando al Candy Crush, pero levantó la cabeza cuando me oyó abrir la puerta.
—Ah, hola, Jennifer. ¿Qué tal tu primer día? —me preguntó, mucho más tranquilo que la última vez que lo había visto.
—Un poco aburrido, la verdad. Solo ha habido presentaciones de profesores.
—Mañana ya empezaréis el temario y no te aburrirás tanto. —Me sonrió.
—O el aburrimiento será peor.
—Esa no es la actitud adecuada, Jennifer. —Me miró, muy serio.
—Puedes llamarme Jenna, ¿sabes? O Jenny. Como prefieras. Ni siquiera mi madre me llama Jennifer. A no ser que esté enfadada.
—Jenna, entonces.
Dejó el móvil a un lado para centrarse en mí.
—Naya me ha dicho que os lleváis bien. Es una gran noticia. Cambiar a la gente de habitación siempre es un lío de papeles.
—¿Cuánta gente pide cambios?
—Más de la que te puedas imaginar —me aseguró—. Ayer vino una chica diciéndome que su compañera de habitación tenía un sacacorchos escondido bajo su almohada y que estaba convencida de que quería apuñalarla con él. Ha pedido el traslado inmediato. Pero esas cosas tardan mucho en procesarse.
—¿Un... sacacorchos?
—Sí. —Dudó un momento—. Ahora que lo pienso, no he vuelto a verla.
—Quizá le haya clavado el sacacorchos en un ojo.
—Quizá. —Se encogió de hombros—. Mientras no hayan roto nada...
—Me encantan tus prioridades, Chris.
Me ignoró, y cuando volvió a coger su móvil, ahogó un grito.
—¡Mierda! Me he quedado sin vidas.
Estaba tan ocupado maldiciendo al creador del juego que no respondió a mi despedida.
En el pasillo de la residencia había dos chicas gritándose por no sé qué de una camiseta, así que tuve que pasar rápidamente por su lado para que no me volara una almohada a la cabeza. Había tenido más suerte de la que creía con Naya.
Cuando por fin llegué a mi habitación —me sentía como si hubiera cruzado una zona de guerra—, suspiré pesadamente. Ya había terminado de colocar todas mis cosas esa mañana, así que el cuarto empezaba a parecer un poco más habitable que el día anterior. Miré la pared lisa que había junto a mi cama y me pregunté qué tal quedaría ahí un póster de un cerdo rojo.
Justo cuando estaba dejando la mochila en la cama, escuché que mi móvil sonaba. La cara de mi madre apareció en la pantalla táctil con una gran sonrisa.
Supe enseguida que su versión real no tendría una gran sonrisa. En absoluto.
—¡Jennifer Michelle Brown! —me chilló en cuanto descolgué.
Me despegué el móvil de la oreja un momento antes de volver con ella.
Mi forma de saber si tenía problemas con mi madre era tener en cuenta cómo me llamaba. Usaba Jenny cuando estaba de buen humor. Jennifer estaba reservado para esos momentos en que empezaba a irritarse conmigo. Cuando me llamaba por mi nombre completo... era mejor salir corriendo.
—Hola, mamá. Yo también te echo de menos.
—¿Se puede saber por qué no me has llamado? ¡Ya llevas una semana ahí!
—Pero... pero si llegué ayer por la tarde.
—Para mí ha sido una vida entera —me aseguró con dramatismo—. ¿Cómo estás? ¿Cómo es tu compañera de habitación? ¿Y tus compañeros de clase? ¿Y tus profesores? ¿Hace buen tiempo?
—Estoy bien. Mi compañera de habitación se llama Naya y es muy simpát