1
NIKKI
En mis ojos se reflejaba el fuego de las llamas que ardían frente a mí.
Observé, quieta, cómo el cuerpo de mi tío Kadek era engullido por el fuego y sentí a mi lado que mi abuela temblaba sacudida por el llanto. En el hinduismo, los cuerpos de los muertos se creman para ayudar a las almas a reencarnarse en una nueva vida; se supone que el fuego es sinónimo de purificación y liberación… y, por un instante, quise creer en ello con todas mis fuerzas.
A mi lado, mis amigos contenían el aliento ante lo que sin duda era un ritual al que no estaban acostumbrados. Se suponía que la muerte no debía ser algo triste…, al menos no en aquel rincón del mundo. En Bali creemos en la reencarnación, celebramos la muerte y recordamos a los fallecidos en grandes banquetes con comida…
Nunca en toda mi vida odié tanto la religión como en ese instante.
Estaba totalmente destrozada… Mi corazón solo podía albergar tristeza y un odio infinito hacia quien fuera que había decidido que se me debía volver a arrebatar al que sin lugar a duda había sido como un padre para mí.
Los médicos que lo encontraron dijeron que había sido un infarto… Un «infarto»… ¿Habría sido culpa mía? ¿Mi rebeldía al marcharme con Alex habría provocado que mi tío muriese de un ataque al corazón?
No podía pensar así. No podía ponerme esa cruz sobre mi espalda, no si quería conseguir superar esa pérdida, no si no quería que la culpabilidad me absorbiese por completo. Pero algo en mi interior no podía parar de pensar en qué hubiese pasado si yo hubiese estado a su lado, cerca de él…
Y no era solo yo: la isla entera también estaba sumida en la tristeza. Su líder había muerto y solo me bastaba con mirar hacia ambos lados para comprobar lo querido y respetado que había sido mi tío durante todos aquellos años. Prácticamente todos los habitantes de la isla estábamos allí para decirle adiós.
Siguiendo las tradiciones del hinduismo, los siguientes diez días después del funeral, debíamos rendir luto. Los hombres no podían ni cortarse el cabello ni afeitarse, y las mujeres tampoco podíamos lavarnos el pelo ni acudir a templos o lugares sagrados.
Yo opté por encerrarme en casa.
Decidí dejarme consumir por el miedo y la tristeza y alejé de mí a todo aquel que intentase impedírmelo. Por la única razón por la que me levantaba de la cama era para visitar a mi abuela, que a la edad de ochenta años acababa de vivir lo que era perder a sus dos únicos hijos.
Nos arrodillábamos y rezábamos juntas… Bueno, ella rezaba y yo… Yo intentaba entender que en cuestión de horas mi vida hubiera cambiado de una forma tan drástica.
Con todo lo de mi tío, apenas había podido detenerme a pensar en que habían sido mis últimas horas con aquel hombre irresistible que se había llevado consigo una parte de mi corazón. Intenté con todas mis fuerzas guardar a Alex y sus verdades en un cajón bajo llave, un compartimento de mi mente que ya abriría cuando estuviese preparada. Pero a pesar de guardarlo muy hondo, los recuerdos, sus palabras, sus caricias y sus besos acudían a mi subconsciente día sí y día también, consolándome como sabía o creía que él haría de haber estado allí conmigo.
Sin embargo, eso solo eran imaginaciones mías. No habíamos vuelto a hablar.
¿Para qué?
Él se había marchado y yo debía afrontar la segunda mayor desgracia que acababa de caer sobre mi familia. No había nada de lo que hablar.
Me escribió al principio, pero, con todo lo que ocurrió nada más volver a la isla, cuando leí sus mensajes ya era tarde para intentar sostener algo que claramente había terminado. No me sentía con fuerzas para recorrer mentalmente la distancia, no solo física, que nos separaba. Él pertenecía a otro mundo y no iba a dejarlo todo por esta isla, por mí. Y yo sentía lo mismo. La conexión que habíamos sentido era salvaje, pero yo sabía que debía ser capaz de mantenerla en ese rincón bajo llave; hay que saber renunciar a lo que es imposible. Londres no era mi lugar, no podía imaginarme nada más alejado de lo que yo era que aquella ciudad. Eso sí, sus últimas palabras antes de marcharse seguían resonando en mi cabeza como un mantra que parecía no tener fin.
