Nunca fui una persona que pensara con claridad. Por supuesto que no. Recuerdo que mi madre solía decirme que meditar mucho las cosas podía hacer que saliera todo mal, pero también que sería un error tomar la primera opción sin consultar.
Mucha mucha ayuda no era, al menos no cuando de mis pensamientos caóticos y desesperados se trataba, y… de los más simples también, como cuando iba al cine y dos superofertas se me presentaban. Pensar mucho no estaría bien, según mi madre, pero elegir al instante, uhm…, tampoco, también según mi madre. Así que al final terminaría eligiendo un vaso grande de refresco y una cubeta mediana de palomitas clásicas junto con una barra de chocolate. A menos que Zev, mi mejor amigo desde hacía un par de años, estuviera conmigo para salvarme de esa terrible decisión.
Vivía en Sídney, en la ciudad de aquel país donde encontrarás a los animales más exóticos y salvajes: los canguros golpeadores, wombats con patitas cortas, koalas comiendo eucalipto y cocodrilos con mandíbulas muy fuertes. La bella fauna de Australia.
Mi casa, que se ubicaba en los suburbios de la ciudad, solo era habitada por mi madre, Bonnie Weigel, una excelente psicóloga que amaba su trabajo, y por mí.
Por otra parte, mi padre nos abandonó cuando cumplí dos años, justamente el día de mi cumpleaños. Una trágica historia para poder llorar en mi habitación por las noches. Aunque siempre me pregunté cómo sería tener una figura paterna, no era lo suficiente triste para mí, pues tenía a una mujer que nos sacó adelante, a ella y a mí, con todo su esfuerzo, que no se alejó nunca y permaneció a mi lado.
Solían preguntarme por la pronunciación de mi apellido. El origen de este fue gracias a mi abuelo, «el alemán», pues así lo apodaban aquí en la ciudad. Él nació en Hamburgo y conoció a mi abuela cuando cruzó el océano gracias al trabajo de su padre, mi bisabuelo. Contaban con tan solo dieciséis años la primera vez que hablaron y se casaron a los diecinueve. Mi madre nació un año después en esta ciudad, donde actualmente vivíamos. Fue hija única, al igual que yo.
Me gustaba más usar el apellido materno. En el instituto, todos los profesores me llamaban por ese y se lo agradecía tanto… Bien, no todos, había uno en concreto al que le gustaba verme con el ceño fruncido cada vez que se dirigía a mí con Derricks. Desde hacía un tiempo, llegué a la conclusión de que tal vez me odiaba por siempre llegar tarde a sus clases, pero no era nada personal, ni tampoco una forma de venganza, ¡lo juro! ¡Dios, yo era tan irresponsable!
Tenía un serio problema con asistir a las primeras clases, esas que se iniciaban a la siete de la mañana, y llegaba con el cabello desordenado o la marca de la almohada todavía en mi mejilla. Casi nunca oía la alarma y cuando despertaba solo uno de mis dos ojos se entreabría, alentando a que el otro lo hiciera también.
Si mi madre entraba a su trabajo temprano, podía llamarlo salvación, pues de esa forma era ella quien me llevaba hasta la puerta del campus, porque para llegar hasta allí se necesitaba coger dos autobuses. El instituto se encontraba a las afueras de la ciudad, cerca de la carretera, donde los tráileres y camiones desobedecían las señales. A pesar de que existiera el gran letrero de la velocidad requerida, del peatón y de que había una comunidad estudiantil, ellos parecían ser libres, sin ningún tipo de señalización.
Habíamos hecho huelga para que se cambiara la ubicación hacía unos meses. No obtuvimos respuesta.
También odiaba su programa educativo, siempre me quejé de las clases de los sábados. ¿Por qué nos hacían sufrir de esa forma? ¿No era suficiente con las once materias que llevábamos cada año? ¿Las quejas de los estudiantes eran una forma de vivir para la rectoría? Tal vez.
Estudiaba el último año en el campus y aún no tenía planeado en qué universidad presentaría examen. Estaba segura de querer estudiar Diseño Gráfico; había tenido debates con mi madre acerca de las licenciaturas, desde las que mejor pagaban hasta las que casi desaparecerían en un tiempo.
Mi plan de vida no era el mejor, pero tampoco el peor. Quería estudiar, graduarme, tener una pequeña casa y vivir con tres gatos y un perro. Sus nombres combinarían, todos de cuatro letras, que cabrían en la plaquita de identificación y con collares que resaltaran el color de su pelaje. El mejor plan de vida.
De esa manera se movía mi vida quejumbrosa, pero siendo este el último año me propuse no llegar tarde a las primeras clases, sobre todo a la del profesor Hoffman, ni con el pelo alborotado, ni con la marca de la almohada, ni mucho menos con una mancha de pasta dental en mi blusa, pero fue ese mismo último año cuando mi perspectiva de la vida cambió cuando lo conocí a él: Luke Howland Murphy.
Un clásico cliché no tan cliché.
