Tú y yo, aunque arda el mundo (Valientes 3)

Cherry Chic

Fragmento

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1

Junior

Abro los ojos de golpe cuando siento la falta de aire en mis pulmones. Intento sentarme, pero un cuerpo me lo impide.

—¡Venga, Oli! —grita mi hermana Daniela a todo pulmón—. ¡Último día de vacaciones! Tenemos tantas cosas que hacer que no entiendo qué haces todavía en la cama.

Está encima de mí, golpeándome el pecho y saltando con tanta euforia que me pregunto si se habrá metido algún tipo de droga, aunque lo cierto es que Daniela es así: un jodido torbellino a cualquier hora del día.

—Tío, menuda resaca —dice mi hermano Ethan a mi lado.

Me sobresalto al encontrarlo en mi cama. ¿Cuándo se ha metido dentro? Tiene el pelo aplastado en la frente y disparado en todas direcciones por detrás, no deja de bostezar y de pedir café.

—Te hago uno doble si te levantas ahora mismo, Eth —le dice nuestra hermana.

—¿Con nata?

—Con nata. ¡Venga! ¡Va, va, va! —Salta de nuevo sobre mi abdomen y se deja caer sobre nuestro hermano—. ¡Tenemos muchísimas cosas que hacer!

Me pregunto, por un instante, si mi hermano también está intentando controlar el impulso de estrangularla, pero cuando oigo su carcajada ahogada, llego a la conclusión de que no. Adoro a mi hermana. A todos mis hermanos. De verdad que sí, pero Ethan y Daniela son tan intensos que hacen que me levante ya agotado.

Salen del dormitorio y los oigo alborotar en la cocina mientras mi madre pide que mantengan la calma.

—¿No hay nata? ¿En qué mundo cruel me he despertado? —pregunta Ethan con voz lastimera, cosa que me provoca la risa.

Mi hermano es bailarín profesional y coreógrafo. Últimamente también da alguna que otra clase en una prestigiosa academia de baile de Los Ángeles, donde vivimos, así que cuida muchísimo todo lo que come y bebe... menos en vacaciones. En vacaciones convierte su estómago en un agujero negro y mete en él todas las calorías vacías del mundo y muchas más. Le he explicado un millón de veces que no es bueno, pero ¿acaso alguien de esta familia me hace caso? No, y menos él, así que no me extraña nada oír la puerta de casa después de que grite, en modo dramático, que se va al súper del camping a por nata.

Salgo de la habitación y me encuentro a mi hermana Daniela sentada en el taburete que rodea la isleta de la cocina, con la cabeza hacia atrás y echándose nata montada de un bote directamente en la boca.

—Eres una víbora —dice mi padre riéndose entre dientes al darse cuenta de que mi hermana ha escondido el bote.

—Solo queda un poco. Adoro a Eth, pero la nata va antes.

Me río, porque ni siquiera ha esperado a tragársela toda para hablar, y pienso en la presión que deben de sentir en Los Ángeles, porque ella también cuida bastante su cuerpo allí, pero es llegar aquí y empezar a comer guarrerías. Yo no suelo caer en esos impulsos, aunque es verdad que aquí me privo mucho menos de ciertos caprichos. Después de todo, las vacaciones están para disfrutarlas y no hay nada que no baje luego un poco de deporte.

—Buenos días, cielo —dice mi madre mirándome con dulzura.

Sonrío como respuesta y la beso en la mejilla. Mi madre, también Daniela, es una de las mujeres que más admiro. No solo porque como madre sea insustituible, sino porque pocas veces la he visto rendirse ante las adversidades. Y las hemos tenido. Mucha gente puede pensar que todo ha sido de color de rosa para nosotros porque la familia de mi padre tiene dinero y mi propio padre es un aclamado tatuador y compositor y... Bueno, supongo que tenemos el estilo de vida que muchas personas quieren, pero eso no significa que todo haya sido bueno.

De hecho, si hago recuento de lo vivido en los últimos tiempos, puedo asegurar que no ha sido fácil. Mi hermano Adam, que es el único que falta aquí porque duerme en un bungalow con su prometida, Victoria, lo pasó bastante mal hace un año, cuando vivieron los meses más intensos de su relación y se establecieron. Además, ella es amiga de nuestra familia desde siempre y descubrió que atravesaba graves problemas de ansiedad y ataques de pánico. Eso, sumado a algunos escándalos que salieron en la prensa, dado que ella es exinfluencer, ocasionaron que nuestra familia sufriera mucho.

Antes de eso, tampoco fue todo un camino de rosas. Hemos lidiado con cosas buenas y malas, como todo el mundo, pero, aun así, no me quejo, porque soy consciente de que soy un privilegiado y mis problemas pueden quedarse en nada en comparación con los de otros.

Crecí rodeado de amor y talento, estudié lo que quise, es decir, Medicina, y entré relativamente pronto a trabajar en la clínica de la que mi abuelo, que también era médico antes de jubilarse, es socio. No me he enfrentado a muchas puertas cerradas, lo admito, pero mis padres se encargaron de dejarnos claro que, por muy fáciles que tuviéramos las cosas, debíamos tener los pies en la tierra. Ese fue el motivo por el que todos, incluida Daniela, que es la niña mimada de la casa, trabajamos mientras estudiábamos desde que fuimos lo bastante mayores como para firmar un contrato laboral.