«Hace veinte años, un avión privado Gulfstream V cayó cuando sobrevolaba el mar del Norte con destino Londres desde Ámsterdam». «En ese avión viajaban Jacob Leighton, su hijo Adam de siete años y la supuesta niñera del niño…». «Creo que no estamos ante un simple accidente de avión, Nicole. Estoy convencido de que hay muchísimo más».
Por mucho que hubiese querido seguir con mi vida, ignorando lo que él me había dicho…, era imposible. Cuando me relajaba, cuando bajaba las defensas, sobre todo cuando estaba a punto de dormirme, las palabras de Alex regresaban para atormentarme y no dejarme descansar.
«Supongo que tu tío teme por tu vida. Intuirá o sabrá que el accidente fue provocado. Al igual que muchos británicos, debe de ser consciente de que alguien quería librarse de tu padre y su heredero. Puede que ese alguien sea la persona que dirige ahora la farmacéutica».
«Si lo que he descubierto es cierto, y apostaría cualquier cosa a que lo es…, Nicole, tú serías la legítima heredera del imperio Leighton, ¿lo entiendes? Todo sería tuyo».
Cerré los ojos con fuerza, intentando ahuyentar de mi cabeza sus palabras.
«Todo sería tuyo».
Todo… ¿Qué era todo? Yo no quería nada, yo solo quería de vuelta a mi tío, a mis padres, quería vivir tranquila, no deseaba reclamar nada, no quería nada…
El último mensaje que me había enviado Alex decía lo siguiente:
Me hubiese encantado volver a oír tu voz, aunque fuese por teléfono, Nikki. Entiendo que los descubrimientos hallados te hayan herido profundamente y que en parte eso te haya llevado a no querer saber nada más de mí. No volveré a molestarte, respeto tu decisión de seguir viviendo como hasta ahora… No todos estamos hechos para afrontar la verdad y tu lugar está allí, en Bali.
Echaré de menos tu compañía, tu sonrisa y tu boca sobre la mía.
Te deseo lo mejor.
No le contesté.
No podía.
Ni siquiera le había dicho lo de mi tío, no quise alimentar el monstruo que empezaba a crecer y crecer en mi entorno, amenazando con acabar con todo.
Leer que echaba de menos mi boca sobre la suya despertó el deseo que tan dormido había estado desde que mi tío murió. Ni siquiera había podido fantasear con mis últimos recuerdos de Alex, de los dos paseando de la mano entre los arrozales, de sus besos robados siempre que había tenido ocasión, sin perder el tiempo porque tiempo era justo lo que no teníamos.
Me despertaba algunas veces con el corazón acelerado, con el recuerdo enterrado de sus manos acariciándome la piel, de su lengua haciéndome estremecer y de nuestros cuerpos unidos como un todo haciéndonos alcanzar un placer inexplicable y tremendamente adictivo.
Esas noches me removía, empapada en sudor, rozándome contra las sábanas, mi cuerpo buscando entre los pliegues de mi ropa la posibilidad de algún recuerdo suyo, pidiéndole a mis manos, todavía en duermevela, que replicaran lo que las suyas me habían hecho tantas veces. Pero no era lo mismo.
Su tacto todavía estaba presente en mi piel. Debe ser verdad eso que dicen de que el cuerpo tiene memoria, porque el mío recordaba cada pliegue, cada rincón, cada centímetro en el que había estado él. Podría haber dibujado un mapa de las rutas de sus labios en mi cuerpo. Terminaba excitada y triste, con una nostalgia profunda por aquella conexión que me había hecho llegar hasta lugares insospechados para mí.
Pero todo aquello se acababa… en cuanto encendía la luz. Y tenía que recordarme a mí misma que había sido un sueño. Incluso cuando él estaba aquí, de verdad, en la isla, había sido un sueño. Así tenía que considerarlo si quería poder seguir adelante.
No podía pensar en él. Eso solo sucedía en mi subconsciente y en esos periodos en los que mi cabeza se desconectaba de la tragedia y tomaba caminos que yo le había prohibido retomar…
Finalmente, volví a mi vida, volví al trabajo, a mis animales, a mis clases de yoga, pero sin ser capaz de olvidar lo ocurrido. Mi mente y mi cuerpo se preparaban, aun sin yo saberlo, para el momento en el que pudiese armarme de valor y afrontar la verdad.
Un mes después de la muerte de mi tío, mi abuela me había pedido ayuda para guardar sus cosas en cajas, ordenar la casa y elegir qué íbamos a donar y qué íbamos a quedarnos de recuerdo. Ella no se veía capaz de dejar nada atrás y por eso yo había acudido a ayudarla, para tomar las decisiones difíciles.