¿Habéis escuchado hablar sobre la ley de Murphy? Definitivamente era cierta.
Primer propósito de último año: tachado. Llegar temprano definitivamente era un estilo de vida, pero no el mío. La buena suerte nunca estaría de mi lado, de hecho, siempre pensé que yo era algo así como un tipo de imán que atraía la mala suerte casi todo el tiempo, pero ¿acaso estos no tenían un polo negativo y otro positivo?
No lo sé.
Después de todo no era un imán, sino un amuleto… de pésima suerte.
Me encontraba exhausta y con las piernas doloridas por el gran esfuerzo que hacía al correr a toda velocidad por los pasillos del instituto, importándome un bledo que mi frente sudara y sintiera las gotas recorrer mi rostro. El cabello un desastre y la marca de la almohada en mi mejilla, al menos esta vez era la derecha.
Estaba llegando más de veinte minutos tarde a la clase de Literatura, la que impartía el profesor Hoffman, el mismo del año pasado que tenía conocimiento de mi falta de puntualidad.
Empezaba otra vez mal. Muy mal.
Respiré hondo cuando estuve frente a la puerta del aula y me preparé para tocarla y perder la dignidad una vez más, excusándome con el profesor por mi irresponsabilidad. En menos de un minuto, abrió la puerta, dejándome verlo. El profesor Hoffman era un hombre calvo, regordete y de piel blanca, y me miraba con el ceño fruncido a través de sus gafas, con su cara notablemente irritada por mi presencia.
Él me odiaba, lo podía notar por cada poro de su piel.
Le ofrecí una sonrisa tímida, intentando ocultar debajo de ella la vergüenza que me comenzaba a invadir.
—Hasley —pronunció firme, intentando intimidarme con sus ojos sobre mí—. Así que, dígame, ¿cuál es su excusa en esta ocasión?
—Me quedé dormida —confesé.
Apreté mi mandíbula y me abofeteé mentalmente por la estupidez que había dicho y, por desgracia, ya no podía revertir. No debí decir eso, debí mentir y no decir la verdad. ¡Hasley, por favor!
—Bien. —Me sonrió sin ninguna pizca de gracia—. Espero que la próxima vez no se duerma.
Por un segundo pensé que me dejaría pasar, pero fui demasiado ingenua.
El hombre se metió de nuevo al aula y me dedicó una señal de despedida con su mano.
—Profesor… —intenté hablar.
Pero entre sus planes no estaba el querer escucharme, por lo cual solo me interrumpió volviendo a hablar:
—Hasta la siguiente clase, Derricks. Dé las gracias de que hoy no quiero ir a la dirección con usted.
Y, como de costumbre, fruncí el ceño por cómo me llamó.
Él cerró la puerta y me quedé estática en mi lugar, sin moverme o siquiera parpadear. Estaba confundida, repasando lo que había ocurrido. ¡No podía hacerme esto! ¡No lo había hecho! Pero qué digo, sí lo hizo.
¡Oh, vamos!
Poniendo los ojos en blanco con cierta molestia, bufé y me di la vuelta para comenzar a caminar por el pasillo y así arrastrar conmigo la poca dignidad que me quedaba.
Esta era la primera vez que no me dejaba entrar en clase.
Había llegado tarde en unas cuantas ocasiones, unas cinco, seis o nueve veces. Aunque, pensándolo bien, eventualmente llegaba tarde, pero cumplía con mis tareas y siempre trataba de prestarle atención, a pesar de que me diera sueño su clase.
Literatura me aburría, simplemente lo hacía. Me gustaba leer, pero no las historias que él solía dejar de tarea.
Debía reacomodar mis hábitos, dejar de ser una amante de dormir hasta muy tarde por ver series y poner en primer plano el instituto. Quizás así sería capaz de revertir mi suerte.
Parpadeé y comencé a caminar hacia las gradas. A decir verdad, no tenía un lugar en determinado donde ir, solo dejé que mis piernas me guiaran. La hierba hacía contacto con la suela de mis zapatos y el aire revolvía mi corto cabello, ocasionando que pequeños mechones taparan mi rostro.
A una determinada distancia, donde la sombra caía ligeramente sobre una de las gradas, justo ahí, un cuerpo se encontraba sentado a horcajadas dándole la espalda al campo.
Me detuve a observarlo. Era raro que alguien estuviera en ese sitio cuando todos los grupos se encontraban en clase. ¿Habrá tenido mi propio destino? Ser echado de su clase.
Curiosa, ladeé un poco mi cabeza e inflé mis mejillas, la acción de sacar algo del bolsillo de su pantalón para comenzar a rasgarlo me animó a caminar de manera vacilante adonde estaba. Antes de subir las gradas, me lo pensé dos veces y di un paso atrás. Miré mis zapatos sucios y no sabía cuál de las dos opciones de mi madre podía elegir en esta ocasión.
—¿Qué haces?
Su voz me sobresaltó, dejándome fría por unos segundos. Alcé mi vista y los nervios me comían viva. Él no me miraba, seguía dándome la espalda y eso me aterró por un instante.
