Instrucciones para enamorarse

Fragmento

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1

Una mejor versión de mí misma

Los libros ya no ejercen sobre mí la misma magia que antes. Cuando estaba de bajón o me encontraba en ese árido desierto que existe entre la tristeza y el enfado, siempre tenía la posibilidad de sacar cualquier volumen del estante de mis libros favoritos y acomodarme en mi mullida butaca de color rosa a pasar un buen rato con la lectura. Al llegar al capítulo tres (como máximo al capítulo cuatro), ya me sentía mucho mejor.

Ahora, en cambio, los libros no son más que un conjunto de letras ordenadas en palabras ortográficamente correctas, ordenadas en frases gramaticalmente correctas y en párrafos claramente estructurados y en capítulos temáticamente coherentes. Han dejado de ser mágicos y evocadores.

En una vida pasada debí de ser bibliotecaria, porque tengo los libros ordenados por géneros. Hasta que empecé a deshacerme de ellos, la sección de novelas románticas contemporáneas era la más nutrida. Mi favorita de todos los tiempos es Magdalenas y besos. La saco de la estantería y hojeo sus páginas por enésima vez, para darle una última oportunidad de ser mágica. Mi escena preferida es aquella en que la chef protagonista, normalmente sensata, y su guapísimo cocinero, siempre melancólico y de pasado misterioso, se pelean lanzándose comida en la cocina. Ambos terminan cubiertos de harina y glaseado. Hay un montón de besos y de juegos de palabras relacionados con los postres:

«Labios de azúcar».

«Bollito dulce».

«Situaciones pegajosas».

No hace más de seis meses esta escena me habría derretido por dentro. (¿Lo pilláis?)

¿Pero ahora? Nada de nada.

Y comoquiera que las frases y las palabras no han cambiado desde la última vez que las leí, tendré que asumir que el problema no es el libro.

El problema soy yo.

Cierro la novela y la amontono sobre las otras de las que voy a desprenderme. Mañana haré una última excursión a la biblioteca, y ya me habré despedido de toda mi colección de novelas románticas.

Justo cuando estoy metiéndolas en la mochila, mi madre asoma la cabeza por la puerta de mi habitación. Sus ojos trazan un recorrido que empieza por mi cara, pasa por la torre de libros y por las cuatro hileras vacías de la estantería, y termina nuevamente en mi cara.

Frunce el ceño y parece que está a punto de decir algo, pero no lo hace. Se limita a alargar la mano y tenderme el teléfono.

—Es tu padre —dice.

Sacudo la cabeza con tanta fuerza que las trenzas me golpean la cara como si fueran látigos.

Ella insiste.

—Cógelo. Cógelo —gesticula con la boca.

—No, no, no —gesticulo a mi vez.

Nunca he visto a dos mimos discutiendo, pero supongo que la escena se parecerá bastante a esta.

Mi madre se separa del umbral y entra en la habitación. Aprovechando el pequeño hueco que deja, la rodeo a toda prisa para salir. Hago un esprint por el corto pasillo y me encierro en el cuarto de baño.

La llamada inevitable de mi madre llega diez segundos más tarde.

Abro la puerta.

Ella me mira y suspira.

Yo suspiro también.

Últimamente, nos comunicamos sobre todo mediante estas breves exhalaciones. Las suyas denotan frustración, sufrimiento, exasperación, impaciencia y decepción.

Las mías son producto del desconcierto.

—Yvette Antoinette Thomas —dice—. ¿Cuánto tiempo vas a seguir en este plan?

La respuesta a su pregunta (que me parece muy pertinente) es «eternamente».

Estaré eternamente enfadada con mi padre.

Aunque, en realidad, una pregunta más adecuada es: ¿cómo es posible que ella no lo esté?

Mi madre guarda el teléfono en el bolsillo del delantal. Tiene rastros de harina en la frente y también en el pelo, corto y afro, que parece que se le haya encanecido de repente.

—¿Sigues donando los libros? —pregunta.

Asiento.

—Antes te encantaban —dice. Por su manera de expresarlo, da la impresión de que vaya a quemarlos en una hoguera, en vez de entregarlos a una biblioteca.