—¿Qué haréis hoy? —pregunta mi padre.

—¡Tenemos miles de planes! —Mi hermana Daniela se llena la boca de tortitas y mira a mi madre—. Más chocolate.

—Ni lo sueñes. Va a darte una subida de azúcar como sigas así.

—Papi, ¿me das más chocolate?

Doy un sorbo a la taza de café que me ha dado mi madre para ocultar mi sonrisa. Daniela sabe bien cómo manejar a nuestro padre, pero en esta ocasión se encuentra con una negativa rotunda.

—Tu madre tiene razón.

—La tengo —sigue mi madre—. Y deja de usar a tu padre solo porque es débil.

—¡No soy débil!

—Cuando se trata de tus hijos, cielo, eres tan débil como yo intentando resistirme a comer churros si los hace mi hermano Fran.

Fran es el socio mayoritario del camping en el que estamos veraneando. Al principio, mi madre, mi tío y el resto de sus hermanos tenían el camping a medias, pero conforme fueron pasando los años, mi tío Fran fue comprando las partes de todos, porque a fin de cuentas era quien se ocupaba de que el negocio funcionase. En realidad, mi madre lo único que ha hecho es llegar e instalarse aquí cuando mi padre viene a tatuar por temporadas al estudio que tiene en el pueblo, o para pasar las vacaciones, así que es lógico que se haya quedado con una parte inferior. El caso es que pasamos aquí todos los veranos, pero no consigo acostumbrarme al sabor agridulce que me produce saber que hoy volvemos a Los Ángeles.

Por una parte, tengo ganas. Me costó la vida conseguir vacaciones, porque sigo trabajando en el hospital en el que comencé mi carrera, ahora como residente, y las exigencias de mi abuelo siguen siendo las mismas, si no más. Lejos de mimarme, me exige un nivel de concentración y compromiso tal que a menudo he soportado discusiones entre mi padre y él. En realidad, no me importa, quiero ser un buen cirujano y para eso necesito trabajar y aprender todo lo posible, aunque ya me quede poco como residente. Como he dicho, mi abuelo ya está jubilado, pero aún sigue siendo uno de los mejores médicos que he conocido.

El caso es que tengo ganas de volver a recorrer los pasillos del hospital, aunque las guardias me destrocen, pero por otro lado... voy a echar mucho de menos esto. En Los Ángeles tenemos playa, pero no es lo mismo.

Allí, cuando me levanto, no me siento tan animado como aquí, porque sé que mis amigos de la infancia, a los que considero familia, están a unos bungalows de distancia. Echaré de menos jugar al baloncesto con Óscar, mi mejor amigo, hacer surf con su hermana pequeña, Valentina, o salir de fiesta con todos los hijos de los León y agregados, que así es como llamamos a la familia que forma parte de la nuestra desde hace años.

Cuando los que consideras parte de ti viven tan lejos, aprendes a exprimir al máximo cada segundo con ellos, pero eso no hace que las despedidas sean menos amargas.

Además, son mucho más tristes desde que Vic, mi cuñada, regresa con nosotros y se deja aquí a su familia. Por lo general, el vuelo de vuelta es un infierno para ella. Se lo pasa llorando con disimulo y dejándose mimar por Adam o intentando dormir y relajarse; desde que empezó a tener ataques de pánico, volar no es lo que más le gusta. Y eso que ya está mejor, porque lleva un año yendo a terapia, pero, bueno..., entiendo que sea difícil.

Yo no puedo siquiera imaginar cómo sería abandonar mi casa, a mis padres y a mis hermanos para ir a un país distinto, por muy enamorado que estuviese. Pese a ser el más serio de los cuatro, estoy muy apegado a ellos y no puedo... tan solo no concibo separarme mucho tiempo de su lado.

Justo cuando estoy a punto de acabarme el café, se oye la puerta de entrada. Poco después, Ethan aparece en la cocina acompañado de nuestro hermano Adam, que además es su gemelo.

—En el súper no hay nata. Me parece una mierda todo. El día apunta fat... —Se queda mirando el plato vacío de Daniela y entrecierra los ojos—. Tú has comido nata.

—¿De qué hablas?

—A mí no me mientas. El caldito que se está mezclando en el plato con chocolate es de nata. ¡Tú has comido nata!

—¿Qué...? —Mi hermana pone los ojos en blanco, pero sabe perfectamente que la han pillado—. Tú estás fatal, Eth, en serio. Venga, vístete, tenemos muchas cosas que hacer hoy.

—Y tanto que tenemos muchas cosas que hacer. Tenemos que ir al pueblo a por nata y vas a pagarla tú.

—Tío, se te va la olla.

—A mí no se me va nada, Daniela. Si fueras una hermana decente, saldría de ti todo esto. Dirías: «Oye, Eth, me he comido tu nata, pero, tranquilo, que ahora te llevo al pueblo y vas a comer hasta reventar. Hasta que te salga por las orejas».

—Estás nervioso por el vuelo, ¿a que sí?

—Yo no estoy nervioso ni mierdas, lo que pasa es que hoy dejas mucho que desear como hermana.