No fue fácil entrar en la habitación de mi tío, violar su intimidad y elegir qué guardar, tirar o donar; no con lo reservado que había sido siempre él. Sentí como si estuviese haciendo algo malo; me sentí una niña pequeña haciendo travesuras aun a sabiendas de que habría consecuencias si me pillaban.
Había muchos papeles en sus cajones, sobres, facturas, cartas de amigos… Incluso encontré cartas de una novia que tuvo y de la cual nunca llegué a saber nada. Era duro descubrir facetas de mi tío Kadek que nunca había llegado a conocer, y que ya nunca conocería, como, por ejemplo, que guardaba un sinfín de cigarros bajo su cama a pesar de que nos había jurado a mi abuela y a mí que había dejado de fumar hacía más de un año. Sonreí con nostalgia y me acerqué un cigarro para poder aspirar su aroma. Olía a él… Era una fragancia muy característica. Me pareció curioso que algo que había criticado y odiado siempre en ese instante me hiciera sentirlo tan cerca de mí.
Me guardé unos cuantos en el bolsillo sin decirle nada a mi abuela y supe que, si mi tío estaba viéndome en ese instante, seguramente acababa de poner los ojos en blanco.
Al tercer día de recoger sus cosas y trabajar en su habitación, encontré algo que consiguió dejarme con el corazón en vilo. Supe que era algo distinto nada más ver la caligrafía, incluso antes de comprobar que la carta estaba escrita en un pulcro inglés.
La carta decía lo siguiente:
Querido Kadek:
Es reconfortante para mí haber llegado tan rápido a un acuerdo conforme a las dos partes. Entiendo que no quieras que tu sobrina se vea expuesta a una vida que sin lugar a duda haría de ella alguien que no deseamos que sea.
Estoy de acuerdo contigo en que Nicole estará mejor y más segura viviendo con vosotros, lejos del caos que se ha generado aquí en Londres y del cual sería muy difícil excluirla si finalmente decidiésemos criarla en Inglaterra.
Es importante que entiendas esto: Nicole no puede regresar a Gran Bretaña.
Recae sobre ti la responsabilidad plena de cuidar de ella y de mantenerla alejada de todo esto. No me gustaría tener que enterarme de que quienes asesinaron a mi hermano han podido también acabar con la vida de mi única sobrina viva.
Le advertí a Jacob que esto sucedería si no era cuidadoso y, por desgracia, tenía razón. Abriré una investigación para intentar descubrir qué sucedió en realidad con el accidente aéreo que nos ha arrebatado a nuestros seres queridos y te informaré de cualquier descubrimiento al respecto.
Sé que la vida de Nicole será plena, feliz y maravillosa a vuestro lado, excluida del constante recordatorio al que aquí se vería sometida y el cual la perseguiría de por vida.
Confío en que sabrás explicarle a nuestra sobrina las razones por las que no debe abandonar nunca Indonesia.
Dios no quisiera que algo le sucediese a ella también.
Os deseo lo mejor, de corazón.
DEVON LEIGHTON
Leí la carta tres veces seguidas.
Y entonces lo supe.
Todo era verdad.
Todo.
Fue como si por fin me quitaran la venda de los ojos. Y al mismo tiempo como si toda mi vida pasara de nuevo ante mí, pero reinterpretándose.
Tuve que sentarme en el suelo, porque tenía miedo de desmayarme.
No llegué a desmayarme. Lo que sentía era una mezcla extraña. Acababa de encontrar una pieza para un puzle que no sabía que faltaba. Fue duro saber que había tanto sobre mí misma que desconocía; las personas de las que se hablaba en la carta era como si pertenecieran a otro mundo, como si no tuvieran nada que ver conmigo. Pero eran mi familia. Era yo quien había estado viviendo trasplantada, en otro mundo que no era el mío. Aunque ahora sí lo fuera. Todo lo que creía que era, lo que amaba, se basaba en una mentira. Tuve que reinterpretar mi situación en el mundo, y dolió como si me arrancaran lo único que jamás me había pertenecido.
Pero al mismo tiempo… fue un alivio sentir por fin que recibía respuestas de una fuente fiable y no de alguien que simplemente me las decía esperando que las creyera. Con esto no quiero decir que hubiera pensado que Alex intentaba engañarme, pero es difícil creer en algo de tal magnitud solo porque te lo dicen, y más si ese algo pone tu vida patas arriba.
