Hooked (Nunca Jamás 1)

Emily McIntire

Fragmento

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PRÓLOGO

Érase una vez…

No es como había imaginado.

Lo de matarlo.

Tenso los nudillos mientras giro la muñeca y, cuando abre mucho los ojos, la sangre del cuello me salpica la piel del brazo. Siento una oleada de satisfacción por haber optado por clavarle el cuchillo en la arteria carótida. Es lo suficiente letal para asegurar su muerte, pero también lo bastante lento para disfrutar viendo cómo se le escapa cada segundo de su miserable vida y se lleva su patética alma.

Sabía que solo tardaría unos segundos en perder el conocimiento, pero no me hacía falta más.

Unos segundos.

Lo justo para que me mire a los ojos y sepa que soy el monstruo que él contribuyó a crear. La encarnación de sus pecados que vuelve para exigir justicia.

Aunque me habría gustado que suplicara. Un poco, al menos.

Sigo a horcajadas encima de él mucho después de que la sangre haya dejado de salir a borbotones. Con la palma de una mano encallecida en torno a su cuello y la otra en la funda del cuchillo, espero algo. Pero lo único que llega es un escalofrío cuando su sangre se me enfría sobre la piel y comprendo que no será su muerte lo que me dé la paz.

No lo suelto hasta que el teléfono me vibra en el bolsillo. Solo dejo de notar su peso cuando suelto el cadáver para contestar la llamada.

—Hola, Roofus.

—¿Cuántas veces te tengo que decir que no me llames así? —me espeta.

Sonrío.

—Una más, como mínimo.

—¿Ya lo has hecho?

Recorro el despacho a zancadas y entro en el baño. Abro el grifo hasta que el agua sale tibia. Activo el manos libres y empiezo a lavarme las salpicaduras de sangre de los brazos.

—Por supuesto.

—¿Qué se siente? —gruñe Ru.

Me agarro al borde del lavabo y me inclino hacia delante para mirarme en el espejo.

«¿Qué se siente?».

No se me ha acelerado el corazón. Ningún fuego me ha recorrido las venas. No se me han estremecido los huesos. No he sentido ninguna descarga de energía especial.

—Un poco anticlimático, me temo.

Cojo una toalla del gancho de la pared y me seco al volver al despacho a buscar mi traje.

—Bueno, no me sorprende. James Barrie, el tipo más difícil de complacer del puto universo.

Sonrío mientras me abotono la chaqueta y me coloco bien los puños antes de volver a donde yace mi tío.

Lo miro desde arriba. Tiene los ojos negros y vacíos clavados en el techo; la boca, abierta, floja… como tantas veces me obligó a tenerla a mí.

Tiene gracia.

Pero ya me habían robado la inocencia mucho antes de que lo hiciera él.

Le doy una patada para apartarle la pierna. Las asquerosas botas de piel de cocodrilo parecen flotar en el charco de sangre que se ha formado bajo su cuerpo.

Suspiro y me pellizco el puente de la nariz.

—Esto ha quedado un poco… sucio.

—Ya me encargo yo. —Ru se echa a reír—. Ánimo, muchacho. Lo has hecho muy bien. ¿Nos vemos en el Jolly Roger? Hay que celebrarlo.

Cuelgo el teléfono sin responder y me paro un momento para hacerme a la idea de que son los últimos momentos que voy a pasar con un pariente. Cierro los ojos, respiro hondo y trato de sentir una punzada de pena.

No lo consigo.

Tic.

Tic.

Tic.

El sonido rompe el silencio y me retuerce las entrañas. Aprieto los dientes y abro los ojos. Aguzo el oído para detectar de dónde viene ese sonido incesante. Me acuclillo, me saco el pañuelo del bolsillo del pecho y busco en el bolsillo de los vaqueros de mi tío para coger su reloj de oro.

Tic.

Tic.

Tic.