¿Había sido él?
—Nada —murmuré—. Solo… subía.
Los movimientos se coordinaron con mis palabras y subí las gradas.
Sin embargo, ese día había despertado con el pie izquierdo, ya que cuando estaba a punto de llegar a su altura me resbalé y caí.
—Mierda —siseé.
Le supliqué al Todopoderoso que me hiciera desaparecer en ese mismo instante.
Apoyé ambas manos sobre la barandilla y me intenté levantar, quejándome en voz baja. No pude, mi brazo me dolía. Sentí la mirada de alguien y sabía de quién se trataba. Con la humillación cargando sobre mis hombros, alcé la vista encontrándome con los ojos del chico.
Él estaba de pie delante de mí y con su ceño fruncido.
—Yo… Lo siento.
Fue lo único que logré balbucear.
Me quedé pensando en lo que dije. ¿Por qué lo sentía? No lo lamentaba en absoluto. Bueno, tal vez sí, sea lo que estuviese haciendo yo lo había interrumpido.
Él se pasó la lengua por los labios y gracias a aquello me pude fijar en que un pequeño aro negro adornaba el lado derecho de su rosado labio inferior. Puso los ojos en blanco, soltó un suspiro lleno de fastidio y, dando una sola zancada, se acercó a mí y me ofreció su mano incitándome a que la cogiera.
Avergonzada, accedí para ponerme de pie. Su altura fue lo primero que pude confirmar una vez que recuperé mi postura, pues aun estando un escalón más arriba de donde él se encontraba seguía rebasándome. Era muy alto.
—Gracias —susurré, tratando de que el color carmesí en mis mejillas se desvaneciera por completo.
—Uh-huh… —Fue lo único que musitó sin despegar sus labios.
Por un segundo me sentí torpe, aunque luego comprendí que lo fui.
Lo miré fijamente sin disimular. Era muy lindo: sus ojos de un color azul eléctrico cargaban con unas ojeras oscuras debajo de ellos, su cabello rubio moviéndose por una ligera brisa, haciendo que su flequillo cubriera su frente, sus labios, que tenían un ligero tono rosado que resaltaba con su piel clara, casi pálida.
Fue entonces cuando me di cuenta de que lo estaba mirando sin descaro alguno, justo en el momento en el que él empezó a toser.
—¿Estás bien? —pregunté bajando el escalón de la grada.
Hizo una seña con su mano que no supe interpretar, no sabía si se trataba de una afirmación a mi pregunta o si simplemente me pedía que me alejara. Quizá ambas. Inflé mi mejilla derecha un poco incómoda y levanté mi mochila.
—¿Qué haces aquí? —preguntó al aire una vez que recuperó el aliento.
A diferencia de antes, esta vez pude escuchar bien su voz: suave y un poco ronca.
Lo miré y su cara no tenía expresión alguna, era vacía y neutra; daba pequeños escalofríos la seriedad que poseía. Algo tenía claro y es que no le iba a decir que la curiosidad de saber lo que había sacado de su bolsillo me había traído hasta allí porque, pensándolo bien, sonaba acosador.
Formulé una respuesta que pudiese ser creíble.
—Solo quería pasar el rato —dije indiferente y me encogí de hombros.
Pero por supuesto que él no se lo creyó, pues su ceja alzada me lo hizo saber.
—¿No se supone que deberías estar en clase?
Su voz tenía un tono burlón.
—¿No se supone que tú también deberías estar en clase? —contraataqué sujetando con fuerza la correa de mi mochila, remarcando cada palabra con un poco de superioridad.
El chico llevó a un lado su cabeza y sonrió, pero era una media sonrisa lánguida, aquella que escondía tanto, pero decía todo.
—¿Acaso esta vez no te dejaron entrar en clase, Hasley? ¿O estás empezando el año con el pie izquierdo?
¿Ah?
¿Cómo sabía mi nombre?
Eso me desconcertó y rápidamente fruncí el entrecejo.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Compartimos una clase juntos —contestó, poniendo los ojos en blanco—. Aparte, la mayoría de las personas te conocen: ser la mejor amiga del gran Zev Nguyen sube tu estatus.
La última frase la completó con ironía y un poco de ego fingido.
¿Compartíamos clase? No lo había visto en ninguna, aunque en realidad no conocía a la mayoría del aula. Desde el inicio del curso habían unido a otros grupos y yo no era una persona que solía fijarse en la cara o el nombre de sus compañeros. Mientras tanto, la otra razón tenía algo de coherencia: Zev era mi mejor amigo y el capitán del equipo de rugby, por lo que la mayoría de los estudiantes lo conocían. Yo iba a los partidos y a sus entrenamientos, pero siempre pasaba desapercibida.
O al menos eso trataba.
—¿Qué clase? —inquirí.
—Historia, con la profesora Kearney.