Alex, antes de irse, me había pedido que hablara con mi tío, que le hiciera preguntas.
Pues bien, mi tío no estaba, pero sí estaba esa carta y en ella…, joder, en ella descubría que había alguien muy lejos de allí que se había tomado la molestia de pensar qué era lo mejor para mí.
Devon Leighton era mi tío, al igual que lo había sido Kadek, y ellos dos decidieron ocultarme la verdad por mi bien.
¿Me molestaba?
Claro que sí.
¿Cambiaría mi pasado, mi crianza y mi infancia por otra que no hubiese sido la que había tenido?
No.
Crecí siendo una niña feliz, sin padres, pero feliz.
No tenía ni la menor idea de qué haría a partir de entonces. La muerte de mi tío me había roto y más que nunca sentía la necesidad de encontrar respuestas y de conocer mis orígenes… Siempre había sentido curiosidad por esa parte de mí, por mi sangre inglesa, por cómo sería vivir en una ciudad como Londres, y el miedo me había paralizado forzándome a contentarme con lo que tenía y lo que conocía, pero la muerte tan repentina de mi tío…
Sentía que había mucho más por descubrir, por saber…
Y no voy a mentir…, extrañaba a Alex con todo mi corazón. Esos últimos días, había abierto y cerrado la conversación del móvil unas cien veces. Oír su voz hubiese sido como un ibuprofeno para el alma, pero no quería iniciar algo que solo nos haría más daño a los dos, porque… ¿qué posibilidades había de que volviéramos a vernos?
Seguí buscando entre las cosas de mi tío y no encontré nada más referente a Devon o a mis padres. Terminé por guardar todas sus cosas en cajas, clasifiqué lo que era importante guardar de recuerdo, aunque supiera con certeza que ni mi abuela ni yo volveríamos a pasar por el dolor que implicaba remover los objetos personales de mi tío, y lo demás lo donamos o tiramos.
Fue duro ver la habitación de mi tío vacía y más duro fue dejar sola a mi abuela, inmersa en su dolor y sin querer hacer otra cosa que rezar. Pero necesitaba estar sola con mis pensamientos un rato, dejarme sentir.
Aquella tarde fui a mi lugar seguro; decidí ponerme el bañador y coger la tabla de surf. Hacía semanas que no iba a la playa y por fin sentí la fuerza para hacerlo.
No avisé a nadie a pesar de que mis amigos estaban ansiosos por verme hacer algo aparte de llorar o estar con mi abuela, pero necesitaba estar sola.
Estar en el agua me ayudó. No hice mucho surf, tan solo me quedé sentada en la tabla, observando el horizonte hasta que el sol empezó a bajar y a llenarlo todo de impresionantes colores.
Sin ser consciente, miré hacia atrás, hacia el lugar donde había estado el balcón de la habitación de Alex…
Sentí una presión muy fea en el pecho… Recordé ese primer encuentro, cuando sin saber por qué dejé que ese desconocido me viera desnuda sobre las piedras que había un poco más allá. Recordé la conexión, la fuerza de su mirada que me encandiló incluso en la distancia, y luego sonreí al recordar el día en que le robé la ola y hablamos por primera vez.
No volvería a sentir nada tan intenso por nadie… Eso lo sabía y era triste pensar que era así. No quería decir que nunca jamás volvería a enamorarme, estaba claro que sí. Había millones de habitantes en el mundo. No podía solo existir una persona para mí, pero las circunstancias que habíamos vivido, el momento y el lugar… sabía que eso no podía repetirse porque son cosas que solo pasan una vez en la vida.
Un dolor profundo en el centro de mi pecho me obligó a cerrar los ojos.
Sentía tanto dolor… por mi tío, por Alex, por no volver a verlo jamás, por haber perdido tanto en tan poco tiempo…
Salté de la tabla y me sumergí bajo el agua, buscando oxígeno en un lugar que me ofrecería todo menos eso, pero que, en cierta forma, me daba paz.
Bajé y bajé, era buena haciendo free diving; cuando ya no aguanté más, me impulsé con los pies en la arena y subí soltando el aire en pequeñas burbujas. Cuando salí a la superficie, respiré como si por fin el aire entrara en mis pulmones tras semanas sin hacerlo de verdad. Miré hacia la orilla y pude ver que el bar ya contaba con bastantes personas bebiendo cerveza… Batú aguardaba pacientemente sentado a que regresara a su lado. Nunca le había gustado verme nadar mar adentro. Suspiré con fuerza y volví a subirme a la tabla, que se había alejado un poco durante mi viajecito bajo el agua. Remé despacio hasta la orilla y cogí la tabla bajo el brazo. Batú vino a saludarme emocionado y juntos nos acercamos a Mola Mola, donde pude ver a mis tres mejores amigos bebiendo cerveza y observándome con los ojos muy abiertos.