La rabia me retuerce las tripas y estrello el reloj contra el suelo. Se me acelera el corazón y me pongo de pie para pisotear ese objeto repulsivo una y otra vez, hasta que el sudor me corre por la frente, me baja por la mejilla, cae al suelo. Solo consigo relajarme cuando me aseguro de que no volverá a sonar.

Me recompongo, suelto el aire que había estado conteniendo, me peino con los dedos y muevo el cuello.

Bien. Así está mejor.

—Adiós, tío.

Me vuelvo a guardar el pañuelo y me alejo del hombre al que desearía no haber conocido.

Estoy un paso más cerca del responsable de todo. Y, esta vez, no dejaré que salga volando.

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CAPÍTULO 1

Wendy

Nunca he estado en Massachusetts, pero había oído hablar del frío. Así que el cambio de temperatura en comparación con Florida me impacta, pero me lo esperaba. De todos modos, tirito en mi camiseta de tirantes al sentir la brisa en los brazos. Me dan ganas de no haber venido, de no haber seguido a mi familia a su nueva casa en Bloomsburg.

Pero no soporto la idea de no estar a una llamada de teléfono de distancia si me necesitan. Mi padre es adicto al trabajo, más aún tras la muerte de mi madre; si no estoy con ellos, Jonathan, mi hermano de dieciséis años, se quedaría solo.

Siempre he sido la niña de papá, aunque me lo pone difícil. Tenía la esperanza de que bajara el ritmo tras la mudanza, de que dedicara más tiempo a la familia en lugar de seguir buscando el siguiente negocio al que hincarle los dientes. Pero Peter Michaels no es de los que se relajan. Su sed de nuevas empresas supera con mucho a su necesidad de vida familiar. Encabeza por quinto año consecutivo la lista de hombres de negocios de Forbes, así que oportunidades no le faltan. Además, ser el dueño de la aerolínea más importante del hemisferio occidental le proporciona financiación más que suficiente para eso.

NuncaJamAir. «Si puedes soñarlo, nosotros te llevamos».

—¿Por qué no salimos esta noche? —dice mi amiga Angie mientras limpia la barra del Vanilla Bean, la cafetería donde trabajamos.

—¿A hacer qué? —pregunto.

La verdad es que me apetecía estar en casa y relajarme. Solo llevo aquí poco más de un mes y he estado trabajando tanto que no he pasado ni una noche con Jonathan. Pero está en esa etapa adolescente de «no necesito nada, no necesito a nadie», así que a lo mejor ni me quiere cerca.

Se encoge de hombros.

—Ni idea. Dos de las chicas hablaban antes de ir al Jolly Roger.

Arrugo la nariz, tanto por lo de «chicas» como por el nombre del local.

—Venga ya, Wendy. Llevas aquí casi dos meses y no has salido conmigo ni una vez.

Saca el labio inferior y junta las manos como si suplicara. Niego con la cabeza y suspiro.

—A tus amigas no les caigo bien.

—No es verdad —insiste—. Lo que pasa es que no te conocen. Y para que te conozcan, tienes que salir con nosotras.

—No sé, Angie… —Me muerdo el labio inferior—. Mi padre no está en la ciudad y no le gusta que salga y llame la atención.

Pone los ojos en blanco.

—Chica, que tienes veinte años. Corta el cordón.

Le dedico una sonrisa desganada. Como la mayoría de las personas, no entiende lo que es ser la hija de Peter Michaels. No podría cortar el cordón ni aunque quisiera. Su poder e influencia llegan a todos los rincones del universo; nada ni nadie escapa a su control, que yo sepa. Si lo hay, no lo conozco.

Suena la campanilla de la puerta. Maria, la amiga de Angie, entra y se contonea hacia nosotras mientras las luces del techo arrancan destellos de su melena negra.

La miro con las cejas arqueadas y me vuelvo hacia Angie otra vez.