Hice un mohín y asentí. El chico desvió sus ojos hasta sus pies y estuvo así durante unos segundos, llevó su mano hasta el bolsillo de su pantalón y sacó un papel blanco enrollado. Sin molestarse por mi presencia, lo encendió y se lo llevó a sus labios sin pena alguna. De esa manera, se me olvidó por completo de lo que estábamos hablando.
Yo era tonta, pero no demasiado. Eso no era un simple cigarro.
—¿Qué es? —Con cierta curiosidad, me atreví a preguntar—. No creo que sea tabaco.
Él soltó una risita cínica y antes de hablar dio una calada.
—Es un porro.
Se divertía.
El humo salió de sus labios y llegó hasta mi rostro.
El olor fue un poco fuerte y diferente al de la nicotina, no había fumado nunca un porro. Hice una mueca de asco y me alejé un poco.
—¿Por qué lo haces en el instituto?
Me preocupaba. Si me veían con él, ambos acabaríamos detenidos o, peor aún, en la cárcel. Sin embargo, me tranquilicé al tener en cuenta que todos estaban en clase y casi nadie venía en nuestra dirección. Los campos eran un infierno para muchos.
—Porque quiero y puedo —contestó de forma grosera.
—Eso es desagradable —farfullé arrugando mi nariz.
—Entonces ¿por qué sigues aquí?
Entreabrí mis labios para contestarle, pero no tenía nada en mente para responderle. Ahora me sentía avergonzada.
Lo escuché suspirar y volví mi atención a él.
—¿Qué es eso? —Apuntó con su dedo índice hacia mi blusa entrecerrando los ojos.
Mi mirada viajó a la dirección donde apuntaba y sentí mis mejillas arder.
«No puede ser».
—Pasta de dientes.
Me miró con una pizca de diversión durante unos segundos para luego empezar a carcajearse; su risa fue un poco contagiosa, me habría unido si yo no hubiera sido la causante. Por esa misma razón, puse mi cara en alto y apreté mi mandíbula.
—Te levantas con los ojos cerrados, ¿no es así? —murmuró entre risas.
—¡No soy buena despertándome! —confesé en un chillido, dándole un golpe a la grada de metal con mi pie.
—Lo he notado.
Hizo una mueca de dolor y su expresión cambió a una seria; dejó el porro en una grada y lo apagó con la suela de su zapato para luego cogerlo. Pasó su mochila por encima de su hombro y a zancadas, de dos en dos, bajó completamente las gradas.
—¿Qué haces? —pregunté, tratando de seguirlo.
Él se dio la vuelta para encararme.
—Me voy. ¿No es obvio?
—¿Por qué?
—Las clases siguen, Weigel.
Se giró y siguió caminando.
Me había llamado por mi apellido, ¿cómo es que lo sabía? «Está contigo en una clase», gritó mi subconsciente. Me di cuenta de que no me había mencionado nada de él, ni siquiera se había presentado, así que volví a hablarle:
—¡No me has dicho cómo te llamas! —grité poniendo ambas manos alrededor de mi boca, creando un megáfono con ellas.
Él se dio la vuelta y siguió su camino de espaldas. Creí que diría algo más, pero solo alzó los pulgares y volvió a girarse. Su forma de caminar era diferente. Caminaba como si nada le preocupara, dejando caer sus brazos de manera relajada y sus piernas entalladas a esos pantalones negros levemente ajustados.
Me senté en una de las gradas y mi vista se perdió por el campo verdoso, repitiéndome de nuevo cuánto odiaba al profesor Hoffman.
La hora del descanso llegó. No me gustaba comer en la cafetería, desde pequeña no toleraba el olor a comida y el cuchicheo de varias personas al mismo tiempo. Solo lo hacía por Zev, me agradaba acompañarlo y estar juntos durante el desayuno.
Empujé con la punta de mi zapatilla la puerta de la cafetería y caminé directamente hacia la máquina de zumos, rebusqué unas cuantas monedas para depositarlas y después coger mi zumo de uva por el orificio de abajo. Mi cuerpo se tensó al sentir unos brazos atraparme por la espalda haciendo presión, aunque me relajé al instante cuando escuché la familiar risa ruidosa de Zev, ocasionándome cosquillas en el lóbulo de la oreja. Me removí entre sus brazos y, una vez que me soltó, me giré hacia él con una gran sonrisa.
—¡Hey! —saludé revolviendo su cabello.
—No hagas eso —gruñó divertido con un mohín tierno.
Yo negué con burla y repetí mi acción.
—Es en serio, Hasley —me reprendió riendo. Zev sujetó mis muñecas, volviéndome a abrazar, pero ejerciendo un poco más de fuerza.
—Déjame respirar —pedí riendo.
Él deshizo su agarre, pasando un brazo por encima de mis hombros para así atraerme a su cuerpo, brindándome protección. Empezamos a caminar hacia una de las mesas del centro donde se encontraban algunos de sus compañeros del equipo, quienes, en el instante en que nos vieron, nos regalaron una sonrisa a ambos.
—¿Irás hoy a mi entrenamiento? —preguntó Zev.