La miro a los ojos. Es posible que estemos teniendo un breve momento de conexión. Si está dispuesta a hablar de que yo done los libros, tal vez signifique que está dispuesta a hablar de algo real, como por ejemplo de mi padre y del divorcio y de cómo han ido las cosas desde entonces.

—Mamá… —intento decir.

Pero ella desvía la mirada, se seca las manos en el delantal y me interrumpe.

—Danica y yo estamos haciendo galletas de chocolate —me informa—. ¿Por qué no bajas a ayudarnos?

Lo de las galletas es una novedad. Empezó el día en que mi padre se fue de nuestra antigua casa, y no ha parado desde entonces. Cuando no tiene guardia en el hospital, está horneando en la cocina.

—Esta noche he quedado con Martin, Sophie y Cassidy. Vamos a empezar a planificar el viaje.

—Últimamente pasas más tiempo fuera que en casa —dice ella.

Cuando me sorprende con este tipo de comentarios, no sé cómo reaccionar. No se trata de una pregunta ni de una acusación, pero tiene algo de ambas. En lugar de responder, miro el delantal. Lleva estampada la frase «Besad a la cocinera» y el dibujo de dos enormes pares de labios que se están besando.

Tiene razón en que últimamente no estoy mucho en casa. La idea de pasar las próximas horas horneando galletas con ella y con mi hermana, Danica, no es que me desespere, pero sí que me produce un sentimiento similar a la desesperación. Seguro que Danica irá ataviada a la perfección para la ocasión, con un delantal de estilo vintage y un sombrero de chef a juego en lo alto de su peinado afro. Hablará de su último novio, con el cual está (muy) ilusionada. Mi madre contará anécdotas truculentas sobre la sala de urgencias y se empeñará en escuchar reggae, en especial algún disco de la vieja escuela, tipo a los de Peter Tosh o de Jimmy Cliff. O bien (si Danica se sale con la suya) escucharán algo de trip hop mientras mi hermana inmortaliza la escena en las redes sociales. Ambas harán ver que en nuestra familia todo va estupendamente.

Pero no todo va estupendamente.

Mi madre suspira de nuevo y se frota la frente, de manera que esparce todavía más la harina.

—Tienes harina en la frente —le aviso, alargando la mano para limpiarla.

Ella me la aparta.

—Déjalo. De todos modos voy a seguir ensuciándome.

Mi madre nació en Jamaica. Se trasladó a Estados Unidos a los catorce años con mis abuelos. Solo se le nota el acento jamaicano cuando está nerviosa o enfadada. En este momento tiene un acento muy ligero, pero lo detecto perfectamente.

Da media vuelta y baja de nuevo a la cocina.

Mientras me visto, intento no pensar en este nuevo amago de discusión, pero acabo dándole vueltas de todas formas. ¿Por qué le afecta tanto que vaya a regalar mis últimas novelas románticas? Es como si le decepcionara que yo no sea la misma persona que hace un año.

Por supuesto que no soy la misma persona. ¿Cómo podría serlo? Ojalá el divorcio me hubiera afectado tan poco como a Danica o como a ella. Ojalá pudiera dedicarme a hornear galletas alegremente con ellas. Ojalá pudiera volver a ser la chica que creía que sus padres, y en especial su padre, eran perfectos. La chica que confiaba en encontrar un amor como el que ellos tenían cuando fuera mayor. La chica que creía en los finales felices, porque el de su padre y su madre lo había sido.

Quiero volver atrás y dejar de saber todo lo que sé ahora.

Pero las cosas no pueden dejarse de saber.

No puedo dejar de saber que mi padre engañó a mi madre.

No puedo dejar de saber que nos dejó por otra mujer.

Mi madre echa de menos la versión de mí misma que adoraba ese tipo de libros.

Yo también echo de menos esa versión de mí misma.

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2

(Antiguos) géneros románticos favoritos

Contemporáneos

1. De enemigos a amantes. La eterna pregunta es si se van a matar o se van a besar. Es broma. Por supuesto que se van a besar.

2. Triángulo amoroso. Todo el mundo hace ver que detesta los triángulos amorosos, pero en realidad son geniales. Sirven para que los personajes principales puedan elegir entre distintas versiones de sí mismos: quiénes eran antes y en quién se están convirtiendo. Nota al margen: si alguna vez debes elegir entre un vampiro y un hombre lobo, elige al vampiro. Ver el apartado número 1 que sigue a continuación para más detalles de por qué debes elegir (evidentemente) al vampiro.