Daniela se ríe entre dientes, lo abraza por el costado y lo saca de la cocina prometiéndole tanta nata como sea capaz de comer.

Nosotros nos quedamos aquí, medio resoplando, medio riendo por sus ocurrencias.

—¿Cómo estás, cariño?

Adam se despeina con aire pensativo. De todos mis hermanos, este es con el que más cómodo me siento, porque es mucho más sosegado y tranquilo que los otros dos. Tiene sus cosas, como las tenemos todos, pero por lo general es de trato afable y relajado, aunque sea muy intenso con sus sentimientos.

—Hemos pasado una noche regular —admite—. Pero, bueno, mañana, cuando estemos en casa, todo volverá a la normalidad, supongo.

Todos guardamos silencio, comprendiendo lo que quiere decir. Para ellos este día es muy amargo, así que mi madre, que entiende su estado de ánimo, como siempre, le sonríe y le tiende una taza de café.

—¿Has desayunado?

—La verdad es que no. Victoria está con su familia, pero el poli dice que no hay comida para mí porque le he robado a su niña. Mi chica iba a enfrentarlo, pero entiendo que también es un día difícil para él, así que he quedado con ella en un rato y me he venido buscando algo rico. —Tal como lo cuenta, se echa a reír.

En realidad, el poli, o sea, su suegro, es un tipo bastante amable que lo quiere como si fuera un hijo, pero lleva fatal eso de que su hija viva tan lejos. Suele tener reacciones desmedidas, pero todos en esa familia las tienen y..., diablos, todos en nuestra familia las tienen también, así que encajamos como las piezas de un puzle.

—Hoy es tu día de suerte —dice mi madre mientras le muestra algunas tortitas en un plato. Luego abre la puertecita que hay debajo de la isleta de la cocina, saca un bote y se ríe al enseñárselo—. ¡Tenemos tortitas con nata!

La carcajada que soltamos mi padre y yo resuena en toda la casa. Adam, en cambio, nos mira como si nos hubiésemos vuelto locos.

Después de desayunar, Adam y yo nos vamos hacia la playa, donde nos encontramos a nuestros hermanos, su novia y el resto de la familia y amigos. Dios, cada vez que intento contarlos me parece que hay uno más. ¿Cómo es posible que seamos tantos?

Me centro en Óscar y su prometida, Emma, que se acercan a mí con sendas sonrisas y una sombrilla de playa. Es ella la que habla primero:

—Los planes van desde concursos de baile, paseo en kayak y algo llamado «Tírala y revienta». No he preguntado en qué consiste, pero se lo ha inventado Valentina, así que tranquilo no es. Nuestro plan es tumbarnos en la arena, tomar el sol y beber mojitos hasta que llegue la hora de comer.

—Vas a tener que pensarlo muy bien —me advierte Óscar en tono irónico, porque conoce mi respuesta de sobra.

—Es una dura elección, pero creo que me quedo con vosotros.

Se ríen, buscamos un hueco en la playa y coloco la sombrilla mientras ellos extienden en el suelo una toalla de unos dos kilómetros de ancha, aproximadamente.

—Aquí cabemos los tres de sobra —dice Emma orgullosa.

Chérie, aquí cabría medio camping sin mucho problema.

Me río, me quito la camiseta y me tumbo al lado de mi amigo, que se queda en el centro. Ni cinco minutos llevo tomando el sol cuando aparece la primera mosca cojonera, llamada también Ariadna Morgan León.

—No te has puesto crema, que te he visto.

Entreabro un ojo. Es hija de Nate Morgan y Esme León, que es hermana de Julieta, Amelia y Álex. Los famosos cuatrillizos León.

—No —admito.

—Muy mal. Eres médico, deberías saberlo. ¡Noah! —grita en dirección a su hermano—. ¿Te puedes creer que Junior no se ha puesto crema?

—¡Qué mal, tío! ¡Eres médico!

—¿Ves? —señala Ariadna—. Te lo dice él, que también será médico algún día.

—Estoy tan moreno que no pensé que...

Ari eleva una ceja y yo me callo. Esta chica, para ser tan jovencita, tiene un genio de mil pares de...

—¿Qué tal si me ayudas a ponérmela?

Ella sonríe de inmediato, yo me río entre dientes y le pido la crema a Emma, que me saca una de protección total infantil. La miro elevando una ceja y ella encoge los hombros.

—Tengo la piel muy sensible. Que te diga Óscar. A veces, cuando me mordisquea por aquí...

—Suficiente información —digo mientras mi amigo se parte de risa.

Este es otro de los problemas de nuestro grupo de amigos/familia. Somos tan íntimos que muchos no saben dónde está el límite.

—¡Entiendo que vayas a ponerle crema a este chico tan guapo! —grita de pronto Björn, el hijo de Amelia León, que se une a nosotros. Mira en todas las direcciones y sonríe—. ¡Lo entiendo porque eres muy buena persona, no porque te guste, porque todos sabemos que tú eres lesbiana! ¡¡¡Muy lesbiana!!!

Ariadna, que es de piel negra, como su padre, que es afroamericano, lo mira tan avergonzada que casi la veo ruborizarse. Yo lo observo pensando que es imbécil. ¿A qué viene eso?