Algo que adoraba de él eran sus ojos color avellana, un color muy bonito. Una gran ventaja, pues cuando te pedía un favor se te hacía imposible negarte.
—Claro que iré —respondí con un asentamiento de cabeza. Él esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Cómo podría faltar?
—No yendo —bromeó Neisan, el subcapitán.
—Uy, gracioso —lo reprendí.
El chico no dijo nada, solo me sacó la lengua como toda persona madura haría. Oh, vaya que sí.
—¿Te paso a buscar? —Zev retomó la conversación.
Sabía que, aunque me negara, él iría de todos modos. Eso ya era como una pequeña costumbre entre nosotros, pero aún tenía la decencia y sutileza de preguntar por ello.
Una vez que llegamos hasta la mesa, el castaño empujó a uno de sus amigos para sentarse él después. El chico del pelo negro a quien había empujado lo miró con recelo mientras masticaba su pedazo de pizza.
—¿Tú qué crees, Zev?
—Entonces te paso a buscar —confirmó sonriente ante mi sarcasmo.
—¿Vendrá al entrenamiento? —preguntó Daniel, otro chico del equipo, que jugaba como pilar.
—¿Cuándo no ha ido Hasley a un entrenamiento de Zev? —Dylan, que era el tackleador de apoyo, se unió a la charla.
—El día en que murió su perrita —respondió mi mejor amigo, mirándolo de reojo.
—De hecho, sí llegó al final del entrenamiento —recordó él—. Me acuerdo porque fue el día en que fuimos a comer pizza y para que no estuviera triste nos metimos a los juegos infantiles.
—Tampoco olvidéis que nos sacaron del local —completó Neisan.
Todos en la mesa rieron.
No todo el tiempo salía con ellos, pero se habían vuelto cercanos a mí durante el último año. El hecho de ir a los entrenamientos hizo que los acompañara a comer al término de estos, o si no Zev me llevaba a casa y los alcanzaba más tarde.
Suena triste, ¿cierto? Dios, ¡qué tragedia!
—Casi todo el instituto piensa que tenéis una relación —informó Daniel.
Él comía patatas fritas mientras sus ojos se dirigían a mí y a Zev.
—Pero aquí sabemos que Hasy babea por Matthew —indicó él rápidamente, a lo que yo le lancé una mirada feroz.
El instituto tenía varios equipos de diferentes deportes, pero solo en rugby, baloncesto y voleibol se iba a los campeonatos estatales. Matthew era el capitán del equipo de baloncesto y el chico que me gustaba desde hacía dos años aproximadamente. Zev se molestaba siempre con él; ellos cruzaban palabras cuando los llamaban por el simple hecho de que eran los capitanes de los equipos más importantes del instituto.
Matthew Jones era un chico alto, de cabello rojizo, de ojos verdes y tez muy blanca. Zev decía que se parecía a Casper, el fantasma.
En un abrir y cerrar de ojos, todos en la mesa me miraban con una ceja arqueada, haciendo que mis mejillas se sonrojaran. Esto pasaba muy seguido.
Jugué con mis labios una vez más antes de hablar.
—Voy a comprar algo de comer —avisé, queriendo evadir la situación.
Me puse de pie y Neisan copió mi acción al instante, añadiendo:
—Te acompaño.
Asentí y nos alejamos del grupo. El chico me avisó de que iba hacia el otro extremo de la cafetería y desapareció de mi vista. Miré la comida que tenía enfrente buscando algo apetitoso, pero nada fue de mi gusto. Después de unos minutos intentando que algo se me antojara, decidí pedir una pieza de pizza y jengibre.
—Eso es asqueroso. —Escuché que dijeron detrás de mí.
Di media vuelta, encontrándome con el chico rubio con quien había tenido una conversación en las gradas.
—¿Qué? —pregunté confundida ante su declaración.
—Eso —respondió, haciendo un ligero movimiento con su cabeza e indicando el vaso.
¿Cómo podía decir aquello? Era mi bebida favorita y él la había insultado.
—Es jengibre y sabe rico —me defendí frunciendo mi entrecejo.
Él ladeó la cabeza sin quitar su mirada de mi vaso y negó unas cuantas veces.
—Sabe a medicina. —Arrugó su nariz.
—¿Qué haces aquí? —pregunté haciendo el mismo gesto y tratando de desviar el tema.
—Vengo a comprar comida —mencionó con una sonrisa juguetona, entrecerrando los ojos y haciéndome sentir imbécil—. Eso es lo que hace la mayoría de la gente normal cuando viene a la cafetería.
Quise defenderme cuando las puertas de la cafetería se abrieron y apareció el pelirrojo. A su lado, venían algunos de sus amigos del equipo de baloncesto. Estaba demasiado guapo. Su sonrisa brillaba en su rostro mientras sus ojos se achinaban.
—¿Quieres una toallita? —La voz del rubio hizo que saliera de mi órbita y quitara la vista de Matthew para dirigirla a él—. Casi inundas la cafetería con tu baba —remarcó jocoso. Sentí mis mejillas arder de la vergüenza y quise ocultarlas.