3. Segunda oportunidad. Estos días he caído en la cuenta de que este es un tema muy poco realista. Si alguien te hace daño una vez, ¿por qué vas a darle otra oportunidad para que lo vuelva a hacer?

Paranormales

1. Vampiros. Son sexis y te amarán eternamente.

2. Ángeles. Están dotados de alas que utilizarán para envolverte o para sacarte de este lugar y llevarte adonde necesites estar.

3. Metamórficos. Suelen ser jaguares y leopardos, pero puedes encontrarte con cualquier ejemplar de la gran familia canina. En cierta ocasión intenté leer sobre dinosaurios que cambian de forma. Tiranosaurios, pteranodones, brontosaurios, etcétera. Son tan horripilantes como os imagináis.

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3

Deja un libro, llévate otro

A la mañana siguiente, cuando bajo a desayunar, mi madre ya ha salido para cubrir su turno en el hospital. Danica está sentada a la mesa del comedor, haciendo fotos de las galletas que mi madre y ella prepararon ayer. Las ha colocado en forma de pirámide en una de las nuevas y elegantes bandejas para pasteles de mi madre. Danica pertenece a la escuela de las fotografías desenfadadas. Inclina el teléfono y rodea la pirámide de galletas, tomando foto tras foto, a cada cual más garbosa.

Me sirvo un bol de cereales y me siento a la mesa, a su lado. Llevamos seis meses en este apartamento, pero todavía tengo cierta sensación de provisionalidad, como si estuviéramos de visita. Sigo esperando el momento de volver a mi vida real.

Comparado con nuestra antigua casa, el sitio es pequeño. Echo de menos el jardín de la parte de atrás. Ahora compartimos patio con doce apartamentos más. Nuestra casa tenía dos lavabos, y aquí solo tenemos uno. En cualquier caso, lo que más echo de menos es que cada habitación contenía nuestros recuerdos.

Danica se decide por una foto y me pasa el móvil para enseñarme el post.

—Ni siquiera se ve que han salido quemadas —dice, orgullosa.

Tiene razón. Parecen perfectas. Deslizo el dedo por sus posts. Veo un selfie de ella y mi madre cubiertas de harina, sujetando un gran pedazo de chocolate y riendo, y me arrepiento de no haberme quedado a ayudarlas. Tras leer los hashtags (#madrehijanochedehacergalletas, #chicanegrahorneadoramágica, #lasgalletasperfectassonperfectas), le devuelvo el teléfono.

—¿Cómo es que no has ido al brunch? —pregunta.

Suelo quedar los domingos por la mañana con mis mejores amigos en Surf City Waffle, sin duda el mejor sitio de gofres de todo Los Ángeles. Pero esta mañana todos estaban ocupados.

—Todos tenían cosas que hacer —digo.

—Entonces, ¿vas a quedarte aquí? —me suelta, y no de una manera que me haga pensar que quiere que me quede.

Vuelvo a meter la cuchara en el bol y doy un buen repaso a mi hermana. Normalmente parece una supermodelo de los años setenta, con su enorme peinado afro, su maquillaje reluciente y su ropa vintage.

Pero hoy está todavía más guapa de lo habitual. Si tuviera que adivinarlo, diría que tiene una cita. Pero no hace falta, porque al cabo de un segundo suena el timbre. Una enorme sonrisa se dibuja en su cara, y corre a la puerta soltando un gritito.

El año pasado, Danica salió con ocho chicos distintos, lo que arroja un promedio de 0,667 novios al mes o 0,154 novios a la semana. En cualquier caso, mi problema no es la cantidad ni la ca­lidad de sus novios (hablando en plata, la calidad podría ser mejor; no sé por qué elije a chicos que son mucho menos interesantes o inteligentes que ella), sino el simple hecho de que quiera salir con chicos. ¿Cómo es posible que yo sea la única que ha aprendido la lección del divorcio de mis padres?

Dejo el bol sobre la mesa e intento escabullirme cruzando la sala de estar para librarme de tener que saludar. Sin suerte.

—Hola, Evie —dice el tipo. Ha pronunciado «hola» como si tuviera más de dos sílabas.