Cuando me acerqué a ellos, intenté como pude ignorar sus gestos de sorpresa. Cogí la toalla de mi mochila y me envolví con ella temblando un poco de frío.
—¿Qué tal? —pregunté, ignorando esa manera de mirarme que parecía haberse vuelto la preferida de todo el mundo…, con lástima y preocupación.
No lo soportaba.
Maggie miró a Eko y Gus y, tras tartamudear el principio de ninguna frase en concreto, por fin se dignó a decir algo coherente:
—Podrías haberme avisado de que irías a hacer surf, te hubiese acompañado.
—Me apetecía estar sola —contesté, asintiendo con la cabeza cuando Gus me trajo una cerveza—. ¿De qué hablabais?
Los tres volvieron a intercambiar miradas.
—Pues… de la boda —dijo Eko un poco con la boca chica.
La boda… la boda que por ser una cobarde me perdería, la boda donde se casaban dos de mis mejores amigos, la boda a la que yo no iría por mi fobia a los aviones.
Pensar en aviones me llevó a pensar en Alex, e inevitablemente eso me llevó de nuevo a pensar en la carta…, la dichosa carta. La carta de la verdad, la carta que dejaba a las claras que Alex había tenido razón en todo.
Cogí el teléfono y abrí la conversación, que en realidad nunca había llegado a serlo porque solo él me había escrito.
¿Se lo contaba?
¿Le contaba que había descubierto que sí era la hija de Jacob Leighton?
Pero ¿cómo iba a escribirle cuando hacía un mes de su último mensaje?
Maldita sea.
Por unos segundos, lamenté mi decisión de haber salido de mi zona de confort. Estaba más segura con mi abuela, compartiendo nuestro dolor y alejadas del mundo.
—Ya tenemos fecha —dijo Gus. Utilizó también ese tono entre pena y cautela que empezaba a chirriarme demasiado, pero consiguió que volviera a prestarles atención.
Forcé una sonrisa.
—Ah, ¿sí? ¿Cuándo? —pregunté llevándome la cerveza a los labios.
—Pues queremos casarnos en primavera, así que hemos elegido el 14 de abril.
—Será genial —dije sintiendo una punzada de dolor en el pecho.
Mis amigos intercambiaron miradas.
—Hemos estado pensando… —empezó Eko pasando el dedo índice por la boca del botellín. Siempre que hacía eso era porque estaba nervioso.
—Sí, lo hemos estado hablando y creemos que tienes que venir, Nikki.
Me quedé callada unos instantes que Margot aprovechó para intervenir.
—Me he estado informando sobre cursos muy buenos para superar fobias y… ¿sabías que el miedo a volar es uno de los más solicitados? Normalmente, tienen un 90 por ciento de éxito, Nikki. Creo que deberías probar, no queremos que te pierdas esto.
Había estado pensando en ello mucho más de lo que jamás lo había hecho a lo largo de mi vida. Lo había estado sopesando desde el mismísimo instante en el que Alex me dejó en el puerto de Sanur sabiendo que no volvería a verlo más.
¿Creía en un curso para perderle el miedo a volar?
No mucho…, pero ¿y si funcionaba?
En el caso de poder controlar el terror que me invadía solo de imaginarme subiéndome a un avión, podría asistir a la boda de mis amigos, podría viajar a Londres… Podría… podría volver a ver a Alex y tal vez… tal vez encontrar respuestas sobre mi familia, sobre mi padre, sobre lo que provocó el accidente de avión.
—Lo pensaré —dije, y no me di cuenta de que mis amigos se miraron los unos a los otros con esperanza. No me di cuenta de que Maggie abrió los ojos con ilusión, ni de que Gus y Eko contuvieron su entusiasmo para no agobiarme. No me di cuenta de nada de eso porque por un levísimo instante me visualicé siendo otra persona, una mujer que viajaba por el mundo, me visualicé siendo la hija de mi padre, me visualicé siendo como los miles de turistas que pasaban por la isla año tras año y la imagen que proyecté no me gustó.
Yo no era esa persona, jamás lo sería.