—¿Qué haces?

—¿Qué haces tú? —pregunta él visiblemente alterado pero sin alzar la voz—. Esta playa está petada de tías buenas y posibles ligues para ti, ¡y te pones a echarle crema al doctorcito buenorro!

—¡Eh! —exclamo un tanto ofendido.

—Es que no se ha puesto crema...

—Ñiñiñi. Pues que se la ponga Óscar o Emma, que ya tiene novio. Pero tú tienes una misión, Ari. Tú me juraste que este verano ibas a ligarte a alguien y nos vamos en unos días.

Ariadna me mira muy seria y frunce los labios.

—Es que como lesbiana no ligo mucho.

—Cuando estabas en el armario, tampoco es que fueras por ahí rompiendo corazones, la verdad sea dicha —dice Björn.

—Tío, cómo te pasas —se une Óscar—. Deja que nuestra prima decida cuándo quiere entrarle a otra chica o no. Es que metéis una presión que...

—¿Qué presión? Aquí nadie mete presión. ¡Ella nos pidió ayuda!

—¡Es verdad que nos la pidió! —grita Lars, su hermano, desde la orilla—. Si te comprometes con los vikingos, es porque piensas cumplir tu parte.

—Tiene razón, me lo advirtieron —murmura Ari—. En fin, no voy a poder ponerte la crema. Que te la ponga Óscar.

—Ni de coña —replica mi amigo—. Me da grima.

—No es broma que le da grima —añade Emma—. A mí me la pone porque está enamorado, pero por nada más. Junior, si quieres te la echo yo, pero sería un poco raro para mí tocar tantos músculos, porque Óscar tiene menos y estaría feísimo ponerme a comparar. Que no es que no me guste tu físico, mon amour, pero ¿tú has visto ese cuerpo?

—Nah, si te entiendo.

Los miro entre la vergüenza y el enfado. Es cierto que tengo el cuerpo bastante esculpido, pero no es porque me guste lucirlo, o no solo por eso. Principalmente es porque me encanta el deporte y lo practico siempre que puedo. Me ayuda a limpiar la mente de pensamientos tóxicos, cuando los tengo. Me relaja y me pone feliz, y que esta panda de idiotas se ponga así me hace pasar una vergüenza tremenda.

—¡Eh, Vic! ¡Ponle crema a tu cuñado! —chilla Björn a Vic, que está con Emily, su gemela, en la orilla del mar.

—¡No necesito que mi cuñada me ponga crema! —contesto haciendo amago de levantarme.

El problema es que mi cuñada ya ha llegado a nuestro lado. Ella, con su pelo de colores, sus tatuajes y su determinación, coge el bote de crema de protección total, agacha mi cuello y me echa tal cantidad en la nuca que me quejo de inmediato.

Mon Dieu, eso va a tardar un ratito en absorberse —dice Emma.

—Ay, Dios, lo siento, Oli —susurra Ari, que solo me llama por mi nombre porque sabe que esto lo ha provocado ella.

—Pero ¿qué crema es esa? —se ríe Björn.

—¡Protección total para pieles sensibles! —exclama Emma.

—Pues parece yeso.

—¡O que te han hecho un bukkake en la espalda! —grita Lars.

Alzo la cabeza de inmediato para amenazar al niñato, pero no es tonto y se ha ido corriendo al agua. A mi lado, Vic restriega la sustancia pegajosa y espesa mientras canta. Y mi cuñada canta mal. En serio, canta tan mal que no entiendo cómo Adam sonríe tanto cuando la oye.

—Jo, ¿no estás triste por tener que irnos? —suelta en un momento dado.

La miro y me guardo para mí que, ahora mismo, la idea de volver a Los Ángeles y dejar atrás esta locura de familia y amigos me suena a música celestial.

Como si los pájaros de Blancanieves hicieran mi maleta. Así de bien me suena.

Pero como ella sí está triste, decido cerrar la boca y afrontar el resto del día con calma, porque es eso o subir en el avión de vuelta al borde del infarto.

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2

Junior

Me doy cuenta de que somos muchísimos cuando, a la hora de comer, casi desalojamos la playa. Por un momento, me imagino la imagen que debemos de dar al dirigirnos al jardín de casa todos en grupo. Somos, a ojo, veinte personas, si no más, con hambre y hablando a gritos. Es que es normal que ya nos conozcan en el pueblo. En mi caso, no solo por ser sobrino de los dueños del camping ni por el estudio de tatuaje de mi padre, que también, sino por las que hemos armado durante años en los veranos.

—Me pienso comer una dorada como yo de grande —dice Valentina a mi lado—. Estoy famélica.

—Tampoco hay que correr tanto para comerse algo como tú de grande. —Se ríe mi hermano Ethan a su lado mientras le da golpecitos en la cabeza, como si fuera un perro—. Eres tamaño llavero.

—En contraste con tu imbecilidad, que es infinita.

—Adorable.

—Idiota.