Él rio y me empujó con suavidad en el hombro para pedir un zumo de naranja. No entendía por qué mis pies no se movían y me iba de ahí. Sin embargo, cuando me di cuenta de ello, su voz volvió a sonar:
—¿Te gusta el capitán de baloncesto? —preguntó, poniéndose de nuevo al frente y prosiguió—: Mejor no respondas, es demasiado obvio —rio—. ¿Por qué no has intentado acercarte a él?
—Es inútil —hablé sin muchas ganas de seguir esta conversación.
—¿Él? Lo creo.
—No, el intentarlo —expliqué.
Sorbí un poco de líquido por mi pajita mientras miraba hacia todos lados. Algunos ojos estaban pendientes de nosotros. ¿Acaso él esperaba a alguien más?
—No lo sabrás si no lo haces —dijo cerrando los ojos al mismo tiempo que daba un suspiro.
Humedeció sus labios y se rascó la barbilla.
—Apenas nos conocemos y ¿ya me estás dando consejos? —inquirí.
Lo decía con un poco de diversión, no para sonar tan borde y grosera ante su ayuda o lo que fuese que él estuviese haciendo.
—Tómalo como quieras, Weigel —farfulló sin ganas. Metió su mano libre en el bolsillo de su pantalón e hizo una mueca de disgusto.
Repetí en mi mente de nuevo lo que había dicho y lo miré con cautela.
—No me has dicho tu nombre.
—Si te importa tanto… —dejó de hablar, cortando su oración y así acercarse a mí para poder susurrar cerca de mi oído—. Investígalo.
Iba a protestar por lo cruel que estaba siendo al no decirme de una vez su nombre. En serio, tenía una pizca de curiosidad por saberlo, aunque la voz de Neisan pronunciando el mío a distancia me impidió insistir.
—¡Hasley!
El rubio y yo dirigimos la mirada al chico del pelo negro, que se encontraba con el ceño levemente fruncido por la escena que observaba.
—Hasta luego, Weigel. Te están esperando. —El desconocido se despidió. Antes de que pudiera contestarle, ya estaba caminando lejos.
—¿Qué hacías con él? —preguntó Neisan una vez que estuve a su lado.
—Estábamos hablando —respondí neutra, sin darle tanta importancia al asunto, pero aparentemente para él era todo lo contrario… O eso parecía.
—¿Lo conoces? —intentó saber y me giré a mirarlo con determinación.
Sus ojos se clavaban sobre los míos esperando mi respuesta clara y precisa.
—Lo conocí hoy en la mañana —confesé un poco perezosa—. Pero siendo honesta no sé su nombre.
Lo último fue pronunciado cuando llegamos a la mesa y tomé asiento. Zev quitó la vista de su móvil con una sonrisa simpática y me miró moviendo sus dedos sobre la mesa.
—¿De quién no sabes el nombre? —preguntó, llevando su vista hacia Daniel mientras bebía de su refresco. El dueño se quejó con un gruñido.
—De un chico que conocí hoy en la mañana —repetí lo mismo.
—¿Ah, sí? —Alzó una ceja con una risa burlona y me miró pícaro—. ¿Quién es el galán que le quitará el lugar a Matthew?
—Creo que preferirías que siguiera siendo Jones —admitió Neisan.
Por su cara, pude ver que se arrepintió de ello, y soltó una bocanada de aire.
—¿Por qué? —Zev frunció el entrecejo ante el comentario de su amigo y lo miró—. ¿Quién es?
—¿Lo conoces? —intervine interesada preguntando a Neisan.
El chico puso los ojos en blanco.
—Howland.
¿Ese era su nombre?
Zev rápidamente me miró con una expresión dura haciendo notar su mandíbula tensa. Su rostro parecía enfadado, como si lo que hubiese dicho su amigo fuese demasiado malo.
—¿Desde cuándo te hablas con él? —me preguntó rudo, con la voz firme y dura.
—Ya lo dije, lo he conocido hoy en la mañana. —Mojé mis labios defendiéndome, volví mis ojos a Neisan y pregunté: —¿Su nombre es Howland?
—Es su apellido, se llama Luke. —Esta vez, respondió Dylan.
—Luke —repetí.
—¡Importa una mierda su nombre! —espetó mi mejor amigo—. Hasley, aléjate de él.
—¿Por qué? —pregunté.
—Solo hazlo —ordenó.
Alcé una ceja.
—Tú no me dices qué debo hacer —dije irritada por su comportamiento.
—No, pero el tipo se droga —informó con desdén.
Abrí ligeramente la boca y traté de procesar lo que había dicho. Ahora entendía lo que había sacado de su bolsillo y lo que había fumado enfrente de mí.
—Luke tiene problemas psicológicos —volvió a hablar, pasándose una mano por su cabello—. No te conviene tener una relación de amistad con él.
—Si es así, solo necesita ayuda —musité.
—Sí —asintió—, pero tú no se la darás.