—Además, ¿en qué locales te dejan entrar con veinte años?

—¿No tienes un carnet falso? —pregunta Maria al llegar a la barra.

—Por supuesto que no. —No me he colado en un bar ni en un club en mi vida—. Mi cumpleaños es dentro de unas semanas. La próxima vez saldré con vosotras.

Hago un ademán para zanjar el asunto.

Maria me mira de arriba abajo.

—¿No tienes el carnet de tu hermana, Angie? Se parecen un poco… —Me toca el pelo castaño—. Solo tienes que enseñar un poco más de cuerpo y ni mirarán la cara del carnet.

Suelto una carcajada como para descartar lo que dice, pero se me ha hecho un nudo por dentro y me sube un calor por las venas que hace que me sonroje. No soy de las que rompen las normas. Nunca lo he sido. Pero la idea de salir esta noche y hacer algo prohibido me provoca un cosquilleo por todo el cuerpo.

Maria es una de «las chicas» y nunca me ha parecido acogedora, pero la veo sonreír, pasarse los dedos por el pelo, y pienso que tal vez Angie tenga razón. Tal vez sean cosas mías, y en realidad lo que pasa es que no les he dado una oportunidad. Nunca he tenido un grupo de amigas, así que no sé muy bien cómo funciona.

—Me importa un rábano que no quieras salir. —Angie hace un puchero y me tira el trapo húmedo—. Voy a tomar una decisión inapelable.

Me echo a reír y vuelvo a negar con la cabeza, luego sigo preparando las tazas para toda la mañana.

—Mmm. —Maria hace una pompa de chicle que estalla con estrépito. Me clava los ojos oscuros en el perfil—. ¿No quieres salir?

Hago un gesto de indiferencia.

—No es eso, es que…

—Mejor así —me interrumpe—. El JR no es para ti.

Siento un ramalazo de ira y enderezo la espalda.

—¿Eso qué quiere decir?

Esboza una sonrisa despectiva.

—No es para niños.

—Venga, Maria, no seas así —interviene Angie.

Maria se echa a reír.

—No soy de ninguna manera. Va, en serio. ¿Y si está él? ¿Te imaginas? La pobrecita quedaría marcada de por vida solo por estar en el mismo edificio y tendría que ir corriendo a contárselo a su papaíto.

Levanto la barbilla.

—Mi padre está de viaje.

Ella inclina la cabeza hacia un lado y aprieta los labios.

—Pues a tu niñera.

Estoy cada vez más molesta y tomo la decisión para demostrarle que se equivoca. Miro a Angie.

—Vale, voy —digo sin poder contenerme.

—¡Bien! —Angie da palmadas.

A Maria le brillan los ojos.

—Espero que no sea demasiado para ti.

—Vale ya, Maria. No le pasará nada. Es un bar, no un club porno —le bufa Angie, y se vuelve hacia mí—. No le hagas ni caso. Además, solo vamos a ver si consigue atraer la atención de su hombre misterioso.

—Atraeré su atención. —Angie inclina la cabeza hacia un lado.

—Pero si ni siquiera sabe que existes, chica.

Maria se encoge de hombros.

—Tarde o temprano tendré suerte.

Arqueo las cejas, confusa.

—¿De quién habláis?

Maria esboza una sonrisa, y Angie se queda pensativa.

—De Garfio.

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CAPÍTULO 2

James

—Nos han hecho una nueva propuesta.

Sirvo dos dedos generosos de Basil Hayden en el vaso de cristal, añado un cubito de hielo y disfruto del sabor antes de volverme hacia Ru.

—No sabía que estábamos abiertos a propuestas.

Se encoge de hombros, vuelve a encender el puro y le da una larga calada.

—Porque no lo estamos. Pero soy un hombre de negocios, y esta tiene mucho potencial.

Me habla con el puro en la boca, pero son muchos años de beberme sus palabras como si fueran el evangelio y no me cuesta entenderlo.