Se miran mal justo antes de echarse a reír a carcajadas. He aquí otro motivo por el que mucha gente a nuestro alrededor se desconcierta y tensa. Lo mismo parece que nos odiamos que, al segundo siguiente, parece que no podemos vivir los unos sin los otros. Intenso. En esta familia todo es intenso y las comidas familiares se llevan la palma. Por eso Fran decidió hace unos años que lo mejor es, cuando nos juntamos en verano, hacerlo en el césped privado, donde mis tíos y mis padres tienen la casa. Está dentro del camping, pero rodeado de una muralla para dar privacidad, aunque dicha privacidad ha sido más para la gente del camping, porque podemos resultar un tanto molestos cuando nos reunimos.

Las mesas plegables se extienden en el centro cuando llegamos. Las sillas de madera, asimismo plegables que usamos para el público del teatro, hacen su cometido también en estas comidas. A menudo, mi madre dice que cuando empecemos a tener hijos tendrán que sortear qué casa tiran para que haya más césped para todos. Lo dice de broma, pero en cierto modo es verdad que somos muchos. Lo sé, me repito, pero en serio, tendrías que vernos.

—¡Eh, Val! Mira lo que me ha enseñado papá hoy.

Diego, el pequeño de la familia, que tiene once años, se acerca con un patinete y le hace una demostración de lo que ha aprendido por la mañana. Tiene talento, pero no me extraña. Muchos en la familia lo tienen. Valentina en particular es un hacha en todo lo que a deporte se refiere. Todavía no he visto que haya alguno que se le dé mal ni a nadie que la iguale. Es absolutamente increíble, por eso el pequeño busca su aprobación constantemente.

—Pero ¡bueno! ¡Está genial, peque! Ya mismo me igualas.

—¿Qué hablamos antes de venir? —dice el niño resoplando—. Nada de llamarme «peque» en público. —Valentina pone cara de arrepentimiento y se acerca, pero él da un paso atrás—. ¡Y nada de besos!

Mira a los lados, como si alguien pudiera verlo, cuando lo cierto es que este recinto es privado y solo estamos la familia.

—¡Pues pronto empieza el niño con la tontería preadolescente! —protesta ella.

Marco, su padre, se ríe y les pide que se sienten de una vez para que podamos comer.

—Yo quiero una cervecita —dice Álex, el padre de Valentina y Óscar, justo antes de que su mujer lo mire mal—. Una, rubia. Y luego, agüita de los cojones.

—Tuviste un infarto, Álex. Tienes que cuidarte.

Él pone mala cara, pero asiente. Según me ha contado Óscar, desde que tuvo el infarto, Eli, su mujer, está encima de él para que cuide lo que come y bebe, porque antes era muy dado al azúcar, a los batidos y demás. Como médico, lo entiendo. Como persona, además, me provoca cierto dolor porque sé que Eli va a vivir toda la vida con miedo de que se repita. Álex también, claro, pero en estas cosas a menudo la gente tiende a olvidar a quien acompaña al enfermo. Centran la lástima en ellos, es evidente, pero hay que recordar que quienes están al lado, cuidando e intentando permanecer fuertes, ocultan un dolor tremendo solo para que el enfermo no sufra más. Óscar y Valentina son conscientes, por eso han estado el verano pendientes de ellos. Valentina, de hecho, ha pasado de ser una juerguista máxima a dividir su tiempo entre la familia y las fiestas casi por igual. Sé que lo está pasando mal, pero se niega a hablar de ese episodio, y eso que casi todos lo hemos intentado. Suponemos que lo habla con Björn y Lars, porque estos más que primos parecen trillizos, pero ellos no sueltan prenda.

Me siento junto a mi hermano Ethan. Al otro lado tengo a Vic, mi cuñada, y paso un brazo por sus hombros, le sonrío y le guiño un ojo cuando me mira. Tiene el pelo de colores, aunque lleva días amenazando con cambiar, porque lleva ya un año así y se está volviendo demasiado habitual, dice. Es preciosa, pero hoy sus ojos castaños están tan llenos de tristeza que se me hace un nudo en el estómago.

—¿Cómo estás? —pregunto en tono bajo.

Ella se encoge de hombros y las lágrimas se le saltan antes de tragárselas y sonreír.

—Estaré bien.

Siempre contesta lo mismo y lo valoro. No miente. No dice que está bien, pero sí dice que lo estará, porque confía en que así sea. Observo a mi hermano Adam, que la mira con cierta tristeza también, aunque estoy seguro de que lo suyo tiene más que ver con el hecho de que le encantaría que jamás sufriera por nada. Por desgracia, eso no está en su poder ni en el de nadie.

—¿Sabes una cosa? Antes de incorporarme al hospital, deberíamos hacer una pijamada de esas que tanto te gustan en mi casa.

Se le ilumina la cara en el acto. Justo antes de venir aquí, mis padres me ofrecieron una casa que tienen en Venice Beach. Al principio me negué, porque me sabe mal aprovecharme de que ellos estén bien situados, pero insistieron tanto que acabé por aceptar. Eso sí, primero le pregunté a Vic y Adam si preferían mudarse ellos, dado que eran pareja, pero me aseguraron que están felices en la casa de invitados, que ya es bastante amplia, y me animaron a mudarme. Solo Ethan y Daniela pusieron como condición dormir en casa siempre que quieran o empezarían a montar espectáculos de celos. A veces dudo de que se hayan convertido en adultos, pese a lo que digan sus documentos de identidad.