—Dios, Zev…
—No sabes nada de él, ni cómo actúa cuando consume esas mierdas.
—¿Y tú sí?
Me levanté del asiento.
Él cerró los ojos durante unos segundos intentando contenerse. Sus amigos presenciaban la escena en silencio, no decían nada. Zev abrió sus ojos nuevamente para hablarme severo.
—Sé lo suficiente para decirte que te alejes de él. No finjas que puedes ayudarlo, no eres un maldito hospital.
Sus palabras me revolvieron el estómago.
—Zev, estás siendo un poco dramático, ¿no crees?
—Parad, nos están mirando. —Neisan fue el único capaz de meterse entre nosotros, sentenciándonos desde el otro extremo de la mesa.
—Hasley, es en serio… —Antes de que pudiese terminar de hablar, lo interrumpí.
—¿Sabes? No quiero seguir con esta conversación —dije y me alejé.
—¡Hasley! —Oí que gritó, pero lo ignoré.
Salí de la cafetería dirigiéndome a mi taquilla. Zev sabía más de lo que quería decir. Entendía que se preocupara por mí, era mi mejor amigo y su intento de protección hacia mí se lo agradecía, pero yo podía cuidarme sola.
Yo no era un hospital, y estaba claro que no quería serlo nunca. ¿Qué ocurría en su cabeza?
Llegué a mi taquilla y la abrí para depositar unos cuantos libros. Por el rabillo del ojo pude ver la silueta de alguien; por un segundo se me cruzó la idea de que podría ser Zev. Me equivoqué, no se trataba de él.
Matthew venía caminando con su pantalón azul mezclilla ajustado y su camisa blanca y negra por el pasillo. Su mirada se dirigió a la mía y me sentí desfallecer. Él guiñó uno de sus ojos verdes y me sonrió para luego seguir caminando.
«Oh, por Dios, oh, por Dios».
La sangre subió hasta mis mejillas y mordí mis labios para evitar soltar un grito de alegría. Metí la cabeza en mi taquilla y reí.
Era guapísimo, de los pies a la cabeza. También era mi crush desde hacía un tiempo. El simple hecho de verlo a lo lejos me hacía revolotear mariposas en el estómago, que mis mejillas se volvieran de un color carmesí y que mi cara ardiera ante mis pensamientos.
Actuaba orgullosa con Zev. Nuestra pequeña discusión había sido más fuerte de lo que pensaba y, aunque no me gustaba pelear con él, me molestaba demasiado que tuviera esa actitud.
Tal vez tenía sus razones para actuar de esa forma, pero no fue la mejor para advertirme sobre Luke.
Resoplé agotada cuando el profesor de Ciencias Sociales avisó que daba por finalizada la clase de hoy, dejé caer mi lapicero contra la mesa y guardé todo. El anillado de mi libreta se enredó con mi pulsera y puse los ojos en blanco para después tratar de arreglar el pequeño accidente. No tuve tanto éxito, ya que al instante de alejar mi mano me hice un rasguño en la piel.
Hoy estaba quejándome más de lo normal.
Salí del aula, me tocaba Literatura y después con la profesora Kearney. Lo bueno de las clases es que había un pequeño descanso de diez a quince minutos. Mi cuerpo se tropezaba con el de otros y oía cómo varios gruñían, traté de escabullirme de todo el bullicio y, cuando por fin dejé el pasillo principal, me di cuenta de que alguien me había manchado con algo de kétchup.
¡Oh, vamos!
Traté de quitar la mancha obteniendo como resultado una más grande. En realidad, era imposible ser más torpe. Maldije mil veces al aire y empecé a caminar por la parte contraria del pasillo principal, en donde el campo daba a las instalaciones de los edificios de Química.
Mi vista viajó hasta el lado derecho de las gradas por simple curiosidad y confirmé lo que por un segundo pasó por mi mente. El chico del día anterior y el culpable de mi pelea con mi mejor amigo se encontraba ahí. Debía parar mi curiosidad, pero al parecer fue más fuerte que mi cordura porque, en lugar de dirigirme a la clase de Literatura y no darla por perdida, fui hasta donde él se encontraba.
Pensé en muchas excusas para cuando me preguntase por mi presencia, pero, aunque no me funcionaran, no me arrepentía ni un solo segundo de estar acercándome.
—¿No se supone que tú tendrías que estar en clase? —preguntó Luke con el entrecejo fruncido cuando me vio subir.
—Supones bien, pero no tenía ganas de entrar. —Me encogí de hombros.
Luke me miró como si lo que le había dicho fuera lo más extraño del mundo. Él sacó de su bolsillo una cajetilla y a continuación un cigarro para llevárselo a los labios y encenderlo. Se acomodó sobre una de las gradas y estiró sus piernas. El cielo estaba azul y el aire seguía siendo fresco a la temperatura en la que nos encontrábamos.
—Así que, Luke, ¿por qué te gusta fumar? —pregunté, sentándome a su lado, pronunciando su nombre con lentitud mientras lo miraba con cierta incertidumbre.