Me despedí de mis amigos cortando la conversación y sin esperar respuesta. Cogí la moto y la tabla y regresé a mi casa.
Había tenido suficiente por un día.
2
ALEX
Clavé la mirada en los cientos de viandantes que pasaban bajo el Shard de Londres e intenté que dejaran de parecerme hormigas pequeñitas moviéndose con prisas. Hacía solo un par de semanas que habíamos cambiado la localización de la empresa al rascacielos más alto de Europa y ni afirmo ni desmiento que hubiese sido idea mía.
Era lo más cercano a volar que podía conseguir en un trabajo cien por cien ejecutivo. Aunque la mayoría de los días estaba tan nublado que de verdad parecía que estuviésemos en el cielo, sin poder vislumbrar lo que había bajo nosotros, y obviamente no era lo mismo.
Hacía un mes desde que había vuelto de Bali. Hacía un mes desde que había dejado mi trabajo de piloto a tiempo completo… Ya no podía dejarme llevar entre las nubes. Solo me había acercado a un hangar para examinar los detalles de la compra de un par de aviones que harían aumentar la facturación de la empresa de mi padre. O, mejor dicho, mi empresa. Todavía me costaba asimilarlo y tenía que corregirme a mí mismo. Hacía un mes que era el CEO, un mes desde que pasaba mis días encerrado en esa torre de cristal opulenta con solo la compañía de hombres cincuentones que necesitaban o exigían algo de mí.
Convertirme en el CEO de Lenox Executive Aviation siempre había sido una posibilidad; remota, es cierto, pero como hijo de mi padre, siempre había sentido como si una mano me apresara el cuello y me amenazara con ahogarme de un momento a otro.
No ser el primogénito no me había quitado de responsabilidades ni mucho menos, pero sí había tenido más libertad que Ryan, mi hermano mayor. Tras acabar nuestras respectivas carreras, yo la de piloto y mi hermano la de ingeniería aeronáutica, ambos habíamos tenido que estudiar negocios y económicas, ahí jamás hubo margen de negociación. Al menos a mi hermano le había gustado el camino que mis padres tan meticulosamente habían construido para él, pero, aunque yo siempre tuve la posibilidad de heredar un trozo de aquel imperio, a mí solo me había interesado volar.
Nunca me importó demasiado «defraudar» a mis padres rechazando lo que para muchos sería el puesto de su vida. De hecho, nunca me importó, ni a ellos tampoco, porque estaba Ryan.
Pero cuando dejó de estar…, bueno, ahí empezaron los problemas.
Llamaron a la puerta y supe que era mi padre al ver que no esperaba respuesta para entrar.
Giré el sillón y aquel hombre alto, de pelo blanco y con algo de entradas, vestido de traje y con aspecto amedrentador vino hacia mi mesa.
—Buenos días, padre —dije indicándole que se sentara al mismo tiempo que él echaba la silla hacia atrás y tomaba asiento.
A pesar de que había soltado las riendas de la empresa hacía tiempo, seguía moviéndose por allí como si fuese el jefe, cosa que técnicamente siempre sería, aunque todas las decisiones pasaban por mí.
—¿Has hablado con tu madre? —me preguntó nada más sentarse.
Volví a girar mi asiento y a centrarme en las «hormigas». Era raro que en Londres hiciera un día tan soleado como aquel y no quería perderme detalle.
—¿Te refieres a hoy? —pregunté con voz cansina.
—Me ha dicho que sigues sin aceptar su invitación a cenar, Alexander.
—Cené con vosotros el viernes, padre.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero.
Solté un sonoro suspiro.
—Lilia acaba de empezar el curso, papá. No puedo estar sacándola del colegio cada vez que queráis verla.
—¡Ni siquiera la hemos conocido todavía!
—Lo haréis cuando yo lo crea conveniente —dije girándome para encararlo de nuevo y dotando a mi tono de una seriedad que pocas veces utilizaba con él.
—Lleva un mes en Inglaterra. ¡Es nuestra nieta, por el amor de Dios! ¡Nuestra única nieta!
«Y la única que tendréis», pensé en mi fuero interno.
—Se está adaptando… Hay que darle su tiempo.
—¡Encerrándola en el colegio no vas a borrar la realidad, Alexander!
Apreté los labios, había perdido la paciencia.
—La realidad es que yo soy su padre y haré lo que crea conveniente —repliqué, utilizando el mismo tono.
Mi padre me observó mientras yo desviaba la mirada hacia el ordenador.