El caso es que la casa es perfecta. Tiene dos habitaciones, patio, un jacuzzi exterior y un salón acogedor. Y Vic se empeñó en hacer una fiesta de pijamas en cuanto se enteró. Me negué, porque lo último que necesito a la vuelta es que todos se metan en casa y se apoderen de cada rincón, pero lo cierto es que las cajas están a medio deshacer y si eso sirve para animarla... tampoco supone un drama.

—Entonces ¿cuándo os vais? —pregunta Nate, uno de los tíos de Vic.

—El avión sale a las siete, así que tenemos solo un rato después de comer antes de ir al aeropuerto. Todavía tengo que terminar de hacer la maleta.

—¿No la hiciste anoche? —Su padre la mira con el ceño fruncido.

—Nos pusimos a ello, sí, pero... bueno —carraspea—. Nos distrajimos.

La sonrisa de mi hermano da una idea bastante aproximada del motivo por el que se distrajeron.

—Mereció la pena —dice.

El gruñido al otro lado de la mesa, proveniente de Diego, me hace reír. En el fondo, es un hombre muy racional, por eso sorprende tanto que en lo referente a sus hijas sea tan desmedido. Su mujer, en cambio, que está como una condenada cabra, lleva mucho mejor el tema de que sus hijas e hijo tengan relaciones amorosas.

—Lo que tienes que hacer es venir a vernos más seguido —dice mi hermano Adam, que le echa huevos al asunto.

—Lo que tienes que hacer es dejar de robarme hijas.

—Papá, tienes que dejar de decirle eso, en serio. ¡Adam no ha robado nada! Por Dios, tienes que empezar a entender que me fui porque soy feliz con él. ¿Sabes lo mal que me hace sentir que siempre estés con lo mismo? —Se le quiebra la voz al acabar la frase y Diego tarda un suspiro en levantarse, rodear la mesa y acercarse a ella.

—Cariño, perdóname. Soy un imbécil, pero es que te voy a echar mucho de menos.

—Yo también, pero que me lo dejes tan claro no me ayuda a marcharme. Y que culpes a mi novio de una decisión mía tampoco. Me haces sentir una niña pequeña y no lo soy. —Acaricia la mejilla de su padre, que se ha acuclillado frente a ella—. Voy a casarme con él —susurra—. Tienes que aceptarlo.

—Hija, lo acepto. Y quiero a ese idiota.

—Estoy aquí, oyéndolo todo —murmura mi hermano.

—Como decía —sigue Diego—. Quiero a ese idiota, porque lo he visto crecer. Lo quise como a un sobrino más y ahora lo quiero como a un yerno, porque te hace muy feliz. —Vic sonríe, y Diego la imita—. Pero sigue siendo idiota.

Adam, lejos de ofenderse, pone los ojos en blanco. Sabe que solo lo dice para quitarle hierro al asunto y hacer reír a su hija. Y, como funciona, mi hermano no protesta. A veces pienso que, si a Victoria le hiciera feliz verlo saltar por un barranco, buscaría el más alto del mundo. Aunque a una parte de mí le parece tremendo eso de querer a alguien hasta ese punto, otra parte siente cierta envidia, porque yo estoy tan ocupado con el hospital y mi vida que ni siquiera entra en mi mente intentar tener una relación seria con nadie, mucho menos alcanzar ese nivel de intensidad.

El resto de la comida transcurre con cierta normalidad. O lo que se traduce como «normalidad» en esta familia. Es decir: gritos, intensidad desatada, abrazos, peleas, más abrazos, más gritos, más intensidad y vuelta a lo mismo. Para cuando me estoy comiendo el trozo de tarta de manzana casera, estoy agotado.

—Oye, Fran —dice mi padre—. ¿Al final quién nos lleva al aeropuerto?

—Nosotros y Diego —contesta mi tío.

Mi padre asiente sin decir más, pero yo frunzo el ceño.

—¿No cabemos todos en tu furgoneta? —le pregunto a mi tío.

—Quiero acompañar a mi niña hasta el último minuto. —Diego se come el resto de la tarta de un solo bocado—. Y, si no fuera porque yo no pinto nada en Los Ángeles, me iría con ella solo para asegurarme de que la tratáis como la princesa que es.

—Hombre, tanto como princesa... —protesta Valentina—. Considero que yo doy más el perfil.

Media mesa se ríe, la otra media está de acuerdo y pronto empieza una pelea sobre quién da más el perfil de princesa. Cuando veo a Lars meterse, pongo los ojos en blanco y los dejo por imposibles.

—Me voy a nadar un rato. Quiero cansarme antes de coger el avión.

—Voy contigo —dice Vic.

Si Vic viene, Adam viene con ella, y si Adam viene, Ethan lo sigue, y donde va Ethan, va Daniela... Podría seguir con la cadena, pero el caso es que casi todos vamos a nadar. Es que yo creo que no me ahogo ni queriendo.

El resultado es nefasto, como era de esperar. Algunos empiezan una competición que se traduce en empujones, ahogadillas, tirones de pies y brazos, insultos y ataques de risa que, en el caso de Ariadna, casi acaban en desgracia. Para cuando salgo del mar, estoy tan estresado que apenas consigo relajar los hombros.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta Valentina a mi lado.