—Hola —respondo, intentando recordar su nombre. Va vestido con unos shorts holgados y una camiseta sin mangas, como si tuviera previsto ir a la playa o volviera de ella. Es blanco, alto y musculoso, con el pelo rubio, largo y despeinado. Si fuera una pieza de mobiliario, lo compararía con una magnífica alfombra bien gruesa.

Incómodos, permanecemos allí plantados unos segundos, hasta que Danica llega para salvarnos.

—Ben y yo estábamos pensando en ir al cine —dice—. Puedes acompañarnos, si quieres.

Pero la expresión de ambos me dice dos cosas:

1. No están pensando en ir al cine. Están pensando en quedarse aquí. Los dos solos. En el piso. Para enrollarse.

y

2. En caso de que fueran al cine, no me querrían a mí como carabina.

Entonces, ¿por qué me lo pide? ¿Le doy lástima?

—No puedo. Pero divertíos —respondo. Mi único objetivo del día es ir a la biblioteca a deshacerme de los libros, pero explicárselo me haría sentir patética. Subo a mi habitación a vestirme.

Antes de irme, digo «adiós», pronunciándolo como si tuviera más de dos sílabas.

Montada en la bici, a medio camino de la biblioteca, recuerdo que hoy es domingo. Y las bibliotecas cierran los domingos.

Volver ahora a casa mientras Danica y Ben «pasan el rato» está descartado. Hoy hace uno de esos preciosos días de primavera en los que la niebla matutina lo impregna todo y el aire huele a húmedo y a nuevo. Opto por dirigirme a los Pozos de Alquitrán de La Brea, pero dando un rodeo por Hancock Park.

Este barrio queda apenas a diez minutos de nuestro apartamento, pero parece otro mundo. Aquí, las casas son tan grandes como castillos. Solo faltan las fosas, las compuertas con rejas, los dragones y las damiselas en apuros. Cada vez que pasamos por aquí en coche, mi madre opina que es un crimen que existan casas como estas en una ciudad donde vive tanta gente sin hogar. Ella trata a muchas de esas personas en la sala de urgencias del hospital.

Avanzo con lentitud, serpenteando por las calles, contemplando con la boca abierta las enormes parcelas de césped impecable y los coches tremendamente caros.

Llego a una calle con arbustos de jazmín y árboles de jacaranda poco cuidados a lado y lado. Las ramas cuelgan en lo alto y forman un dosel de pétalos purpúreos. Tengo la sensación de estar pasando por un túnel que me llevará a un cuento de hadas.

El sol se oculta detrás de una nube, y de pronto el aire se vuelve más frío. Detengo la bici sobre la acera y saco la chaqueta de la mochila. Cuando estoy a punto de marcharme, me fijo en una de esas pequeñas cajas de madera para libros que suele haber en algunos barrios. Es de un azul llamativo, y parece una casa en miniatura, con su tejado escalonado y sus puertas de color blanco gastado, cerradas con un pestillo. Hay una pequeña placa que reza: PEQUEÑA BIBLIOTECA GRATUITA.

—Veo que nos traes un montón de libros, querida —me sorprende una voz de mujer cuando me dispongo a apoyar la bici en el suelo.

Suelto un grito y me giro. Hay una mujer mayor plantada detrás de mí, apenas a medio metro de distancia.

—¡La rehostia! —se me escapa, e inmediatamente me llevo la mano a la boca—. Perdón, no quería soltar una palabrota. Es que no la había visto.

Ella suelta una risita y se acerca todavía más. Tiene la piel de un marrón pálido, como si fuera de papel avejentado.

—No pasa nada por decir palabrotas —dice ella—. Pero me pregunto qué debe de ser una «rehostia».

Sonrío, mirando a mi alrededor. ¿Se puede saber de dónde ha salido esta mujer?

—¿Es suya la biblioteca? —pregunto.

—Bueno, la fabriqué yo, pero por supuesto es para todo el mundo. ¿Sabes cómo funciona? La idea es conseguir que la gente lea y se comunique con sus vecinos, en vez de limitarse a vivir en la casa de al lado. —Se frota las manos—. Y bien, ¿qué nos traes hoy por aquí?

Dejo la mochila en el suelo y saco un puñado de libros.

