1
ALEX
Una carta, una llamada y un abogado. Toda mi vida acababa de dar un vuelco de ciento ochenta grados. Un día tienes la vida controlada, o crees tenerla. Eliges un camino, lo sigues, luchas por que nadie te convenza de que estás equivocado ni de que has elegido mal. Joder, te enfrentas al mundo entero, incluso a las personas que más quieres, para estudiar y prepararte. También te equivocas, por supuesto que te equivocas. Es la única manera de poder aprender, siempre y cuando lo hagas en un entorno controlado.
Soy piloto, comandante para ser más preciso. De ahí que lo de equivocarse fuese mejor hacerlo en entornos controlados… En mi caso en los simuladores que han formado parte de mi vida desde que cumplí los dieciocho. No queremos matar a nadie, sobre todo porque, si lo hacemos, seguramente también será lo último que hagamos.
Desde que tengo uso razón, he crecido amando el cielo. Deseaba estar ahí arriba, en las estrellas. Quería que las nubes fueran mis amigas y ser el primero que ve el sol cuando se asoma por el horizonte. Mi película preferida de niño era Peter Pan; no por eso de no querer crecer nunca, sino por los polvos mágicos de Campanilla. Soñaba con poder volar sin alas e ir a donde el viento corriese más fuerte.
Obviamente, esa fase duró poco. Perdí la inocencia bastante deprisa, demasiado pronto para lo que creo que es normal en cualquier niño… Empecé a plantearme otra manera más realista de surcar los cielos y volar cuando comencé a sentirme más atraído por el físico de Campanilla que por su magia.
No tardé en descubrir lo que se siente en un avión. Con diez años, viajé de copiloto en la avioneta de mi padre y a los doce ya sabía prácticamente pilotarla yo solo. ¡Qué sensación! Ojalá pudiera haceros sentir exactamente lo que yo experimenté aquella primera vez. No se me olvida el motor vibrando debajo de mí, la adrenalina que me recorría entero, el viento que me golpeaba la cara, el ruido de las hélices antes de despegar.
Creo que ahí fue cuando me enamoré por primera vez de algo. Me enamoré de todas esas sensaciones, me volví adicto a sentirme cada vez más lejos de la tierra y más cerca de las estrellas. Tuve suerte. No es tan sencillo encontrar una pasión, tener tan claro lo que deseas hacer con tu vida. Tampoco es fácil estudiar y colocarte en el punto de partida, equipado hasta los topes de ilusión y de energía. A los catorce años me armé de valor. Delante de mis padres, dije alto y claro:
—Papá, mamá… Quiero ser piloto.
Era algo que a algunos podría haberles llevado años o incluso una vida entera descubrir, pero yo ya lo tenía claro. Y lo demás… Bueno, lo demás es historia.
Mi cerebro sabía que estaban llamando a la puerta, pero… ¿no podían dejarme en paz un solo día? Cogí la almohada y me la coloqué encima de la cabeza. Intentaba atenuar los ruidos de fuera y maldecía por dentro en todos los idiomas que conocía y no eran pocos. Le deseaba el mal a quien fuese que no me estuviera dejando dormir la mona tranquilo.
—¡Abre la puerta, Alex!
Mierda. Era Nate.
Podría haberle gritado que la puerta la iba a abrir su puñetera madre, pero no podía hacerle eso. No a él, que me había aguantado desde que me enteré de… Joder, desde que me enteré de «eso».
Una voz interior me regañaba porque no era capaz aún de ponerle nombre y apellido a mi problema. Hacía dos años que mi vida había cambiado de forma drástica. Bueno, mi vida y mi futuro. Pero me costaba asimilar que el destino seguía siendo tan hijo de puta. ¿No había tenido suficiente ya?
La ansiedad de los últimos siete días volvió a apoderarse de mí. Tuve una sensación horrible, como si quisiera dejar mi cuerpo y salir corriendo a buscar uno nuevo. Adoraba esa vida que tanto me había costado tener, pero deseaba poder cambiarla por cualquier otra, porque ¡ya nunca más sería mi vida! Esa noticia la había cambiado para siempre… y no estaba preparado para eso.
—¡Abre o echo la puerta abajo! —insistió Nate.
Me levanté como pude y caminé hasta la puerta de la habitación de hotel. Delante de mí estaba el mayor cabronazo del mundo. Ah, también era mi mejor amigo: Nate Olivieri. Nos conocemos desde que cumplí los diecisiete y pude empezar a hacer mis primeras horas oficiales de vuelo. Nate y yo nos sacamos el título de piloto privado a la vez y desde entonces hemos sido uña y carne. Es curioso, a pesar de los años y de lo bien que nos conocemos, parece incapaz de comprender algunas cosas. Como que cuando digo claramente: «No me jodas durante los próximos días», quiero decir justo eso. Que no me joda durante los próximos días.