—Ahora os vais un poquito a donde queráis, pero me dejáis tranquilo.

—Pero no puede ser, tenemos que aprovechar las últimas horas todos juntos.

—Valentina, no te ofendas, pero creo que tengo el cupo llenísimo de familia y amigos ahora mismo. Lo tengo tan lleno que reboso, créeme.

—Uno nunca está lo bastante lleno de familia y amigos, JR.

—¿JR? —pregunto.

—De Junior.

Cuento hasta diez mentalmente. Lo consigo, santa paciencia la mía.

—Me llamo Oliver Junior, tengo treinta años y ya es bastante malo que sigáis llamándome Junior como para que ahora os pongáis a usar JR. ¿No te parece? —Su silencio, como si no me entendiera, me enerva—. ¡No me llames JR, Valentina!

—¡Eh, doctorcito! Relajadito el tono, ¿eh? —Björn está al lado de su prima en un pestañeo. A su otro lado, el otro mastodonte, Lars, me mira con mala cara.

—Qué mal, tío. Tendrías que dar ejemplo, para algo eres mayor y médico.

—¿Qué tiene que ver que sea médico para dar ejemplo?

—No sé, pero como te gusta tanto vacilar de eso... —Björn lo dice con cierto veneno.

—¿Cuándo he vacilado yo de ser médico?

—Hace dos noches, con Lars.

Hago memoria y, cuando caigo en la cuenta, resoplo:

—Decirle a tu hermano que dejara de beber si no quería caer en coma etílico no es vacilar de ser médico.

—A mí me diste la brasa cuando quise surfear en las vacaciones de primavera —murmura Valentina.

—¿Te refieres a ese día que había bandera roja, tenías un puto esguince y querías surfear mientras llovía?

—Ya está haciéndolo otra vez —musita mi hermano Ethan—. Es el tonito ese de sabelotodo lo que no ayuda, tío...

Cuento hasta diez. No basta. Cuento otra vez.

—Vamos a ver, Ethan, no tengo la culpa de que en esta familia muchos seáis tan ineptos que no sepáis diferenciar entre las acciones normales y las que entrañan peligro para la salud. Pero, vaya, tranquilos, que no pienso abrir la boca más.

—Yo valoré mucho que me miraras los oídos cuando tuve otitis —dice Mérida, otra hermana de Vic.

—No tenías otitis, Mérida. Te metiste plastilina en las orejas porque apostaste con tu hermano Edu que podías hacerlo y echarla por la nariz.

—Era pequeña.

—¡Tenías doce años! ¡Yo ahí ni siquiera era médico!

—¡Oye! Estoy intentando defenderte. ¿Así me lo pagas?

—Bueno, eh, eh, airecito. A ver si ahora vais a rodear a mi hermano como hienas —dice Daniela mientras se pone delante de mí—. Que, si tenéis envidia porque está bueno, es médico y folla con quien quiere, no es problema suyo, faltaría más.

Podría decirle que nadie está hablando de follar ni de ser médico, ya que estamos, porque yo no vacilo de eso, pero paso. A esto exactamente me refiero cuando digo que la intensidad me desborda.

Los dejo discutiendo lo que follo y las vidas que salvo y me voy hacia unas rocas a tomar el sol.

No llevo ni dos minutos tumbado cuando siento que alguien me da sombra. Abro los ojos y veo a Emily, la hermana gemela de Vic, mirándome desde arriba. Tengo hermanos gemelos, así que debería estar acostumbrado a la sensación de ver dos caras iguales, pero no es eso lo que siempre hace que me fije más en Emily. Es el contraste entre tener la cara casi igual que Vic y, aun así, ser tan distinta. Lleva un biquini rosa, nada atrevido comparado con los que se pone su hermana, pero, en realidad, es tan guapa que cualquier cosa le quedaría bien.

—Siguen discutiendo y estoy tan nerviosa que creo que solo puedo relajarme a tu lado.

—¿Y por qué crees eso?

—Porque piensan que estás cabreado y, en el fondo, te tienen miedo.

Elevo una ceja.

—¿Y tú no?

Emily bufa, se tumba a mi lado y cierra los ojos mientras toma el sol.

—He crecido rodeada de hombres con un carácter de mil demonios que luego no son capaces de matar una mosca. Hace falta algo más para asustarme.

No me mira, está tomando el sol tranquilamente, así que no puede ver mi sonrisa, pero tiene razón. Lo raro es que el resto no haya llegado a esa conclusión. Desde luego, no seré yo quien les ayude a hacerlo. Valoro demasiado mis poquísimos momentos de tranquilidad. Cierro los ojos, inspiro y me quedo medio dormido hasta que Emily me despierta.

—Es casi hora de salir hacia el aeropuerto, Oliver —murmura.

Me miro el reloj de pulsera. Tiene razón. Me levanto deprisa, caminamos hacia el camping y me doy una ducha rápida oyendo las protestas de mi madre de fondo, pero no pienso hacer un vuelo tan largo con arena en los huevos, sinceramente. Subimos a los coches, nosotros con mi tío Fran y Vic con toda su familia. En serio, sus padres, sus tres hermanos y ella van en un coche. Adam viene con nosotros porque no cabe, dice Diego. Sí que cabe, pero se ha reído entre dientes y se ha limitado a subir en la furgoneta de nuestro tío.