Me quita algunos de las manos y los aprieta contra el pecho.

—Estos son muy apreciados —afirma, repasando los títulos en voz alta. Es de esas personas que articula las palabras mientras lee. Como si estuviera lanzando un hechizo misterioso. Recién llegados; Besos y Cupcakes; El duque del destino; Amor, set, partido; El corazón del tigre.

—Son todos geniales —afirmo. Mi voz sale en un suspiro ronco. Me aclaro la garganta—. Se los recomiendo.

—¿Por qué los regalas? —pregunta.

Cada vez está más cerca, y sigue aferrada a los libros que me ha quitado antes de las manos.

Saco algunos más de la mochila y sospeso la idea de decirle la verdad. Que estos libros ya no parecen míos. Que las historias de amor son como cuentos de hadas: no puedes creer en ellas eternamente.

Dejé de creer en ellas cuando mi padre se fue de casa.

Es curioso que un día que empieza como cualquier otro pueda terminar de un modo tan distinto. A veces me gustaría que hubiera una previsión meteorológica para la vida de cada uno. Para mañana se esperan las diabluras de siempre en el instituto a primera hora, pero irán acompañadas de una dramática traición parental hacia la tarde, que terminará con una salvaje desesperación emocional al caer la noche. Daremos más detalles después de la próxima pausa para publicidad.

El día siguiente lo pasé conmocionada en el instituto, incapaz de creer que mi padre ya no estaría en casa cuando yo volviera. A la hora del almuerzo ya estaba segura de poder convencerlo de que mi madre y él estaban cometiendo una grave equivocación. Al salir de clase, tomé el autobús urbano hasta Santa Mónica y luego atravesé en bici el campus de la universidad hasta llegar al edificio de Humanidades, donde mi padre tiene su despacho. Subí las escaleras de dos en dos, pensando en lo que iba a decirle. Tal vez el problema era que no se había dado cuenta de lo mucho que mi madre lo quería. No es una mujer muy expresiva. O tal vez necesitaban pasar más tiempo juntos sin tener que hacer de padres, salir a cenar solos una noche a la semana o algo así. O encontrar un hobby conjunto para «reconectar», tal como aconsejan siempre los expertos en relaciones.

Eché a correr por el pasillo hasta llegar a su despacho, convencida de que él lo comprendería. Siempre nos habíamos entendido.

No llamé a la puerta. Debería haberlo hecho, pero no lo hice. Abrí la puerta e irrumpí en el despacho, esperando encontrarlo allí. Y lo encontré. Estaba besando a una mujer que no era mi madre.

Miré primero al uno, luego a la otra. Intenté convencerme de que tal vez se trataba de una relación nueva, que apenas había comenzado un par de días antes. Pero, por supuesto, era un pensamiento estúpido. No se trataba de un primer beso ni de un último beso. Era un beso que delataba toda una relación con historia. Era uno de los muchos besos que rompieron nuestra familia, rompieron el corazón de mi madre y rompieron el mío.

Mi padre se pasó la mano por la cara.

—Evie, cariño —dijo—. No has llamado a la puerta.

No pude percibir si me estaba riñendo.

Cuando él y mi madre nos comunicaron que se iban a separar, dijeron que la razón era que se habían distanciado, que todavía se querían y que nos querían a nosotras. Pero era mentira. La razón por la cual mi padre nos había dejado estaba ahí delante, con un vestido verde jade y unos enormes pendientes de aro, tapándose los labios con las manos como si pudiera evitar que yo viera lo que había visto.

Retrocedí un par de pasos, salí del despacho y eché a correr por el pasillo, luego bajé las escaleras hasta llegar a la calle. Oía la voz de mi padre que me llamaba, pero ¿qué me iba a decir? Ya no había nada más que hablar.

Aquella noche, mi madre me dijo que mi padre la había llamado para explicarle lo sucedido. Me aseguró que sentía mucho que hubiera visto aquello. Me pidió que no se lo contara a Danica. Me dijo que no quería volver a hablar del tema nunca más.

Por supuesto, no le cuento a la anciana nada de todo esto. Coloco los últimos libros en el interior de la pequeña biblioteca. Al mirarla, descubro en ella una expresión empática, como si de algún modo hubiera oído todas las cosas que no he llegado a decir.