—Chaval…, das pena.
—Largo —contesté.
Casi le cerré la puerta en las narices, pero metió el pie y lo impidió.
—De eso nada —dijo. Empujó con fuerza y entró en la habitación—. Joder, ¡¿qué animal se ha muerto aquí?!
Lo ignoré olímpicamente y volví al colchón. Si había suerte, podría disfrutar de algunas horas de sueño decente.
—Cierra la puerta cuando te canses de decir gilipolleces.
No me dejó llegar a la cama. Se colocó delante y me bloqueó el paso. Me apreté con los dedos el puente de la nariz. Procuré respirar hondo. «No puedo perder los papeles… —me decía a mí mismo—, no otra vez, no de esa manera».
—Tengo buenas noticias para ti —anunció mi amigo.
—¿Vas a hacer que retroceda en el tiempo doce años?
—Casi… —respondió con una sonrisa radiante—. Voy a meter tu culo en un avión y te voy a mandar tan lejos que, cuando vuelvas a Londres, serás un hombre nuevo.
—¿De qué cojones hablas?
Nate sonrió enseñándome todos los dientes. Supe que nada bueno podría salir de un entusiasmo tan obvio.
—¡Nos vamos a Bali! —gritó abriendo los brazos.
—¿Qué? —pregunté.
Era como si lo hubiese dicho en chino mandarín. Es un idioma que conozco pero que no controlo en absoluto, de ahí mi cara de estupefacción.
—¡Nos vamos! ¡Los dos! He intentado contactar con Malcolm para ir los tres, como en los viejos tiempos, pero ese cabrón sigue dando vueltas por el mundo.
—Estás loco —contesté. No me quedaba paciencia.
—¡Será genial! Disfrutaremos del sol, del mar, de unas buenas olas, de un rico nasi goreng… Haremos esnórquel y esquí acuático —enumeraba emocionado, caminando de un lado a otro—. Nos vamos a tirar en la playa como si fuésemos marmotas y vamos a desconectar de todo. Nos emborracharemos hasta las cejas y follaremos con alguna tía guapa que quiera divertirse, como nosotros. Y después… después de todo eso… volveremos aquí y te enfrentarás a…
—Cierra el pico, Nate —lo corté de cuajo—. Cállate o te juro por Dios que la próxima vez que me toques de copiloto, abriré la cabina, descenderé a dos mil metros y te tiraré del avión sin paracaídas. ¿Me has entendido?
Lo cogí de un brazo, tiré de él hasta el pasillo y cerré de un portazo.
—Menudo despertar de mierda, tío… —escuché que decía tras la puerta.
Me tiré en la cama y cerré los ojos. Deseaba que todo volviese a ser como antes. Sin embargo, una parte muy pequeñita de mí sabía que en realidad no quería eso. Lo que necesitaba era que esa parte predominara y ganase la batalla.
Horas más tarde, cuando volví a abrir los ojos, sentí por un instante que todo seguía igual. Fue una sensación maravillosa… Solo me bastó echar un vistazo a mi alrededor para saber que nada más lejos de la realidad. Todo seguía igual.
Bueno, casi todo. Nate estaba sentado a la mesa de la suite tecleando algo en mi portátil. Me pasé la mano por el pelo y me lo despeiné en un acto reflejo nervioso. Siempre lo hago cuando estoy estresado, agobiado o preocupado. En ese momento, estaba todas esas cosas multiplicadas por mil.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—¿Te recuerdo que este hotel es mío? —respondió. Ni siquiera levantó la mirada de la pantalla.
—Es de tu padre.
Nate sonrió de lado.
—Correcto.
Nate es hijo del dueño de la cadena hotelera de lujo Olivieri. Sí, esos Olivieri. Su familia tiene hoteles en todo el mundo. En cambio, su primogénito decidió pasar olímpicamente del negocio familiar y convertirse en piloto de aviones privados de lujo… Como yo, más o menos.
—¿Puedes explicarme qué haces en mi habitación con mi portátil?
Nate me miró por encima del ordenador un momento. La luz de la pantalla intensificaba el color de sus ojos azules.
—Estoy intentando sacar dos billetes de avión en primera clase. Los cabrones de Qatar Airways están hasta arriba, solo hay asientos en Economy.
Puse los ojos en blanco. No iba a servir de nada discutir con él sobre el dichoso viaje. Nate es así. Cree que por tirar hacia delante de un carro sin ruedas va a llegar a alguna parte… En ese momento, decidí que solo podía confiar en que se cansaría.
Miré por la ventana, ya era de noche. Debía de haber dormido una siesta de cinco horas. Me dejé caer en el sofá y me pasé la mano por la cara. ¿Qué iba a hacer?