Roofus, al que todos llaman Ru, es la única persona en la que confío. Me salvó del infierno y nunca podré pagarle lo que le debo. Pero mi deuda es solo con él, así que las cosas se ponen difíciles cuando decide meter a más gente en nuestra operación.

Con los años, se está volviendo descuidado.

—Cualquier día de estos, esa incapacidad tuya para rechazar el «potencial» te va a costar muy cara —le digo.

Entorna los ojos.

—No tengo la menor intención de morir y dejarle mi herencia a un inglés.

Sonrío. Todo esto es mío; lo que pasa es que no le gusta decirlo en voz alta. No quiere reconocer que el estudiante ha superado al maestro, que solo lleva las riendas porque yo se lo permito. Ha sido así desde que la sangre de mi tío me corrió por las manos hace ocho años, el día en que cumplí los dieciocho. Lo destripé como al pescado repugnante que era, y luego, con el mismo cuchillo, corté el filete durante la cena, retando a cualquiera a preguntarme por qué llevaba aún los dedos manchados de rojo.

Llaman «jefe» a Ru, pero al que le tienen miedo es a mí.

Dejo el vaso al borde del escritorio y me siento en un sillón.

—No me hacen gracia los chistes sobre tu mortalidad.

A veces tengo la sensación de que Ru cree que es intocable. Eso hace que a veces sea descuidado. Se confía demasiado. Permite que la gente se le acerque más de lo que debería. Por suerte, me tiene a mí. Le clavaré un cuchillo en el vientre a cualquiera que lo intente, y disfrutaré viendo cómo se les apaga la vida en los ojos mientras su sangre me mancha las manos.

Cuando has experimentado lo mismo que yo, aprendes enseguida que la inmortalidad solo se consigue en el recuerdo de los demás.

Ru se inclina hacia delante y deja el puro en el ornamentado cenicero que tiene en una esquina del escritorio.

—Pues presta atención. Tengo a alguien que quiere asociarse con nosotros. —Sonríe—. Quiere ampliar nuestra distribución. Quiere llevar el hada a nuevos territorios.

—Fascinante. —Me quito una mota de la chaqueta del traje—. ¿Y quién es? —pregunto, solo para darle el gusto.

Tengo cero interés en un nuevo socio. Llevamos tres años con el mismo distribuidor para la mercancía y yo mismo lo elegí. Lo vi sudar cuando veía que cargábamos el polvo de hada en la avioneta, escondido en cajones de langostas. Fui sentado con él en la cabina todo el vuelo y no paré de dar vueltas entre los dedos a la navaja de garfio mientras él se meaba de miedo.

Si quieres que alguien te sea leal, tienes que hacer que comprenda que te lo mereces. Y yo he conseguido que entiendan que un cuchillo de garfio duele más cuando el que lo empuña disfruta causando dolor.

Ru se seca la boca con la mano.

—¿Has oído hablar de los aviones de NuncaJamAir?

Me quedo paralizado y se me hiela la sangre en las venas. Estoy seguro de que nunca le he mencionado ese nombre a nadie y menos a Ru.

—No, la verdad. —Me tiembla la mandíbula.

—Pues debes de ser el único. —Ru se ríe—. El dueño, Peter Michaels, se acaba de mudar aquí.

El corazón me va a estallar. ¿Cómo es posible que no me haya enterado?

—Busca nuevas «aventuras» —sigue Ru. Sonríe y le brillan los dientes, un poco torcidos—. Es nuestro deber darle la bienvenida y enseñarle un poco cómo son las cosas por aquí.

Se me cierran los puños con la rabia que me sube por dentro cada vez que oigo el nombre de Peter Michaels. Cojo el vaso con los dedos tensos, aprieto el cristal mientras la anticipación florece en mi pecho.

Qué suerte que el hombre al que tanto quiero matar se presente ante mí en una bandeja de plata.