Tenía mucho que hacer y solo estaba retrasándome en mi tarea.
—Me da igual lo cabreado que estés con el mundo, me da igual lo sumido que estés en ti mismo como para no ver más allá de tus narices. Este sábado tu madre cumple sesenta años y traerás a su nieta para que pueda conocerla.
Volví a fijar la vista en él.
—Valoraré el llevar a Lilia al cumpleaños de mamá, pero te voy a decir una cosa, papá —lo amenacé poniéndome de pie—: que sea la última vez que entras en mi despacho exigiendo cosas que son exclusivamente asunto mío. ¿Lo has entendido?
Mi padre se puso de pie echando humo por las orejas. Se abrochó la americana y fue hasta la puerta, aunque antes de salir se giró para encararme de nuevo.
—A veces sigo preguntándome qué hicimos tu madre y yo para merecernos esto de ti.
—Y yo me pregunto todos los días por qué el que murió en ese accidente de moto no fui yo en vez de mi hermano. Las cosas serían mucho más fáciles así, ¿verdad, papá?
Lamenté lo que dije nada más hacerlo, pero no me retracté.
Los ojos de mi padre se humedecieron y me miraron, me dio la sensación de que algo se me escapaba.
—Nada es fácil cuando te arrebatan a un hijo —dijo mirándome muy afectado—. Espero que jamás tengas que experimentar un dolor semejante, y por eso mismo te pido que vengas al cumpleaños de tu madre. Verte a ti y conocer a su nieta es lo único que la hará levantarse de la cama.
Mi padre se marchó y yo volví a sentarme. Mis ojos se desviaron hacia la foto que había junto a mi ordenador. En ella, dos chicos pelirrojos sonreían a la cámara. Ambos llevaban gafas y gorros de aviador y a lo lejos se divisaba una pista de aterrizaje y una avioneta color rojo.
Éramos Ryan y yo. Él con dieciséis años recién cumplidos y yo con ocho. Recuerdo perfectamente aquel día y el momento exacto en que se tomó la foto. Acabábamos de bajar de la avioneta, nuestro padre nos había llevado a volar y Ryan había cogido los mandos por primera vez. Ambos estábamos llenos de adrenalina y felicidad, habíamos disfrutado como nunca.
A mi hermano también le había apasionado volar, pero le interesaba más todo lo relacionado con los aviones: su funcionamiento, su desarrollo… Su deseo de querer involucrarse en la empresa familiar había ido creciendo desde que fue muy pequeño, aunque su sueño se vio truncado cuando, debido al accidente de los padres de Nikki, mi padre tuvo que cerrar toda la parte de ingeniería y quedarse solo con la empresa de vuelos privados.
A pesar de ese chasco, mi hermano aceptó hacerse cargo de la empresa y ocupó el lugar de mi padre los dos años antes de morir.
Yo siempre me sentí la oveja negra de la familia. El hijo que llegó de rebote y les complicó todos sus planes.
«Ojalá pudiera ser como tú, Ryan», pensé en mi fuero interno. «Ojalá pudiera seguir hacia delante sin mirar atrás, ojalá pudiera ser menos egoísta».
No me enorgullecía de mis actos, no aplaudía mis decisiones ni me convencía de cosas que no eran verdad.
Y la verdad era que yo no era buena persona.
Si alguna vez lo fui, fue durante treinta días a miles de millas de distancia, con una chica que consiguió encontrar mi corazón para cogerlo y llevárselo con ella.
Miré el móvil y volví a meterme en el chat.
Ni una palabra.
A veces me torturaba viéndola en línea y me picaban los dedos de lo mucho que quería escribirle de nuevo, pero ya le había dicho que no volvería a hacerlo. No después de que me ignorara durante semanas…
Tenía un mal presentimiento desde entonces: todo el asunto de los Leighton, de Nikki siendo la heredera, todo lo que había descubierto…
Abrí el cajón que había a mi izquierda y saqué el mail impreso de la amenaza que había recibido nada más llegar de Bali.
«Estas muerto, Lenox».
Apreté la mandíbula con fuerza.
No era la primera vez que recibía algún tipo de amenaza, era común cuando eres un personaje público y la gente sabe que posees cantidades indecentes de dinero, pero esa carta… Esa carta tenía un tinte diferente, tan diferente que había reforzado la seguridad de mi casa y casi siempre iba con chófer, un conductor cualificado para matar si hacía falta.
No me gustaba… No me gustaba una mierda. No lo había hablado con nadie, excepto con Carter, el único al que había acudido buscando respuestas.