Mi vida no estaba preparada para algo así. Yo no estaba preparado para algo así. Tenía veintinueve años, vivía solo desde los dieciocho. Tenía un trabajo que me encantaba y viajaba muchísimo, a veces más de lo que me hubiese gustado. Me dedicaba a lo que me apasionaba, pero me había costado lo mío. Siempre había sabido que tampoco iba a durar eternamente, pero ¡¿dejarlo todo?! ¡Acababa de empezar a vivir!
—Creo que deberíamos irnos pasado mañana… Sí, así llegaremos el lunes. Qué cabrones son… ¿Recuerdas cuando Wyatt nos pidió por favor que lo lleváramos a él y a toda su familia a Maui? ¿Te acuerdas? Creo que voy a llamarlo directamente, sí. A ver si así espabila y nos mete en el próximo…
Desconecté y seguí mirando por la ventana. Ocupaba toda la pared y las luces de los edificios, de los coches y de la noche despertaban mis sentidos. Me encantaba Londres. Es una ciudad que nunca duerme, igual que Manhattan. Además, tiene un toque señorial que a mí siempre me había gustado.
Mi madre habría estado orgullosa de ese pensamiento y, aunque lo negaría si ella me lo preguntase, lo cierto es que soy bastante exigente con muchas cosas y mentiría si dijese que no me cabrean las cosas mal hechas o con poca clase. Me gustaba el orden, la tranquilidad y la organización. Encontraba satisfacción en saber dónde estaban las cosas, en conocer a la perfección de dónde venían y por qué estaban ahí. No solo en lo referente a lo material, sino a la vida en general.
Tres personas se encargaban de tener mi casa de Primrose Hill impecable, ordenada y organizada. Hannah se encargaba de hacerme la comida y dejármela perfectamente guardada en táperes de cristal. Mi ropa estaba perfectamente doblada y planchada cuando llegaba a casa y que Dios se apiadara del culpable si llegaba y encontraba algo fuera de lugar. Era un maniático. Sí, puede sonar horrible, pero eso me había convertido en el piloto más joven y con más talento de Inglaterra. No lo decía yo, sino las medallas que recibí desde que me gradué en la Oxford Aviation Academy.
Por eso había llegado hasta aquí. Porque toda mi vida estaba bajo control. Todos los cabos estaban bien atados y tenía el futuro perfectamente organizado.
—Vas a flipar cuando te lleve a mi isla —dijo Nate, volviendo a interrumpir mis pensamientos.
—¿Tu isla? —Lo miré con condescendencia.
—Ríete todo lo que quieras. Llevo ya cuatro años visitando ese lugar. Cuando te digo que es el mejor lugar del mundo para desconectar, lo es de verdad.
Nate era un pijo con aires de hippie. Elegía una isla perdida de la mano de Dios para «desconectar», como a él le gusta decir. Se evadía de su vida cotidiana y regresaba con los «chacras» renovados, significara lo que significase…
Yo, sinceramente, no era capaz de recordar cuándo había sido la última vez que me había tomado unas vacaciones de verdad, de más de cuatro días… Me gustaba trabajar y muchos de los clientes de la empresa me querían a mí específicamente como piloto. Eso me dejaba poco tiempo libre, y muchas noches en hoteles de cinco estrellas desperdigados por el mundo. No me quejaba. Mi trabajo me permitía llevar una vida bastante acomodada. Me codeaba con gente muy importante con la que había llegado a entablar verdaderas amistades.
El teléfono de Nate sonó e interrumpió mis pensamientos.
—¿Hola? Sí, Wyatt, ¿qué tal, tío? —contestó.
Nate hizo un gesto con la mano en mi dirección, pero volví a ignorarlo. Me levanté del sofá, fui hacia el minibar y me serví un vaso de whisky solo. En algún lugar creía haber oído que la resaca se curaba con más alcohol… ¿Quién era yo para cuestionar una afirmación tan placentera?
—Es urgente —escuchaba a Nate de fondo—, si no, no te lo pediría. No… Claro que no podemos coger uno de los aviones.
Su mirada se cruzó con la mía. Intentaba que solo eso bastara para que entendiera lo que se me pasaba por la cabeza, pero él seguía a lo suyo:
—Sí… Dos vuelos en primera… a Denpasar, sí… ¡Perfecto, tío! ¡Muchas gracias! ¡Solucionado!
Volví a llevarme la copa a los labios.
—¿Vas a cambiar esa cara? Estoy moviendo cielo y tierra para que…
—No voy a ir, Nate —lo corté sin miramientos—. No insistas… ¿Tengo que recordarte por qué ya no puedo escaparme por ahí y hacer el capullo como cuando éramos unos críos?
Nate me miró desde el sofá tranquilo y sereno.