—Bueno, parece una oportunidad excelente. —Sonrío.

Ru coge el puro.

—No te estaba pidiendo permiso, muchacho. Pero me alegro de que te parezca bien.

—¿Cuándo vamos a reunirnos con él?

Bebo un sorbo para controlar los latidos de mi corazón.

—Me voy a reunir con él esta noche, yo solo. —Entorna los ojos.

Se me retuercen las tripas.

—Deja que vaya contigo, Roofus. No puedes ir solo.

Ru deja escapar un suspiro y se pasa la mano por el pelo, de un ridículo color rojo.

—Tú resultas demasiado intimidante. Y esta reunión tiene que ser en buenos términos.

«Eso no se lo discuto».

—Por lo menos, llévate a uno de los muchachos.

Solo con pensar en Ru a solas con Peter Michaels se me ponen los pelos de punta.

Ru lanza un anillo de humo al aire. Me inclino hacia él y apoyo los nudillos en el escritorio.

—Roofus, escucha. Prométeme que no irás solo. No hagas tonterías.

—Y tú no olvides cuál es tu lugar —me replica—. Estoy al mando yo, no tú. Respondes ante mí. Por una puta vez, muestra un poco de gratitud y haz lo que te digo.

Su tono de voz me hace apretar los dientes. Si fuera otra persona, le daría las gracias por recordármelo justo antes de cortarle la lengua. Pero Ru puede hacer muchas cosas que no le permito a nadie más.

La primera vez que vi a Ru yo tenía trece años, hacía dos que me habían mandado a Estados Unidos, a vivir con mi tío. Estaba en la biblioteca, leyendo, cuando oí gritos al final del pasillo y fui a ver qué pasaba. Miré por una rendija de la puerta del despacho y vi con asombro a un hombre corpulento de piel olivácea y el pelo teñido de rojo, inclinado sobre el escritorio de mi tío, amenazador, con una pistola en su sien y un fuerte acento bostoniano cargado de amenaza. Fue asombroso. Nunca había visto a mi tío encogerse ante nadie. Su pasatiempo favorito era ver a los demás arrodillarse ante él.

Como político, lo lograba a menudo en público.

Como hombre lleno de rabia y perversión, lo lograba aún más a menudo en privado.

Así que aquel hombre misterioso me fascinó. Cuando se marchó, lo seguí, desesperado por emular su poder. Podría decirse que fue una obsesión, pero es que nunca había conocido a nadie igual. Nunca había visto a nadie someter al hombre que dominaba el mundo.

Y quería saber cómo hacerlo.

Pero a los trece años aún no dominaba el arte de pasar desapercibido, y Ru supo desde el primer momento que lo estaba siguiendo. Me acogió y me enseñó todo lo que sabía. Me introdujo en las calles de Bloomsburg y me hizo conservar la cordura durante las pesadillas que me acosaban en sueños.

Así que hago todo lo que quiere, porque no hay ni una persona en el mundo que me haya cuidado como él.

La hubo, pero fue hace mucho. En otra vida.

—Tienes razón —digo—. Confío en tu criterio. En quienes no confío es en los demás.

Ru se echa a reír y va a decirme algo, pero en ese momento llaman a la puerta con los nudillos.

—Adelante —gruñe.

Starkey, uno de los reclutas más jóvenes, asoma la cabeza.

—Siento interrumpir, jefe. —Me mira, abre mucho los ojos y enseguida aparta la vista—. Hay unas chicas que intentan entrar con carnets falsos. La están armando buena abajo.

—¿Y para esa mierda nos molestas? —le espeta Ru—. ¿Para qué demonios te pagamos?

Sonrío ante el estallido de Ru. Voy hacia las cámaras de seguridad y localizo la que enfoca la entrada. Como dice Starkey, hay tres chicas, y una le está gritando al gorila de la puerta. Es patético. Me fijo más y veo a la belleza que se ha situado un poco aparte.