—Te dije que no era buena idea remover aquel asunto —me había dicho cuando lo llamé para ver qué opinaba.
—Es necesario descubrir la verdad —respondí entre dientes.
—Pues a mí no me metas —contestó Carter—. Yo no quiero saber nada más de este asunto. Tú tienes dinero para pagarte un guardaespaldas, pero yo vivo en una casa pareada y estoy esperando un hijo con mi mujer. No quiero dramas.
En parte llevaba razón.
Supe que no conseguiría más de él, le di las gracias y colgué el teléfono.
Los días pasaron y la amenaza siguió flotando sobre mis hombros. Me preocupé por Nikki, pero todo apuntaba a que nadie sabía de su existencia, ni siquiera el mismísimo Devon Leighton. Si hubiera sido así, a Nikki ya la habrían asesinado hacía muchísimo tiempo, al igual que habían matado a sus padres y a su hermano Adam.
Nikki en peligro… Solo de pensarlo me entraban ganas de coger un vuelo e ir a ver en persona que estaba bien, pero debía apartarme de todo aquello… Debía centrarme en lo mío y respetar su decisión de permanecer en el anonimato. Yo más que nadie entendía lo que era que te arrojaran a una vida que no era la que querías vivir.
El viernes llegó más deprisa de lo que me hubiese gustado. Era el día que el colegio de Lilia permitía que los estudiantes saliesen para pasar fuera el fin de semana, siempre que se hubiese avisado con una semana de antelación, cosa que obviamente yo no había hecho, porque no había tenido claro si al final la llevaría o no al cumpleaños de mi madre hasta ese instante.
—Lo siento, señor… No encuentro el nombre de su hija en el registro de salidas de este fin de semana —me dijo una chica joven, seguramente una profesora en prácticas.
—Sí, en cuanto a eso… No pude avisar, ha sido una decisión de última hora.
La chica levantó los ojos del sujetapapeles que no dejaba de ojear y los clavó en mí, desconcertada.
—Pero, señor Lenox…, creo que está al tanto de las normas… Los alumnos no pueden…
—Salir sin avisar con una semana de antelación, lo sé, pero es mi hija y necesito que salga este fin de semana.
La chica volvió a pestañear confusa.
Oh, por Dios.
—¿Puedo hablar con la directora?
Ahí su semblante pareció palidecer. Claro, lo último que querría esa chica era que yo la dejara en evidencia con su superior, pero siendo sincero… me importaba un pimiento.
—Cla… claro, señor, volveré en un minuto.
Aguardé recorriendo las instalaciones con la mirada. La última vez que había estado allí había sido exactamente trece años atrás; el día que me gradué juré no volver a pisar aquellas instalaciones, y ahí estaba de nuevo. Ya era un hombre hecho y derecho, o todo lo parecido a uno, al menos, y tenía una hija de once años que hacía casi un mes que no veía, desde que la había traído de Boston a vivir conmigo porque su madre había muerto de cáncer… Una madre que jamás me informó de la existencia de una hija mía.
Me fijé en los cuadros de exalumnos que había colgados en la pared. Busqué mi año y, justo cuando empecé a buscarme entre la gente, me llamaron por detrás.
—¿Señor Lenox?
Me di la vuelta y me encontré con la mujer con la que llevaba intercambiando correos electrónicos durante meses.
—Señora Simmons —saludé forzando lo más parecido a una sonrisa que fui capaz de conseguir—. Un gusto conocerla en persona por fin.
La señora Simmons era una mujer de unos cincuenta años, elegante, alta, bien vestida, con gafas y un perfecto moño recogido en la nuca.
—Lo mismo digo, señor Lenox —contestó con una sonrisa igual de tensa que la mía, o incluso más.
Estaba claro que yo no le caía nada bien. Bueno…, pues que se uniera al club.
—¿Qué le trae por aquí?
—He venido a recoger a mi hija —dije y todavía me costaba decir esas últimas palabras. «Mi hija».
Joder…, tenía una hija.
—La señorita Clemens dice que no está registrada con salida este fin de semana, señor.
Solté un hondo suspiro por dentro.
—Lo sé… Ha sido cosa de último momento.
La directora apretó los labios.
—Señor Lenox, las normas de este establecimiento están hechas para algo… Creemos que sacar a los niños del colegio sin previo aviso los desestabiliza y les hace perder actividades que específicamente programamos para cada estudiante.
—Lo sé, se