—Justamente por lo que ha pasado necesitas desconectar de todo. Tienes que salir de Londres, alejarte y pensar cuál será tu próximo movimiento…
—¡Ya no habrá próximo movimiento, Nate, joder! —dije.
Del cabreo que tenía, apreté el vaso de cristal. Estalló en mil pedazos y me corté la mano. Maldije entre dientes. Nate me observaba sin inmutarse.
—Solo serán treinta días, Alex. Treinta días para encontrarte a ti mismo. Treinta días…
—Treinta días para intentar asumir que mi vida tal y como la he conocido hasta ahora habrá acabado para siempre.
Nate no dijo nada más y yo desaparecí en el baño.
Ya iba siendo hora de que aceptase mi nueva realidad.
2
NIKKI
El sol entró por la ventana y me despertó, como hacía siempre. Al igual que cada mañana, maldije en voz alta. Me pregunté cuándo terminaría de coser las cortinas en las que llevaba más de dos meses trabajando… Podría decir que no había tenido tiempo, que no daba abasto entre las miles de cosas que hacía al día, pero habrían sido excusas baratas. Tenía tiempo de sobra para acabarlas, pero me daba una pereza increíble, sinceramente.
Coser cortinas no era uno de mis muchos hobbies, pero sabía que podía hacerlo sola. Podría tenerlas listas en unas horas y, con un poco de ayuda de Eko o incluso de Gus, las tendría hasta colgadas. Hasta me daría tiempo a subirme a la moto y reunirme con el resto del grupo para ver el atardecer, o sunset, si seguíamos la costumbre de los turistas de llamarlo de esa forma.
Me estiré como un gato. Bostecé como nunca haría en público y me levanté de la cama. Aún no me había acostumbrado a vivir sola ni podía creerme que todo lo que veían mis ojos fuese mío y solo mío. Tenía veintitrés años, hacía dos meses que me había independizado y mudado a una villa junto a un acantilado. Podría haberme ido antes a vivir sola, pero me gustaba demasiado vivir con mi abuela Kuta y mi tío Kadek. Siempre me habían protegido y cuidado. Básicamente, me había criado entre los dos, teniendo en cuenta que mis padres habían muerto cuando yo solo tenía tres años. Apenas los recuerdo, era un bebé, pero sé la brecha que su muerte dejó en la familia. Mi madre era la niña de los ojos de mi abuela y la hermana pequeña de mi tío. Yo, su única nieta y sobrina, me había quedado huérfana…
Me dolía hablar de mis padres. Aunque los conocí durante un periodo de tiempo muy corto, los echaba muchísimo de menos. Sentía que los conocía mejor que nadie gracias a mi abuela y a mi tío. Siempre me contaban anécdotas de mi madre, aunque a veces les resultara duro mencionarla. Sé que lo hacían para que pudiera tener una imagen clara de cómo era y lo mucho que me quiso. De mi padre hablaban menos, pero solo habría sido un fantasma en un pasado que ni siquiera podía divisar con claridad si no hubiera sido por sus historias.
Gracias a eso sé muchas cosas. Por ejemplo, que el lunarcito que tengo en el lóbulo de la oreja izquierda es exactamente igual que el de mi madre. Que mis piernas largas y mi metro setenta son clara herencia de mi padre Jacob, que era inglés, así que eso a mí me convierte en «mestiza», pues toda mi familia materna es asiática y de origen balinés.
Es muy raro pensar que tengo sangre inglesa recorriendo mis venas. En cuanto a rasgos, puedo aseguraros que ganaron los genes de mi madre. Es cierto que mis ojos rasgados no son del color chocolate que predomina entre mi gente. Los tengo de un color tirando a verde que de pequeña me dio muchos quebraderos de cabeza. Algunos en la isla hasta creían que daba mal fario, con eso os lo digo todo. No todos los días se ve a una asiática de ojos verdosos. Mi tez también es menos cetrina, pero por lo demás soy tan balinesa como cualquiera que viva en esta isla. Que nadie se atreva a decir lo contrario.
Mientras me lavaba los dientes, empecé a repasar en mi mente las cosas que tenía que hacer durante el día. Desde que había terminado la carrera de Veterinaria, no había vuelto a salir de mi islita. Está situada a unos pocos kilómetros de la isla principal de Bali. Es lo bastante pequeña como para que todos los habitantes nos conozcamos de vista y lo bastante grande como para no sabernos los nombres de todos. Para mí es el tamaño perfecto.
Me he criado aquí. Este lugar ha sido mi hogar, donde he crecido rodeada de naturaleza, animales, arrozales, océano, arena, deportes acuáticos y comida casera. También de muchos turistas, eso sí, que llegan con la idea de vivir el sueño balinés.