Se me tensa el estómago cuando examino su cuerpo, enfundado en un vestido azul ceñido. Tiene los brazos cruzados sobre la cintura, mira al gorila y luego hacia los taxis de la parada.

Me molesta muchísimo no verla con tanta claridad como me gustaría, pero con lo que veo me basta para saber que está incómoda. Es inocente. No pinta nada en un lugar como este. No sé por qué, eso me manda una descarga eléctrica directa a la polla, que me palpita solo con imaginar cómo puede mancillarla este local. Poca gente me provoca una reacción así. Tengo muy arraigada la costumbre de no reaccionar, de cubrirme con un escudo impenetrable que no deja entrar ni salir nada. Solo soy un cascarón vacío con un único propósito.

El hecho de que esa chica haya despertado en mí aunque solo sea un atisbo de interés hace que me pique la curiosidad.

—Déjalas pasar —digo sin apartar la vista de la belleza morena.

Starkey deja de farfullar y me mira un instante antes de volver a clavar los ojos en Ru.

—¿Seguro? Es que…

—¿He tartamudeado o algo así? —le pregunto al tiempo que me vuelvo para mirarlo—. ¿O es el acento, que no se me entiende?

—N-no, es que…

—¿Es que qué? —lo interrumpo—. Es obvio que necesitas instrucciones para manejar la situación. ¿O he comprendido mal tus razones para molestarnos con un tema tan trivial?

Ru esboza una sonrisa y se acomoda en la silla.

—No, Garfio. No lo has entendido mal.

—Bien. Entonces, es que hay un problema. —Asiento—. Dime, ¿no te parece que habría que despedir al que está en la puerta?

—Eh… pues no… —empieza Starkey.

—Al fin y al cabo, si no tiene capacidad para controlar a un grupo de mujeres, ¿cómo se va a encargar de nada más serio? —Inclino la cabeza hacia un lado.

Starkey traga saliva. La nuez le sube y le baja en el cuello.

—Es… Es que son…

—Verás —sigo al tiempo que me saco del bolsillo la navaja de garfio y la abro—, someter a una mujer es una cuestión de control. —Voy hacia él al tiempo que hago girar el acero inoxidable entre los dedos; el intricado diseño pardo del mango se desliza contra mi piel—. Es un equilibrio delicado de poder. Una especie de tira y afloja. Hay que proporcionarles el placer absoluto de nuestro dominio. —Me detengo delante de él y agarro la navaja—. Es obvio que nuestro gorila de esta noche tiene genes sumisos. —Le agarro la corbata con la otra mano y se la enderezo—. Comprendo que debe de ser difícil reconocer ese atributo en uno mismo. —Me inclino hacia él hasta que la punta de la hoja le roza el cuello—. Pórtate bien, Starkey. Deja. Que. Pasen.

—Sí, señor —murmura.

Le doy una palmadita en el hombro. Se vuelve a toda prisa y sale corriendo.

Ru me señala con el puro. La risa le brilla en los ojos.

—Y por cosas así no vienes a esa reunión.

Sonrío y me estiro las mangas de la chaqueta.

—No te falta razón. Bueno, voy a bajar. Tengo que librarme de un gorila y se me ha abierto el apetito de algo bonito.

Ru esconde una risita.

—Antes asegúrate de que tengan la edad legal.

Pongo la mano en el picaporte, pero me detengo un instante.

—Ru…

Me responde con un gruñido.

—Dile a Peter que me muero de ganas por conocerlo en persona.

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CAPÍTULO 3

Wendy

Hace una hora habría jurado que nos iban a arrestar y ahora estoy sentada en la sala VIP de un bar tirando a pretencioso, bebiendo un champán carísimo, obsequio de «un admirador».