Cierro la puertecilla.

—Bueno, espero que disfrute de la lectura —me despido.

La mujer señala la biblioteca.

—¿No vas a llevarte uno, cariño? Las reglas son «deja un libro, llévate otro».

—No hay ninguno para coger —digo yo.

—¿Estás segura? Creo que antes alguien ha dejado uno.

Vuelvo a abrir la puerta y diviso en un rincón el libro del que me habla.

Se titula Instrucciones para bailar. Es un volumen delgado, de bolsillo, estropeado por la humedad y con las páginas dobladas. Bajo el título hay un sencillo dibujo de dos pares de huellas encaradas.

Hojeo las páginas y repaso los títulos de los capítulos: «Salsa», «Bachata», «Vals», «Tango», «Merengue», «Swing de la Costa Este», «Lindy Hop». Cada baile tiene su propia secuencia de diagramas numerados, con flechas que apuntan de un conjunto de pisadas a otro.

—Tal vez sea mejor que lo deje para alguien que quiera aprender a bailar —digo, dispuesta a devolverlo a su sitio.

—Ese alguien podrías ser tú, cariño. —Se acerca un poco más—. Insisto.

Como parece que para ella es importante, meto el libro en la mochila.

—Encantada de conocerla —me despido, montando en la bicicleta.

—Igualmente —dice ella—. Cuídate mucho.

Al final de la calle, me giro para decirle adiós.

Pero cuando miro atrás, veo que ha desaparecido.

Recorro dos manzanas antes de darme cuenta de que voy hacia el este en vez de hacia el oeste, hacia mi casa. ¿Cómo es posible que me haya desorientado tanto? Me detengo al borde de la acera y miro el móvil. Ya son más de las tres. Llevo cuatro horas deambulando. Me ruge el estómago, como si también se hubiera dado cuenta de lo tarde que es.

Tomo la ruta menos panorámica para volver a casa, pedaleando rápidamente pero con precaución al mismo tiempo. Muchas veces, los conductores de Los Ángeles se comportan como si los ciclistas no existiéramos. Ato la bici con el candado y doblo la esquina de mi apartamento. Veo a Danica y a Ben en la escalera de la entrada. Ambos están tan ausentes mirándose a los ojos que no se dan cuenta de que estoy apenas a unos pasos de distancia.

Hay ciertas cosas en la vida que no necesitas ver. Tu hermana pequeña enrollándose con alguien es una de ellas. Me dispongo a aclararme la garganta para ahorrarnos el trauma a las dos, pero antes de poder hacerlo, Danica se inclina hacia Ben y lo besa.

Mi visión se funde a negro, como sucede en el momento justo antes de empezar una película.

Y entonces lo veo.

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4

Danica y Ben

Danica en la cafetería de nuestro instituto. Está sentada a la mesa habitual, rodeada de sus amigos. Como de costumbre, el bullicio reina en la cafetería. Algunos chicos hablan, comen, ríen. Otros (los que siempre están solos) no hablan, no ríen. Hoy, Danica está ultrarradiante con su conjunto fucsia, que probablemente fue el vestido del baile de graduación de otra chica.

Desde la derecha, una bandeja se desliza y choca contra la suya. Ben aparece al otro lado de la bandeja, sonriente.

—He estado pensando en pedirte para salir —dice.

—Creía que tenías novia —contesta Danica.

—Ya no —dice él, y se inclina hacia ella—. Si te pidiera para salir, ¿qué dirías?

Ella también se inclina hacia él.

—Tendrás que pedírmelo para saberlo.

—¿Quieres salir conmigo?

—Claro —dice ella—. ¿Por qué no?

En este instante preciso, los dos besándose en la escalera de nuestra casa como si nadie pudiera verlos.

Danica en una playa rodeada de fogatas, y alrededor de las fogatas están sus amigos, que se divierten o se calientan las manos y el rostro o simplemente contemplan cómo chisporrotea el fuego. Ella camina con dificultad por la arena, alejada de todo esto. Tienes los ojos inquietos, está buscando algo. Pasa de largo del puesto salvavidas número veintitrés y luego del veinticuatro. En el puesto veintisiete, encuentra a Ben, pero Ben no está solo. Está besando a su exnovia que, al fin y al cabo, resulta que no es su ex.