Cuando tuve que abandonarla para irme al centro de Bali a estudiar, lo pasé fatal. No estaba acostumbrada ni de lejos a la vida en la ciudad, a pesar de que es enana en comparación con cualquier otra ciudad corriente. Pero el ruido del tráfico y los centros comerciales me inquietaban. Me costó acostumbrarme a ir calzada y vestida a todas partes como si fuese a una reunión de trabajo. Aunque los cuatro años que duró la carrera deberían haber sido tiempo suficiente para adaptarme, en cuanto tuve el título debajo del brazo, me subí a mi lancha y dije adiós al mundo exterior con una sonrisa de alivio inmensa. Yo no estaba hecha para ese ritmo ni de lejos. Mi vida estaba aquí, con mi familia y todos mis perros…
Lo único que me gustó de vivir en la isla principal fue poder ir al cine y conocer a mi mejor amiga Margot, que…
El ruido de un ladrido sordo captó mi atención e interrumpió mis pensamientos.
Sonreí y abrí la ventana del baño para asomarme. Mi casa se encontraba en lo alto de un acantilado. Además de unas vistas increíblemente hermosas al mar, podía divisar la ladera donde empezaban los escalones que llevaban a mi puerta. Allí era donde todas las mañanas me esperaba mi perro preferido, mi ángel guardián, mi precioso Batú.
El tema de los animales abandonados en las zonas costeras de Bali siempre me había quitado el sueño. De hecho, fue una de las razones que me llevaron a ser veterinaria. Es muy triste que a estos perros se los vea más como una plaga. Para mí son los animales más bonitos, bondadosos y fieles que existirán jamás en este mundo tan extraño y volátil al que llamamos Tierra.
Hay cientos de animales sin dueño que vagabundean por las playas en busca de cariño y comida. Incluso muchos turistas que están de paso los acogen como mascotas. Algunos se los quedan durante años, pero luego los abandonan cuando llega el momento de regresar a casa. Por suerte, no todos son así. Gracias al turismo y al concepto de animal de compañía que tienen los occidentales, estos perros reciben alimento. Eso no quita que cada vez sean más y que los autóctonos los vean como una amenaza o como animales plagados de garrapatas. La crueldad de algunos lugareños es infame. Harían cualquier cosa para deshacerse de ellos, incluso envenenarlos, y ahí es donde entraba mi trabajo como veterinaria.
No era fácil ni barato intentar cuidar de tantos animales. Encima, no dejan de reproducirse puesto que la mayoría no están castrados. Me gastaba casi todo mi sueldo en comprar lo necesario para seguir cuidándolos, lo que era una redundancia bastante curiosa y la razón de que me pasase prácticamente todo el día trabajando. Era insostenible, pero no había encontrado otra manera.
Tenía tantos empleos que a veces perdía la cuenta. Así que, aparte de ser la única veterinaria titulada de la isla, daba clases de yoga todas las mañanas para diferentes hostales y complejos de villas, tres veces por semana hacía de guía para submarinistas titulados y, cuando no me quedaba más remedio, ayudaba con la limpieza del complejo más pijo y repipi de la isla. Era espectacular, tenía villas frente al mar y todos los lujos que os podáis imaginar, aunque de todos mis trabajos ese era el que más odiaba porque, a pesar de ser el complejo de la familia de Margot y ser afortunada de poder cobrar un dinero extra de vez en cuando, no había forma de librarse de muchos turistas que se creían mejores que nadie.
En lugares como Bali este tipo de complejos son muy comunes. Mi islita está enfocada a turistas más hippies, que vienen con intención de practicar deportes acuáticos extremos, a hacer retiros de yoga, a surfear las mejores olas de Indonesia… o casi.
En su mayoría es gente que viene a la isla a pasar un par de días y luego se marchan tras descubrir que no es exactamente el lugar más lujoso de Bali. No obstante, cada vez se va acercando más a eso. Hay inversores que no paran de abrir complejos en cada trozo de tierra que ven sin explotar.
Escuché más ladridos de Batú y volví a centrarme en lo mío. Si quería estar a las siete en mi primera clase de yoga, ya podía darme prisa. Salí del baño y cogí el primer conjunto de top y leggins que encontré. Me recogí el pelo liso en una coleta bien alta. Me colgué a la espalda la esterilla de yoga, junto con mi bolso con mi kit de supervivencia: la ropa para cambiarme, la botella de agua y un plátano para comerme a media mañana.
Batú se puso como loco cuando me vio bajar las escaleras. Aunque llegaba tarde, me detuve unos minutos para saludarlo como Dios manda. La historia que compartíamos era especial. Se merecía todo mi cariño y un trato preferente respecto al resto de los perritos, aunque nunca lo admitiera en voz alta.