Parece que aquí lo de la edad legal para beber es una sugerencia, no un requisito. Me vuelvo a morir de vergüenza al pensar en la gente de fuera que vio chillar a Maria porque el portero no se creyó mi carnet falso. No me sorprende. No me parezco a la hermana de Angie. Estaba a dos segundos de lanzarme al primer taxi para huir de allí cuando un hombre rubio con traje hecho a medida salió y le dijo algo al oído al portero. Y lo siguiente fue que nos acompañaron a la zona VIP.

Me siento fuera de lugar, pero no cabe duda de que hace años que no me divertía tanto. Aunque es un poco patético, porque no hacemos más que beber y mirar a la gente.

O, para ser concretos, mirar a ver si vemos a una persona en especial.

A Garfio.

El nombre me hace poner los ojos en blanco, pero no puedo evitar sentir un pellizco de curiosidad. Al parecer, es el motivo de que vengamos a este lugar y no a otro. Por la esperanza de volver a verlo.

Maria jura que es su alma gemela, así que viene todos los fines de semana con los ojos bien abiertos, y también las piernas, esperando que el hombre baje de su torre de marfil y ella pueda llevárselo.

—Bueno, háblame de él —le digo a Maria.

Bebo un sorbo de la copa alta y miro a mi alrededor. Angie deja escapar un gemido.

—Por Dios, no le des pie.

Maria sonríe de oreja a oreja.

—Lo vi hace un mes. Estaba en la barra, pidiendo una ronda y, te lo juro, la multitud se apartó y ahí estaba él. Sentado como un puto dios en el reservado de atrás, rodeado de volutas de humo de cigarro.

—¿Hablaste con él? —pregunto.

Angie se echa a reír.

—Sí, seguro. Para eso tendría que haberse abierto paso entre todos sus lacayos.

Inclino la cabeza hacia un lado.

—¿Sus lacayos?

Se encoge de hombros.

—Siempre está rodeado de hombres.

Arqueo las cejas.

—Puede que sea gay.

Angie suelta una carcajada y Maria entorna los ojos.

—Tuvimos un momento.

—Tan fuerte que luego ni la buscó —replica Angie con un bufido.

—Es una persona muy ocupada —responde Maria y se aparta un mechón de la cara—. Pero por eso hemos venido. Cualquier noche de estas me encontrará.

—Y te meterá en su cama y te follará hasta que revientes con esa polla gigante que tiene. —Angie separa las manos para indicar el tamaño.

Me froto la cara entre risas.

—Suena realista.

Maria frunce los labios.

—¿Para qué vienes si no vas a dejar de decir chorradas? Para eso te quedas en casa y no molestas.

Me recompongo, con el hervor de la culpa en el estómago.

—No, perdona. Te creo. De verdad. —Me retuerzo las manos en el regazo—. Es solo que haces que parezca… mítico.

Pone los ojos en blanco.

—No es fruto de mi imaginación, Wendy. Es un hombre de negocios. ¡Es el dueño del puto bar! —Da unas palmadas contra el cojín del asiento.

Arqueo las cejas.

—¿De verdad?

—Pues creo que sí. No siempre está aquí, pero cuando llega, viene de la parte de atrás, y se sienta en el mismo sitio. —Maria señala hacia la otra punta de la sala, donde hay un reservado vacío, aunque el resto del local está atestado. Bebe un sorbo de la copa—. De cualquier manera, presiento que estoy de suerte. Lo noto aquí. —Se toca la sien con una larga uña roja.

Me inclino hacia delante y choco la copa de champán con la suya para tratar de arreglar los puentes que he quemado antes de que estuvieran construidos.

—Creo que tienes razón. Parece una noche de suerte.

Maria sonríe y es el primer gesto sincero que me ha dedicado. Se me llena el pecho de satisfacción. Puede que esto de las amigas no esté mal.

De pronto, se me pone el vello de punta en la nuca. Me muevo en el asiento ante la incómoda sensación de que me están observando, pero, cuando me doy la vuelta, no hay nadie.

Q

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