—¡Vaya! Ya sabes cuál es mi nombre —se rio y dio una calada.
—No me costó mucho trabajo —admití—. Ahora contesta mi pregunta.
Él me miró vacilante.
—Ya. No esperes que responda a todas tus preguntas, Weigel, pero fumo porque me gusta, me quita el estrés.
Sí, eso es lo que la mayoría de las personas que consumían tabaco solían contestar. Nada fuera de lo común. Nada diferente a lo esperado.
—Hay otras formas, ¿lo sabes? ¿Lo has intentado?
—Sí, y no quiero. —Ladeó la cabeza dándome a entender que eso sería lo último que saldría de su boca.
—Eres un completo irracional —repliqué.
Él solo se encogió de hombros. Suspiré pesadamente.
No sería tan fácil averiguar más sobre él, no lo sería para nada. Lo observé por unos segundos, me gustaba cómo vestía. Traía una camisa de cuadros azules y debajo de ella una camiseta negra, la cual llamó mi atención: era un triángulo y en uno de sus lados salía como un arcoíris.
—¿Qué significa? —Mi dedo índice apuntó, él recorrió la dirección y enarcó una ceja de nuevo hacia mí.
—¿No lo sabes? —me preguntó incrédulo, y yo negué apretando mis labios—. Dios, ¿qué eres?
—¿Acaso eso es tan importante? —contraataqué.
—Eso tiene nombre y es una de las mejores bandas que pudo existir. Es Pink Floyd y la imagen es de uno de sus álbumes —defendió.
—Recuerdo haber visto algo parecido en…
—¿En una tienda de discos?
—No.
—¿Y?
—Clase de Física —murmuré.
—¿Ley de Snell?
—Supongo. ¿Dispersión de la luz?
—Ya —asintió—. Pero mi camisa representa un álbum de ellos.
—Ellos. ¿Ya se separaron?
—¿Qué te pasa? —Él parpadeó un par de veces y me miró durante varios segundos—. No puedes hablarme en serio.
—Al menos puedes intentar decirme qué música tocan, tal vez podría escucharlos y… —No pude terminar porque él me interrumpió.
—No es Michael Bublé. —Luke torció los labios.
—¡Michael Bublé es bueno! —defendí, chillando con el entrecejo fruncido.
—Para temporadas navideñas —dijo vacilante.
Yo abrí la boca, ofendida.
—Ahora estoy indignada —dije y miré hacia el frente. Mi mente pensaba rápido y lo volví a mirar confundida—. ¿Cómo sabes que me gusta?
—Sueles tararear alguna que otra canción de él en Historia. —Dejó salir un poco de humo.
Sentí mis mejillas arder de la vergüenza. No era que mi voz fuera la mejor para cantar y él ya lo sabía.
—Eso es vergonzoso —musité—. ¿Cómo lo conoces si se supone que no te gusta?
—No puede gustarme algo sin antes haberlo probado, en este caso escuchado. Aunque en realidad lo conozco porque mi madre pone en diciembre sus canciones —confesó esbozando una sonrisa lánguida.
—¡Mi madre también!
—Genial —dijo, y me enseñó su pulgar.
¿Había sido sarcasmo?
Guardé silencio sin saber qué otra cosa decir. Luke hizo chascar su lengua y me miró, yo mostré un gesto confundido ante su semblante. Estaba pensando. Hizo un puchero con sus labios y ladeó hacia un costado su cabeza durante unos segundos para después dirigir su vista a su mochila y cogerla.
De ella, sacó una libreta de espirales con un forro negro; en la portada se veía un cuadro blanco en donde tenía escrito algo que no pude alcanzar a leer, pues él ya la había abierto buscando una página. Pude ver que tenía rayas, dibujos y palabras obscenas. Luke se detuvo en una lista y dudó si debía mostrármela, pero al final accedió.
Mi mano la sujetó y mis ojos curiosos empezaron a leer.
—Son muchas bandas, pero solo conozco a John Mayer —le dije con una sonrisa de superioridad.
—Es lo que creí. —Soltó una risa y negó.
—¿Qué es gracioso?
Luke dirigió sus ojos hacia los míos y arrugó su cara, lamentándose en voz baja.
—Mira, John es un gran cantante, pero me ofende que no conozcas a nadie más en esta lista —habló incrédulo, apuntando su libreta—. Ni siquiera a Green Day. ¡Esto no puede ser real!
—Tal vez he escuchado una canción de ellos —jadeé—. ¡No soy una fanática de la música heavy!
—No es música heavy, Weigel —explicó con pausa, haciendo una seña con sus dedos, lleno de exasperación.
—¡Para mí todo lo ruidoso lo es! —bramé, agotada de la discusión.
—Pues tú eres heavy también porque eres muy ruidosa.
—¡Oye!
—Necesitas encontrar tu camino hacia la música verdaderamente buena.
—Eres un grosero. Es de mala educación criticar los gustos de otras personas solo porque sean diferentes de los tuyos, l