Danica tumbada en su cama, sola. Está enfrascada en sus redes sociales, borrando fotos, posts y comentarios. Cambia su estado de relación a «Soltera». Elimina likes y seguidores hasta que no queda ningún rastro de que Ben y ella hayan sido pareja.

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5

La fogata

La visión termina y el mundo real vuelve a enfocarse. Vuelvo a estar en el mismo lugar, plantada en la acera, a la puerta de mi apartamento.

Danica y Ben siguen en la escalera de la entrada, pero ya no se están besando. Ambos me miran boquiabiertos.

Ben parece desconcertado.

Danica parece indignada.

—¡Por el amor de Dios, Evie! —protesta, y baja echa una furia—. ¿Por qué nos acechas como si fueras una acosadora?

Se ha puesto justo delante de mí, es la Danica real. No es ninguna alucinación. Pero no puedo sacudirme la imagen de la cafetería ni la de la fogata de la playa ni la de ella sola en su habitación borrando su historia con Ben.

—¿Qué… Qué dices? —digo, ligeramente mareada.

Debo de estar tambaleándome o algo parecido, porque ella se acerca un poco. Su expresión ha pasado de enfadada a preocupada.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, es que… no lo sé. Me ha pasado algo muy raro…

—Será mejor que vayamos dentro —sugiere.

—Me he olvidado de comer —recuerdo, mientras ella me guía al interior del piso—. Y luego he corrido mucho con la bici para volver a casa.

Me ayuda a llegar al sofá.

—Tal vez debería llamar a mamá —dice.

Esto me saca del estado de desconcierto.

—No, no lo hagas —respondo—. No quiero que se preocupe. Solo me he mareado un segundo.

Se sienta a mi lado y me da la mano.

—Deja que te vea los ojos —me pide, y me recuerda un poco a mi madre cuando se pone en modo enfermera.

No recuerdo la última vez que estuvimos tan cerca físicamente. Mirarle a la cara es un poco como mirar la mía. Tenemos el mismo tono de piel moreno, los mismos pómulos altos y redondeados, los mismos labios rosados y gruesos. Pero de algún modo, estos rasgos se combinan en ella de un modo más dramático. Parece una supermodelo. Yo parezco la hermana guapa pero menos atractiva de la supermodelo.

Me gira la cara de lado a lado. No tengo ni idea de qué está buscando.

Nunca hemos sido las típicas hermanas que son amigas, pero antes estábamos más unidas que ahora. Gran parte de lo que sabe de maquillaje lo aprendió practicando en mi cara. Solía prestarle nuevas novelas románticas (le gustan casi tanto como me gustaban a mí) y le descubría grupos de música. Cuando todavía salía con Dwayne (mi primer y único novio) llegamos incluso a organizar un par de citas dobles.

Me aprieta la mano y parece que esté a punto de decir algo, pero Ben nos interrumpe.

—Oye, D, me piro, que tengo aquello.

«¿“Aquello” es engañar a mi hermana con tu exnovia?», me gustaría preguntar. Pero sería una pregunta ridícula, porque no la está engañando. En cualquier caso, ignoro si lo está haciendo. Separo la mano de la de Danica y me levanto.

—Estoy bien, de verdad.

Ella también se levanta y salen juntos por la puerta.

Vuelvo a recostarme sobre los cojines del sofá y me froto las sienes, algo asustada aún. ¿Ha sido una alucinación? ¿Es posible sufrirlas porque tienes demasiada hambre o estás demasiado agotada o demasiado afectada emocionalmente? ¿O tal vez ha sido uno de esos sueños tan vívidos que a veces te asaltan a medio despertar?

Siempre he tenido una buena imaginación, pero esto ha sido más que bueno. Ha sido cinemático.

El estómago me recuerda que tengo hambre.

Danica entra en la cocina justo cuando estoy a punto de comerme una de sus galletas.

—Si te apetece, unos cuantos vamos a ir esta noche a hacer una fogata en la playa —dice.

Casi se me cae la galleta.

—¿Vas a ir esta noche a la playa? —Como en un flash, se me aparece la imagen de ella tambaleándose por la arena buscando a Ben y encontrándolo con otra—. ¿Has quedado con Ben?

—Claro. —Me mira, estrecha

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