—¿Cómo lo aguantas? Tío, con un suegro así, yo rompería con la chica en un santiamén —plantea Ethan.

—Tiene sus motivos —contesta Adam sonriendo—. Y algo me dice que cuando tenga hijos seré igual, así que...

Mis padres se ríen y le dan la razón. Lo cierto es que sí, sabiendo que tiene un carácter intenso, es lo más probable.

Llegamos al aeropuerto, bajamos corriendo y, cuando estamos a punto de despedirnos, Emily se deshace en llanto.

—No, no, no hagas eso, porque entonces no voy a poder subirme a ese avión —le dice Vic intentando no llorar.

No lo consigue, las lágrimas caen por sus mejillas mientras abraza a su hermana, que se zafa de ella como puede.

Me fijo entonces en que pasa algo raro. Julieta está llorando y últimamente no lloraba. Diego parece más tenso que nunca y hasta Mérida y Edu están haciendo esfuerzos por aguantar el tipo, cuando normalmente ellos no se ponen serios en las despedidas. Y Adam... Adam sonríe. Pasa algo. Aquí pasa algo.

—¿Recuerdas que te dije que en mi grupo de estudio varios estaban valorando qué máster hacer y cuáles eran las mejores opciones? —pregunta Emily.

Vic asiente y el resto lo hacemos con ella. Emily es psicóloga, y sabíamos que empezaría su máster después de las vacaciones. Pensé que la decisión ya estaría tomada, de hecho.

—Papá vio que lo estaba pasando mal sin ti. —Su voz se quiebra un poco antes de seguir—. Buscó en internet y resulta que uno de los mejores másteres en Atención Temprana se estudia en Los Ángeles.

—No... —Las lágrimas de Vic se detienen y mira a su hermana con los ojos abiertos como platos.

Todos lo hacemos.

—La Universidad de La Verne tiene uno buenísimo. Papá me sugirió solicitar plaza. Pensamos que no me aceptarían, los requisitos son muchos, pero lo hicieron, Vic. Me aceptaron.

—No...

—Papá y mamá van a darme parte de sus ahorros —cuenta Emily entre lágrimas.

—No... —Vic tiembla tanto que Adam la abraza desde atrás, besando su coronilla y dándole apoyo.

Emily, en cambio, parece tan aterrada como entusiasmada.

—Hablamos con Oli y Daniela para que me ayudaran a buscar residencia, pero me ofrecieron vivir en su casa.

—No...

—Sí, Vic, me voy con vosotros. Me voy contigo.

Vic grita y se agarra a su hermana, que ahoga una risa nerviosa mientras se abrazan. Julieta hace lo imposible por disimular sus lágrimas y Diego... Diego es la viva imagen de un corazón dividido entre la alegría de ver felices a sus hijas y el destrozo emocional que le provoca que su otra hija también se vaya lejos.

—¿Tú sabías esto? —le pregunto a Ethan.

—Sí. Lo han organizado Diego y Adam para darle la sorpresa a Vic.

Los miro con atención y veo a mi hermano abrazar a su chica. Ella le besa el cuello y entierra la cabeza en él, intentando calmarse. Veo eso, y veo a Diego sonreír, guiñarle un ojo a Adam y a este devolverle el gesto.

Puede parecer solo un guiño, pero no lo es. Es mucho más. Es una promesa mutua, como todas las que se han hecho a lo largo de los años. Aunque pueda parecer que no se llevan bien, ellos saben perfectamente que, de hecho, son iguales en muchas más cosas de las que están dispuestos a admitir.

—Oh, por cierto, cielo —dice mi madre abrazándome—. Teniendo en cuenta que te acabas de mudar, en vez del cuarto de invitados, que es más pequeño, vamos a darle a Emily tu habitación, que tiene baño propio. No te importa, ¿no?

Pienso en la que ha sido mi habitación hasta ahora y encojo los hombros.

—Todo bien, siempre que me dejéis tiempo para quitar mis cosas antes de que llene las paredes de pósteres y las pinte de rosa.

Varios sueltan una risita y Emily se separa de sus padres para darme un manotazo que me pica más de lo que quiero reconocer en voz alta.

—Para tu información, no pienso pintar las paredes de ningún color. Me basta con que saques tus cositas de ahí. Al menos esas que puedan comprometerte...

La miro sonriendo de lado.

—¿Qué te hace pensar que tengo cosas que me comprometen?

—Todos las tenemos.

—Ah, ¿sí? ¿Quiere decir eso que en tu maleta va algo comprometedor?

Sus mejillas se encienden y mis cejas se elevan, divertidas. Estoy a punto de pincharla un poco más, pero entonces Diego la aparta de mí para abrazarla una vez más antes de marcharnos y me concentro en su espalda mientras pienso en el giro que acaba de dar nuestra vida.

—¿Cómo te hace sentir que la pequeña Emily vaya a dormir entre tus sábanas en un futuro inmediato? —pregunta mi hermana Daniela a mi lado.

La pregunta no tiene nada de raro, por eso me asombra tanto que el pensamiento que llega a mi mente sí sea de lo más... extraño.

Definitivamente, necesito dormir y alejarme de tanta intensidad.

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