Lo acaricié con cariño. Dejé que me saltase encima, procurando que no me manchase el conjunto blanco, y nos reímos un poco. Sí, defiendo que los perros ríen, sonríen, lloran y hacen todo lo que hacemos los humanos, solo que en versión perruna. Cuando Batú y yo ya nos habíamos dado suficiente amor, me dirigí hacia la moto.
A la pobre le quedaban dos telediarios. Me la había regalado mi tío cuando cumplí los trece. No os asustéis, fue tarde para tener moto, teniendo en cuenta que aquí los niños ya las conducen a partir de los diez años. La mía era una Vespa antigua, aunque a mí me gustaba decir que era vintage, ya debía de serlo incluso antes de que me la regalaran… Pero me llevaba a todos lados, no podía quejarme, cumplía su función y yo, a cambio, me gastaba medio riñón en arreglarla cada dos o tres semanas.
Cada vez que la arrancaba, daba gracias a los dioses.
—¡Vamos, Batú!
Batú respondió con un ladrido y los dos bajamos el camino hacia la playa para llegar a mi clase. Él iba detrás de mí, con la lengua fuera y feliz con su carrera matutina. Muchos les enseñan a sus macotas a ir sentados en el reposapiés de la moto, pero Batú no era pequeño. Era más grande que la mayoría de los perros que habitaban la isla, casi tanto como un labrador. Era mestizo, como yo, puede que una mezcla entre labrador y podenco, y tenía un tono anaranjado. De hecho, estoy prácticamente segura de que Batú no era originario de Bali. La historia de cómo lo salvé era muy triste. A veces la gente puede ser muy cruel.
Sonreí a pesar de los malos recuerdos al verlo por el espejo retrovisor, tenía mucha vitalidad y una alegría que transmitía a todo el mundo. Ojalá pudiera transmitiros la felicidad que sentía cada vez que salvaba o ayudaba a un perro.
El pitido de un camión me sobresaltó y casi hizo que cayese de la moto.
—¡Mierda! —exclamé.
Al mismo tiempo, Batú se puso a ladrar como loco. El camión se detuvo y de él bajó alguien con quien no me apetecía nada de nada tener una conversación.
—¡Perdona, Nikki, no te había visto!
¿Y por eso había pitado? ¿Porque no me había visto?
—No pasa nada, Jeremy —dije, forzando una sonrisa amable.
A mi lado Batú empezó a ladrarle y a gruñirle. Era bastante protector conmigo y con Jeremy tenía una fijación poco común.
—¿Cómo estás? —me preguntó aprovechando que no venía ningún coche.
Mi relación con Jeremy era un poco incómoda. Habíamos tenido una pequeña historia. No fue nada del otro mundo, solo habíamos salido unas cuantas semanas. Era otro de los hijos de turistas que habían nacido aquí y se habían criado como nosotros, eran «adoptados, como solíamos llamarlos, porque no eran de aquí, pero en realidad sí que lo eran, no sé si me explico.
—Bien, bien, aunque llego tarde —intenté hablar por encima de los ladridos de mi perro.
—¡Ah, claro! Perdona… —dijo forzando una sonrisa—. Yoga, ¿no? —me preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Tal vez me pase algún día por tu clase —dijo.
Tuve que controlarme muchísimo para que no se me notara en la cara la poca gracia que me hacía volver a tenerlo en mis clases, porque a Jeremy no había nada que le importase menos que el yoga, pero sabía que estaría allí a una hora y lugar concretos, y era su única manera de poder estar conmigo sin llegar a estarlo, y todo eso era… incómodo, muy incómodo.
—Genial —dije—. Hasta luego, Jeremy. ¡Que tengas un buen día! —añadí, acelerando y rodeándolo con la moto.
No me pasó desapercibida la mirada de cabreo que le lanzó a Batú. Tampoco me extrañaba, esos dos jamás se habían llevado bien. De hecho, Jeremy odiaba a los perros. Era otra de las razones por las que lo nuestro jamás habría funcionado.
Digo otra porque había tantas razones para no estar con él… Podría estar escribiéndolas durante días, empezando por lo controlador y lo increíblemente celoso que era. ¿En qué momento un chico pasaba de ser un encanto de persona a un auténtico obsesivo de mi agenda? «¿Dónde vas a estar hoy a las once?», «¿Por qué te he visto hoy desayunando en Yamu?», «¿Vamos a vernos hoy a la una o tienes que almorzar con tu tío otra vez?», «¿Por qué estabas hablando esta mañana con Eko, no tenías trabajo?»…
¡Qué pesadilla!
Dejarlo había sido la mejor decisión que había tomado en lo que iba de año, aunque él parecía no haberse enterado todavía. Era una lástima. De entre todos los chicos de la isla, Jeremy me atraía bastante… Los chicos occidentales eran mi perdición. Me atraían muchísimo más que cualquier chico de aquí. Eso me agobiaba y me gustaba a partes iguales. Me gustaba porque me hacía sentir más cercana a mi madre, a fin de cuentas ella se había enamorado de un inglés; y me agobiaba porque aquí solo venían turistas de paso. Muy pocos decidían asentarse para siempre y no me gustaba perder el tiempo con relaciones que no iban a ninguna parte. De ahí que Jeremy fuese la excepción y pareciera la opción perfecta. Indudablemente era americano, con su pelo rubio y sus ojos azules. Tenía cuerpo de surfista y una sonrisa blanca y ligeramente torcida. Encima era «adoptado», pero, claro, no podía tener una relación seria con alguien cuyos atributos se reducen a dos frases.
No tardé más de diez minutos en llegar a la clase. La daba en uno de los muchos complejos de la isla que había para turistas, en una platea de madera frente al mar. Lo mejor de las clases de yoga era que me obligaban a entrenar todas las mañanas y, de paso, hacía muy buenos amigos. Normalmente no se quedaban mucho, un par de días o como máximo tres meses, si venían a hacer el retiro de yoga completo.
Era agradable dar clases de un deporte que amaba con toda mi alma y sabía que le haría mucho bien a quien lo empezase a practicar. «El yoga es un estilo de vida —me había dicho siempre mi abuela—, ayuda a tener la mente en calma y el cuerpo activado», una contradicción deliciosa y que encima conseguía a quien lo practicaba con asiduidad un cuerpo de infarto y la posibilidad de hacer posturas increíbles.
—¡Buenos días! —saludé a las chicas de mi clase, pues eran todas mujeres.
No siempre era así. A veces, algunos hombres acudían, aunque solían ser novios que venían obligados por sus respectivas parejas. También acudía algún curioso que quería probar y, al comprobar que era complicado seguir la clase sin flexibilidad, no repetía. Era un asunto que tenía muy pendiente. De hecho, ya había organizado una jornada de yoga masculino una vez, pero no había salido del todo bien. Al hacer la postura del perro bocabajo, comprendí que a los tíos no les funcionaba muy bien el cerebro cuando tenían a una chica con el culo en pompa esperando a que la imitaran.
Mis chicas sonrieron con cara de cansadas y se colocaron de manera organizada para poder verme todas con claridad.
—Empezaremos con unos saludos al sol.
Esto era casi literal. La clase estaba programada para que durara justo lo que tardaba el sol en salir por el horizonte y darnos los buenos días. Era horrible despertarse tan temprano, pero al acabar no había mejor sensación que aquella. Merecía la pena hacer ejercicio hasta dejar los músculos exhaustos y después meterse en el mar bajo los tonos anaranjados y amarillos del amanecer.
A veces me preguntaba cómo podía la mayoría de la gente vivir alejada del mar, de la arena, de las puestas de sol inigualables y únicas. ¿Cómo podía la gente preferir estar en un rascacielos antes que vivir en comunión con la naturaleza?
Supongo que era lo que tenía criarse en una isla. Mi percepción del mundo era muy distinta a la del resto de la población mundial. Por desgracia, mucha gente cree que lo material está por encima de cualquier placer terrenal… ¿No comprenden que una puesta de sol es gratis? Bueno, como mucho te puede salir a un dólar si te pillas una cerveza Bintang bien fresquita…
Terminé la clase y me despedí de mis alumnas con una sonrisa. Cuando todas se marcharon, me aseguré de que no me veía nadie y me acerqué hasta unas piedras un tanto ocultas que conocía muy bien. Me quité la ropa de deporte y me quedé completamente desnuda. Era mi pequeño placer secreto, bañarme desnuda bajo el sol del amanecer. Lo hacía siempre que podía y casi nunca había nadie. Para llegar a aquellas rocas había que meterse por una zona con musgo que los turistas rechazaban simplemente por ser verde. Bueno, por eso y porque eran las siete de la mañana.
Disfruté como nunca de mi baño preferido bajo los rayos matutinos hasta que sentí que todos los músculos se me relajaban después del duro deporte. En Bali, el agua suele estar templada, cosa que está muy bien… a ratos. En cambio, por la mañana, estaba mucho más fresca que el resto del día. Por eso la disfrutaba como una niña pequeña a la que le dan una piruleta. Hice unos cuantos largos y luego simplemente me senté en la roca embobada con los colores del cielo. Me daba igual cuántos atardeceres y amaneceres hubiese visto con estos ojos, siempre me provocaban la misma sensación inexplicable de pequeñez y de emoción en el pecho.
Terminé mi corta meditación particular y salí del agua. Me puse de pie en la roca para estirarme como si acabara de levantarme de una pequeña siesta. Entonces, sucedió… Mis ojos volaron hacia la izquierda, como si me hubiesen llamado por mi nombre. Pero todo seguía en un silencio interrumpido solo por el canto de los pájaros y el oleaje.
Mi mirada se encontró con la de un hombre que me observada desde una de las villas de Margot. Estaba lo suficiente lejos como para no poder reconocer mis facciones, pero lo bastante cerca como para saber que estaba desnuda. Fue extraño. Lo normal hubiese sido que me tapara corriendo y hubiese salido de allí pitando, pero no lo hice. Me quedé quieta, como Dios me había traído al mundo, mirando a aquella persona que me observaba muy tranquila sin reparo alguno. Tenía los brazos apoyados en la barandilla y podía ver que el pelo se le movía ligeramente por el viento. Iba vestido, al contrario que yo. Aunque no era capaz de discernir sus facciones, algo en él me provocó una sensación de tirantez en el estómago.
No sé explicarlo, pero había algo de emocionante al dejar que me observara desnuda sin llegar a saber quién era yo… Era como un juego prohibido en el que nunca sabríamos quiénes eran los jugadores.
No sé cuánto tiempo estuvimos observándonos el uno al otro, pero finalmente tuve que empezar a vestirme. Me coloqué las braguitas y me puse la ropa de repuesto que había guardado en la mochila. Él no se movió, siguió observando todos mis movimientos sin apenas pestañear. Bueno, eso era una suposición mía. Desde donde yo estaba, no podía ver ni de qué color tenía los ojos. Ni cómo era su boca, ni sus pómulos, ni su sonrisa, ni si tenía barba o la llevaba afeitada… Solo discernía su cuerpo inclinado en la barandilla, pero, aun desde la distancia, parecía grande y trabajado.
Por un instante, sentí el impulso de levantar la mano y saludarlo. Habría sido ridículo teniendo en cuenta las circunstancias del encuentro.
Bajé de la roca y me marché de la playa sintiendo que acababa de vivir el momento más erótico y atrevido de mi vida.
3
ALEX
«¿Qué estoy haciendo aquí?», me pregunté mirando la lancha que había frente a mí y al idiota de mi mejor amigo charlando amigablemente con el capitán.
—¡Ven, Alex! —gritó desde la orilla.
El oleaje removía la lancha de un lado a otro. ¿Acaso allí no existían los embarcaderos? Me acerqué a Nate. Ya no me quedaba otra, no después de un viaje de quince horas, con escala en Kuala Lumpur y poco tiempo para descansar de verdad. Sí, habíamos viajado en primera, pero mi cabeza no se había relajado lo más mínimo. Mi cerebro no paraba de preguntarse lo mismo: «¿Cómo es posible? ¿Cómo había podido ser tan imbécil, tan irresponsable…?».
—Este es Nero, nos llevará hasta la isla de la que tanto te he hablado.
Asentí con la cabeza. No tenía ganas de mantener charlas insustanciales con nadie. Mucho menos con un tal Nero.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté observando el mar.
La marea no estaba muy a nuestro favor, pero me negaba en redondo a dormir en cualquier hotelucho de Denpasar.
—Enseguida, señor —afirmó Nero.
Después llamó a sus marineros, si es que se les podía llamar así teniendo en cuenta la embarcación, y empezaron a prepararlo todo.
—¿Estas son sus maletas? —me preguntó, señalando la maleta negra que había a mi lado.
Asentí. Miré a Nate, iba cargando aquella mochila zaparrastrosa, y meneé la cabeza con desaprobación. «Viajar a lo mochilero», había dicho. Yo jamás entendería ese concepto o más bien ese estilo de vida. Amaba viajar, había conocido los lugares más remotos del mundo, había subido a coches de desconocidos, había hecho amigos en la playa y había jugado a enamorarme en veinticuatro horas. Había cometido todo tipo de locuras a lo largo de mi vida, pero ya teníamos una edad. En cambio, Nate parecía haberse quedado en los diecinueve.
—¿Te acuerdas de cuando eras divertido? —me dijo Nate al notar la mirada reprobatoria que le lancé a su mochila.
—¿Te acuerdas de cuando empezamos a ganar quince mil libras al mes?
Nate sonrió como un crío.
—Cómo olvidarse… Pero ¡esto es divertido! Aquí en Bali la vida es diferente, Alex. Es otro rollo. Aquí lo material no importa, ¿entiendes?
—Si lo material no importa, entonces ¿por qué has reservado en la villa más cara de la isla?
Nate volvió a sonreír enseñándome todos los dientes.
—Ah, querido amigo… Porque la dueña es amiga mía. —Y al decirlo sus ojos se ensombrecieron momentáneamente.
—Sí, claro. Seguro que es solo por eso —contesté.
—Sabes que vengo todos los años. Sabes de sobra que huyo del mundo durante un mes y que s